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ArribaAbajoCapítulo VI

No conocía don Martín el cambio que por grados se había efectuado en Pablo, ni era capaz de comprender el punto de cultura a que lo habían ascendido la enseñanza de los libros, la dirección de su tío y la influencia del amor hacia una mujer como Clemencia. Los primeros habían enriquecido su entendimiento, la segunda formado su juicio y su gusto, y el tercero ennoblecido y afinado sus sentimientos, dotes que, unidos, forman la cultura de alta esfera de que muchos presumen y a que pocos alcanzan: así era que seguía ejercitando en él su facundia, benévolamente denigrativa; era éste un desahogo natural en don Martín, de que todos eran víctimas, menos su mujer, su hermano y su malva-rosa.

Pero con quienes esto subía a su apogeo, era con las viejas pordioseras, las que tenían a don Martín constantemente sitiado. Habíalas entre éstas sumamente insolentes, y los coloquios entre éstas y don Martín, eran seguramente dignos de haber sido recogidos por un taquígrafo.

Figuraba entre las primeras una tía Latrana que ya conocemos, a quien don Martín no podía sufrir por lo osada, exigente y desagradecida, lo que no impedía el que siempre la estuviese socorriendo. Llamábala don Martín la baratera de las viejas de Villa-María. Era este femenino Cid, chica, delgada por naturaleza, y enjuta a un tiempo por su mal genio y por los años. Tenía los ojos tiernos, pero la mirada arrogante. Su boca se había sumido como para hacer más notable la prominencia de su picuda nariz, que era de aquellas de que se suele decir que pueden servir para sacar espinas.

Databa la ojeriza que la tenía don Martín, de una ocasión en que un sobrino de ella, que era un calavera de lugar, muy listo, muy despierto, vicioso y pendenciero, habiendo caído soldado, había venido su tía a empeñarse con don Martín para que lo libertase, en cuya ocasión tuvieron el siguiente diálogo:

-Señor -dijo la tía Latrana, haciendo las más espantosas muecas y dando los más furibundos soponcios-; a mi Bernardo le ha tocado la suerte.

-Que manden repicar -contestó don Martín.

-Señor, no sea su mercé asina, y tenga compasión de su prójimo. Me envía aquí el alma mía a decirle a su mercé que le dé los dineros para pagar un préfulo, mas que sean prestados; que él se los pagara a su mercé con puntualidad en cuantito saque a la lotería.

-¡Miren la hipoteca! Vaya con el mostrenco ese, que es como los plateros, que barren para adentro. De casta le viene al galgo el ser enjuto y rabilargo. Vea usted, ¡prestados! Todavía me está usted debiendo el dinero que me pidió para sembrar el habar, ¿y ha soñado usted acaso en pagármelo?

-Señor, el que no tiene, ni paga ni niega.

-¡Hola!

-Pues si es verdad, señor, al que no tiene, el rey le hace libre.

-Pues en cambio, al que no tiene lo hace el rey soldado; ainda mais, su sobrino de usted no tiene oficio ni beneficio, es un vago, no es del campo ni del lugar; a esos flojonazos costillones, que se pasan la vida sosteniendo las esquinas, les viene la casaca como aceite a las espinacas.

-¡Flojonazo mi Bernardo! ¡Señor! Pues si es más vivo y más dispuesto que un ajo.

-Sí, sí; señor Corrin, que corriendo va, que siempre corriendo y nunca hace .

Señor, no se chancee su mercé, sino vea de libertármelo como hizo con el hijo del tío Gil.

-¡Yo libertar a ese arrapiezo! En eso estaba yo pensando. ¿Y va usted a sacar a Gil, que es criado honrado de la casa desde que Adán pecó? ¡Pues dígole a usted!... Bastante me cuesta usted ya con cada enfermedad que le costeo, que canta el misterio.

-Señor, por eso no se apure su mercé, que ahora estoy tan buenecita y tan gordita.

-Gorda, ¡sí! Parece usted el espíritu de la glotura.

-Señor don Martín, considere su mercé que mi sobrino, el probecito, está malito de la desazón.

-Mejor; que hijo malo, más vale doliente que sano.

-Señor, a borrica arrodillada no le doble usted la carga. Crea su mercé que mi niño tiene el pecho desgarradito de suspirar y en la carita surcos de llorar.

-No me venga usted con aleluyas. ¡Ya!... el burro que no está hecho a albarda, muerde la atafarra.

-Señor, su mercé que es tan buen cristiano, tan caritativo, que es el paño de lágrimas de los desdichados...

-No me venga usted con gatatumbas.

-El hijo de mi alma no tiene chichas para el servicio del Rey, es endeblito.

-¡Endeblito! ¡Por vía de sanes! Y tiene un rejo como un toro.

-¡Si lo viera su mercé! ¡Está tan escuchimisado, tan flaquito!

-Sí, sí; lo que está es rajado de gordo.

-Pero señor, es muy pulido y muy fino para pisar lodo.

-¡Fino, sí!... Si lo apalean echa bellotas. ¡Fino! ¡Vea usted, que se zamarrea de ganso!

-¡Ganso! ¿Mi Bernardo ganso? Si es un moralista, señor.

-¡Moralista! ¿Y qué es un moralista, tía sátira?

-Es un estudiante de estudios muy hondos, que se aprenden en un libro que se llama el moral.

-No diga usted sinfundos, tía sabijonda; moral no es ningún libro.

-¿Que no? ¿pues qué es, señor?

-La moral es una buena doctrina sin Dios, como dice mi hermano el Abad.

-¿Sin Dios? ¡Ave María purísima, señor!

-Pues sí señora, por eso es para el entendimiento, así como la doctrina con Dios es para el alma. Entérese usted para que no vuelva a decir despropósitos en tono de sentencias.

-Pues sea la que fuere la doctrina, mi Bernardo sabe latines y estudiaba para escribano, y lo hubiese sido, si no hubiesen faltado los cuartos.

-Ya, porque tuvo usted presente aquello de:


Pájaros con muchas plumas
no se pueden mantener;
los escribanos con una
mantienen moza y mujer.

-Ello es señor, que mi Bernardo sabe más que Séneca.

-Más valiera que se hubiese atenido al arache y al cavache.

-Pues yo he querido que aprienda, señor, que el saber no estorba, y que siempre se ha dicho que el pobre puede ser rico, y el rico no compra ciencia; eso no quita que el hijo mío sea un pan de rosas.

-¡Sí, un pan de rosas! ¡Por vía del atún salado! ¡Con un genio bragado y pintado por el lomo! Pan de rosas, que cuando no está preso lo andan buscando, y al que el año pasado se le formó causa por una riña, y en éste por una pendencia.

-Falsos testimonios que le han levantado, señor; lo que tiene es que unos echan agua en caldera y no suena, y otros en lana y suena.

-Se le cogió fragantelito, yo lo vi.

-Eso fue allá en años témporas. ¿A qué, sin venir a cuento saca su mercé titulitos de ayer? Cada uno en este mundo tiene su ventanita, los unos grande, los otros chica.

-Lo he sacado para decirle que se largue su pan de rosas de sobrino, y cuanto antes mejor, y que Dios le ayude y a nosotros no nos olvide.

-Señor, crea su mercé que mi sobrino es una prenda; lo crió Dios con mucha atención; y sobre todo, señor don Martín, es mi ayuda.

-¿Qué había de ser ese namantón su ayuda cristiana? Es la cuerda que la ahorca. Déjelo usted ir bendito de Dios.

-¡Ay! no señor; que vale más comer grama y abrojos que traer capirote en el ojo. ¿Con que nada hará su mercé por ese desdichado?

-Desearle buen viaje.

-Señor, hágalo por Dios, que es buen pagador.

-De obras buenas, tía Cansina.

-Señor, por María Santísima...

Don Martín se puso a tararear en tono de bajón, acabando por imitar el toque del tambor:


No hay remedio, ser soldado
y marchar al batallón,
en que avivan a los flojos
con el pan de munición.
Rrrrrrran, tan, plan, plan:
un cabo loco te amansará.

-Entonces, señor -dijo avispada la tía Latrana-, ¿a qué le sirven a su mercé esos dineros?

-¡Caracoles con la rala de la vieja esta! -exclamó colérico don Martín-. ¡Pues qué! ¿se ha pensado usted, so insolente, que me habrán dejado mis abuelos mis mayorazgos para invertir sus rentas en sustitutos para los vagos y macarroños de Villa-María? Ea, déjese de cuentos, deje ir al moralista de su sobrino a que aprienda disciplina, que lo hará más liberal que no aprender las letras, que ha de tener él siempre gordas como cochinos cebados; que con viento se limpia el trigo, y los vicios con castigo, y déjeme usted el alma en paz, que si no, perdemos las amistades.

-El amigo que no da y el cuchillo que no corta, que se pierda poco importa -dijo entre dientes la tía Latrana.

-¿Qué está usted ahí musitando? -preguntó don Martín.

-Nada, señor, sino que si mi sobrino se muere o lo matan, no quisiera yo estar en el pellejo de su mercé, que lo habría podido remediar, y no lo ha hecho. El que da un mal rato, no lo espere bueno.

Y la tía Latrana se alejó, redoblando sus alharacas.

-A usted es preciso matarla o dejarla -le gritó furioso don Martín-; pero un día acabará usted con mi paciencia, y mas que sea usted hembra y pobre, si vuelve usted a dar rienda suelta a esa lengua que se le debía caer de un cáncer, como soy Martín, que le tiro a la cabeza lo primero que me caiga a las manos: ya está usted prevenida, tía farota.

Con este antecedente, comprenderá el lector que cuando fue Clemencia, en quien tenían los pobres una eficaz intercesora, a hablar a don Martín en favor de la tía Latrana, no lo hallaría tan dispuesto a complacerla como solía estarlo.

-Padre -le dijo una mañana-, ahí está la tía Latrana, que quisiera hablaros.

-Dile que estoy sordo -contestó don Martín.

-Si nunca lo estáis cuando los pobres os necesitan.

-Pues lo estoy para esa picaronaza y para todos los suyos, porque la madera de los Latranas ni para tacones es buena.

-¿Qué os han hecho los pobres esos?

-¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! La descocada esa, que pide mucho, y no agradece nada, y que es como la ballena que todo le cabe y nada le llena. Si no se hace lo que pide a modo de apremio, se pone hecha un basilisco. Pues la tía sátira esa, porque no le libré de soldado a un sobrino suyo más galo que Geta, ¿no se me desvergonzó en mis barbas, y a mis espaldas me puso más bajo que un caño? Porque así sucede: hazme ciento, márrame una, y no me has hecho ninguna.

-Pero, padre, la pobrecita tiene tanto empeño...

-Y tú también, malva-rosita: ¿no es eso? Vamos, que entre esa visión, aunque hacerle bien es lo mismo que lavar los pies a un burro.

Clemencia fue a avisar a la tía Latrana, que le dijo al verla venir:

-Por fin, señorita, vino su mercé: don Martín no tuvo presente que hambre y esperar hacen rabiar.

-Vaya, ¿qué se ofrece, pozo airón? -preguntó don Martín a la tía Latrana al verla entrar compungida. ¿A qué se viene usted amparando de mi hija? Usted no necesita vejigas para nadar, ni más padrino que su descaro.

-Señor, mi comadre la tía Machuca me envía aquí a decirle a su mercé que la probecita está muy malita, por si su mercé le quiere dar para un pucherito -respondió la vieja.

-¿Viene usted a pedir para la tía Machuca? No lo extraño. ¡Tal para cual, Pedro para Juan! Esa es otra pejiguera como usted, y ambas peores que la Perala, que era cada día más mala.

-¡Jesús, señor! que tiene su mercé hoy la lengua desbocáa. ¡Vea usted! mí comadre que está más recogida a buen vivir que una cuaresma.

-¡A buen tiempo! ¡vaya! la carne para el diablo, los huesos para Dios.

-Ello es, señor, que eifica.

-¿A quién?... a mi no... que lo que tiene es la cruz en el pecho y el diablo en los hechos; pero en fin, la limosna no se hizo sólo para los buenos; vaya una peseta para el pucherito. Malva-rosita, di que le den garbanzos y tocino: ahora lárguese usted con viento en popa, y no vuelva hasta que yo la llame: ¿está usted?

-Sí señor, y Dios se lo pague a usted.

Y la vieja desapareció con una ligereza juvenil.

Al día siguiente se apareció tan cari-pareja la tía Latrana.

-¿No le dije a usted que no volviese hasta que yo la llamase? -exclamó impaciente don Martín.

-Sí señor, sí señor; pero escúcheme su mercé. La tía Machuca está peor -repuso la embajadora.

-Le haría daño el puchero.

-No señor; pero el méico le ha mandado una bebida con manesia cansinada, y el judío del boticario, no quiere darla si no le llevo seis reales.

-Tome usted los seis reales, que se los doy por tal de no verla.

Al día siguiente se repitió la misma escena.

-¿Otra te pego? -exclamó don Martín-. ¡Pues no es mala mosca de caballo ésta!

-Señor -repuso la tía Latrana sin dejarse intimidar-, a mi comadre la han mandado administrar.

-Al cura con eso.

-Pero son precisas unas velitas para adornar el altar.

-Tome usted para las velitas y toque de suela, precipitada y definitivamente.

Pero al día siguiente se halló don Martín ante sus narices, como llovida del cielo, a la tía Latrana, con aspecto fúnebre.

-Tía Latrana o tía Letrina -exclamó el señor-, usted se ha empeñado en acabar con mi paciencia, ¡caracoles!

-Señor -dijo ésta con voz lúgubre-, murió mi comadre.

-Aleluya, requiescat in pace. ¿A qué, pues, viene usted ahora?

-Señor, por lo mismo, para que haga su mercé la caridad de pagarle el entierro.

-¿Esa también? Vamos, eso lo hago con gusto; así me dé usted pronto ocasión de ejercer la misma obra de misericordia con usted. Y ahora, pues, tía Barrabás, hasta el valle de Josafat.

Vana ilusión, porque a la mañana siguiente se apareció la tía Latrana cuando menos se pensaba.

-¡Qué es eso! -exclamó don Martín atónito- ¿Usted por acá? Es usted peor que una terciana doble; ¡caracoles con usted!

-Señor don Martín, vengo porque mi comadre...

-¿Qué es eso de mi comadre? -dijo extático don Martín.

-Señor, la probecita...

-¿Que me viene usted con la pobrecita? ¿pues no se murió?

-Sí señor, pero...

-¿Qué peros ni qué camuesas? ¿pues no le pagué el entierro?

-Sí señor, pero...

-¡Qué peros ni qué demonios! Coja usted el portante.

-Sí señor, ya voy; pero es que...

-¿Es qué? ¡Reviente usted! que me ha metido usted en curiosidad.

-Es que resucitó.

Clemencia y Pablo soltaron el trapo a reír en sonoras carcajadas; pero no así don Martín, que se puso furioso.

-Oiga usted, so embrollona -gritó-, ¿y me viene usted quizás a pedir para el cordero de Pascua de Resurrección? ¡Pues qué! ¿no hay más que hacer así los pobres burla de los ricos, que les dan el pan, que son su paño de lágrimas y sus padres? ¡Habráse visto bruja más audaz! Como me llamo Martín, que si pudiese andar tan vivo como antes, la echaba a usted de cabeza a la calle, y si ese sobrino mío no fuese tan mandria, ya debería haberlo hecho.

La tía Latrana, que como sabemos era valentona y no se dejaba fácilmente intimidar, repuso muy sobre sí.

-Pues sí, señor, resucitó, ¿y eso quién lo puede remediar? El méico dijo que había sido un cincopiés (síncope.)

-Vaya usted al demonio con cinco o seis pies.

-Señor, dice el méico que se le ponga una docenita de sanguisuelas.

-Una docena de culebras de vara y media.

-Señor, si no se le ponen, se muere de una vez.

-A bien que le tengo pagado el entierro.

-Señor, ¿la dejará su mercé morir?

-A bien que resucitará.

-Señor, eso es una falta de caridad.

-¿Qué es esto, deslenguada? ¡Decirme a mí falta de caridad, cuando hasta adelantadas les tengo pagadas sus necesidades!

-Señor, no me entretenga su mercé, que las sanguisuelas urgen.

-Lo que urge es que se me quite usted de delante, y baje el gallo, ¡caracoles! que si fuese usted de alambre, no habría mejor cencerro en toda la campiña.

-Señor, si no me da su mercé el dinero para las sanguisuelas, tendrá sobre su conciencia la muerte de esa bendita.

Don Martín, que era violento y que ya estaba exasperado, cegó y no vio, como dice la frase expresiva y usual; cogió lo primero que se le vino a las manos, que fue un libro que había estado leyendo Clemencia, y se lo tiró a la vieja diciendo:

-¡So insolente! No diga la boca lo que pague la coca.

Pablo, que había visto el ademán de su tío, se abalanzó a interponerse entre el proyectil y el blanco a que iba dirigido; de manera, que el libro que era voluminoso, y estaba sólidamente encuadernado, le dio en la cabeza y le hizo una herida. La sangre corrió.

La vieja había desaparecido.

-¡Ay Pablo! ¡Pablo! -exclamó Clemencia-, precipitándose hacia su primo y estancando la sangre con su pañuelo.

-¡Válgame Dios, Martín! -dijo doña Brígida con su grave y sereno acento-; ¡cómo te dejas arrebatar por tu genio!

-¡Mal hayan mis manos, y mal hayan mis prontos! -exclamó consternado don Martín-. Pero, Pablo, santo varón, ¿a qué demonios te metiste por medio?

-¿Pues no es mejor que todo se quede en casa, tío? -respondió sonriendo Pablo, dulcemente conmovido por el interés que le demostraba y los cuidados que le prodigaba Clemencia.

-Que vayan por el médico -gritaba don Martín- ¡Jesús! Pablo, hijo mío, ¿es cosa mayor? Qué cojan a esa vieja maldita y le den una paliza. ¿A qué te metes a campeón de brujas deslenguadas, Pablo de mis pecados? Corred por el cirujano, hato de pajuatos -añadió dirigiéndose a los criados que habían acudido-, corred de cabeza. ¿Estáis de vuelta? A esa vieja maldita, colgadla por los pies. Pablo, petate, ¿quién mete el dedo entre la cuña y el tronco?

-El pobrecito lo hizo para libertar a la tía Latrana -observó Clemencia llorando.

-Súmete las lágrimas, malva-rosa -dijo don Martín-; mira que me apuras y a él le vas a meter aprensión.

-No, no señor -exclamó Pablo-; esas lágrimas no me hacen mal, me hacen bien; pero lo que tengo no es nada; tranquilizaos, señor. Clemencia -añadió a media voz-, está pagada la sangre que derramo, y toda ella, con la prueba de interés que me has dado.

Pablo reclinó la cabeza, no sobre el hombro de Clemencia, sino sobre el hombro del criado que estaba más cercano, y fue acometido de un ligero vértigo.

En este momento se acercó pausadamente doña Brígida, trayendo en un cajoncito hilas, vendas y cabezales primorosamente doblados.

-¡Ay madre! -dijo Clemencia temblando y agitada-, se ha desmayado. ¡Dios mío! ¿se irá a morir?

-No te aflijas -respondió la señora-, esto es un efecto natural de la pérdida de la sangre; la herida ni es grande, ni está en mal sitio.

Llegó en esto el cirujano, que confirmó plenamente lo que había dicho la señora, y se puso a curar la herida.

Volvía Pablo en este momento en sí, y abría los ojos; pero al ver a Clemencia arrodillada ante él con el rostro angustiado y cubierto de lágrimas, presentándole a oler su pañuelo empapado en vinagre, los volvió a cerrar temiendo que al despertar se desvaneciese la celeste aparición, cuya cercanía sentía y cuyas lágrimas caían sobre sus manos.

-Ahora -dijo el cirujano-, es preciso que se recoja y se le dé una sangría.

Se llevaron al paciente; doña Brígida y Juana le habían precedido para aviar su lecho. Don Martín y Clemencia quedaron solos.

-Me cortaría la mano -dijo el primero-, me la cortaría, sí, con tal que con el mismo cuchillo cortaran el pescuezo a esa maldita, remaldita vieja.

-No os apuréis, padre -repuso Clemencia-, pues dice el cirujano que no es cosa de cuidado.

-¿Quién había de pensar -prosiguió don Martín-, que esa cabeza de Pablo, que yo creía más dura que el peñón de Gibraltar, fuese más tierna que una breva?

-¡Pablo la cabeza dura, señor! -exclamó Clemencia-. Pablo, el más condescendiente en su voluntad, Pablo el más pronto y apto a la comprensión, ¿tener la cabeza dura? ¡Qué error, padre!

-Oye, malva-rosita, quiéreme parecer que con la achocadura ha puesto Pablo contigo una pica en Flandes.

-Sí, sí -contestó sencilla y sinceramente Clemencia-, no lo niego; lo que ha hecho es una noble y generosa acción.

-Malva-rosita, déjate de retumbancias, lo que ha hecho es una borricada. El día aquel que se puso ante ti y el toro desbandado que se vino al camino, y le lió su capa en las astas, esa sí fue una guapeza de las que hacen los hombres de pro y los caballeros; pero salir a redentor de una pícara vieja desvergonzada, eso no lo hace sino don Quijote de la Mancha, o mi sobrino, que es cien veces más Quijote que aquél.

Don Martín era de aquellos en cuya existencia entra la rutina como primer agente motor; de esos que cuando una vez han hecho una cosa, la hacen todos los días sin que se les ocurra hacer otra, y que cuando toman un tema lo siguen, aunque su origen haya caducado. Resultaba de esto que el tema que adoptó don Martín en vista de la primera impresión que le causó su sobrino, había llegado a ser inmutable, sin que el cambio que había en Pablo llegase a modificarlo; y si le hubiesen querido demostrar que existía, habría dicho levantando los hombros: ¡Faramallas! ¿Me podrán hacer creer que pueda dar luces un eslabón de madera?

Antes de recogerse, fue Clemencia a saber cómo seguía Pablo.

-No podía descansar hasta verte -le dijo éste-; quería decirte que he cuidado que la pobre por quien te interesabas haya sido socorrida.

-Pablo -contestó Clemencia-, no me había vuelto a acordar de ella, soy franca; sólo he podido pensar en ti, y en que estarás sufriendo por la generosa acción que has hecho, y esta idea me quitará el sueño.

-Pues duerme, Clemencia, tranquila y plácida como el arroyo entre flores, porque cree que nunca he pasado una noche más dulce que la que voy a pasar.

Clemencia, sin explicarse el porqué, salió del cuarto de Pablo intranquila y disgustada.




ArribaAbajoCapítulo VII

El interés que Clemencia había demostrado a Pablo y el calor con que ensalzó su acción, despertaron en don Martín un pensamiento, que él mismo extrañó no haber tenido antes, y era el unir a su hija y a su sobrino.

Pensó que Pablo, a quien en el fondo quería y apreciaba, Pablo que era un Guevara, que era un gran inteligente en cosas de campo, que tenía buen carácter y excelentes costumbres, Pablo, que iba a ser su heredero, era el hombre indicado y más a propósito para hacer una buena suerte a su malva-rosa; consideró también que era tiempo de pensar en poner esto por obra, en vista de que si su hermano el Abad y él llegaban a faltar, quedaría su hija sola y desamparada en los más bellos años de su vida. Lo que más le halagaba en todo este plan que trazó, fue que Clemencia no se separaría de él; esta razón en que entraba su egoísmo, pesaba cien arrobas.

Don Martín era pronto en sus resoluciones y expeditivo en su ejecución. Así sucedió, que a los dos días, habiendo salido su mujer por haberle avisado su prima la monja que tenía locutorio, dijo don Martín a Clemencia:

-Ven acá, malva-rosita, apropíncuate, que tengo que decirte. Ha más de seis años que murió tu marido. ¿No es así?

- Sí señor -contestó Clemencia-, a quien este recuerdo impresionó triste y amargamente.

-Cuentas más de veinte y dos años, y es preciso que pienses en tomar estado, pues al fin no te has de quedar viuda toda tu vida como las de tu jardín.

-Señor -contestó angustiada Clemencia-, por Dios, no penséis en eso. ¿Cómo ni dónde estaré yo mejor y más contenta que a vuestro lado y al de mi tío?

-¡Sí! el uno un pochancla y el otro una maula. ¡Buen par de potalas! ¡Buen par de tutelas! El día menos pensado cerramos el ojo, y te hallarás sola como el espárrago.

-Señor, ¿no me habéis dicho tantas veces que un alma sola, ni canta ni llora?

-Sí, pero ahora es tiempo de que cante, malva-rosita.

Clemencia quedó tristemente sobresaltada; nunca se le había presentado la idea de la falta de sus Padres y de su tío. Los jóvenes, por fortuna, nunca piensan en la muerte de los viejos cuando los aman: así fue que calló, pues no se le ocurría qué contestar. Don Martín prosiguió:

-Quiero yo tener el gusto, cuando me muera, de dejarte amparada por un hombre de mi satisfacción, y ninguno hallo que para ello más a propósito sea que Pablo, cuyas circunstancias todas son a pedir de boca, a lo que se une la conveniencia de que no nos separaremos y seguiremos viviendo juntos. ¿Qué dices a eso, malva-rosita?

Clemencia, aturdida y consternada, callaba.

Don Martín no alcanzaba que las continuas burlas que hacía de Pablo, si bien podrían no haber impresionado juicios superiores, y por lo tanto independientes, como lo era el de su hermano el Abad, debían por precisión haber influido desfavorablemente en un juicio dócil y juvenil como el de Clemencia.

-¿No te entra por el ojo el gachón? -preguntó sonriendo su interlocutor-: ya se ve, mi hijo era mejor mozo; pero éste te ha de dar mejor vida. Desengáñate, Pablo es un hombre como son los hombres, un hombre honrado, y quien dijo honrado, dijo caballero. Sabes que dice el Abad que para ti es un oráculo, que es Pablo una prenda: ¿qué le hace que no sepa estirarse los picos de la tirilla, hacer el rendibú a la francesa, que no se ponga potingues en la cabeza, ni se eche perfumerías en los pañuelos como los mirlifiques de la ciudad, hato de monos que más miran en el espejo su repulida persona, que a las buenas hembras; chisgarabises, que todos quieren ir a mangonear a las Cortes, ¡por vía de sanes! sin tener donde caerse muertos, ni saber donde tienen las narices. ¿Acaso crees tú, chiquilla, que aquellos arrapiezos, pollos piones, harían mejores maridos que Pablo?

-No, señor; padre, nunca he opinado eso -repuso Clemencia-, porque nunca he pensado en novios ni casamiento.

-Niña, eso no es razón, pues la mujer necesita sombra; cuando te falte la mía, quiero dejarte un árbol que te la dé buena. Sépaste que la mujer sola es como hoja sin tronco; el hombre solo es como árbol sin hoja. Si bien a Pablo le falta mucho para ser un real mozo, a bien, malva-rosita, que te casaremos a la oración, y que de noche todos los gatos son pardos.

Clemencia, que vio que su suegro se iba a explayar en un terreno en que su elocuencia era clara como el agua y verde como el apio, se apresuró a interrumpirlo diciéndole riendo:

-Padre, casamiento y mortaja, del cielo baja: ¿por qué os ha dado hoy por pensar en el porvenir que no apremia? Tiempo hay para pensar en eso.

-Pues qué, ¿acaso quieres, niña, que sea tu casamiento como el del tío Porra, que duró treinta años y no llegó la hora?

-¿No me habéis dicho siempre: Antes que te cases mira lo que haces? ¿Por qué de repente queréis que me case? ¿Por qué os habéis metido hoy de repente a casamentero?

-¡Tómate esa y vuelve por otra! -exclamó don Martín-. ¿Por qué? Porque soy tu padre, tío de aquel, dueño de mi caudal, y quiero saber en qué manos lo dejo; que deseo sean precisamente las vuestras. Te hablo de casamiento por mirar por tu conveniencia, y porque ese casamiento es vuestro bienestar mutuo; lo digo porque lo deseo, y porque no te has de pasar toda tu vida sola como el espárrago.

La pobre Clemencia estaba llena de angustia; sentía un excesivo alejamiento por el enlace que le proponían; pero echándose en cara ese inmotivado sentimiento de desvío como un capricho poco cuerdo, como una indocilidad sin disculpa, contestó la suave joven:

-Cuanto me pidáis haré a ojos cerrados.

-No a ojos cerrados, hija, no; que quiero que los abras como soles para ver todas las ventajas de esta boda, y que te convenzas que maridos como Pablo no se hallan así como así. El corazón de un rey, la sangre de un príncipe, el caudal de un duque, e ainda mais, la cabeza repulida como un guante, que así se la ha puesto mi hermano; ¿qué más quieres, malva-rosita? ¿Acaso otro verso suelto como mi hijo?

-No quiero más que daros gusto, padre -contestó Clemencia.

-Mi gusto es lo que te conviene, gachona: así queriendo mi gusto, quieres tu bienestar.

Fuese Clemencia poco después a su cuarto, donde se puso a llorar amargamente entre sus flores y sus pájaros. Pensó en confiarse a su tío, pero se detuvo considerando que aquel excelente hombre querría impedir un enlace que ella repugnaba, y que eso disgustaría a su padre.

Don Martín estuvo tan campechano y dichero como siempre durante la comida, en la que apareció Clemencia pálida y con los ojos caídos de haber llorado; pero nadie lo notó, excepto Pablo, que se decía dejando intactos los platos que le servían:

-¡Ella llorar! ¿qué tendrá? Dios mío, ¿la habrán afligido?

No se atrevió a preguntárselo, ni Clemencia advirtió que Pablo hubiese notado su mutación, pues abstraída, ni una vez fijó en él su vista.

Todo esto pasó por alto a don Martín. Los egoístas son malos observadores. Don Martín, además de tener esta circunstancia, era de la falange de los que se obstinan en que al son de su música se baile. Cuando estaba de mal talante, cosa que muy rara vez sucedía, y nunca sin causa (en vista de una preciosa calidad peculiar a los españoles, la que no se celebra como merece, ni se le da el valor que tiene, y que es la igualdad de humor, la paridad del temple de cada día); cuando estaba, decíamos, este señor de mal talante, pegaba sendos bufidos a troche y moche, y hostilizaba la risa; por el contrario, cuando estaba de humor risueño, o de chacota, como él decía, habían todos de estar alegres y reírse, aunque se le hubiese muerto a alguno su padre el día anterior.

-Pablo, dijo, quiéreme parecer que estás desganado, hombre.

-Sí, señor -contestó éste; y para satisfacer de una vez la curiosidad de su tío, añadió-: es porque tomé un tostón en la hacienda.

-¿Un tostón tomaste? Vaya por los muchos que me das a mí. ¿Quién está allí de molinero?

-Francisco Pérez, señor.

-¿No te dije que no lo admitieses? ¿Por qué lo tomaste?

-Porque era injusto no hacerlo.

-No me gusta que si me enmiende la plana, y te he advertido que a ése no le ha de entrar la manía por escrúpulos.

-Señor, Francisco Pérez es honrado, y respondo de él: además sabéis que recibe y entrega por cuenta la maquila.

-Sí, si, fíate y no corras; de lo contado come el lobo y anda gordo; además, no quiero gentes de Villamartín.

-¿Por qué, señor?

-Porque son todos unos zoquetes, unos cuacos.

-Esa es una preocupación vulgar, señor.

-¡Mira qué Palabras tan relamidas! Tus letradurías me huelen a discurso o arenga; se te va poniendo la boca tan repulida, que estoy para mí, que dentro de nada vas a fumar caramelos en lugar de tabaco. ¡Pues qué! ¿no sabes lo que les pasé a los de Villamartín en una ocasión en que dispusieron unas corridas de toros de respeto, como Dios manda, con sus picadores, sus espadas y su cuadrilla de banderilleros? Lo malo fue que no tenían más que un caballo que era una sardina. Mal que bien, pasé la primera función; pero a la otra tarde se arremoliné la gente, se amotinó pidiendo a voces otro jaco, que no querían que montasen los picadores en el esqueleto de la tarde anterior. ¿Qué hace el encargado? Anuncia que saldrá un buen caballo tordo; y al jaco, que era negro, cogió un cubo de cal y lo encaló, con lo cual todos quedaron tan contentos y satistechos, y los chalanes dijeron que el caballo tordo valía sus veinte doblones más que el negro. Juana -prosiguió sin pasarse don Martín-, dile a la guisandera que esos conejos dan en la nariz, que es mal camino para la boca. Estos descuidos son porque tiene un novio, dile que lo sé, y que a dos amos no se puede servir a un tiempo; que asna con pollino no va derecha al molino; hazle saber que se deje de devaneos y laberintos, o se vaya con la música y el almirez a otra parte. Pablo, hijo, no comes: ¿te duele la herida?

-¡Qué! no señor, ¿quién se acuerda de la herida?

-Yo para sentir habértela hecho. ¡Maldecida vieja! Con esa lengua de hacha ¿no se ha puesto a decir que yo era don Pedro el Cruel, que la había querido matar después de llenarla de indultos, según su expresión?

-No digas lo que quieras y no oirás lo que no quieras, Martín -dijo doña Brígida-; pues muchas cosas se siembran y se suelen perder; pero el pegujal de la lengua no se pierde nunca. Si no gastaras razones con esas atrevidas, no tendrías que incomodarte con sus insolencias.

-No señora. ¿Yo callar? eso no; yo tengo la lengua para escoba de mi corazón, sobre el que nada quiero: así ha sido desde que nací, y hasta que me muera ha de ser así. El otro día me la encontré con la tía Machuca y la tía Carrasca.

-Las tres Marías -exclamó riendo Clemencia-, pues las tres llevan ese nombre.

-Sí, las tres Marías -repuso don Martín-; María Satanás, María Barrabás y María de todos los diablos. Pues ¿querrán ustedes creer que me vino a pedir la baratera esa? Pero no tuve más que mirarla, y ¡qué ojos no la echaría yo, cuando la monfí esa se zurró y se mudó un poquillo! Le tengo odio y mala voluntad a la Latrana, a la Machaca y a la Tarasca, que son tres personas distintas y una sola indinidá.

-Hermano -dijo el Abad-, dice Chateaubriand que el odio que tenemos a los demás nos es más perjudicial a nosotros mismos que a ellos.

-Por demás lo sé -repuso Don Martín-, sin que tenga que enseñármelo un gabacho: así es que había de dar veinte pesos porque la tía Sátira esa me aborreciese a mí, y otros veinte daría porque ella me hiciese gracia a mí. Tú, hermano, que ruegas todos los días por la extirpación de las herejías, porque son tus enemigas, déjame a mí rogar por la extirpación de las viejas zafias, que son las mías.

-Martín, no hables tanto en contra de las viejas, que yo lo soy -dijo pausadamente doña Brígida.

-Señora -contestó don Martín-, para mí es usted hoy tan real moza como lo era el día en que me casé.

-Pues para mí eres un anciano, Martín -repuso su mujer-, y como éstos me agradan, has acertado en envejecer.

-Pues, señora, así todo está bien y al gusto del monarca; y yo mozo o viejo, siempre dispuesto a hacer lo que me mandéis -contestó el galante marido.

-Pablo, hombre, ni bebes ni comes: no parece sino que te han dado garrote. ¡Mire usted eso, que digiere tantos libracos, y no puede digerir un tostón! Cada vez que recuerdo aquel comer infinito tuyo... Pues eras hondito para engullir, tanto, que solía decirte yo: coma usted, señor Vicente; pero cuidado que no reviente. Y ver que ahora no te comes en una semana lo que entonces te comías de una sentada...

-Martín -dijo doña Brígida-; cuando tanto comía Pablo, era en las temporadas que nos venía a ver; de esto hay diez años; entonces estaba creciendo; y es sabido que cuando crecen, comen mucho los muchachos.

-Y cate usted ahí por lo que creció como la yerba, que crece de noche y de día -dijo don Martín.

-Ello es que en todo te has de meter, Martín; hasta en si comen más o menos las personas sentadas a tu mesa.

-Señora, es porque la boca española no se puede abrir sola, y no me gusta comer con gentes que tengan enginas; no me sabe la comida con tanto desganado. Más a gusto comía yo cuando Pablo se ponía a engullir, que era menester silbarle para que parase. Entonces también dormía el sueño de san Juan, que duró tres días, y más profundo que una sima, de manera que eran menester los clarines de la ciudad para despertarlo: ahora trasnocha con los libracos, ¡por vía del atún salado! Si fuera siquiera por una buena moza...

-Señor -dijo Clemencia interrumpiendo a su suegro-, ¿con que creéis de veras que el leer sea antiestomacal?

-Por supuesto, Mari Sabidilla -respondió don Martín-; lo que es a ti, te voy comprar un birrete de doctora como el de santa Teresa, con el que estarás más bonita que lo que está aquélla en el altar. Siempre he dicho yo que los encuadernados roban el calor al estómago. Pues mira, Pablo, ¿a que con tanto quemarte las pestañas sobre los que visten de pergamino, no sabes una cosa que te tenía más cuenta saber, que no lo que enseña el estudio de lo fino?

-¿Y qué cosa es ésa, señor? -preguntó Pablo.

-Lo que aprovecha más a la tierra que bendición de obispo.

-Será la de Dios.

-Calla, hombre, que lo que se platica es de tejas abajo.

-No caigo, tío.

-¿No lo dije? Maldita la cosa que sirve el atragantarse de latines, ni hincharse de términos curruscantes.

-Hermano -dijo el Abad-, esta pregunta tuya me recuerda por su analogía el lance acaecido a un quinto valenciano que habiendo llegado a una ciudad, entró en la primera tienda bien alumbrada que se le presentó, que acertó a ser una botica. -¿Qué se vende aquí? -preguntó. -De todo -contestó el boticario. -Pues sáqueme usted unas alpargatas -dijo el quinto.

-¡A ver! ¡a ver! -exclamó riéndose don Martín-, ¡a ver el señor Abad, como se nos viene con un chascarrillo! Vaya, me alegro, hermano, de que la sangre andaluza no se te haya latinizado en las venas. Lo que natus es, negar no potes; que yo tengo para una ocasión un latinajo en conserva.

Pablo y el Abad se echaron a reír.

-¿Qué?, ¿no está bien dicho? -preguntó don Martín-; pues yo así lo he oído decir; desde entonces acá habrán sacado latines más pulidos, no me opongo; pero hágote saber, hermano, que a Pablo le tiene más cuenta y le vienen mejor las alpargatas del quinto, que no los potingues del boticario. Así ten entendido, Pablo, y no lo eches en saco roto, que para la tierra, lo que vale más que bendición de obispo, es majada de oveja. Hermano, esto es un decir, un ponderar; no vayas a tomarte a censo lo que digo, ni por donde quema.

-Ya sé, ya sé, Martín -respondió el Abad-, ¿acaso piensas que me iré yo a escandalizar por las cosas que no llevan malicia? Eso queda bueno para los fariseos, hermano.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Pablo no pudo dormir aquella noche. ¡Tenía tanta inquietud! ¡Sentía hacia Clemencia una compasión tan profunda y tan tierna, y hacia el que pudiese ser causa de sus lágrimas, ¡una ira tan vehemente!

Pero al día después todo se le aclaró, cuando su tío llamándolo a su despacho, le habló en estos términos:

-Pablo, hombre, tienes veintiocho años y ojos en la cara.

-Sí, señor, uno y otro -contestó Pablo-, que era grave, sonriendo fríamente como solía hacerlo, oyendo las salidas y chistes de su tío, que no siempre le hacían gracia, sin que por eso le ofendiesen, aunque le fuesen hostiles; porque a un genio angelical unía Pablo la inmensa superioridad física y moral de la juventud y de la inteligencia.

-Pues si así es -prosiguió don Martín-; ¿no te parecerá mi malva-rosa costal de paja?, ¿eh?

-¡A mí! -exclamó Pablo, pasmado de la pregunta.

-Pues, sobrino, ahora es el caso de decir aquello del más ruin de la manada... aceitera... aceitera... porque he pensado que os caséis, y así todo se queda en casa.

Pablo se quedó extático. Nunca semejante felicidad le había pasado por la imaginación. Su corazón latió con un goce indecible; pero de repente pararon estos latidos tan dulces, porque penetró en seguida con la lucidez de su entendimiento y la modestia de su carácter, que las lágrimas que había vertido Clemencia, no tenían ni podían tener otro origen que la repulsa que una propuesta semejante hecha por su tío, le habría causado; y para cerciorarse preguntó a éste:

-Pero señor, vuestro proyecto podría no agradar a Clemencia: ¿acaso sabéis lo que diría?

-Lo sé, señor mío -contestó don Martín-: lo primero que hice fue decírselo a ella.

-¿Y qué respondió? -preguntó Pablo con ansia.

-¡Toma! ¿qué había de responder? que sí. ¡Pues qué!, novios como tú ¿se hallan acaso detrás de la puerta? El mayorazgo de la casa de Guevara, aunque no sea muy bonito que digamos, ¿tiene que temer un no? Además, mi malva-rosa sabía que yo lo deseaba.

-¿Y ha dicho que sí? -insistió Pablo.

-¿Hablo extranjis, mi amigo? Ya te he dicho que se lo dije primero, pues en cuanto a ti, ya sabía que no me habías de decir que no.

-Pues siento decíroslo, tío -dijo Pablo en tono sereno y decidido-; pero os habéis equivocado.

No le es dado al artista más hábil característico, dibujar una cara en que más marcada y enérgicamente se pintase el asombro que lo fue la de don Martín al oír a su sobrino.

Ambos quedaron largo rato callados. Pablo como el prudente marino que, en el momento de calma que precede a la tormenta, arría las velas que sujeta para prepararse así a sufrir la borrasca sin resistir ni ceder, se armó a la vez de paciencia y de firmeza. ¡Pobre Clemencia!, pensaba; ¡ángel que se sacrifica con una sonrisa a un deseo que respeta, y llora sin más testigos que sus flores que se marchitan cual ella al verla llorar! No seré yo el que abuse de tu condescendencia porque eres sumisa; que oprima tu voluntad porque eres dócil ni avasalle tu libre albedrío porque eres débil. ¡No! siempre tendrás en mí quien te defienda con firmeza, aunque sea contra mi mismo corazón.

-¡Qué! -exclamó al fin don Martín-, ¿tú rehusas una Ponce de León, la viuda de tu primo, mi hija, con veinte y dos años, el parecer de una santa Rosa, y las virtudes de una santa Rita? ¿Y por qué?

-Señor, tanto o más que vos reconozco los méritos sobresalientes de Clemencia, y es a punto que estoy persuadido que merece ser unida a un hombre que valga más que yo.

-A otro perro con ese hueso. ¿Me querrás hacer creer que desechas el plato que se te brinda por demasiado bueno, y la boda que se te propone por demasiado ventajosa? Anda, déjate ir; que malo seas y bien te vendas.

Pablo titubeó un momento sobre lo que había de decir: sabía que su tío no había de apreciar ni admitir la verdadera razón que lo llevaba a rehusar; y no hallando otra que dar, dijo lacónicamente:

-Señor, ello es que no me puedo casar.

-Pero, ¿por qué? Las cosas claras. ¿Por qué?

-Tengo mis fundados motivos, tío, y deseo que no me los preguntéis.

-¿Estás quizás, sin yo saberlo, mal entretenido?

-No señor -exclamó con vehemente sinceridad y marcado hastío Pablo.

-¿Estás quizás enfermo?

Pablo se detuvo un momento y luego contestó:

-Creo que sí, señor; y si no lo estoy, estoy aprensivo; sabéis que mi hermano murió del pecho; no creo que tampoco el mío sea fuerte, y los médicos me han aconsejado de no casarme hasta robustecerme, pues me expondría a que mis hijos naciesen débiles y enfermizos.

-¿Y qué Galenillo te ha dicho semejante marmajo?

-Un facultativo de Sevilla.

-Pongo mis narices a que será un homeopato o un homeoganso.

-Es, señor, un médico de gran saber y experiencia, sea cual sea su sistema.

-Pero ¿tú qué sientes? -preguntó don Martín-, que era un antagonista de mano pesada.

-Señor -contestó el pobre Pablo, fatigado con la insistencia de su tío, y no pudiendo ya retroceder-, no me siento precisamente malo; pero tampoco enteramente bueno: estoy caído, alguna vez me siento débil, otras tengo el pecho oprimido y penosa la respiración.

-¡Débil! -exclamó don Martín-. Por vía de Chápiro Valillo ¡Un angelito que derriba una res como un castillo de naipes, doma y amansa un potro cerril como si fuese un burro derrengado! ¡Débil tú! cuando estoy para mí que si se te antoja zamarrear una de las columnas del patio, quedamos todos aplastados como los Filisteos.

-Señor, mi hermano domaba potros y derribaba reses, y murió ético. Me han prescrito un régimen preventivo.

Pablo ocultaba que había sido este mal de su hermano originado por un golpe que recibió en el pecho cayendo del caballo.

-¡Régimen! ¡Ponerte tú que eres un Bernardo, en cura! El demonio se pierda. ¡Pues qué!, ¿no sabes que camisa que mucho se lava y cuerpo que mucho se cura, poco dura?

-Señor, considerad -dijo Pablo con firmeza-, que en ninguna cosa debe el hombre menos someterse a sugestiones ajenas que en su casamiento.

Don Martín calló: no estaba convencido; pero por otro lado no concebía que pudiese existir otro móvil para la extraña conducta que observaba Pablo.

-¡Vea usted -pensaba-, un mocetón como un trinquete, un jastial como una loma, un gran largo como un pino, darla de enclenque y echarla de Licenciado Vidriera! Meterse en la chola que está ético, con unas espaldas como una plaza de armas, y un pecho como un palomo buchón. ¡Tal manía! Aquí hay intríngulis. ¿A que le quito las aprensiones, le saco la pulla al trompo y se descubre el busilis?

Y así el despótico y obstinado señor volvió al combate con nuevas armas.

-Yo había pensado -dijo-, que de la manera que te he indicado se arreglarla todo lo perteneciente a mi herencia; pero puesto que ahora salimos con que tú, que yo creía robusto como un roble, tú que yo creía un Bernardo, eres un sibibil, estás achacoso como una monja, aprensivo como una vieja, y no puedes tomar estado por temor de que los hijos que tengas sean unos cangallos, ten entendido que siendo Clemencia mi nuera, que quiero como a hija, le dejo por justicia que a ello me obliga, y por cariño que a ello me induce, no sólo cuanto libre tengo, sino la mitad del mayorazgo, de la que por la ley de ahora puedo disponer.

Pablo respiró libremente al ver la cuestión traída sobre este terreno.

-Tío, señor -exclamó con expansión-, nada más justo, natural y debido. Si no hubieseis pensado en ello, yo os lo habría recordado y os hubiese rogado que lo hicierais.

Lejos de apreciar la generosidad que demostraba la respuesta de Pablo, don Martín, ya contrariado, y ahora vencido hasta en sus últimos atrincheramientos, se encolerizó creyendo que el despecho llevaba a Pablo a hacer alarde de una indiferencia despreciativa por la herencia que debía dejarle; así fue que le dirigió exasperado esta amenaza:

-Es que quizás me sea fácil, hoy que todo anda manga por hombro, sacar cédula real para dejárselo todo.

-¡Ojalá y lo hagáis! -respondió Pablo con una benévola sinceridad que dejó a don Martín confundido, puesto que no sospechaba el móvil de la conducta de su sobrino, y que aun dado caso que lo hubiese sospechado, no lo habría creído; no alcanzando a comprender el buen señor que por amor se renunciase al amor.

-Mira Pablo -le dijo levantándose colérico e indignado-, yo no te creía muy cuerdo, ni aun después de las tragantadas de latín que te echas al coleto por receta de mi hermano; pero no te creía, ¡vive Dios!, tan animal. Atente a las resultas, pues quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

Diciendo esto se salió bufando.

Don Martín por primera vez se halló apurado; no sabía cómo salir del paso y desengañar a su querida Clemencia. Era tal el encanto que su malva-rosa ejercía sobre él, que se estrenó a los setenta y ocho años a callar algo por delicadeza, pues este algo era un desaire a su hija; pero este asunto de por sí tan irritante, herméticamente encerrado en su pecho le ahogaba, lo agitaba, lo ponía fuera de sí, y le hacía exhalar su bilis contra Pablo, cuando se hallaba solo, en estos términos:

-¡Yo un estripado! En mi vida me he visto en otra. ¡Y por causa de Pablo, de ese mostrenco, más fornido que un canto, más robusto que un roble, ese aprensivo del diantre que se cree a puño cerrado, porque se lo ha dicho un Galenillo, que sus hijos van a heredar un mal que el padre no padece! Su padre siempre fue más rudo que una carrasca, y lo mismo es el hijo; hizo mil barbaridades, y lo mismo hace el hijo, pues sabido es que por donde la cabra salta, salta el chivo. ¡El demonio se pierda! ¡Si esto no se puede creer! ¿Si será que no le gusta mi niña? ¡Qué!, eso no puede ser; sería preciso que en lugar de ojos tuviese cristales en la cara; y en lugar de corazón tuviese una teja en el pecho. No, nada, es que erró su vocación, que debía ser la de fraile mendicante, ya que ni quiere mujer ni quiere herencia.

Las personas amigas de ceder, o por complacencia adquirida, o por buena inclinación natural, corren el riesgo en este pícaro mundo en que de todo se abusa, de que esto se haga con su condescendencia, y que se llegue a mirar como imposible, o al menos se tache de insubordinación, el que en circunstancias dadas, cuando a ello les obliga su convicción, se opongan a la voluntad ajena; y si alguna vez quieren hacer valer el derecho a su personalidad, se grite como si ese derecho fuese una usurpación.

Por su parte, viendo Clemencia que su padre nada decía, esperaba que habría desistido de su intento, y en su corazón con la esperanza de que así fuese, renacía la alegría. Nunca sospechó que hubiese podido rehusarla Pablo, tanto a causa de aquel secreto instinto de las mujeres, que aun cuando les contraríe, les avisa la impresión que causan, como porque juzgaba un imposible el que se opusiese Pablo a la voluntad de su tío.

Don Martín, al cabo de quince días, volvió a hablar con su sobrino, que halló tan firme y tan decidido en su negativa como la vez primera. Entonces dijo a su nuera, con esa delicadeza que enseña el verdadero cariño:

-Malva-rosita, vi que mi proyecto no te agradaba: así no hablemos más de eso. No te separes de mí; en lo demás, haz tu real gana, que cuando yo falte, no tengas cuidado...

-¡Oh padre! -exclamó Clemencia, llenándose sus ojos de lágrimas.

-No digo que no me sientas; ya sé que me sentirás; pero, hija, mía, los viejos tenemos que ir por delante, y los duelos con pan son menos: así es, que te ha de quedar ¡por vida mía! para que arrastres coche.

-¡Yo coche, señor! Si los aborrezco, lo sabéis. No, no penséis en eso.

-Pues será para monos.

-Señor, sabéis que no me gustan.

-Pues para brocados, como te mereces.

-Señor, Calderón dice: «el cuerpo lo viste el oro, pero el alma la nobleza».

-Pero no dice, y debía decirlo, que el alma vestida de nobleza está mejor en un cuerpo vestido de oro, que no en uno vestido de guiñapos, ¿estás, Mari Sabidilla? ¿Qué te nos vienes con textos de escritura? Así tendrás dinero, y lo tendrás, si para otra cosa no, para echarlo por la ventana. ¿Si tendré yo -añadió entre dientes-, que cargar con mi herencia para el otro mundo? ¡Caracoles!




ArribaAbajoCapítulo IX

Don Martín, no pudiendo contenerse por más tiempo, le dijo un día que estaban solos a su mujer:

-Brígida, mujer, ¿querrás creer que había pensado que ese zonzón de Pablo se casase con la niña, y que ésta puso mala cara cuando se lo dije, y que ese menguado, desamoretado, frondío, que nunca está en sazón, ha dicho que no?

-Hubiéralo pensado, Martín -contestó ésta.

-¿Y por qué, me querrás decir?

-Porque si hubieran querido casarse, se les hubiese ocurrido a ellos antes que a ti, Martín.

-Es que la gente moza no piensa en lo que les tiene cuenta.

-Más vale así, Martín: nunca debe el interés, y menos en la juventud, guiar nuestras inclinaciones.

-Siempre tiene mi hermano, que está metido en Dios, la férula en la mano contra el interés; el redicho de Pablo, que es su monaguillo, dice lo propio; malvarosa, que es tan niña como si hubiese nacido ayer, y no piensa sino en sus flores, canta lo mismo; y ahora dices tú lo propio. Oye, ¿si seré yo interesado sin saberlo?

-No, Martín, no lo eres; pero quieres que otros lo sean. Déjate de intervenir en vidas ajenas, y acuérdate que casamiento y mortaja, del cielo baja.

-Si por ti fuera, mujer -repuso don Martín-, habían de andar los coches sin cocheros y los barcos sin pilotos.

-Mal dices, Martín, pues cada cual tiene en sí su piloto, que es su conciencia.

-Esas son teologías, mujer. ¡Mire usted, conciencias! Eso es como si trajeses al sol para quemar un mosquito; ello es que:


Lo de mi casamiento
parece cosa de cuento,
mientras más se trata,
más se desbarata.

Y nadie sabe lo que lo siento, pues es todo mi deseo.

-Pues, Martín, no insistas, ni quieras quebrar voluntades; desiste, y el hueso que te cupo en parte, róelo con sutil arte.

-Señor -dijo entrándose de repente la tía Latrana-, vengo de ver el cebadal de su mercé. ¡Qué hermoso está! No parece sino que lo han regado con agua bendita. Ya se va encerando; cada espiga tenía un jeme; me dolía la boca de dar gracias a Dios; hasta lloré; venía tan contenta, que ni un perro harto de carne.

-Vamos presto: ¿qué me viene usted a pedir? -dijo don Martín.

-¡Ay, señor! vengo de muy lejos.

-¡Qué bien estaba usted allí! Mire usted que el mucho andar trae el poco andar.

-Señor, la necesidad, hace a la vieja trotar.

-¿Y para qué trota usted tanto, usted que parece andando un loro viejo, y a la que puede caer la sombra de un coche?

-Porque mi sobrina está de parto.

-Vaya usted por la comadre, que es lo derecho.

-Ya; pero, señor, es preciso ponerle un pucherito, y cristianar a ese morito que se entra por la puerta sin que lo llamen.

-Diga usted al cura que yo salgo a todo, y a Andrea que dé a usted garbanzos y tocino para los pucheros, y aléjese tan presurosa como ha venido.

-La mitad será para mí, que más cerca están mis dientes que mis parientes. ¡Si viera su mercé qué mala está mi hacecilla de cebada! No tiene espigas, sino espigorrillos.

-¿Cómo puede ser eso, cuando el año va, que no parece sino que tienen los labradores en la mano al sol y a las nubes?

-Pues ahí verá su mercé, señor don Martín; el tiesto de Inés se secó lloviendo; al que es desgraciado, mal sobre mal, y piedra por cabezal. Así iba a pedir a su mercé si me quería emprestar para mercar un cochinito, para criarlo y ver así de remediarme.

-¡Caracoles! ¿todavía quiere usted más? Parece la boca de usted un lechuzo: mire usted que es preciso valor para ser tan pedigüeña.

-Señor, -dijo la tía Latrana, haciendo a guisa de sonrisa una mueca que puso en contacto su barba y su nariz- a quien de miedo se muere (con perdón de su mercé) con moñiga le hacen la sepultura. Además, señor, al desdichado poco le vale ser esforzado -prosiguió volviendo a su tono natural-: lo que sucede es que miráis lo que bebo, y no la sed que tengo. ¡Vaya! présteme su mercé para el gorrinito, que quien bien hace para sí hace.

-¿Qué había de prestar? ¡Prestar! ¿Acaso me ha pagado usted los dineros que le presté para el habar del año pasado?

-Señor, y si no tengo más que la casa, ¿qué hacía? ¿Le tiraba un bocado? Pero si me da su mercé el cochinito, lo criaré muy gordito, y el año que viene podré pagar a su mercé y remediarme.

-Va, va, ¿aún no ensillamos y ya cabalgamos?, yo no quiero que usted me pague, sino que no haga más deudas, y mire usted que puerco fiado gruñe todo el año.

-Señor, y los probes ¿qué hemos de hacer? no hay hombre sin hombre. Señor, mire su mercé que dice el refrán: Entrañas y arquetas, a los amigos abiertas; y mas que sea su mercé rico y un usía muy considerable y de los nombrados, y yo una probe desdichada, soy su amiga, señor; que todos somos hijos de Eva por la carne, así como hijos de Dios por el alma.

-¿Y me la ha de dejar usted en paz hasta que mate el cochino?

-Sí señor; sí señor.

-¿No he de ver esa cara de usted, más fea que el no tener?

-No señor, no señor.

-¿Y no he de oír esa voz tan desentonada y recia, que parece que está usted hueca?

-No señor, no señor.

-Pues dígale usted a Miguel Gil que le dé un gorrino de cuatro meses, y eche a correr más súbita que chispa de carbón de fragua.

-Señor, Dios se lo pague y se lo dé de gloria. No, mentira; un señor más bendito que su mercé no lo hay en el mundo -dijo alejándose la vieja.

-Sí, sí; bien canta Marta cuando esta harta -le gritó don Martín.

En este instante fue interrumpido por Miguel Gil que llegaba azorado.

-Señor -gritó-, el cortijo de la Mata está ardiendo.

-¿Qué es lo que arde? -preguntó don Martín.

-Las mieses.

-¿Has sacado los ganados?

-Sí, señor.

-¿Y los aperos?

-También.

-¿Le has avisado al señorito?

-Va para allá que vuela.

-Pues ya todo está hecho -dijo don Martín volviendo a su calma-; ahora, sea lo que Dios quiera.

Las criadas habían acudido, y la señora se había puesto a rezar a San Lorenzo, abogado del fuego.

Al cabo de una hora entró Pablo: sus vestidos estaban quemados; sus manos abrasadas, su cabello chamuscado, su semblante ardía.

-¿Se apagó el fuego? -preguntó don Martín.

-Sí señor -contestó Pablo.

-¿Se ha salvado algo?

-La mitad de vuestras mieses; las de los pobres a los que dais tierras, se les han quemado todas.

-¿Saben que son las suyas? -preguntó el rico mayorazgo.

-¡No lo habían de saber, señor! Todos acudieron, y su dolor parte el corazón.

-Pues diles que nada han perdido -dijo don Martín-. Si no hubieran sabido que era lo suyo lo que ardía, se lo hubiésemos ocultado; pero ya que lo saben, diles que la mitad de mis mieses está ahí para suplir a cada cual lo que haya perdido6.

Una alegría tan viva como entusiasta resplandeció en los ojos de Pablo, que volviéndose a un criado:

-¡Otro caballo! -gritó.

Y sin aguardar que lo ensillasen se arrojó hacia la puerta.

Salía en este momento al patio Clemencia, pues en el retiro de sus habitaciones había penetrado algo del ruido y galope de los caballos: al verla Pablo, exclamó:

-Abraza a mi tío, Clemencia, abrázalo por ti y por mí.

Y saltando sobre el caballo en pelo, partió cual un rayo a llevar la fausta nueva a los interesados.

-Pablo me ha dicho que os abrace, padre, en su nombre y en el mío -dijo Clemencia al entrar en la sala-. ¿Por qué? ¿qué ha sucedido? ¿qué pasa aquí?

-Empieza por hacer lo que te ha encargado Pablo, malva-rosita -respondió don Martín, que sabiendo era apagado el fuego, y con la buena acción que había hecho, estaba en su habitual buen humor-. Uno por ti, así, bien, otro por él, así. Pensó bien en trasmitírmelo por ti, pichona, que así; ha ganado ciento por ciento -dijo don Martín abrazando a su nuera.

-¿Pero qué sucede? -preguntó Clemencia admirada de cuanto veía.

Entonces las criadas todas, y a la par, empezaron a referirle lo ocurrido, llenando a su amo de bendiciones y derramando lágrimas. Clemencia se volvió a echar en los brazos de su padre, sin poder hablar una palabra.

-¿Ves tú? -le dijo éste al oído-, ¿ves, malva-rosita, como es bueno ser rico?

-Mejor es ser bueno -contestó ella.

-Uno y otro -repuso don Martín-: para hacer una buena obra en forma se necesitan tres cosas, pichona, la necesidad, los medios y la buena voluntad; es como la trinidad, tres en uno. ¿Estás? ¡Ea! -añadió en recia voz dirigiéndose a las criadas-, basta ya de aspavientos; callarse. No parece sino que he hecho alguna cosa del otro jueves. Ea, señora -dijo a su mujer, que había quedado impasible mirando lo que había hecho su marido como la cosa más natural y sencilla-, mande usted estos cansados cencerros que me tienen atolondrado, cada una a su obligación. Mira, María Bodrios -añadió dirigiéndose a la cocinera-, si está pegada la olla, te advierto que te despido. ¿Qué hay que comer?

-Lomo, señor, y carnero dorado.

-¿No hay aves?

-No señor.

-Pues que no vuelva a suceder: te tengo dicho que cuando no haya aves de tiro, eches mano a las del corral; que carne de pluma quita del rostro la arruga; pero tú tienes memoria de embudo, y yo no soy reló de repetición, ¡caracoles! Mira que para la cena quiero pollos.

-Martín, acuérdate de que de penas y cenas están las sepulturas llenas -dijo doña Brígida.

-¡Qué, señora! Mascar mientras ayuden los dientes -respondió el marido.

Las criadas se fueron.

-¡Válgame Dios, Martín! -le dijo su mujer-, nunca tienes presente que poca hiel hace amarga mucha miel.

-Es que la moza mala hace al ama brava, señora.

-También se dice, Martín, que el amo majestuoso hace al criado reverencioso.

-¡Jesús, señor! -exclamó entrando lleno de entusiasmo Miguel Gil, que venía del cortijo-; no se ha visto otro como el señorito. Aquí me entro, aquí me salgo por entre las llamas, como si fuese de hierro; aquí corta un tajo, aquí un revés; zas, en un decir tilín había apartado las gavillas sanas poniéndolas al lado del viento, que asina las llamas le volvían las espaldas. A éste lo llama, a éste lo empuja; a todos les da su tarea; al uno echar agua, al otro echar tierra, y él siempre delante y sin quemarse. Señor, no parecía sino que las llamas lo conocían. ¡Cristianos! todo tan acertado; no parecía sino que en su vida había hecho otra cosa que apagar incendios; y no se lo dijo nadie, fue de su metro. El pobre del tío Andino, por salvar sus gavillas se metió por medio, tropezó y cayó. No bien lo vio el señorito, que allá se va, coge al pobre viejo y carga con él como San Cristóbal con el niño; pero su ropa venía ardiendo. Entre todos lo cogimos y ahogamos el fuego; tenía el pelo chamuscado, las manos quemadas y la cara tan encendida que se podían tostar habas en ella. Caballeros, no se vio otro más arrojado: a él se debe no haya ardido todo. ¡Vaya, señor, el señorito es todo un Bernardo, todo un hombre! Por fin, un Guevara, señor, y de tal palo tal astilla.

-Sí, sí -dijo don Martín-, bien haya la rama que al tronco sale.

-Sí, Pablo es completo -dijo su tía-, el oro siempre reluce.

En el mundo suspicaz y entremetido, es cierto que tanto don Martín como doña Brígida se habrían puesto a observar el efecto que producían sobre Clemencia los justos elogios tributados a Pablo; pero en aquel círculo sencillo y sincero no sucedió así; sólo se pensaba en lo actual: éste llenaba el corazón y la mente sin dejar espacio a la observación ni al cálculo sobre las impresiones que causaba. Triste ventaja del uso del mundo es la de tener cada cosa su aván o retaguardia; dulce prerrogativa de la vida sencilla, aunque menos pulida, es su perfecto acuerdo entre el alma, el corazón y la cabeza, que forman un todo espontáneo y sincero como la luz del sol.

Clemencia, en quien hubiera la observación producido mal efecto y originado cuando menos el retraerse, pudo con placer dar rienda suelta con toda expansión a los sentimientos de simpática admiración que le inspiraba su primo.

-Pero señor -dijo Miguel Gil-, con lo quemado y lo que les va a dar a los pobres, se queda su mercé hogaño sin la cosecha de ese cortijo.

-Más vale que sea por eso que no porque se lo llevase el francés -dijo don Martín.

-Dios nos lo dio, Dios nos lo quitó; él es su solo dueño -añadió doña Brígida.

-Miguel Gil -dijo radiante Clemencia-, más vale lo que han hecho mis padres y mi primo que cien cosechas.

-Verdad es, señorita -respondió Miguel Gil-, pues han cosechado para un granero en el que no se pica el trigo.




ArribaAbajoCapítulo X

Don Martín, como la mayor parte de los viejos, hablaba y pensaba en su testamento; pero en cuanto al hacerlo, lo demoraba de día en día. Hácense quizás ilusión estos omisos que la muerte tendrá la prudencia de respetarlos mientras no exista este importante documento, y que les dejará treguas para hacerlo. Pero la muerte no conoce miramientos, pues si algo hay ante lo cual todos seamos iguales, es ante ella; y si no, entrad en un cementerio, mirad las lápidas, ellas os confirmarán que la reina de aquel lugar no tiene favoritos ni desdeñados.

En un hermoso día de Pascua de Navidad, después de haber santificado aquella solemne y a la vez alegre fiesta recibiendo los Santos Sacramentos y oyendo la misa mayor, estaba don Martín sentado en su sillón en una gran habitación baja interior.

Veíanse en ella, puestos sobre redondeles y repartidos por el suelo en iguales porciones, los destrozos, el tocino y las morcillas de ocho puercos cebados. Uno a uno iban entrando todos los criados de campo y de la casa con sus espuertas, cargando cada cual con uno de estos montones; los capataces y criados mayores llevaban además pollos y cabritos. Don Martín estaba en sus glorias, recibiendo de todos al pasar delante de su amo las hermosas expresiones de gracias populares.

-Señor, Dios se lo pague, le aumente los bienes y le dé salud para hacer obras de caridad, que son escalones de la subida del cielo.

Pasaban en esto por el patio dos hombres llevando un gran caldero, y otro con un canasto de pan; era la comida a los presos de la cárcel, a quien de diario se la enviaba don Martín7.

-¡Eh! -gritó éste con su campanuda voz-: ¿quién os corre? Acá, acá, que quiero satisfacerme por mí mismo de si todo va como debe ir.

Los hombres se acercaron.

-Pelona, tráeme una cuchara -prosiguió don Martín dirigiéndose a una chiquilla, veterana ya en la compañía de intrusos que reforzaban la guarnición de la casa del rico mayorazgo.

La cuchara fue traída por el aire, pues la paciencia de don Martín era el mínimum de la dosis repartida a los mortales. Metióla el señor en el caldero que llenaban garbanzos, y por ser día de Pascua, unos cabritos cortados a pedazos. Después de haber gustado su contenido, meneé la cabeza y dijo: Que venga la cocinera.

-Oye, comadre estropajo, triste fregona -le apostrofé su amo al verla venir-, ¿te has figurado tú que se me han quemado los olivares?

-No señor; ¿por qué me dice su merced eso?

-Porque este guiso tiene el aceite que parece se lo has echado por el amor de Dios. Y díme: ¿por ventura se ha cerrado el alfolí en Villa-María?

-No que yo sepa, señor.

-Pues entonces, reina del soplador, ¿cómo es que está el guiso este más soso que tú?

Todos se echaron a reír, y la cocinera se fue corrida.

Entróse a la sazón como Pedro por su casa la tía Latrana con garbo y desembarazo.

-¿Cómo se atreve usted a ponérseme delante, portapendón de la insolencia? -exclamó don Martín indignado-; ¿no sabe usted que no quiero verla?

-Señor don Martín -respondió con gran aplomo la vieja-, porque un borrico dé una coz ¿se le va a cortar su pata? Vengo como es rigular en mi nombre y en el de mi comadre la tía Machuca...

-¡Sí, su comadre de usted la tía Pescueza! ¡pues ya! a usted no es menester arrufarla para que me venga a quemar la sangre; ¡yo, que para descanso de mi alma, la tenía a usted olvidada!

-Ya se ve, el que tiene la barriga llena no se acuerda del que la tiene vacía. Venía, pues, como iba diciendo, a dar a su mercé las Pascuas en compañía de su esposa la señora doña Brígida, del señor Abad y de la señorita Clemencia, ese esportón de rosas.

-Y usted que es uno de granzas, diga que viene en su nombre y en el de su comadre la resucitada a pedirme aguinaldos y hablará verdad una vez en su vida, pues menea la cola el can, no por ti, sino por el pan.

-¡Jesús, señor! acá no somos capaces de hacer nada por interés, ni de valernos de esa tartagema: ¡vaya!

-¿Capaces? Capaces son ustedes ambas de cortarle los pelos al diablo, de sacarle los dientes a un ahorcado, de levantar los muertos de la sepultura, y de cortarle un sayo a las ánimas benditas.

-¡Pues qué! -exclamó con dignidad ofendida la tía Latrana-, ¿piensa su mercé que mi comadre y yo somos unas cualesquiras, ni gentes de poco más o menos? No señor, somos bien nacidas y de buen tronco: aquí donde usted nos ve, tenemos alcuña; los descendientes de mi comadre fueron en años témporas gentes muy empinadas. Sus abuelos fueron sujetos muy considerables.

-Pues los descendientes muy empinados y los sujetos muy considerables han engendrado una nieta que es un chapuz.

-Un rey de España -prosiguió con prosopopeya la genealogista-, les puso de nombre Machuca, de puro machucar moros.

-Y yo le pongo el de Machaca, de puro machacar cristianos.

-Por lo que toca a mí -prosiguió irguiéndose la tía Latrana-, ha de saber su mercé que el árbol de la generación de mi casa dice que fueron antes de destronados mis abuelos, y cuando estaban en su solio, muy emperantes, y que eran entonces los Ramírez Vargas, piernas de santo.

-Pues lo que les ha quedado de sus grandezas a los Ramírez Vargas, son narices largas, ¿está usted? Dejémonos de padres y abuelos, y seamos nosotros buenos. Por ser hoy el día que es, no me puedo negar a socorrer a ustedes que son hoy, no piernas de santo, sino patas de gallo con espolones; pero, tía Emperante, una y no más, señor San Blas. Juana -prosiguió don Martín llamando al ama de llaves-, da a esta pierna de santo una de cabrito, dos hogazas de pan, dos libras de tocino, y váyase la considerable donde el humo en día de levante.

La vieja siguió a Juana y volvió cargada con los donativos atestados en una espuerta.

-Ahora, tía destronada -dijo don Martín-, ponga usted de proa sus narices hacia la puerta, escúrrase con viento en popa, y múdese liberal.

-¿Qué está usted ahí parada como mojón de término? -preguntó el señor, viendo que la vieja no se moría.

-Señor, quería decirle a su mercé que este pan es duro.

-Más vale Duranda que no Miranda, señá Ramírez Vargas.

-Pero como a mi comadre le falta la dentición...

-Que la pida prestada.

-Señor, es que hay allí pan tierno, y Juana me dio el duro por mala voluntad.

-¿No sabe usted que una de las tres verdades del barquero es, el pan duro... duro, más vale duro que ninguno?

-Señor, había allí unas teleritas más tiernecitas, y cogí una, y Juana...

-¡Caramba con la tía rapiña esta, que lo que sus ojos ven, sus manos águilas son!

-Pero señor, si yo y mi comadre estamos como las gallinas del tío Alambre, que las despertaba el hambre.

-Lo que están ustedes es como las gallinas del tío Rincón, que saltaban siete corrales por conversación.

-En fin, señor, le he advertido lo del pan duro por si no lo sabía, y también le advierto que este tocino no tiene las dos libras cabales y que no es de buena parte.

-Por eso no debe nada a su sobrino que está ahora emperante en Francia. ¡Caracoles con la zorzala esta que tiene agallas para ciento, y es más desagradecida que tierra de guijo! Pues ¿no sería acaso menester engordarle los cochinos con almendras y amasarle el pan con leche a esta pierna de santo! ¿Por qué viene usted con esa voz que me suena a campana cascada, a atolondrarme los oídos si no le satisface lo que le doy? ¡Caracoles! que siempre la más ruin oveja se ensucia en la colodra.

-Vengo, señor don Martín, porque es su mercé rico, y que más da el duro que el desnudo, que si no, en la vida de Dios había de aportar por aquí, pues por una de miel, da su mercé tres de hiel.

-¡Por vida de la Virgen del Lagar! -exclamó colérico don Martín-, que me ha de hacer usted sentir el ser rico. Vaya usted muy con Dios, tía espantajo, con esa cara que siempre parece que está probando vinagre, y esa cabeza erizada que parece una parva de arvejones. Sobre que cuando veo a usted me queda todo el día una hiel y un asombro como si hubiese visto al demonio.

-¡Jesús, señor! pues yo no soy ningún Eron -dijo muy picada la vieja.

-No, ¿para qué? Es usted más fea que el tío Molino, que le dieron el óleo en la nuca porque de feo no se lo pudieron dar en la cara.

-Pues muy buenos quince que tuve, señor don Martín, y cuando volvió mi Juan de la guerra de Prepiñá para casarse, me dijo que no había visto por allá mejor hembra que yo.

-Si fuese eso cierto, habría mentido el refrán que dice que quien tuvo y retuvo... pues lo que es ahora, más que fuese un valiente de la guerra del Rosellón, se había de asustar al verla. Ea, coja usted dos de luz y cuatro de traspón.

-Pues quédese usted con Dios, señor don Martín, el Señor se lo pague y le aumente los bienes, y sobre todo la buena voluntad. Memorias a la señora y a la señorita, y mandar, señor don Martín.

-Señor -le dijo el ama de llaves, presentándole dos grandes platos de loza sevillana, que contenían masa frita y bollos de aceite- esto han mandado las mujeres del yeguarizo y del temporil. No están muy allá ni los bollos ni los pestiños; ¿los pongo en la mesa?

-Sí, sí -repuso el señor-, que en la mesa del Rey la torta ajena parece bien.

-Eso se ha hecho con la harina y el aceite que les mandó su mercé repartir -observó Juana.

-Podrá ser, mujer, y que hayan tenido presente aquello de a quien te da el capón, dale la pierna y el alón.

Don Martín se levantó, atravesó el patio para ir a la sala, cuando al pasar frente del portón, se encontró con la tía Latrana, que retrocedía en su retirada.

-¡El demonio se pierda y usted también! -exclamó sorprendido-: ¿no lleva usted todavía bastante, tía sanguijuela?

-Señor, mire su mercé que el frío que hace pela, corta la cara y lastima la cabeza; vea su mercé el pañolón mío todo destrozadito-, dijo la vieja cogiendo el pico del pañolón que llevaba sobre la cabeza, y extendiéndolo a la vista de don Martín-; déme su mercé un pañolito que me abrigue, señor, que por eso no ha de ser su mercé ni más rico ni más pobre.

-Pues si no ha nada de tiempo que le dio a usted la señora uno suyo.

-Verdad es, señor, pero lo que otro suda a mí poco me dura: ¿es rigular, señor, que yo me muera de frío?

-¿Y es rigular que sea yo su abastecedor general, tía cáustico?

-¡Y cómo ha de ser, si su mercé tiene y yo no! Yo he de buscar arrimo; que el que no tiene sombrajo se encalma, y los ricos son los que matan o sanan a quien quieren; mejor librado sale su mercé, que más vale tener que no desear.

-Ya por hoy me ha sacado usted bastante y ha acabado con mi paciencia -dijo don Martín-, volviéndole la espalda.

-Jesús, y qué ipotismo gasta su mercé hoy -murmuró marchándose la tía Latrana.

Aquel día en la comida estuvo don Martín más campechano que nunca.

-Oye, Juana -preguntó al ama de llaves- ¿me querrás decir quiénes eran los que componían aquella reona de gente que visoré en la cocina?

-Señor, la tía de la cocinera, el primo de Miguel Gil, una sobrina de mi cuñada, la nuera del cochero...

-Ya, ya, ya, y allí estaban por aquella regla de un convidado convida a ciento. Tráeme esto a la memoria, que andando Nuestro Señor por el mundo, con sus apóstoles, le cogió la noche en un descampado. -Maestro, ¿queréis que nos recojamos a aquella choza? -le dijo san Pedro. -Bien está -respondió Jesús.

Llegaron a la choza, en la que había un viejo que les dio albergue con muy buena voluntad, y les ofreció de cenar. Estando cenando, llegó uno de los discípulos. -¿Qué se ofrece? -preguntó el viejo. -No hay cuidado -dijo San Pedro-, es de los nuestros. -Sea en buena hora -dijo el viejo, que tenía crianza: -¿usted gusta de cenar? Le cortó un canto de pan, y el apóstol se sentó a la mesa. A poco entró otro y después otro, hasta completar los doce, y con cada cual sucedió lo propio. ¡Vaya, pensaba el viejo de la choza, paciencia, cómo ha de ser! Un convidado convida a ciento. A la mañana siguiente le dijo San Pedro al viejo: -El que has albergado es Nuestro Señor; desea tú una gracia, que se la pediré en tu nombre. El viejo de la choza era gran jugador de naipes, así fue que le pidió sin pararse, ganar siempre que jugara, lo que se le otorgó. Cumplido que hubo el viejo su tiempo, le dijo el Señor a la muerte que fuese por él. Cuando el viejo vio llegar a la muerte, estuvo muy listo a seguirla, porque era lo propio que yo, nunca había sido pesado para nada. Al caminar por esos, aires vio a una pareja de demonios que se llevaban al alma de un escribano. -¡Pobrecito! -pensó el viejo, que tenía buenas entrañas-; el Señor padeció por todos sin excluir a los escribanos. -¡Eh! ¡cornudos galanes! -gritó a los diablos-, ¿se quiere echar una manita de tute? Los diablos, que se despepitan por una baraja, como que ellos fueron los que las inventaron, acudieron como pollos al trigo. -Pero, ¿qué se juega- preguntaron los demonios, puesto que no llevas dinero?-Verdad es -contestó el viejo-; pero juego mi alma, que es de las buenas, por esa que lleváis ahí, que no vale un bledo; salís gananciosos. -Verdad es -dijeron los diablos-, y se pusieron a jugar. Por de contado ganó el viejo de la choza, y cargó con el alma del escribano.

Cuando llegaron arriba, le dijo San Pedro: -Viejo de la choza, ya te conozco, puedes entrar. Pero ¿qué es esto? ¿no vienes solo? ¿Qué alma tan negra viene contigo?

-No señor, no vengo solo, que la compaña dicen que Dios la amó. Ese alma está manchada de tinta porque es de escribano.

-Pues alma de escribano no entra en el cielo, cuela tú solo.

-Cuando estuvieron ustedes en mi choza, me soplaron otros doce sin pedirme licencia: con que bien puedo yo hacer lo propio con uno, que un convidado convida a ciento -dijo el viejo de la choza, metiéndose adentro con su amparado.

Don Martín comió opíparamente. Al gustar el pavo de Pascua, que estaba perfectamente cebado e igualmente asado, mandó comparecer al ama de llaves, a cuyo cuidado eran debidas ambas excelencias.

-Juana -le dijo-, el pavo está que mejor no cabe, te doy la patente, mujer, y este vaso de vino para que te lo bebas a mi salud y a la tuya, para que el año que viene cebes y ases otro semejante, y yo me lo coma.

-Que viva su mercé mil años -dijo Juana, tomando el vaso que llevó a los labios.

-Mil no serán, pero una docenita me parece que han de caer dejándome en pie; pues más fuerte me siento que la torre de la iglesia; verdad es que se gastó el acero, pero queda el hierro.

Una unánime aclamación de alegría y contento acogió estas palabras, cual una bendición del porvenir.

Don Martín en este instante se echó hacia atrás en su sillón y dio un ronquido.

-¿Qué es esto? -exclamaron todos levantándose.

-Que vayan por el santo-óleo -dijo el Abad, abalanzándose a su hermano.

-Que vayan por el sangrador -añadió doña Brígida, desabrochando el cuello de la camisa de su marido, que estaba cárdeno.

Pablo se precipitó fuera del comedor.

No alcanzaron ni el auxilio divino ni el humano.

Cuando llegaron, don Martín no existía; la muerte había sido instantánea: el pavo humeaba todavía sobre la mesa, en la copa de Juana estaba aun la mitad del vino que había contenido, cuya otra mitad había bebido a la larga vida de su amo.

Es indescribible el desconsuelo que como una lúgubre noche se esparció en la casa y por todo el pueblo. Era una aflicción tan profunda y general como no pueden concebirla aquellos que no han visto a un rico, a un poderoso, invertir sus pingües rentas, no en gozar, brillar ni darse tono, sino en obras de caridad y llegar a ser por este medio el padre y el amparo de todo un pueblo humilde. Así fue, que la noticia de la muerte de don Martín no vino en los periódicos; pero corrió de boca en boca como un prolongado lamento. En su entierro no hubo una larga fila de vistosos coches; pero sí una larga fila de pobres desconsolados. Sobre su tumba no se pronunciaron elocuentes panegíricos; pero vertieron lágrimas muchos ojos, y oraciones muchos labios; no se le puso un elocuente epitafio compuesto por un sabio latino; pero en boca de todos estaba este epitafio:

Aquí yace el padre del pueblo.

Doña Brígida estaba serena en su aflicción como competía a la anciana, que viendo cortado el último lazo que ata su corazón a la tierra, se lo ofrece a Dios quebrantado, pero entero.

El Abad no hacía esfuerzos por ocultar su aflicción tierna, profunda y santa como él.

Clemencia y Pablo estaban inconsolables. Al pie del féretro del excelente hombre que lloraban, comprendieron mutuamente la fuerza y riqueza de sus respectivos sentimientos. Allí Clemencia, deshecha en lágrimas apretaba entre las suyas las muertas manos de su padre, como si quisiera comunicarle por sus poros su propia vida, y allí Pablo no hallaba palabras de consuelo, convencido que el dolor sólo se alivia, dejándole libre y árbitro de desahogarse, según su inspiración.

Al día siguiente salió de su casa el querido y venerado cadáver. ¡Ay! no para descansar, sino para ser pasto de la corrupción que no dejará de él sino los huesos esparcidos, algún cabello y algún girón de la tela que vestía, menos corruptible que el cuerpo humano... y nada más. Es cierto que el alma voló a su patria, pero ¿acaso no se ama al cuerpo de las personas queridas? ¿Quién no adora la venerable mano del padre que le bendijo? ¿Quién no los dulces ojos de la madre que le sonreían?

Pasaron estos fúnebres días, venciendo el tiempo aquel desesperado primer dolor, debilitado por su propia violencia; los ojos, cansados de llorar, se cerraron; los nervios, destrozados de su excitación, se postraron, y el sueño obtuvo la primer tregua. Un hondo silencio sucedía en aquella casa a los tristes gemidos, una inmovilidad austera a la febril y desatinada agitación anterior; todo allí era negro en el exterior como en los ánimos. Pero la vida activa arreaba, y ya se decía: ¿Quién es el dueño de aquel caudal?

¡Oh triste mundo! ¡Cuál empinas los intereses materiales que ni aun les concedes unas treguas para abstraerse y ensimismarse al que es presa del dolor, siquiera en tanto que lleva su librea!

Doña Brígida había entregado al Abad las llaves del archivo y demás depósitos de papeles. Este convocó una mañana a toda la familia; cuando estuvieron reunidos, les habló así:

-Tengo el pesar de participar a ustedes que ninguna disposición de mi hermano he hallado ni entre sus legajos, ni en las escribanías; así pues, habiendo yo renunciado ha tiempo a ser la cabeza de una casa que se extingue en mí y de los bienes que le son propios, tú, Pablo, como inmediato heredero, reconocido como tal por mi hermano, entras desde luego en posesión de todo.

-Extraño este raro descuido de mi marido (que en paz descanse) -dijo doña Brígida-, pues me consta que otras eran sus intenciones. Lo siento por ti, Clemencia; lo que es en cuanto a mí, no me importa, resuelta como estoy a reunirme con mi prima en su convento: con la viudedad que me señala la ley me sobra, y aun podré, lo que haré gustosa, partir contigo, hija mía.

Clemencia se echó llorando de gratitud en los brazos de su suegra; es decir, de gratitud por la bondad y cariño que le demostraba, no por el beneficio. En general la juventud, y sobre todo la femenina, no concibe la necesidad; para ella no hay desierto sin maná.

-No es necesaria a Clemencia tu generosa oferta, hermana -dijo el Abad-. Clemencia, la hija de adopción de mi alma se quedará conmigo, si quiere compartir la monótona y sosegada vida de un pobre anciano; por mi muerte, cuanto poseo es de ella; mi testamento está ya hecho.

-¡Oh tío! -exclamó Clemencia-; si después de la cruel separación de mis padres tuviese que sufrir la vuestra, ¿qué sería de mí?

Pablo se había quedado tan confundido al verse después de la completa desheredación que le había anunciado su tío, dueño de todo, que no atinaba qué hacer ni qué decir, y quedaba completamente extraño al precedente coloquio.

Por fin más repuesto y venciendo su timidez, dijo dirigiéndose al Abad:

-Soy testigo, y testigo que no puede recusarse siendo yo el interesado, y por lo tanto el solo que a combatirlo tuviese derecho, que mi tío pensó dejar a Clemencia, su hija, por quien quiso y debió mirar, no sólo la mitad de cuanto poseía, pero el todo; el ocultarlo en mí, a quien se lo dijo, sería faltar a la honradez.

-Es que no hubiera podido hacerlo aunque hubiese querido -dijo con su serena voz doña Brígida, que quería mucho a Pablo-, y ante todo lo justo.

-Pensó sacar cédula real -repuso éste.

-Eso lo diría -intervino el Abad-, en uno de esos bruscos arranques que tenía mi hermano (en paz descanse), que eran siempre truenos sin rayos.

-Y esto lo confirma el que si tal era su intención, lo hubiese llevado a cabo -añadió Clemencia.

-Lo que creo justo -dijo Pablo-, y el único medio de que ni tu delicadeza ni la mía padezcan, es que partamos como hermanos, Clemencia.

-Pero, Pablo, ¿por qué quieres que te agradezca un beneficio que no necesito ni anhelo?

-No es beneficio, pero caso que lo fuese, ¿te pesa la gratitud, Clemencia?

-Según sea el beneficio que la motive, Pablo. Nunca me ha pesado la que te tengo por la vida que te debo.

-Eres sutil, Clemencia, y me contestas con la metafísica de una delicadeza fría, propia entre extraños, cuando yo te hablo con la buena fe del corazón, como a una hermana.

-A ambos os comprendo y a ambos apruebo -intervino el Abad-, pues cuanto decís es hijo de un noble desprendimiento y de una delicadeza loable. Pero para que no degeneren éstas en ti, Clemencia en obstinado desvío, os diré para poneros a ambos de acuerdo, que si a Clemencia aseguro mi herencia, es como a mujer de mi sobrino, y como miembro poco afortunado de la casa de Guevara; que como a hija de adopción de mi alma, le he hecho dueña de tesoros de más valer. ¿No es así, Clemencia mía?

-Si señor, si señor -contestó ésta besando la mano del venerable anciano-, y del que más aprecio de todos, que es vuestro cariño.




ArribaAbajoCapítulo XI

Pocos días después se trasladó doña Brígida, con previa autorización eclesiástica, al retiro del convento, a pasar sus últimos años lejos del ruido de la vida activa. Todo lo demás permaneció en el mismo estado, habiendo insistido Pablo con el mayor calor y cariño en que no se separasen de él su tío y su prima.

Así corrió otro año pacífico y tranquilo como los anteriores, pero sin que pasase un solo día sin tributar un amante recuerdo y un fervoroso sufragio a don Martín, cuya memoria permanecía siempre viva en todos los corazones como en el primer día, ni una semana en que no fuesen a hacer una larga y afectuosa visita a su tía.

Pero al cabo de este año, los días del Abad eran cumplidos. Había éste desde la muerte de su hermano, decaído mucho. El varón eminente sentía acercarse su fin como los verdaderos justificados, sin ansiarlo ni temerlo. Muchas veces miraba a su amada Clemencia con pena e inquietud, viendo que sobre ella habían pasado los años, haciéndola al exterior una hermosa mujer, pero habiéndola dejado moralmente la niña inocente, sincera e inexperimentada que era a los diez y seis años, cuando casi al salir del convento había llegado allí. ¿Qué resultará, decía, de la amalgama de ideas tan sólidas y determinadas con sentimientos tan vírgenes y frescos, candorosos y sencillos? ¿Cuáles vencerán si lucha hubiese? Estas reflexiones le llenaban de temores, y fue el resultado de éstos, que vino a sentir, aunque por causas diversas y más elevadas, los mismos deseos que su hermano había tenido antes de morir, de dejar unidos a Pablo y Clemencia. Así fue que una noche en que se hallaba indispuesto, y Clemencia, liada en un abrigado pañolón, después de haber cubierto la lamparilla con un cristal bruñido, y cerrado con cuidado todas las puertas y ventanas para que no penetrase el aire frío y húmedo de la noche, se había sentado en una butaca a su cabecera para velar, le dijo al verla tan tranquila y ajena del golpe que la esperaba, porque nadie confía más en la vida de los enfermos que aquellos que más los aman:

-Hija mía, creo que Dios me avisa con estos males repetidos, que pronto compareceré en su presencia.

Estas palabras penetraron el corazón de Clemencia como agudas flechas.

-¡Jesús, Señor! -repuso con trémula voz-. ¡Oh! ¡no digáis eso! pensarlo es una aprensión, cuando sólo tenéis una afección catarral; y decirlo es una crueldad.

-La voluntad de Dios se haga, hija mía; pero prever todo accidente es la obligación de las personas prudentes; sobre la esperanza se confía, pero no se labra; yo pienso en la muerte, porque preverla es el modo de que no asombre su imponente llegada, y porque es el de la muerte, el más útil, el más grande y el más elevado pensamiento del mortal. Pero esta misma consideración me hace prever cuán sola quedarás, tú, ángel de mi vejez, cuando te falte yo, tu compañero, tu guía y tu padre.

Las lágrimas que Clemencia contenía a duras penas, estallaron en sollozos al oír estas últimas palabras.

-Si vos me faltáis -exclamó-, no quiero vivir.

-No pensara de tu juicio, de tu sensatez y de tu religiosidad, que te expresases así, Clemencia mía -repuso el Abad-. Esas son frases heroicas y sin mansedumbre, y así de un todo opuestas a lo que nos enseñó el hombre modelo, en el que el mismo Dios digné constituirse. Pero en fin, llegado el caso que te he indicado, ¿no piensas que sería prudente y decoroso poner en mi lugar quien como yo te amase, amparase y mírase como cosa propia?

-¡Oh! vuestro lugar, padre amado, nadie puede ocuparlo ni a mi lado, ni en mi corazón.

-Clemencia, los sucesos como los hombres se suceden unos a otros en el mundo como las olas en el mar, sin dejar hueco ni vacío por la gran ley del equilibrio que rige la naturaleza, así la física como la moral.

-Pero señor, hay excepciones.

-Sabes, hija mía, que todo lo excepcional me es antipático, sobre todo en las mujeres, tan dignas, tan bellas, tan femeninas en las buenas sendas trilladas, como mal vistas, antipáticas y burladas en las excepcionales. El querer llenar tu vida, que está en su principio, con la memoria de un padre, es el sueño de un corazón amante: así deséchalo como tal, y procura no apartarle de la ley que hizo a la mujer compañera del hombre.

-Tío, señor, ¿no me habéis dicho mil veces, que a la mujer casta Dios le basta?

-Sí, hija mía, es cierto que Dios basta a llenar un corazón puro; pero la vida en una mujer trae otras exigencias y necesidades, además de las del corazón, cuando es joven, para vivir tranquila. Necesita, o retirarse del mundo, o un amparo si en él permanece: de otro modo, Clemencia mía, sola, independiente, inútil, su estéril vida es excepcional, y una piedra de toque en la sencilla y buena uniformidad en que gira la sociedad humana. El celibato, hija mía, es santo, o es una viciosa y egoísta tendencia que tira a quebrantar las leyes sociales y religiosas: no te sustraigas a la santa misión de esposa y madre, te lo encargo, te lo suplico.

-Bien, tío -dijo la dócil Clemencia-; si tuviese la terrible desgracia de perderos, os prometo casarme.

-¿Y por qué no en vida mía, para que yo bendiga tu unión antes de morir?

-Pero, señor, ¿acaso no tengo más que desearlo, para que se presente el compañero que os prometo aceptar?

-Sí, Clemencia, no tienes más que desearlo, para que se te presente el compañero que entre todos no habrías podido elegir más cumplido y más a propósito para hacer tu felicidad.

-¿Pablo? -preguntó en queda y desconsolada voz Clemencia.

-Pablo, sí, Pablo, que tiene el alma más bella, el carácter más noble y el corazón más amante y generoso. Fíate de mí, Clemencia; que harta experiencia tengo de los hombres: no conocí nunca otro más aventajado que Pablo, otro a quien con más justicia se pueda dar el epíteto de hombre de bien y caballero cumplido.

Largo rato calló Clemencia, y después dijo con la íntima y entera confianza que le inspiraba aquel varón indulgente y benévolo:

-Tío, yo había pensado vivir siempre como hasta ahora, tranquila y concentrada; mas si exigís que amplíe mi vida, que trueque mi libre y descuidada calma por la austeridad de los deberes, que cambie mis flores y pájaros por cuidados y desvelos, yo habría deseado que el amor hubiese esparcido sus rayos entre la cargada atmósfera de las obligaciones y desvelos que circundan el estado.

-¿Y no puedes acaso amar a Pablo? -dijo el Abad.

-No puedo amar a Pablo, señor, sino como al mejor de mis amigos, después de vos.

-No te cases, pues: tus ilusiones se interpondrían entre ti y tu felicidad, como esos mirajes, esos prestigios, efectos de la óptica, que presentando al viajero objetos ilusorios, le ocultan la senda trillada, y la sacan del camino real de la vida que no ve por mirarlos. ¡Oh mundo seductor, falsa sirena, que modulas tus cantos haciéndolos simpáticos al sentir de cada cual! Nada logra contra ti la sabiduría humana, y tú sólo eres el que te encargas de darte a conocer. Sí, sí, una sola de tus lecciones prácticas alcanza lo que no pueden todas las máximas de la sabiduría y todos los consejos de la experiencia. No te cases, Clemencia; no te cases ahora, pues no serías feliz sino pasivamente, y tu felicidad satisfecha, cumplida y elegida por ti, es la que deseo sobre todas cosas. No obstante, cuando llegue el día en que fijes tu voluntad, antes de decidir de tu suerte, acuérdate del último consejo y del postrer deseo de tu padre: la pasión es ciega, la razón ve claro; si luchan, haz que venza ésta.

En conversaciones que aún tuvieron, dio el Abad a Clemencia otros muchos consejos y lecciones sobre la vida y el mundo, todos impregnados de los altos y sabios conocimientos que sobre ellos tenía el esclarecido filósofo cristiano. Además, entre los de la vida práctica, le recomendó el trasladarse, cuando llegase él a faltar, a Sevilla, al lado de su tía la marquesa de Cortegana, no siendo decoroso el que se quedase a vivir con su primo, que era un joven. Añadió que cerca de la de su tía poseía él una casa que ya había mandado renovar y arreglar para que ella la habitase; regaló su magnífica librería a Pablo, distribuyó infinitas limosnas y dádivas; y así pensando en todos, haciendo el bien a manos y corazón llenos, levantando en continuas y fervorosas oraciones su alma a Dios, se fue extinguiendo como un sonido melodioso, cada vez más débil, cada vez más suave, cada vez más dulce; y un día en que con manos cruzadas rezaba, sus labios dejaron de articular, sus ojos de fijarse con amor en los que le rodeaban, y su corazón de latir a un tiempo.

El dolor de Clemencia la postró en cama. Por más que sea el carácter apacible, el ánimo sereno y madura la razón, el dolor es en la juventud para el corazón una calentura que no halla calmantes. Clemencia mandó que se llevasen de su cuarto los pájaros que cantaban; que cortasen de su jardín las flores que se abrían; echó en cara al sol el alumbrar alegre la tierra el día del entierro de un justo, y al cielo el haber dejado brotar en la tierra el amor, esa flor del cielo que sólo debiera existir en la eternidad.

Pero apenas estuvo repuesta su salud, y apenas pudo hacerse dueña de su inmensa aflicción, cuando conforme a las indicaciones de su tío, pensó trasladarse a Sevilla.

Así fue que le dijo a los pocos días a su primo: -Pablo, nos vamos a separar después de cerca de ocho años de haber vivido bajo el mismo techo.

Pablo calló y bajó la cabeza; estaba prevenido a este golpe cruel.

-Réstame, Pablo, el darte gracias por tus nunca interrumpidos buenos procederes hacia mí -prosiguió Clemencia-, y decirte cuán penosa me es nuestra separación.

-Entonces... -dijo Pablo, que no acabó la frase.

-Voy a Sevilla -añadió Clemencia, respondiendo indirectamente a esta pregunta que Pablo no articuló, pero que ella comprendió- al lado de mi tía, pues así lo dispuso nuestro santo mentor.

-Clemencia -dijo Pablo-, ahora pues, es el caso, ya que vas a establecerte, en que debes en toda justicia, y para no rechazarme como a un extraño, recibir del mayorazgo que debió ser tuyo, siquiera la viudedad, para que vivas con el decoro y en el rango que te corresponde: te consta que no sé qué hacer con el sobrante que dejan las rentas.

-Para vivir con decoro, Pablo, me sobra con lo que me ha dejado nuestro tío; grandezas, ni las apetezco, ni las busco, ni las quiero; sabes que me son antipáticas, quizás por una rareza de carácter. Mi padre me enseñó las verdaderas grandezas que proporciona el dinero: las limosnas, que son el lujo del corazón; la caridad, que es la verdadera grandeza del alma. Sigue tú su ejemplo, y todas tus rentas te vendrán cortas. No obsta esto, Pablo, a que te agradezca esta nueva prueba de tu generosidad para conmigo.

-Otra mayor tienes que agradecerme, Clemencia -dijo tímidamente Pablo-, y quiero que la sepas antes de separarnos, para que si no nos volviésemos a ver en esta vida, quede grabada en tu corazón mi memoria con la gratitud que te infunda, porque en esta ocasión la merezco.

Clemencia miró a su primo con sorpresa.

-¿Más aún que agradecerte, Pablo? -exclamó.

-Recordarás -dijo Pablo-, que mi tío quiso unirnos.

Clemencia se puso encendida como la flor del granado.

-Tú consentiste -prosiguió Pablo.

Clemencia bajó confusa los ojos y calló.

-Pero yo, Clemencia -añadió Pablo-, rehusé.

Clemencia quedó confundida.

-Y rehusé, Clemencia -prosiguió Pablo-, porque tú hacías un sacrificio grande en casarte conmigo, y yo uno cruel en negarme a ello, y quise que el sacrificio estuviese de mi parte y no de la tuya: esto prueba que te amaba, y sigo amando sin esperanza, Clemencia; y el amor que vive sin alimento, esto es, sin esperanzas que lo sostengan, es de alta esfera, o inmortal como el alma.

Hubo un rato de silencio. Pablo tenía la respiración oprimida.

Dos gruesas lágrimas cayeron lentas por las mejillas de Clemencia.

-Esto te lo digo, Clemencia -prosiguió Pablo, cuya voz alterada salía con dificultad de su pecho-, porque nos vamos a separar, y quizás para siempre; a no ser así, no me hubiese atrevido a ello; pero he querido que ya que no me tengas amor, me tengas gratitud y... lástima.

Diciendo esto Pablo, no pudiendo por más tiempo comprimir la vehemencia de su dolor, se levantó y salió apresuradamente.

-¡Pablo! -exclamó Clemencia, profundamente conmovida.

Si Pablo hubiese tenido más ciencia de mundo y más experiencia del, corazón humano, habría sabido aprovechar aquellos bellos momentos de enternecimiento para ganarse un corazón que latía de admiración y de gratitud, subyugado ya por los nobles medios que subyugan las nobles almas; pero su timidez le ataba, su modestia lo desesperanzaba y su delicadeza lo detenía; se paró un momento en la puerta del segundo cuarto y se dijo: ¿Y a qué volver? ¿A ser sobrepujado en generosidad? Entonces cuanto he hecho parecería premeditado; nada grande se lleva a cabo sin entereza: no la pierda yo al verla resuelta a concederme, arrastrada por la gratitud, lo que movida por amor no pudo.

Y se alejó sin vacilar.

Pasada la primera emoción, Clemencia se serenó, pensó que de todos modos, aun cediendo a los deseos de Pablo que fueron también los de su padre y de su tío, no debía permanecer a su lado, ni habitar ya aquella casa sino como su mujer; sintió que la separación que proyectaba por respeto humano, debía ahora que Pablo se había declarado, llevarla a cabo por respeto a sí misma, y apresuró los preparativos de su partida. Pablo por su lado, ahogado de pena, temiendo no poder ocultarla, y comprendiendo que su presencia turbaría a Clemencia, se había ausentado. De suerte que la declaración de Pablo había servido para levantar entre ambos una barrera, y para ahuyentar la franqueza de hermanos que hasta entonces entre ellos había existido.





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