Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajoCapítulo VII

-¿Qué leéis? -preguntó sir George una noche al hallar a Clemencia sentada a su chimenea con un folleto en la mano.

-Os responderé lo que Hamlet a Polonio, que le hacía la misma pregunta -contestó Clemencia-: palabras, palabras, palabras.

-¿Pero qué palabras?

-Un celemín que contiene este impreso en favor de las modernas ideas humanitarias.

-Con las que debéis vos precisamente simpatizar -dijo Sir George, que por más que se proponía dejar con Clemencia su constante ironía, recaía en ella por un irresistible impulso y por una inveterada costumbre.

-No, sir George, no -contestó Clemencia con dulzura.

-¿Cómo es eso, señora? ¿Pues no sois la ferviente abogada y la constante protectora de los pobres?

-Sir George, estáis hablando con ironía, y sabéis que me es antipática; por demás, que estáis convencido que por hermoso que me parezca el oro, no me parecerá bien el puñal hecho con ese metal. ¿Queréis confundir la santa voz cristiana que dice al rico: da, da; tus riquezas son un préstamo, y te harán la entrada en la mansión de los justos, difícil como al camello el pasar por el ojo de una aguja, y la voz que grita al pobre: fuera la pobreza, aunque es tu herencia; fuera la santa conformidad, aunque es tu galardón, tu mérito y tu virtud; fuera tu alegría y moderación, que son tu instintiva filosofía; hay ricos y tú no lo eres, pues rebélate, indígnate, desenfrena tus malas pasiones, la envidia, la soberbia, la ambición y la rabia; pierde todo respeto, roba, y si te lo impiden los gendarmes, roba con el deseo y el propósito; que el mandamiento de Dios que lo hace delito, yo lo anulo con mi gran poder? Pero sir George, Dios permite que de cuando en cuando se levanten hombres funestos del seno de las tinieblas como una gran calamidad, como las pestes y las tempestades; estos hombres, cual teas del abismo, encienden una hoguera; esa hoguera alumbra a los ciegos, alienta a los tibios, purifica a los prevaricadores, y de sus cenizas, cual fénix, sale más bella y más lozana la eterna verdad que yacía débil e inerte en el corazón del hombre. Doblemos pues la cerviz, pues tales castigos merecemos. ¡Triste humanidad que decae y se enerva, y que necesita de cuando en cuando que el fuerte brazo de Dios la sacuda! Peleemos pues en esta gran lucha moral, pero con nuestras armas: la caridad, la moderación, el santo celo y valerosa ostentación de santas creencias y sanas doctrinas. Bien por mal, sir George, bien por mal: ¿qué enemigo no desarma esta táctica?

-¡Cuántas gargantas que cantaban cánticos como vos ahora, Clemencia, fueron cortadas en la guillotina! Pues era ese su destino. Clemencia, cuando la humanidad se levanta y da un paso adelante nada puede retenerla; lo que bajo su planta se halla, es triturado por ella; es un mal inevitable y aun necesario.

-¿Con que -dijo con triste sonrisa Clemencia-, lo que yo llamo altos castigos y sacudimientos con que el brazo de Dios despierta a la inerte humanidad, vos lo llamáis pasos de adelantos de la humanidad? ¡Difícilmente se creerá que tales pasos sean dados en la senda del bien, sir George!

-Señora, no os será desconocida la máxima de vuestros sabios jesuitas: alcanza el fin sin reparar en los medios.

-Sir George, no hagáis de una máxima de política, generalmente seguida por aquéllos que pretenden hacer de ella un baldón a los jesuitas achacándosela, y cuyo gran preste tenéis en la era presente en vuestro país, un precepto de moral, que son los que deben regir a la humanidad. ¡Pero, mi Dios, cuán profanada es esa vez! ¡Y la soberbia del hombre que se emancipa de las leyes de Dios, ha llegado en nuestros días hasta creer que puede arrebatar de las manos del que lo crió, el poder que guía al universo! Pero gracias al cielo nuestro bendito suelo no cría Cromwels, Marats, ni Robespierres, esos acólitos de lo que llamáis pasos de la humanidad.

-Cierto, cierto, vuestro país con raras excepciones no cría en cuanto a hombres públicos sino perfectos egoístas, de que resulta una verdadera anarquía que no quiere reconocer un jefe, como si hubiese partidos sin jefes; así se suicidan por sus propias mezquinas rivalidades.

-Pero señor, en vuestro país suceden cosas aunque en escala mayor, parecidas: un gobierno popular se compone de estos elementos.

-El gobierno de mi país es detestable, señora, sus leyes pésimas.

-¡Oh! no habléis mal de vuestro país -exclamó Clemencia con aquella parcialidad, aquel entusiasmo que un corazón tierno y consagrado derrama sobre cuanto pertenece a la persona que ama-; ese país de grandes hombres y de grandes cosas, alzado en su isla como un dominador en su solio, y que ha llegado a su apogeo.

-Lugares comunes, señora: y una boca como la vuestra, Clemencia, debe preferir agraciarse con una paradoja o con un disparate, antes que vulgarizarse con un lugar común -repuso sir George. Y añadió alzando los hombros-: Desde que tengo uso de razón, esto es, desde más de veinte años, estoy oyendo la misma cantinela y hemos avanzado. ¿Quién es capaz de fijar el apogeo de las naciones? La prosperidad de la Inglaterra es hija de las circunstancias, señora, nada más: nadie se entusiasma por ella sino algunos españoles.

-No tenéis amor patrio, sir George -dijo tristemente Clemencia-. ¡Oh! ¡qué fenómeno! ¡carecer de un sentimiento que abrigan hasta los salvajes en sus bosques y desiertos!

-Señora, la civilización, que tiende a nivelar y a uniformar todos los países, modelándolos en la misma forma, debe por precisión extinguir un sentimiento que sería una anomalía en la tendencia que aquélla sigue. Además, creed, señora, que el vociferado patriotismo no es ni más ni menos, desde que con los siglos heroicos dejó de ser una virtud primitiva y un sentimiento unánime, que un egoísmo ambicioso y un amor propio finchado de que se revisten pomposamente los partidos o bandos políticos, como con la túnica de Régulo, aunque muy poco dispuestos a rodar como el romano en su tonel; pero sí en coche a costa de la adorada patria.

-Otro magnífico progreso, resultado de las modernas instituciones -repuso sonriendo Clemencia-. Desengañaos, sir George, con el profundo pensador Balzac, que dice en el prefacio de sus obras: «Escribo a la luz de dos verdades eternas, la religión y la monarquía; dos necesidades que los eventos contemporáneos volverán a aclamar, y hacia las cuales todo escritor de buen sentido debe tratar de volver a atraer a nuestro país». Pero ya que no pensáis así, decidme, ¿cuál es el gobierno que halláis bueno?

-Creo que no debería haber ninguno, señora.

-Vamos, estáis en vuestro humor de paradojas. Aunque os piquéis, os diré que ostentáis una excentricidad de gran calibre. ¿Y el orden social, señor?

-Debe ser el fruto de la civilización, y hacer así inútil todo gobierno.

-¡Qué utopía tan arcádica, sir George, muy a propósito para regir en los campos Elíseos! ¿En el oasis de cuál desierto lo habéis soñado, ilustrado Platón? Si fuésemos todos buenos cristianos y estrictos observadores de sus preceptos, sería esto dable, pues el gran Bonald ha dicho: El decálogo es la gran ley política y la carta constitucional del género humano, y dice igualmente el profundo Balzac: «El cristianismo, pero sobre todo el catolicismo, siendo un sistema completo de represión de las tendencias depravadas del hombre, es el mayor elemento de orden social. ¿Pero mientras?...10

-¡Represión! ¡represión! -exclamó Sir George interrumpiendo a Clemencia-, esto es. ¡Hacerse un anacoreta, un cenobita, empobrecerse aún más la vida de lo que ella en sí lo es! ¡Qué mezquino suicidio!

-¡Cuán distintamente pensamos sobre este punto, sir George! -dijo Clemencia-, pues por mí no creo que el fin del hombre sea hacer la vida divertida, sino hacerla buena.

-Se puede gozar sin ser malo, mi austera amiga; hay goces que son hasta santos y no los halla el hombre. ¿Sabéis Clemencia, que hay veces en que compraría un goce, aun un deseo, con la mitad de mi fortuna?

-Esto es -respondió ella-, que no halláis los unos, ni sentís los otros.

-Así es.

-¡Pobre amigo! -dijo con sincera compasión Clemencia-; habéis pulido vuestro sentir en pequeños y frívolos goces de seda y oro (goces que no llegan al alma, ni satisfacen el corazón), hasta el punto que sobre él resbalan los verdaderos.

-¿Y cuáles son los verdaderos, Clemencia?

-Son para mí tantos y tan variados, sir George, que me sería difícil enumerarlos.

-Pero designadme algunos: os estudio como un ser raro y nuevo para mí, como una curiosidad y un placer que me hacen a veces sonreír como a inocente niño, y otras adoraros como un alto espíritu, pues de ambos participáis.

-De ser expansiva me retrae vuestra ironía.

-No, Clemencia -dijo sir George, tomando a uso de su país su mano que apretó con cordialidad-, creed que el hombre viejo se despoja de su saco impermeable a la puerta de vuestra estancia y ante vos se presenta el nuevo con su blanca túnica de lino.

-No dudo que sea vuestra intención, pero...

-¿Pero?

-¿Sabéis que dicen los franceses que por más que se aleje lo que es natural, vuelve a galope? -respondió riendo Clemencia.

-¿Hemos trocado nuestros papeles, Clemencia? ¿Vuélvese la paloma halcón?

-No; pero la mosca que ve la red, le dice a la araña que la sabe precaver.

-¿Me haréis arrepentir de haberme mostrado a vos indefenso y desarmado...? ¿me obligáis a volver a vestir el arnés?

-¿Cómo, sir George, os obligaría yo a cosa que detesto?

-No queriendo abrirme con expansión vuestra alma. Vamos, decidme, ¿qué es lo que vos llamáis goces?

-Entre los muchos -dijo al cabo de un rato de silencio Clemencia-, los que están al alcance de todos son los que brinda la naturaleza. Mirad esas nubecillas blancas y brillantes, tan suaves que el aire les da formas, y un soplo las guía. Mirad esas flores, que participan del suelo que les da jugo y del sol que les da fragancia, como el hombre comunica con la tierra y con el cielo; ved esos lejanos horizontes en que se esparce, y esos otros de limitado espacio en que se concentra el alma; ved esas aguas, ora corran alegres, ora duerman tranquilas, siempre brillantes como lo que es puro, siempre trasparentes como lo que es sincero; ved ese mar que anonada en su inmensidad y fuerza la pequeñez y debilidad del hombre y sus obras...

-No prosigáis -dijo sir George-, no prosigáis, Clemencia. He recorrido los Alpes, los Andes y el Bósforo; he visto el Ganges, el Niágara, el Rhin; he cruzado el mar Pacífico, el Atlántico y el del Sur, y en ellos observado sus tempestades; y nada de todo esto he podido admirar gozando; nada en relación con mi íntimo sentir; sólo ha surgido en mí este pensamiento: ¡Qué de afectación hay en los poetas!

-¿Y los goces de la familia? -preguntó Clemencia, sin querer darse cuenta del porqué su corazón se le oprimía.

-Sabéis -respondió sonriendo sir George-, que soy soltero, pues los hombres no se deben casar hasta que tengan mucha experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres.

-¿Es esta experiencia mucho más necesaria a los casados que a los solteros? -preguntó Clemencia.

-Sin duda: los franceses, que confesamos son nuestros maestros en todo, han marcado bien esto, llamado al casamiento hacer un fin.

-Esto es: guando la juventud se va y entran achaques, escoger una joven que empieza a vivir por enfermera, ¿no es esto?

-Así es: cuando no se puede ser otra cosa más divertida, se hace uno padre de familia.

Clemencia sintió partirse su corazón con cuanto agudo tiene el dolor y amargo la humillación; pero tornó sobre sí y siguió preguntando:

-¿Pero no tenéis madre?

-¡Ah! sí.

-¿Y no la amáis?

-Lo mismo que ella a mí.

-¿Y dónde está?

-No sé; creo que viaja ahora por Italia.

-¿Y padre?

-Mi padre, que era general, murió en la India, después de robar a Tipoo-Saib una inmensa fortuna.

Un vivo carmín subió al rostro de Clemencia a pesar suyo. Nunca era bella ni honorífica una fortuna de pillaje, por más que lo autorizasen las bárbaras leyes de la guerra; pero oír calificar a un padre por su hijo de ladrón era una despreocupación que llenó de espanto a la sencilla Clemencia.

Sir George prosiguió sin notarlo:

-Un brillante extraordinario que llevaba Tipoo-Saib en el puño de su sable, me cupo en herencia; no sé qué hacer con él, ni sé si mi ayuda de cámara me lo habrá robado; si lo encuentro, ¿querréis, Clemencia, admitirlo como una pequeña memoria de un amigo?

-Gracias -respondió Clemencia-: aprecio poco toda memoria de un amigo que no queda en el corazón.

-Mirad que os lo ofrezco, como dicen los franceses, de muy buena voluntad, en vista de que no me sirve; tomadlo para engalanar con él una de las Vírgenes de vuestra devoción: así cuando oréis y la contempléis, os acordaréis de mí, Clemencia.

-Sir George, sin ser gazmoña, os diré que habláis con irreverencia.

-Tomadlo al menos como una imagen de vuestro corazón, pues es tan bello, tan puro, tan apetecido y tan imposible de ablandar como él.

-Conservadlo vos -respondió Clemencia riendo-, mientras se parezca a mi corazón.

-Recibidlo, os lo suplico -insistió sir George-, como imagen de la firmeza, de la constancia y del fuego del amor que me habéis inspirado; ya que éste rechazáis, conservad al menos su imagen.

-Dejemos esto, sir George, pues hasta la voz regalo me desagrada, y si no fuera por no parecer orgullosa, diría que me humilla. Volvamos a anudar el hilo de nuestra conversación.

-Sí, sí, hablemos de goces, aunque en esta conversación alterne yo como el ciego en la de los colores. ¿Qué más goces halláis vos? Veamos.

-Muy dulces en la amistad. ¿No tenéis amigos?

-Sí, en el parlamento, en la embajada francesa, un cardenal en Roma, un gran señor turco en Constantinopla, y don Galo Pando, porque lo es vuestro; pero, Clemencia, francamente, ninguna de estas amistades me ha proporcionado ningún goce.

-¿No habéis, pues, podido prestar servicios a ninguno de ellos?

-Servicios no, dinero sí, menos al turco y al Cardenal, que eran más ricos que yo, y a don Galo, que no me lo ha pedido: yo tendría un gran placer en que vuestro amigo me proporcionase la satisfacción que los otros.

-Pando no ha tomado en su vida dinero de nadie -contestó Clemencia-: eso de pedir prestado es una cosa demasiado fashionable para un hombre oscuro y honrado como él; mas si llegase ese caso, amigos tiene más antiguos que lo sois vos, sir George, que se ofenderían de que os diese la preferencia.

-¿Cuánto es su sueldo?

-Siete mil reales.

-¿Os chanceáis?

-No por cierto.

Sir George soltó una carcajada tan sincera y tan prolongada, que Clemencia le dijo, riendo también, por ese irresistible contagio que tiene la risa de corazón:

-Pero, ¿me querréis explicar, sir George, qué cosa risible encierra en sí el número de siete mil?

-Señora -contestó sir George-, es exactamente la mitad del salario que doy a mi ayuda de cámara. ¿Y hay hombres bastante inertes para condenarse muy satisfechos a patullar toda su vida en tal charco? ¿Tan inactivos, que se conformen en moverse en tan poco espacio? Me río, además, Clemencia, del atrevimiento que tienen tales entes, oficinistas de escalera abajo, de presentarse y visitar vuestra casa y otras de igual rango, y de alternar por vuestra inconcebible tolerancia con lo más encopetado de vuestra sociedad.

-No cambio -exclamó con calor Clemencia-, vuestra crítica en esta parte por el más bello elogio. ¡Bendito mil veces el país, que sin falsas mentiras y disolventes teorías tiene tan bellas, llanas y sencillas prácticas, y donde por suerte no existe ese altivo, insultante y despreciativo espíritu aristocrático que da margen a las revoluciones!

-Aristocracia es, en efecto, una palabra vana de sentido en vuestro país; podéis borrarla de vuestro diccionario usual. Vuestros grandes y algunos magnates de tierra adentro, que podrían formarla si reuniesen lo que la constituye, esto es, primera nobleza, una gran fortuna y una sabia cultura, no reúnen estas cualidades; y los que las reúnen, con contadas excepciones, no juegan en la política, ni se cuidan del bien del país: así es que es inútil y aun ridículo que se afanen en querer, porque así sucede en otros países, crear una aristocracia. La aristocracia en nuestro país es un gran partido influyente que aquí no existe; vuestras cámaras, como vuestro senado, son populares, divididos en opiniones más personales aún que políticas; en cuanto a la sociedad, es fina, elegante, sobre todo amena, pero deplorablemente mezclada.

-Pero señor, en Inglaterra...

-No digo que no, señora; pero hay un puente que pasar hecho de tantos millones como exprimidos no tienen todos vuestros banqueros.

-Lo que tenéis, sir George, es un orgullo demasiado tosco para poder siquiera jactarse de fundarse sobre una base intelectual.

-El orgullo, señora, es una coraza que mientras más tosca, como llamáis al nuestro, es más fuerte; es además una buena arma defensiva.

-Y ofensiva también, sir George, y agresiva, y tan ufana por herir, que a veces, para lograrlo, coloca al que la usa en muy desventajosa posición y en muy mala luz.

-Pero vos, señor -continué Clemencia con alguna susceptibilidad-, vos que formáis parte de ese Olimpo aristocrático, ¿por qué bajáis de él y dejáis sus diosas para solicitarme a mí, pobre anticulta española?

-Clemencia -respondió riendo sir George-, todas las mujeres entran de hecho y de derecho cuando son bellas, en todo Olimpo. Más vos entraríais con todos los derechos; pero yo quisiera que no tuvieseis ninguno para abriros como el ángel a la Peri en el poema de Moore, si no el paraíso, ese Olimpo, como vos decís, no por una lágrima, sabéis que las aborrezco, sino por una sonrisa. Pero decidme, ¿habéis concluido el catálogo de esos goces parvulitos que tanto encomiáis?

Clemencia calló un rato.

-¿No habéis gozado nunca con los consoladores y exaltados sentimientos religiosos? -dijo al fin con el alma en sus dulces y serenos ojos.

-No hablemos de religión, Clemencia.

-¿Y por qué? Aguardo con viva curiosidad la respuesta.

-Porque la religión es el secreto más exclusivamente suyo que tiene la conciencia del hombre, señora.

-Yo pensaba al contrario, que no era su secreto, sino su galardón, el que más alto llevaba, el que más recio proclamaba. Sólo concibo dos móviles a esa punible pretensión al misterio o a la reserva: el uno malo, que es tener en poco sus creencias; el otro peor, que es el no tener ningunas, y ser de esta suerte el silencio, como dice la Rochefoucauld de la hipocresía, un homenaje que la impiedad rinde a la religión. Sabéis que el Dios del universo, cuando a salvar y a enseñarnos vino, dijo entre sus sobrias y santas sentencias que alcanzaban todos los desbarros presentes y futuros del espíritu humano: El que no está por mí, está contra mí.

-Lo que con eso queréis decir, Clemencia, ¿es que me creéis condenado por no pensar como vos, según os lo enseña vuestra religión?

-Mi religión no me enseña, sino me prohíbe fallar individualmente sobre quién es o no condenado; sólo me enseña y manda creer que el que reniega de la salvación que el Señor nos ha dado, y se separa de la grey de sus Apóstoles, no alcanzará esa redención.

-Además -prosiguió sir George con su acerba ironía-, como vos sois buena y yo malo, como vos tenéis ideas muy santas y yo muy mundanas vos seréis la bienaventurada y yo el condenado.

-No, Sir George -contestó Clemencia con su no desmentida dulzura-; antes temo ser tratada en el tribunal supremo con más rigor que vos.

-¿Por qué, señora? Esto sí que es raro.

-Porque tanto será exigido de la afortunada a quien cupo la dicha de abrir los ojos de la razón en un santo convento, y los del entendimiento al lado de un santo mentor, rodeada de buenos ejemplos y santas prácticas, como mucho será disculpado al que como vos tuvo la desgracia de criarse entre infieles y formarse entre herejes, rodeado y embebido de la atmósfera corrompida de ese gran mundo filosófico y escéptico, que osado se erige en enemigo de la religión, que supone en los placeres el fin de la existencia, y condena la represión y la abnegación cual mezquinas boberías, solo propias de los pobres de espíritu.

-Pero, Clemencia -preguntó sir George, frío a toda la misericordia, dulzura y unción de las palabras de Clemencia-, ¿de qué goces religiosos habláis? ¿De los ascéticos, de los iluminados, de los que hallan en los silicios y penitencias los católicos, o de los del paraíso de Mahoma? Si sois vos la Hourí que promete en su paraíso, me inclino a la religión del alcorán.

-Sir George, respetad la gravedad ajena con el silencio, o combatid sus argumentos con igual espíritu y armas como leal.

-¿Queréis, Clemencia -repuso en tono cariñoso y festivo sir George-, después de hacerme vuestro admirador, vuestro apasionado y vuestro esclavo, hacerme vuestro prosélito?

-No lo he intentado, sir George; lo que decía era parte integral del asunto que tratábamos; pero está terminado-, pues he visto que también esa primera y santa fuente de vida está exhausta en vuestra alma. ¡Dios mío! ¡Dios mío! -pensó Clemencia-, ¡qué!, ¿nada vibra ya en su corazón? Ni la religión, ni la naturaleza, ni el amor patrio, ni el amor a la familia, ni la amistad, ni la caridad. ¡A pesar de los dotes que lo distinguen, ese talento, esa nobleza, esa generosidad, ese caballerismo, que le son innatos, nada siente! ¡Oh!, ¡qué devastado Edén! ¡Qué asolado yermo! ¡Qué arrasada floresta! Y no obstante, este hombre que tiene una inteligencia superior, que es altamente culto, y que se ha formado alternativamente en los dos países que pretenden llevar el paso a los demás en todo progreso moral y material; este hombre que ha adquirido sus aspiraciones en el hogar del nuevo sol del siglo XIX, este hombre que todo lo ha visto, todo lo conoce y todo lo ha juzgado en esta nueva era que se denomina ilustrada, no sé con qué títulos ni con qué derechos, ni con qué ventajas a las anteriores; este hombre, tipo del espíritu de la época, ¿este es el fruto que ha sacado del moderno adelanto del espíritu humano? ¿Así desencanta, pues, su frío escepticismo la vida? ¿Así desprestigia la necia y orgullosa sabiduría del hombre las magníficas creaciones de Dios? ¿Así despoetiza el corazón, así seca y rebaja el alma? ¡Espanta y aterra, Dios mío! Pero esto debió ser el resultado de alejarse de ti, Criador y Legislador nuestro, y querer la débil criatura crearse ella misma, como los judíos en el desierto cuando desoyeron la voz de tu enviado Moisés, sus propias creencias y sus propias leyes, renegando de las que manando de ti los habían regido hasta entonces. ¡Ay! ¡sí! Sir George es el tipo del hombre que ha abjurado y roto toda relación con lo pasado, y que marchando sin faro hacia lo desconocido, sigue una senda que proclama por verdadera, y que no sabe dónde lo lleva.

Así fue que la distancia inmensa que separaba sus almas y que cada día le parecía dilatarse, hoy se abría ante Clemencia como un abismo; pero su amor a sir George era demasiado intenso para retroceder: era ese hombre fatal su primer amor; sus lágrimas caían por dentro ardientes y corrosivas. No es posible -pensó-, luchar con argumentos y razones con quien tiene mucho entendimiento, mucha práctica de controversia, y en ellas guarda toda la calma y lucidez de la fría indiferencia. ¡Si pudiese vencer la detestable lógica de su razón, despertando sus buenos sentimientos! ¡Dios mío! ¿habrá acaso un corazón en que no pudiesen resucitar de entre sus cenizas?

Así fue que después de mirar un rato a la llama que ardía tan clara, pura y vivaz como los elevados sentimientos en su alma, fijó sus francos y expresivos ojos en el hombre que amaba y le dijo:

-¿Sir George, nunca habéis hecho bien?

-Creo que sí -contestó éste-; mas no lo tengo presente. Ya sabéis -añadió con su seriedad irónica-, lo que recomienda la máxima: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». Pero para tranquilizar la timorata conciencia de mi amiga, le diré que ahora recuerdo haber encargado a mi intendente afiliarme en las sociedades filantrópicas; es preciso que todos contribuyamos a poner remedio a la espantosa lepra del pauperismo.

-No es eso, amigo mío; deseo saber si habéis hecho el bien de motu propio con vuestra propia mano.

-No creo que esto sea preciso.

-No digo que lo sea; os pregunto si lo habéis hecho.

-No, ¿a qué? El pobre quiere ser socorrido; no le importa por quién ni cómo. ¿Tenéis pobres? ¿Me queréis dar el placer de contribuir al bien que les hagáis? -preguntó sir George, que no era capaz de comprender la causa de la preocupación de Clemencia.

-Os prometo indicaros la primera gran necesidad que se me presente; en este momento no sé de ninguna perentoria. Ahora sí, lo que os voy a pedir es, en vista de que Dios pone a los pobres ante nuestros ojos, para recordarnos a cada paso la obligación que tenemos de socorrerlos, así como para mover nuestros corazones a la lástima, que deis mañana limosna a aquel pobre más infeliz que halléis.

-¿Os complazco en ello?

-Sí.

-¿Es una orden?

-No, una súplica.

-Es lo mismo.

-Prefiero la complacencia a la obediencia.

-¿Pero para qué lo deseáis?

-Para que me digáis después si habéis o no, hallado un placer en hacerlo.

-Desde luego os aseguro que es mayor el que tendré en complaceros, que cualquiera otro que pudiese proporcionarme lo que de mí exigís.




ArribaAbajoCapítulo VIII

A la noche siguiente esperaba Clemencia a sir George palpitando su corazón más que nunca. No obstante, cuando llegó, no quiso mostrarse ansiosa en averiguar lo que saber deseaba.

Extraño era cómo una cosa causaba en una de las dos personas interesadas un interés tan profundo y latiente, mientras que era tan insignificante para la otra que la olvidaba. Sir George quería agradar e identificarse con Clemencia; ponía todo su anhelo en conseguirlo. Lo lograba en cuanto a su trato tan señor, a sus gustos tan distinguidos y conversación variada, entendida y entretenida; pero no le era dado ponerse al nivel de Clemencia en la esfera del sentimiento, porque ni él comprendía los de Clemencia, ni menos hubiese atinado a expresar en su propio nombre lo que le era desconocido.

Media hora pasó, y su interlocutor no tocaba el asunto que tanto interesaba a Clemencia: entonces ésta le dijo:

-¿Sir George, habéis cumplido mi encargo?

-¿Cuál? -preguntó sir George con no fingido sobresalto.

-¿Con que habéis olvidado nuestra conversación?

-¡Ah! ya caigo. No, no, señora, no he olvidado mi promesa y la he cumplido exactamente.

-¿Y bien? -preguntó Clemencia con el alma en los ojos.

-Y bien, di limosna por mi propia mano cual os lo prometí. No soy hipócrita, Clemencia, y no os mentiré a vos que sois la santa de mi culto, y que me creeríais condenado por eso solo; francamente, no he sentido ningún género de placer. Era un pobre sucio y feísimo: en obsequio vuestro le metí una onza en su inmunda mano, y encima le regalé mis guantes que le tocaron; supongo que iría en seguida a emborracharse a mi salud.

Clemencia inclinó la cabeza, y dos lágrimas asomaron a sus ojos.

Sir George las notó y le preguntó:

-¿Qué tenéis, Clemencia?

-Nada -contestó ésta levantando su suave y sonriente cara.

-¡Así!, ¡así! -exclamó sir George queriendo besar su mano, que ella retiró-: sois un ángel de luz cuando sonreís. ¡Oh Clemencia! sólo os falta para llegar al apogeo femenino, el que améis, como faltaba el rayo de vida a la perfecta estatua de Pigmaleón. ¿Por qué no amáis?

-¡Pues qué! -dijo sonriendo Clemencia-, ¿no hay más que amar así a tontas y locas? ¿No hay más que darle rienda suelta al corazón sin saber antes donde nos arrastra?

-Vosotros los españoles, -dijo sir George, que penetró las graves ideas de Clemencia-, entendéis el amor como un esclavo cautivo, y no como lo que es, un hermoso genio que libremente vuela en alta esfera, y que se hastiaría y perdería su brillantez en las innecesarias trabas de la obligación. Basta que se erija en deber el sentimiento independiente y caprichoso de la felicidad, para que deje de serlo.

-No pensé -repuso Clemencia con gravedad-, que vos, sir George, pudieseis decir cosas tan en extremo vulgares, que pudieseis gastar un lenguaje de don Juan, completamente relegado no sólo al mal tono social, sino al mal gusto literario; sobrepuja en ellas lo ridículo a lo inmoral. ¿Estaríais aún, por ventura, en ese período de lo romancesco desenfrenado, que tira piedras a una unión consagrada, y lodo al amor exclusivo? ¡Oh! Aquí tenemos una opinión demasiado seria, sentida y alta del amor para degradarlo al punto de mirarlo fría y sistemáticamente como hijo del capricho y padre de la inconstancia. Aquí, sir George, es el amor más grave, y por lo tanto menos estrepitoso que en otras partes; aquí nunca pierde de vista esa obligación de que os burláis, porque la unión consagrada eleva el amor a toda su altura y a toda su dignidad.

-Habéis sido educada en un convento, ¿no es cierto? -preguntó con todo su serio sarcasmo sir George.

-¿Decís eso porque abogo por el amor consagrado? -contestó Clemencia con su bondadosa risa.

-No es por eso, señora, es por la admirable candidez de vuestras doctrinas.

-¿Son cándidas? -repuso Clemencia-: ¡cuánto me alegro! La candidez es hermana de la inocencia.

-¿No tenéis, si no me engaño, en vuestras creencias un lugar propio para esas gemelas?

-Un corazón no corrompido; ese es, según la mía, su asilo.

-No, no, al que yo aludo se llama el Limbo, si no me engaño.

-¡Ay, sir George! -repuso con bondad Clemencia-; yo creo que ese triste lugar sin pena ni gloria es para los que no son bastante malos para serlo de hecho, ni bastante buenos para serlo de dicho.

Sir George comprendió claramente que Clemencia lo creía mejor de lo que era; pero esto paró tanto menos su atención, cuanto que estaba absorbido en la contemplación del magnífico brazo y mano de Clemencia, que ésta levantaba en ese momento para afianzar en su peinado una flor que se le había desprendido.

¡Pobres mujeres! ¡cuán halagado puede estar vuestro corazón de las causas que impulsan a ciertos hombres a amaros!

-¡Oh Clemencia! -exclamó sir George en un impulso arrebatado-, sois más irresistible que la más refinada Aspasia; me enseñaréis a ser un buen marido; yo os enseñaré a ser una lady perfecta. ¡Qué bella vida nos espera!

-¿Qué queréis decir con eso?

-Que os ofrezco mi mano y mi fortuna; no hablo de mi corazón, Clemencia, porque harto sabéis que lo poseéis; pero como sé que no me daréis el vuestro sin que os ofrezca los otros, me apresuro a hacerlo.

-¿Por e so lo hacéis, sir George? -dijo con triste y herida, aunque disimulada susceptibilidad, Clemencia.

-Por eso, sí: y ahora pues -repuso alegremente sir George-, espero que no tendréis inconveniente en admitir mi amor, y que no seréis, según una de vuestras usuales y bonitas expresiones, premiosa para corresponderle y hacerme dichoso.

-Podría tenerlo -contestó con calma Clemencia-, por temor de no serlo yo.

-¿Lo seríais quizás con el Vizconde? -repuso sir George con mal disimulada altanería-, ¡y héme engañado creyéndoos sincera! ¿Será el instinto femenino mejor maestro aun en coquetería que el gran mundo?

-¡Oh! no, sir George -contestó Clemencia con su inalterable dulzura y falta de amor propio-, no sería feliz con el Vizconde, aunque me amase, lo que no creo.

-¿Ni conmigo? Sois, pues, insensible a todo amor, señora; ya se ve, cuando se disfrutan tantas felicidades como las que vos pregonáis, se puede ser insensible a las de un amor mutuo. No obstante, señora, en lo delicado de vuestra moral deberíais comprender que la mujer que a todos inspira amor, y que no lo siente por ninguno, es un ser excepcional y un tipo poco bello.

-No he dicho que no sería feliz por no serme posible amaros, sir George; lo he dicho porque tengo la convicción de que unida a vos no podría ser sino idealmente feliz o profundamente desgraciada.

-¿Y por qué desgraciada, Clemencia? Por mí comprendo tan poco la desgracia a vuestro lado, como la oscuridad brillando el sol en el cielo. Clemencia, la felicidad del amor es tan efímera que no debemos perder en metafísicos debates un solo día de los que nos brinda.

-¿Y vos creéis que la felicidad del amor es efímera? ¿Pensáis pues que el amor se acaba?

-Clemencia -contestó sir George con jovial sinceridad-, sólo un estudiante acabado de salir del colegio os sostendría lo contrario. El amor, que es lo más transitorio de la vida, es cabalmente lo que más pretensiones tiene a la inmortalidad; los amantes vulgares son los que tienen la romancesca candidez de jurarse ese eterno amor, esa utopía, ese mito, ese fénix, esa creación fantástica.

-Si el amor es tan efímero, si es un castillo de naipes que el primer soplo del tiempo derriba, cuando ya no me améis, ¿qué será de esa felicidad que fundáis en amarme?

-Cuando ya no os ame -respondió sir George en tono ligero-, vous m'amuserez, me entretendréis con esa gracia, ese talento, esa originalidad, ese chiste, esa alegría que os son exclusivamente propias, y que os dan el encantador privilegio de interesarme, sorprenderme, entretenerme, y alegrarme.

-¿No entráis en cuenta mis virtudes, si es que creéis que algunas tengo?

-Virtudes... ese es otro programa -contestó sir George-, que respeto mucho, pero que pienso que modifiquéis en mi obsequio; pues hay algunas virtudes por demás pueriles, Clemencia, que dan en la gran sociedad cierto ridículo, y otras por demás severas que hacen intolerantes, y la tolerancia es la gran necesidad del siglo: por consiguiente, mi querida lady Percy, haremos algunas rebajas económicas en el presupuesto de virtudes.

-Entre éstas, supongo que será la primera la constancia.

-Clemencia, acordaos de las cartas sobre Londres del príncipe Puckier Muscau, ese aristocrático escritor, cuando describe el sello que halló sobre la mesa de una de nuestras reinas de la moda, cuyo lema era, tout passe, tout casse, tout lasse, y no queráis hacer de la vida real un idilio o una leyenda de santos, sino impregnaos de las ideas y sentimientos del mundo en que vais a entrar.

-¿Qué mundo?

-El gran mundo de la sociedad de París y Londres, que es el único teatro en que seréis apreciada todo lo que valéis. ¿Por ventura habéis pensado vegetar siempre aquí? ¿Aquí donde no os comprenden siquiera?

-Si no me comprenden, me sienten, lo que es muy preferible -exclamó Clemencia-. Si mi nunca olvidado tío sembró en mi inteligencia flores que han florecido tan bien, me dijo que era para que me hiciesen gozar, y no para lucirlas, y que era más grato el perfume que sin procurarlo exhalaban teniéndolas ocultas. Os engañáis pues, si creéis que vegeto. ¡Oh! ¡yo vivo! vivo con el alma y el corazón, vivo con cuanto da de sí una existencia cumplida. Acaso, sir George, ¿llamáis vida al ruido, a la vanidad, al bullicio? Y si es así, ¿cómo es que la huís? será que no os satisface.

-No llamo lo que pensáis la vida, Clemencia; llamo vida la que disfrutaréis en el elevado círculo de admiración, simpatía y rendimiento que os formarán altas inteligencias y encumbrados personajes, cuando en su alta esfera os hallen y seáis miembro de su jerarquía.

-No apetezco esa vida, sir George, y os aseguro que en ella no me hallaría bien; y aunque os parezca imposible, no es menos cierto que sólo simpatizo con una vida quieta y tranquila, que prefiero a la agitada, donde goce de la amistad, que prefiero a la admiración, de la paz, que prefiero al ruido, de la naturaleza, que prefiero al tropel del mundo.

-¿Preferiríais quizás -dijo con celoso despecho sir George-, el ir a filer le parfait amour, y a regar las flores de lis de la felicidad con el Vizconde en su castillo de Belmont?

-Os he dicho que no, sir George, y quien duda de mi veracidad, dudará de todas mis demás virtudes.

En este momento se oyó llamar de un modo peculiar, que ambos reconocieron por el del Vizconde.

-Ese hombre -exclamó exasperado sir George-, se ha propuesto trastornar mis planes y hacerme imposible estar solo con vos; es preciso, Clemencia, que de una manera decisiva le demostréis que es importuna su presencia a vos como a mí. Negaos.

-¡Imposible! ¿Desbarráis?

-Escoged entre él y yo -dijo dando rienda suelta a todo su áspero orgullo inglés sir George.

-Ya he elegido, sir George, como lo hacen las señoras, sin escandalosas y ridículas exterioridades.

Los pasos del Vizconde se oyeron en la antesala.

-Clemencia -dijo furioso sir George-, yo no sufro rivales.

-Ni yo exigencias despóticas -contestó en tono firme Clemencia.

-Creo que después de lo que acaba de mediar entre nosotros, señora, tengo derecho a ser exigente.

-Nada ha mediado entre nosotros que os autorice a hacerme salir de mi carácter y de mi línea de conducta.

-¿Me rechazáis?

-Vos sois el que se aleja, no os rechazo yo.

En este instante saludaba el Vizconde a Clemencia.

-¿Mandáis algo para Cádiz? -dijo sir George con la más dulce y la más fina de sus sonrisas, al coger su sombrero.

La pobre Clemencia, que no sabía disimular, palideció y sintió un dolor tan agudo en su corazón, que dijo en voz que se esforzaba en hacer firme:

-¿Os vais?

-Sí señora, me precisa.

-¡Buen viaje, sir George! -dijo Clemencia procurando sonreír-. ¿Volveréis pronto?

-No depende de mí, señora.

Y saludando a Clemencia con frialdad, y al Vizconde con altivez, salió.




ArribaAbajoCapítulo IX

Largo rato permaneció el Vizconde contemplando a Clemencia, marcando su noble y expresivo rostro la más profunda compasión. Ella estaba tan abstraída que no lo notó.

-¡Pobre mujer! -murmuré al fin.

Estas palabras sacaron a Clemencia de su enajenamiento.

-¿Por qué me decís eso? -preguntó con su sonrisa dulce que quiso hacer alegre, pero al través de la cual, a pesar de sus esfuerzos, un observador como el Vizconde entreveía lágrimas.

-Lo digo, Clemencia, porque si en todas cosas sois superior a las demás mujeres, en una sola les sois semejante.

-¿En cuál, señor?

-En labraros vuestra desgracia por vuestras propias manos.

-¿Qué queréis decir? ¿Yo? ¿Cómo?

-Con amar al hombre que menos os ama y menos os aprecia; con preferir entre dos, al que menos os merece; me atrevo a decirlo como una sencilla verdad, que no dictan ni el amor propio, ni los celos.

-¡Señor Vizconde! -dijo Clemencia con dignidad.

-¡Oh Clemencia! no califiquéis en mí de atrevimiento el echar esta profunda mirada en vuestro corazón, abierto como una azucena, y en vuestro porvenir patente a mis ojos, como lo está lo pasado. No, no es hijo del atrevimiento lo que os digo; lo es de un interés tan intenso y de un cariño tan tierno que no puede ofender lo que ellos dicten la más susceptible delicadeza. Lo que había previsto ha sucedido; lo amáis, y ese hombre frío y gastado, duro y escéptico, ese hombre cuyo profundo egoísmo no halla su tipo sino en Inglaterra, ese hombre se ha hecho amar. Él cómo Dios lo sabe.

-Señor Vizconde -dijo Clemencia-, no hallo esos derechos a que apeláis, suficientes para penetrar en mis secretos, caso que los tuviese, ni menos para erigiros en mi censor.

-Clemencia, por Dios -exclamó el Vizconde-, dejad conmigo, con vuestro mejor amigo, ese tono rechazador. El que os adora, el que se ha identificado con vos, no necesita más derecho para hablar con el corazón en la mano, que la solemnidad de este momento que decide de su futura suerte, y en el que se despide de vos, y con vos de la ventura para siempre.

Clemencia calló inmutada.

-Ese hombre -prosiguió el Vizconde-, sin apreciarlo, me ha robado el ideal que de la tierra hubiese hecho para mí el paraíso; y ese ideal, Clemencia, que yo buscaba, no era el de la fantasía, era el de la perfección ideal que todo hombre honrado y caballero lleva en el pecho para hacerlo su ídolo si lo halla; yo os hubiera amado, Clemencia, como a tal; yo os hubiese labrado un trono y hecho reina de las mujeres felices; y eso, Clemencia, no saben hacerlo sir George ni sus semejantes, que han llevado el mal a su último límite; esto es, el de no comprender, no conceder y no apreciar el bien; hombres precoces y desenfrenados en todos los vicios, cuya buena naturaleza resiste, pero cuya moral sucumbe. Clemencia, el corazón de ese hombre y el vuestro unidos, son y serán como un cuerpo vivo y lozano puesto en contacto con un cadáver. Si no lográis, lo que no os será dado, metalizar vuestro corazón para que no se quiebre, pasaréis vuestra vida en lágrimas.

-Pero -dijo Clemencia conmovida, mas procurando sonreír-, ¿no veis que hacéis cálculos al aire? ¿No habéis oído que se ha despedido porque se va?

-¡Volverá! -contestó el Vizconde con amargura y desdén.

-¿Creéis acaso que yo lo llame? -dijo Clemencia, que con esta exclamación se hubiese vendido a sí misma, si aún le hubiesen quedado dudas al Vizconde.

-¡Ah!, no creo que haya una sola española que llamase a su lado al hombre que sin razón se separa de ella; pero sir George, para volver, si es que se va, buscará pretextos y hallará razones. Yo le procuraré una con mi ausencia.

-¡Qué!, ¿también partís?

Aunque Clemencia dijo esto con pesar, por sus ojos asomó, cual la luz de un fugitivo relámpago, una vislumbre de satisfacción.

-Sí, Clemencia, mi suerte está decidida -respondió de Brian-; con luchar contra ella, sólo conseguiría hacerla más cruel, y a mí más importuno. Voy a América, ya que esta cobarde e inerte Europa, amándolos, deseándolos, ansiando por ellos como por su tabla de salvación, abandona a sus reyes, y no encuentra un leal y esforzado realista donde ir a dejarse matar, no por la causa del orden, sino por la causa del bien. No tardaréis en saber mi muerte, Clemencia; nadie me llorará, pues que mi pobre madre murió al darme el ser, mi adorado padre por la bala de un revolucionario, mi hermano al golpe de un puñal alevoso, y mis infortunados abuelos expiraron en la guillotina. Pero vos, Clemencia, único amor que llevaré a la tumba, vos al menos compadecedme.

El Vizconde quiso proseguir; pero no pudo, y escondió su rostro entre sus manos.

-¡Oh, Vizconde! -dijo Clemencia, por cuyas mejillas caían lágrimas-. ¡Cómo me estáis haciendo sufrir! ¿Por qué me habéis amado?

-¡Sí!, decís bien, ¿por qué os he amado? Pero yo digo: ¡oh! ¿por qué os conocí? pues conoceros y amaros eran una sola cosa. El amor hacia vos nació sin que lo sembrase la voluntad ni cultivasen esperanzas, como nace el día por la presencia del sol; porque vos, Clemencia, reunís cuantos méritos y atractivos existen para inspirar amor. Os he amado, porque resumiendo en vos todas las virtudes y todos los más bellos dotes femeninos, esparcís la felicidad que de ellos dimana alrededor vuestro como una flor su fragancia; os he amado porque nunca vi juntas tal inocencia y tanta madurez; os he amado porque unido a vos, mi vida hubiera sido un encanto, y porque a vuestro lado lo presente habría sido tan bello que habría olvidado llorar lo pasado y ansiar por el porvenir.

-Habéis hecho mal, Vizconde, en nutrir ese cariño, y lo que hacéis ahora es afligirme.

-Lo conozco -repuso de Brian sacudiendo la cabeza y haciéndose dueño de su dolor-; lo conozco, porque no sois vos, no, de las mujeres que gozan en ver sufrir a los hombres. En vos, Clemencia, todo es honrado y sincero, hasta la confiada fe en el amor que inspiráis; amor que hacéis nacer sin desearlo, que rehusáis sin injuriarlo con el desprecio, graduándolo de mentido; pues sería difícil precisar lo que en vos es más bello, Clemencia, si vuestra alma, vuestro corazón o vuestra persona. ¡Sí!, sois un ser privilegiado que conocí y aprecié por mi ventura, y del que no he sabido hacerme amar por mi desgracia.

Diciendo esto, de Brian se levantó, se acercó a Clemencia, tomó su mano, que besó, y salió sin añadir más que:

-Adiós, Clemencia.

Clemencia quedó en un estado tan violento y nuevo para ella, que se encerró en su cuarto y se puso a llorar amargamente.

-¡Dios mío! -pensaba-, ¿es este el amor cuya felicidad tan alto se encomia, y el que tanto anhelan inspirar las mujeres? ¡Qué! esos hombres que hubiesen sido mis amigos, ¿me huyen y se convierten en tiranos sólo porque me aman? ¿Son estos comportamientos, Dios mío, hijos de cariño? ¿No lo serán más bien de amor propio? ¿Son en estos hombres estas escenas amargas, este veneno vertido, hijas de ese sentimiento dulce, el amor, o lo son de sus caracteres? ¿Juzga el Vizconde en conciencia y justicia a sir George, o por celosa malevolencia? ¿Son en sir George las cosas que dice hijas de su habitual ironía, o son hijas de su corazón? ¿Me pedirá que le perdone, o ha fingido amarme? ¡Se va! ¿volverá, como opina el Vizconde?

Pasó una noche agitadísima, y a la mañana siguiente recibía la siguiente carta escrita en francés.

(Esta esquela la había escrito sir George la noche antes, al entrar en su casa bajo la impresión de rabia y celos que le había causado la visita del Vizconde y la firmeza de Clemencia en no querer ceder a su despótica exigencia. Su habitual indiferencia o flema le habían abandonado, y toda la dureza y altanería de su índole aparecían sin el fino y delicado barniz con que su exquisito buen tono las encubrían.)

Creo, señora, que el amor meridional lo han inventado los novelistas para dar una pesada chanza y para crear decepciones, o bien será que las encantadoras hijas de Iberia, de puñal en liga, se han transformado, gracias a la civilización, en vestales cristianas de rosario en mano.

Vuestros amores son tan ascéticos y los distribuís con una imparcialidad y una gracia tan perfectas, que nadie puede tener derecho de quejarse, y sí todos razón para agradecer; así con vuestro candor monjil hacéis ni más ni menos que las coquetas con sus artificios mundanos.

Señora, en vuestro país, patria genuina de los refranes, dichos y chilindrinas, hay uno que dice o César o cesar, y del que os suplico que hagáis la aplicación. Si me amáis, que sea exclusiva y decididamente, admitiéndome por marido o por amante: para ambas cosas me ofrezco; para cualquier cosa, menos para un Tántalo sentimental.

Vuestro confesor os dirá que mi exigencia es en un todo conforme al espíritu del evangelio.

George Percy.

Al leer esta humillante, inconcebible y chabacana carta, dura e incisiva como el acero aguzado, un espantoso temblor se apoderó de Clemencia; sus oídos zumbaban, sus arterias latían, y cayó exánime sobre su sofá.

Bien podía haber pasado esa carta insolente entre las señoras del gran mundo, que a fuer de merecerlas, tienen que sufrirlas; bien podía tener curso en aquella sociedad tan pulida en su exterior, tan corrompida internamente, en que es proscrita la gansería, y admitida y practicada la insolencia; pero en la esfera de Clemencia sucedía justamente lo contrario. Clemencia, indulgente a una inofensiva falta de finura, sentía en sí y podía ostentar la dignidad que no tolera la insolencia; esto es, que tenía la conciencia de su propio valer e invulnerabilidad.

Clemencia, herida de la manera más cruel e inesperada por esa carta, que no hay pluma española que hubiese podido escribir, pretextó una indisposición, se encerró y pasó las veinte y cuatro horas más terribles de su vida. Revisó con el esfuerzo de su razón las ideas y sentimientos que en todos asuntos había ostentado sir George, y alzó con valor el dorado velo con que su amor había cubierto su corrupción. Todo lo analizó con firme e imparcial voluntad.

¡Ah! -pensó al concluir este cruel examen-, ¿iría yo después de haber sido unida al tipo de los vicios materiales, a unirme por propia voluntad, y arrastrada por un amor que me echo en cara como una falta, al de todos los vicios del espíritu? ¡No! ¡Qué bien ha dicho el Vizconde que nuestras almas serían siempre en su contacto como la unión de un cuerpo vivo a un cadáver!

Así, pues, en esta lucha destrozadora que sufrieron su pasión y su razón, la dignidad de la mujer se alzó fuerte y brillante como el faro a cuyos pies se estrellaron las olas de su corazón: del combate salió serena y firme su dignidad, triunfantes sus nobles y elevados instintos, irrevocable la resolución que le sugirieron.

-¡Sí, padre mío! -exclamó tomando una pluma y poniéndose a escribir- en mi corazón está impreso con tu recuerdo tu último consejo: si lucha hay, haz que triunfe la razón. Y escribió con firme pulso y ánimo reposado la siguiente carta:

Convencida de la verdad del refrán con que españolizáis vuestra carta, opto por la segunda alternativa. Ha tiempo era esto un presentimiento, ayer fue un propósito, hoy es un fallo.

Clemencia Ponce.

Al mismo tiempo escribió esta otra:

Pablo, deseo verte; el porqué te lo diré de palabra si estimas saberlo. Tu prima.

Clemencia.

Cuando Sir George, que como era de suponer no había partido, supo por su ayuda de cámara la ¡da del Vizconde, efectuada aquella mañana, se arrepintió amargamente de la carta que había escrito a Clemencia; carta escrita en aquellos momentos en que el despecho y el amor propio herido quitan todo artificio al hombre, que se muestra en ellos tal cual es. No obstante, sir George no graduaba lo profundo de las heridas que había causado a aquel corazón de que se sabía querido; estaba acostumbrado a amazonas aguerridas, a quienes atraía el combate. No comprendía las heridas hechas al corazón, y sentía sólo las hechas al amor propio; hubiera querido borrar con su sangre aquellas expresiones satíricas de vestal cristiana con rosario en mano, candor monjil, y no haber chocado con las ideas religiosas de Clemencia hablando de su confesor. No obstante, se consolaba pensando al concluir de prisa su tocador: me ama, y la mujer que ama no resiste a las lágrimas y súplicas del hombre que quiere. ¡Pobrecilla! ¡esa sí que sabe querer, si no se hiciese tanto de rogar! ¡Oh! si el amor que nos tienen no fuese cosa que empalagase a la larga, y no trajese en pos de sí la sujeción, los celos y las exigencias, ¡qué bella cosa sería!

Sir George corrió a casa de Clemencia y recibió por respuesta que la señora no recibía por estar indispuesta. Esto lo contrarió, pero reflexionando pensó que le era quizás favorable, y que convenía dejar pasar el primer ímpetu de indignación.

A prima noche, a su hora acostumbrada, volvió, y recibió la misma respuesta.

Sir George sintió dos grandes contrariedades, la una la de no ver a Clemencia, y la otra de no saber a qué parte ir a pasar la noche donde no se aburriese; se volvió a su casa, se puso a leer los papeles ingleses y se quedó dormido.

A la mañana siguiente recibió la carta de Clemencia.

-¡Por fin! -exclamó-, el hielo se deshace.

Después de leída, sir George se quedó por mucho tiempo completamente parado. La carta no traía una queja, una lágrima, ni un epíteto agrio.

Sir George no comprendía.

-¡No comprendo! -dijo- ¡Cosas de España! Le habrá puesto la carta su director.

Sir George no podía parar; montó a caballo para hacer hora.

A las dos fue a casa de Clemencia; la señora había salido.

Sir George no pudo disimular su despecho, y preguntó con indiscreción que dónde habría ido, pues le precisaba hablarla. Supo que en casa de su tía la marquesa de Cortegana, y corrió allí.

-Estás pálida -decía Constancia a Clemencia en aquella hora-: ¿te sientes indispuesta?

-No, no lo estoy -respondió ésta-; los semblantes, como el cielo, no tienen siempre los mismos matices, Constancia.

-¡Ay, hija mía! ¡si sufrieses lo que yo! -dijo la pobre Marquesa.

-Si con eso os aliviase, tía, ¡con cuánto placer lo sufriría!

Abrióse la puerta entonces, y apareció Pepino con su aire de diplomático.

-Ahí está uno -dijo.

-¿Y qué quiere? -preguntó Constancia.

-¡Toma! un ratito de conversación.

-Pero, ¿quién es ese?

-El señor de Jesu-Cristo.

-¡Ay! ¡qué barbaridad! -exclamó Constancia, tapándose con ambas manos la cara.

-¿Pues no se llama asín? -dijo Pepino, que había oído nombrar a sir George, Monte-Cristo.

-No, hombre; ese caballero es el señor don George el inglés.

-¿E qué le digu?

-Madre, ¿lo recibiréis?

-No, hija, me siento hoy tan mala, que no puedo recibir a nadie.

-Clemencia, si tú quisieras recibirlo -dijo su prima con voz suplicatoria.

-Constancia, dispénsame; en otra cosa te complaceré; pero déjame aquí acompañando a tu madre, que para eso he venido.

Constancia hizo un involuntario movimiento de impaciencia que refrenó en el momento, y salió con apacible y grave semblante para ir al estrado, donde fue introducido sir George por Pepino, que le dijo:

-Señor don George el inglés, tenga a bien de pasar adelante; pero sacúdase su señoría los pies antes de entrare. Sepa su señoría -prosiguió Pepino sin que se le preguntase-, que la señora está su señoría intercaliente; señor, los médicos malditos y la botica se llevan un dineral, porque lo que saben es recetar, eso sí; pero cuidin que no saben curar.

La conversación entre sir George y Constancia no podía menos de ser lánguida: después de preguntar con interés por la Marquesa, y asegurarse mutuamente que hacía frío, el diálogo quedó cortado como con unas tijeras.

Al cabo de un rato dijo sir George, poniéndose en pie y viendo lo infructuoso de esta su nueva tentativa por ver a Clemencia:

-No quiero quitaros vuestro tiempo, que querréis dedicar todo a la asistencia de la enferma.

-Efectivamente -repuso Constancia-, sólo la satisfacción de daros las gracias por el interés que mostráis por mi madre, me hubiese separado de su lado.

Sir George saludó y salió.

Volvióse a su casa en un estado en que le agitaban igual y reciamente el pesar, el coraje y el temor.

Escribió una carta apasionada y afligida, en que se veían las señales de sus lágrimas, expresando su arrepentimiento y formulando las más vivas instancias porque Clemencia le perdonase lo que a su pluma escapó en un momento de celos y de despecho.

Clemencia leyó la carta; pero sir George se había desprestigiado con ella; aquel ídolo que ella hiciera tan bello, había caído de su falso pedestal; las expresiones de la carta le parecieron afectadas, las ideas falsas, el lenguaje palabrería hueca, y las lágrimas gotas de agua.

La venda había caído.

Clemencia no contestó.

Al día siguiente sir George, desesperado, pues entreveía que en una mujer de carácter tan superior como era Clemencia, por grande que fuese el poder de su amante corazón, sería aún mayor el de la voluntad dirigida por la razón y estimulada por la dignidad femenina, volvió a escribir, y esta vez su carta, más sincera, era más sencilla, y por lo tanto más elocuente.

Pero Clemencia no la abrió, y se la devolvió cerrada con un sobre.

Entonces sir George se abatió profundamente, no porque se despertase en aquel corazón muerto una pasión real y sentida por Clemencia, eso no era posible: cenizas no levantan llama; pero ese hombre para quién la vida había perdido todos sus prestigios, todos sus goces, todo su interés, todo su valor, todas sus excitaciones, había hallado en Clemencia, el solo ser que sobrepujaba por instinto toda su adquirida aristocracia intelectual; la sola mujer que con su gracia, a la vez aguda e infantil, su saber y su inocencia, su inteligencia de primer orden y sus sentimientos de alta esfera, su poesía de corazón, y su sensatez en la vida práctica, le atraía, le interesaba, le entretenía, le sorprendía; en fin, había logrado lo que no otra, llenarlo.

¡Extraña anomalía! El impulso que sentía hacia Clemencia, y el deseo de reconciliarse con ella, llevó a sir George, el escéptico, el positivo, el estoico y desdeñoso, hasta el punto ridículo de hacer los extremos de un héroe de novela: rondó la calle de Clemencia noches enteras, escribió carta sobre carta, se fingió malo, obsequió a don Galo con un par de pistolas de Mantón (el regalo más inútil del mundo); pero todo fue en vano y se estrelló contra el sano juicio que después de un íntimo convencimiento había trazado su senda a Clemencia.

Sir George se hacía ilusión, o quería hacérsela, de que esos extremos eran hijos de un sentimiento vivo y vigoroso, y pulsaba con ansia su corazón por ver cómo latía; pero era en vano: la cuerda de ese bello reloj estaba gastada; cuanto hacía era ficticio, no se pudo engañar y acabó por reírse con agrio desdén de sí mismo.

-¡Y que haya -decía con amargura-, hombres que afecten mi estado! ¡Hombres que se afanen en hacerse la antítesis de Prometeo, no buscando, sino apagando la llama de la vida!

Entonces sir George cayó en uno de esos accesos de misántropo esplín, que lo hacían el más desgraciado de los hombres, tanto más cuanto que quería disimularlos, y de los cuales sólo Clemencia hubiera podido sacarle con su trato encantador, como David a Saúl de los suyos, con su melodiosa arpa.




ArribaAbajoCapítulo X

Pablo, al recibir la carta de su prima, se había apresurado a ponerse en camino. Algún negocio -pensaba-, algún apuro en que se hallará, algún pleito en que la hayan envuelto. Es la primera vez que me escribe: ¡dichoso yo si puedo serle útil!

Pero apenas hubo llegado, apenas pasaron las primeras expresiones de bienvenida, cuando le dijo Clemencia:

-¿Pablo, me amas aún?

Pablo se halló tan sorprendido y trastornado con esta inesperada pregunta, que no contestó.

-Respóndeme, Pablo -dijo Clemencia.

-No respondo, Clemencia, porque tú no me preguntas para saber mi respuesta -dijo éste al fin.

-Será entonces para oírla.

-¿Y con qué objeto quieres oírla?

-Con el objeto, caso de que sea afirmativa, de que me dé pie y ánimo para decirte, Pablo, que aprecio tu amor, lo merezco, lo admito y le correspondo.

-¿A qué debo atribuir este cambio? -exclamó Pablo, cuya voz temblaba de emoción-. ¿Es ironía? ¿Es despecho?

-No, Pablo, no; es profundo aprecio, íntimo cariño, y la convicción de que tú y sólo tú eres el hombre a cuyo lado puedo hallar la felicidad, según yo la entiendo.

-¿Has amado a otro, Clemencia, y juzgas acaso así mis sentimientos por comparación?

-Así es, no lo niego; con la misma sinceridad y verdad con que esto te confieso, añado que el amor del hombre que amé no lo desprecio, pero lo desdeño; su persona no la odio, pero me es indiferente. Mi amor, pues, dejó de existir como estrella de la noche que apagó el día; pues no creas, Pablo, que en mí sea el amor una llama que encienden y atizan ciegas pasiones, no; es un fuego santo que sólo sostiene y alimenta lo bueno y lo bello, como en el culto griego al fuego sacro, sólo lo alimentaban las puras vestales. Es esto en mí instintivo a la par que razonado y previsor, y es además una convicción que han madurado a la vez mi experiencia y la santa autoridad de nuestro tío, la que cual el sol alumbra aun al través de las nubes. No creo necesario añadir, Pablo, que cuando me ofrezco por tu compañera a ti que honro y venero, me ofrezco pura como debe serlo la que tú llames tu consorte.

-¡Calla, calla! -exclamó Pablo con calor- ¿Crees acaso que algo hubiese que de ti, a quien tan a fondo conozco y juzgo, me desviase? ¿Crees que el sentimiento que a ti me ata sea capaz de ser dominado por un necio orgullo? ¿Piensas que una falta, que en ti, Clemencia, sólo podría ser hija de tu corazón, me haría tenerte por no digna de mi cariño? Deja a los hombres impregnados de vicios, sucios de crápula, infamados por sus procederes, echar con frente serena el oprobio sobre una pobre mujer de que la envidiosa calumnia hace su presa, o que fue víctima de uno igual a ellos, y con risible orgullo no creerla digna de su inmundo tálamo conyugal; déjalos, Clemencia; que hombres hay de sano corazón, equitativo juicio e irreprensible virtud, que retan su hipócrita severidad, que a ellos los desprecian y a sus víctimas amparan con su amor y rehabilitan con su aprecio.

-¡Cuán feliz me hace, Pablo mío -dijo Clemencia-, el hallar reproducidos por ti los nobles y cristianos sentimientos que nos inculcó nuestro inolvidable y santo mentor, que tantas veces nos repitió: ¡La virtud sin clemencia es orgullo! Así se ve que el mundo injusto y cruel en sus juicios es tan inexorable con una falta sola, a veces únicamente con las apariencias de ella, como indulgente con las repetidas; y suele ser la reincidencia un atractivo y un lauro de que gozan ciertas mujeres; pero al mismo tiempo me siento feliz de no necesitar que sobre mí extiendas esas santas máximas como las purificadoras aguas del Jordán.

-Clemencia, no digas más, que no me convences, y me vas a quitar el gusto de perdonarte.

-¿Y por qué me quitarías tú la dicha de ofrecerte una compañera que mira lo venidero sin recelo, así como lo pasado sin sonrojo? Pablo, la indulgencia es en ti generosidad y nobleza; la rigidez es en mí deber y decoro. Te he dicho la verdad, así como te hubiera descubierto una falta si tuviera la amarga desgracia que sobre mi conciencia pesara. Entre los dos, Pablo, no debe haber nada oculto, ni lo habrá nunca; un misterio sería entre ambos una profanación de nuestra dulce confianza, una empañadura en la pureza de nuestro amor, y una pared de cristal frío y duro, que aunque invisible nos separaría. He sufrido, Pablo; este es todo mi secreto.

-¡Oh! -exclamó Pablo-. En mala hora, pues, te viniste y me dejaste.

-En buena hora, Pablo, en buena hora, pues sólo así he sabido apreciar y comprender cuánto vale a tu lado la verdadera felicidad, y sobreponer ésta a todas las demás. Sólo así he podido comparar el vacío, lo corrompido, lo exhausto, lo seco y lo acerbo de esas naturalezas que la gran cultura cubre con un barniz tan delicado que seduce a los inexpertos como yo, y a veces es preferido al mérito real por los que no saben apreciar lo bello de la humana naturaleza: he podido comparar este barniz con la verdadera nobleza de alma, con el puro e inmaculado sentir de un corazón sano, con la rectitud de un entendimiento no contaminado con los vicios de la sociedad, con un carácter franco y entero que sigue con valor la senda del bien, como el Cid la de la victoria, y para el que son instintivos la generosidad, el heroísmo, la virtud y la delicadeza; y he podido conocer que aquél que me deslumbró fue lo primero, y que tú, Pablo, que llenas todo mi corazón, cuya compañera voy a ser con entusiasmo, eres lo segundo.

-¿Con que... me amas, Clemencia? -preguntó profundamente conmovido Pablo.

-Con toda la bella exaltación con que mi corazón fogoso ama lo bueno, Pablo; te amo con toda la convicción con que se ama a la virtud, con la constancia con que se ama la dicha, con toda la ternura y abandono con que se ama al que se escoge libre, voluntaria y reflexivamente por compañero ante Dios y los hombres.

-Unidos, pues -exclamó con voz ahogada por su emoción Pablo-, unidos para siempre, unidos irrevocablemente, inseparables en la tierra y en el cielo... ¡Oh, Dios mío! ¿Es posible tanta felicidad? -Y arrastrado por un impulso irresistible, Pablo cayó a los pies de Clemencia, y ocultando entre sus manos su rostro bañado de lágrimas, lo apoyó sobre las rodillas de la que iba a ser su mujer.

-Pablo -dijo Clemencia después de un rato de silencio-, satisfaz un capricho de mi corazón, y dime, ¿qué te ha llevado a amarme?

-Es todo sin que nada pueda precisar -respondió Pablo sin levantarse-: es porque tú eres tú.

-¿Pero es mi parecer lo que te es grato? ¿Son mis sentimientos los que te son simpáticos? ¿O son mis pensamientos los que te seducen?

-Nada de eso es, Clemencia; tu parecer, tu sentir y tu pensar me son gratos y simpáticos y me seducen, porque son tuyos. Róbete un mal tu hermosura, tu talento, tu sentir vivaz y poético; yo, Clemencia, te amaría lo mismo; te amaría loca, sin que me lo agradecieses, te amaría muerta como te he amado sin esperanzas.

-¡Esto es ser amada y esto es la dicha! -dijo Clemencia enternecida, apretando entre sus delicadas y blancas manos las honradas y varoniles de su primo.

Pablo comió en casa de Clemencia, y a la tarde vino don Galo a tomar con ellos café.

Clemencia estaba brillante de alegría como lo está la naturaleza cuando después de una corta tempestad le sonríe el sol.

-¡Qué alegre estáis, Clemencia! -dijo don Galo paladeando una copa del rico licor que se hace en el Puerto de Santa María.

Y ciertamente Clemencia lo estaba. La soberbia y acerba conducta de sir George comparada a la de Pablo, no sólo le había hecho apreciar la delicadeza y generosidad de la de éste, sino que la primera le causó un sentimiento de temerosa repulsa que le hizo huir de aquel hombre duro, a la par que hizo brotar un aprecio tierno y simpático hacia Pablo que la llevó a apegarse al que a tanta entereza unía tan delicado cariño. Sentía al lado de Pablo lo que el viajero que goza de la dulce sombra y tranquilo descanso de una bella encina, después de atravesar jadeante un áspero y quebrado suelo bajo los rayos de un picante sol: así fue que contestó con sincera y alegre exaltación:

-Soy como las niñas, amigo mío, aunque cuento cerca de seis olimpiadas. Hablaré mi lenguaje ya que me echan el baldón de ser sabia. ¡Estoy tan alegre! ¿Sabéis por qué?

-No atino, hija mía.

-Pues es -repuso Clemencia acercándose a su oído-, es porque... me caso; no quiero ni tengo por qué callárselo a tan buen amigo.

Don Galo hizo tal movimiento de sorpresa, que el licor que contenía su copa, tuvo las oscilaciones del flujo y reflujo del mar. No era la sorpresa de don Galo causada por no haber notado en Clemencia particularidad con ninguno de sus apasionados, sino porque, sin darse él cuenta del por qué, se había figurado que Clemencia en la tierra, así como las estrellas en el cielo, estaban muy bien e inamoviblemente colocadas, y que su variación era un cataclismo en el orden establecido. Además, en la buena moral de don Galo, era para él el anuncio del casamiento de una bella, lo que para el cazador, por torpe que sea, el anuncio de la veda: así fue que exclamó consternado:

-¿Qué os casáis? ¿De veras?

-¿Y por qué no, señor mío? ¿Tienen las sabias, además de otras desgracias, la de ser incasables?

-Pero -dijo don Galo sin prestar atención a lo que decía Clemencia, y esperando aún que lo dicho fuese una broma-; ¿pero quién es el dichoso?

-El dichoso, porque a fe mía que lo será, es don Pablo Ladrón de Guevara, mi primo, y desde ahora el amigo de los que lo son míos.

Pablo alargó sonriendo la mano a don Galo.

-Sea en buena hora,-sea para bien, tartamudeaba cortado don Galo,-felicito-tomo parte-celebro-los Guevaras están predestinados... -Y entre tanto, examinando la persona de Pablo, que vestido de traje de ciudad no tenía el aire de un petimetre de los modernamente designados con la palabra inglesa dandy, se decía a sí mismo: ¡Quién es capaz de comprender los caprichos de las bellas hijas de Eva! ¡Vea usted, Clemencita, que hubiese podido escoger entre la flor y la nata!... yo la creía incasable... si hubiese sospechado lo contrario... ¿Casarse? ¿A qué santo? ¿No estaba tan bien así? ¡Me he llevado chasco!-no seré el solo.

-Don Galo -añadió alegremente Clemencia-, este es un gran secreto; pero que no me importa que todo el mundo sepa.

-A muchos lo callaré -contestó en su tono galante y con su más chusca sonrisa don Galo-, porque no me gusta ser portador de malas nuevas.

-Vamos -añadió para sí, echando con disimulo el lente a Pablo, que en este momento se había puesto a escribir en el escritorio de Clemencia una carta a VillaMaría-, sobre gustos no hay nada escrito; cuando Clemencia lo ha elegido, tendrá mérito; sólo que por más que miro, me persuado que no está a la vista.

A la noche don Galo fue algo más temprano de lo que acostumbraba a la tertulia de la señora de la Tijera.

-Voy -dijo aún antes de sentarse-, a dar a ustedes una noticia que de cierto ignoran, y tan fresca que aún no existe para el público.

Inmediatamente fue don Galo asaltado con esta descarga de preguntas:

-¿Es triste o alegre? -¿Pertenece a la alta o baja política?-¿Es jocosa o fúnebre?-¿Es auténtica o apócrifa?-¿Es de luengas tierras?-¿Es indígena?-¿Es redonda?-¿Ha venido por telégrafo?

-Es -respondió don Galo, dejando que se restableciese el silencio para dar todo su peso y solemnidad a la respuesta-, es inesperada, imprevista, sorprendente y extraordinaria.

-Ea pues, decidla -exclamó Lolita.

Don Galo calló, luciendo su más resplandeciente sonrisa, prolongando así el dulce momento en que era el punto céntrico de la atención general.

-Don Galo -dijo uno de los concurrentes-, sois como el reloj de Pamplona, que es fama que apunta, pero no da.

-Don Galo, ¿queréis convertirnos en papanatas? -exclamó impaciente la curiosa Lolita.

-No -opinó un joven estudiante-; Pando quiere ser diputado y se ensaya en el arte de hacer efecto.

-Dejad a don Galo Pando, a quien viene mal el nombre como a mí, que en mi vida he tenido un dolor de cabeza, el de Dolores. Rojas, contadnos qué tal hicieron anoche El tío Canillitas.

Al oír mentar la zarzuela de moda, Rojas, que era un filarmónico, se puso a tararear:


Las solteras son de oro,
las casadas son de plata,
las viudas son de cobre,
y las viejas de hojalata.

-Pura adulación a las solteras -dijo Lolita-; el garabatillo de las viudas es mucho más atractivo que los famosos y nunca bien ponderados quince abriles, que han inventado los poetas despechados, porque los veinte mayos no les hacen caso.

-En confirmación de lo que decís en cuanto a las viudas, hija mía -dijo don Galo, que aprovechó la ocasión que se le escapaba de lanzar a la publicidad su famosa noticia-, os diré que se casa una viudita.

Don Galo suspendió su comunicado, volviendo en torno suyo unos ojos, en los que procuró poner toda la chuscada indígena, enseñando con una descomunal sonrisa una dentadura con ictericia, que hubiese hecho mejor en ocultar con una presumida seriedad.

-¿Quién es la infeliz? -dijeron ellas.

-¿Quién es el engañado? -añadieron ellos.

-¡Qué premioso sois! -exclamó Lolita.

-Le favorecéis, que es pesado -opinó Rojas.

-Guarde usted su noticia para escabeche -dijo levantándose Lola.

Don Galo, que vio que por segunda vez perdía la oportunidad y la atención, repuso:

-Pues sabed que se casa Clemencita.

-¿Con Monte-Cristo? -preguntó volviéndose bruscamente la niña curiosa.

-¿Con Carlo-Magno? -añadió otra.

-No habéis acertado, hijas mías -contestó en sus glorias don Galo.

-Pues decidlo, señor, que si no os vamos a dar el diploma de Mayor en el regimiento de la Posma. ¿Con quién es? ¿Es con usted?

-Tanta dicha no es para mí, Lolita, hija mía -contestó con buena fe don Galo a la burlona pregunta-; de sobra sabéis que tengo mala suerte y sólo hallo ingratas; además, mi situación no me permite...

-¿Es con su primo Cortegana, que dicen ha llegado?

-No; es con otro su primo de Villa-María, Pablo Guevara.

-¿Aquel lugareño que vi en su casa ayer, que lleva los guantes como manojo de espárragos? ¡Dios nos asista! no sabe ni hablar: ¡mire usted con quién fue a dar la sabia! ¡Yo que creí que se iba a casar con el Liceo!

-Quien menos vale más merece -opinó uno de los presentes.

-¡Ya! ya sabe la viudita -añadió una de las señoras mayores-; ¡Guevara, que heredó de su tío don Martín y que tiene por su casa! ¡Es una gran boda; ya sabe!

-Es la opinión más errada -dijo un oidor amigo de Clemencia-, y la menos justificada, la que atribuye a las mujeres que tienen alguna instrucción el que saben mucho en el sentido que se ha dado a esta frase común, que es un compuesto de astucia, cálculo, intriga y perspicacia. Es cabal y notoriamente lo contrario; esta clase de saber suele ser propia de aquéllas que no tienen otra cosa en que explayar su imaginación y ocupar sus facultades intelectuales, y les es seguramente más útil que a las otras sus estudios: así, si las primeras tienen buena suerte la deberán ciertamente a otras causas que a su saber en el sentido dicho. Quien atribuya cálculo a Clemencia, debe precisamente no conocerla.

-Para predicador de honras os pintáis solo -observó agriamente la señora de la Tijera.

-Pues no ha dicho más que la pura verdad -opinó don Galo-. Sepa usted, Lolita, hija mía, que a sus espaldas hace ese caballero otros justos elogios de usted.

-Eso no quita, santo varón -contestó Lolita-, que sepa mucho Clemencia Ponce y haya dado una prueba de ello casándose con ese ricacho, que procurará aumentar las rentas pasando la mayor parte del tiempo en el pueblo, mientras que ella se las gaste aquí en toda libertad.

-No es Clemencia gastadora por cierto -repuso don Galo.

-¡Ya! si no tenía bastante para ello, ¿cómo había de serlo? -dijo la Tijera-. Su suegro no tuvo por conveniente dejarle nada, ni aun viudedad; así es, que sólo tenía lo que le dejó el tío Abad.

-Y una gran viudedad que le señaló, si no el suegro, el heredero de la casa. Por lo visto, pensaba que la disfrutase poco tiempo-, dijo otra.

-Viudedad que nunca consintió en admitir; me consta, lo sé por su tía -observó don Galo.

-Eso fue sembrar para recoger -repuso otra de las matronas.

-¡Una buena cosecha! -exclamó soltando una carcajada Lolita.

Tales son los juicios y fallos del mundo; ésta la inconcebible y malévola ligereza con que se juzga a las personas, califican los hechos y se les suponen móviles; ésta la infame falta de conciencia, de rectitud y de justicia con que se pretende formar la cosa más preciosa que tiene el hombre, su opinión. Se echa en cara a la época el poco precio que ponen los hombres a la opinión que gozan; mas esto ha debido suceder desde que la malevolencia y la calumnia han usurpado a la verdad y a la justicia su misión de formarla, ora sean aquéllas guiadas en la prensa por las pasiones políticas, ora en sociedad por el espíritu hostil que vive y reina.




ArribaAbajoCapítulo XI

Al día siguiente fue don Galo, como tenía de costumbre, a visitar a sir George: visita que miraba como obligatoria desde que las pistolas de Mantón habían aumentado su fina amistad con un fino agradecimiento. Este le recibió con una de esas sonrisas prestadas, como dicen los franceses, que era en ese altivo gentleman la expresión de la suma distracción que producían en él los entes de tal nulidad, que se desdeñaba de desdeñar.

Don Galo, como es de inferir, estaba lleno de la gran noticia, que si bien le había contrariado, había traído su contrapeso con la satisfacción que le había procurado Clemencia eligiéndole por su primer confidente y por digno esparcidor de su confidencia: así fue que apenas se hubo informado de su salud, cuando dijo a su amigo con una sonrisa colosal:

-El Dios Himeneo prepara sus coronas, señor don George.

-¡Ah!, ¿y cuáles son las bellas sienes sobre las que van a brillar? -respondió éste.

-Las de una amiga vuestra -contestó don Galo, que lo que menos soñaba era que en esto tuviese interés sir George.

Don Galo no dejaba de observar un obsequio o un galanteo; una contradanza y un vals bailado con el mismo compañero por una de las bellas, era cosa grave y significativa para él; en cuanto al movimiento enérgico e interno con que las pasiones agitan la sociedad, éste no lo penetraba su observación benévola y superficial.

-¿Cuál amiga? -preguntó sir George-. ¡Tengo tantas! pues soy como vos, señor Pando, gran partidario de las bellas. ¿Será quizás la valiente coronela Matamoros?

-No señor, no señor; es joven, hermosa, fina, discreta, y sobre todo, buena como no otra.

-Hay tantas jóvenes, tantas hermosas, tantas finas, tantas discretas y tantas buenas en Sevilla, que sería difícil para mí acertar por esas señas quién pueda ser.

-Pues os diré (don Galo tomó un aire entre importante y satisfecho) que es nuestra apreciable y querida Clemencita.

-¡Es mentira! -gritó sir George, levantándose airado y empujando la mesa.

No es fácil explicar la sorpresa mezclada de susto que sintió don Galo al ver a Sir George ante sí, erguido, el rostro encendido y los ojos centellantes, sin saber a qué atribuir aquel furioso repente.

-¿Qué le ha dado? -pensó-. ¿Será esto efecto de ese malhadado esplín de los ingleses que a otros ha llevado a tirarse un pistoletazo? ¿Si buscará un duelo? ¡Jesús! aquellas pistolas de Mantón que me regaló... ¿si sería con la idea?... ¡estamos bien!... ¡qué hombre tan peligroso!, záfese usted de compromisos con semejantes osos... Pero no -añadió volviendo a sus naturales, pacíficas ideas-; lo que me parece al ver su rostro tan alterado es que está enfermo; veamos de apaciguarlo, pues nada he dicho que pueda incomodarlo: así fue, que dijo:

-No miento, mi querido señor, ni penséis que soy capaz de hacerlo, y menos con el fin de inducir en error a una persona como vos que tanto aprecio; si lo he dicho, es porque lo sé de la misma boca de Clemencia, que añadió no ser esto un misterio; si no estuviese autorizado, yo no sería capaz de publicarlo.

-¿Ella os lo ha dicho?

-Y puedo lisonjearme -respondió don Galo, que se iba recobrando y serenando-, de que soy el primero de sus amigos a quien ha honrado Clemencia con su confianza. Por cierto que ya tengo encargado a Cádiz un tarjetero de filigrana de oro-plata y esmalte de Manila para regalárselo; pero os suplico que me hagáis un favor, señor don George.

Don Galo hizo una pausa.

-Y bien, ¿qué favor? -preguntó bruscamente sir George, que quería abreviar la conferencia.

-Que no se lo digáis.

-¡Oh! contad con mi discreción, señor don Galo -repuso sir George, que había vuelto a ser dueño de sí y tenía ya en sus labios su habitual sonrisa fría como una flor de mármol-; ahora yo os pediré también otro favor.

-No tenéis sino mandar: ¿cuál es?

-Que os vayáis.

Don Galo, que no concebía la grosería, ni menos la impertinencia de la aristocracia inglesa, se quedó mirando a sir George con los ojos tamaños y estuvo por sacar el lente.

Sir George se había quedado impasible; sólo que cada vez la sonrisa que cubría la tempestad de su ánimo era más glacial.

-Decididamente -pensó don Galo-, está malo este pobre hombre, y por eso quiere estar solo, me parece que un par de sangrías...

-Señor don George -dijo en voz alta-, me parece que vuestro semblante está un poco arrebatado; bien veo que no estáis en caja; en este país combate mucho la sangre, sobre todo al acercarse la primavera. ¿Tenéis dolor de cabeza? Creo que una pequeña evacuación y unos vasos de malvavisco (en latín altea) os harían mucho bien.

Lo que don Galo decía de la mejor fe del mundo, no pareció tal a sir George, por lo cual le dijo sin levantar la voz:

-Señor don Galo, ¿queréis salir por la puerta o por la ventana?

Don Galo se levantó cual si por medio del asiento de su silla le hubiesen pinchado con una espada.

-Que usted lo pase bien, señor don George -dijo cogiendo el sombrero-; yo deseo que usted se alivie.

-Y yo que el diablo cargue contigo -dijo en inglés y entre dientes sir George.

Apenas bajó don Galo de dos en dos los escalones de la escalera y se vio en la calle en seguridad, cuando se dijo:

-¡Toma! ¡toma! ¡Y yo que no caía! ¡Torpe de mí! ¡Toma! ¡toma! La de los ingleses, una turca de las buenas; habrá almorzado con algún paisano suyo, y se habrán bebido un par de docenas de botellas de Jerez. ¡Y yo que no me apercibía! ¡qué torpeza! ¡Ya! ¡como que aquí en España no estamos hechos entre las gentes finas a semejantes chocarrerías!

Don Galo se fue en seguida en casa de Clemencia, a quien halló sola.

-¡Jesús! -dijo, poco después de haber entrado-: no podéis pensar el mal rato que he pasado.

-¿Sí?, lo siento. ¿Por qué causa y dónde?

-Por causa y en casa de don George. ¡Jesús!

-Pero ¿con qué motivo, amigo mío? -preguntó Clemencia algo inmutada.

-¿Por qué... Clemencita?...

Don Galo se sonrió con la chuscada que acostumbraba, aun cuando lo que decía fuese lo que se llama la nada entre dos platos.

-Vaya, decid, don Galo -dijo Clemencia, a quien la respuesta de don Galo inquietaba.

-Clemencia, sólo a vos y en confianza lo digo.

-Sabéis que soy callada, don Galo.

-Sí, sí, por eso os lo diré. Fui, pues, allá esta mañana; un paso de atención.

-Ciertamente. ¿Y bien?

-Pues sabréis que don George estaba...

Don Galo abrió la mano y apoyó su dedo pulgar en sus labios, guiñó un ojo, se sonrió en grande y añadió: -Ya me entendéis.

-No os entiendo -repuso Clemencia.

-Pues nuestro inglés estaba... -dijo don Galo, y acercándose a Clemencia, añadió-: ebrio.

-¡Ebrio! -exclamó ésta asombrada.

-Como una cuba -repuso don Galo.

Don Galo refirió con todos sus pormenores la referida escena a Clemencia, y ésta lo comprendió todo: no era mujer bastante vulgar para gozarse en el despecho de sir George, pero sí bastante delicada para que le chocasen los insolentes y acerbos procedimientos con que había insultado al hombre más benévolo e inofensivo y que era además amigo de ella: así fue que aun esta escena contribuyó a hacerle conocer todo lo áspero y duro de aquella naturaleza que la inteligencia había podido elevar, la exquisita sociedad pulir, pero a la que nada había podido dar un corazón, sin el cual son todos los demás dotes, bellas vestiduras, resplandecientes coronas que encubren un esqueleto.

Durante esta conversación, sir George, que se había quedado solo, se paseaba por su cuarto en un estado de cólera y exasperación, el más violento, y se decía:

-¡Joué! ¡burlado! ¡como un pollito! ¿Y por quién? ¡por una mujer que ha pasado la mitad de su vida en un convento, y la otra mitad en el campo! ¡por una hija de la naturaleza, criada por un fraile sentimental y ascético! ¡Y yo que creí que me amaba! ¡Oh! ¡qué anomalías se ven en las españolas! Entre estas mujeres, las que valen son culebras insujetables. La ofendí, lo confieso; pero he querido pedirle perdón, ¡y no he podido ni aun verla!-Son estas mujeres suaves flores con tallos de acero. No conocen la vanidad cuando compite con su innato e indomable orgullo mujeril. -¡Casarse con otro, cuando le ofrecí ser mi mujer! ¡Qué insolencia! ¿Y con quién? Será con su recién llegado primo Cortegana, ese chisgarabís, ese mono afrancesado? No, será con un pastor Fido, inocente como sus corderos. ¡Y ese imbécil de Pando que no me lo ha dicho! ¡Siento no haberlo tirado por la ventana! ¡Y esa criatura se aviene a encerrarse en ese círculo vulgar y mezquino! ¡Oh! ¡es una criatura incomprensible! ¡todo lo sabe por instinto, como el ruiseñor la melodía! Ella me rejuvenecía-a su lado vivía-me animaba-me alegraba-sabía cual la aurora echar sobre todo un rosado tinte.-Pero ¿quién es ese marido que ha surgido como por magia a sus pies en el momento oportuno? ¿Lo tendría de reserva? ¡Ah! ¡no! esa mujer no- era artificiosa,-no; pero está llena de supersticiones: -me habría querido hacer papista... Vamos, esto al fin ha tenido mejor desenlace que si me hubiese dejado arrastrar a casarme, y con eso me hubiese dado a mí mismo la patente de machucho.

Sir George se arrellanó en su sillón a la chimenea y encendió un cigarro; pero al momento después lo tiró y exclamó con rabia:

-Pero ¡vive Dios! ¿Qué hago? ¿Quedarme? no, sin ella me fastidia Sevilla; me iré al Caúcaso, que no he visto. Vamos, judío errante, coge tu báculo; que el movimiento rejuvenece el cuerpo y distrae el ánimo. Lo conocido fastidia, busquemos lo desconocido. ¡Ah! añadió, ¡sólo una cosa he hallado que fuese para mí desconocida, y esa fue ella! ¡luz fugitiva que de la oscuridad salió para volver a hundirse en ella! Pero no creáis que me afligís, señora; una dama hay más bella, más amable, más querida de mí que lo sois vos, y es la dulce y encantadora libertad. No, no compiten vuestros encantos con los suyos; si lograros era a costa de perderla, vale más una decepción que una cadena: así pues, all is well that ends well. Bien está lo que en bien acaba.




ArribaAbajoCapítulo XII

-Pablo -dijo al día siguiente Clemencia a su primo-, cuida de que cuanto antes lean trasladados todos mis efectos a Villa-María.

-¡Pues qué! -preguntó sorprendido Pablo-, ¿no piensas que vivamos aquí?

-No, Pablo, pues que no sería de tu gusto, lo harías por complacerme; además, cree que ansío por hallarme en Villa-María, en donde tan feliz ha sido mi vida, vida a la que la costumbre me ha apegado; pues los sitios, las paredes, cada objeto que nos rodea se ama con el trato como amigo, porque todo imprime su huella en el corazón que no es duro, y la deja en el corazón que no es mudable; ansío, Pablo, ver esos sitios que el cariño que todos me habéis tenido, ha impregnado de dulzura, y que la paz que en ellos se disfrutaba ha identificado con el bienestar. Además, Pablo, no me retiene aquí ningún aliciente ni lazos de cariño. La casa de mi pobre tía, a la que queda poco tiempo de vida, se va a desbaratar. Mi querida Constancia piensa, cuando la falte su madre, retirarse de todo trato; mi primo piensa regresar a Madrid, y la sociedad de Alegría no me es simpática. Dime, Pablo, ¿están aún como las dejé mis habitaciones?

-Nada hallarás variado, ni echarás de menos en lo que ha sido durante tu ausencia mi santuario, Clemencia; demás sí, quizás encuentres las huellas de mis lágrimas.

-¿Y mis flores?

-Florecen en tu ausencia, ¿lo concibes? Yo no.

-¿Y mis pájaros?

-Cantan, pues creo que con su delicado instinto presagiaban tu regreso.

-El del hijo pródigo -dijo Clemencia, riendo y apretando con efusión la mano de su primo.

-Para recibirlo debidamente -contestó Pablo en el mismo tono festivo-, debo partir mañana.

-Nada de eso, Pablo; hagámoslo todo sin misterio ni ostentación.

-Pero con prisa, Clemencia; mira que mi felicidad me parece de tal suerte un sueño, que vivo angustiado con el temor de despertar.

-Pablo, en mí no estará la tardanza, hechas las necesarias diligencias, será bendecida nuestra unión bajo los ojos de mi pobre tía que me ha servido de madre, y partiremos en seguida para nuestro dulce hogar doméstico: en él procuraremos imitar las virtudes y hallar la felicidad que allí ostentaron sus anteriores dueños.

Clemencia se apresuró a comunicar su casamiento a la Marquesa y a sus primas.

-Me alegro, hija mía -le dijo su tía-, pues ya que te aconsejaron esa boda tu suegro y tu tío, cuenta te tendrá.

-Sí, sí -añadió Alegría-, ya que te casas, atente a lo sólido y enseña a tu marido desde un principio a no ser ridículamente celoso ni neciamente desconfiado.

-En Villa-María no hay muchas ocasiones que puedan dar pábulo a que se desarrollen estas tendencias, aun dado caso que las tuviese Pablo.

-¡Pues qué!, ¿te vas a vivir a Villa-María? -exclamó con asombro Alegría.

-Siempre han vivido allí las cabezas de la casa de Guevara -respondió Clemencia-: ¿por qué motivo exigiría yo una mudanza de domicilio que no deseo, y que no agradaría a mi marido, sobre todo gustándome con pasión el campo?

-Pero eso es enterrarse en vida -exclamó Alegría horripilándose.

-Si se entierra la mujer que se propone vivir en el hogar de sus mayores al lado del esposo a quien ama, y dedicarse allí a criar los hijos que Dios les diere, creo, Alegría, que toda buena casada vestirá con alborozo la mortaja de esa sepultura. ¡Pues qué!, ¿piensas acaso que la mujer al tomar estado sigue la senda natural y derecha, si en lugar de pensar en recogerse, en dedicarse a los santos y dulces deberes de esposa y madre, reniega de ellos y sólo piensa en entregarse a las diversiones, al bullicio, al mundo exterior y a las distracciones? ¿Así truecas los frenos? ¿Así desvirtúas la santa misión de la mujer?

-Novelerías morales -repuso Alegría-. ¡Con veinte y cinco mil duros de renta, vivir en un villorro! ¡Vamos, vamos! Eso es no es sólo chabacano, sino estúpido, y no se ve más que entre nosotros.

-Te equivocas, Alegría; en todas partes, y sobre todo en Alemania, viven las familias nobles en sus estados o en sus haciendas, y sólo pasan temporadas en las capitales, en los sitios de baños o viajando; nosotros también pasaremos temporadas fuera, ya por semana santa en Sevilla, ya en el verano en los baños; pero abandonar la casa solariega, eso nunca: sería una falta de aprecio y amor filial a la familia, y una degeneración, pues no es noble el que es descastado.

-Lo venidero no está escrito; le has tomado el gusto a Sevilla: veremos lo que sucede en comiéndote el pan de la boda; y si entonces piensas aún, a lo Butibamba, que es degenerar no vivir en un villorro. ¡Vaya, vaya!, ¡yo que creí que los libros servían, no para fomentar, sino para desarraigar añejas preocupaciones!...

-La lectura bien dirigida, prima, sirve para poner cada cosa en su lugar, y desterrando una necia vanidad, dar a las personas el decoro y dignidad que les son propias. Además, el pan de mi boda -añadió Clemencia con íntima satisfacción-, es el que se fabrica diariamente en gran cantidad en casa para nosotros, para los criados y dependientes de la casa y para los pobres, y cada año Dios renueva las cosechas: así pienso que durará mucho, Alegría.

-Sara -repuso ésta con enfática ironía-, Dios te dé veinte Jacobs, los años de vida a tu Abraham que al otro, y te libre de una Agar.

-No te deseo que seas feliz -le dijo Constancia-, pues sé que lo serás cuanto es dable serio en este mundo, puesto que has hecho tu pasado tan bueno y tan santo como te has sabido preparar tu porvenir. Tu conciencia y tus esperanzas, ambas puras y santas, te sonríen a un tiempo: así, sólo pido a Dios prolongue una felicidad que debe serle grata.

-¡Eh! -dijo Alegría-, con este parabién místico y laudatorio no necesitas más epitalamio. Váyase Apolo con su murga a freír monas al Parnaso; que aquí se está por el monte Sion. Por mí te congratularé con la elegante frase de moda, diciéndote: Pues te casas, séate el santo yugo ligero; pues tendrás fruto de bendición, séate la carga de los hijos ligera; pues te entierras en vida, séate la tierra ligera.

Pocos días después volvió Pablo, y se fijó el día del casamiento. La víspera se halló sir George en la calle a don Galo. Éste, que aún no estaba del todo repuesto del susto que le había dado sir George en la mañana que hemos referido, quiso evitar su encuentro torciendo por una boca-calle; pero sir George apresuró el paso, lo alcanzó y lo paró.

-¡Oh señor don George! -exclamó algo turbado don Galo-; no os había visto; no es extraño, pues soy, ya lo sabéis, tan corto de vista...

-Tenía muchos deseos de veros -repuso sir George-; deseaba suplicaros que me acompañaseis a comer: he recibido por el último vapor unos faisanes y una remesa de vinos escogidos; pero como ya no tengo el gusto de veros...

-El gusto y la honra serán para mí, señor don George -repuso con una sonrisa no muy natural don Galo, en quien la remesa de vinos escogidos había avivado la inquietud-; pero como tengo tanto que hacer...

-¿Y como no os veo ya en casa de Clemencia?

-Es cierto, no recibe porque su tía ha empeorado, y pasa allá toda la tarde y noche.

-¿No me habéis dicho que se casa?

Don Galo, que se iba reponiendo, contestó en su tono natural:

-Ya se ve que os lo dije, como que yo fui el primero que lo supe; pero ya lo sabe todo el mundo.

-Me han dicho que su novio es un ganso lugareño.

-Os han informado mal, muy mal, don George; yo que lo he tratado, os puedo decir que es un bellísimo sujeto, de un carácter angelical, de mucho talento y mucha instrucción, como que tuvo el mismo maestro que Clemencia, el sabio Abad de Villa-María; que es generoso y caritativo como pocos, y en cuanto a guapo lo es como ninguno: se cuentan de él hechos que admiran y asombran, en particular un lance con cinco ladrones que lo sorprendieron en su cortijo.

-¡Oh, señor don Galo! no me refiráis proezas bandoléricas; estoy cansado de oírlas cantar en romances a vuestros ciegos.

-Es, señor don George, que la proeza que iba a referir no estaba de parte de los bandoleros, sino de parte de don Pablo Guevara, que pertenece a la primera nobleza de Andalucía, y tiene amén de esto más de medio milloncito de renta, lo cual no echa nada a perder.

Y don Galo desplegó su más ancha sonrisa.

-Ese novio modelo ha venido, según me han informado, de las Batuecas -dijo sir George con la mayor seriedad.

-¡Qué! No señor -contestó don Galo sin notar la burla, y no calculando que pudiese estar un extranjero al cabo del sentido que se da vulgarmente a esta frase-; ha venido de Villa-María. Ya veis, señor don George, que nuestra viudita supo escoger lo mejor, como era de esperar de su talento y buen juicio.

Sir George echó una mirada suspicaz y escudriñadora a su interlocutor, que prosiguió con un chiste y una chuscada que lo asombraron a él mismo: -Entre nos, señor don George, Cortegana, que no tenía corta gana de ser el dichoso, se ha quedado mirando al cielo; no será él solo.

Sir George, que contenía a duras penas los impulsos que sentía de echar a rodar a don Galo, le dijo, no obstante, con suavidad:

-He recibido noticias que me obligan a partir, y puesto que no es posible ver a nuestra amiga, y despedirme de ella antes de marchar, deseo recibir de vos un favor.

-Estoy siempre, y para cuanto me mandéis, a vuestras órdenes, señor don George -contestó don Galo obsequiosamente.

-Puesto que con el plausible motivo de un casamiento les es permitido a los amigos ofrecer una memoria a sus amigas, deseo que os hagáis cargo de presentar una en mi nombre a Clemencia.

-¡Mire usted por donde me es imposible serviros, señor don George! y a fe mía que lo siento; pero Guevara ha exigido de Clemencia que no reciba regalo alguno de nadie. Una sola excepción se ha hecho -prosiguió don Galo con íntima satisfacción y gran orgullo-, una, una sola, una única... y esa ha sido... con mi tarjetero, señor don George.

Don Galo se estiró los picos del chaleco.

Sir George calló un rato y dijo después:

-Pues decidle al menos que fue mi intención enviarle un brillante que encierra para mí un triste recuerdo; deseando que tuviese para ella uno grato recordándole un amigo. Decidle que si ella desdeña las memorias, yo lo deploro, pues me priva al partir del consuelo de que conserve una mía.

-Todo se lo diré textualmente, señor don George: confiad en mí, que tengo buena memoria y mejor voluntad; en cuanto a la otra potencia, no puedo competir con vos ni con Clemencia, lo conozco; pero en fin, en esta ocasión no es necesaria.

-No, no -repuso Sir George-, no es necesaria y estaría absolutamente demás.

Sir George estaba muy lejos de haber dado este paso llevado por su corazón ni por un sentimiento tierno y triste.

Eran los móviles que le dirigían en esta ocasión, primeramente tener noticias exactas sobre el hombre que Clemencia había preferido, los que nadie podía darle como don Galo, que era el más imparcial y justo juez en la materia, porque nunca mentía ni en contra de sus contrarios, ni en favor de sus amigos: el segundo objeto que tenía, era probar a quien pudiese tener sospechas de su amor a Clemencia, que muy lejos de sentir despecho, era él el primero en celebrar el enlace de su amiga con un obsequio; y por último lo que hacía era por una especie de presunción vanidosa, deseando borrar la impresión de su grosera carta, y dejar en la memoria de una mujer del valer de Clemencia el recuerdo suyo bello, poético, e interesante, como lo es la tristeza de un amor desgraciado y el arrepentimiento de un noble pecho.

Sir George salió aquella noche para Cádiz.

A la mañana siguiente, después de volver de la iglesia, se casaron Clemencia y Pablo en casa de su tía, y partieron para Villa-María.

Al llegar hallaron reunidos, no sólo a los muchos criados de la casa, pero casi a todo el pueblo, que los recibió con las más marcadas y sinceras muestras de adhesión y cariño. Juana lloraba de alegría. Sus nietas se abalanzaron a Clemencia besando su vestido. Miguel y Gil y los demás criados, enternecidos, bendecían a los novios y repetían:

-¡Tal para cual! ¡Si no podía dejar de suceder!

Hasta la tía Latrana se hizo lugar para dar la bienvenida a Clemencia y pedirle los dulces de la boda.

Clemencia entró enajenada en los cuartos que había habitado, y que halló en el mismo estado en que los dejó. Sus flores esparcían sus más suaves fragancias, los pájaros lanzaban sus más alegres cantos como para darle la bienvenida. De todo esto había cuidado Pablo con el esmero con que conserva y da culto el amor a los recuerdos.

Clemencia se sentía tan apaciblemente feliz como el navegante que después de correr una tormenta y estar pronto a naufragar, vuelve a pisar la tierra y a sentarse en su hogar. Todo lo miraba y acariciaba con la vista; todo lo examinaba y lo tocaba con cariño. Abrió su escribanía, y registrando uno de los cajones, exclamó:

-¡Ay Pablo! mira lo que he hallado aquí: la cedulita que me dio aquella gitanilla que me dijo la buenaventura. Ahora recuerdo que me encargó que la abriese el día que me casase, y me cercioraría de si había o no acertado en su predicción: despégala, Pablo, con tu corta-plumas, que deseo verla.

-Si te complazco, lo haré, Clemencia: es una niñada, pero su pureza conserva la infancia a tu corazón.

Clemencia se acercó a su marido para leer el papel. Pablo despegó la cedulita y leyó:

-Bien sabe la rosa...

-¡En qué, mano posa! -exclamó Clemencia acabando la frase que recordó, y apoyando su rosada cara en el noble pecho de su marido.








ArribaEpílogo

Algunos meses después, estaban una noche sentados en la mesa del brasero Clemencia y Pablo.

El Cura y algún amigo que los habían acompañado, se habían marchado; pero estaba allí el anciano médico.

Clemencia, en quien resplandecía la felicidad, estaba ocupada en una labor de mano. Pablo leía diferentes periódicos que habían acabado de llegar.

-Aquí -dijo Pablo que tenía en la mano el Univers periódico francés-, se habla de una persona que me parece haberte oído nombrar.

-¿Quién? -preguntó Clemencia.

-El vizconde Carlos de Brian.

-Sí, mucho que sí: era un hombre de gran mérito; ¿qué dicen de él?

Pablo leyó:

-«En Nueva-Orleans ha sido muerto en un desafío por un furioso demócrata el vizconde Carlos de Brian.

Era un hombre de noble carácter y de un mérito poco común. Habiendo perdido a su único hermano por un puñal alevoso en Roma, en que hacía parte del ejército auxiliar del Papa, y visto caer a su padre en las jornadas de febrero de 1848, salió abatido y desesperado de su país a viajar; circunstancias que han quedado ocultas le determinaron a dejar a Europa y pasar a los estados de la Unión, en que ha hallado la muerte. En él se extingue una de las casas más antiguas e ilustres de Francia. Su mérito, sus virtudes y la firmeza de su carácter, hacen su pérdida doblemente dolorosa a cuantos tuvieron la dicha de conocerlo».

-¡Pobre Vizconde! -dijo con tristeza Clemencia-.¡Qué fatalidad se encarnizó en su estirpe! Mucho me afecta su muerte.

-Vaya -añadió Pablo, que ojeaba un periódico español-, hoy es día en que salgan a relucir en los papeles nombres conocidos tuyos: aquí se habla de sir George Percy, que pienso era también uno de tus tertulianos.

-Sí por cierto -repuso Clemencia-; ¿y qué dicen de él?

Pablo leyó:

-«El quince del actual ha tomado asiento en la Cámara de los pares, su honor sir George Percy, que ha heredado el título y manto de par de su tío lord Wilfrid. Se ha estrenado con el más incisivo y amargo discurso de cuantos se han pronunciado contra los católicos. De resultas, la reina Victoria le ha condecorado con la orden de la liga; el jefe del gabinete lord John Russel le ha declarado benemérito de la patria, y en un meeting protestante se ha determinado erigirle en vida varias estatuas de diferentes tamaños, como al lord Wellington».

-¡Pablo, Pablo!, ¡cómo improvisas! -exclamó Clemencia riendo-. ¡Con qué seriedad inventas y emites despropósitos!

-No señora, no señora, no son despropósitos -dijo el doctor-; es muy probable y muy verosímil que sea así. Después de lo que ha pasado allá, después de haber visto públicamente llevar en procesión burlesca y quemar en efigie al santo Padre y otros venerables sacerdotes, como en los bellos tiempos de la reforma, sin que el más ilustrado y tolerante de los gobiernos y el más ilimitado en la libertad de cultos, pusiese obstáculos a esas anticultas bacanales, a esas orgías anglicanas, ¿qué se podrá dudar?

-Veamos el pulso, señora -añadió poniéndose en pie para marcharse-. Siempre en caja -dijo después de pulsar a Clemencia-: señora, vuestro pulso es como vuestra alma; señor don Pablo, cuando este verano cojáis esas hermosas cosechas con que parece Dios bendecir vuestra casa, será el más bello fruto con que os favorezca, un hijo tan hermoso como su madre, tan bien constituido como su padre, y tan bueno como ambos.



Anterior Indice