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Cómo se compone una mujer por correspondencia: Pepita Jiménez y Tristana

Patricia McDermott


University of Leeds



La lettre, l'épitre, qui n'est pas un genre mais tous les genres, la littérature même.


Jacques Derrida                


Tomo como epígrafe la cita de Derrida con la cual Janet Altman cierra como epílogo su ya clásico estudio Epistolarity Approaches to a Form. En su conclusión, donde resume su tipología de la novela epistolar basada en el análisis de la novela inglesa y francesa del siglo XVIII (Richardson, Rousseau, Lacios et al) y sugiere líneas de investigación en el género, Altman señala la falta de un estudio comparativo de la novela del siglo XIX y el aparente eclipse de la forma epistolar:

Hace falta una evaluación detenida de los cambios en la sociedad e ideales estéticos que subyacen la baja de una forma como la novela epistolar; hace falta un estudio, en otras palabras, que cierre la brecha entre el estudio de la novela dieciochesca y decimonónica investigando con más detalle las relaciones evolucionarias o dialécticas que existen entre las dos1.


Entendiendo como característica de la novela dieciochesca la experimentación en la narrativa elíptica, la subjetividad, la multiplicidad de puntos de vista, la polifonía de voces, el monólogo interior, la superposición de tiempos, la presentación de acciones simultáneas, etc., añade:

Hasta que tal estudio matice nuestro sentido de la historia de la forma, sólo podemos notar prima facie que la novela epistolar tiene una relación diametralmente opuesta a las características de la narrativa decimonónica (con su narrador omnisciente en tercera persona, presentación objetiva, atención al papel del ambiente físico, preocupación por el contexto histórico y social). La afiliación más visible de la novela del siglo XVIII es la novela del siglo XX.


Altman parece estar completamente ajena a la historia de la novela del siglo XIX y, aparte de un comentario hecho de paso acerca del estudio de Charles Kany sobre los orígenes de la novela epistolar2, desconoce totalmente la novela española y la deuda de la novela europea del siglo XVIII con la novela cervantina. Ana Rueda, lamentando la laguna española en el método comparativo de Altman, ha intentado llenarla con su reciente estudio Cartas sin lacrar. La novela espistolar y la España Ilustrada 1789-1840, una de cuyas propuestas es la de «analizar el rol del género sexual en la escritura de cartas»3. Su estudio ejemplar termina antes del medio siglo, pero advierte: «A pesar de la brusquedad con que parece terminar la novela epistolar en el primer tercio del siglo XIX, nos encontramos con una sorprendente continuidad en el género», y cita Pepita Jiménez (1874) de Juan Valera y La incógnita (1889) y La estafeta romántica (1899) de Benito Pérez Galdós4. Que yo sepa, no hay semejante estudio de conjunto de la forma epistolar en la novela española en los sesenta años restantes del siglo XIX, aunque sí estudios parciales con respecto a novelas únicas que la incorporan, v. gr. Pepita Jiménez y Tristana (1892)5. Esta comunicación intenta ser un pequeño paso inseguro en la exploración de la historia de la novela española del siglo XIX, enfocando una lectura comparativa de estas dos novelas multiformes que privilegian la correspondencia en su representación de la mujer.

Ambas novelas, en cuanto experimentación formal y dialógica, se descubren ser eslabones en la cadena evolutiva y dialéctica que vincula la novela dieciochesca con la novela modernista y postmodernista del siglo XX. La carta parece haber nacido con la invención de la escritura y parece ser paradigma de la escritura literaria en cuanto comunicación (mensaje) y expresión (discurso) y la relación emisor/receptor del texto escrito. La duplicación interior de la carta dentro de la obra de ficción literaria -el autor externo/empírico/real inscribe a un autor interno escribiendo y un lector interno leyendo e interpretando y escribiendo en su turno- puede interpretarse como una representación de la dialéctica autor-lector en la lectura e interpretación por parte del lector externo/empírico/real, cómplice autónomo del autor histórico. (Para lector, entiéndese crítico literario). El novelista decimonónico llamado realista, como sus homólogos dieciochescos y modernistas, inserta cartas en el proceso narrativo tanto para dar una ilusión de autenticidad (función mimética), mistificando las fronteras realidad/ficción, como para llamar atención al artificio de la representación (función estética) y al juego de la ficción.

En la novela de educación sentimental, materia básica de toda novela, la carta es una forma inmejorable para representar como un constructo literario el construir una identidad en relación con el otro y para representar el autoanálisis en su doble vertiente irónico de autoconocimiento y autoengaño, consciente o inconsciente. Emplear formas de primera persona como la carta, monólogo interior y diálogo dramático, al mismo tiempo de ser paradójicamente modos objetivos de dejar construirse el sujeto hablante sin la mediación de un narrador omnisciente para revelar el proceso dinámico de la psicología individual, implica también la perspectiva del relativismo y de la ambigüedad irónica, óptica de la inseguridad histórica. Parece que todas las épocas, vistas de cerca, son edades de hierro o, como corrige el narrador irónico de Tristana con respecto a su edad contemporánea, «de más papel que hierro»6, la doble o triple entonación de la palabra papel dejando la reverberación de sus posibles interpretaciones -medio de cambio, literatura, rol, o sea, apariencia y no sustancia, ilusión y no realidad-.

Altman termina su estudio notando que «La ficción epistolar suele florecer en aquellos momentos cuando el novelista reflexiona de manera más abierta sobre la relación entre el narrar y la comunicación intersubjetiva y empieza a cuestionar la manera de que la escritura refleja, delata, o constituye las relaciones entre el yo, el otro, y la experiencia»7. A su vez, Rueda observa que «El arte epistolar se ha etiquetado, por lo general, como una forma femenina que ve las crónicas de la mujer como labor de contrapunto a las hazañas épicas del hombre»8. (Según esta división sexista tradicional -la acción [actividad masculina] y la contemplación [actividad femenina]-, todo arte sería femenino). No es de sorprender entonces que en la España de los años setenta Valera y Galdós en los años noventa escogieran la forma epistolar como una de las estrategias de una novela en transición, expresión a su vez de una sociedad en transición entre la tradición (sagrada) y la modernidad (secularizada), para enfocar el papel de la mujer como madre potencial del futuro. De acuerdo con la maestra Iris Zavala de que «un texto literario (o un artefacto cultural) es un acto socialmente simbólico, que proyecta imaginarios sociales de identidad e identificación»9 y de que «El cuerpo femenino [...] es un constructo simbólico, un simulacro, cuya existencia depende del discurso social -verbal, especulativo, ficticio, histórico, religioso, legal- y está mediado por puntos de vista axiológicos o juicios de valor»10, no es difícil reconocer que el cuerpo femenino en las novelas de Valera y Galdós es un constructo simbólico: la Madre Naturaleza y/o la Madre Patria.

En el contexto de un imaginario socio-cultural católico, la dialéctica de las relaciones amorosas peligrosas, cuya resolución será la unión o la muerte, se convierte en un drama de la salvación eterna o secular. La serie de motivos binarios que establece Altman con respecto a la novela de seducción anglo-francesa del siglo XVIII -presencia/ausencia, amor/amistad, confianza/traición, secreto/confesión, franqueza/coquetería, sinceridad/disimulación, transparencia/opacidad, retrato/máscara, engañar/desengañar, hablar/callar- se refuerza en la novela española del siglo XIX por una serie de binomios dualistas sacados de la Sagrada Escritura que va desde el Génesis hasta el Apocalipsis: bien/mal, ángel/demonio, luz/tinieblas, cielo/infierno, perfección/perdición, virtud/vicio, rebelión/resignación, tentación/sacrificio, crimen/castigo, cuerpo/alma, materia/espíritu, humano/divino, natural/sobrenatural, puro/impuro, limpio/sucio, inmaculado/manchado, ascender/caer. La reiterada serie tiene su piedra de toque en la representación de la mujer con referencia a la archiconocida polaridad Virgen (María)/Puta (Eva)11. Incluso cuando se intenta contradecir los estereotipos, los estereotipos se repiten. Cito a Zavala: «Como constructo, la mujer se describe a partir de una serie de reducciones y cualidades, en relación con discursos autorizados o con fantasías masculinas». Y añade con agudeza: «El mundo de la economía simbólica de los textos patriarcales está determinado por un rizoma de estereotipos y fantasías culturales, que a menudo, como un boomerang, nos revela los constructos psicológicos de la psique masculina»12.

Este efecto boomerang se inscribe en el texto y se revela en la lectura de las dos novelas escogidas, retratos de mujeres por autores-hombres. Como escritores, Valera y Galdós se dan cuenta de que el género en el sentido de identidad sexual (tanto como de tipo literario) es un constructo textual e intertextual; implícita o explícitamente dan a entender en el diálogo intertextual de su novela la red de referencias implicadas en la formación o deformación de mentalidades13. Hablando de la parodia, esa repetición con inversión irónica para establecer la diferencia en la semejanza, como una de las señas de identidad clave del postmodernismo, Linda Hutcheon demuestra que el arte engendra el arte en una serie sin fin de parodias14. El arte epistolar es especialmente imitativo y Tristana y Pepita Jiménez inscriben en sus textos una genealogía paródica que remonta hasta el texto fundador de la forma epistolar, Las Heroidas de Ovidio. El caso de Tristana cuenta últimamente con uno de los textos fundadores de la novela española moderna, Pepita Jiménez15. Si Doña Perfecta (1876) es la respuesta paródica a Pepita Jiménez (1874)16, enfocando la cuestión de la libertad de la conciencia y la relación caciquismo-clero celibato en el contexto de la guerra carlista, Tristana (1892) parece ser de nuevo una parodia de Pepita Jiménez, fijando en el triángulo amoroso del viejo y la niña (y el joven) en el contexto de un debate nacional donde han entrado cuestiones palpitantes como el anarquismo, la autonomía de las colonias de Ultramar (con la cuestión asociada de la emancipación de los esclavos) y la cuestión mujer17.

Josefina, viuda de Reluz, la madre demente senil que saca el nombre de Tristana de su lectura de los romances caballerescos, parece ser no sólo una contrafigura femenina de don Quijote, sino también del mismo Juan Valera:

A cencerros tapados compuso algunos versitos, que sólo mostraba a los amigos de confianza, y juzgaba con buen criterio de toda la literatura y literatos contemporáneos. Por temperamento, por educación y por atavismo, pues tuvo dos tíos académicos, y otro que fue emigrado en Londres con el duque de Rivas y Alcalá Galiano, detestaba las modernas tendencias realistas; adoraba el ideal y la frase noble y decorosa. Creía firmemente que en el gusto hay aristocracia y pueblo, y no vacilaba en asignarse un lugar de los más oscuros entre los próceres de las letras. Adoraba el teatro antiguo, y se sabía de memoria largos parlamentos de Don Gil de las calzas verdes, de La verdad sospechosa y de El mágico prodigioso. Tuvo un hijo, muerto a los doce años, a quien puso el nombre de Lisardo, como si fuera de la casta de Tirso o Moreto. Su niña debía el nombre de Tristana a la pasión por aquel arte caballeresco y noble, que creó una sociedad ideal para servir constantemente de norma y ejemplo a nuestras realidades groseras y vulgares.


(pp. 50-51)                


En la lista de los demás personajes de las dos novelas, Saturna es parecida a Antoñona como figura celestinesca y principio de la realidad, por cuya boca entra el lenguaje vulgar en el discurso textual como elemento lingüístico subversivo. Los viejos Don Lope y Don Pedro se complementan como el tipo urbano y el tipo rural de Don Juan, el uno en decadencia y el otro no, pero aquél se queda con la niña y éste se sacrifica en nombre del hijo. Los jóvenes Horacio y Luis siguen una trayectoria parecida renunciando al idealismo y la gloria de la vocación artística o religiosa para dedicarse al cultivo de la tierra y la familia. El artista realista Horacio cuenta su iniciación en la vida sexual en Italia (que establece el parecido con Luis): «Corrí allí, y... ¡qué había de suceder! Era como un seminarista sin vocación a quien sueltan por esos mundos después de quince años de forzosa virtud» (p. 88). Cuando Horacio conoce a Tristana no es un santo inocente como el ingenuo Luis cuando llega al conocimiento de la mujer en la persona de Pepita Jiménez.

Gullón ha sugerido que Tristana es una parodia de Tristán e Iseo y Gold ha añadido Eloísa y Abelardo a la larga lista de fuentes de inspiración en la creación de la mujer que escribe cartas18. Igualmente pueden añadirse a la lista de fuentes de Pepita Jiménez, al lado de Dafnis y Cloe, etc.19 Si la inversión genérica Tristán>Tristana indica para Catherine Jagoe la problematización del género sexual con respecto a la mujer en la novela de Galdós20, la inversión genérica Eloísa>Luis igualmente indica la problematización del género sexual con respecto al hombre que escribe cartas en la novela de Valera. En su correspondencia, Tristana con su problemática identidad femenina es la contrafigura de Luis con su problemática identidad masculina. Pero en el juego intertextual Galdós-Valera, Tristana, la «singular criatura» del texto de aquél (p. 40), parece ser también una parodia de la «singular mujer» del texto de éste (p. 104), Pepita Jiménez, a su vez parodia de toda la tradición petrarquista que enfoca la blancura de alabastro de la cara y las manos de la dama amada. El realismo de Galdós que va camino del esperpento21 ironiza la imagen clásica cuando el corte de la pierna, miembro indecible para el idealismo clasicista, convierte la cara de papel en una belleza sedentaria, un busto. Sin embargo, las dos perspectivas, la del realista que desinfla y la del clasicista que ensalza, tienen su punto de convergencia en la perspectiva de la ironía romántica autoconsciente que es la óptica de la composición de sendos retratos de la mujer. La gran diferencia, aparte de ser una la manceba que no quiere y la otra viuda que sí quiere casarse por amor, estriba en su composición por cartas: Tristana directamente por propio puño, Pepita Jiménez indirectamente por cartas de hombres.

Objeto de la mirada y del análisis consciente del joven seminarista, proyección de su deseo inconsciente, Pepita Jiménez se filtra y se juzga bajo el prisma del imaginario clerical, formado por lecturas bíblicas, patrísticas y místicas en una correspondencia unidireccional dirigida al confesor y director espiritual, la correspondencia yo-usted de una vocación religiosa supuestamente compartida. En la segunda carta sale un ejemplo interesante de duplicación interior cuando el Vicario, confesor de Pepita, rompiendo el sello del secreto confesional, pide el juicio de Luis sobre el caso de conciencia de una hija espiritual suya (Pepita), que resulta ser espejo irónico del caso de conciencia de la vocación del joven. La voz de Pepita se transmite por la voz del sacerdote y se retransmite por la voz del seminarista a su tío teólogo -¿el lenguaje teológico es de ella o de ellos?-. Sólo se registra la voz directa de Pepita en la séptima carta en la escena de su ambigua provocación en el bosque, como serpiente en el jardín, que inicia el cambio en los signos externos de la virilidad del joven. El enigma de la intención interior de la mujer -¿ángel o demonio?- no se resuelve en las cartas del sobrino que anuncia en la última su proyecto de fuga para evadir la seducción de la mujer como maga, a la vez que llama la atención sobre el cambio en su estilo de escribir, depurado de las oraciones largas de su examen de conciencia mística y teológica22. Paradójicamente, en su intentada sublimación de la sexualidad humana en el amor divino, la voz que se escucha en la parodia de los místicos (San Juan de la Cruz igual que Santa Teresa) se expresa como femenina, el alma como amada y esposa, signo de la identidad fluctuante, la masculina como la femenina, en cuanto constructo textual23. El proceso de las «Cartas de mi sobrino» deja abierta la resolución de la crisis del amor platónico que se reserva para la segunda parte «Paralipómenos», cuya autoría dudosa puede ser la del tío Dean. Aquí la que pretende ser la voz directa de Pepita en un diálogo dramático con Luis proclama, como rival de Dios, su non serviam al sacrificio del amor platónico, con la amenaza de la muerte en su reto final: «Repito que es menester matarme. Máteme usted sin compasión. No: yo no soy cristiana, sino idólatra materialista»(p. 207). El descubrimiento en «Paralipómenos» del complot entre el padre espiritual y el padre natural para poner a prueba la vocación del joven requiere por parte del lector una revisión de las cartas del sobrino/hijo con la ironía de la percepción retrospectiva; igualmente la ironía de la percepción anticipada influirá la lectura en la tercera parte de las «Cartas de mi hermano», textos patriarcales por excelencia, que terminan el retrato indirecto de Pepita Jiménez, convertida ya en el ángel tutelar del nuevo hogar.

El proceso de las cartas intercaladas de la correspondencia de Tristana y Horacio, el yo-tú de un idilio secreto, traza el derrotero de un amor irónicamente platónico de dos jóvenes sexualmente experimentados, el antes de la unión sexual de las dos mitades, y el después de la separación, el amor platónico por parte de la mujer sola que recompone en su ausencia la imagen del hombre deseado en su propia imagen ideal de mujer libre, que terminará hablando consigo misma. «¿Serás tú mi-mito se/le pregunta (p. 159), transcribiendo el acento de bebé o de pueblo, la cursiva y el guión señalando la doble entonación/intención de ironía consciente, el doble sentido de mismo y mito propio. Sabemos que Galdós utilizó en la composición de las cartas de Tristana cartas de sus amantes Emilia Pardo Bazán (quien le llamó Horacio y se firmó Lidia-Porcia) y Concha-Ruth Morell (quien le llamó don Tristan y se firmó Tristana), quienes se referían a sí mismas en sus cartas con referencia a los personajes y el lenguaje de las novelas de Galdós24. El arte imita la vida que imita el arte. La simbiosis arte-vida/vida-arte se inscribe en la novela cuando los amantes usan en su correspondencia el lenguaje especial creado y ensayado en el juego dramático de sus encuentros amorosos, verdadero ejemplo de heteroglosia, mezcla de voces poliglotas y referencias culturales al canon de Occidente y la tradición oral (como el imaginario del novelista mismo)25. La volta en la estructura novelística de reloj de arena notada por Ricardo Gullón26, el distanciamiento de Horacio y el acercamiento a don Lope, ocurre en la carta inicial de Tristana en el capítulo XVIII, en la cual le reprende en broma haber olvidado «nuestro vocabulario» (p. 150). El lector perspicaz notará la desaparición del vocabulario de la intimidad amorosa en las cartas de la misma Tristana que siguen, antes de que el narrador lo explicitara en uno de sus comentarios:

En sus últimas cartas, ya Tristana olvidaba el vocabulario de que solían ambos hacer alarde ingenioso en sus íntimas expansiones habladas o escritas. Ya no volvió a usar el señó Juan ni la Paca de Rimini, ni los terminachos y licencias gramaticales que eran la sal de su picante estilo. Todo ello se borró de su memoria, como se fue desvaneciendo la persona misma de Horacio, sustituida por un ser ideal, obra temeraria de su pensamiento, ser en quien se cifraban todas las bellezas visibles e invisibles. Su corazón se inflamó en un cariñazo que bien podría llamarse místico, por lo incorpóreo y puramente soñado del ser que tales afectos movía.


(p. 178)                


La parodia de los místicos en la metafísica amorosa de Tristana suena también a parodia de los misticismos de Luis en Pepita Jiménez, las cartas de ella siendo un espejo irónico de las de él. Si en las cartas del hombre, la voz mística implica la feminización, en las cartas de la mujer implica a la inversa la masculinización, amenaza al percibido orden normal. El narrador galdosiano intercala glosas sobre las cartas intercaladas de Tristana y su recepción que insinúan el juicio masculino negativo: la conversión de monada en mónada es evidentemente un caso de enajenación mental enajenadora:

El efecto que estas deshilvanadas y sutiles razones hacían en Horacio, fácilmente se comprenderá. Vióse convertido en ser ideal, y a cada carta que recibía entrábanle dudas acerca de su propia personalidad, llegando al extremo increíble de preguntarse si era él como era, o como lo pintaba con su indómita pluma la visionaria niña de don Lepe. Pero su inquietud y confusión no le impidieron ver el peligro tras ellas oculto, y empezó a creer que Paquita de Rimini más padecía de la cabeza que de las extremidades.


(p. 181)                


Es un juicio que la marisabidilla ya ha internalizado y anticipado en la misma carta en la cual declara su non serviam feminista al matrimonio:

[...] No veo la felicidad en el matrimonio. Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; sólo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres, que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar...

Estoy cargante, ¿verdad? No hagas caso de mí. ¡Qué locuras! No sé lo que pienso ni lo que escribo; mi cabeza es un nidal de disparates. ¡Pobre de mí! Compadéceme; hazme burla... Manda que me pongan la camisa de fuerza y que me encierren en una jaula.


(p. 146)                


Sus palabras resultan ser proféticas a la luz de su destino final, atada en la jaula de un matrimonio de conveniencia al someterse como objeto pasivo al «absurdo proyecto» (p. 233) de casarse con don Lope, quien continúa la correspondencia en relación amistosa con Horacio, la voz subjetiva del proyecto de independencia de ella callada. Altman dedica un capítulo a la dinámica del cierre como proceso de significación y nota que las cartas, signos externos de confusión interna, suelen terminar cuando cesa o se controla esa confusión27. Igualmente, en el caso de Luis no hay necesidad de escribir más cartas cuando deja atrás los sueños de la Leyenda áurea para someterse a la jaula dorada del matrimonio regida por Pepita Jiménez28. La vida doméstica de la pareja en la última metamorfosis de Tristana parece ser parodia a lo gris, como diría Clarín29, del final de aurea mediocritas de Pepita Jiménez. El nuevo afán de Tristana, «el arte culinario en su rama importante de repostería»(p. 234), no sólo recuerda uno de los oficios de la monja clausurada, sino también, en el juego intertextual Galdós-Valera, recuerda la propuesta de los lugareños a la llegada de Luis de domesticarle: «Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme» (p. 67). Tanto el idealismo del hombre como el de la mujer termina en el materialismo de la casa.

¿Es un final feliz?30 El mismo narrador galdosiano introduce ex abrupto la pregunta para despachar la historia y sembrar la nota de duda que deja el texto abierto, interrogando el porvenir: «¿Eran felices el uno y el otro?... Tal vez»(p. 234)31. Desde Pardo Bazán en adelante algunas lectoras feministas se han confesado defraudadas por el malogro del proyecto de la liberación de la mujer por parte del novelista realista32. Pero Jagoe, quien descubre la complicidad del narrador con los puntos de vista de Horacio y don Lope como evidencia de la mentalidad escindida del autor masculino para con la situación de la mujer en la sociedad, a la vez deseando y temiendo las consecuencias de su libertad, interpreta la ambigüedad final como la socavación del edificio de los papeles genéricos basado en el matrimonio, ese emblema del contrato social burgués33 .Y Edward Friedman en su estudio de la retórica de la ironía en Tristana opina que la imagen final de la pareja, tanto como su análogo social, pide una revisión; cita a Stephen Gilman citando a Lukacs acerca del tema de toda gran novela desde el Quijote: «la búsqueda de valores que bajo la apariencia de fracaso, no obstante, triunfa»34.

El triunfo del proyecto del padre en Pepita Jiménez para asegurar su patrimonio, utilizando la mujer como cebo en la trampa del matrimonio, parece ser un final más cerrado y menos moderno. Labanyi lo interpreta como la vindicación del caciquismo y del papel de la mujer en la misión civilizadora; y Gabriel García Bajo la sigue en su análisis de la novela como idilio burgués, basado en la «institución emblemática» del matrimonio35. Toni Dorca, en un estudio más reciente, aplicación sugestiva del cronotopo idílico de Bajtin a la novela, refuerza esa lectura, asentada en la síntesis armónica final de la religión y el paganismo36. Al revés, Thomas Franz, estudiando el realismo dialógico a lo Bajtin en la novela, detecta en la doble entonación irónica del texto la duda autorial de que un espíritu antiguo pueda ser asimilado en la noción de la España católica, y en la fusión de perspectivas, característica de la modernidad, descubre una crítica realista bajo la idealización clásica37. En efecto, la descripción del utópico matrimonio es una visión parcial del patriarca que en la última carta deja escapar que hay una sombra en el paraíso terrenal:

Luis no olvida nunca, en medio de su dicha presente, el rebajamiento del ideal con que había soñado. Hay ocasiones en que su vida de ahora le parece vulgar, egoísta y prosaica, comparada con la vida de sacrificio, con la existencia espiritual a que se creyó llamado en los primeros años de su juventud; pero Pepita acude solícita a disipar estas melancolías, y entonces comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios, que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco.


(p. 244)                


La carta termina con las alabanzas de la casa del matrimonio cuyo apogeo es la descripción de la copia de la Venus de Médicis y la transcripción de la leyenda grabada, la Invocación a Venus de Lucrecio (De rerum natura): «Sin ti nada puede ascender a las gloriosas regiones de la luz, y no hay sin ti en el mundo ni alegría ni amabilidad»(p. 247). Como las Divinas palabras del esperpento de Valle-Inclán, los versos que forman el final de la novela se citan en el latín original, entendidos sólo por el erudito versado en la lengua clásica muerta. Su cosmovisión es otra, ubicada in illo tempore no en lo terrenal y caduco; Pepita, la esposa como buena compañera, es una pálida sombra de la diosa de la Antigüedad, creación literaria también del imaginario del hombre. Valera como Galdós utiliza el diminutivo (como en otras ocasiones el aumentativo) para efectos irónicos; en esta novela, con la repetición del nombre de la mujer, para establecer la diferencia de perspectivas entre el arquetipo mítico y el tipo de la ficción contemporánea. Que la visión final se tomara cum grano salis parece indicarse en la anticipación irónica dada por el narrador de «Paralipómenos» después de la seducción de Luis:

De todos modos, no se negaba don Luis, y esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía que había destruido su ideal, que había sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero don Luis se apuraba. Don Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a don Quijote, cuando, vencido por el caballero de la Blanca Luna, decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y Báucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico, lleno de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las familias; y uniendo, por último, el amor conyugal con el amor de Dios para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.


(pp. 221-222)                


El guiño cervantino pone en duda, antes de intentarse, la posibilidad de restaurar la perdida edad de oro, socavando desde dentro del texto la ilusión de la perfecta vida casada.

El juego de perspectivas relativistas en Pepita Jiménez cuestiona la interpretación del final feliz (too good to be true), dejándolo en el aire, tanto como el signo de interrogación al final de Tristana. Las dos novelas que he querido leer como complementarias son textos abiertos que, a mi modo de ver, interrogan la apariencia/realidad de la identidad genérica en ambos sentidos de gender y genre. Hélène Cixous en su ensayo Sorties, que se publicó en La Jeune Née (1975), examinando el concepto de la diferencia sexual y arguyendo en contra de un esencialismo biológico, sugiere la posibilidad en el porvenir de una transformación cultural radical, de modo que «Lo que parece "femenino" o "masculino" hoy, ya no vendría a ser lo mismo»38. Si se entiende por écriture féminine (la cual, según Cixous, no tiene que ser necesariamente escritura de mujeres) esa escritura dialéctica que abarca las contradicciones, aleatoria, abierta al porvenir, poniendo en duda convenciones lingüísticas y estructuras culturales actuales, entonces estas dos novelas irónicamente ambiguas, que llevan nombre de mujer, serán vislumbres de escritura femenina escrita por autores-hombres en España, en la segunda mitad del siglo XIX.





En este juego de espejos dirigidos unos hacia los otros, cada cual revela un fragmento, un rincón, que obliga a adivinar y captar un mundo mucho más amplio y con más horizonte.


Iris Zavala                




 
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