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Cola de lagartija [Fragmentos]

Luisa Valenzuela






Fragmento del capítulo UNO


Los pájaros

Págs. 35-36

Sin madre ni padre, tan sólo él mismo, solo, al cumplir dos años se convirtió en amenaza y fue condenado a pasar la infancia lejos de su tierra y de los tacurús, en una isla.

Don Ciriaco pasó cierto día por las cocinas montando un lobuno y aceptó llevárselo para apartado de la tierra reseca, de las hormigas.

-Es el hijo de ña Eulalia, que en paz descanse. Ella era conocedora de hierbas, una verdadera santa. No podemos permitir que el gurí ande jugando con los venenos, va a desencadenar el mal de ojo si sigue destruyendo tacurús con el culo, se sienta encima de los hormigueros y estudia la ponzoña de la hormiga.

Don Ciriaco convino en llevárselo junto con el herbario de ña Eulalia y algunos ungüentos que exigió de yapa. No lo llevó enancado porque era muy chico. Lo puso a horcajadas sobre la cruz del animal, ente sus brazos, reclinado del lado de las riendas.

Envuelto en los vahos del sudor de ese primer caballo, el guri tuvo su primer sueño que él dice profético aunque jamás se lo narró a nadie y lo más probable es que ya no lo recuerde. Cuando por fin abrió los ojos se encontró con esa confusa y desconocida región llamada selva. El perfume del jazmín salvaje, flor que se transforma y cambia de color con el paso del tiempo -del blanco al violeta más violento- acabó emborrachándolo hasta el punto de hacerle ver doble: el paisaje repetido boca abajo hundiéndose en el suelo.

Era el comienzo de los esteros, las primeras avanzadas del agua pero él no podía saberlo en ese entonces. Palmeras hacia arriba y hacia abajo, espejadas en el agua en la que se iba hundiendo el caballo al pisar por momentos una alfombra de un verde muy tierno, traicionero, que cedía bajo los cascos,

Quizá por eso a él nunca le gustaron las alfombras verdes, Siempre prefirió las rojas.

Primer paso en el reino de las aguas, primera lección de aprender a leer en los reflejos.

Don Ciriaco se apeó cuando ya el agua le llegaba a la rodilla y rescató su bote escondido entre los juncos. Puso con gran cuidado las hierbas de la Eulalia sobre el bote y después lo cargó al hijo de la Eulalia como un fardo más, colocándolo sobre las bolsas de harina y la de azúcar. Al lobuno le quitó el cabezal, le dio una palmada para que volviera a tierra firme a pastar hasta nuevo aviso y, con los pantalones muy arremangados, empezó a empujar el bote hasta atravesar la barrera de lirios acuáticos como palmatorias, florecidos con velas color púrpura.

Lo último que el gurí vio de esa semi tierra semiagua fue el carao aposentado sobre una palma, que se despidió de él con un graznido.



Págs. 37-41

Un camino inicial puede repetirse siempre.

El gurí de dos años, en el bote entre bolsas, se dejó llevar a lo largo de la picada abierta en los juncales. Angosto camino de agua por el que apenitas pasaba la embarcación. Don Ciriaco clavaba el botador y empujaba, logrando un avance lento.

Al hijo de la Eulalia, al Eulalito al que todos llamaban el gurí a falta de nombre propio, no le sorprendieron para nada esos muros paralelos de altísimas varas doradas casi tapando el cielo. Lo que descubrió y amó por ese insólito camino fueron las telarañas gigantescas, comunitarias, frente a las que pasaba el bote: metros de telaraña oscura, red de encajes negros para pescar peces voladores y el montón de arañas plácidamente agazapadas en un rincón haciendo como quien duerme la siesta, a la espera de una buena presa. Tejer las redes apropiadas y echarse a dormir ¿será el más eficaz de los sistemas?

El más eficaz quizás en un mundo de marañas. Porque el embalsado de juncos se acabó de repente y el bote salió a aguas abiertas donde la pesca es otra. ¡Oh maravilla de la laguna eterna! El espacio visible se volvió toda agua sin horizonte alguno y era un agua negra y a la vez transparente, con jardines interiores como las esmeraldas. El gurí de entonces nada podía saber de las esmeraldas pero en ese momento descubrió los jardines profundos y quedó para siempre entrampado en la otra cara del espejo. Espejo de aguas negras, la descomposición del mundo.

Bajo el agua había bosques como de pinos con diminutas flores amarillas que iban perdiendo color de la superficie para abajo, perdiendo color pero ganando sin duda algo insospechado al llegar al fondo.



Al filo de la laguna, una vasta extensión de bruñido cristal oscuro. Para la mirada horizontal el infinito que es la nada; pero para la mirada vertical -penetrante- el mundo subacuático emergiendo a veces en una única hoja flotante que el gurí a veces atrapaba descubriendo el larguísimo cable negro que unía a la hoja con el inescrutable fondo. Cada tanto un camalote le salía al paso, una planta chatita de vejigas infladas como sapos. Entonces él metía una mano en el agua, bien adentro, y don Ciriaco -desde la popa del bote con aire de gondolero dándole a la pértiga- musitaba La piraña, así, en singular, porque era hombre de poquísimas palabras y porque no se estaba refiriendo a un tipo de pez sino a una maldición.

Y el gurí entendía aun sin tener ideas de pirañas, y seguía con la mano en el agua como si nada porque también sabía que las amenazas, él, podía desatenderlas.

Y así, bogando sobre bosques y prados, por insondables pozos negros, sorteando alimañas, dirigiéndose hacia un sol que los enceguecía y les hacía ver blancas esas aguas oscuras, llegaron por fin a la isla de don Ciriaco donde doña Rosa recibió al gurí con la misma expresión indiferente con la que recibió el azúcar y la harina. Tenía ya seis hijos y esperaba otro. Una mancha más qué le hace al tigre, se dijo. Le gustaron, eso sí, las hierbas.

El gurí era chiquito para su edad y blanquecino. Obtuvo un cierto éxito con Amalia, la mayor de las hijas, que lo metió en un cajón de frutas de los grandes, colgado del emparrado, y jugó con él a la muñeca.

Los años pasados en la isla fueron años de estopa, blandos y hasta cálidos, e influida por ellos su vida pudo haber sido muy distinta de no haber estado signada desde el vamos. Cierto día, sobre su cuna hamaca cajón de frutas se abrió un trapo amarillo que parecía impreso con complejo diseño escarlata, intrincadas estrías.

-Es la flor milhombres, le dijo Amalia que le iba dando el nombre de las cosas. Él se identificó tanto con esa flor que flameaba sobre su cabeza que hasta cayó enfermo.

Otro día, explorando con la Amalia el corazoncito selvático de la islita vio palpitar algo como una pequeña bolsa de arpillera colgada de una rama. La bolsa primero suspiró, después se estremeció toda hasta que de su interior emergió un pájaro oscuro mucho más grande que la bolsa. El pájaro se alejó volando pero él lo retuvo en su recuerdo.

-Es el boyero, le dijo la Amalia. Y él se identificó con el boyero.

Es el sietecolores, el cardenal, el tero, el aguapeazú que cuando grita señala el peligro, el dueño del sol, el hornero, le fue indicando la Amalia, y él quiso ser todos los pájaros pero más fácil le resultó ser la lampalagua o el yacaré que a veces cazaba con Ciriaco para vender los cueros.

Mucho estar con la Amalia y aprender cosas de ella hasta que nació la Cara. En sus propias narices. Él, colgado de su rama que ya iba cediendo, en su nido que ya le iba quedando chico como el nido del boyero. Todo encogido y fetalizado para caber en el cajón de fruta, haciéndose el dormido, espió por entre las tablitas esas piernas abiertas, ese hueco feroz que se iba abriendo como para tragárselo, que después empezó a chorrear agua y se puso a escupir una araña peluda que emergió y emergió hasta develar la forma algo viscosa de la Cara.

Primero le cortaron el cable oscuro de planta que la unía al fondo de la laguna oscura, después la lavaron y a él lo sacaron para siempre de su nido y metieron a la Cara. Envuelta en unos trapos amarillos, con la piel escarlata del color del estampado de la flor milhombres.

No pudo odiarla. Le dejó su nido y la llamó Florcita y con el correr de los años le fue enseñando el nombre de los pájaros y aprendió a contar con los dedos de ella. Por eso su sistema métrico nunca fue decimal; porque Florcita, la Cara, tenía seis dedos en cada pie y unos muñoncitos adorables al borde de cada mano, del lado del meñique. Tenía otras cosas, también, que él le iría descubriendo con el tiempo, pero en la más tierna infancia sólo esos muñoncitos que él solía chupar hasta quedar dormido.

Él nunca pescó un dorado, no tuvo esa felicidad viva y luchadora al extremo de su línea. No cazó el yacaré ni el ciervo de los pantanos. Siempre lo dejaron en la muy breve tierrafirme de la isla para ayudar y cuidar a las mujeres. Era demasiado extraño para permitirle internarse en el terso silencio del estero. Demasiado blanco; atraía resplandores.

Cuando tuvo siete años empezó a comprender qué era eso de ayudar y cuidar a las mujeres y no se sintió para nada interesado, sólo le interesaba Seisdedos porque era distinta. Por esa época cayeron los gendarmes a hostigar a doña Rosa y él no prestó ni la menor ayuda, ¿qué hubiera podido hacer, de todos modos?






Fragmento del capítulo DOS

Págs.139-144

Yo, Luisa Valenzuela, juro por la presente intentar hacer algo, meterme en lo posible, entrar de cabeza, consciente de lo poco que se puede hacer en todo esto pero con ganas de manejar al menos un hilito y asumir la responsabilidad de la historia. No la historia de la humanidad sino esta mínima historia del Brujo que se me está yendo de las manos, acaparada por él que fue gurí de la Laguna Trim, un lugar tan preciso, cartografiado, convertido ahora en el difuso e inhallable Reino de la Laguna Negra, con él, el Brujo, de Señor y Amo. Ya va extendiendo sus límites y espera invadimos a todos después de haberme invadido a mí en mi reino, el imaginario. Porque ahora sé que él también está escribiendo una novela que se superpone a esta y es capaz de anularla.

Un psicópata, un loco mesiánico que nos tiene en vilo. Y un descarado de marca mayor, acabo de recibir una invitación a su baile de máscaras de la Luna Llena (vengan como están, les proveeremos el disfraz al pie de la Pirámide). Mascarada para inaugurar la tal pirámide, qué idea. No tiene inventiva, repite los clichés, y para colmo es lo más destructivo que se ha visto.

Hasta el punto de ocupar todo mi pensamiento. Ni hacer mi obra puedo, ahora, ni escribirla tampoco, ni mantener mis contactos con cierto embajador para lograr por fin el asilo de algunos. Tendría que ocuparme sólo de eso, un trabajo más a mi medida sin pretensiones de salvar el país sino simple y más realistamente a unos pocos de los muchos que corren peligro de muerte. Si hasta estaba planeando a mi vez una fiesta en la embajada para que muchos pudieran entrar sin problemas, y ahora me llega esta invitación y me desubica. Aunque un baile de máscaras... no es mala idea.

Reconozco que hay mínimos elementos que nos ¿acercan? Hay una afinidad de voz cuando lo narro, a veces podrían confundirse nuestras páginas. Yo trato de verlo como él se ve pero no tanto, trato de captarle el tono pero a veces él me lo trastorna, lo exaspera y lo hace sonar a invento. ¿Cómo vaya poder inventar a alguien tan despiadado? Simplemente lo narro para que no se ignore su existencia. País de avestruces, el nuestro, política que solemos imitar metiendo la cabeza en la arena, negando los peligros.

Y ahora me cae la invitación como piedra del cielo; sobrepasa los límites, rompe todas las barreras. Vaya tener que buscado a Navoni para mostrársela, a ver qué opina. Hay que hacer algo.

Llamé a su despacho donde él no va casi nunca, claro, y le dejé el mensaje: díganle al doctor Estévez (cualquier doctor que se mencione allí se sabe que es Navoni) que lo espero en el café de la Flor a las siete y media de la tarde. Él entenderá. Por eso estoy ahora en el café La Ópera, son las cinco y cuarenta y cinco, Navoni tendría que haber llegado hace quince minutos y la invitación me quema la cartera. Si hay un procedimiento policial, ahí me encuentran un documento comprometedor y no cuento más el cuento. ¿Qué le digo a la cana, que estoy escribiendo la biografía del Brujo y que por eso él pretende congraciarse conmigo y me invita a su fiesta? No sabemos en qué posición está o simula estar la cana respecto del Brujo. Además si van a allanar mi casa y encuentran el manuscrito estoy lista, no creo que lo aprueben para nada.

Miro el reloj y sé que sólo puedo esperar cinco minutos más. Es la regla y la cumplimos al pie de la letra en gran parte por prudencia -el citado puede haber caído en una emboscada y confesar dónde y con quién estaba de verdad citado- y en buena parte por sentimos protagonistas.

No yo. Yo he hecho hace tiempo un serio descubrimiento al cual me atengo: si no se puede ser protagonista de la historia, vale entonces la pena ser autor/a de la historia. Sólo que ahora estoy viendo tambalear esta firme separación, mezclada como me encuentro en la historia que estoy elaborando.

Ahí viene Navoni, por suerte. Es un alivio verlos llegar en estos tiempos, confirmar que todavía están vivos. También es un alivio, desgraciado pero alivio, saberlos muertos. Lo intolerable es lo otro.

Sé que debo llamarlo Alberto aunque se llame Alfredo y esas cosas a veces me hacen gracia y no las tomo tan en serioo como debiera. Hay que aflojar las tensiones, me digo, conservar el humor bajo las circunstancias más aterradoras. Alberto, Alberto, le grito entonces alborozada y a él eso no le gusta. No llamar la atención es la consigna, y yo como de costumbre fuera de foco.

Un hola seco y habla de cualquier otra cosa y sé que es

para ganar tiempo y hacer que la gente se olvide de nosotros, dejándonos la máxima libertad de comunicarnos por elevación. Alberto/Alfredo enciende un cigarrillo, pide un café que es lo menos conspicuo que puede pedirse en estos lares, me mira.

Me gusta cómo mira. Es una mirada inteligente, alerta. Le tengo confianza porque esta alertez o como se diga nos mantiene vivos en más de un sentido: la inminencia del peligro que recuerda nos obliga a no bajar la guardia ni un segundo. No podemos distraemos.

Por fin, cuando siente que todo ha vuelto a la aparente calma de los bares céntricos donde mejor funciona el aquí-no-ha-pasado-nada, Navoni levanta las cejas como para interrogarme. Le tiendo un ejemplar del conocidísimo Dios, Patria y Hogar, casi la única publicación que podemos leer sin miedo, y él lo toma con curiosidad. Sabe que éste es uno de mis inofensivos golpecitos de humor, sabe que la información vendrá en la revista, contaminándola.

Navoni hojea Dios, Patria y Hogar con aparente interés, da con la gran tarjeta enviada por el Brujo, se detiene apenas unos segundos, prosigue con su interés por tan esclarecedores artículos, pliega la revista, se la mete como si nada en el bolsillo del saco, sigue charlando

-Se te ve muy bien ahora, ¿pensás viajar en estos días? Sé que andabas con luna, pero no creo que un viaje de este tipo te haga bien; no, decididamente no, todo lo contrario.

-Por supuesto que ni sueño con ir, sólo quería informarte. Es muy raro. No sé por qué me invita; ni tendría que estar enterado de mi existencia. Eso me preocupa

-Quizá lo que de verdad busque es que vos te enteres bien de la suya. Existencia, me refiero. Es lo único que le interesa. Un megalómano del tipo No importa qué dicen de mí, lo importante es que hablen. Es ese tipo de persona, suponiendo que se le pueda llamar persona.

-Pero ahora tengo miedo. ¿Qué hago? ¿Abandono la biografía? Vos sabés que tengo cosas más importantes que hacer, de todos modos

-Ni se te ocurra. Si vamos a permitir que nos castren hasta el punto de no poder escribir -no digo ya publicar- más vale suicidarse. No. Vos seguí con lo tuyo. Con todo lo tuyo. Te vaya devolver tu propio consejo. Cierta vez nos mandaste a tratar con cierto personaje, por eso de la medicina homeopática, dijiste: Similia similibus curantur, lo semejante cura a lo semejante, dijiste, y ahora te diré que empiezo a creer en esas cosas. O no, mejor dicho, empiezo a creer que para quienes creen, estas fórmulas dan resultado. No podemos desdeñarlas, no podemos desdeñar posibilidad alguna. Vení a vedo vos también. Falta poco para la gran noche. No sé si permitirán tu presencia, pero te lo haré saber. Chau, preciosa. Escribí mucho.

Escribí mucho, sí señor, buen consejo me dio ese muchacho, como si una pudiera meterse así no más en otros pellejos cuando el propio se ha vuelto tan incierto. Una se queda como desnuda, sin nada que decir, de golpe, boqueando por un poco de aire. Debí de haber aceptado ir al baile de máscaras, hay que acatar las invitaciones que llueven de arriba y no quedarse como yo a la expectativa, esperando el ucase para asistir a la contrafiesta. Una novelista no está en el mundo para hacer el bien sino para intentar saber y transmitir lo sabido ¿o para inventar y transmitir lo intuido? Total que no vaya ir y quizá la fiesta de máscaras que yo narre sea más exacta que la real o quizás el Brujo decida escribir su propia historia de la fiesta o quizá de alguna fuente insospechada sepamos lo que realmente sucederá y quizás eso resulte lo menos informativo de todo.

A cada invitado, a medida que llega, se le irá entregando una máscara de terracota con rostro de animal, algo a mitad de camino entre la repulsión y la belleza. Un desfile satánico y después, mucho después, vendrá la verdadera orgía. Entonces se repartirán garrotes entre los invitados y al ritmo de los timbales empezará la danza. No un baile cualquiera, no: un baile con finalidades destructivas. Cada invitado con su garrote deberá romper al menos una máscara de barro como si fuera una tinaja, y como la máscara va colocada sobre el rostro del otro quién sabe quién le rompe la máscara a quién y con suerte la cara y ahí no más empiezan las represalias.

Faltan varias noches para la aparición de la redonda luna, y yo ya imagino esta danza de las furias mientras se está con la máscara puesta. Después de rota no sólo queda el gran desenmascaramiento; queda también, agazapado, el anhelo de venganza.

Me distraigo en imaginaciones maléficas, insufladas seguro por el que ya sabemos, mientras espero la otra invitación para la danza más sincera, la contradanza de mis gentes de Umbanda.




Fragmento del capítulo TRES

Págs. 244-246

Ponerse a escribir cuando por ahí, quizás al lado, a un paso no más, están torturando, matando, y una apenas escribiendo como única posibilidad de contraataque, qué ironía, qué inutilidad. Qué dolor sobre todo. Si al detener mi mano pudiera detener otras manos. Si mi parálisis fuese al menos un poco contagiosa pero no, yo me detengo y los otros siguen implacables, hurgando en los rincones, haciendo desaparecer a la gente, sin descanso, sin justificación alguna porque de eso se trata, de mantener el terror y la opresión para que nadie se anime a levantar la cabeza. Me pregunto hasta dónde llegará el hambre de represión de este gobierno, a qué gula responderá, cuál será la glándula que segrega este indiscriminado odio, cómo llegar a detener esta descarga química.

Mesiánica ¿eh? También yo volviéndome mesiánica y he aquí el verdadero contagio, la impregnación del Brujo. Él quisiera dominar el mundo poniéndole la pata encima para aplastarlo a gusto. Él espera -con la acción- destruir a su antojo. Y yo, desde esta forma tan pasiva de la acción que es la escritura, quisiera detenerle la mano, acabar con su influencia accediendo quizás a la total pasividad, al silencio. Detener el horror evitando nombrarlo, de eso se trataría. ¿Ponerme una mordaza? No: la mordaza implica un conocimiento silenciado a la fuerza, una censura y ahora me doy cuenta de que no sé nada, no puedo saber nada y me estuve engañando todo el tiempo, creí que era necesario mantener viva la memoria como arma de defensa y de esclarecimiento. Ahora me temo todo lo contrario, temo que el nombrar genere.

Si ahora callo y cruzo a la otra orilla quizá Navoni pueda venir a mí sin correr ningún peligro y aportarme es conocimiento al que no tengo acceso aquí y ahora.

Sí, señor. Planto bandera, planto el lápiz, planto la palabra escrita y quizá algún día todo esto sirva de semilla. Me alejo de mi país para poder respirar a gusto por un tiempo y si Navoni me quiere todavía, que me busque. Estaré donde él no corra peligro alguno. Ni tampoco yo, por el momento. Después veremos:

quien encuentra papel encuentra lápiz, quien encuentra su voz encuentra oídos, quien busca se desgarra. ¿Encontrar sin buscar? Se trataría de eso, y por lo mismo, Brujo Hormiga Roja, señor del Tacurú, amo de tambores, gran sacerdote del Dedo, dueño de La Voz, acaparador de espejos, probable embarazador de su propia pelota, saboreador de sangre, aquí te dejo librado a tu suerte y espero que sea la peor de las suertes, la que te tenés ganada.

En esta sencilla ceremonia hago abandono de la pluma con la que en otras sencillas ceremonias te anotaba. Ya ves. Somos parecidos: yo también creo tener mi gravitación en los otros. Callando ahora creo poder acallarte. Borrándome del mapa pretendo borrarte a vos. Sin mi biografía es como si no tuvieras vida. Chau, Brujo, felice morte




Fragmento del capítulo TRES

Págs. 261-262


Puedes llamarme mi Reina

Él está de pie sobre un agua transparentísima que le llega apenas a la altura del tobillo. Ese fondo no se remueve, no rezuma ni lo absorbe. Es un fondo hierático del cual el Garza va extrayendo puñados de greda sin enturbiar para nada el agua. Greda que va depositando con método sobre el Brujo, embadurnándolo, esculpiéndole -primero una y después la otra- un par de bellísimas mamas con pezones erectos, predispuestos. Y con barro el Garza lentamente lo va moldeando hacia abajo: generosas caderas que destacan y afinan la cintura, un pubis prominente que la resalta a Estrella cubriéndole los adláteres. Unos muslos candentes, pantorrillas torneadas.

Mi Reina, suspira el Garza e intenta acariciarlo -pero esa mole de barro que poco a poco va secándose, agrietándose, no invita para nada a la caricia. Sí a la admiración, sí al desconcierto. Al mirar arrobado.

-Te gusto ¿eh? Soy una esculpida figura de mujer casi completa porque el agua es mi vasalla. No sólo me refleja, me defiende, también. No has podido seguirme modelando ¿te das cuenta? Toda la pantorrilla sí, casi hasta el tobillo, hasta el filo del agua. Y por debajo del agua sigo siendo el de todos los días. Jamás ídolo con pies de barro sino todo lo contrario: soy el barro con pies de ídolo, con mis pies de siempre, pies firmes para aplastar a todo aquel que se me interponga en el camino. Pero decime ¿cómo es que sabés tanto de cuerpos femeninos, mariquita de mierda? ¿Y te creés el Creador, ahora que me modelaste del barro como el otro? Ya vas a ver quién manda.

Y ahí no más el embarrado Brujo se rajó un pedo estrepitoso que hizo temblar el agua fragmentando su imagen en miles de pedazos. Y el pobre carrizal -que con el sol alto ya no era de oro sino de mera y resequísima paja- ardió durante días.






Fragmento del capítulo TRES

Págs. 267-272

Tratándose de le Bruj (el ex Brujo, el gran mutante) parece no haber solución de continuidad en el paso del dicho al hecho. Al ser nombradas, las acciones, enseguida y casi simultáneamente son puestas en práctica. Como con el verbo jurar: basta el enunciado para que la actividad se formalice. Por eso los pobladores de Capivarí y tierras aledañas ya están cose que te cose en la amplia y desolada plaza del pueblo. Las mujeres usan hilos de seda, los hombres agujas de enfardar y los hilos de coser las bolsas de harina. Mientras tanto los hombres de le Bruj recorren las casas y requisan todo lo que les parece conveniente: desde los tules de novia hasta el más mínimo pañuelito bordado con tu pelo si tu pelo es canoso, porque en la confección de esta alba carga de pureza no puede ingresar ni el menor toque de disgusto.



Y Capivarí, en el silencio de la costura compartida, compulsiva, se va volviendo el centro axial del mundo. Las fuerzas convergen hacia el pequeñísimo pueblo que empieza ya a cobrar grandeza. Es ahora Cap, y no sólo del muy indefinido Reino de la Laguna Negra. Y eso que el resplandor se ha apagado. El fuego del Gran Pedo Maestro acabó por consumir los pajonales que enmarcaban las lagunas y sólo unas pocas, tristes islas flotantes se salvaron. Quedan sí las raíces subacuáticas, perdura el embalsado. Volverá a crecer el paraíso de la yarará y la lampalagua, pero mientras tanto los caranchos se convierten en aves acuáticas y se zambullen para devorar los restos tostaditos de los últimos ciervos del pantano.

Llorad, mariscadores. Ya no iréis más con la escalera de mano a plantarla entre los juncos para poder detectar la presa desde lo alto. No hay más juncos ni más presa. El Señor de estas comarcas -ahora indefinible Señor- ha modificado la ecología, ha alterado el equilibrio biológico. Como corresponde a sus altas propiedades taumatúrgicas bastante destructivas.

Las lagunas están más negras, más quietas que nunca porque el viento ya no les ondula las rubias cabelleras. Los prófugos en cambio están más inquietos que nunca. Ya no tienen dónde esconderse, más les vale entregarse e integrarse a este reino de le Bruj que lo trastorna todo.

Van hasta Cap, los prófugos, los juidos, aquellos que escapando de la justicia buscaron la protección de los cañaverales ahora incendiados. Y calladitos se acercan a la plaza mayor (la única) y se sientan en algún rincón poco conspicuo para ponerse a coser con los otros sin llamar la atención. No tienen qué temer. Se habían hecho al monte por crímenes no censurables en este nuevo reino donde sólo el desacato a Seña es pasible de condena.

Reintegrados, entonces, nuevamente útiles a la sociedad, los violadores, los asesinos, esos muchachos, cosen con fruición la carpa piramidal y cada tanto improvisan un bordado. Como quien chifla bajito.

Cap es un imán que atrae a muchos aun sin aquel memorable resplandor que le servía de aureola.



Por el río va subiendo la lancha maderera con los tres misteriosos personajes. ¿Y por la selva? Más miserioso aún es ese reptar que se va tornando verde, compenetrado. Entre árboles que crecen dentro o por encima de otros árboles, bajo hojas gigantes que sirven de techo cuando se largan las lluvias, avanza la 730 Arrugas y sin saber por qué en su camino sólo se alimenta de hongos.



En Capivarí la carpa crece y crece y va cobrando forma aunque todavía falten muchos metros de tela para terminada.

Muchos metros y las telas reblancas ya empiezan a mermar. Cunde cierto pánico. El maestro Cernuda que está como corresponde a la cabeza del operativo lanza un sos al Tacurú.

Le Bruj desnuda entonces a las guainas de sus tipoi. Desnuda al Garza que como su nombre indica siempre viste de blanco, y por fin consiente en desprenderse del material antes mencionado. Un camión volcador, repleto, se dirige a Capivarí y al llegar vierte su preciosa carga a un costado de la plaza. Catarata de blancos lienzos que es recibida con muestras de alegría.

Coser es una forma de oración. Rezar es estar uniendo con puntada invisible los trapos sueltos del Misterio. Los capivareños rezan con las manos, con el tierno vaivén de las agujas. De alguna forma se hermanan con quienes en el sur, río abajo, rezan ante el nuevo Santuario de la Muerta, en la Basílica, y piden secretamente por la paz (mientras vuelan las balas en el sur, mientras las sirenas y las razzias y las desapariciones). En Capivarí la paz ni se menciona, es palabra prohibida, pero las puntadas blancas y los ríos de blancos lienzos intentan quizás absorber el río de sangre que corre desde la vieja profecía.

Aire de sosiego se respira en Capivarí al menos por un tiempo. Hasta que la anciana desconocida, sentada a un costado de ese ondulante mar de blancas telas, exclama

-¡Éste es mi vestido de novia! Se lo llevé hace montones de años al antiguo altar de la Muerta. ¿Qué hace ahora acá?

Los milagros no dan marcha atrás, las ofrendas avanzan en santidad, nunca retroceden hasta volver a las manos de quien las ofrendó en primera instancia. Anatema. Anatema.

¡Y pensar que tanto aplaudieron la llegada del camión que del Tacurú les trajo estos sinsabores! Otras prendas del Santuario fue encontrando la vieja, armando por lo tanto el consiguiente alboroto. ¿Qué hacer, entonces, reintegrar las reliquias al renovado Santuario o cosérselas no más a la carpa encargada por le Bruj, Señor del Tacurú y de la Pirámide, Figura Preclara de la Laguna Negra, Persona?

-Vamos a tener que coserlos, no más. Nos estamos quedando sin paño y la carpa debe completarse lo antes posible. Tremebundas catástrofes pueden caer sobre nuestras cabezas SI no nos apuramos.

A pesar de los fundados temores la vieja no quiere largar su prenda ni esas dos o tres más de reconocida procedencia. Lo que alguna vez perteneció al Altar de la Muerta al Altar debe volver y no hay vuelta de hoja. Pero la vieja se compromete a reemplazar la tela, centímetro a centímetro.

Hacen entonces un paquetito, lo meten en una bolsa de plástico y lo mandan río abajo en un camalote. Están seguros de que los seguidores de la Muerta lo pescarán en la boca del río y lo llevarán al Santuario Nuevo, felices de recuperar algunos emblemas de los tiempos añorados.

La 730 Arrugas se dispone pues a cumplir su promesa de reemplazar las telas. Aunque mienta a veces -ella jamás soñó con casarse, qué va a haber andado perdiendo el tiempo en pavadas- nunca defraudará a los suyos.

Y mientras los demás siguen cosiendo muy lentamente para que no se les acabe de golpe la tela y la esperanza, la vieja se dirige hacia el decrépito galpón donde todavía quedan algunas linotipias de La Voz. Y una vez allí, en el rincón más oscuro, hurga entre la estopa y no sólo recupera los vellones más blancos. También mantiene un diálogo y es casi como si hablara sola. Pero escucha, escucha y al ritmo de la muy tenue voz va hilando la estopa y después la teje. Crea un buen trozo de tela de una trama algo abierta pero consistente que luego formará parte de la carpa, aportando las palabras que se han intercambiado en ese indefinible encuentro.



Quedan todavía huecos. Los tules muy transparentes y los encajes de randa han sido descartados por los hombres de le Bruj. No es carpa de mirar a través. Esta que están cosiendo en Capivarí es carpa de ocultar, de separar.



Apenas unos pocos claros para terminar la obra. Y los tres forasteros que han llegado a Capivarí presumiblemente por vía fluvial contemplan embelesados el manto blanco que cubre la plaza y potreros aledaños. Quisieran ser aceptados y algo van a contribuir, sin duda. La mujer se quita la camiseta, el hombre alto les tiende algo blanco que es un híbrido entre capucha y máscara. El maestro Cernuda siente una inexplicable reverencia al aceptar este último don y determina que se le cosan todos los orificios para que no sea rechazado: tres puntadas en cada ojo, nueve para la boca y también cerrarle los oídos. Por el momento es esa la consigna. No ver, no oír, no hablar. Todo a la espera.

El hombre corpulento se desviste en silencio. Está ataviado de blanco de pies a cabeza y una a una va donando sus prendas. Manos ávidas se las quitan de las manos y las cosen con celeridad a la carpa, antes de que se arrepienta; así van llenando los huecos hasta completar la obra.



Esta carpa ha desnudado a muchos. Ha despojado como loca. Pero sólo queda uno desnudo de verdad, de pie, estatuario, casi un monumento en medio de la plaza ahora blanquísima de Capivarí. Plaza como nevada y él estatua de cobre, irreverente



desnudo

mástil erecto

Hasta que llega el camión del Tacurú y se lleva la carpa dejándolo solo, ahora inconspicuo, confundido con la tierra.





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