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ArribaAbajo¡Paz a los muertos!

(TRADICIÓN)



- I -

Orad por los difuntos; que no es la misericordia de Dios más dura que las entrañas de la tierra...



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Sombrío como un mal pensamiento, fuerte como un atleta, elevábase a orillas del mar el castillo de Valdecoz. Encaramado sobre un peñasco, descansaban sus cimientos sobre la roca viva; su gran rampa levadiza que reforzaba la puerta, miraba hacia el mar, y su torre del homenaje se elevaba orgullosamente hacia el cielo, rematando en una enorme águila rampante sobre el firmamento, que oprimía entre sus garras un blasón roto. Hubiérase dicho que aquel gigante de granito se alzaba en su soberbia, diciendo al mar: Te desprecio. -A las rocas. -Te domino. -Y al cielo, decía impotente: ¡No te alcanzo!...

-Nadie le habitaba: cerrado como una tumba, reinaba en él un silencio aun más lúgubre que el de la soledad: aquel silencio parecía el de la muerte. Roto el soberbio blasón que en la torre del homenaje sostenía el águila entre sus garras, parecía que, desplegando esta sus alas de piedra, iba a huir de allí graznando aterrada: -¡Lo que he visto!...

La hiedra, fiel amiga de las ruinas, había coronado una lápida corroída por el tiempo y los temporales, en que por debajo de una estrecha saetera, se leía:

Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.

Al leer aquella inscripción, que como único nombre y única historia se descubría junto a un escudo destrozado, hubiérase dicho que la cólera divina había venido a sustituir a la vanidad humana, en el dominio del castillo de Valdecoz. Su último señor, llamado el Malo, desapareció cazando en un bosque, que formaba el límite de su señorío: tres meses antes, su hijo único Ferrant, llamado el Bueno, había desaparecido también, ignorándose su paradero.

El tiempo, gran descubridor de misterios, ha conservado, sin embargo, una tradición del castillo de Valdecoz, que, viniendo de padres a hijos, llega hasta nosotros, ennoblecida con el polvo de los siglos, y bautizada con más de una lágrima de ternura: tradición que reconoce por origen la sencilla fe de nuestros antepasados, o quizá alguno de esos prodigios de que se sirve Dios para despertar el arrepentimiento en el corazón del malvado y mantener la confianza en el del justo.

Bien se nos alcanza que estas tradiciones, siempre sencillas y poéticas, al par que profundamente religiosas, no encuentran hoy el santo eco que merecen. La despreocupación es la primera preocupación de este siglo, que se empina sobre el escepticismo, creyendo subir al pedestal de la más alta superioridad intelectual, y consigue tan sólo encerrarse en el mezquino círculo de ideas triviales que alcanza y comprende. Mas no por eso dejaremos nosotros de recoger estas tradiciones, cual santas reliquias de la fe de nuestros mayores que venerar, ni dejaremos tampoco de narrarlas, cual hermosos ejemplos que imitar.

Niéguelas en buen hora el que no las crea: pero no se juzgue por eso superior a los que tenemos la dicha de creerlas y venerarlas. A cualquier necio le es dado negar más de lo que puede probar un filósofo; y es por otra parte la sonrisa del escéptico demasiado fácil y vulgar, para ser de buen gusto ni de buen tono.




- II -

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Una mañana de octubre, volvía el Castellano de Valdecoz al frente de sus hombres de armas, de saquear un territorio vecino con cuyo Señor mantenía añejas rencillas. Cautivo este de su enemigo, esperaba, con esa altivez de espíritu que en la adversidad es madre del heroísmo, ser colgado del águila que, cual la imagen de la soberbia, coronaba el castillo de Valdecoz.

En vano el caritativo Ferrant, pidió a su padre el perdón del prisionero, recordándole que el verdadero valor se corona, como el mérito con la modestia, con la clemencia hacia el vencido. Para vencedores como el Castellano de Valdecoz, no hay más ley que la de Breno -¡Vae victis!5- y desoídos por eso los ruegos de la compasión, fue cumplida la bárbara sentencia. Pendiente el cadáver del águila, que parecía cebar su corvo pico en aquel horrible trofeo de la muerte, había de permanecer allí hasta que fuese pasto de los buitres.

Ferrant se retiró horrorizado, y al mismo tiempo que las blasfemias del padre, subían al cielo las oraciones del hijo. A la media noche, el piadoso doncel salía cautelosamente de su estancia: con el mayor sigilo subió a la torre del homenaje, y cargando sobre sus hombros el cadáver del desgraciado caballero, le dio sepultura en la playa, al pie de una roca a que no llegaban las mareas.

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Imposible es describir la cólera del Castellano, al notar la desaparición del cadáver de su víctima. Todos los del castillo temblaron por Ferrant el Bueno: mas tranquilo él como la buena conciencia, sereno como el que cumple un deber, se presentó a su padre, confesándose autor de aquella obra que era para el Castellano un delito. En este la sorpresa, adormeció a la cólera por un momento.

-¡Desgraciado! -exclamó: ¿qué razón tuviste para desobedecer mis órdenes?

-Dar paz a los muertos, ya que vos dais muerte a los vivos -respondió Ferrant, con la dulzura del respeto que contiene y la firmeza de la convicción que no se doblega.

-¡Paz a los muertos! -barbotó el Castellano, lleno de rabia y desprecio. ¡Más que mallas y capacete, una cogulla mereces!... ¡Pero no lograrás tu intento... te lo juro por la barba!... ¡Tú mismo vas a volver el cadáver de ese traidor al sitio que ocupaba!...

Ferrant se negó resueltamente a cumplir la orden impía de su padre, porque sabía que la autoridad paterna tiene un límite, que termina donde lo que es bueno y justo acaba. Como el cable que flexible pero fuerte resiste al embate de las olas, resistió sumiso pero firme a las amenazas del Castellano.

Entonces aquel padre desalmado, en cuyo corazón ahogaba el crimen la voz de la naturaleza, arrojó a Ferrant del castillo; y el caritativo doncel abandonó los dominios de sus mayores, solo, desvalido, llevando en su escarcela, como único tesoro, una flor que había cortado en la tumba de su madre.

Pero en vano trató el Castellano desde la partida de Ferrant, de distraer en la guerra y en la caza la negra melancolía que también desde entonces le roía el alma: el primer dolor con que el remordimiento hiere la conciencia del criminal, es con la impotencia de deshacer su crimen. Una mañana el Castellano, más triste y taciturno que de costumbre, salió a cazar en un espeso bosque que formaba el límite del señorío, y en vano sus hombres de armas le esperaron un día y otro día, porque el Castellano de Valdecoz no volvió nunca.

A poco decíase por los alrededores que en el silencio de la noche salía de aquel bosque una voz tristísima, tristísima, que clamaba: -¡Paz a los muertos!... ¡Paz a los muertos!...

Los años, cuya rapidez aterra cuando se cuentan pasados, pero que parecen una inmensa cadena de días cuyo último eslabón se pierde en la eternidad, cuando se miran en el porvenir, cambiaron el aspecto del señorío de Valdecoz: los niños se hicieron hombres, los hombres se hicieron viejos, los viejos se hicieron... polvo!

Ya no resonaban en el castillo los cantos de los hombres de armas, ni la bocina del vigía de la torre del homenaje anunciaba el día, el medio día y el crepúsculo: solitario, cubierto de esas yerbas que el tiempo y el abandono hacen nacer en los edificios, como las penas y los años hacen nacer canas en la cabeza del hombre, parecía oprimido más por el peso de una maldición que por el de los siglos. En su soledad, desmoronábase viejo, caduco y sombrío, y renegando de su fortaleza, pedía, cual el Judío errante, por única gracia la muerte. Sólo aquella voz triste, tristísima, continuaba a la media noche resonando en el bosque, con el afán del que pide, con la tristeza del que se queja, con la angustia de un lamento.

-¡Paz a los muertos!... ¡Paz a los muertos!...

Ferrant el Bueno volvió al señorío de su padre, después de haber combatido a los árabes como simple soldado, durante los veinte años que duró su ausencia. Al pasar por el bosque era la media noche, y más triste que nunca llegó a sus oídos el misterioso lamento: Ferrant se sintió sobrecogido por ese terror misterioso que infunde siempre lo sobrenatural hasta en los ánimos más esforzados: encomendose, sin embargo, a la Virgen María, y entró denodadamente en la espesura.

Abríase en medio del bosque un gran círculo árido y triste, que contrastaba con la verdura de los árboles que, como horrorizados, no osaban traspasar aquella extraña circunferencia: en su centro vio Ferrant destacarse a la luz de la luna, un cadáver informe, sucio y medio podrido. ¡Cosa rara! aquel cadáver tenía abiertos los ojos, como si la muerte mirase y pidiese algo a la vida. Ferrant se aproxima poseído de un religioso terror, y da un grito terrible al reconocer a su padre en aquella masa inerte.

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Pasados los primeros trasportes de sorpresa y de dolor, Ferrant intentó abrir con su hacha de armas una fosa en que sepultar el cadáver de su padre: pero la tierra, dura, como lo había sido el corazón del Castellano; seca, como lo fueron sus ojos; repelente, como lo fue su mano para la desgracia, rechazó el acero, cual si fuese duro mármol, negándose a dar una tumba al Castellano de Valdecoz. Ferrant vio la mano de Dios, que castigaba al impío.

Pero aquel impío era su padre, y el buen hijo oró, rogó humilló su frente sobre aquel suelo, instrumento de la justicia divina; y las lágrimas, que todo lo borran, que todo lo alcanzan, corrieron abundantes de sus ojos, viniendo a humedecer la tierra y a ablandar sus entrañas. Ferrant vio entonces que ésta se abría lentamente por sí sola, dejando aparecer una fosa, en que el piadoso hijo depositó el cadáver de su padre.

Los villanos de Valdecoz no volvieron a oír nunca aquel grito que pedia:

¡Paz a los muertos!






ArribaAbajoCaín


L' intérêt personnel, sous de noms spécieux,
Conduit secrètement leurs coups ambitieux.
Le peuple n'a jamais profité de leur crime;
Il en fut le prétexte, il en est la victime.


(Le Franc de Pompignam)                



El interés personal, bajo especiosos nombres,
Dirige secretamente sus ambiciosos planes.
El pueblo no se ha aprovechado jamás de su crimen;
Él es el pretexto, y él es la víctima.


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A la caída de una hermosa tarde de mayo de 1869, caminaba, por el arrecife que va de Jerez al Puerto de Santa María, un hombre ya entrado en años, que llevaba delante de sí una burra. Iba ésta aparejada con una sola albarda, sobre la que, sin jamugas ni asiento de ningún género, se sentaba una mujer de edad madura, que lloraba amargamente, limpiando de cuando en cuando sus lágrimas con los picos de un pañuelo catalán que cubría su cabeza. El mismo dolor, más comprimido, y quizá por eso más terrible, se leía en las facciones del hombre: caminaba con la cabeza baja, retorciendo entre sus manos la vara con que arreaba la burra, y a veces una lágrima, corrosiva como un ácido, iba a perderse entre sus patillas blanqueadas por los años o las penas. Solía entonces, como si quisiese disimular su pesadumbre, dar un fuerte varazo a la burra, diciendo bruscamente:

-¡Arre, Molinera, que tienes paso de procesión!

Intimidada ésta, empinaba las orejas y aligeraba el paso; pero bien pronto volvía a su lento andar, caídas las orejas, que sacudía de cuando en cuando, y gacha la cabeza, como si participase del abatimiento de sus amos. Largo rato caminaron éstos en silencio, hasta que, señalando el hombre un pedazo de tierra sembrado de melones y tomates que había a orillas del camino, dijo con ese tono fatigado del que, poseído de una gran pena, la disimula, hablando de cosas indiferentes:

-¡Qué bueno va este año el cojumbral de Juan Pita!

La mujer ni levantó la cabeza, ni respondió palabra, como si fuese extraño a ella todo lo que no hiciera referencia a su dolor. En aquel momento salió de un sombrajo, que colocado en un alto dominaba el cohombral, un hombre cargado con dos canastas de tomates, que, saltando la gavia que guarnece el camino, fue a emparejar con nuestros caminantes. Era Juan Pita en persona.

-Dios guarde a V., señó Miguel, y la compaña -dijo incorporándose a ellos.

-¡Hola, Juan! -contestó Miguel. ¿Vas para el Puerto?

-No, señor, que voy a los Jereles a vender estas canastas de tomates, que son las primeras que se presentan hogaño en la plaza.

-No diré yo otro tanto: los de mi huerta no van hasta que los soldados los comen.

-Pues los míos son tempranos y es fruta de médico.

-¿De médico?...

-Sí; porque son los que pagan más caro. ¡Ya se ve; como que la noria de donde sacan el agua siempre está dando vueltas, la muerte!

-¿Y a cómo los vendes?

-Pues estos que otoavía verdean, a veintiún cuartos; y estos más maduritos, a peseta, y ni un ochavo menos.

-¿A peseta esos tomates, que más bien que para un gazpacho sirven para engordar marranos?... Quiéreme parecer, Juan, que tienes la manga más ancha que la puerta del cementerio, por donde caben todos los que van, y sobra sitio para los que vienen.

-¿Y qué quiere V., señó Miguel?... Con los tomates de este año tengo que mercar un borrico.

-Pues mira que un borrico pesa mucho sobre la concencia.

-Esos son escrúpulos de beata -señó Miguel. Yo, antes de ser hortelano, fui abogado, y aprendí a calcular...

Y Juan Pita, sonriendo cínicamente, levantó a la altura de su pescuezo la mano izquierda, cerrando uno a uno los dedos: significativo ademán, que en todos los países conocidos se ha traducido siempre por lo que Dios prohíbe en el séptimo de sus mandamientos.

-¿No es verdad, señá Joaquina? -añadió Juan; que va usted ahí más callada que un poste, y más pomposa en su burra que si fuera en un retablo.

Volvió Joaquina la cabeza, y pudo Juan notar toda la aflicción que retrataba su semblante, y que hasta entonces no había percibido.

-¡Caramba! -exclamó, soltando un voto, y parándose en el camino. ¿Qué tiene V., que lleva todos los tomates de mi canasto en los ojos?

Joaquina prorrumpió en nuevas lágrimas, y Miguel guardó silencio.

-Pero... ¿qué ha pasado, señó Miguel? -volvió a preguntar Juan Pita. ¿Qué es lo que hay?

¿Qué ha de haber? -exclamó al fin Joaquina entre sollozos. ¡Que Perico, mi vida, mi alma, el hijo de mis entrañas, ha salido soldado y se lo llevan hoy a Cádiz!...

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-¡Válgate Dios, señora!... ¡Y yo que nada sabía! -exclamó Juan apesadumbrado.

-¡Hijo mío! -prosiguió Joaquina llorando: ¡Yo no lo parí ni lo crié para que pasase trabajos por esos mundos de Dios!... ¡Tan delicadito como está, hijo de mi alma! ¡Esto va a ser su muerte y ya no le veré más!

-¡No tientes a Dios, mujer, que tiene el muchacho más rejos que un mulo manchego! -exclamó Miguel bruscamente.

Y dirigiéndose a Juan, añadió:

-Sino que a la mujer ésta se le ha puesto entre ceja y ceja que al chiquillo le va a suceder algo, y lo está llorando con tiempo, y metiéndole aprensión.

-¡Calla, Miguel, calla! -replicó Joaquina; que de sobra conoces lo bien que digo, sino que en ti la procesión va por dentro... ¡Ay, Dios, y qué tragos más amargos nos traen los años! -seguía lamentándose la infeliz mujer. ¿Qué será de estos pobres viejos sin su Perico, que tanta falta les hace?

-¡Vaya, señá Joaquina, que no es tan negra como V. la pinta! -dijo Juan Pita. Desde que Adán pecó van los mozos a servir al rey, y vuelven como si tal cosa; y mientras tanto, ahí le queda a V. Roque, que es un mozo como un trinquete.

Una amarga sonrisa apareció en los labios de Miguel, que vino a dar a su rostro contraído una expresión aun más dolorosa.

-¡Roque! -murmuró amargamente; ¡no lo matará a ese ninguna pena ajena!

-¡Ese es otro clavo que tengo en el corazón! -exclamó Joaquina, al par afligida y colérica: la tirria que le tienes a tu hijo Roque, y la cara de baqueta, y los malos modos que siempre traes con él.

-No es tirria, Joaquina -replicó Miguel gravemente-: es que la venda de padre no me ciega la luz del entendimiento, y veo que ese muchacho tiene malas entrañas.

-¡Pobrecito mío! -gimió Joaquina. ¿Qué sería de él sin su madre, que le quiere tanto y no tiene preferencias con ninguno?

-Tampoco yo tengo preferencias; pero conozco lo que cada cual vale... ¿Querrás creer, Juan, que ese mal alma de Roque oyó que su hermano era soldado, como quien oye llover; lo vio salir de su casa sin derramar una lágrima, y en vez de acompañarnos a su madre y a mí a despedir a ese bendito de Dios, se queda en la huerta tendido a la bartola, más fresco que una lechuga.

-¡Pero hombre! ¿iba a dejar la huerta sola? -replicó Joaquina, que, como todas las madres, siempre encontraba disculpa a las faltas de su hijo.

-Bien sabe hacerlo cuando se va de juelga al pueblo, y a aprender por ahí picardías... Te digo que tiene mala sangre, Joaquina, y que nos ha de hacer derramar muchas lágrimas.

Calló la madre, como si comprendiese la verdad de las observaciones de Miguel; éste sacó de la faja un pañuelo, colorado, se quitó su sombrero calañés, y fingiendo enjugar el sudor de la frente, limpió dos anchos lagrimones que acudieron a sus ojos.

-¡Anda, Molinera, anda, que la noche se viene encima! -dijo, arreando a la burra.

Mientras tanto, Juan Pita, ya fuera que le mortificase el desairado papel que hace una persona indiferente entre los que sufren una gran pena, ya que esa delicadeza, innata en el pueblo, le indicase que después del giro que había tomado la conversación estaba de más un testigo, aprovechó el silencio que siguió a las últimas palabras de Miguel; para despedirse, y tomando por un atajo que llaman la Trocha, retrocedió hacia Jerez, donde pensaba vender sus canastas de tomates.

El afligido matrimonio siguió en silencio su camino, sin que se oyesen más que los pasos de Miguel y Molinera, los comprimidos sollozos de Joaquina, las esquilas del ganado, que por diversos puntos se iba retirando a sus establos, y a lo lejos, la voz de Juan Pita, que, con esa tan general indiferencia del que tiene el pecho lleno de contentos hacia el que lo tiene de desdichas, se alejaba cantando:


En el hospital del Rey
Hay un ratón con tercianas;
Y una gatita morisca
Le está encomendando el alma.



Abismados Miguel y Joaquina en sus tristes pensamientos, pasaron en silencio los dos pilares que llaman las Cruces, colocados a orillas del camino, como dos centinelas que marcan la primera legua andada de Jerez al Puerto. Sale de allí una vereda, que, obedeciendo a su propio instinto, tomó Molinera, y que trepa por un cerro árido, sin vegetación, cubierto de yerbas secas, que dejan asomar alguno que otro murallón negro, escueto y pelado, como asomarían por una sepultura excavada los huesos de un enorme esqueleto. Aquella es la tumba que el tiempo ha labrado al castillo de Sidueñas.

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En aquel sitio se levantó esta imponente fortaleza, armada de ocho torres, que la fortificaban. Es opinión fundadísima que la reina de Castilla, doña Blanca de Borbón, vino a llorar entre aquellos muros los desdenes del rey D. Pedro, y allí, por orden de éste, el ballestero Juan Pérez de Rebolledo le dio un tósigo, por haberse negado a este crimen con gran valor y nobleza, Íñigo Ortiz de Zúñiga, primitivo guardador de la regia prisionera. Hoy, gracias a una mano cuidadosa, que supo incrustar como en un relicario lo que el tiempo y el abandono habían dejado de aquellos muros, que tanto han visto y tanto saben, queda del castillo de Sidueñas una de sus ocho torres, la de doña Blanca, que se alza sobre el cerro, que cubre sus ruinas como una cruz sobre una sepultura, como una corona sobre la tumba de un héroe. Encaramada sobre su alto pedestal, no tiene una flor que la adorne, ni siquiera una guirnalda de yedra que la abrace y la sostenga. Severa, como cuadra a la guardiana de una tumba; altiva, como corresponde a la última morada de una Reina, se ciñe su corona de almenas, y muestra a su frente un escudo, en que, bajo una corona de marqués, campea el león de Castilla, y se destacan las tres barras de Aragón.

Allí radica el título de los marqueses del Castillo del Valle de Sidueñas.

Rodean aquel cerro triste y pelado, a la manera que para disimular el horror de la muerte circundan un sepulcro de jardines, cuatro frondosas huertas: la Martela, la de los Nogales, la del Algarrobo, y la del Alcaide.

Nace en esta última, al abrigo de una porción de álamos blancos, un manantial, que lleva el dulce nombre de La Piedad, y que pródigo y compasivo, como su nombre, manda uno de sus caños a fertilizar las huertas, mientras el otro sigue el camino del Puerto de Santa María, se detiene ante una ermita arruinada, para acatar la majestad caída, para llorar las ruinas que el hombre hace, indignado ante el abandono del cristiano, y sigue luego pesaroso su marcha, mientras la ermita, sola, triste, con sus muros destruidos, su Iglesia sin puertas ni techo, su campanario sin cruz que lo corone, ni campanas que le den lengua, no protesta como el arrogante, ni se queja como el débil, ni se lamenta como el triste; sino que inútil, cual un altar sin santuario, destruida, cual un cuerpo sin alma, pero imponente, cual un rey sin corona, en la doble majestad de su grandeza pasada y su desgracia presente, se desmorona en silencio!...

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- II -

Siete años iban a cumplirse desde que Miguel y Joaquina tenían arrendada la huerta del Alcaide, a la que sirve de casa, y como tal se le tiene señalada, la torre de doña Blanca. Miguel labraba la huerta, ayudado de sus hijos Perico y Roque, y éstos iban a vender la fruta y la hortaliza en la plaza de abastos de Jerez de la Frontera.

Perico, el mayor, tenía esa buena fe, esa expansión que se hermanan tan bien con la juventud -hermosa edad en que el corazón, de par en par abierto, ni abriga temores ni encierra desconfianzas-, como con la alegría se hermana la risa. Amante de sus padres hasta la exageración, si la exageración supiese en el santo y obligatorio amor de hijo, que la naturaleza manda y el agradecimiento sanciona, su dicha, era proporcionarles un gusto, y su felicidad verlos tranquilos, descansados y contentos. Roque, por el contrario, tenía ese egoísmo, que en la edad madura repugna como un vicio, y en la juventud horroriza como una aberración; la envidia, que siempre supone perversidad de corazón y alcances limitados, porque las almas elevadas sólo conocen rivalidades, daba a su carácter un tinte amargo e incisivo, como da la bilis su color verdusco a las facciones de ciertos enfermos. Era ambicioso en el mezquino círculo de ideas en que se agitaba: porque los modernos revolucionarios, al servirse del pobre como de un instrumento, le han quitado aquella bendita conformidad, que la religión y la caridad del rico mantenían en él, y que le daba en su pobreza fuerzas, y en sus dolores esperanzas. ¡Pobre pueblo, que vierte locamente el bálsamo que curaba sus heridas! ¡Pobres ricos, que no saben conjurar la tormenta, cuyos primeros truenos ya resuenan, y cuyos primeros rayos han comenzado ya a incendiar y destruir!...

Como todos los ambiciosos, ya sean de levita, ya de chaqueta, Roque no tenía en sus solapados planes más confidente que su egoísmo: porque la desconfianza, como los escuchas en un ejército, precede siempre con los ojos abiertos, y aguzadas las orejas, a su madre la ambición.

La vida de Miguel se deslizaba tranquila en su holgada pobreza, compartiendo su cariño entre su mujer y sus hijos. Pero, al cumplir Perico los veinte años, fue interrumpida aquella dulce monotonía por esa pesadilla que quita el sueño a tantas madres, esa negra nube que todos los años se cierne, lo mismo sobre la casa del rico que sobre la del pobre, pero que el dinero de aquél evita, y la pobreza de éste sufre: ¡las quintas!

¡Perico, en quien se cifraban tantas esperanzas; aquel modelo cumplido de amor de hijos, tuvo que meter mano en cántaro, y le tocó la suerte!...

En vano el infeliz muchacho intentaba, aparentando serenidad, consolar a sus padres. Mal puede consolar quien necesita de consuelo; y el dolor, brotando de aquellos tres corazones que tanto se amaban, fundíase en un solo raudal de lágrimas, para recibir una nueva herida, estrellándose contra la fría indiferencia de Roque, a quien jamás inmutaron penas de otros. La violencia del pesar hacía aún más expansivo y cariñoso al infeliz Perico. Su hermano, por el contrario, recibió el abrazo de despedida del pobre quinto sin tener para él una palabra de consuelo ni de ternura; sólo al verle desaparecer en compañía de sus padres, se encogió de hombros, y dijo brutalmente:

-¡Hasta que traigas nietos, Perico!...

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La estación del ferro-carril presentaba en aquella hora una de esas escenas, que, en la imposibilidad de remediar, hacen al alma compasiva deshacerse en lágrimas; lágrimas, que son el último baluarte de la caridad, que, cuando no remedia ni alivia, consuela llorando con el que llora.

Cada quinto tenía allí su padre o su madre, su hermana o su novia; resonaban por todas partes los lamentos de los que se quedaban, y los consuelos de los que se iban; en unos promesas de amor eterno, en otros promesas de eterna memoria... ¡Como si tras el amor no viniese la indiferencia, y tras la memoria el olvido!

Oíase, sobre todo, esa palabra que siempre trae tras sí lágrimas; lluvia del corazón, como el viento trae tras sí agua, lluvia del cielo; palabra que entre personas queridas jamás pronunció la alegría, porque representa siempre la triste idea de la ausencia que separa; palabra reservada al dolor, que es la pena viva; a la tristeza, hija del dolor que se resigna y vive dormido; o a la melancolía, hermana de la tristeza, que ya no llora, sino suspira: -¡Adiós!

¡Cuántos de aquellos pobres quintos la decían por última vez!

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Sentado en un rincón de la sala de descanso de tercera clase, Perico apretaba las manos de su madre, mientras ella enjugaba las lágrimas, que, como gotas de acíbar, destilaba su corazón, y surcaban sus mejillas arrugadas antes de tiempo. En pie delante de ellos, Miguel tenía en la mano un morralillo, que encerraba el miserable equipo de su hijo, y de cuando en cuando, el dolor, venciendo la fortaleza del hombre, brotaba en un sollozo, o corría en una lágrima. Joaquina había colgado al cuello de Perico un escapulario de la Virgen de los Milagros, que se destacaba sobre su chaqueta de bayeta amarilla, brillando como un consuelo entre penas, como una esperanza entre dolores, como una promesa en la angustia, como un refugio en el desamparo!...

-¡Ea, madre, no se apure V., que tres años se pasan en un vuelo, decía Perico, esforzándose por sonreír, mientras los ojos se le arrasaban en lágrimas!

-¡Tres años sin verte, y quieres que no me apure?... ¿Y quién me consuela mientras, quién me ayuda a llevar esta pena, quién me dice que te veré volver como te veo ir?... Madre mía de los Milagros, ¿qué será de mi hijo?...

-Ella cuidará de él, mujer; no te aflijas, que con llorar no has de remediarlo -replicaba Miguel.

-¡En ella confío, en ella confío! -gimió devotamente la madre. ¡Rézale mucho, hijo de mi alma, que ella sola es el amparo de los pobres, y el refugio de los desgraciados!

La campana que anuncia la salida del tren suena al fin, haciendo latir tantos corazones y de tan diverso modo: ábrense las puertas, y aquel tropel de padres y de hijos, aquella avalancha de dolor y de lágrimas, que, como las primeras al rodar por la montaña arrastran tras sí nuevas nieves, recogía por donde quiera que pasaba nuevas lágrimas, se precipita en el andén, poblando el aire de lamentos y de compasión los corazones. Llega el tren lanzando resoplidos, como un monstruo fatigado, y se detiene para recibir nueva carga, y luego continuar su afanosa carrera. Vele llegar Joaquina, y quisiera tener fuerzas para hacerle retroceder; convulsamente agarra a su hijo por el brazo, pero ya es preciso que marche; ya van cerrando las portezuelas de los coches, y el fatal grito de ¡Viajeros al tren! se deja oír.

Joaquina se abalanza al cuello de su hijo, y cree que va a espirar al estrecharle contra su corazón.

-¡Hijo mío, hijo mío, hijo de mi vida! -exclamaba en tono desesperado, y derramando un raudal de lágrimas. Mientras tanto, Miguel, llorando como un niño, le abraza por el otro lado, y sin ser sentido de nadie, introduce en el bolsillo de su chaqueta treinta reales, resultado de sus ahorros, sudor de su frente, fruto de su trabajo, que tantas privaciones representaba. ¡Santo amor de padre, que desgarra el alma en su tierna sencillez!

Ya suena la campana que anuncia la salida del tren, y Perico, con el corazón desgarrado, corre a subirse antes que se ponga en movimiento. Joaquina quiere aún volverle a abrazar, pero ya el tren se ha puesto en marcha; lánzase hacia él sin reflexionar lo que hace, y logra agarrarse al estribo y rozar con sus labios la frente de su hijo; mas las fuerzas le faltan, y despedida como una pelota, viene a chocar su cabeza entre la vía.

¿Pero qué le importa a ella, si consiguió dar un último beso a su hijo querido?...

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- III -

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Sentado Roque en una piedra de molino, enseñaba varias habilidades a un podenco, a quien, en su afán de hacer daño, había cortado el rabo y las orejas.

-Ahí viene un monarco -decía, alzando una vara.

Y el perro ladraba, corría de un lado a otro, y agitándose furioso, parecía embestir.

-Ahí viene un republicano -decía, bajando el palo.

Y el animal llegaba saltando, gruñía mansamente, y se acostaba humilde a sus pies.

Leíase en el rostro del muchacho el brutal qué se me da a mí, hijo de esa falta de delicadeza, que muestra en su frente la insolencia, como una diadema, lo mismo que, como un blasón, suele el vicio llevar ante sí el asqueroso cinismo. Al verle recostado en la pared, caída la faja, que dejaba asomar la camisa, atrás el sombrero y martirizando sin cesar a su pobre perro, hubiérasele notado cierto aire de familia con cuatro marranos, que, importándoseles un bledo las gloriosas ruinas en que dormían, disertaban no lejos de allí sobre las delicias de la vida confortable, y la nada de las pompas humanas, que, como el castillo de Sidueñas, al fin y al cabo vienen al suelo: dignos seides de la época en que la actualidad borra el recuerdo del ejemplo que enseña, en que la materia ensalzada se atreve a luchar con el espíritu negado, y en que el estómago llega a vencer a la inteligencia, y, lo que es peor, a la conciencia misma!

Joaquina, sentada en el umbral de la puerta, desgranaba unas mazorcas de maíz, y sonreíase de cuando en cuando al ver la estúpida atención que ponía Roque a las habilidades del perro.

-¡Qué arrimado a la cola eres, muchacho! -le dijo al fin. Si te caes a cuatro pies y te sale un rabo, de seguro que no te levantas.

-Pues así me parió V.; con que suya es la culpa -replicó Roque.

-Verdad que te parí, hijo; y cuando veo que hecho un jarón se te pasan las horas muertas sin que hagas nada de provecho...

-¡Me da la gana! -la interrumpió el indómito muchacho.

-Con tu pan te lo comas, hijo, que para ti haces -prosiguió la paciente madre-, pero lo digo al tanto de que mientras tú bigardoneas, está tu padre allá en el naranjal trabajando como un negro.

-¿Y quién le manda trabajar?... El que por su gusto se muere, hasta la muerte le sabe,

-En casa del pobre, el día que no se trabaja no se come; y aquí hay muchos a gastarlo, pero a ganar está él sólo.

-Pues si quiere que lo mantengan, que se meta en el Asilo, y allí lo mantendrán.

-¡Calla, calla esa boca, que merece picarse para los perros la lengua que tal dice de su padre!... ¿Te enseña eso el mala sombra que te lleva a los cluns (clubs), que han de ser tu perdición y la mía?...

-Yo hago lo que me da la real gana, y a V. nada le importa que de mi capa arregle un sayo.

-Me importa, y mucho; que ni la camisa que llevas puesta te pertenece, cuánto más la voluntad.

-¡Vamos, déjeme V. ya el alma quieta, y métase la lengua en un zapato! -contestó Roque, con esa superioridad despreciativa, propia del hijo emancipado, que de las ciudades ha llegado a los campos.

-¡Anda, alma de Caín, que en el infierno te lo dirán de misas!... Los malos hijos viven mal y acaban peor.

-¿Sermón tenemos?... Pues predícame, padre, que por un oído me entra y por otro me sale -contestó Roque, volviendo la espalda.

Y por mortificar a su madre, alejose cantando:


Republicana es la luna,
Republicano es el sol,
Republicana es mi jembra,
Republicano soy yo.



La pobre madre siguió en silencio su tarea, mientras lentas y calladas surcaban sus mejillas las lágrimas que el brusco egoísmo y el mal natural de Roque traían de continuo a sus ojos; y como la memoria es un manantial inagotable de penas, cuando nos recuerda el amor de una persona que ya no existe, o vive lejos de nosotros, aumentaba su pesar, comparando la conducta de Roque con la de su otro hijo Perico, tan amante y tan amado.

-Él volverá -se decía.

Y la esperanza, que es el consuelo de un bien futuro, dulcificaba en su corazón el recuerdo, que es la tristeza de un bien pasado.

Embebida Joaquina en estos tristes pensamientos, no vio a un hombre largo y huesudo, que, subiendo apresuradamente el cerro, llegó a colocarse frente de ella:

-Salud y fraternidad -dijo campanudamente.

-¡Caramba! -exclamó Joaquina sobresaltada. ¡Qué susto me ha dado V.!

-¿Tan feo soy que causo miedo? -preguntó el recién venido.

-Como que, si es verdad que el hipo se cura de un susto, con sólo asomar las narices pone V. remedio.

No exageraba Joaquina: cuatro brochazos de Goya hubieran copiado de aquel hombre el tipo del patán disfrazado con la levita que odia porque la envidia, como con la piel del león se disfrazaba el asno; del cacique engreído, que, como el tuerto, es rey en tierra de ciegos; del propagador de luces, que, como los fósforos, vende al por menor; y así como estos ahúman, ennegrecen y no alumbran, este cerillero intelectual, va manchando las inteligencias y las conciencias del pobre pueblo, que ciego le escucha por cuatro miserables ochavos.

Aquella fisonomía vulgar e insulsa, aquellos ojos bizcos que, practicando el nosce te ipsum de los antiguos, de cuando en cuando se escondían para verse por dentro; aquel largo y mugriento gabán con honores de toga romana; aquella corbata verde, roja y blanca, colores de la república, pero de una república tan desteñida, que el verde había pasado de la esperanza al desengaño, el rojo de la púrpura de Tiro al morado de penitencia, y el blanco de la inocente pureza, a la inocencia perdida; por último, y sobre todo esto, aquella tremenda cachiporra en que se apoyaba, con el mismo aire seguro con que un ciudadano pacífico se apoyaría en sus derechos individuales, diseñaban exactamente al orador federal, no exponiendo, sino empuñando sus argumentos; al amigo de Roque, temido de su madre; al Mefistófeles que le imbuía peligrosas ideas, aconsejándole, en nombre de la patria, hurtar a su padre dineros, que, como en el pozo Airón, donde se entra y no se sale, caían en sus profundos bolsillos.

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No es de extrañar, por lo tanto, que con una cara muy semejante a la que pondría San Antonio al diablo, cuando le tentaba en el desierto, le dijese Joaquina:

-¿Qué mal viento le trae a V. por aquí, con esa corbata apretáa de hambre?

-El bien de la patria -replicó el federal, con la retumbancia del viento.

-Pues aquí no vive su mercé; con que déjenos de tantos bienes, que no convienen.

-¡Señora! -exclamó el federal, que parecía azorado; basta de cuchufletas necias, y dígame usted dónde anda Roque, que tras él vengo.

-Roque ha dío al pueblo a vender la hortaliza, y hasta la noche no vuelve -contestó Joaquina, mintiendo con el aplomo de un diplomático.

-Pues le esperaré aunque sea hasta mañana.

-Hágalo V. sentado, para no cansarse -replicó Joaquina, levantándose impaciente; y con una caña en la mano fue a recoger una porción de gallinas que vagaban errantes, para ponerlas durante la noche al abrigo de rateros.

Mientras tanto, paseábase el federal por delante de la torre, volviendo la cara en todas direcciones, parándose a cada instante para escuchar a lo lejos, y mirando con ansiedad hacia el sitio por donde debía de volver Roque. Quiso la fortuna que sus inquietos ojos tropezaran con una lápida de mármol blanco, que corona la puerta de la torre, donde se lee: «que el amor a las glorias de su familia hizo al actual Marqués del Castillo6, emprender la restauración de este monumento histórico».

-¡Oh vanidad de los ricos, que desprecio!... ¡No he de dejar de ti piedra sobre piedra!... -exclamó el federal, parodiando el odio y la espantosa jactancia con que Séneca hace decir a la vengativa Medea: Medea superest! -¡Medea basta!

Pero cortó sus bríos la voz de Joaquina, que, con esa malicia y esa profunda intención que usa el pueblo andaluz cuando se burla, cantaba:


La vista recogida
Mucho penetra:
Eso dijo una niña
Porque era tuerta.



-¡No venga V. tirándome pullitas! -gritó el federal colérico, al comprender el sentido de la copla.

-Pues claro está que sé yo de qué pie cojea el banco: aquí viene de perilla aquello de ¿Por qué no come el neguito pan? Porque non dan.

-O porque no quiere: que, tapando los husillos de mi casa, tengo yo los escudos de armas -replicó el cacique. ¡Pero más que esos títulos pomposos -añadió sacudiendo su mugriento gabán-, valen estos nobles harapos que me cubren!

-¿Con guindajito y tóo? -preguntó la chusca Joaquina, señalando con la punta de la caña una redondela de cartón que, a guisa de cruz, traía el federal en el pecho.

Aquella redondela, que metafóricamente era medalla, estaba forrada de papel azul; en su anverso se leía: 18 de setiembre; y en su reverso: ¡Viva el pueblo soberano! Una cinta, de las que llaman tripilla de pollo, la sostenía; y personificando el quiero y no puedo, imitaba sobre el mugriento gabán una gloriosa cruz en el pecho de un veterano.

-¡Sí, señora, con guindajito y todo! -exclamó el cacique furioso. Esta medalla es un monumento, que recordará siempre el triunfo de la Revolución, y el heroísmo del pueblo.

-Ea, bien -replicó cachazudamente Joaquina. Pues lleve V. siempre el paraguas debajo del brazo, porque al primer chaparrón que caiga sobre ese menumento, me lo desmorona.

-Nada importa que se desmorone; que aquí estoy yo para sostener sus doctrinas.

-Pues vaya V. a preicar en un cortijo sin gente, que allí le entenderán.

-Señora: yo, cuando hablo, hago del pueblo lo que quiero.

-¿Y por qué no se hace V. una levita, y manda la que trae al hospital, para que la echen en el puchero y suelte la grasa?...

De nuevo iba a contestar el indignado cacique, pero la llegada de Roque le atajó la palabra: traía en la mano una espuerta de habas, y seguíanle hasta media docena de pavos, que ansiosos picaban la espuerta.

-¡Roque, hijo mío! -gritó el cacique, corriendo a él. Llegó la hora de gritar: ¡Viva la república!

-¡Glu, glu, glu, glu! -clamaron los pavos, asustados por aquellos gritos.

-Compadre, hasta los pavos dicen ¡viva! -replicó Roque, admirándose de encontrar aquellos cofrades, que, haciendo abstracción de las plumas, eran, como él, bípedos.

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Alarmada Joaquina al ver que el federal y Roque se alejaban por detrás de la torre, hablando con misterio, siguiolos lentamente, oculta primero tras un pajar, y luego tras un carro, que, por tener una rueda rota, ya no servía. A las primeras palabras del cacique, Roque se llevó las manos la cabeza, como espantado; pareció luego por sus ademanes, que aquél trataba de persuadir al muchacho de algo a que mostraba repugnancia, y el viento trajo distintamente a oídos de Joaquina estas palabras: Causa del pueblo. -Patria. -Despotismo de los ricos. -Reparto de bienes.

-¿Y si me pegan un balazo? -contestaba Roque a sus razones.

La pobre madre sintió frío en el corazón, como si aquella bala hubiese ya partido el pecho de su hijo. Pareció al fin Roque ceder a las razones del cacique, y, apretándole éste ambas manos con entusiasmo, le dijo:

-¿Con que llevarás tu escopeta y la de tu padre!...

-Sí, contestó Roque; y con la cabeza baja y el aire taciturno, como si alguna grave idea le preocupara, tomó el camino de la huerta, donde, en un sombrajo hecho a propósito, tenía su cama.

Joaquina no se atrevió a detenerle; entró de nuevo en la torre, e instintivamente fue al sitio en que Miguel acostumbraba a colgar su escopeta. La escopeta no estaba allí, y al salir Miguel no la llevaba; luego Roque la tenía. Una inquieta curiosidad hacía a la pobre madre dar vueltas de un lado a otro, sin dirección fija; sentose al fin en el umbral de la puerta, y, con la cabeza entre las manos y la vista fija en el suelo, quedó inmóvil. Su imaginación, aguijoneada por la incertidumbre, corría, arrastrando tras sí aquel pobre corazón de madre, estremecido ante las azarosas ideas que lo atormentaban.

Poco a poco se fue el sol, y tras él la luz, y unas después de otras vinieron luego las estrellas; y a medida que las sombras avanzaban, avanzaba también la angustia en el corazón de Joaquina. Llegó Miguel del trabajo, y se metió en la cama después de cenar, serio y taciturno, como tenía de costumbre.

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Entonces salió Joaquina a la huerta, y, atravesando lo sembrado, dirigiose rápida y calladamente al sombrajo de Roque. Un candil lo alumbraba: Molinera dormía en su cama de estiércol, junto a la hortaliza revuelta, y el serón vacío; Roque, sentado en un pitaco, daba aceite, que sacaba de un cuerno, a las llaves de dos escopetas, cuyos limpios cañones brillaban a la luz.




- IV -

-¿Qué haces levantado a estas horas, muchacho? -dijo Joaquina, entrando de repente en el sombrajo.

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Roque se levantó de un salto, dejando caer al suelo las armas, y contestó entre airado y sorprendido:

-¿Y a V. qué le importa?

-¡Por María Santísima, dime qué es esto! -preguntó ansiosa Joaquina, dando con el pie a las escopetas.

-¡Señora! -váyase V. de aquí, o hago un disparate.

-¡No me iré! ¡no me iré! -gritó la infeliz madre, cayendo en el pitaco que antes ocupaba su hijo.

Roque, sin decir palabra, la cogió por un brazo, y de un fuerte empellón la arrojó fuera.

-¡Pícaro!... ¡pícaro! -gimió Joaquina; ¡que voy a llamar a tu padre!...

-¡Llámele V., que para los dos hay! -contestó Roque, amenazándola de nuevo con el puño.

-¡Jesús! ¡Jesús! -murmuraba Joaquina, huyendo de aquel lugar como de un sitio maldito.

Miguel, dormido hacía largo rato, no sintió a Joaquina, que, sin desnudarse, se metió maquinalmente en la cama; pero el dolor y la zozobra ahuyentaban el sueño de sus párpados, y una detrás de otra vio pasar las primeras horas de la noche, con la lentitud de la desgracia, dejando cada cual una arruga en su frente y una herida en su corazón, y espantosas y terribles, como un peligro que se presagia, se adivina, se ve llegar, y no es posible conjurarlo...

De pronto se incorporó en el lecho tan bruscamente, que Miguel despertó sobresaltado: su oído alerta oyó aullar el podenco de Roque, y luego unos pasos, que ligeros se perdían a lo lejos.

-¿Qué tienes que no estás quieta un momento? -preguntó Miguel.

La pobre Joaquina se encogió de nuevo en la cama, y hubiéranse podido oír los latidos de su corazón de madre, que le reventaba en el pecho, de dolor, de angustia, y de zozobra, por la suerte de su infame hijo. Poco tardó Miguel en dormirse; y Joaquina, deslizándose entonces de la cama, se arrastró hasta la puerta; pero rechinó la llave en la cerradura; Miguel se agitó de nuevo entre sueños, y la infeliz permaneció pegada a la puerta, sufriendo en vida las angustias de la muerte.

Salió al fin al campo: la noche estaba oscura y negra, como una mala conciencia, y, tropezando en su veloz carrera con árboles y plantas, voló Joaquina al sombrajo de su hijo. Aun ardía el candil pendiente de una estaca; pero su triste reflejo sólo alumbraba aquel recinto vacío.

¡Roque! ¡Roque! -llamó Joaquina, en queda y contenida voz, tendiendo hacia todas partes sus extraviados ojos.

Nadie le contestaba, y sólo se oía, en el silencio de la noche, el ruido de una hoja que caía para morir, y el leve sonido del viento al hacerla su juguete.

-¡Madre mía de mi alma!... ¿dónde está mi hijo? -exclamó corriendo ciega a los naranjales. ¡Virgen de los Milagros, ve con él y no le abandones! Y de nuevo volvía a gritar: ¡Roque! ¡Roque!

-¡Roque! ¡Roque! -repetía el eco en las copas de los naranjos, en tan triste son, que parecía un lamento.

Joaquina corrió al arrecife, y llegó hasta las Cruces, llamando a su hijo; volvió de nuevo al sombrajo, después a la ermita, luego otra vez al camino, y siempre el mismo silencio cruel y la incertidumbre misma. Hasta el amanecer duró aquella espantosa carrera, en que la angustia le daba alas, fuerzas el dolor, y la zozobra alientos. Rendida al fin, volvió a la torre, y se echó en la cama junto a Miguel, que aun no había despertado. Por su extraviado cerebro pasó la idea de despertar a éste y pedirle auxilio en su aflicción; pero ya fuese piedad hacia el pobre viejo, o quizá que sus labios de madre se negasen a acusar a su hijo, encontró fuerzas para sufrir sola, y esperar a que al rayar el alba Miguel marchase al trabajo.

Entonces tomó precipitadamente el camino de Jerez; varias mujeres y chiquillos que azorados huían de allí se cruzaron con ella en el camino: unas traían colchones, mantas otras, y algunos utensilios de los más necesarios.

Por éstas supo la infeliz madre que desde la víspera se batía la tropa con el pueblo, y que suspendido el tiroteo por la noche, al amanecer había estallado de nuevo; dijéronle también que el regimiento de Málaga había llegado de Cádiz, y en aquel momento entraba en la lucha.

-¡Allí está mi Perico! -gritó la infeliz madre, llevándose las manos a la cabeza. ¡Mis hijos!, ¡los hijos de mi alma frente a frente! -decía al correr a Jerez como loca, comprendiendo al fin que Roque se hallaba en las barricadas.

Veloz como el rayo subió Joaquina la empinada cuesta que llaman de las Playas de San Telmo, dirigiéndose sin descansar a la Cruz Vieja, teatro de la lucha: al salir por la calle Galván, una barricada le cortó el paso; varios paisanos la ocupaban, trayendo unos municiones, acarreando otros piedras y losas de las aceras, que acababan de arrancar, y algunos con las carabinas echadas a la cara, prontos a hacer fuego.

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-Señora, ¿qué trae V. aquí? -dijo uno empujando rudamente a la infeliz mujer, que no sabía sino exclamar:

-¡Mis hijos! ¡Mis hijos!

Joaquina volvió atrás sus pasos, procurando al pasar por otras calles dar la vuelta a la barricada. Los vecinos, que por las puertas y ventanas entreabiertas seguían curiosamente los pormenores de la lucha, miraban con extrañeza aquella mujer, que, desatentada, con el pañolón echado atrás, y llorando desconsoladamente, cruzaba las calles sin miedo a las balas, ni a los atropellos de la tropa, ni al fuego de los paisanos. ¡No sabían que era madre!

-¡Joaquina! -gritó de repente una voz de mujer, al entrar ésta en la calle del Molino del Viento.

Parose la desgraciada en mitad de la calle, volviendo a todas partes sus extraviados ojos, y, no viendo a nadie, siguió su fatigosa carrera; pero una mujer, que salió de una casa de vecindad, la detuvo por el vestido, exclamando:

-¡Alma de Dios! -¿dónde vas por ahí a que te peguen un balazo?...

-¡Mis hijos! -barbotó Joaquina.

Y sin que pudiese articular otra palabra, extendió la mano hacia el sitio en que, ronco y amenazador, retumbaba el tiroteo.

-¡Para eso sirven, para eso sirven los hijos! -gritó aquella mujer, con esa vehemencia de la gente del pueblo. ¡Ojalá que se ahogaran al nacer, o se muriese una al parirlos!

Varias vecinas salieron de la misma casa, y rodearon a Joaquina, que, dejada caer en un montón de piedras, lloraba sin consuelo.

-¡Éntrese V. aquí, señora -le decían-, y no tiente a Dios por esas calles!

-¡Yo no tengo sosiego hasta que los encuentre! -gemía Joaquina. ¡La bala que les alcance a ellos ha de pasarme a mí primero!...

Y como la vehemencia del dolor rechaza las razones, para correr tras la pasión que la excita, arrancose bruscamente de los brazos que la sostenían. Una de aquellas mujeres tenía en el Cerro-Fuerte un puestecillo de fruta, abandonado desde la noche antes, al empezar el tiroteo; diole a Joaquina la llave, aconsejándole que, puesta allí al abrigo de las balas, viese si descubría a sus hijos: la pobre mujer se encaminó hacia allá, mientras las vecinas lloraban al verla ir, con ese contagioso desconsuelo que sienten las madres ante la desgracia de otra madre.

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Aquella miserable tiendecilla sólo distaba veinte pasos de una barricada, que, apoyándose en la magnífica ruina de la casa de Villapanés, cerraba la calle del Cerro-Fuerte; del lado de allá estaba la tropa, y del de dentro los paisanos.

Las puertas de la tienda habían sido abiertas de par en par, revuelto su pobre menaje, destrozado el mostrador, y rotos algunos cuadros de santos que colgaban de las paredes; sólo quedó intacta una estampa de la Virgen clavada en la pared, en la cual fijó Joaquina esa mirada desolada del dolor, cuando, agotadas las lágrimas y los sollozos y los gritos, se reconcentra en el pecho, y allí corroe y despedaza en silencio, si la cristiana resignación lo enfrena; pero, cual un torrente de lava, se desborda, y tala y destruye cuanto a su paso se opone, si la desesperación impía rompe sus diques.

Joaquina entornó la puerta al sonar los primeros tiros, y, mirando por el hueco, oyó a lo lejos el estruendo de la lucha, que furiosamente se empeñaba, y cual sombras fantásticas veía cruzarse a los combatientes, envueltos en una capa de negro y espeso humo, que, al hacerse más compacta, cayó como una cortina por delante de aquel terrible escenario. La tropa tomó al fin la barricada, y unos paisanos la esperaron a pie quieto, luchando cuerpo a cuerpo, mientras otros, más cobardes, huían abandonando las armas que les acusaban de rebeldes. Aterrada Joaquina al oír que poco a poco se acercaba aquel espantoso estruendo, corrió el cerrojo de la puerta, y sin fuerzas se dejó caer en el suelo. Resonaron entonces a dos pasos de ella las detonaciones de la fusilería, las imprecaciones de los combatientes, los ayes de los heridos, y hasta el ruido de sus cuerpos al caer a tierra; dos balas, una después de otra, pasaron la débil puerta, y fueron a clavarse en la pared.

-¡Roque! -gritó de repente una voz, con la angustia del que pide a dos pasos de la muerte.

Joaquina se levantó de un salto, tan pálida y tan rígida, como lo haría, si pudiese, un cadáver de su tumba.

-¡Roque!... ¡Roque, no tires! -volvió a gritar la misma voz, aun más angustiada.

Sonó al mismo tiempo un tiro y un ¡ay!, el ruido de un cuerpo al caer, y el crujido del acero al dar una puñalada.

Joaquina se avanzó a la puerta, y la abrió de par en par.

¡Dios del cielo!... Perico, aquel hijo tan querido y tan llorado, yacía sin vida en el suelo, con un puñal clavado en el pecho, y en el corazón una bala. En pie, delante de él, estaba Roque: humeaba aún en su mano izquierda una escopeta, y chorreaba la derecha, sangre caliente de su hermano... Al ver aparecer a su madre, dio un paso atrás, y su mano crispada dejó en la frente una mancha roja.

-¡Caín! ¡Caín!... ¡En la frente escrito lo llevas! -le gritó Joaquina, con la horrible energía de la madre que maldice, y el espantoso dolor de la que ve un hijo muerto, y fratricida al otro.

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- I -


Venenum aspidum sub labiis eorum.



Veneno de áspides hay en sus labios.


(Ps. 13, v. 3)                


Tan sólo los mugidos del mar y los ronquidos del Duque turbaban, en el salón azul de la villa ducal, el silencio de aquella apacible noche de verano. Revolvíase aquél en su lecho de arenas, salpicando a veces de blanca espuma la gran verja de bronce, que aprisionaba la deliciosa villa, como los mimbres de una cesta a un ramo de flores: roncaba el Duque inmóvil en su poltrona de muelles, ante un lindo velador de porcelana con pie de bronce, que sostenía cartas y periódicos llegados aquella noche. Los mugidos del mar revelaban la cólera de una tempestad pasada; los ronquidos del Duque la calma de una digestión bien hecha; y aquellas dos manifestaciones de la naturaleza agitada, y de la humanidad en calma, llegaban a oídos de la Duquesa, sin conseguir apartar su atención de la obra que traía entre manos.

Asomaban, por mitones de seda calada que le subían hasta el codo, sus afilados dedos, moviendo sin cesar cuatro agujas de acero, telar en que iba formando, con finísimo estambre rojo, un pequeño objeto que a cada paso estiraba y contemplaba, con esa sonrisa especial, que presta a la fisonomía de la mujer los rasgos característicos de la abuela; porque era en efecto aquel pequeño objeto, que con tanto amor trabajaba la Duquesa, el primer calcetín que había de calzarse el último de sus nietos.

Hallábase sentada frente por frente del Duque, junto a una gran puerta que daba salida al jardín, a la sazón de par en par abierta, para dar entrada a la fresca brisa del mar, que las flores del jardín embalsamaban. Había cenado el Duque a las ocho, según tenía por costumbre en los meses de verano, que pasaba en su deliciosa villa, a orillas del Cantábrico, y habíase el buen señor excedido en la cena, algo más de lo que a sus sesenta y ocho años y a su constitución apoplética convenía. Mirábalo de cuando en cuando la Duquesa entre inquieta e impaciente, hasta que, al oír un ronquido tres puntos más alto que los anteriores, exclamó, golpeando con el pie el pavimento de roble encerado:

-¡Juanito! ¡Juanito!...-¡Que no son todavía las diez y luego te desvelas!...

Juanito se agitó en su poltrona, abrió pesadamente los ojos, y sonriéndose con esa expresión de bienestar congestivo, propio de los viejos gordos, cuando cabecean el sueño, prosiguió el suyo tranquilamente:

-¡Eso es! -añadió la Duquesa con redoblada impaciencia. ¡Unos huevecitos primero, y un aloncito después, y una pechuguita luego, y la ternera más tarde, y una apoplejía de postre!...

Y esforzando la voz, e hiriendo de nuevo con el pie el pavimento, gritó:

¡Juanito!... -¡Que de cenas y penas están las sepulturas llenas!

El Duque tornó a sonreírse primero y a roncar después, sin darse por entendido, y la Duquesa prosiguió su tarea encogiéndose de hombros, moviendo sus agujas de acero, estirando su calcetín, y participando ya del inocente gozo que esperaba a su nieto, al ver calzadas de rojo sus piernecillas; privilegio exclusivo hasta entonces de los cardenales y las perdices.

De repente vino a interrumpir sus reflexiones de abuela una diminuta piedrecita, que, lanzada suavemente desde el jardín, fue a rodar a sus pies sobre el pavimento. La Duquesa levantó vivamente la cabeza, y fijó su mirada en el hueco de la puerta abierta: mas sólo pudo distinguir las oscuras tinieblas de la noche, cortadas diagonalmente de quicio a quicio, por el foco de luz que del salón se escapaba. Miró entonces al techo, para ver si alguna partícula de sus molduras se había desprendido, y no descubriendo nada, prosiguió en silencio su tarea.

Algunos momentos después, otra segunda piedrecita, lanzada con más acierto, vino a pegarle primero en los dedos, y a caer después entre los pliegues de su falda. La Duquesa volvió a levantar la cabeza sorprendida, y vio entonces, en el mismo triángulo de luz, que avanzaba fuera de la puerta, y oculta por lo tanto a la vista del Duque, la figura de una mujer con el traje de las caseras vascongadas. La señora dio un brinco en la linda marquesita de cretona que le servía de asiento, y exclamó asustada:

-¡Jesús!

Sobresaltose a este grito la casera, y llevándose un dedo a los labios, con gesto de grande angustia, desapareció en la sombra, haciendo señas a la Duquesa de que en el jardín la esperaba. Mientras tanto frotose el Duque los ojos, y con su calma de costumbre, dijo entre dos bostezos:

-¿Qué es eso?... -¿qué pasa?

-¡Que... que... que me he pinchado el dedo con esta pícara aguja! -respondió la Duquesa, arrojando con fingida cólera los calcetines del nieto. Y al ver que el Duque se incorporaba, mirando maquinalmente hacia el jardín, púsose con disimulo delante de la puerta.

-¡Válgame Dios! -decía, chupándose el dedo. ¡Si me ha llegado hasta el hueso!...

El Duque estiró las piernas, cruzó las manos sobre su abultado abdomen, y, volviendo a cerrar los ojos, dijo reposadamente:

-Que avisen a la parroquia y traigan los santos Óleos.

-¡Sí!... como a ti no te duele...

-¿Que no me duele, Clarita?... Te digo, como Madame de Sevigné a su amiga: Me he dado un pinchazo en su dedo de V...

La Duquesa hizo un gesto de irónico agradecimiento, y replicó:

-Pues voy a ponerme en el acto un poco de tafetán inglés, no se te encone la herida.

-¡Bien hecho, hija mía!... Picome una pulga y ateme una sábana... Nelatón debía de venir a operarte.

Y al decir esto el Duque, bostezó en tres tiempos, fijando de nuevo en el jardín sus soñolientos ojos. La Duquesa, que ya se dirigía a la puerta, volvió a ponérsele delante, diciendo vivamente, sin dejar de chuparse el dedo:

-Pues lo que es a quejumbroso, nadie te gana... Por un sinapismillo que te pusieron el otro día, se oían los gritos en la punta del Machichaco.

-¡Echa!... Andaluza merecías ser, si no fueras vascongada.

-¡Pues claro está!

-Pues está oscuro... Un sinapismo es una herida civil, de que le es permitido a un veterano quejarse... No me sucede lo mismo con las recibidas en el campo de batalla.

El Duque había sido Guardia de Corps del señor Rey don Fernando VII, y recordaba, con cierta fruición belicosa, haber olido la pólvora de los castillos de fuego, que por aquel entonces se quemaban en las fiestas reales.

-¡Ya! -replicó burlonamente la Duquesa, mirando hacia el jardín con disimulo. Sería la de aquel cohete que te chamuscó la casaca en la jura de la Reina... No recuerdo que hayas recibido otra herida.

¿La casaca?... y también me chamuscó el pelo, hija mía... Y al infante D. Francisco, que estaba a mi lado, a poco más le salta un ojo.

-Mira, Juanito -replicó la Duquesa, cortando la conversación, al convencerse de que no se descubrían desde allí ni rastros de la casera. Si fueras rey, no habían de llamarte Juan el Batallador, sino Juan el Pacífico.

Y volviéndole la espalda sin más ceremonia, salió de la estancia, discurriendo el misterio que podría encerrar la aparición de aquella casera, que al ocultarse en la sombra le parecía haber conocido.

-No me queda duda -murmuraba-; es Pachica, la casera de Azcoeta.

Atravesó entonces varios pasillos con toda la ligereza que le permitían sus cincuenta años, y salió al jardín por una puerta excusada, en busca de Pachica. No tardó mucho en encontrarla; una sombra se destacó en silencio de un bosquecillo de lilas, y agarrando bruscamente a la Duquesa por las manos, dijo en vascuence, con voz baja y angustiosa:

-¡Se muere, señora... se muere!

-¿Quién? -exclamó sobresaltada la Duquesa.

La casera rechinó los dientes, dejando escapar exclamaciones comprimidas, que tenían algo de sollozos y mucho de rugidos, y arrastró hacia el interior del jardín a la gran señora, que llena de ansiedad y de zozobra le preguntaba:

-¿Pero, qué pasa, Pachica?... ¡habla, hija mía!...

Mientras tanto habíase despabilado el Duque, y buscaba en los periódicos del día las noticias de la guerra civil, que asolaba a la sazón aquellas hermosas y nobles provincias. La cosa iba de veras: aquellas informes partidas de pobres caseros que, al grito de Dios, Patria y Rey, habían enarbolado en Guipúzcoa la bandera de Carlos VII, íbanse trocando poco a poco en aguerridos batallones, que mantenían a raya y aun hacían retroceder a los soldados de la República; y este fenómeno, que el Duque tenía ante sus ojos en las provincias vascongadas, comenzaba a efectuarse también, según testimonio de aquellos periódicos, en Cataluña, Navarra, Aragón, Castilla y aun en la misma Andalucía.

Estas noticias espantaron el sueño al Sr. Duque, llevándole a los límites que podían tener en él la alarma y la impaciencia; rascose la nariz, y murmuró por lo bajo:

-¡Cáspita!... ¡Cáspita!

Posible era que los carlistas dieran al traste con el gobierno de la intrusa República, y esto le llenaba de júbilo: posible era también que impidiesen la bien planteada restauración de D. Alfonso XII, y esto le hacía torcer el gesto: y posible era, y aun probable, que aquellos batallones nacientes forzasen la línea republicana, que desde las ventanas de su palacio distinguía él en las cumbres de Talayamendi; que llegasen hasta aquel salón mismo, le impusiesen contribuciones, le dieran un susto, le interrumpieran una digestión... y ante el peligro de ver destruido el equilibrio de sus jugos gástricos, el pacífico señor volvía a rascarse las narices, y con inusitada energía exclamaba:

-¡Cáspita!... ¡caspitina!... ¡cáspita!

En este momento entró la Duquesa; venía pálida, haciendo heroicos esfuerzos para disimular el temblor nervioso que la agitaba de pies a cabeza, y por una previsión verdaderamente femenil, traía puesto en el índice de la mano derecha, en que había fingido el pinchazo, un dedil cortado a un guante de cabritilla. Dejose caer en un pequeño diván, compañero de la marquesita que antes ocupaba, y reclinando la cabeza en un almohadón, dijo, con el fin de encontrar eco en su ilustre esposo:

-¡Me estoy cayendo de sueño!...

Pero el señor Duque, que había dormido hasta entonces como una marmota, o sea mus alpinus, según la llama Plinio, no parecía dispuesto a dejarse contagiar con el sueño que su mujer quería infundirle, y contestó, sin soltar el periódico:

-Señal de que no es grave la herida.

-Por ahora no me quedaré manca -dijo la Duquesa, haciendo jugar las articulaciones de su dedo enfundado, mientras con el rabillo del ojo observaba con angustia que, absorto el Duque en su lectura, no llevaba trazas de levantar el campo.

Siguiose entonces un gran rato de silencio, en que el Duque no quitaba los ojos del periódico, ni la Duquesa los apartaba de un magnífico péndulo, que dejaba oír ese acompasado tric-trac, medida del tiempo, tan rápido para el que goza, tan lento para el que sufre, tan terrible para el que piensa que a su monótono compás se va acercando la muerte. Por dos veces abrió la boca como para decir algo, y por dos veces volvió a cerrarla, con esa indecisión del prudente, que nunca se apresura a hablar, sin haber pesado y medido lo que quiere decir. Incorporose al cabo un poco en el diván, y dijo con naturalidad perfectamente fingida:

-Dime, Juanito... -¿No fue el hijo de Pachica la de Azcoeta el asistente que se fue con Dieguito?...

El Duque dejó el periódico, arrugándolo contra la mesa y contestó todo lo incomodado que su índole de pasta de almendra le permitía:

-¡No me hables de carlistas, Clarita..., que ni oírlos nombrar quiero!... Ridículo es que esté trabajando yo con todas mis fuerzas por la restauración de D. Alfonso, y sea al mismo tiempo el padrino y el encubridor de todos esos señores de boina, tan sólo porque mi señora la Duquesa no ha digerido todavía las sopas carlistas con que hace cincuenta años la destetaron.

-Pero hombre, si yo no te pido nada...

-¡Pues por si acaso!... -Tu sobrino Dieguito y el mastuerzo de su asistente, son dos buenas piezas... ¡Pasarse a los carlistas a los treinta y dos años, y siendo coronel de artillería!

-Pues no, que iría a esperar a los sesenta...

-¡A los ochenta que lo hubiera hecho sería siempre un disparate!... El día en que se puso la boina fue para mí el de su muerte, y así se lo dije en Biarritz a él y a la bobalicona de su mujer... Dieguito -le dije-, para mí has muerto... Toda la parte de los Quiñones, te la dejo en mi testamento... -¡Porque eso sí!... ¡caballero es como ninguno!- Aquí tienes veinte mil reales por si se ocurre algún apuro, y en Burdeos letra abierta a mi nombre... ¡Si necesitas algo, escribe: pero acuérdate que para tu tío ya no existes!...

El Duque lanzó a la señora una mirada de Agamenón satisfecho, y prosiguió con todo el énfasis de un borrego indignado:

-Y cuando yo creí que mi señor sobrino caería a mis pies confundido, el muy... carlista, se me echa a reír en mis barbas, y se me abraza al cuello, haciéndome arrumacos... ¡Vamos! si cada vez que me acuerdo se me sulfura la sangre... ¡Porque lo que más rabia me daba era, que mientras él se estaba riendo, yo estaba llorando!...

La Duquesa no pudo menos de reírse también de los alardes de severidad de su marido, y dando sin duda por sondeado lo que deseaba sondear, dijo, tomando un libro con tapas de terciopelo y broches de plata.

-Bien: no hablemos más de carlistas... y déjame leer en paz mi capítulo del Kempis.

El Duque clavó los ojos en su mujer, con aquella mirada con que Júpiter estremecía el Olimpo y tumbaba de espalda a los dioses, y replicó severamente:

-Si hay alguno que trate de que la consecuencia política debe de estar por encima del amor a sobrinos locos, te vendrá de molde.

-Por esta noche -contestó con calma la Duquesa abriendo el libro-, voy a leer este: -«Que los viejos gordos y prudentes, deben cenar poco y acostarse temprano...»-. ¿Quieres que te lo lea de recio?...




- II -

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El reloj de la parroquia dio las doce, anunciando a pobres y ricos que tenían un día menos de vida, y se hallaban, por lo tanto, veinte y cuatro horas más cerca de ese otro día eterno, que no tiene ayer que llorar, ni mañana que temer.

Entonces entró la Duquesa en su alcoba, libre al fin de las impertinencias del Duque, y despidió en el acto a su doncella, sin querer aceptar sus servicios. Al verse sola aparecieron en su semblante sin trabas de ningún género, la aflicción y la zozobra que había reprimido hasta entonces. Abrió precipitadamente un gran ropero de caoba, cuya puerta la formaba la luna de un magnífico espejo, y sacó varias camisas de finísimo hilo, y algunas otras ropas de tela propia para hilas y vendajes; hizo con ellas un gran paquete, colocando en el centro varios botecitos de árnica y bálsamos y un pequeño estuche de cirugía, y liolo todo en un gran pañuelo de seda. Envolviose después ella misma en un largo abrigo oscuro, que era al mismo tiempo impermeable, y cubriose la cabeza y parte del rostro con una toquilla negra de finísimas mallas de lana. Entonces cogió el paquete, y salió cautelosamente de la estancia, dejando la luz apagada y cerrada la puerta.

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El silencio y la oscuridad reinaban ya en toda la casa: la señora se deslizaba a lo largo de los corredores, andando de puntillas, con el cuerpo inclinado hacia delante, extendida la mano que el paquete le dejaba libre, y deteniéndose a cada paso para escuchar si algún rumor lejano le advertía el peligro de ser descubierta. Sus ojos ansiosamente abiertos veían esas mil luces extrañas que aparecen en la oscuridad; oía esos vagos ruidos que acompañan más bien que turban el silencio de la noche, y se le presentaban delante esos caprichosos fantasmas que brotan en la imaginación a la nerviosa influencia del miedo.

Llegó al fin al piso bajo, destinado sólo a recibimiento, y menos temerosa de ser sorprendida, comenzó a caminar con más desembarazo. A tientas buscó un gran arcón antiguo de madera ricamente tallado, que ocupaba un ángulo del vestíbulo, y corriendo por él la mano, dio con una puertecita, que abrió silenciosamente. Allí estaba el oratorio: una lámpara de china formada por un tulipán rojo, ardía ante una imagen de la Virgen de la Soledad, que ocupaba el altar: las bellas manos de la imagen sostenían un rico pañuelo de encajes, que había sido el de boda de la Duquesa, y pendía también de ellas un rosario tosco, pero ricamente engarzado; veneranda reliquia en aquella familia, por haber pertenecido a una ilustre antepasada, que llamaban la Duquesa Santa, muerta en olor de santidad en las Carmelitas Descalzas. La Duquesa se arrojó, más bien que se arrodilló, en un reclinatorio de ébano con cojines de terciopelo, y ocultando el rostro entre sus manos convulsamente cruzadas, oró breve rato. Encendió después cuatro grandes hachones colocados sobre el altar en macizos candeleros de plata, y fijando en la Virgen una mirada, en que se leían a la vez la angustia y la esperanza, desprendió de sus manos el precioso rosario, y se lo echó al cuello, ocultándolo entre los pliegues de su abrigo. Después salió del oratorio, dejando aquellas luces encendidas, como imagen viva de sus ruegos a la Santa Madre de Dios.

Ya no temblaba: con paso firme salió al jardín, y llegó hasta una puertecita excusada, abierta en la misma verja, donde, acurrucada contra el quicio, la esperaba Pachica. Las dos mujeres se dirigieron al monte, dando un rodeo por las afueras del pueblo. Pachica comenzó a narrar en vascuence una larga historia, que interrumpía a menudo con gestos violentos y sordas exclamaciones. La Duquesa la escuchaba atentamente, con la cabeza baja, sin dejar de andar, haciéndole a veces preguntas cortadas, en aquel mismo idioma que en su niñez había aprendido, siguiendo la costumbre de las familias nobles vascongadas, que tan laudable empeño ponen en familiarizar a sus hijos con ese extraño idioma, problema de los eruditos, baluarte el más fuerte de las sencillas costumbres de aquella tierra, elogio el más grande de los nobles vascos, que nunca han mancillado su lengua, dando en ella carta de naturaleza a palabra alguna de significación impura.

La noche estaba fresca y serena: a la derecha se extendía el mar, cuya fosforescencia brillaba a veces en la oscuridad, como enormes gusanos de luz que se irguiesen en las crestas de las olas. A la izquierda se levantaba el monte de Santa Bárbara, cortando bruscamente el oscuro azul del cielo, en que brillaban las estrellas, con esa serena majestad, que trae espontáneamente a los labios el verso del real Profeta: Opera manuum tuarum annuntiat firmamentum7.

Las dos mujeres atravesaron diagonalmente la carretera, y comenzaron a trepar por la ladera del monte, siguiendo un estrecho sendero, que se abría paso entre un bosque de manzanos. La Duquesa se apoyaba en Pachica, y no obstante lo escabroso del camino, andaba ligeramente, sin muestra alguna de cansancio. Al doblar la punta del monte que mira al lado de tierra, Pachica se detuvo de repente, y extendiendo el brazo hacia las alturas de Talayamendi, dijo con voz sorda, a que prestaba el rencor sus notas más profundas:

-Echeko-andria... ¡Ara beltzak!...8

La Duquesa se arrimó instintivamente a Pachica, y mirando con terror hacia el paraje indicado, dijo sobresaltada:

-¡Vámonos!... ¡Vámonos pronto!

Distinguíase, en efecto, sobre el azul estrellado del cielo, el negro contorno de Talayamendi; y en su falda, o quizá en las verdes colinas que de un monte a otro se extienden, formando pintorescas ondulaciones, semejantes al oleaje de un mar de verdura, veíanse algunas hogueras, que relumbraban acá y allá entre los bosques de castaños y de robles, como ojos de animales fantásticos, dispuestos en emboscada. Eran las fogatas de la columna republicana, rechazada días antes por los carlistas desde las alturas de Talayamendi.

La Duquesa apresuró el paso, mirando a todos lados con terror, como si temiese ver asomar por detrás de cada árbol una avanzada republicana. Pachica la seguía, dando sordos gemidos, y apretando los puños, que levantaba en alto, como si la vista de aquellas fogatas despertase en su corazón el encono más profundo.

Un cuarto de hora después, una gran mole de piedra, que blanqueaba algo sobre la oscuridad del bosque que la rodeaba, les cortó el paso: era el caserío de Azcoeta. Pachica ayudó a la Duquesa a subir diez escalones de piedra, pegados al muro, y se encontraron entonces ante una puerta de madera, por cuyas rendijas se escapaban algunos reflejos de luz: la casera arañó suavemente la puerta, y la luz se apagó en el acto. Abriose entonces un postiguillo, y una voz de mujer dijo muy bajo:

-¿Beori alda, aina?...9

-Bay, ni naiz... Iriki zazu10; contestó Pachica.

Oyose entonces descorrer cautelosamente un cerrojo, y quitar una tranca, y la puerta giró en silencio sobre sus goznes, dejando un boquerón negro, por donde se escapaba ese olor especial de los establos, y se oía el acompasado ruido propio de las vacas al rumiar los alimentos. Las dos mujeres entraron a tientas en el caserío, y la puerta se volvió a cerrar como por encanto detrás de ellas, dejándolas sumergidas en la oscuridad más profunda. Aquellas precauciones que tomaba la casera por miedo a los espías republicanos, que inundaban toda la comarca, hacían a la pobre Duquesa temblar de miedo: agarrose con ambas manos a Pachica, y no la soltó hasta que la luz de un fósforo brilló de repente en manos de esta, dejando ver a otra mujer de unos treinta años, que le presentaba, para que lo encendiese, el candil de hierro que antes de abrir había apagado. Colgaban por todas partes aperos de labranza: cuatro vacas rumiaban en un rincón en sus camas de estiércol, separadas por tablones; una escalera de madera vieja y empinada, se veía en el fondo, y debajo de ella, asomando entre un montón de helechos, como crías de jilgueros por encima del nido, vio la Duquesa cuatro rubias cabecitas, cuyos brillantes ojitos se fijaban en ella, con esa admiración mezclada de espanto, que causa en los niños todo lo inesperado y misterioso.

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-¡Los huérfanos! -dijo la Duquesa, deteniéndose ante ellos, y echándose a llorar.

-¡Los huérfanos! -repitió Pachica con voz entera, como la de una leona.

Eran aquellos niños hijos de Chomín, el primogénito de Pachica, y era su madre la mujer que había abierto la puerta.

Esta alumbró a su suegra y a la Duquesa, que subieron lentamente la desvencijada escalera, cuyos peldaños se cimbraban y crujían bajo el peso de sus pies. Encontráronse entonces en una especie de granero abuhardillado, lleno en su mayor parte de heno y de helechos. Pachica comenzó a separar con sus nervudos brazos los montones de gavillas que en el rincón más oculto se apilaban hasta las vigas, y apareció detrás una pequeña puerta.

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La Duquesa se adelantó hacia ella, temblando como una azogada... Mas ya no temblaba de miedo: temblaba como tiembla la compasión al presentir una desgracia; como tiembla la caridad al enjugar una lágrima.

Pachica abrió al fin la puerta, y un cuadro extraño a la vez que terrible apareció a la vista. Sobre un jergón de pajas cubierto con una manta, yacía inmóvil un hombre, cuyas facciones tenían la corrección y la palidez marmórea del Apolo de Belveder: una casaca manchada de sangre, con galones de coronel y la cifra de Carlos VII en los botones y el cuello, cubría sus pies, como abrigándolos; y arrodillada ante estos, apoyándose con una mano en el triste lecho, y fijos los ojos en la puerta con ansiedad infinita, había una mujer casi niña, bella y elegante aun en medio del desorden de su traje, con esa distinción inimitable que imprime en la persona el rango del individuo.

La Duquesa llegó hasta el dintel de la puerta, y sin poder articular una palabra, extendió los brazos hacia dentro... La joven lanzó un grito, semejante al del náufrago que se ase a una tabla, y se arrojó en ellos exclamando:

-¡Tía!... ¡Tía Clara!... ¡Tía de mi alma!




- III -

Un rum rum misterioso circulaba aquella noche por la tertulia íntima de la Condesa. Había nacido el rumor en las mesas de tresillo, pasado luego al círculo de señoras mayores, y prendido al fin algunos chispazos en el de las señoritas, que, hechas todas oídos, se aprestaban a ponerse pálidas o coloradas, según el caso lo requiriese. Mezclábanse en aquel rumor misterioso los nombres de Diego de Quiñones y su esposa Pilar Trelles, sobrinos de la Duquesa, y varias voces habían preguntado ya con cierto retintín malicioso, por qué no acudía esta a su partida de tresillo, hacia más de cuatro noches.

Los chismosos más hábiles en el arte de averiguar vidas ajenas descubrían ya, en el horizonte de la maledicencia, algo gordo, que viniese a distraer sus ocios de verano, y a suplir en parte la falta del baile, suprimido en aquellos mismos días por exigencias de un fraile impertinente... Y vaya usted a ver la razón que alegaba el bueno del fraile: que los ecos de la orquesta se confundían con el tiroteo de carlistas y republicanos, que a dos leguas de allí se batían y se mataban porque les daba su realísima o su republicanísima gana.

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De repente apareció en medio del salón, como llovido del cielo, el Marquesito del Pimpollo, dejando escapar en las más agudas notas de su voz de tiple, esta mágica palabra:

-¡¡Noticia!!...

Y maravillado del efecto que en la concurrencia causaba su exordio, quedose inmóvil en medio del salón, con la sonrisa en los labios, el cuello graciosamente arqueado, saliente una nuez, digna de competir con las mollares de Ronda, levantado un dedo como quien impone silencio, y jugueteando los de la otra mano en la solapa de su levita, que ostentaba en el ojal un odorífero nardo.

-¡Noticia!... ¡Noticia!... -repitieron por todas partes: y la ociosa actividad de aquellos ilustres señores se paralizó por un momento, esperando algo de aquello que se aprestaban a discutir en la asamblea siempre deliberante de sus lenguas murmuradoras. Cesaron las conversaciones, suspendiéronse las risas, los murmullos se apagaron, el tresillo sufrió un paréntesis, capaz de comprometer el alza de sus fondos, y hasta Chilín, el perrito americano de la Condesa, dejó las faldas de su dueña, para correr al encuentro de aquel Mercurio, mensajero de secretas nuevas, levantando la patita con todo el aire de una pregunta.

Duró un momento el silencio de la expectación, y desbordose ruidoso el torrente de la curiosidad. Cincuenta bocas distintas asestaron al Marquesito, cincuenta preguntas diversas, que, como otras tantas estocadas, evitó el interesantísimo joven, con los quites de sus perezosos ojos, y las oscilaciones negativas de su perfumada cabeza.

-¿Pero qué es ello? -instó la Condesa, con esa diplomacia femenina, que jamás ataca de frente. ¿Se ha suspendido la gira de la Marquesa?

La sonrisa de Pimpollo se dilató, hasta convertirse en capullo, y contestó a la señora, enviándole una mirada asesina.

-No, Condesa... El jueves, si el tiempo no lo impide, rabiarán de envidia las Náyades del Urola, al verla surcar a usted sus ondas camino de Oiquina.

-¿Han entrado los Carlistas en Tolosa? -preguntó el Conde, atacando a su vez, sin dar tampoco la cara.

Pimpollo giró sobre los talones, y sombreando su sonrisa de capullo con la gravedad de sus veinte años, y la importancia de su cargo de attaché diplomatique, que hacía tres meses campeaba en sus tarjetas, contestó con la seriedad de Talleyrand y el aplomo de Metternich.

-Ni han entrado los carlistas en Tolosa, ni entrarán en ninguna parte, querido Conde... Necesitan organizar su cuerpo diplomático... Se lo dije a Valdespina y no me hizo caso.

Algunas risitas burlonas comenzaron a oírse por los rincones, y el diplomático en agraz, añadió desafiándolas:

-Cánovas y yo opinamos en esto lo mismo.

Las risitas marcaron un rapidísimo crescendo, que hubiera ascendido a carcajada estrepitosa, si el Marquesito no hubiese reanudado su discurso diciendo:

-La noticia en cuestión no pertenece a la política, ni pertenece tampoco a la crónica sencilla de los reporters veraniegos... Pertenece a la crónica escandalosa.

-¿A la crónica escandalosa?... ¡Jesús!... Y las honestas matronas, y las púdicas doncellas, se taparon las orejas y arrimaron las cabezas, estrechando el círculo en torno del diplomático, con un zumbido semejante al aleteo de un enjambre de murciélagos-vampiros, que se aprestasen a chupar la sangre de una víctima.

El Pimpollo coronado miró a todas partes sin dejar de sonreír, y, extendiendo una mano, dijo dramáticamente:

-¡¡Se trata de un rapto!!...

¡Ah!... ¡Con cuánto gusto estamparíamos aquí que a esta escandalosa palabra, cien voces se levantaron a un tiempo y cien manos señalaron la puerta de la calle, al necio botarate que deshonraba aquella casa pronunciándola!... No sucedió así, sin embargo: dos solas preguntas se dejaron oír, pronunciadas en tonos diversos.

-¿Quién es el Paris? -preguntaron todas las Elenas, con la nerviosa avidez de la curiosidad próxima a verse satisfecha.

-¿Quién es la Elena? -dijeron todos los Paris, con el tono socarrón del que pregunta lo que ya sabe o a lo menos sospecha.

-La Elena -prosiguió el Marquesito lentamente, como quien plantea los términos de una ecuación-, es una conocidísima dama, ornato de la alta sociedad madrileña... El Paris es cierto Conde prusiano, que harto de cazar jabalíes en los bosques de Lituania, ha venido a buscar aventuras en el campo carlista... La Elena ha desaparecido de Biarritz, dejando a sus hijos con el aya, y a su Menelao, que no es rey de Esparta, sino coronel de D. Carlos, batiéndose a dos pasos de aquí, en las montañas de Guipúzcoa...

La mecha estaba aplicada, y la mina reventó en el acto... ¡A la maligna insinuación de aquel botarate, cuya petulancia excitaba un momento antes la risa de todos los presentes, un nombre ilustre, el nombre de Pilar Trelles, hasta entonces puro y honrado, brotó de todos los labios, entre exclamaciones de asombro, de burla, de desdén, de triunfo; sin que a nadie se le ocurriese poner en duda la verdad del hecho, sin que nadie parase mientes en la ruin persona que lo aseguraba!... Porque tiene el mal, en nuestros tiempos, una persuasión tan irresistible, que al referir el embustero vicios inventados, alcanza mayor crédito que al narrar el veraz virtudes ciertas. ¡Triste consecuencia de esa tergiversación del sentido moral, que encanalla el corazón, entontece el entendimiento, y embota esa preciosa cualidad que llaman sentido común, y debieran de llamar sentido raro!... Porque, habituada nuestra pervertida sociedad a la atmósfera del escándalo, encuentra verosímiles en cada individuo las aberraciones y maldades de que ella en conjunto se siente culpable, y las acoge, y las propaga, y las comenta, con la rabiosa envidia de la barrendera asquerosa, que arroja lodo sobre la dama vestida de terciopelo, por gozarse en verla a su nivel, manchada en el fango en que ella misma se revuelca... ¡Hasta tal punto degrada al maldiciente ese vicio, nunca bastante anatematizado, gangrena hasta de almas piadosas, que tan horriblemente ha de castigar aquel Dios que, con ser paz y misericordia, juzga reo del fuego eterno al hombre que llamare a su hermano Raca, necio!...

Tan sólo un viejo, cuyo gran bigote blanco le daba el aspecto de un veterano, se levantó de un salto al oír el grito de los maldicientes, y se acercó al grupo, exclamando:

-¡Falso!... ¡falsísimo!...

Contúvose, sin embargo, como temeroso de dar un escándalo, y haciendo sobre sí mismo un esfuerzo sobrehumano, se quedó inmóvil escuchando. Su voz no había sido oída: habíanla ahogado otras cien voces, que pedían a gritos datos y pormenores del suceso, con esa especie de embriaguez de envidia y de malicia, con que pide el maldiciente pasto para su lengua, a la manera que los antiguos romanos, con otra embriaguez quizá menos culpable, pedían en el circo. ¡Cristianos para las fieras!...

-¡Señores; relata refero! -dijo al fin el Marquesito, atribuyendo a sus cualidades de orador el efecto que causaban sus palabras... Consta que hace cinco días tuvo la Elena, en su casa de Biarritz, una larga conferencia con el presunto Paris prusiano, recién llegado del campo carlista... Consta que la Elena se despidió aquella misma tarde de sus dos niños y del aya Miss Black, diciendo que marchaba en el exprés para París, a donde la llamaba un asunto de grandísima urgencia. Estaba conmovida, llorosa y... -¡noten ustedes!- no permitió que nadie la acompañase a la estación.

Consta que, no bien hubo abandonado la Elena su reino de Esparta, entró Miss Black en el tocador, encontrándose allí de cuerpo presente sobre la mesa un precioso cabás de piel de Rusia, en que ella misma había visto poner a la señora el dinero necesario para el viaje... La buena Miss atribuye esto a olvido, y, esperando llegar a la estación antes de la salida del tren, echa a correr con el cabás para entregarlo a la señora... ¡Vano intento!... Elena ha salido de Esparta, pero no ha llegado a la estación. Miss Black busca, pregunta, indaga, y la señora no parece. Llega el tren, vuelve a salir, y Miss Black lo ve marchar con la boca abierta y el cabás en la mano, sin que la señora haya parecido... Vuelve a casa creyendo encontrar allí a la Elena, desesperada por haber perdido el tren, a causa del olvido del dinero... Pero ni la Elena estaba en casa, ni Miss Black ha vuelto a tener noticias suyas... Cunde la nueva, corre la alarma, pónese en conmoción todo Biarritz, y tira al fin el diablo de la manta... La cándida Elena había equivocado sin duda el tren, y en vez de marcharse a París se había ido a San Juan de Luz, hospedándose en el Hotel-Marsán, donde casualmente había llegado horas antes el Paris prusiano... La noche estaba serena, ella es espiritual, él excéntrico, y juntos salieron en coche para Socoa, donde se embarcaron... Unos dicen que fueron a pescar con linternas... Otros que hicieron rumbo a Berlín, para impetrar del gran Canciller el apoyo de Alemania, en favor de su señor Rey D. Carlos VII... Éstas son, señores míos, las peripecias del drama: a ustedes toca ahora sacar las consecuencias, y atar todos los cabos...

Y atusándose el Marquesito su incipiente bigote, puso por contera de su speech, un he dicho, en falsete, y dejó libre a su auditorio para que, atando cada cual el cabo que creyese más oportuno, torciesen entre todos el dogal que había de estrangular la honra de aquella señora, cuya única culpa consistía -¡entendedlo bien, pobres mujeres!- en la desdichada honra de haber traspasado con su elegancia y su belleza, esa peligrosa línea en que acaba la admiración, para dar lugar a la envidia...




- IV -

Mientras el Marquesito hablaba, el viejo del bigote blanco se mordía las uñas, daba vueltas sobre un pie como si tuviera en el cuerpo una legión de diablos, y no se tiraba de los pelos porque era calvo.

Otro viejo de fisonomía vulgar y traje ramplón, hallábase a corta distancia, sentado en una de esas sillas de tijera que llaman de fumar, aunque nunca hayan olido el humo de un triste cigarro. Escuchaba éste la conversación como quien oye llover, sin que se pudiese adivinar por su impasible rostro de besugo, si pertenecía a esos seres egoístas, que ven estallar una bomba sin inmutarse, con tal de que no les alcance ningún casco, o a esos otros pusilánimes, que por su posición subalterna o su cobarde poquedad de ánimo, jamás salen a la defensa de un amigo, contra un enemigo poderoso. Era el administrador del Duque.

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A este hombre se acercó en dos saltos el del bigote blanco, como poseído de una idea repentina, y agarrándolo por un brazo, comenzó a hablarle en voz baja. Púsose el otro de pie con gran pachorra, y empujándole el del bigote hasta la puerta, le hizo salir diciendo:

-Vaya V. y vuelva pronto, D. Matías; y entere bien a la Duquesa... que yo me encargo de entretener a estas víboras.

Mientras tanto el Marquesito había terminado su relación, y al volverse, haciendo una pirueta para contestar a una dama, que, más escandalizada que las otras, le hacía nuevas preguntas, encontrose frente a frente con el del bigote blanco. Éste le dio una amistosa palmadita en el hombro, y sentándose en un puff que allí cerca había, cruzó una pierna sobre otra, y dijo con grande calma:

-Pues yo le digo a V., Marqués queridísimo, que todo lo que acaba de contar es un tejido de absurdos.

Un murmullo de desaprobación acogió aquellas palabras pronunciadas con voz estentórea; y sorprendido el Marquesito, como el ratón que al salir repleto de la despensa se tropieza con un gato, contestó:

-¿Absurdos, mi general?... En ese caso le diré lo de Boileau. -Rien moins vrai, que la vérité...11

El General no se detuvo a contestar, que nunca Boileau había dicho semejante cosa, y prosiguió impertérrito:

-Dígame V., si no, quién lo ha dicho.

-Todo San Sebastián lo decía anoche.

-¿Y por dónde hablaba San Sebastián?... ¿Por las bocas de sus cañones, o por la farola del puerto?...

-No, señor: por las veinticinco mil lenguas que tienen sus habitantes, si no miente la estadística.

-¿Y de cuál de esas lenguas lo escuchó V.?

-Casanova lo contó en pleno casino.

-¿Y quién lo contó a Casanova?

-En casa de Tablagorda no se hablaba de otra cosa.

¿Y quién llevó la noticia a casa de Tablagorda?

-¿Y yo qué sé? -replicó el Pimpollo, comenzando a erizar sus espinas. De lengua en lengua ha corrido la noticia.

-Pues ahí le esperaba yo a V., amiguito... Luego se trata de un dicho, y no de un hecho, puesto que a nadie puede V. presentarme que haya visto al prusiano y a la Quiñones, embarcándose en Socoa, o pescando en alta mar con linternas, o en conversación tirada con el gran Canciller de Alemania, como con tanta agudeza aseguraba usted hace poco... Y contra ese dicho, que no tiene el fundamento de un hecho probado, tengo yo otro hecho que a todos nos consta.

-¿Cuál?

-La reconocida virtud y la vida intachable de Pilar de Trelles.

El Marquesito se sonrió compasivamente de la candidez fósil de aquel Nestor, capaz de creer en Lucrecia, y de negar el robo de las Sabinas, y contestó en ademán de volverle la espalda:

-General... ¡vox populi, vox coeli!... No recorre un dicho tantos centenares de lenguas, sin reconocer por origen un hecho positivo.

El General se puso en pie de un golpe, como si tuviese en las rodillas muelles de acero, y poniendo una mano en el hombro del Marquesito, como le echa el gato la zarpa al ratón que se le escapa, le dijo:

-Pues yo le pruebo a V. que la anécdota más insignificante no pasa por una docena de lenguas, sin quedar completamente falsificada.

-Difícil le será a V. probar eso.

-De manera sencillísima... Es un juego muy divertido... Condesa, ¿quiere V. que lo pongamos?...

Otro murmullo de desaprobación agitó a la concurrencia, y varias voces burlonas murmuraron por lo bajo. -¡Ay! el General nos va a enseñar el juego de Pipirigaña.

-No; es el de los Pollitos. -Quizá sea el de la Gallinita ciega. -Se equivocan ustedes; es el juego del escondite... Al General se lo han enseñado los carlistas. -No sea usted malicioso... Si el pobre se esconde, es porque el olor de la pólvora le produce histéricos. ¡Por eso ha empuñado el lanzón de Don Quijote, que es arma blanca, y se mete a desfacedor de agravios!...

La Condesa por su parte había seguido el diálogo con cierta inquietud: veía al Marquesito en peligro de que el General le cortase las orejas a poco que se descuidase, y veía también la responsabilidad que a ella le tocaba, por haber tolerado en su casa aquel escándalo, tan ofensivo para la familia de los Duques, cuya amistad le convenía. Acordose, pues, de Alcibíades cortando la cola a su perro para impedir a los atenienses hablar de cosas más serias, y aunque nunca pensó en sacrificar el rabo de su Chilín a la honra de sus amigos, aprovechó la ocasión de sustituirlo al efecto, con el juego que el veterano proponía. Levantose, pues, muy satisfecha, y dijo alegremente:

-¡Sí, sí, General!... Pónganos V. ese juego... Así como así, nos aburrimos sin poder bailar.

-Es un juego muy divertido -replicó el General-; y sobre todo, muy filosófico y de grande enseñanza para los noticieros de buena fe... Porque, crea V., Condesa, que la mentira es como la moneda falsa: los malvados la acuñan, y los hombres de bien la hacen circular.

Y con un entusiasmo digno de sus mejores años, comenzó el buen viejo a disponer el juego, ayudado por la Condesa, mientras decía:

-El juego es antiguo, pero instructivo... Lo aprendí en París, el año 46, de la buena reina Amalia... Ella misma lo puso en las Tullerías, una noche que cierta dama de la corte contó en la tertulia íntima de la familia real, una historia muy semejante a la que Pimpollo nos ha referido12.

Sentáronse mientras tanto todos los presentes, formando un semicírculo, excepto el Marquesito, que se quedó en medio, pretextando en voz alta que, dirigiéndose a él la lección, debía de reservarse para público del espectáculo, y diciendo en voz baja que aquel entretenimiento contemporáneo de la Cachucha y el Tripili, era cursi, rococó, e indigno de un hombre serio, que aconsejaba a Valdespina y era consultado por Cánovas.

El General escribió entonces en una cuartilla de papel una pequeña historia, que leyó en voz baja al oído de la primera persona que formaba punta en uno de los extremos del semicírculo, guardando después el papel cuidadosamente en el bolsillo. Este primer confidente de la historia debía a su vez de referirla a su vecino, también en voz baja, y así sucesivamente, ir corriendo en secreto de boca en boca hasta llegar al otro extremo del semicírculo. El último la refería al fin en voz alta, y leyendo entonces el original escrito, se podían apreciar y confrontar las variaciones que la narración había sufrido en el trayecto.

La historia del General comenzó a correr de boca en boca, entre risitas, burlas y pullas más o menos directas, hasta llegar a la Condesa, que se había sentado la última. Ésta la escuchó sonriendo, y exclamó al fin, con un gesto de cómico espanto:

-¡Qué horror!... ¡Si eso recuerda las Noches lúgubres, y las historias de los vampiros!...

-Diga V., Condesa, diga V. lo que le hayan contado -exclamó el general lleno de entusiasmo, sacando del bolsillo el papel en que había escrito la historia.

-Pero si es horrible... aunque felizmente falso -replicaba la Condesa, riendo a carcajadas. Yo declino la responsabilidad de la calumnia, en Cecilia que me la ha contado, y, como decía hace poco Pimpollo, relata refero... Me han dicho que el Marqués del Pimpollo y el general Urbano, se batieron por casarse con una inglesa... Que un cura medió en el asunto, y escribió un protocolo de satisfacciones sin poder avenirlos... Que el duelo fue a cañonazos, y el General quedó muerto... El Marqués acompañó el cadáver al Campo-santo, y se casó con la inglesa, celebrando la comida de boda en el mismo cementerio...

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Mil risas y exclamaciones de protesta y de asentimiento, de admiración y de burla, estallaron por todas partes, mientras el General, agitando su papel, decía a gritos:

-Oigan, oigan ustedes el original de la historia, y juzguen lo que es correr una noticia de lengua en lengua... He aquí lo que yo he escrito:

«Un diplomático y un militar, disputaban a la puerta de una Iglesia, en que se celebraban un casamiento y un entierro... El diplomático decía que basta un protocolo para afirmar la paz entre dos potencias: el militar aseguraba que sólo los cañonazos, disparados a tiempo, afirman la paz para siempre. Al ruido de la disputa, salió el cura diciendo: -El militar tiene razón; esas dos potencias -dijo, señalando a los novios-, acaban de firmar la paz; y aquel protocolo -añadió indicando a la suegra-, no tardará en ponerlos en discordia. En cambio -prosiguió, mostrando al muerto-, ese pobre hombre estaba en perpetua guerra, y el cañón de la muerte, cargado de calenturas, le ha dado la paz eterna.

»Apretáronse las manos el diplomático y el militar, y se fueron acompañando al muerto hasta el Campo-santo, para celebrar luego la comida de boda, en compañía de los novios».

Una carcajada general estalló al terminar el veterano la lectura de su historia, y oyéronse por todas partes frases de duda y negaciones rotundas.

-¡Pero eso no puede ser! -exclamaba la Condesa.

-Pues nada hay más cierto -replicó triunfante el General, entregándole el papel que comenzó a circular de mano en mano.

-¡Ya me lo temía yo! -decía, yendo de un lado a otro como gozándose en su triunfo... Bastaba que en la historia figurasen un militar y un diplomático, para que a Pimpollo y a mí nos colgasen el mochuelo... La disputa ha ascendido a desafío; por la palabra iglesia, entendieron inglesa, y de equivocación en equivocación, y de malicia en malicia, han venido a darme a mí por muerto y al Marqués por casado...

-¿Qué tal amiguito? -añadió, deteniéndose ante Pimpollo, que con los brazos cruzados oía, veía y callaba con un desdén olímpico. ¿He probado mi tesis, o es cierto que ha celebrado V. su comida de boda, al lado de mi sepulcro?...

Los circunstantes se dispersaron por el salón, riéndose del Marquesito y del General, de su juego y de su historia, y poco a poco la conversación volvió a recaer en todos los grupos, sobre la escandalosa aventura que a Pilar de Trelles se imputaba. Porque, en una sociedad en que a cada paso se tropieza con un escándalo o una calumnia, como en ciertos países desdichados, se encuentra en cada mata un alacrán o una víbora, la lengua tiende a la murmuración, como tiende por su propia naturaleza el radio al centro, el río al mar, la aguja imanada al polo.

El General por su parte había logrado su objeto, que era dar tiempo a la Duquesa para que, enterada de todo por su administrador, se presentase en la tertulia antes de que se desbandase la concurrencia, y deshiciese la calumnia con las pruebas fehacientes que ella sola tenía. De repente el veterano lanzó una exclamación de triunfo, frotándose las manos, como quien se prepara a aplaudir.

La Duquesa había aparecido en la puerta, y con la sonrisa en los labios, alta la cabeza, y saludando a todas partes, cruzaba el salón con su majestuoso paso de reina. A su vista todas las conversaciones se suspendieron, y un silencio sepulcral, muy semejante al que produce el miedo, reino por todas partes. La Duquesa, sin dejar de sonreír, decía para sus adentros:

-¡Ah bribones... y qué a tiempo llego!

Aquellos ladrones de honra habíanse quedado yertos, al verse cogidos con el hurto en las manos... Que no tiene el maldiciente el valor del ladrón de encrucijadas: es cobarde, como el ratero de callejuelas, que sólo roba o hiere a traición y por la espalda.




- V -

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La Condesa se levantó de un salto, como si le hubiese pinchado una aguja clavada en la silla, y salió al encuentro de la nueva tertuliana, diciendo cariñosamente:

-¡Gracias a Dios que pareció la perdida!... Si hubiera periódicos en este poblachón, te hubiésemos anunciado en la sección de pérdidas...

Y cogiendo ambas manos a la Duquesa, le dio un beso tan sonoro y tan traidor como el de Judas Iscariote.

-Pues ya me tienes aquí, sin necesidad de que pagues el hallazgo -replicó la Duquesa.

Y en vez de sacarle los ojos, le devolvió su beso con igual cariño.

-¿Pero dónde has estado metida cinco días con cinco noches?...

La Duquesa entornó los párpados, ladeó la cabeza, y apoyando la barba en el extremo del abanico, dijo con misteriosa sonrisa:

-¡Hija mía... altos negocios de estado!...

-¡Ah, pícara carlista! -gritó la otra. ¡Tú conspiras de firme!...

-¡Calla y no me denuncies!... que el General va a prenderme -replicó la Duquesa, enviando a éste con el abanico un amistoso saludo.

Y cambiando acá y allá esas delicadas frases con que las veteranas del gran mundo lo dicen todo, lo disimulan todo, o hablan mucho sin decir nada, se acercó la Duquesa a las mesas de tresillo, y ocupó en ella su sitio de siempre.

-¿Qué tal ha administrado V. mis intereses durante mi ausencia, D. Lorenzo? -preguntó al sentarse a un caballero gordo y peludo que jugaba gravemente.

-Estamos en alza, Duquesa -replicó D. Lorenzo, presentándole los naipes. Si es cierto que V. conspira, ya podremos hacer a los carlistas un empréstito... al diez por ciento.

-¿Al diez por ciento? -¡Jesús!... Ni que fuera V. Samuel Leví, el tesorero del rey D. Pedro... En tal caso les haríamos un donativo. ¿No es verdad, General?...

-Haré la vista gorda, Duquesa -contestó el veterano. Lo sabré como caballero, y lo ignoraré como rey; que dijo el gran Carlos V.

-¡Cuidado, General, que le cojo a V. la palabra! -replicó la Duquesa, ordenando sus naipes.

Y sin tomar más parte en la conversación, pareció atender exclusivamente al juego, con grande impaciencia del General, que, menos astuto que la dama, no comprendía su táctica. Seguía ella el prudente dicho de Bacon, no alas, sino plomo, y para dar mayor vigor a la defensa, esperaba el ataque, que no tardó mucho en presentarse. Una señora, seca y tiesa como una escoba, se había encargado de ello: dio un codazo a su vecina, como quien dice -¡allá voy!- y aprovechando un momento de silencio para hacer más cruel la puñalada, dijo con voz melosa, echándose lánguidamente fresco con el abanico.

-Duquesa... ¿Tienes noticias de Pilarito?

Media hora hacía que esperaba la Duquesa el golpe, y sin embargo, una ficha de marfil se rompió entre sus dedos al recibirlo, y un relámpago de ira brilló un momento en sus ojos. ¡Tanto veneno traía entre sus sencillas palabras, aquella melosa pregunta!... Volviose en el acto con los naipes en la mano, y miró cara a cara a la turba que, cuchicheando irónicamente, esperaba su respuesta.

-¿Cómo quieres que esté la pobre? -contestó al fin, con esa expresión triste y grave que infunde siempre un recuerdo doloroso... Sin separarse un momento de la cabecera de Dieguito... Anoche, por primera vez en tres días, pude hacerla dormir dos horas...

Abriéronse todas las bocas, y enarcáronse todas las cejas al oír aquella salida inesperada, y la dama que había hablado, preguntó llena de estupor:

-¿Pero está Pilar en tu casa?...

La Duquesa pareció reflexionar un momento, y contestó al fin con firmeza:

-¡Sí!... Hace cinco días que la tengo allí escondida con su marido.

Y dirigiéndose a la Condesa, que participaba del general asombro, añadió con triste sonrisa:

-Estos son los altos secretos de Estado, que te explicarán mi ausencia.

La curiosidad, esa terrible picazón del entendimiento, se apoderó de tal manera del auditorio, que hubiérase podido oír el aleteo de un mosquito. Nadie estaba dispuesto a creer a la Duquesa, porque iba a defender a un ausente y a combatir una calumnia: pero esperaban mucho de su habilidad y su talento, e inspiraba lo que iba a decir el interés que inspira en día de crisis el discurso del ministro encargado de hacer frente a las interpelaciones peligrosas que amenazan al gabinete. Harto conocía por su parte la Duquesa el terreno que pisaba: armose, pues, de la astucia de la serpiente, porque era hábil, y sin abandonar la sencillez de la paloma, porque era piadosa, refirió con esa ingenua sencillez que brilla siempre en la verdad, como un reflejo del cielo, la siguiente historia, en que con maestría consumada iba midiendo las palabras y calculando los efectos.

Al frente de su batallón había rechazado Diego de Quiñones las tropas republicanas que ocupaban las alturas de Talayamendi. Diego se batía como un león, rugiendo con esos gritos sobrenaturales, superiores al aparato eufónico del hombre, que arranca el combate a la ira, al furor, a la venganza, al espanto, al vértigo que causa la sangre que corre y la pólvora que humea... Incautamente se alejó de los suyos, internándose hacia el caserío de Azcoeta, en la parte del monte comprendida todavía en la zona republicana. De repente se encontró rodeado de enemigos, sólo con Chomín, su hermano de leche, el hijo de Pachica, que era también su asistente. Un barranco se abría a sus espaldas, y hacia allí se replegaron ambos, dejándose caer de improviso hasta el fondo, y ocultándose entre las espesas matas que lo cubrían. Desorientados los enemigos, comenzaron a retirarse, y Diego se levantó entonces ileso: Chomín tenía rota la pierna izquierda. El coronel no vaciló un instante: cargose a la espalda al asistente, y comenzó a correr ocultándose tras árboles y matas, en dirección del caserío de Azcoeta, que a un cuarto de hora escaso se ocultaba en el bosque. Una descarga sonó de repente al otro lado del barranco, y ambos rodaron por el suelo; muerto el asistente, sin sentido el coronel, con un balazo en el pecho.

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Cuando Diego volvió en sí, encontrose en el caserío de Azcoeta, a donde algunos de los suyos le habían conducido. A su lado estaba Pachica, su nodriza, que sin derramar una lágrima le curaba la herida. Las primeras palabras de Diego fueron para saber de Chomín. -¡Junac-jun... Diegochu!13 le contestó Pachica con entereza. Y jamás volvió a hablarle de su hijo.

La noticia de la herida de Diego llegó en efecto a Pilar de Trelles, por el conde prusiano, que se hallaba en Biarritz para asuntos de la guerra. El amor a su marido infundió entonces en aquella mujer, débil y casi niña, alientos para llevar a cabo una resolución heroica: porque el cauterio del dolor comunica a veces un temple de acero, a ciertas almas que parecían enervadas por la prosperidad y las delicias. Sin confiar a nadie su intento, por miedo a los espías, embarcose aquella misma noche en Socoa, en un lanchón de pescadores: acompañábala tan sólo el hijo menor de Pachica, que ella tenía a su servicio, y corriendo graves riesgos, llegaron milagrosamente al caserío de Azcoeta. La herida de Diego no era grave; mas su mujer lo encontró moribundo. Habíase obstinado en no dar aviso a nadie de su estado, temeroso de que alguna imprudencia revelase a los enemigos su asilo; y sin más socorros que los escasos, que Pachica podía prestarle, hallábase ya en grave peligro de muerte. Por orden de Pilar avisó Pachica aquella misma noche a la Duquesa, y ya hemos visto cómo la noble señora acudió a su llamamiento, llevándole la más estimada de sus joyas: el rosario de la Duquesa Santa, que ella misma colgó al cuello del herido, con esa piadosa fe, consuelo siempre del que sufre, y remedio tantas veces de su desgracia.

Sin perder un momento refirió la Duquesa a su marido la desgracia que ocurría. El buen señor se quedó anonadado: comenzó a llorar como un chico, y a duras penas pudo disuadirle su esposa de tomar en el acto el camino de Azcoeta, para echarle una peluca al ingrato sobrino, que después de haber muerto para él al ponerse la boina, se obstinaba en morirse de nuevo sin pedirle antes permiso. La Duquesa avisó al General Urbano, y por mediación suya obtuvo del Brigadier, jefe de la columna, la traslación del herido a su propio palacio: hízose esta con el mayor sigilo, por no estar en las atribuciones del Brigadier el dejar de considerar a Diego, una vez descubierto, como prisionero de guerra. Entonces escribió el Duque al General en jefe, y aquella misma mañana había recibido una cariñosa carta de éste, autorizando a Diego para disfrutar de la libertad más absoluta, con lo cual cesaba todo peligro, y se hacían inútiles todos los misterios.

En cuatro palabras refirió la Duquesa todos estos hechos, con esa concisa elocuencia que, sin haber leído a Tácito ni a Plutarco, tienen las mujeres en circunstancias apuradas. Con la maestría de un orador parlamentario, puso en primer término aquellos hechos más de bulto, que podían destruir mejor la calumnia levantada; y su voz, siempre insinuante, supo tomar tal tinte de ternura, al describir el valor de Diego, el heroísmo de Pilar, y el infortunio de los nietos de Pachica, que algunos de los presentes se sintieron conmovidos. Ella lo estaba en efecto, y sus grandes ojos negros, llenos de lágrimas, se paseaban por toda aquella concurrencia sin encono ni rencor, como si creyese encontrar en todos aquellos corazones un eco fraternal de la emoción que el suyo sentía... Mas quiso la mala estrella de Pimpollo que, al terminar la Duquesa su relación, le divisaran sus ojos a dos pasos de ella, escuchando atentamente con incrédula sonrisa. La mujer se acordó de que era mujer, y no le fue posible resistir a la tentación de la venganza. La sombra de Fulvia, picando con un alfiler de oro la lengua del orador romano, debió de pasar en aquel momento ante su vista.

-Aquí está la carta del General en jefe -dijo, sacando una del bolsillo. Es digna de leerse, porque se acredita en ella de cumplido caballero.

Y enjugándose las lágrimas, o haciendo como que se las enjugaba, alargó con la mayor naturalidad la carta al Marquesito, diciendo:

-Hazme el favor de leérnosla, Pimpollo... Justamente trae para ti una postdata.

El Marquesito creyó reventar de satisfacción, al saber que el General en jefe se ocupaba de su persona, y poniéndose en el ojo derecho el lente de un solo vidrio, que en su última expedición había traído de Inglaterra, leyó solemnemente.

«Querido Duque: Jamás te perdonaré que no hayas tenido en mí la suficiente confianza, para escribirme desde luego la gloriosa desgracia de tu sobrino, y en penitencia te impongo la carga de escribirme cada dos días el estado en que se encuentre. Por telégrafo aviso al Brigadier Z***, que Diego es libre para ir a donde mejor le plazca, sin que nadie le moleste. El batirse con enemigos como tu sobrino, es una honra para el ejército, y puedes decirle de mi parte, que si D. Carlos le da, como merece, la Cruz de San Fernando, yo le enviaré de regalo la misma placa que llevo en el pecho. Ponme a los pies de Clara y de Pilar, y aprende a no desconfiar nunca de tu antiguo amigo, X***».

El Marquesito registró la carta por todos lados, y no encontrando postdata alguna, preguntó sorprendido a la Duquesa:

-¿Pero no decía V. que ponía para mí una postdata?...

-¿Pues no la ves, hombre? -replicó la dama, tomando la carta; y poniendo el dedo en el espacio en blanco que por debajo de la firma quedaba, acercó el papel a las narices de Pimpollo, y dijo a media voz, con una frescura sin igual en los fastos de la crueldad femenina:

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-«El botarate difamador de tus sobrinos, no merece que le castigue la espada de un caballero... Clara puede encargarse de cortarle la puntita de la lengua, con sus tijeras de bordar...».




- VI -

¿Consiguió la verídica relación de la Duquesa destruir por completo la calumnia referida por el Marquesito?... Ni nosotros lo aseguramos, ni osará asegurarlo nadie que conozca cuán difícil es arrancar a la maledicencia la tajada de honra en que ha hincado ya el diente.

Es, sin embargo, cierto, que al terminar aquella noche la tertulia, una señora anciana se acercó a la Duquesa, y poniéndole en la mano dos monedas de oro, le suplicó, casi con lágrimas en los ojos, que las hiciese llegar en su nombre a los nietos de Pachica.

Es igualmente auténtico, que cierta viuda alegre, y cierta solterona triste sostenían entre los azules almohadones de la preciosa berlina que de la tertulia las conducía a casa, el siguiente diálogo:

-¿Pero has visto qué actriz tan consumada?...

-Cruces me estaba yo haciendo... Ni a Matilde Díez, ni a la Ristori le cede la palma.

-Por supuesto, que lo de la herida de Diego será filfa... filfa completa.

-No lo creo... La herida debe de ser cierta: Clara es lista y ata bien los cabos...

-¿Entonces?...

-Entonces, es menester estar ciega, para no ver de dónde ha salido la herida...

-¡Ah!... ¡Ya caigo!... ¡Algún desafío!

-¡Pues claro está!... Si eso se cae de su peso... Que Diego fue en persecución de los fugitivos, que los alcanzó en alguna parte, que hubo estocadas y... ¡tableau!...

-¡Eso es! ¡Sí, sí!... No puede ser otra cosa.

-Para mí como si lo viera... Y esa Clara, que es capaz de urdir un enredo en la punta de una aguja, se ha traído al matrimonio a su casa, y ha inventado toda esa historia...

-No faltarán inocentes que se la traguen.

-Lo que es yo, ya soy vieja... quiero decir: he visto mucho, y no comulgo con ruedas de molino.

-Pues mira que la fresca que le soltó a Pimpollo, fue de padre y señor mío.

-Quita allá, mujer; que me dio lástima el pobre muchacho... No sé cómo la Condesa permite en su casa semejantes groserías.

-En fin, querida, no va encontrando una de quién fiarse...

-Tienes razón, hija... Mañana mismo voy a escribir a Cauterets, para prevenir a mi hermana... Al fin, tiene hijas jóvenes, y bueno es que sepan estos ejemplos para que vivan precavidas.

-También yo voy a escribir a las de la Tijera, que han vuelto ya a Madrid, y les contaré ce por be toda la aventura.

La berlina se detuvo, y la viudita puso punto final, diciendo:

-Pero mire V. por dónde ha salido la Pilarito, con su cara de Filotea...

-A lo cual contestó la solterona, elevando los ojos al cielo, con un púdico suspiro:

-¡Ah bon Dicu de la France!...

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