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Colón y la busca del paraíso en la novela histórica del siglo XX (de Carpentier a Roa Bastos)

Rosa Pellicer1





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El interés mostrado en las últimas décadas por la reconstrucción del pasado histórico se ha dirigido en buena parte, no podía ser menos, al polémico tema del descubrimiento de América en un intento de revelar la cara oculta, la no oficial, callada por la historiografía. Desde El arpa y la sombra (1979) de Alejo Carpentier a La vigilia del Almirante (1992) de Augusto Roa Bastos ha aparecido una serie de novelas que tienen como protagonista a Colón y sus viajes. Todas ellas presentan, en mayor o menor grado, las características que establece Seymour Menton para la nueva novela histórica: imposibilidad de conocimiento de la verdad histórica o la realidad, distorsión, ficcionalización de los caracteres históricos, metaficción, intertextualidad, presencia de lo dialógico, lo paródico y lo carnavalesco2. A las que puede añadirse, como señala Fernando Aínsa, la «abolición de la distancia épica» por medio de la narración en primera persona, la superposición de tiempos diferentes, la presencia del anacronismo, la reconstrucción o desmitificación del pasado por medio del arcaísmo, el pastiche o la parodia3. Los estudiosos del género coinciden al señalar la escritura paródica como una de las claves y rasgos más significativos de la nueva narrativa histórica, como señala Elzbieta Sklodowska:

La parodia es un vehículo ideológicamente significativo, que bien puede ser empleado para reevaluar el pasado y entablar una polémica reactualizadora con discursos preexistentes (los textos revisionistas, reivindicadores), bien puede servirse de su propia característica de arma de doble filo para autocuestionar las premisas del discurso mismo (los textos autodesmitificadores, autoparódicos)4.


Por su parte, los novelistas reflexionan sobre la historia y la ficción, en ocasiones dentro del propio texto, acentuando su carácter metatextual. La relación con la historia que había mantenido Carpentier en las obras anteriores a Concierto barroco se invierte en El arpa y la sombra, al optar de forma irónica por la perspectiva del poeta en vez de la del historiador. Leemos en la «Advertencia del autor» a esta novela:

Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema... Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos, del novelista) «el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido»5.


Abel Posse en Los perros del Paraíso señala la necesidad de dar cuenta de lo que no dice la Historia con mayúscula: «(sólo hay Historia de lo grandilocuente, lo visible, de actos que terminan en catedrales y desfiles; por eso es tan banal el sentido de la Historia que se construyó para consumo oficial)». Más adelante vuelve   —182→   a insistir: «(muy poco de lo importante queda por escrito, de aquí la falsedad esencial de los historiadores)»6. La revisión de la historia corresponde a los americanos, que han formado la conciencia del continente. Como señala en la entrevista con Magdalena García Pinto su intención en Daimón y Los perros del Paraíso es ir «más allá de la historia, a la metahistoria, si quieres, para comprender nuestra época, para comprender nuestra raíz, nuestra ruptura, nuestra adolescencia eterna»7.

Cristóbal Colón

Cristóbal Colón.

Finalmente, para no alargar la nómina, Roa Bastos advierte que su Vigilia del Almirante es una «ficción impura o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia»; se trataría de una «historia fingida». Dentro de la novela vuelve sobre las relaciones entre historia y ficción, que «sólo difieren en los principios y en los métodos», ya que ambas se basan en símbolos. Su novela parece situarse en la confluencia que en ocasiones se produce cuando ambas entran en contacto:

El lenguaje simbólico siempre habla de una cosa para decir otra. Alguien escribe tales historias sobre Gengis Khan, julio César o Juan el Evangelista y no tiene por qué decir la «verdad» sobre ellos. Toma sus nombres e inventa una vida totalmente nueva. O finge una historia para contar otra, oculta crepuscularmente en ella, como las escrituras superpuestas de los palimpsestos8.


Cualquiera que sea el modo de los autores al presentar las formulaciones sobre la historia, coinciden en que, basándose en los documentos existentes, hay que dar cuenta de lo que no consta en ellos para intentar llegar, si no a la verdad, a un intento de comprensión de lo sucedido que servirá en muchas ocasiones para explicar el presente americano. Un modo de lograrlo, en las obras que nos ocupan, es contar desde la perspectiva de un personaje ficticio erigido en protagonista, como Antón Baptista, en El mar de las lentejas (1979) de Antonio Benítez Rojo, o Juan Cabezón en Memorias del Nuevo Mundo (1988) de Romero Aridjis. Otra de las formas es que Colón narre en primera persona, total o parcialmente, o que se apoye el relato en libros supuestamente perdidos escritos por él. Las distintas estrategias sirven para mostrar a un Almirante desmitificado, contrario a las visiones apologéticas y hagiográficas de los manuales de historia. Para ello cada autor nos ofrece su punto de vista sobre los motivos que impulsaron a Colón a navegar hacia el oeste en busca de las maravillas orientales: el oro, el poder, la busca del Paraíso, aunque no siempre se excluyan. La finalidad que está ausente en las nuevas versiones es la evangelización, que si se menciona es sólo para indicar la discordancia entre el Evangelio y la actuación de los descubridores y conquistadores, o tiene un fin paródico9.

Uno de los temas recurrentes en las novelas sobre Colón es el de la busca y hallazgo del Paraíso Terrenal en el tercer viaje, que servirá como ejemplo para caracterizar algunas de las variaciones sobre la vida del Almirante. Podemos recordar que el hallazgo del Paraíso bíblico, acompañado del de Ofir y Tarsis, forman parte de los objetivos del Almirante. Las islas que aparecen descritas en el primer viaje como una tierra hermosa acaban siendo identificadas con el Paraíso Terrenal. El jueves 21de febrero de 1493, ya de regreso a España, advierte Colón que después de haber dejado atrás las Indias, el mar se vuelve tormentoso, mientras que hasta entonces había estado en calma:

[...] dice el Almirante que bien dixeron los sacros theólogos y los sabios philósophos que el Paraíso Terrenal está en el fin del Oriente, porque es lugar temperadísimo. Así que aquellas tierras que agora él avía descubierto, es -dize él- el fin del Oriente10.


Esta convicción se ve reforzada en cada viaje y culmina, como es bien sabido, en el tercero, cerca de las costas venezolanas y de la desembocadura del Orinoco. Era sabido que los ríos del Paraíso tenían grandes corrientes que defendían su entrada. Después de advertir que «Yo no hallo ni jamás e hallado escriptura de latinos ni de griegos que certificadamente diga al, sino en este mundo, del Paraíso Terrenal, ni e visto ningún mapamundo, salvo situado con autoridad de argumento», y de citar a los padres de la Iglesia que sitúan el Paraíso en Oriente, concluye: «creo que allí es el Paraíso Terrenal, adonde no puede llegar nadie salvo por voluntad divina» (págs. 217-218). Durante este viaje Colón forja la idea de que el mundo no es enteramente   —183→   esférico sino que tiene forma de pera, cuyo extremo corresponde al Paraíso. El texto es muy conocido:

Yo no tomo qu'el Paraíso Terrenal sea en forma de montaña áspera, como el escrevir d'ello nos amuestra, salvo qu'el sea en el colmo, allí donde dixe la figura del pelón de la pera, y que poco a poco andando hazia allí desde muy lexos se va subiendo a él, y creo que nadie no podría llegar al colmo, como yo dixe, y creo que lo pueda salir de allí sea agua, bien que sea lexos y venga a parar allí donde yo vengo, y faga este lago.


(pág. 218)                


Colón sabe que el Paraíso, finalmente localizado, es inaccesible a los hombres; sin embargo, al final de su relación confía en poder llegar a él. La visión escatológica se confirma en la carta al papa Alejandro IV (1502)11, y se repetirá, aunque fugazmente, en la relación del cuarto viaje: «yo fallé tierras infinitíssimas y creen tantos sanctos y sacros theólogos, que allí en la comarca es el Paraíso Terrenal». (pág. 286). En esta carta, además, aparece la identificación de Ofir con La Española, y el designio, ya anunciado en el primer viaje, de reconquistar Jerusalén con las ganancias obtenidas por él en sus viajes proféticos. El descubrimiento, o al menos la localización, del Paraíso Terrenal, símbolo de pureza original, constituiría la confirmación de que sus descubrimientos estaban guiados por Dios12.

Alejo Carpentier

Alejo Carpentier.

Las novelas sobre Colón suelen citar literalmente sus supuestas palabras, tan influidas por la Imago Mundi de Pierre d'Ailly y tal vez por Mandeville, que se utilizarán para configurar su visión del personaje y de la historia. Las novelas en que el protagonista no es el Almirante sino un personaje de ficción se limitan a aludir al motivo del Paraíso. El mar de las lentejas, de Antonio Benítez Rojo, en la que la alternancia de distintos episodios, el desorden cronológico, la alteración de textos originales desmantelan la autoridad del discurso histórico para reconstruir el origen y cuestionamiento del poder en términos político-económicos, la presencia de lo imaginario es más bien escasa. Con todo, no podía faltar la alusión al Paraíso. El personaje ficticio Antón Baptista13, soldado aragonés que llegó a la Española en el segundo viaje, menciona el Paraíso al hablar de los sueños geográficos del Almirante:

Había recibido ciertos informes: el Gran Khan residía en la península que los indios conocían por Cuba, y que no era otra que la provincia de Mangi descrita por Marco Polo; la fastuosa isla de Cipangu quedaba al sur y al poniente, y el Paraíso Terrenal había sido dejado atrás en su desconocimiento de aquellos mares, pues era la tierra firme anunciada por las cautivas de los caribes, la cual se extendía como un tapiz de flores, pajarillas y unicornios a muy pocas leguas de la isla Dominica; el oro, la plata, las perlas, la seda, el marfil, la pimienta, el clavo, la canela y docenas de especias jamás probadas, esperaban por la llegada de las naos de Castilla, que tanto el Preste Juan como el Gran Khan eran personas de magnificencia y largueza reconocidas14.


Antón Baptista, instalado en Santo Domingo, oye hablar de los siguientes viajes colombinos y da cuenta de ellos a su mujer Doña Antonia. El relato del tercer viaje mezcla la noticia de Colón con elementos imaginarios que no proceden de su relación. Este es uno de los escasos momentos en que Benítez Rojo da cuenta de alguna de las maravillas de Indias, deteniéndose en la formación de las perlas, que según Plinio nacen del rocío que cae en las ostras, mencionadas por Colón en la Relación y en la Carta a Santángel15.

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Carpentier crea un Almirante movido por la codicia, el reverso de los que quieren, sin éxito, elevarlo a los altares -Pío IX y León XIII y sus exégetas Rosselly de Forgues y Bloy16. Es muy conocido el fragmento de El arpa y la sombra en que, antes de morir, al repasar la relación de su primer viaje, alude a las veces que aparece la palabra «oro»:

Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría.


(pág. 139).                


Cristóbal Colón

Cristóbal Colón.

Es bien sabido que la presencia de oro y piedras preciosas anuncia la cercanía del jardín del Edén; por esta razón aunque Colón se lamente de no haber encontrado las riquezas esperadas, se vanagloria del hallazgo del Paraíso: «[...] No hallé la India de las especias sino la India de los Caníbales, pero... ¡carajo! Encontré nada menos que el Paraíso Terrenal». (pág. 173). Después de transcribir literalmente uno de los párrafos que aluden a ello, al hablar de la presencia de algunos de sus elementos canónicos, insiste en el oro:

[...] en lo que pudieron contemplar mis ojos hallo las pruebas de que he dado con el único, verdadero, auténtico Paraíso Terrenal tal como puede concebirlo un ser humano a través de la Sagrada Escritura: un lugar donde crecían infinitas clases de árboles, hermosos de ver, cuyas frutas eran sabrosas al gusto, de donde salía un enorme río cuyas aguas contorneaban una comarca rica -en oro, repito y sostengo, que allí yace en enorme abundancia aunque yo no hubiese sido favorecido por el tan esperado golpe- golpeador golpeado por no venirle golpe alguno...


(pág. 175).                


Este Colón, que no halla la mina buscada y tratará de hacer fortuna con la venta de indios caníbales en España, como tributo a la «historia» mantendrá en el cuarto viaje la idea de utilizar el posible oro existente de lo que cree tierra firme en la reconquista de Jerusalén, aunque a renglón seguido Carpentier le haga dudar de la sinceridad de sus intenciones.

Un tono muy distinto tiene Las puertas de mundo (1992) del mexicano Herminio Martínez. Escrito en primera persona presenta un Colón -que se llama a sí mismo Palomito- movido no sólo por el oro sino por la gloria; debido los escasos logros de su descubrimiento y a su talante fabulador se convierte en un mentiroso al que la imaginación hace presa de delirios. En alguna medida, esta novela es un muestrario del imaginario medieval, y a sus páginas pasan Plinio, San Agustín, Marco Marcelo, San Isidoro, Benjamín de Tudela, Marco Polo, porque su mente está «sembrada con todas las trapacerías en boga», además de la Biblia y un largo etcétera que incluye alusiones a la novela de Carpentier. Dada la abultada presencia de monstruos y maravillas, que convierten a parte de las páginas en poco más que un museo teratológico, no resulta extraño que H. Martínez dedique cierto espacio al Paraíso al referirse al tercer viaje. Como es habitual reitera el tema de la forma del mundo, los elementos propios del jardín de Delicias, pero la importancia del hallazgo, y por tanto su triunfo sobre las autoridades eclesiásticas y los eruditos, radica en el premio de la gloria, no en el oro:

Qué memoria guardarán de mí las generaciones venideras... Cuántos monumentos se erigirán a este genovés, al que se tendrá como único descubridor del Paraíso, santuario y hábitat de nuestros primeros padres. Me lleno con tales expresiones, después de la zaragata que tuvimos ayer tarde en una de las isletas del Gran Río, a causa -¡mira qué novedad!- del oro que nos cabestrea, y al que no hemos podido morder todavía, ¡recontra!17


Roa Bastos en su Vigilia del Almirante (1992), publicada como la novela anterior al amparo del quinto centenario, parte para la recreación de la vida del Almirante de la historia del Piloto Anónimo, vuelta a poner en circulación por el libro de Juan Manzano, como el escritor reconoce, también utilizada por Carpentier, de modo que será central el tema   —185→   del «secreto» y el del «descubrimiento-encubrimiento». En otro orden de cosas, el relato correspondería en parte a un apócrifo Libro de memorias perdido, que es el que proporciona los datos ocultados por la historiografía oficial. La idea del Paraíso Terrenal ya la habría anunciado Alonso Sánchez, por ello aparece en la novela insinuada desde el primer viaje. Este Colón, como viene siendo habitual, se siente por un lado el elegido para la empresa, en el mencionado sentido del viaje profético, pero movido por el oro de las Indias, «Soy ese peregrino bifronte» (pág. 109). Al hablar de la forma del mundo, parte XVI «El pezón de la pera», que aparece separada unas 150 páginas de la «Visión del Paraíso Terrenal» (parte XXXVI) del Piloto, haciendo un uso libre de los escritos colombinos, transcribe más o menos literalmente las palabras del tercer viaje, antes de emprender el primero, pero hace una interpolación: nadie encontró el lugar del Edén, «Salvo el piloto que también anduvo por esas comarcas y vio el Paraíso Terrenal, como isla fuera del mundo distinta de las otras» (pág. 132). Este lugar sagrado no sólo será un lugar de delicias sino una vuelta a la Edad de Oro, reiterando la idea de un paraíso perdido pero no desaparecido como un ideal eterno y una esperanza lejana, situada en el pasado o en el futuro:

Allí, en ese golfo redondo, es donde yo creo que está situado el Paraíso Terrenal. En esa ubre divina podrían amamantarse todas las razas del mundo en la más perfecta armonía, salud y cohabitación. En ese jardín del Edén, inagotable como la Providencia de Dios Nuestro señor, de Su Santísima Trinidad, Dios, Hijo y Espíritu, y de nuestra Santa Madre la Iglesia, todos tendrían su nutrición inagotable. Lo tuyo y lo mío quedarían abolidos, como dijo el santo Rey Alfonso El Sabio. No habría más guerras, ni pestes, ni locuras colectivas. No existiría la cobdicia humana. El deseo carnal se saciaría con sólo comer una manzana, invirtiendo así el origen del pecado. La edad de los seres humanos habría hallado la fuente de la perpetua juventud. Viviríamos todos en una Edad de Oro de imposible fin...


(págs. 132-133).                


En la visión del Piloto agonizante el Paraíso se encuentra en alto, las fuertes corrientes de sus cuatro ríos impiden que los hombres se acerquen y está rodeado de «un inmenso collar de islas que protege como una sirte la entrada a ese lugar donde sin duda se hallan las maravillas del Primer Jardín». (pág. 272). En este Paraíso falta la referencia habitual a las riquezas que lo rodean, por lo que en su busca prevalece el Christophoro, el iluminado, sobre el buscador de oro.

Es en la premiada novela de Abel Posse Los perros del Paraíso (1983) donde el tema que nos ocupa deja de ser un tributo obligado a la biografía de Colón para convertirse en el centro del discurso. Ya ha insistido la crítica en que este libro es una denuncia de cualquier forma de poder, y su carácter dialógico, los anacronismos y otros recursos sirven para poner en relación los sucesos de la novela tanto con la dictadura militar argentina como con el imperialismo norteamericano del siglo XX, el nazismo y cualquier forma de tiranía18. Si el secreto de Colón en otras novelas era la existencia del Piloto Anónimo, ahora es el de los conocimientos secretos sobre el Paraíso, que va a ser algo más que la localización precisa de un lugar todavía inaccesible. En esta novela, como en la de Roa Bastos, Posse acude no sólo a la historia oficial sino a un Diario secreto apócrifo para conocer los propósitos de su personaje19. Las tierras descubiertas son presentadas bajo aspectos paradisíacos y en ellas sería posible la regeneración del ser humano20. Esto se ve claro en las primeras páginas del libro en las que se insiste en el fin de la Edad Media, y la necesidad de un hombre nuevo:

Occidente, vieja Ave Fénix, juntaba leña para la hoguera de su último renacimiento.

Necesitaba ángeles y superhombres. Nacía, con fuerza irresistible, la secta de los buscadores del Paraíso.


(pág. 13).                


El cura Frisón contagia al pequeño Cristóforo «la pasión, la pena y nostalgia del Paraíso». Una tarde, ante los asombrados niños hace una descripción que es importante para el desarrollo del tema en la novela porque, a diferencia de los casos anteriores, se menciona a sus habitantes y la eternidad, el lugar sin muerte:

[...] comenzó a describir playas de arena blanquísima, palmeras que rumoreaban con la suave brisa, sol de mediodía en cielo azul de porcelana, leche de cocos y frutas de desconocido dulzor, cuerpos desnudos en agua clara y salina, músicas suaves. Pajaritos de colores. Trinos. Fieras tranquilas. El colibrí libando en la rosa. El mundo de los ángeles, seres perfectos, sin   —186→   tiempo: «¡Eso es el Paraíso! ¡Y de allí hemos sido expulsados por Adán y por los judíos! ¡Ahora mejor morir, mejor ser abandonados por esta sucia y triste carne y estos días! ¡Lo mejor, muchachos, el Paraíso! ¡E s lo único que vale la pena!».


(págs. 26-27).                


En Portugal la lectura de la Imago Mundi del cardenal D'Ailly consolida la convicción de Colón:

1.º) de que se podía retornar al Paraíso Terrenal, que como anotaba el Cardenal: «Hay en él una fuente que riega el jardín de las Delicias y que se divide en cuatro ríos». «2.º) "el Paraíso Terrenal es un lugar agradable situado en Oriente, muy lejos de nuestro mundo". Colón anotó al margen: "Allende el Trópico de Capricornio se encuentra la morada más hermosa, pues la parte más alta y noble del mundo, el Paraíso Terrenal". 3.º) "Supo que en él no podía haber otra decoración que no fuese de joyas y oro. ¡Por lo tanto se podía saquear, invertir en las empresas genovesas y comprar la mayoría accionaria! Por último, sí, se podría rescatar el Santo Sepulcro y reabrir el camino de Oriente en manos de la ferocidad tártara y la "cortina de cimitarras de hierro". 4.º) Definió un conocimiento esotérico que no podía anotar y que confió a la memoria».


(págs. 79-80)21.                


La busca de la «apertura oceánica» que permitirá el paso al Paraíso Terrenal es su misión22: «como descendiente de Isaías, el almirante sabíase portador de una terrible responsabilidad: retornar al lugar donde ya no rige esa trampa de la conciencia, esa red tramada con dos hilos, el Espacio y el Tiempo». (pág. 131). Como es habitual, el calor que padece en sus viajes, reducidos en la novela a uno, es signo de la cercanía del Paraíso, ya que proviene del fuego de las espadas flamígeras que guardan sus puertas. Al final de la tercera parte, «El agua», los viajeros se encuentran en el omphalos, y se transcribe, con interpolaciones, las famosas palabras de Colón, que se desnuda quitándose hasta los calcetines, por primera vez en vida, y mostrando el carácter de anfibio que se venía insinuando desde el comienzo de la novela.

El Paraíso al que finalmente se accede, se diferencia de los escritos de Colón y de las novelas señaladas antes en que aun tratándose del jardín del que fue expulsado Adán, es «terrenal», no cabe la confusión con el cielo de los bienaventurados:

Pero no os equivoquéis: este no [es] el lugar de las almas justas, de los difuntos salvados. No. Este es el primer ámbito del hombre antes de su caída y de su condena a muerte. Es el jardín de las Delicias. Recordad a los poetas... No se trata del alma eterna sino de la maravillosa eternidad de los cuerpos. ¡No hay culpa! ¡No hay pecado!


(pág. 207).                


Después de buscar y encontrar el Árbol de la Vida, una imponente ceiba, bajo el que se instala, dicta la Ordenanza de Desnudez, ya que se trata de la vuelta al origen, la tierra sin mal, y una semana más tarde la Ordenanza del Estar, que condena el trabajo; «Era más que la desnudez: era vivir en horas desnudas, quedar cara a cara con la realidad de la existencia sin el refugio de las distracciones habituales» (pág. 217).

Ese Paraíso realmente terrenal, poblado de ángeles al modo del cielo de Swedenborg, y donde el ciego Osberg (Borges) de Ocampo está fuera de la realidad, en que bajo su Árbol de la vida se instalan Colón, Las Casas y Ulrico Nietz, es destruido por los españoles que, sobre todo a partir de la revuelta de Roldán, presente en todas las novelas citadas, se dedican a su saqueo y a la destrucción de la naturaleza, con el cambio de las corrientes fluviales, entre otros desmanes. Ahora los hombres blancos son los nuevos caníbales, que utilizan, entre otros métodos, a perros alanos para aterrorizar con su ferocidad a los indios, como ya señalara Oviedo23. Estos perros de presa son la inversión de los perros que no ladran que encontraron los españoles. La rebelión de los indios se simboliza en la revuelta de estos «perrillos del Paraíso», que no temen a nadie, ni muerden: «Insignificantes, siempre ninguneados, ahora en el número eran un solo animal grande y temible. Causaba miedo esa enorme presencia pacífica y silenciosa». (pág. 252). Colón, prisionero, ve apilados sobre la playa los mármoles de la Puerta del Paraíso, como había temido al principio que sucediera. Entonces, «Comprendió que América quedaba en manos de milicos y corregidores como el palacio de la infancia tomado por lacayos que hubiesen sabido robarse las escopetas». (pág. 253).

Este final, calificado de apocalíptico, significa la destrucción del Paraíso convirtiéndolo en Infierno, guardado por los mastines fieros, nuevos cancerberos. El orden que trata de instaurar Colón desde el Árbol de la Vida es destruido   —187→   por el oficial. Al Almirante sólo le queda al final su convicción más profunda:

Murmuró, invencible:

Purtroppo c'era il Paradiso!


(pág. 253).                


Las distintas versiones de los propósitos que guiaron a Colón en su viaje al Oriente se manifiestan, como acabamos de ver, en uno de los temas recurrentes, el Paraíso. Así encontramos diferentes representaciones de la figura de Colón: el decepcionado ante el Paraíso pobre del codicioso Almirante de Carpentier, el visionario de H. Martínez, el buscador del centro de Posse. No obstante, el resultado final de su acción es el mismo en todas las novelas: la destrucción de América por la codicia sin límites de los hombres blancos, el Paraíso transformado en Infierno24.





 
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