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Año de 1718

Con un leve golpe, siguiendo el dictamen de Alberoni, despertó el Rey Católico al enemigo, porque la recuperación de Cerdeña no traía las consecuencias que eran precisas al haber nuevamente desenvainado la espada, aun abultadas en la ponderación del cardenal para confirmar al Rey en la opinión de la guerra. Nada perdió el Emperador con Cerdeña; nada ganó el vencedor. Lo desarmado de aquel reino, el desengaño de los nobles y el descontento de los pueblos facilitó su rendición. Las tropas no tuvieron en qué mostrar su brío, pero la felicidad del éxito estimuló al cardenal a seguir, como decía, el favorable viento de la fortuna.

No admitía consejo alguno; inútil la prudencia de los españoles, y la experiencia de los ministros se despreciaba con escándalo; con vanidad de saber más que todos, escuchaba a pocos Alberoni, o no escuchaba; superior aún a su esperanza su dicha, admitió aquella perniciosa vanidad de dilatar su nombre, aun con más eficacia, porque le concebía oscuro. Estos creían eran los más firmes materiales para la mundana gloria, y para adelantar la de la nación española.

El Rey perseveraba enfermo; este cuidado ocupaba todo a la Reina, y se prometió la Monarquía víctima del hombre más violento -como los émulos de Alberoni decían-, cuyas desproporcionadas ideas tomaban un empeño que no podían sostener, para el cual prevenía un grande armamento. Disponíanse naves de guerra, comprábanse otras sin intermisión, mandaba reclutar toda España, en Génova y en Liorna; fundíase gran número de piezas en Pamplona, de que había mucha falta en España, y desde la misma ciudad se conducían de continuo millares de bombas y balas a Cataluña; trabajábanse gran cantidad de vestuarios para tropas, labrábanse armas, municiones y se tenían al sueldo número considerable de navíos extranjeros para transporte, con queja de las naciones, que les impedía el comercio.

El único ministro de quien Alberoni se valía era don José Patiño; no le podía hallar más a propósito ni más expedito, porque para mantener su autoridad lo facilitaba todo y lo conseguía, aunque decían sus émulos que no despreciaba medio alguno para el fin, y que en él la palabra no tenía aquella firmeza que ha menester la de un ministro, porque es sustituido en vez del Rey, cuyas palabras deben ser inviolables.

Nunca se vieron en España preparativos tan grandes; ni Fernando, el Católico, que tantas expediciones ultramarinas hizo, ni Carlos V, ni Felipe II, que hicieron muchas, han formado una más adornada de circunstancias y de preparativos. La nota de ellos iba en varias copias por la Europa, asombrada de que pudiese un reino cansado de tan prolija y tan varia guerra ser capaz de gastos tan inmensos. Verdaderamente Alberoni dio a ver las fuerzas de la Monarquía española cuando sea bien administrado el Erario, siendo indubitable que gastos tan excesivos en tan breve tiempo, ningún Rey Católico ha podido hacerlos, y esto, no habiendo echado nuevas contribuciones al reino. Esta obstinación de su poder la debía el Rey a la dirección del cardenal, que le hubiera sido útil si más prudente; porque creyó poder asistir a todo el mundo, o padeció el engaño de creer que no se le opondrían los príncipes que no estaban directamente interesados en esta guerra, para sostener la cual no perdonó diligencia.

Como se persuadía la proseguiría el Emperador con el turco, envió al príncipe Ragotzi, que residía en Andrinópoli, al coronel don Santiago Boisiniene para ofrecer a aquel príncipe bastantes socorros de dinero si, como él había ofrecido, le daba el Gran Sultán un cuerpo de treinta mil hombres para entrar por la Transilvania. Creía con esto no sólo hacer una gran diversión al Emperador, pero alentar al Sultán para que no hiciese la paz, cuyo tratado adelantaban los ministros de Inglaterra y Holanda que estaban en Constantinopla; pero ya, como consternados los turcos la deseaban, ni podía Ragotzi cumplir lo ofrecido, ni el coronel Boisiniene hacía en Andrinópoli más que escandalizar al mundo, porque decían los émulos de Alberoni y el Emperador que había enviado la España un ministro a la Puerta Otomana para una secreta coligación, ofreciendo sostener la guerra contra el Emperador en Italia, como el turco lo hiciese en Hungría, y pagar las tropas que se diesen a Ragotzi, para que, renovando la rebelión, atacase a los Estados austríacos; que este tratado había tenido su principio en París con el príncipe de Chelamar, embajador del Rey Católico, cuando Ragotzi estuvo en aquella corte, con quien había tenido varias conferencias en el convento de los camandulenses, y que aún se proseguía este tratado con un agente de Ragotzi y un tesorero suyo, habiéndose enviado por Marsella armas y dinero. Todo esto ponderó por escrito el Pontífice al conde de Gallasch, embajador austríaco en Roma, y esparció copias no sólo por el Sacro Colegio, pero aún por la Europa.

El príncipe de Chelamar se excusó de esta impostura con una carta muy bien escrita al cardenal Aquaviva, negó el hecho y aseguró no haber hablado a Ragotzi más que muy de paso en las antecámaras del Rey Cristianísimo, y en la casa donde se celebraba una academia; no conocer los sujetos que le citaban, ni haber tenido de su soberano tal encargo.

Al fin, se esforzó disuadir al mundo, y quedó dudosa la materia; cierto es que el coronel Boisiniene no tenía más comisión ni credenciales que para el príncipe Ragotzi, que es católico romano, y podía el rey de España, estando en guerra con la Casa de Austria, ayudar a aquél a recobrar sus Estados sin entrar en si era justo o no la confiscación, ni la piedad del rey Felipe, quien, aunque lo quisiese Alberoni, nunca hubiera firmado despacho de tener comunicación o procurar alianza con el turco, porque es ley fundamental de los Reyes Católicos nunca hacer la paz con los mahometanos, y esta guerra permanece, desde el rey don Pelayo, por más de siete siglos, sin hacer jamás ni treguas con ellos, como cada día las hacen el Emperador y otros príncipes católicos.

No faltaban teólogos ni ministros que defendían era lo propio coligarse con los turcos que con los herejes; que con estos era ya usual la liga de España y otros príncipes católicos, y que no debía hacer mayor horror el otomano, pues todos eran igualmente enemigos de la Iglesia, que había llamado a aquél alguna vez, contra la violencia de los emperadores. El rey Felipe nunca quiso dar oídos a esta teología, cuya doctrina no nos toca examinar; cierto es que es más escandalosa la amistad con el mahometano que con el hereje, porque éste es cristiano, y como no disiente en todo, es más fácil su reconciliación con la Romana Iglesia. También es cierto que el coronel Santiago Boisiniene, de orden del Rey Católico, se vio, antes de pasar a Ragotzi, con Clemente XI, que siempre juzgó quedaría desautorizada la potestad pontificia y violados muchos privilegios eclesiásticos si dominaba enteramente en Italia el imperio impetuoso y despótico de los alemanes.

En Roma se daba crédito a cuanto se oía contra el cardenal Alberoni, porque desde la empresa de Cerdeña le cargaba el Pontífice epítetos injuriosos a su honor. Con todo eso, por no acabar de romper la amistad con el Rey Católico, le dio las bulas del obispado de Málaga, a que el Rey le había propuesto, y un breve, que se pudiese hacer consagrar de cualquier obispo, sin asistencia de otros; pero habiendo luego, por muerte del cardenal don Manuel Arias, vacado el arzobispado de Sevilla, fue Alberoni propuesto por el Rey. El Pontífice negó estas bulas, aun después de admitida la dejación de Málaga; celebró los consistorios después de esto, sin procurar canonizar a Alberoni; y viendo los ministros del Rey de España que perjudicaba a su derecho, porque debía admitir el Papa a cualquiera propuesto por el Rey, como no tuviese las nulidades o defectos que prescriben los cánones, hizo don Juan de Herrera -auditor de Rota español- una protesta al Papa en 11 de febrero, por sustitución del cardenal Aquaviva, alegando estar vulnerados con esta repugnancia de dar las bulas, los derechos del Rey Católico y sus prerrogativas, concedidas y confirmadas por tantos Sumos Pontífices. Que era claro atentado no expedir bulas a proposiciones del Rey en los primeros consistorios, y que así le quedaba acción no sólo a hacerse mantener sus derechos, pero a usar de aquellos medios que permiten los cánones para resistir a la violencia.,

El Papa se excusaba con que también aquéllos, y muchas bulas pontificias, prohibían en tan pocos días pasar de un obispado a otro, y que no había necesidad de dispensarlo. No debemos entrar en las razones del Pontífice, pero creyó el mundo que en esto había parte de contemplación al Emperador, porque era Alberoni el blanco de sus iras y se deseaba su abatimiento.

El rey Felipe se dio de esto por ofendido; mandó saliesen todos sus súbditos de Roma; que no se tuviese más comercio con aquella corte, y que no se tomasen bulas de Dataría; y sacó al nuncio Aldrobandi de sus reinos, no porque tuviese de él queja particular, sino porque era consecuente el haberse manifestado mal satisfecho del Pontífice, el cual no estaba bien con su nuncio porque se creía engañado de sus persuasiones y promesas por haber dado el capelo a Alberoni, de que tanto se arrepentía; y así no le permitió entrar en Roma, y se retiró a su casa en Bolonia.

Éstas, que llamaba Alberoni venganzas del Pontífice, o temores, los despreciaba con inmodestia y se gloriaba su vanidad de ser objeto de la ira de los príncipes y de hacer figura en el teatro del mundo; mantenía con tesón las ideas de la guerra, aunque había asegurado falsamente a Inglaterra y a Francia que el rey de España se contendría en la sola recuperación de Cerdeña; no le daba crédito la Inglaterra, recelosa de tan gran armamento, y así, envió a Madrid al coronel Stanop, para que, viéndose con el señor Bubb, embajador británico en aquella corte, no sólo indagasen a qué se enderezaban tantas prevenciones de guerra, pero aún tenían facultad de proponer un ajuste entre aquella corte y la del Emperador, no sólo porque veía el rey Jorge armados otros príncipes, sino porque, en virtud de la alianza del año pasado, le pedía el César socorros.

Las mismas diligencias hacía la Francia; no estaba fuera de sospechas el Regente, porque como veía que el Parlamento y los magnates del reino llevaban mal lo despótico de su regencia, y en la Bretaña habían sucedido algunos rumores, recelaba fuesen fomentados de Alberoni, y así envió a Madrid al marqués de Noncre para que, de acuerdo con Stanop, propusiesen la paz con el Emperador.

Esforzábanse estos ministros cuanto era imposible, mas ya Alberoni se había endurecido en el empeño; daba con altanería las respuestas, y conocían no quería desistir de la guerra. No se descuidaba el ministro del rey de Sicilia, abad del Maro, con quien hablaba Alberoni más oscuro. Aún afectando confianza, tenía hecha la intención: contra la Sicilia, y al mismo tiempo propuso una liga a su Rey; de él no dejaba también de desconfiar el Emperador, y para ponerle mal con él y que de necesidad adhiriese al de España, queriéndole hacer instrumento que él mismo entregase aquel reino, le propuso con el mayor artificio la liga, con estas condiciones:

Que España atacaría al reino de Nápoles, pondría una escuadra de navíos en el Mediterráneo y daría doce mil infantes y tres mil caballos para que, uniéndolos a sus tropas, invadiese el rey de Sicilia al ducado de Milán, cuyos derechos le cedería la España.

Que mantendría la guerra hasta que todo el estado se rindiese, y que para los gastos de ella daría el Rey Católico un millón de reales de a ocho, como el rey de Sicilia pusiese luego aquel reino en depósito en manos del rey Felipe, cuya propiedad le quedaría cuando todo el Estado de Milán estuviese conquistado.

Estas proposiciones las hizo Alberoni al abad del Maro; las mandó repetir por el marqués de Villamayor, ministro de España en Turín, y las dejó con astucia transpirar para que, viéndole tratar liga con España, se hiciese sospechoso al Emperador, a los reyes de Inglaterra y Francia y aun a los príncipes de Italia, porque nada deseaban menos que ver crecer al duque de Saboya con el Estado de Milán, y más los genoveses, que le tuvieran más íntimamente vecino y no se podrían ya defender de él, perseverando los recelos de que deseaba Saona y el Final.

El rey de Sicilia, cuya perspicacia de entendimiento era la más feliz, acompañada de una singular astucia, conoció los fondos de la intención del cardenal, y aunque le era más útil Milán que Sicilia, vio que tiraban a engañarle empeñándole en una guerra que no podía mantener, bien que le cumpliesen la palabra, porque no extendiéndose su poder a poner en campaña más que quince mil hombres, ni con los otros quince mil que la España ofrecía podía resistir el poder del Emperador, desembarazado de la guerra del turco, porque se había ya elegido a Pasarovitz para lugar del Congreso con el otomano, y envió la Inglaterra al señor de Suton para mediador de esta tregua, que se trataba de veinticuatro años. Habían también enviado a Venecia al procurador Runcini para su plenipotenciario, y elegido el Emperador los suyos, que eran el conde Slich y el general Virmont, con que ya veía el rey de Sicilia que era infalible esta tregua, como al fin quedó concordada, y el Emperador desembarazado para cualquier guerra.

Esto, y el ver que también se trataba una alianza entre el César, la Inglaterra y la Francia, contra los designios de España, hizo que respondiese a Alberoni en esta forma:

Que el rey de España luego daría un millón de pesos, y cada mes dos mil doblones para los gastos de la guerra, y los quince mil, efectivos.

Que atacarían los españoles al reino de Nápoles, donde la mitad del presidio de las plazas que conquistase había de ser de piamonteses.

Que lo propio se haría en las que conquistaría en el Estado de Milán, a donde, después de rendido el reino de Nápoles, debían pasar veinte mil hombres.

Ya el cardenal conoció que esto era desconfiar de él y no querer la alianza; y pareciéndole más fácil pasar a las demás ideas, conquistar la Sicilia antes que el mismo Duque la cediese al Emperador o le ayudase a conquistarla. El rey Felipe se mantuvo en el sistema de atacarla, más con tanto secreto, que nadie le pudo penetrar; bien que el abad del Maro, por conjeturas, siempre escribía a su amo cuidase mucho de la Sicilia, porque éste era el objeto de Alberoni. El duque de Saboya ya veía que no la podía, defender porque sólo tenía en ella siete mil hombres; pero mandó el conde de Mafei que fortificase de nuevo las plazas, y juzgó conveniente correr el riesgo antes que entregarla de su propia voluntad al Emperador, ni admitir sus tropas, porque para este último paso siempre había tiempo, y pensó venderla a buen precio, para lo cual envió al marqués de Santo Tomás a Viena, y por confirmar más al Emperador, pidió para mujer del príncipe del Piamonte, su hijo, una de las archiduquesas hijas del Emperador José; no determinó cuál de las dos, porque sabía que la primera se trataba de casar, por medio del Padre Juan Bautista Salerno, jesuita, con Federico Augusto, príncipe electoral de Sajonia, que, instruido del mismo Salerno, había ya abrazado la religión católica y abjurado la herejía que desde Lutero había seguido esta Casa, y por este servicio hecho a la Iglesia, fue premiado después este jesuita con la púrpura.

* * *

Nada ignoraba Alberoni, y para fortificar su sistema, sabiendo que se trataba en Londres una liga contra sus designios, procuró alentar la guerra del Norte para embarazar al Emperador; envióse secretamente un oficial a Mosavia, y que éste mismo tratase (aunque después envió otro) con el rey de Suecia, ofreciendo socorros de dinero si hacía una guerra que fuese de distracción a las armas de la Casa de Austria. Trabó correspondencia con el conde Vilio, agente del rey de Polonia en Venecia, que ofrecía la amistad de su amo, y al fin no dejó pieza sin tocar para poner la Europa en guerra, empeñando en ella al César.

Estas diligencias todas fueron inútiles, porque el Czar no tenía motivo para traer sus amas a Alemania, y estaba en guerra con la Suecia, cuyo Rey, aunque tenía que recuperar en el Imperio de los Estados de Bremen y Verden, esto era difícil, ya poseídos del rey de Inglaterra, y así había convertido sus armas contra el de Dinamarca, cuya guerra no hacía eco a la que la España había menester; con que estas negociaciones del Norte le fueron inútiles, porque no le faltaban al Emperador artes y poder para apartar de sí el cuidado de esta guerra: trataba con blandura y amistad a los que la podían mover. Concilióse el ánimo del Czar, mandando pasar preso a Nápoles a su hijo primogénito el príncipe Alejo, que del rigor de su padre huía, aunque era su cuñado, que había tenido por mujer a una hermana de la Emperatriz. Esto le fue muy grato al Czar, porque le facilitó el haber a sus manos a su hijo, que poco después murió en una prisión, no sin graves sospechas de haber sido a violencias de un veneno.

De quien más cultivaba la amistad el Emperador era del rey de Inglaterra, como quien sólo podía frustrar los designios de la España, que ya habiendo formado una competente escuadra, sólo otra de Inglaterra se le podía oponer, y con efecto mandó ya prevenir el Rey británico una de veinte y seis navíos, exponiendo al Parlamento la necesidad que de ella había, porque permaneciendo oscura la intención del Rey Católico, recelaba fuese en auxilio del pretendiente de aquella Corona, con acuerdo del Pontífice, que tenía en sus Estados refugiado a Jacobo, a quien reconocía por rey de la Gran Bretaña, y que había dispuesto su casamiento con la princesa Clementina Sobieski.

Había ya el rey Jacobo, con poderes dados al duque de Ormont, contraído este matrimonio, y bajaba con su madre y hermana esta princesa a encontrar con su marido, que había salido de Pesaro a este efecto. Sentía mucho este casamiento el rey Jorge, porque era interés de su Casa se extinguiese la de Stuard, y se quejó mucho con el Emperador que hubiese consentido a este tratado y permitido saliese de sus Estados la princesa.

No parecía propio del Emperador embarazar estas bodas, y más siendo Clementina su parienta, ni era decente a un príncipe católico impedir un sacramento de la Iglesia, del cual podía resultar la propagación y conservación de una familia real tan antigua y esclarecida como la de Stuard; pero todo lo venció la razón de Estado y el temor que se tenía a las armas de España, y como todavía se hallaba esta princesa en sus Estados, mandó seguirla, y alcanzada en Inspruck, ordenó arrestarla y ponerla en un convento, para que no se consumase este matrimonio; esto dio escándalo a los católicos, pero no admiración, porque ya puestos los intereses de la Casa de Austria en manos del rey de Inglaterra, era preciso obedecerle.

Todo esto era contra la España; más lo era la Liga que en Londres se trataba entre el César, la Inglaterra y la Francia. Había pasado a aquella corte el barón de Penterider, por el César, y por el Cristianísimo, el abad de Dubois, primer secretario de Estado, hombre íntimo del Regente, y que había padecido en tiempo de Luis XIV grandes persecuciones y trabajos. Tratábase todo con Diego Stanop, secretario de Estado, y el más favorecido del Rey, y estos tres ministros, que tenían en su mano la voluntad de sus amos, gloriándose de legisladores del mundo dieron la ley a la Europa; dividieron los reinos a su modo, estudiando, como decían, el equilibrio de las potencias. Quedaron de acuerdo en los artículos Stanop y el abad Dubois, pero no los mostraron a Penterider porque antes querían volver a intentar que admitiese el Rey Católico proposiciones de paz y establecerla general.

El Emperador protestó que no consentía a ella si no le mostraban los artículos, y así, se le enviaron con tanto secreto que pudiese el inglés y el francés negar que en Viena se habían visto, escritos en forma que parecían favorables a la España. Ordenaron los propusiesen al rey Felipe los cuatro ministros que por la Inglaterra y Francia estaban en Madrid, con los cuales tuvo varias conferencias el cardenal Alberoni.

La suma de los capítulos era ésta:

Que para sosegar las controversias repugnantes a la paz de Baden y a la neutralidad de Italia, restituiría el Rey Católico la Cerdeña al Emperador.

Que ratificaría la renuncia al reino de Francia por los Borbones de España y la de España por los de Francia.

Que reconocería el Emperador por rey de las Españas e Indias al rey Felipe y sus descendientes, renunciando los derechos a esta Corona.

Que el Rey Católico haría el mismo reconocimiento y renuncia a favor del Emperador en los Estados de Italia que poseía, y el Final, que había vendido a los genoveses, y aún cedería el derecho de reversión que se había reservado en la Sicilia cuando la entregó al duque de Saboya.

Que consentiría y reconocería el Emperador por sucesores de los Estados de Toscana y Parma al primogénito de la reina de España, Isabel Farnés, extinta la línea varonil de los príncipes que los poseían; pero que habían de quedar éstos feudos imperiales, y Liorna, como ahora, puerto franco, y que llegando el caso de la sucesión de un infante de España, se le entregaría la plaza de Puerto Longón.

Que serían incompatibles estos Estados con la Monarquía de España, y que se les pondría, desde luego, un presidio de seis mil suizos, y mientras que éstos venían, de ingleses.

Que consentiría a la disposición que se había de hacer del reino de Sicilia aun contra el tratado y la cesión de Utrech a favor del duque de Saboya, y que el derecho de reversión se pasaría al reino de Cerdeña, destinada, en vez de la Sicilia, a este príncipe.

Que se haría un tratado particular entre el Emperador y el Rey Católico, concediendo indulto general a todos los que hubiesen adherido a uno u otro partido, con restitución de sus bienes, títulos y dignidades.

Este proyecto fue mal recibido de Alberoni, y ponderado como indecoroso al Rey, porque parece que le obligaban por fuerza a admitirle con una superioridad y arrogancia como quien daba la ley, y sin estar antes consultado en la corte de España. Esta circunstancia le hacía gran fuerza al rey Felipe, y aunque parece que a la Reina se la facilitaba la sucesión de Toscana y Parma, era con el acíbar de quedar feudos imperiales, en que se conocía que las potencias mediadoras tiraban a engrandecer al Emperador.

No pareció entonces esta condición digna de llevarse, ni se podía admitir sin consultarlo con el Gran Duque y el duque de Parma, que la repugnaron fuertemente. Este último envió a Alberoni los papeles en que se demuestra claramente ser Parma y Plasencia feudo de la Iglesia, y extendidas las razones contra el Imperio, que pretendía lo contrario. El Gran Duque expresó con más viveza su resentimiento, no sólo porque la plena libertad que goza la Toscana es emanada de la que tenía su República, cuanto por la dura condición de sufrir presidio forastero y ver excluida de la sucesión a su hija, la viuda Palatina, que se había restituido a Florencia, y a quien tenía particular afecto.

Era verdaderamente su ánimo llamar un infante de España a la sucesión, tomándole como heredero de María de Médicis, mujer de Enrique IV, o como hijo de la reina Isabel Farnés, que tenía más inmediato el derecho. Había manejado con arte y felicidad este negocio en Florencia el padre fray Ascanio, de la Orden de Predicadores, que hacía los negocios del Rey Católico, hombre sagaz, sabio y aplicado. No dejaba de encontrar sus dificultades en la voluntad de algunos ministros afectos al Imperio, pero el Gran Duque estaba siempre por la Casa de España, y le había el Rey Católico ofrecido que el modo y las circunstancias se dejarían a su arbitrio.

Estas condiciones, y las de creer que el rey Felipe padecía ultraje en admitir los propuestos artículos, los hizo despreciar, y dio el cardenal a los ministros extranjeros una respuesta seca y poco obligante. Con esto se confirmaron en su alianza los tres referidos potentados, y a toda prisa se acabó de armar la escuadra que a cargo del almirante Binghs había de pasar al Mediterráneo. Quejóse en Londres de este armamento el marqués de Monteleón, ministro del Rey Católico, y le fue respondido que aquella escuadra estaba destinada a mantener la neutralidad de Italia, empleándola contra quien quisiese turbarla.

Esta noticia no la ignoró Alberoni; dio Monteleón cuenta exactamente y expresó que no se lisonjease el Rey Católico con que estas eran sólo amenazas, porque los intereses del rey Jorge podían patrocinar los del Emperador. Esta es la más fuerte crítica contra la conducta de Alberoni, porque si creía que eran sólo insinuaciones las de la Inglaterra y la Francia, padeció la desgracia de mal instruido en los intereses de los príncipes, y no conoció el formal estado del mundo, si creía hablaban de veras, e imaginar poder sola la España resistir a tres poderosos príncipes era inconsideración, porque debía conocer las fuerzas marítimas con que tomaba el empeño, inferiores a las de Inglaterra, ni las tropas que podía enviar el Rey Católico a cualquier empresa podían recibir aumento, ocupado por los ingleses el mar e inundada de alemanes la tierra, porque tenía el Emperador en Alemania ochenta mil hombres ociosos, y era el árbitro de la Italia, a cuyos príncipes hacía contribuir grandes sumas de dinero con sola una carta del gobernador de Milán.

Estaba bien prevenido el conde Daun, y fortificadas las plazas del reino de Nápoles, donde prevenía un campo volante con las tropas que por el Trieste había recibido. Había también pasado el marqués de Lita, gobernador de Tortona, con dos mil hombres a la Luneguiana, presidiando a la U-la y Lavenza, y concurría también el duque de Módena a cerrar los pasos por donde podían penetrar los españoles a la Lombardía si hacían desembarco en el puerto de la Especia, de lo que había mandado prevenir a los genoveses el Emperador.

Éstos respondieron que no tenían fuerzas para oponerse a príncipe tan poderoso como el Rey Católico, y que ofrecían la más sincera neutralidad. También bajaban tropas al ducado de Milán, destacadas de la Hungría; se aumentaron los presidios y se abastecieron de víveres las plazas. El cardenal se reía de todas estas precauciones, porque creyó sorprender la Sicilia y, llevado del ardor de su empeño, se lisonjeó que, como aquel reino no era parte de los Estados del Emperador, no le defenderían los aliados.

Este modo de discurrir era el más arrojado, porque ya había visto en las presentadas proposiciones de paz que se destinaba la Sicilia al Emperador, y así era preciso defenderla, y con esta ocasión dominarla, pues aunque se había altamente quejado en Londres y en París de esta nueva disposición contra el tratado de Utrech el rey de Sicilia, se le respondió que esto importaba al equilibrio de la Europa. Quísose entonces unir con la España por redimir esta vejación, pero esto lo propuso con tanta oscuridad y reserva, que no tuvo el cardenal tiempo de ajustar el tratado con un príncipe tan difícil como Víctor Amadeo, y más que ya tenía hecho el ánimo contra la Sicilia, y creía que, ocupada ésta, mudarían de viso las cosas, y modificarían el proyecto los aliados, porque conocerían la dificultad de emprender una guerra contra una isla presidiada de treinta mil españoles, y se figuraba que la conquistaría en ha meses, como a Cerdeña, porque deseaban los sicilianos sacudir el yugo del actual dominante y admitir el de los españoles, que le habían experimentado suave por más de tres siglos.

No los gobernaba el nuevo príncipe con tiranía, pero como, en lo económico era tan exacto, no se distraían las rentas reales con la profusión que en tiempo de los Reyes Católicos, y había en todo una regla que, aunque justa, era odiosa a los vasallos, porque la relajación humana no quería príncipe advertido, sino negligente, y a esto llamaban benignidad.

Todos los reyes Católicos lo habían sido en Sicilia, porque la vastidad del Imperio español hacía menos aplicado el cuidado a cada reino en particular, y más a los que el mar separaba; el mismo cúmulo de reinos hacía floja y remisa la dominación española; el descuido la hacía parecer liberal. Es en sí verdaderamente generosa y poco interesada; pero es inaplicada también, y de sus descuidos se constituían los logros de los súbditos distantes, no habiéndose sabido servir de Italia y Flandes más que para destruirse y despoblarse, lo que se cree sucede también con Indias. Por esto no era tan bien visto en Sicilia el duque de Saboya, porque atendía más y gobernaba con formalidad mayor, haciendo observar sus decretos con una severidad que parecía tiranía, y era justicia.

Comoquiera, los sicilianos es cierto que estaban siempre convidando a los españoles; pero no conoció los tiempos ni la situación de aquella isla el cardenal Alberoni, porque tenía muchas plazas fuertes que tomar y estaba a este tiempo el Emperador desembarazado y dueño de Nápoles, por donde, por la corta distancia del faro, podía desde Rijoles socorrer con barquillos y falucas las plazas, pues todas las más fuertes son marítimas, y una que por un mes se resistiese, daba tiempo a poner en forma la oposición e introducir la guerra, la cual no podía el Rey Católico mantener sin armada superior a cuantas podían tener los aliados.

Estas eran evidencias que no quiso advertir el cardenal, porque no admitía su ambición de gloria consejo, ni comunicaba con viviente alguno sus ideas, creyendo que el secreto era el alma del negocio, y no fiando de nadie para iluminarle en lo que entendía. En estos errores suelen caer los genios sumamente reservados y que se glorían de incomprensibles, no porque no sea el secreto el fundamento de las grandes resoluciones, pero es menester elegir ministros a quienes fiarlas, porque por lo mismo que son grandes, traen consigo tan difíciles circunstancias, que no las puede entender uno solo, y más empresas monárquicas, que de tan distintos oficios dependen.

* * *

Después de ideado, amó tanto su propio empeño el cardenal, que no supo desistir de él; y fiando, como decía, gran parte de la obra a la fortuna, mandó que, juntándose en Barcelona tropas y naves que en toda España había prevenido, entregando dos pliegos sellados a los comandantes, hizo partir esta armada el día 18 de junio, mandada por el jefe de escuadra don Antonio Castañeta, buen piloto, pero poco experimentado en la guerra; mas tocábale el mando por su antigüedad. A éste iban subalternos los jefes de escuadra don Fernando Chacón, marqués Esteban Mari, y don Baltasar de Guevara. Constaba la armada de veinte y dos navíos de línea, tres navíos mercantiles, armados en guerra; cuatro galeras, a cargo del jefe de escuadra don Francisco Grimáu, en que también iba otro jefe de escuadra, don Pedro Montemayor; una galeota mallorquina y trescientos cuarenta bastimentos de transporte con dos balandras. Éstos llevaban de tropas treinta y seis batallones completos, cuatro regimientos de dragones y seis de caballería, que componían treinta mil hombres, mandados por don Juan Francisco de Vete, marqués de Lede; gente veterana y escogida, y tropas cuales Monarca alguno no tenía mejores, disciplinadas, con dieciocho años continuos de guerra, que se habían hallado en todas las funciones de las que hemos escrito.

Había en estos ocho batallones de guardias españolas y valonas gente esforzada, que cada soldado podía ser oficial. También se embarcaron cien piezas de cañón de batir, cuarenta morteros, una cantidad inmensa de pólvora y municiones, con mil quinientos mulos para el tren de la artillería; seiscientos artilleros, y hasta mil quinientos que en la artillería servían; una compañía de sesenta minadores y cincuenta ingenieros subordinados a don Próspero Berboon, ingeniero mayor, hombre en esta facultad de los más insignes de su siglo; pertrechos de guerra innumerables y cuantos instrumentos son precisos para ella.

Nunca se ha visto armada más bien abastecida; no faltaba la menudencia más despreciable, y ya escarmentados de lo que en Cerdeña había sucedido, traían ciento cincuenta y cinco mil fajinas y quinientos mil piquetes para trincheras; se pusieron víveres para todo este armamento para cuatro meses.

Todo se debió al cuidado de don José Patiño, que aunque no tenía más despacho que de intendente general de Tierra y Marina, le había conferido tan plena autoridad el cardenal con cartas misivas, que la tenía sobre toda la expedición y las operaciones que se habían de hacer en ella, y era árbitro del dinero y caudales destinados para esta empresa, y tenían instrucciones Castañeta y Lede de nada hacer sin su dictamen, y aun en caso de discordia, seguir el de Patiño y, en fin, de obedecer cuantas órdenes en nombre del Rey diese.

Esto era haberle fiado el todo, y aunque era don José Patiño hombre capaz, celante, inteligente y desinteresado, era uno y no lo podía ejecutar todo, ni entenderlo, y como el cardenal era de genio despótico, y creía que él solo podía gobernar la Monarquía, transfirió su autoridad en uno, y creyó que lo podía todo hacer y comprender. Este era desorden, porque los demás no se hacían cargo de sus propios oficios, creyendo estaban al de Patiño. A los jefes se entregaron pliegos; se habían de abrir en determinados lugares; el primero se abrió en Cerdeña, en la bahía de Caller; allí se tomaron otras tropas que se incluyen en el referido número, y se embarcó el teniente general don José Armendáriz.

Partió todo el armamento a 28 de junio de Caller, y el día 30 dio vista a Sicilia, llevando la proa a San Vito, donde se había destinado el desembarco. Un temporal la sotaventó, sin desunirla. El primero día de julio hizo punta a la Parte de Monelo, pero no pareció a propósito aquella playa, aunque está dos millas de Palermo, y continuó el viaje hasta dar fondo en el cabo Salento, cuatro leguas distante de la capital de aquella isla; la misma tarde se desembarcó la mayor parte de la infantería y se acampó en las alturas de San Elías, donde hubo escasez de agua. Al otro día se feneció el desembarco de todas las tropas, y se abrió el otro pliego y se declaró capitán general de aquel ejército y virrey de Sicilia al marqués de Lede; el día 3 se marchó cuatro millas, y se acampó en la torre del Agua de Corsarios; aquí vinieron muchos caballeros de Palermo, y los diputados de la ciudad, a ofrecerla al Rey Católico, pidiendo sólo manutención de sus privilegios.

El conde Mafei, que allí gobernaba, dejó luego esta capital, y dejando alguna guarnición en el castillo, se retiró con mil quinientos hombres a Siracusa. Gran parte de la nobleza fue a encontrar el marqués de Lede al campo de Mala Espina, desde donde marcharon cuatro compañías de granaderos de guardias españolas, y ocuparon la Puerta Nueva de la ciudad y el Palacio; estos mismos, después, se acercaron a Castelamar, presidiada de cuatrocientos sesenta infantes piamonteses, y por la parte de la marina le bloquearon también dos compañas de granaderos del regimiento de Saboya y Guadalajara; otra compañía de guardias españolas ocuparon el fuerte del Muelle y la Linterna. Se intimó la rendición a Castelamar; respondió con honra su gobernador, caballero Marelli. Se tomó un navío nuevo de sesenta y cuatro piezas que había en el muelle de Palermo, a cuya bahía pasó la armada española.

Los piamonteses trabajaban una pequeña media luna entre el fuerte de la Flecha y San Pedro; los españoles pusieron por eso doscientos hombres en las casas inmediatas, y adelantaron otros a un ribazo, para hacer fuego sobre los trabajadores. En este día 5 se declararon tenientes generales al caballero de Lede, a don Juan Chacoli, a don Antonio Pinatelo, marqués de San Vicente, al conde de Montemar y a don Feliciano Bracamonte; y al otro día, mariscales de campo al señor Dupui, al conde de Sueveghen, al marqués de Rebés y al conde de Roidovilles; después, al señor de Vaucop.

La noche del día 7 y 8 se trabajó en una pequeña paralela para cubrir la batería dirigida al franco y cara del baluarte de San Pedro que mira a la ciudad, pues, ocupada ésta, no se necesitaba de quitar el fuego opuesto para tomar la brecha. Se destacó don Lucas Espínola con el marqués de Villadarias, con los regimientos de dragones de Batavia y Frisa y quinientos infantes en derechura a Mecina, y en los dos cuerpos siguió después toda la caballería y dragones, y a la testa de cada una iban un teniente general y un mariscal de campo.

La infantería se envió por mar, destinando el lugar del desembarco entre la torre del Faro y Melazo; alguna quedó en Palermo contra el castillo, y el día 13, después de seis horas de batería, se rindió a discreción. Esto llevó muy mal el rey de Sicilia, y se formó proceso al gobernador; pero no era fortificación que tenía resistencia. Quedó un campo volante de tres mil hombres a cargo del conde de Montemar, a quien también se le dio orden de bloquear a Trápana; bajaron luego las milicias del país a unirse con las tropas españolas, y aquéllas se enfurecieron tanto con los piamonteses, que en Cantanieta mataron los paisanos cuarenta de ellos.

La ciudad de Catania se apoderó de su castillo, aclamando al rey Felipe, e hizo prisionera la poca guarnición que en él había: las de Tápana y Termini hacían algunas salidas, pero las contuvo el conde de Montemar metiendo su campo volante en el valle de Mazara. Mecina erala más difícil empresa; tenía de presidio dos mil quinientos piamonteses, y al dar vista a la ciudad la armada española, se conmovió el pueblo de género contra ellos, que, abandonando los baluartes, se retiraron a la ciudadela, guarneciendo los castillos de las cumbres del monte y del Salvador. Sin dilación del país cubierto, obedeció al Rey Católico. Las galeras de aquel reino, mandadas por cabos saboyardos, se refugiaron a Malta.

Para empezar las operaciones por la parte de Palermo se movieron, como se ha dicho, a cargo del conde de Montemar, contra Termini; llegaron el día 26, y por mar desembarcaron las municiones en la playa de San Cosme y San Damián, guarneciendo a la ermita con una compañía de granaderos del regimiento de Valladolid; luego se empezaron los trabajos para la trinchera y componer una batería de morteros, y a 31 de junio se perficionó la paralela. Desde el llano de Santa Ana se batía la plaza baja del baluarte de los Balbases y parte de la cara del de Villarroel; con esto hizo llamada la noche del día 4 de agosto el castillo, y se rindió a discreción, quedando prisioneros trescientos hombres.

Don José Vallejo y el marqués de Villa Alegre partieron a bloquear a Siracusa, de donde salieron dos navíos ingleses fletados del conde Mafei, con cuatrocientos hombres, para Augusta, los cuales, sacando cuatro compañías de infantería que de esta ciudad quedaban, dieron fuego a las minas que tenían hechas para volar el castillo, que no hicieron mucho efecto. Desamparada la ciudad, la ocuparon los españoles, y repararon el castillo.

Habíanse de las galeras de aquel reino escapado todos los sicilianos que en ellas servían, y sólo quedaba mal abastecida la chusma de algunos oficiales piamonteses. Para guarnecerlas envió Mafei doscientos hombres a Malta, para donde partió también con su escuadra don Baltasar de Guevara, para pedirlas al gran maestre de San Juan o sacarlas con violencia de aquel puerto, si era posible.

Esto último no era fácil intentarlo, porque las protegía el cañón de la plaza; el gran maestre Perellós se excusó a entregarlas, diciendo no era juez de las diferencias de los príncipes, y que no podía negar refugio a quien le buscaba en su puerto. Que, como era neutral, dejaba a las galeras en su plena libertad, pero si perseveraban en él hasta la decisión de la guerra de Sicilia, las entregaría al dueño de ella. Esta respuesta tomó muy mal el rey Felipe, y se prohibió a la isla de Malta el comercio con Sicilia, negándola los granos que acostumbraba dejar extraer, mas después que las abrigó de la escuadra inglesa, que llegó, como veremos, dejó el gran maestre salir las galeras, que se fueron a Nápoles, y de allí a Villafranca de Niza, no habiéndolas querido entregar a otro que a don Miguel Regio.

Este destacamento de navíos que ordenaron el marqués de Lede y don José Patiño, empezó a enflaquecer las fuerzas de la armada; las restantes naves entraron en el puerto de Mecina, donde hallaron dos navíos del rey de Sicilia, que no tuvieron tiempo de escapar, pero no podían los españoles valerse de ellos, porque los defendía la ciudadela y el fuerte del Salvador. Bien recibidas de los mecineses, llegaron todas las tropas españolas, y luego se dio principio al sitio de la ciudadela; pero, como embarazaban los ataques los castillos de la montaña Matagrifón, Gonzaga y Castalazo, se atacaron antes éstos, y en pocos días se rindieron a discreción. En el primero había doscientos hombres.

En este estado dieron aviso los ministros de Italia a los jefes españoles que ya navegaba las aguas del Mediterráneo la armada inglesa, mandada por el almirante Jorge Binghs. Había salido esta escuadra desde 14 de junio de sus puertos; constaba de veinte navíos de guerra, todos de línea; el mayor, que era el navío Brafieur, tenia noventa piezas; había dos de ochenta y de setenta y siete; los demás eran de sesenta, y el menor, que era el Rochester, tenía cincuenta cañones. El Guastlant y Grifin eran de fuego; Blasilik y Blast, de bombas.

No eran grandes estas fuerzas; pero les pareció a los ingleses que bastaban, porque ya habían enviado de antemano un oficial de marina a Cádiz y otro a Barcelona, con pretexto de negociantes, para que se informasen por menor del armamento marino del Rey Católico; y así, estaban los ingleses tan rectamente informados, que sabían el nombre y el número de piezas de cada navío y de su tripulación.

Cuando la armada inglesa llegó a las alturas de Alicante, despachó Binghs a Madrid un oficial suyo, que le servía de secretario, con cartas para el coronel Stanop, en que le decía hallarse con su escuadra en el Mediterráneo, y que tenía instrucciones de su Soberano para tomar las medidas, más proporcionadas al ajuste entre el Rey Católico y el Emperador, y en caso de reservarlo y persistir aquél en turbar la neutralidad de Italia y los Estados de éste, que tenía orden de embarazarlo con las fuerzas de aquella armada. Stanop lo participó al cardenal Alberoni, que indujo al Rey a permitir se le diese en su nombre una respuesta la más sobre sí y orgullosa, porque le respondió a Stanop que podía ejecutar el almirante Binghs las órdenes de su amo como le pareciese.

Esta sequedad no dejó de picar al inglés, y tomó el rumbo de las costas de Nápoles, ya hecho el ánimo a ejercer toda hostilidad. A este tiempo pasó de Londres a París el secretario Diego Stanop, para dar la última mano al tratado de la Triple Alianza, que se firmó en Londres a 2 de agosto.

Tenía por apéndice el que entre sí hicieron el Emperador, el rey Jorge y el Cristianísimo, del modo como oponerse a la España, y quedó concordado que pondría las tropas el Emperador, la armada naval la Inglaterra, y la Francia concurriría con un equivalente considerable en dinero. Envióse al conde Cadogan al Haya para disponer que los Estados Generales de las Provincias Unidas entrasen en esta Liga. Hizo este ministro los mayores esfuerzos para persuadirlos, y los mismos hacía por lo contrario el marqués de Berreti Landi, embajador del Rey Católico. El inglés proponía la antigua amistad de las dos naciones, la unión de sus intereses de religión y Estado, la gloria de entrar a la parte de dar a la Europa equilibrio, y la infracción de la neutralidad por parte de los españoles, y sobre todo el ejemplar de la Francia, en que la Casa de Borbón, contra sí misma, posponía los derechos de la sangre a la pública utilidad y quietud.

El marqués Berreti Landi, por lo contrario, ponderaba la ambición de la Casa de Austria y cuánto les importaba a los holandeses no engrandecerla, porque aspiraba a la depresión de sus vecinos, como se dejaba conocer en que aún no había dado cumplimiento al ajuste de la barrera. Mostró que los coligados ni formaban ni querían equilibrio, porque con darle al Emperador la Sicilia le acrecentaban el poder y le rendían esclava a la Italia, con lo cual serían sus armas tan formidables, que no hallarían resistencia. Que la neutralidad había sido violada por el Emperador, como había muchas veces explicado, abusando de la paciencia del Rey Católico, hasta que llegaron los agravios a punto tan insufrible que era desdoro de la Majestad tolerarlos. Que no era la Inglaterra la que obraba, sino un rey alemán, por los propios intereses de la Casa de Hannover y para mantener lo usurpado al rey de Suecia. Que tampoco era la Francia, ni el Rey, que sólo tenía ocho años, el que movía las armas contra Felipe de Borbón, Rey Católico, sino el duque de Orleáns, despótico en la Regencia, o por odio a su sobrino, o porque buscaba en el Emperador y el rey Jorge protectores a más altas ideas. Que el rey de España nada invadiría que no hubiese sido suyo, y ya que en este último tratado, queriendo tiranizar la Europa los que se llamaban legisladores, rompían el de Utrech, adjudicando al Emperador la Sicilia, que la España no estaba obligada a mantenerle, sino a defender aquel reino, porque se había despojado de él para darle a un príncipe que no le embarazaba, pero no para exaltara su enemigo.

Los holandeses no querían volver a tomar las armas y destruir su comercio por la Casa de Austria, que tan mal los había pagado; mantenían ardientes quejas con el Emperador, y conocían con evidencia que la Inglaterra y la Francia volvían a una guerra voluntaria por privado interés de las dominantes, no de sus súbditos; y resolvieron hablar con ambos ministros oscuramente.

La respuesta dada a Cadogan fue que no podían entrar en confederación alguna con el Emperador antes de rematar el negocio de la barrera y dar la última mano al tratado de Ambers. Al marqués Berreti dijeron asegurase al Rey Católico de su constante amistad, y que le suplicaban componer amigablemente las diferencias con el Emperador. Cadogan concibió esperanzas de esta respuesta, creyéndola sencilla; dio noticia de ella a su corte y a la del Emperador, y pasó a Ambers a hablar al marqués de Prie, gobernador de Flandes, que partió a este efecto de Bruselas.

Tratóse de la composición de la barrera, que con palabras la facilitaron los alemanes; pero obraban de mala fe, mal entendida de los ingleses, que dieron por sentado el ajuste y, en su consecuencia, que la Holanda adhería a la alianza. Diego Stanop, que estaba en París, padeció también este engaño, y creyendo que tanto poder unido pondría miedo al Rey Católico, pidió un pasaporte para ir a Madrid no, queriendo partir sin él, porque ya sabía las órdenes que su amo había dado al almirante Binghs, y recelaba que le detuviesen en Madrid si llegaba la noticia de alguna hostilidad.

* * *

El cardenal Alberoni entendió la desconfianza, pero dio el pasaporte por no negar tan visiblemente los oídos a un razonable ajuste. Estaba entonces el Rey Católico en El Escorial, donde fue Stanop recibido; tuvo algunas conferencias con Alberoni, al cual sorprendió la noticia de que habían entrado en alianza los holandeses, aunque el marqués Berreti había escrito lo contrario. Todo el tiempo que estuvo averiguándolo dio esperanza de ajuste; pero después, conociendo el engaño, picado de la hostilidad de la armada inglesa, que después referiremos, esperanzado de recobrar la Sicilia por los progresos que iban haciendo las tropas, y animado de que no le faltarían caudales, porque acababan de llegar de Indias los galeones muy interesados, y traían doce millones de pesos, se obstinó en el dictamen de la guerra y determinó romper las conferencias con Stanop; pidióle éste la última resolución, y fue la respuesta que sólo podía el Rey Católico convenir en la paz, quedando por la España Sicilia y Cerdeña, y que el Emperador satisfaciese al duque de Saboya con un equivalente, como también los daños ocasionados a los príncipes de Italia, de donde retiraría las tropas que excediesen a un cierto número, y que no se hablaría de la sucesión de Toscana y Parma, ni de infeudar estos Estados del Imperio.

Distribuyó estas condiciones en ocho artículos, y en el último pidió se retirase la armada inglesa a sus puertos. Stanop, que a los primeros días de su arribo había concebido esperanzas de ajuste y las había dado a las cortes de los aliados, quedó abrasado de esta respuesta, y en nombre de los príncipes de la Liga dejó un papel al cardenal en que decía que si el Rey Católico no admitía el tratado en el término de tres meses, suministrarían los aliados del Emperador los socorros en él ofrecidos; y que si contra ellos sus vasallos o negociantes intentaban hostilidad o mandaba hacerla, que le harían luego la guerra y dispondrían en otro príncipe la sucesión de Toscana y Parma; y que suspendería el Emperador las armas en estos tres meses, si hacía lo propio la España.

Estas proposiciones encendieron también el ánimo del cardenal, y se aplicó más a la guerra. Para justificarla, se dio de todo cuenta a los holandeses por medio del ministro español, en una carta con grande artificio escrita, y entre otras cosas decía:

Que la Inglaterra y la Francia habían sido la causa de la guerra de Sicilia, porque habían dado el aviso secreto de que se trataba de cederla el duque de Saboya al Emperador. Esta proposición ya no llegaba a tiempo, porque no era fácil sembrar cizaña entre los aliados, tan firmes en su empeño que aún admitían en alianza al duque de Saboya. Había este príncipe quedado consternado de la invasión contra Sicilia, que nunca creyó, y se echó todo en manos del Emperador, el cual ofreció defender la Sicilia, pero quedarse con ella. Pedía el Duque un equivalente en el Estado de Milán, y a eso tiraban las quejas que daban sus ministros en Londres y en París. Fue la respuesta que si dejaba sus tropas auxiliares con las del Emperador, se le daría la Cerdeña.

Esto era de sumo desagrado al Duque, porque siempre había inmensa diferencia de reino a reino. Le achicaban el poder con obligarle a mantener el que le daban; no quería hacer la cesión de la Sicilia, esperando el éxito de las cosas, y sin esto no le querían admitir en la alianza. Los coligados no querían tampoco sacar sus tropas de las plazas, entregándolas a los españoles, porque no esperaban recompensa, y era ponerse de la parte más flaca. Nunca ha padecido mayor vejación su alto entendimiento, que por muchas vueltas que daba recurriendo a sus naturales mañas, halló las puertas cerradas y vio que era preciso cooperar con sus propios enemigos a su ruina, por no padecerla mayor.

De ellos procedía el daño de perder la Sicilia, porque nunca la hubiera invadido el Rey Católico si no viera que la destinaban los aliados al Emperador, pues aunque los españoles tuvieron idea de recobrarla, era en cambio del ducado de Milán, que querían conquistar para el Duque; por eso le convidaron a una liga particular, como dijimos. Revolcándose entre espinas Víctor Amadeo, y sabiendo que el Emperador había dado orden al virrey de Nápoles de defender a Sicilia, mandó a sus gobernadores en Mecina, Siracusa, Melazo y Trápana, admitiesen como auxiliares a las tropas alemanas; pero que mantuviesen el gobierno de las plazas. Detuvo prisionero en su propia casa al marqués de Villamayor, ministro de España, hasta que se diese libertad al conde de Lascaris, que lo era del Duque en Madrid.

Aplicando el mayor cuidado, dio fondo en Nápoles la armada inglesa. En los agasajos y obsequios que hizo el conde Daun al almirante Binghs, explicaba la necesidad de su auxilio. Luego le pidió escoltase gente a Rijoles; no se llegó a ello, y pasaron tres mil hombres; y como el día 7 llegó la orden de su amo de atacar a la armada española, hizo vela hacia el faro de Mecina. Despachó un oficial al marqués de Lede, pidiéndole dos meses de tregua y expresando venía para componer tan peligrosa disputa. El marqués respondió no poder condescender a la suspensión de armas, porque no tenía orden ni instrucción para ello.

Ya sabía el inglés que no lo había de conseguir, porque traía, desde la respuesta que le dio la corte, el desengaño; pero quiso dar esta otra aparente justificación al mundo, y enviar un explorador para saber dónde y cómo estaban ancoradas las naves españolas, cuyos destacamentos en no ignoraba, porque desde Siracusa daba el general Wessel, que estaba en Rijoles, todas las noticias del conde Mafei. La mañana del día 9 de agosto descubrió la torre del Faro a los ingleses, con la proa dirigida a su entrada, y al amanecer dio fondo a vista de dicha torre del Faro en el cabo de las Mirtelas.

Las naves españolas estaban dadas fondo en el estrecho, y recelando de la intención de los ingleses como eran ya pocas, porque faltaba, como se ha dicho, la escuadra de Guevara, parecióles conveniente -todo de orden de Patiño- salir de lo angosto hacia el cabo de Spartivento, para unirse a las que faltaban, porque habían de volver por allí, y en el ínterin descubrir más la intención del inglés, porque creía el marqués de Lede que volvería aquel mismo oficial declarando absolutamente el ánimo de Binghs, que no entendió estar obligado a eso, y en el beneficio de la noche procuró penetrar el Faro en el alcance de los españoles. El día 10, por la mañana, pasó el estrecho, saludándole las naves de transporte que allí estaban dadas fondo. Algunas cargadas de víveres para la armada, se llevó consigo el comandante inglés.

Aún le creían amigo, porque habiéndose el marqués de Lede quejado con el referido oficial enviado del almirante Binghs que hubiese escoltado tropas del Emperador, respondió que esto no era acto de hostilidad, sino de protección a quien se amparaba en la bandera del Rey británico. No se puede negar algún género de engaño en el inglés y alguna cándida credulidad en los españoles, porque asegurados que venía aquella escuadra a embarazar la guerra, no se pasearía inútilmente por estos mares; y más que los ingleses abrazaban con gusto esta ocasión de destruir la armada española, porque no quieren ver por mar muy armado al Rey Católico, no sólo por los perpetuos celos del comercio, pero aún por no perder la alta actual prerrogativa de ser dueños de ambos mares.

Dos fragatas ligeras de los españoles avisaron a su jefe que venía en su seguimiento el inglés con solas las gavias (éste fue otro disimulo); y una corbeta suya avisó a éste que ya no estaban lejos los españoles, que no viendo hacer fuerza de velas del inglés, se atravesaron mantenidos a la capa, como quien sabía de cierto que no eran aquéllos enemigos, hasta que, viéndoles venir a proa directa, tomaron el rumbo hacia el cabo de Spartivento sin cargar de velas, por no mostrar desconfianza ni temor.

En la simplicidad de esta conducta consistió todo el daño, porque don Antonio de Gastañeta esperó a la capa a los enemigos superiores en fuerzas, y perdió tres días, en los cuales podía haberse retirado a Malta o dado la vuelta a Cerdeña, porque ni el inglés desampararía aquellos mares ni, perdida la oportunidad, era fácil irle siguiendo. Dio por disculpa que así lo había mandado Patiño, y que guardaba sus órdenes. Éste decía que le había mandado salir del estrecho para salvarse, que no tenía forma de avisarle, ni aun noticia que enviar, y que una vez fuera del Faro tocaba a la prudencia de Gastañeta gobernarse.

No entramos en la cuestión si debía la armada española retirarse a sus puertos, luego ejecutado el desembarco; porque este fue error del cardenal Alberoni no mandarlo, fiado quizá en que la armada del Rey Católico podía resistir a la inglesa lisonjeado del número, sin advertir que, verdaderamente, no había en aquellas más que ocho navíos de guerra; los demás eran viejos, y mercantiles, armados con más piezas de cañón que la construcción de la nave sufría.

Ni aunque la calidad de las naves y el número fuese igual a los de los ingleses se debía aventurar una acción, porque éstos no tienen otro oficio y aventajan en el mar, en pericia y destreza, en gran parte a los españoles en este siglo. Retiráronse a Spartivento los españoles; les faltó el viento antes que a los ingleses, que llevaban su derrota en el nordeste, por cuya circunstancia, o por la variedad de las corrientes, o por maniobras, amanecieron el día 11 mezclados e interpolados los navíos de ambas escuadras.

El español mandó remolcar los suyos de línea acercándolos, a San Felipe del Real, que era el comandante; las galeras de España, aunque en calma, pudieron hacer hostilidad; no la quisieron empezar, y fueron tomando la costa. Refrescó un poco el tiempo, y hallándose la escuadra del marqués de Mari, que formaba la retaguardia, muy separada del cuerpo de Gastañeta y muy a la tierra con los navíos de su división, solicitó salir de la ensenada y juntarse al comandante, pero no pudo.

Los ingleses continuaban su rumbo con disimulo, haciendo fuerza de velas para dejar atrás cortados los navíos de Mari y ganarlos el viento, que lo consiguieron, porque estaban más a la mar. Logrando de esta buena disposición seis navíos ingleses, volvieron la proa contra Mari, que aún tenía sus navíos separados, y como estaba aterrado, tomó el partido de echarse a la costa de Abola, donde pasaron sus navíos, combatiendo con siete navíos ingleses de línea todo el tiempo que permitió la situación de haber puesto la proa a tierra, y no pudiendo resistir más a fuerza tan superior, procuró salvar los equipajes poniéndolos en la arena y abarrancando las naves, de las cuales algunas se quemaron por sí mismas, y otras pudieron sacar los ingleses después de varadas.

El marqués de Mari saltó a tierra con muchos ofíciales; lo restante de la escuadra inglesa fue a atacar el cuerpo principal de la española, compuesta de los navíos nombrados San Felipe el Real, el Príncipe de Asturias, San Fernando, San Carlos, Santa Isabel, San Pedro y las fragatas Santa Rosa, la Perla, la Juno y el Volante, que unidas tenían la proa a Cabo Passaro. Tumultuariamente quisieron poner la línea, pero no pudieron. Cinco navíos de los ingleses atacaron a los de los españoles que quedaban más atrás; y como estos iban uno a uno, los fueron tomando los ingleses, no sin la resistencia de que era capaz tan desigual combate. Con el resto de las naves se adelantó Binghs, a las dos de la tarde, y cargó contra la comandante de España, con siete navíos y un burlote de fuego.

Dos naves de línea combatían las primeras. Sufrió dos descargas San Felipe, sin disparar, hasta que los dos ingleses le dieron el costado. Entonces respondió con sus andanas, de forma que, antes que pasasen de ellas, habían recibido los ingleses dos descargas, y a fuerza de velas se adelantaron a repararse del daño. La comandanta inglesa continuó su curso, arrimándose con su almiranta, que mandaba el contraalmirante Delabal, y otros dos navíos de línea, por la popa de San Felipe, que sufrió las descargas sin poder emplear un tiro; volvieron las dos naos primeras que le atacaron con los bordos, rendidas a ceñir sus costados, y le dieron sus cargas correspondiendo a ellas, y se retiraron un poco por ambas aletas de San Felipe, acribillándole con descargas de metralla, balas de fierro y plomo chicas, de suerte que no le dejaron aparejo pendiente, ni de labor o obenque, ni de brandal, que no cayese la mayor parte sobre la cubierta, ni vela entera. Dos navíos ingleses se le acercaron más por la parte de estribor para abordarle, pero no lo hicieron, porque todavía daba, aunque maltratado, San Felipe sus arribadas y orzadas, con una de las cuales hizo perder el curso del abordo a un burlote que le arrimaron para incendiarle, que con su bauprés le desbarató todo el guardapolvo del corredor alto y parte del espejo de la popa.

Habiéndole muerto ya a Gastañeta doscientos hombres, con todo daba sus descargas, y recibió otra vez el burlote protegido de las naves de Binghs, cuya amura tapó con la aleta de la parte de estribor de San Felipe, y le dio una descarga a tiempo que hallándose don Antonio Gastañeta al pie de la mesana, le alcanzó una bala que le atravesó la pierna de parte a parte y quedó clavada en el tobillo de la derecha. Continuaba con todo a resistirse en el mismo lugar; y dividiendo una bala de cañón por medio de la barriga a un hombre, le dieron unos pedazos del cuerpo en el pecho y cara a Gastañeta, de género que cayó por esta violencia y por la sangre que de las heridas vertía. Entonces le retiraron a curarle con el capitán don Pedro Dexpois, herido de un astillazo en las espaldas; cortó una bala la driza de la bandera al tiempo de arriarla, y se rindió la comandante española.

Tres navíos de línea habían atacado al Príncipe de Asturias, que mandaba don Fernando Chacón, que se resistió valerosamente hasta que, desbaratado el buque y obras fuera del agua, muerta la mayor parte de la guarnición, rotos todos los palos mayores, vergas, gavia y mesana, todo el velamen del aparejo y desbaratada toda la ovecanduria y la jarcia, herido de un astillazo en la cara, se rindió. Lo mismo hizo la fragata Santa Rosa, que mandaba don Antonio González, después de haber peleado tres horas contra cinco navíos; igual tiempo combatió don Antonio Escudero, que mandaba el Volante, contra tres ingleses, y aunque tenía su buque seis balazos a la lengua del agua, por donde recibió tanta que empezaba a hundirse, los oficiales y marineros arriaron la bandera y se rindieron sin quererlo consentir el capitán.

Tantas horas peleó también Juno, quedando enteramente fracasada y muerta la mayor parte del equipaje. Como iban atacándolos sucesivamente los ingleses, una después de otra tres naves atacaron a la Perla, que mandaba don Gabriel de Aldrete; defendíase valerosamente, y con el favor que le dio don Baltasar de Guevara, que volvía de Malta, por el barlovento de los demás navíos de España y el Sudo: éste pudo escapar a don Gabriel a dicha isla; la fragata la Sorpresa, que mandaba don Miguel de Sada, aunque era de la división de la escuadra de Mari, como estaba más avanzada la atacaron los enemigos y, después de casi deshecha, la rindieron. Lo propio sucedió al amanecer del día 12 a la nave Santa Isabel, que mandaba don Andrés Regio, atacada de cuatro navíos ingleses.

Los navíos españoles más adelantados se pudieron retirar a Malta y Cerdeña. A tiempo que estaba combatiendo con los ingleses San Felipe, llegó de Malta, como se ha dicho, don Baltasar de Guevara con dos navíos de línea, y poniendo la popa a él pudo atravesarse entre los dos navíos que daban a San Felipe los costados, y hacer fuego a uno y a otro, hasta que viendo que arrió la bandera el San Felipe, dirigió la proa sobre el navío del almirante Binghs, que le seguía por popa, y, dándole el costado le hizo fuego.

Ejecutó lo mismo la nave San Juan, que seguía en las mismas aguas a la de Guevara, y se retiraron ambas con el beneficio de la noche hacia poniente; por donde, con su abrigo, escaparon las naos San Luis y San Juan, después de haber combatido la almiranta inglesa. Las galeras de España que mandaba Grimau, como no podían defender las naves se retiraron a Palermo; de los navíos de Mari sacaron los ingleses el Real y las fragatas San Isidro y El Águila; se quemaron la Esperanza, un burlote y dos balandras; los que se salvaron fueron los referidos San Luis, San Juan, San Fernando, el Puercoespín, la Tolosa; San Juan el Chico, la Flecha y una galeota a bombas.

Para repararse los ingleses de los daños padecidos, se entretuvieron cuatro días cincuenta millas a la mar; después entraron furiosos, con los navíos rendidos, en Siracusa los días 16 y 17 de agosto.

Esta es la derrota de la armada española, voluntariamente padecida en el golfo de Ariaich, canal de Malta, donde sufrió un combate sin línea ni disposición militar, atacando los ingleses a las naves españolas a su arbitrio, porque estaban divididas. No fue batalla, sino un desarreglado combate que redunda en mayor desdoro de la conducta de los españoles, aunque mostraron imponderable valor, más que los ingleses, que nunca quisieron abordar por más que lo procuraron los españoles. El comandante inglés dio libertad a los oficiales prisioneros, y envió uno de los suyos al marqués de Lede, excusando aquella acción como cosa accidental, y no movido de ellos sino de los españoles, que tiraron el primer cañonazo; cierto es que la escuadra de Mari disparó los primeros cuando vio que se le echaron encima para abordarle.

El marqués de Monteleón, ministro de España en Londres, se quejó altamente de esta operación y escribió al señor Gratz, secretario de Estado, un papel sumamente resentido de hostilidad tan impensada, no habiendo atacado los Estados del Emperador el Rey Católico, a quien tantos actos de amistad debían los, ingleses y su comercio; y como esto era ya haber de hecho movido con simulación a su soberano la guerra, no podía usar más de su empleo hasta recibir órdenes de su corte, posteriores a esta noticia. La respuesta, que también se le dio por escrito, fue después de tres semanas, porque esperaba una relación exacta del hecho, aunque ya habían tenido noticia de él, y de la que llamaban victoria, por un expreso de Nápoles.

En este intermedio llegó la carta del general Binghs, escrita con soberbia, en el propio desprecio que hacía de su gloria; el estilo era sucinto, como refiriendo cosa de menor entidad, y dijo que había visto fuera del Faro, tomando el borde largo, la flota española, compuesta de veinte y seis naves de guerra, entre grandes y pequeñas; dos burlotes, cuatro galeotas de bombas y siete galeras. Que destacó a los navíos Kent, Soberbio, Grafton y Leofort para alcanzar a los españoles. Que el día 11, viéndose estos acercar a los ingleses, algunos navíos con las galeras tomaron la costa, y que destacó al capitán Walton entre el navío Cantorver, para seguirlos, y que, ya a tiro, un navío español hizo una descarga contra el Argile, mandado del capitán Norbury, que con el resto de su armada siguió al comandante español. Que a aquellos cuatro navíos que seguían a los que se iban retirando, les dio orden de no tirar contra los españoles sino en caso en que ellos prosiguiesen en hacer fuego; y que, viendo que proseguían en hacerle, el Kent había atacado a San Carlos, el Leofort a Santa Rosa, el Grafton al Príncipe de Asturias, que le dejó después que sobrevinieron Breda y el capitán, y que todos rindieron a los navíos españoles, contra quienes peleaban.

Que después Kent y el Soberbio atacaron a San Felipe con otros dos navíos; mantuvieron una especie de combate, siempre huyendo, hasta las tres de la tarde, en que el Kent se acercó a la popa de San Felipe y le dio una gran descarga, pero habiendo sotaventado el Soberbio, le atacó a sobreviento, para abordarle; mas habiendo San Felipe dado un golpe de timón, huyó el bordo, y que al fin el Soberbio le obligó a rendirse.

Que un contraalmirante español había hecho su descarga contra el Blarfleur, pero que luego tomó el viento, y que se fue con otro navío de sesenta piezas. Que el almirante les había seguido hasta la noche, pero que habiendo tenido poco viento se escaparon, y que él volvió a la flota. Que la nave Esek tomó a la Juno y el Montaipu y Ruperto a la Anna-Volante. Que el vicealmirante Coronavail siguió al Grafton para sostenerle, pero corría poco viento y se acercaba la noche; por esto pudieron escapar los españoles, a quienes perseguían. Que el contraalmirante Delabal y el Kene Real habían seguido dos navíos, bajo viento, y que uno de ellos fue rendido, como lo hizo Walton al que montaba el contraalmirante marqués de Mari. Que este marqués se salvó con su planta y sus mejores efectos, y los demás navíos que con él estaban los habían los ingleses apresado, quemado o echado a fondo.

Que de las veintiuna naves de su armada inglesa no se había perdido alguna; sólo había sido Grafton un poco maltratado. Al fin, que los españoles habían perdido veintitrés naves, una galeota, un burlote y otro bastimento con cinco mil trescientos noventa hombres de equipaje, setecientas veintiocho piezas de cañón, y que de todo su grande armamento sólo les quedaban a los españoles quince naves y las galeras, y que se habían llevado las presas a Puerto Mahón, habiendo quedado Su Majestad Británica dueño del mar.

Esta relación no es muy distinta de la que los españoles daban; es arrogante, como lo fue la respuesta del secretario Gratz a Monteleón; dijo que la acción del almirante Binghs no debía parecer extraña, porque ya le había prevenido el conde Stanop al Rey Católico que si no se contenía en las hostilidades, se lo impedirían los de la Liga, y que el atacar la Sicilia era romper la neutralidad de Italia y obrar contra el proyecto de los aliados presentado a Su Majestad Católica, a quien se le había dado de tiempo tres meses para admitirle, con prevención que si en ellos no se abstenía de la guerra, que la impedirían los aliados.

A este papel dio otra respuesta Monteleón, y unió copia de una carta de Alberoni que le escribió, en que se explicaba contra el almirante con términos ofensivos, porque sobre llamarla acción indigna y hecha con mala fe, decía haber recibido del conde Daun gruesas sumas de dinero. Que no se debía defender neutralidad ya cuatro años rota por los austríacos. Que los sucesos de la guerra y los accidentes eran varios, y que toda humana felicidad estaba expuesta a ellos; y que así, creía que el Rey británico, con su prudencia y moderación, no aprobaría lo hecho por el almirante Binghs.

No dio otra respuesta la corte de Londres, aunque el cardenal Alberoni, habiéndole enviado a Monteleón la que dio en 15 de septiembre el secretario Gratz, escribió otra carta con términos injuriosos y violentos, como era su genio, y mandó al marqués de Monteleón saliese de Londres; el cual, poco después, pasó al Haya; con el marqués Berreti mostró a los Estados Generales las razones del Rey Católico, y dio copia de las referidas cartas. El rey de España sacó de sus dominios a los cónsules ingleses, e hizo represalia de todos los efectos de aquella nación; mandó se armasen corsarios, a los cuales perdonó la parte que tocaba al Real Erario de las presas, para alentar a los armadores; lo propio hicieron los ingleses, el Emperador y el rey de Sicilia, con que se llenaron los mares de piratas, con daño del comercio de todos y ningún útil de los soberanos.

No desalentó este infausto suceso a las tropas españolas, que estaban sobre Mecina, donde se habían retirado a abrir trinchera contra la ciudadela, por tener dispuestas las tropas al desembarco que los ingleses podían hacer, pero se bombardeaba la ciudad y el castillo del Salvador; después se aplicaron los sitiadores a construir las baterías, que a 10 de septiembre ya disparaban. En 11 se abrió otra trinchera de diez cañones, detrás de la iglesia de Santa Cruz, contra el revellín. Por la puerta del Socorro, que da al mar, recibían los sitiados tropas alemanas, cuantos el marqués Andorno, piamontés, pedía; enviaba a Rijoles los heridos, y mudaba con gente fresca los cansados; por eso pudo en el revellín levantar luego una trinchera de fajinas, por poder jugar el fusil contra los trabajadores españoles que formaban la paralela, que por esta razón, para perficionarla, costó mucha sangre. El gobernador sacó de la ciudadela todos los sicilianos, entre los cuales el coronel Guisani, algunos caballeros panormitanos y algunos mecineses; dos capitanes y dos tenientes los envió a Calabria.

La noche del día 12 se concluyó la paralela; en el 18 se dio asalto al camino cubierto; no fue grande la defensa, y le ocuparon los españoles, donde fortificados, tiraron una línea por la otra parte de la ciudadela que mira al mar grueso, por plantar una batería a la parte del jardín, que es la menos fuerte, y ver si se podía impedir la comunicación en las barcas de Calabria. Contra estos trabajadores se acercaron cuatro naves inglesas haciendo fuego. Sostuvieron el puesto los españoles y pasó con la caballería el marqués de Lede; contra las naves dispararon las baterías del puerto Salvo, de Puerta Perpetusa, del llano de las Carretas y del bastión de don Blascos, y se apartaron los ingleses.

La noche del 20 hizo la plaza una salida; más vigorosa fue la del 22, en que quinientos alemanes se acercaron primero con silencio a las trincheras; traían prevención de cera, pez y azufre, a los cuales sostenía un regimiento. No lograron más que una sangrienta acción, que fue dilatada y favorable a los españoles, porque la mayor parte de los que salieron quedaron en el campo.

Al otro día, en que estaba de trinchera don Juan Caracholi, rompió el alba con muy concertada música de oboes, cornetas y trompetillas; esta era arrogancia española, porque a estos instrumentos siguieron sesenta cañones que batían en brecha la ciudad. Hubo una hora de tregua que éste pidió para enterrar los difuntos. A los 27 ya estaba el revellín arruinado, y habiéndose alojado en el foso los españoles, rompieron los sitiadores el segundo puente, y se acogieron a la primera retirada para batir, la cual era precisa antes de ser dueños los sitiadores del revellín, que se atacó por mar sobre puentes llanos, fundados en cubas vacías y vigas. Esto era sumamente arriesgado, porque estaban en descubierto, expuestos a todas las piezas de la ciudadela y del Salvador.

La acción más sangrienta fue la del 29, porque a la media noche resolvieron los españoles atacar cuatro trincheras que habían hecho los sitiados, una tras de otra, a espaldas, de la ciudadela, por la parte del mar, para evitar no ser cogidos en medio en el asalto general, estar flanqueados de las contraguardias por seguridad de su comunicación y del modo de retirarse, como también para ocupar una batería de seis piezas de cañón que habían hecho los piamonteses, porque no adelantasen los españoles los aproches hacia aquel mar y no penetrasen al llano de San Rainero y quitasen enteramente la comodidad de acercarse barcos de Calabria, de donde todas las noches recibían los sitiados socorros de gente y víveres por manos del general Wessel, que, como dijimos, estaba en Rijoles, y emanada del conde Daun, había dado una orden a los 1.500 alemanes que dentro estaban con el general Valais, que no rindiese la plaza aunque quisiesen los piamonteses.

Seiscientos granaderos salieron a defender esta batería. Los españoles, para cogerlos en medio, con falucas desembarcaron por la otra parte de ella; la acción fue viva y prolija, porque unos y otros iban suministrando gente fresca a la pelea; pero como los tudescos y piamonteses estaban cogidos en medio de los españoles, padecieron mucho y no podían apenas retirarse. Al mismo tiempo atacaron a los trincherones, no todos bien defendidos, porque había muchos a que atender. Después pasaron tan adelante los españoles, que llegaron hasta la torre de la Linterna, que está en el llano de San Rainero, entre la ciudadela y el Salvador.

Habíanse ya ocupado los atrincheramientos, y mandó el marqués de Lede retirar los que tanto se habían adelantado, porque estaban entre dos fuegos. No se consiguió esto fácilmente, porque iban persiguiendo a los que se retiraban con tan ciego valor, que cinco granaderos españoles, siguiendo a los enemigos, se metieron dentro de las puertas de la ciudadela; creyó ésta que seguían tropas, y estaba ya la guarnición para hacer llamada, pero viendo que no eran más de cinco hombres, cerrando la puerta los detuvieron prisioneros, a los cuales, en premio a su valor, dio luego libertad el marqués Andorno.

En esta ocasión perdieron los españoles 300 hombres y algunos oficiales; muchos más murieron de los enemigos, de los cuales quedaron cuarenta prisioneros, con un mariscal de campo, un teniente coronel, cuatro capitanes y otros subalternos, los más alemanes. Al otro día se dio una suspensión de armas de tres horas para enterrar los difuntos, y en el espacio de ellas salió de la ciudadela el marqués de Entraives Tierines para tratar de la rendición, que al 30 de septiembre se ejecutó, precediendo las capitulaciones que salió libre la guarnición que era de 3.500 hombres, con sus armas, por la puerta de los Griegos, con bandera desplegada y tambor batiente, para embarcarse a Rijoles. Se entregó también el castillo del Salvador y las dos naves que en el puerto estaban; se permitió al conde Ricio, y a otros que no eran militares, salir de la ciudadela para Calabria, y se restituyeron los prisioneros de parte a parte.

Esta victoria persuadió enteramente a los sicilianos que quedarían los españoles dueños de aquel reino, que era lo que tan ardientemente deseaban. Se celebró esta noticia con extraordinario júbilo en la corte del Rey Católico, porque parecía compensaba en parte la pérdida de la armada naval, y hacía inútil la victoria de los ingleses para el fin del cardenal Alberoni, que con esto se fortificó en su sistema y acaloró cuanto pudo la guerra enviando gruesas sumas de dinero cual nunca se ha visto salir de España en poder de los ministros de Italia, para socorro y subsistencia del ejército de Sicilia, adonde desde Roma, Génova y Liorna se enviaban continuamente municiones y reclutas; pues aunque dominaban el mar los ingleses y guardaban aquellas costas, no podían en una isla embarazar el arribo de una o dos embarcaciones, que guardando una collada en tiempo favorable, se metían en un puerto.

Sin perder tiempo el marqués de Lede, dos días después de la rendición de la ciudadela de Mecina, destacó para Melazo el regimiento de Castilla y las brigadas de Milán y de Borgoña, con alguna caballería, y dejando gobernador en Mecina al teniente general don Lucas Spínola con dos mil hombres de guarnición, siguió con el resto de las tropas. Había entrado ya en Melazo refuerzo de alemanes hasta tres mil, que ocupaban la ciudad baja; el castillo y la parte de la ciudad murada la tenían los saboyardos.

Estaba ya de antemano bloqueada de los españoles, pero en la noche del 13 y 14 de octubre desembarcaron con el general Carrafa hasta ocho mil alemanes, porque aunque de la parte de Levante había una batería española que lo podía impedir, pero no por poniente, porque Melazo hace una lengua de tierra de doce millas que forma su promontorio, aunque es muy angosta, con que tenían comodidad los alemanes para desembarcar, porque la ciudad baja está bañada de dos aguas por Poniente y Levante. Así formaron un campo de ocho mil hombres en aquella poca tierra, dando la derecha al mar y la siniestra a la plaza, dejando en el centro de la línea el convento de San Pipino, a la cual defendía con gran atrincheramiento de tierra y fajina, de donde se podía batir el campo español, cuya línea abrazaba la plaza por una y otra parte del mar.

Había el marqués de Lede con los oficiales generales de un regimiento de caballería llegado la noche del día 14 al campo con la infantería irlandesa, dejando orden le siguiesen las guardias walonas más presto que lo restante del ejército. Al otro día, que era 15 de octubre, antes del amanecer, se formaron los alemanes en batalla delante de su trinchera. Eran once batallones, con uno de piamonteses y mil caballos; éstos los mandaba el general conde de Veterani, y a todos el general Carrafa. Hicieron acercar contra la siniestra de los españoles las galeras de Nápoles, y por la derecha algunos navíos ingleses, para molestarlos con su artillería, y más abajo, dos millas lejos, había algunas embarcaciones y falucas fingiendo un desembarco. Al alba atacaron los alemanes los puestos avanzados, que estaban defendidos de varios piquetes de regimientos españoles, los cuales se defendieron cuanto fue posible; pero cargados de fuerza superior, quedaron todos muertos o prisioneros, y entre ellos el mariscal de campo barón Zuevegen.

Con este buen principio atacaron la siniestra de la línea y el centro, que ocupaban los regimientos de Castilla, Milán, Guadalajara, Aragón y Utrech; la defensa fue vigorosa, pero fue mayor el acometimiento de los alemanes, porque venciendo con continuos asaltos la resistencia, hicieron retirar a los españoles y ocuparon el terreno. Dos veces le recobraron; la tercera le volvieron a perder, y penetró la caballería alemana hasta el acampamento, con ánimo de atacar por las espaldas de la derecha la infantería española, mientras la alemana atacó el flanco. Pero la caballería no pudo perficionar su designio, porque el regimiento de Milán se le atravesó, y dando una descarga entera, oponiendo después las bayonetas, embarazó a la caballería.

A este tiempo la infantería alemana, después de haber forzado la siniestra, atacó el centro de la línea creyendo haber vencido, a tiempo que las guardias españolas, dejando su campamento de la siniestra, marchaban en cuerpo de batalla a ocupar los puestos avanzados. Al principio fueron rechazados, y puestos en huida sus piquetes; pero avanzaron después con la brigada irlandesa para entretener el ímpetu de los alemanes, descargando la fusilería por el flanco de sus batallones, y dejándolos siempre a la derecha para poder atacar los costados por el centro. Dados ya los pasos convenientes de esta marcha, los españoles se echaron con vigor, convirtiendo las armas, dando media vuelta, porque ya tenían cortados a los enemigos, a quienes con el mayor brío atacaron los regimientos de caballería Farnés, que mandaba el duque de Atri, el de Salamanca, los dragones de Batavia y Lusitania, aunque el terreno estaba plantado de viña.

Dieron tres gruesas descargas los alemanes, que hicieron gran daño en esta caballería, más arrojada con la vertida sangre de muchos oficiales y entre ellos el duque de Atri, que quedó herido en un brazo. Al fin, por todas partes ceñidos, los que se habían creído vencedores se empezaron a desordenar, de género que huyeron hacia la plaza tan descompuestos, que con el alfanje y bayoneta les hacían huir sin resistencia, matando, los españoles que siguieron hasta las puertas de la ciudad. Defendían los dos batallones alemanes los puestos, avanzados, que habían ocupado al principio, pero atacados por las guardias españolas los desampararon y se retiraron con tanto desorden a sus trincheras, que avanzándose las guardias a tiempo que los primeros vencidos se retiraban a la ciudad, hicieron tanto fuego sobre ellos, que muchos se vieron obligados a echarse al mar por la izquierda de la línea española, el cual miserable refugio buscaron los que no estaban más a tiempo de entrar en la plaza.

Los más se anegaron o fueron en el agua heridos, porque los españoles acudieron a la orilla sufriendo el fuego de la galeras; la caballería alemana, que, como dijimos, no pudo penetrar las espaldas de la línea, quedó cortada, y así padecía gran daño, por todas partes ceñida de enemigos, al quererse retirar.

Este fuerte combate duró tres horas; los españoles acabaron antes la munición que traían, y concluyeron la acción con la bayoneta. Perdieron los alemanes tres mil infantes, y de trescientos caballos de los saboyardos que salieron, ni uno volvió a la plaza. Quedaron mil prisioneros, entre ellos el conde Veterani, con cincuenta y ocho oficiales; perdieron dos banderas y muchos estandartes.

De los españoles murieron mil cincuenta hombres, y ciento cincuenta quedaron al principio prisioneros. Hallóse en el mayor fuego de guerra el marqués de Lede, a cuyo lado hirieron gravemente en el costado a su hermano el caballero de Lede. Se portaron con gran valor don José de Armendáriz y el conde de Glimes; los mariscales de campo don Jerónimo de Solis, el conde de Roydeville, el señor de Rebes, los coroneles don Francisco de Éboli, don Francisco Miguel Coello, don Manuel de Sada, don José Almazán, que quedó mortalmente herido, con su teniente coronel y sargento mayor, y aun el coronel don Francisco Doetiguen, que también recibió una herida mortal; don Lucas Patiño, el coronel del regimiento de Ibernia, que como más antiguo mandaba la brigada irlandesa, que con su teniente coronel y tres capitanes quedaron heridos; el duque de Atri, que sacó, como se ha dicho, una herida en un brazo.

De los alemanes quedaron en el campo español heridos mortalmente los capitanes Laudreti, Hevi y Berri, de los regimientos de Salazo, Toldo y Walte; y prisioneros, el general conde Veterani, como se ha dicho; los capitanes Bracil, Fitegeral, Gramont, Kulkel, de los regimientos de Tiste, Staremberg, Lorena y Vessel, y el sargento mayor Varol, con diez tenientes.

Esta victoria, poco esperada de la arrogancia alemana, añadió brío y puso en gran crédito a los españoles, porque era la primera acción en Sicilia clara y en campaña. Quejóse mucho con el general Carrafa de esta pérdida el conde Daun; fue la respuesta que no eran aquellos mismos españoles, los que él había vencido en Gaeta. Luego que acabó la acción llegaron al campo las guardias walonas, la brigada de Saboya y otros cuerpos de infantería, caballería y dragones; que si hubiesen dos horas antes llegado, se perderían ocho mil alemanes, que combatieron contra seis mil españoles, que eran los que estaban en el bloqueo de la plaza, y los cuerpos que primero se destacaron de Mecina, a los cuales se añadieron los que trajo consigo, como se ha referido, el marqués de Lede.

Acabó de llegar el ejército español delante de sus trincheras, y fortificó las suyas el alemán enviando más gente, que por tierra pasaba a Calabria, destacada de Hungría. Poco satisfecho Daun del general Carrafa, le sacó de Melazo y envió al general Zumiunghen, porque la guerra de Sicilia la había puesto el Emperador a cargo del virrey de Nápoles, de donde llegaban continuos socorros de víveres y dinero.

Tanta gente cargó en aquella tierra, que no pudiendo subsistir la caballería, se volvió a Nápoles, y como ya entraba el invierno padecían muchas borrascas las embarcaciones destinadas a Melazo, y aún tardaban, de lo que se podían temer llegar las provisiones, lo que puso al ejército alemán en suma consternación y falta de lo necesario; pero se habían tan fuertemente atrincherado, que desconfió el marqués de Lede de poder atacar en sus formas la plaza antes de romper las trincheras enemigas, cuya empresa le persuadían muchos de los oficiales generales, y llegó a tanto la variedad de dictámenes, que ya le acusaban de flojo e irresoluto.

Como creció el número de alemanes de Melazo de diez y seis mil infantes y dos mil caballos, hicieron los españoles línea de contravalación en la que el ingeniero mayor, teniente general Verboon, consumió sumas inmensas de dinero, cuya falta alguna vez se hacía sentir en el ejército, porque todo había de pasar por letras de Italia y no había bancos que sufriesen estas remesas, por lo cual se aventuraron gruesos caudales en falucas y barcos desarmados.

Manteníase bloqueada de la caballería española Siracusa, donde estuvo el conde Mafei, hasta que llegase el barón S. Remi, a quien envió el rey de Sicilia para mantener las plazas a orden suya, hasta que viese si podía en Viena y Londres sacar algo más que el reino de Cerdeña por equivalente de Sicilia; pero viendo que aún le podía faltar lo que le ofrecían, si no adhería luego a la Triple Alianza, vino forzado en ella y admitió a Cerdeña, rey de la cual fue reconocido en Viena a 5 de noviembre, y cedió la Sicilia, de la cual hizo virrey el Emperador al duque de Monteleón; más para satisfacerse con este acto positivo de dominio que porque pudiese tener tan pronto efecto, no poseyendo en ella más que tres plazas marítimas, cuando toda la isla estaba por los españoles, que habían agregado a su caballería la más escogida de la de país, y se servían de ella para guardar muchos pasos y ayudar al bloqueo de Siracusa y Trapana, y aún a correr las marinas, desde Melazo a Mecina, donde don Lucas Espínola las hizo reparar luego las brechas y las puso en estado de defensa.

Aunque hizo celebrar mucho en Madrid el cardenal Alberoni la feliz y ventajosa acción de Melazo, por las disposiciones de aquellas trincheras y varios avisos conoció que la guerra de Sicilia iba larga, y que era obra de muchos años, porque el Emperador reforzaba cada día su ejército y el del Rey Católico se disminuía; por eso ordenó al marqués de Lede conservar mucho aquellas tropas y no entrar en acción general voluntariamente, sino en caso preciso, de asaltar las trincheras de Melazo si parecía conveniente. El duque de Orleáns, que ya había hecho el sistema de estrechar la amistad con Inglaterra y el Emperador, no sólo contribuía con caudales, pero prohibió a los franceses el servicio de España, tanto por mar como por tierra, llamando a todos con un edicto, y previno almacenes en los fines de Navarra y Cataluña, arrimando algunas tropas con manifiesta deliberación de atacar los reinos de España.

Muchos creían, y aún los mismos franceses, que esto era una engañosa apariencia, para satisfacer a sus aliados, pero ya obraba el duque de veras y con animosidad contra el rey Felipe, dando a entender al Consejo de la Regencia y a los príncipes de la sangre, que esto era por su propio bien y porque tuviese los Estados de Parma y Toscana, como en el tratado de la Cuádruple Alianza se le ofrecían. La verdad era estar picado de que el cardenal Alberoni le quería sublevar los pueblos y quitarle la regencia, y aún al Rey de su poder, y ponerle, como decía el cardenal, en seguro, desconfiando del duque. No faltaban en Francia hombres de todas esferas que así lo entendían, y por medio del príncipe de Chelamar trataba una conjura contra el duque, no contra el Rey ni el reino. Los sujetos que entraban en ella no nos consta con evidencia, porque este secreto sólo le tenía Alberoni y Chelamar.

Hallábase en París don Vicente Portocarrero, hermano del conde de Montijo, que pasaba a Madrid, y de él se valió Chelamar, como persona de la mayor confianza, para poner unos pliegos en manos de Alberoni. La seguridad de la ocasión y lo prolijo de su escritura hizo que Chelamar no la velase con la cifra. Alguna espía en la propia secretaría del embajador o los recelos del duque, que eran los más vigilantes, hicieron creer que llevaba consigo Portocarrero papeles de importancia, y en Poitiers, asaltado de una manga de soldados en una posada, dentro de su propia cama, fue despojado de todos sus papeles y de los pliegos que el embajador le había entregado, al cual, aunque le dieron esperanzas de restituírselos y el señor Blane, uno de los secretarios de Estado, le llamó para eso, le condujo después con gente armada a la casa de su habitación, le arrestó en ella con guardias de vista y buscando todos los retretes encargó y selló todos los papeles de oficio y los que dejaron el duque de Alba y el marqués de Casteldosríus.

En una representación por escrito de 10 de diciembre, se quejó con el Rey Cristianísimo altamente el príncipe de Chelamar, de que se había con él dos veces violado el derecho de las gentes en la intercepción de sus Cartas y en el arresto de su persona y secretario, con el embargo de los papeles. Ponderó la ofensa como injusta y extraña, y confesó enviaba al Rey su amo algunos proyectos de personas afectas al Rey Cristianísimo y al reino, y sin poner en ejecución su contenido, sino dando esta noticia al Rey Católico.

El mismo duque de Orleáns, contra quien todo esto se ponderaba, era el que recibía esta representación y deliberaba sobre ella, por la niñez del Rey; y así hizo poco efecto. Sus papeles quedaron embargados; los privilegios que Portocarrero llevaba, nunca se restituyeron, y en 12 de diciembre se le dio orden que al otro día saliese cuarenta leguas de la corte, hasta que llegase la del Soberano. Así lo ejecutó, y se quedó en Blois. Como el Regente había participado a todos los ministros extranjeros esta resolución, diciendo era el príncipe de Chelamar motor y principal instrumento de una conjura contra el Rey y el reino, aquél escribió también a los mismos no había hecho más que participar a su amo un proyecto de hombres celantes y apasionados del Rey, para librar el reino del despótico y tirano dominio del Regente; éste hizo imprimir dos cartas del embajador dirigidas a Alberoni en el pliego que interceptó a don Vicente Portocarrero, en que se leían cláusulas que manifestaban la conjura, aunque no declarando a punto fijo el objeto de ella, porque le decía que si era menester dar fuego a la mina y llegar a los hierros era preciso anticiparse antes que tomasen más cuerpo los abusos y el poder. Citaban las cartas otras ya escritas sobre el mismo asunto, y notadas con unas letras o números, las memorias que incluían, las cuales no imprimió ni sacó a luz el Regente.

Es constante que esta conjura o designio no era contra el Rey ni el Estado; sólo se enderezaba a juntar Cortes generales y a minorar la autoridad del duque de Orleáns o quitársela enteramente. Había ya descubierto esta intención el Rey Católico en una carta que desde 3 de septiembre escribió al Rey su sobrino y la mandó entregar por su embajador en París, en que se quejaba de la alianza de Francia con su mayor enemigo, que era el Emperador, y que algunos, prevaliéndose de su menor edad, querían con violencia aumentar sus propios intereses; daba a conocer los perjuicios de esta guerra, que la Francia movía contra un príncipe de la propia Casa Real, y en fin, aunque no nombraba al Regente, todas las flechas se enderezaban a este blanco.

Otra, casi del mismo tenor, escribió a todos los Parlamentos de la Francia en 4 de septiembre, e hizo imprimir un manifiesto a 6 del mismo mes, dirigido a los Estados Generales de aquel reino, de los cuales se declaraba protector, y ponía patentes las razones de minorar la autoridad del duque y los riesgos que ésta amenazaba. Después se imprimió en España una instancia o súplica de los Estados Generales de Francia, como implorando la protección y la fuerza del rey Felipe para librarlos, como decía, de un violento despotismo del Regente. A 9 de noviembre hizo el mismo Rey una declaración muy resentida de la guerra que se le movía, y muy llena de amor y compasión por la nación francesa; por lo cual, aunque se le hiciesen hostilidades, permitía todavía el comercio y ser tratados los franceses como españoles, dándoles un año de tiempo para retirar sus efectos a los que quisiesen salirse de sus reinos con libertad de quedar en ellos sin ser molestados.

Después hizo otra declaración en 25 de diciembre, en que firmaba no creía que los franceses, por pretexto alguno, tomasen contra su persona y reino las armas, después de haber derramado los tesoros de su sangre y caudales para socorrerle y mantenerle en el trono.

Todos estos violentos pasos e inconsideradas escrituras que disponía y mandaba publicar Alberoni, no tuvieron más efecto que irritar más al Regente, perseverar en su sistema y determinar la guerra contra la España; y tanta fuerza o libertad dio a su ira, que mandó prender a muchos de los que creía o le constaba eran parciales del Rey Católico, y autores de la ideada sublevación de los pueblos contra su persona, porque no ignoraba no ser contra el Rey; pero este nombre le servía para honestar sus resoluciones. Prendió al duque de Humena, hijo natural del rey Luis XIV, y a su mujer y a otros. Con muchos no se atrevió, porque era conciliarse enemiga toda la Francia.

Nunca creyó la España, ni el mundo, ni sus propios enemigos, que tendría antes de la paz general aliada contra sí la Francia, que era la que llevó todo el empeño de mantener al rey Felipe en el trono, y tanto por eso había padecido; y así, se renovaron los odios contra los franceses, aunque el cardenal Alberoni se lisonjeaba que nadie tomaría las armas contra el rey Felipe, y que al verle se pasarían a su partido. Por eso tuvo idea de hacer entrar al Rey armado en la Cataluña de Francia, quedándose en la raya como llamando a los franceses; pero tenía bien pagadas y contentas las tropas el duque Regente, y esparcía que quería el cardenal mandar ambas monarquías, y venir a Francia tutor de su rey Luis XV en nombre del rey Felipe, a quien creía pertenecerle la regencia, como primer príncipe de la sangre.

Estas reflexiones inspiraban también en sus aliados, para que temiesen más a la España, que con el pretexto de la tutela quería unir ambos reinos; lo que Alberoni pensaba no lo podemos saber, porque un hombre tan reservado no expondría manifiesta su idea, pero es constante que aspiraba por medio de la intentada sublevación a hacer elegir curador del rey de Francia al de España.

* * *

En este año parió la Reina Católica en 13 de marzo una infanta, a quien se la dio por nombre María Ana. El Rey padeció recelos de principios de hidropesía, no sin una profunda tristeza, y su aprensión la daba a los vasallos. Se resolvió por eso a hacer testamento; si voluntariamente o inducido de Alberoni, es secreto muy oscuro; cierto es, que dejaba curadora a la Reina, con sólo el consejo y dictamen del cardenal Alberoni, mientras duraba la menor edad del príncipe de Asturias. Los españoles padecieron el desconsuelo mayor, no sólo porque ya concibieron el grave peligro en la salud del Rey, pero por ver que, en cualquier funesto accidente, no se libraban del violento gobierno del cardenal.

Hubo en Madrid, con el mayor secreto, algunas secretas conferencias entre los primeros magnates; y Dios, con mejorar la salud del Rey, libró la España de la intestina inquietud que la amenazaba. Cuanto era de su parte la fomentaba el duque de Sant-Agnan, embajador de Francia. El marqués de Nancre, ya mucho tiempo había sido llamado a París; aunque Saint-Agnan se había desaparecido, dilataba el salir de la corte, hasta que Alberoni, mal satisfecho de lo que aquél censuraba su conducta, le hizo dar orden saliese luego de España.

La noche del día 10 de diciembre murió en las trincheras que había levantado contra Federico Alá, en Noruega, Carlos XII, rey de Suecia, herido de una bala de sacre que disparaban del castillo, mientras de éste con fuegos artificiales querían descubrir los aproches suadeses. Esta improvisa muerte desconcertó en parte las medidas del cardenal Alberoni. Ofrecíale éste socorro si movía el sueco la guerra en Alemania, como la tenía ideada al principio de la otra campaña. En efecto, se hallaron en los papeles del barón Ghertz, su primer ministro (que fue después degollado en Estocolmo) un tratado ajustado con el señor de Osternan, plenipotenciario del Czar, donde quedaron de acuerdo que éste pasaría con un ejército de 80.000 hombres contra Polonia, para volver a entronizar al rey Estanislao, y que bajaría a Alemania con un ejército de cuarenta mil el sueco, sustentando este empeño contra cualquier príncipe que quisiese oponérsele; y que acabada esta empresa, le ayudaría el Czar contra el duque de Hannover a recobrar los Estados de Bremen y Verden, y mantener las armas contra la Inglaterra si ésta usaba de su poder.

Alberoni tenía ofrecido al sueco socorros, como dijimos, y no había perdido las esperanzas que en caso de ver el otomano que se mezclaba el Emperador en esta guerra, moverla él, para recobrar lo perdido en Hungría, porque Ragotzi no estaba desesperanzado de obtener de la Puerta Otomana volver a mover las armas, aún en tan reciente paz. Todas estas ideas se le desvanecieron al cardenal, pero no su firmeza de ánimo.

La Emperatriz en 13 de mayo dio a luz a la archiduquesa María Teresa, mal compensada con una hembra la pérdida del hijo que el pasado año había parido, lo que puso en suma tristeza y aprensión la corte, porque ver al Emperador, después de tantos años casado, sin sucesión varonil, suscitaba algunos disgustos en los príncipes del Imperio, perjudiciales a la autoridad y quietud del Emperador, que nada aflojando de sus magníficas ideas, proseguía en tejer a la Italia los grillos, alojando sus tropas en los Estados de los príncipes de ella y fatigando el dominio de la Iglesia con tránsitos continuos de soldados para Nápoles, arrepentido de las que había hecho pasar por mar, que le costaba mucho y perdió en una borrasca algunas.

Eran inútiles los lamentos del Pontífice, porque los oficiales alemanes daban la mayor libertad a su gente pareciéndoles ser prerrogativa de la mucha autoridad la licencia y el desacato. No se atrevía el Gobierno de Roma ni a quejarse, por no dar mayor ocasión a la insolencia que adelantaban los mismos cardenales parciales del Emperador, para manifestársele obsequiosos, y no eran pocos. Uno más tuvo este año de su partido, porque el cardenal Francisco Judice, a quien el Rey Católico había hecho bajar sus armas, puso las del Emperador y se declaró de su partido, sacando un manifiesto en que pretendía justificarse, y daba, entre otras razones, que siendo el reino de Nápoles, de donde era natural, del Emperador, y habiéndole despedido de su servicio el Rey Católico y embargado sin motivo las rentas del arzobispado de Monreal que tenía en Sicilia, estaba en su libertad, y que debía seguir el partido de los napolitanos. Esto lo juzgó el mundo variamente, como todas las demás cosas en que entra, usurpándole el oficio de juez, el afecto, el genio y la pasión.




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Año de 1719

Crecía cada día la mala satisfacción entre las dos cortes de España y Francia. Mantenía esta desunión el cardenal Alberoni, que se consideraba muy en desgracia del duque de Orleáns y lo vendía al Rey Católico por servicio; había hecho ya vanidad de la ostentación, de género que obligó, habiendo ya declarado la Inglaterra a España la guerra, a que la declarase formalmente la Francia en 9 de enero, y el día antes se había publicado en París un manifiesto en que se daban las razones de mover las armas contra el Rey Católico; decía que aunque los soberanos no están obligados a dar cuenta más que a Dios de sus operaciones, pero que cuando importa a su gloria o la tranquilidad pública, es bien informar al mundo de su justicia. Que había tomado esta empresa por el propio bien de la España, que no conocía sus actuales intereses, y era preciso mantenerla sin imputar esta infracción de tratados a la religiosidad del rey Felipe, sino al considerado empeño de sus ministros.

Que esto era manejar los intereses de la España, que tanto a la Francia la costaban que se vio ésta en términos de volver a llamar a París al rey Felipe si no hubiese tenido la Providencia ocultos remedios; bien que en la paz de Utrech, tratando de los intereses del Emperador y la España, no se hiciesen más que ajustes provisionales y no decisivos, porque el Emperador no había concurrido a nada ni quería admitir reconciliación con la España aun después de la pérdida de Landau y Friburg y los tratados de Rastad y Bada, que eran los que tanto deseaba Luis XIV y los hizo proponer al conde de Gros y al príncipe Eugenio, enviando particularmente para eso al conde de Luch a Viena. Que el Rey Católico había escrito en 16 de mayo del año 13 a su abuelo que no podía durar la paz si no le reconocía rey de España el archiduque, y que en otra de 31 de enero del año de 14 escribía que había renunciado a Flandes, Nápoles y Milán a la Casa de Austria; Sicilia, al duque de Saboya; Gibraltar y Menorca, a los ingleses; que estaba pronto a ceder lo de Cerdeña al duque de Baviera, y que así debía el archiduque conocerle Soberano de lo que de la Monarquía le quedaba; que entonces era claro que el Rey Católico se contentaba de ella, así desmembrada, y que lo propio debiera ahora hacer; que la España había querido turbar su Estado con secretas conjuraciones; que para asegurarse de ellas, había sido precisado consentir a una alianza, no sólo perjudicial a la España, pero útil, porque se le presentaba un ajuste en que ganaba más de lo que podía esperar, y nada perdía de lo que creyó poseer.

Que para perfeccionar esto eran precisas las armas después de avisado del rigor de ellas el Rey Católico, y aún dándole a ver la utilidad de las proposiciones, siendo una de ellas que el Cristianísimo alcanzaría para el rey de España a Gibraltar; que todas habían sido despreciadas, creyendo que ir contra la neutralidad de Italia y Sicilia no era de cuenta de los aliados.

El Rey Católico mandó publicar otro manifiesto en 19 de febrero, dando los motivos por qué no había admitido el trato de la Cuádruple Alianza. Decía estar ya rescindido el contrato de la neutralidad de Italia, porque le había violado muchas veces el Emperador; que también lo estaba la cesión de Sicilia, porque nada había observado de sus pactos el duque de Saboya. Que se le había propuesto un tratado por unos príncipes que pretendían dar la ley a toda Europa por modos tan imperiosos como quitando la soberanía a quien Dios la había concedido.

Quejábase de la Inglaterra, después de haberla prometido tanto beneficio en el comercio, de la que llamaba traición de Binghs y mala fe; ponderaba la ambición de la Casa de Austria y la interesada amistad con el rey Jorge. En fin, con quien más se ensangrentaba era contra el Regente.

Estos papeles y otro que sirvió a Alberoni en su defensa, tirando una impropia línea de comparación entre él y el Regente, tocante al Ministerio, con palabras injuriosas y ofensivas contra el duque, exaltó su ira al grado más superior, y fundando una personal enemistad contra Alberoni, avivó las artes y la guerra. Determinó hacerla contra Cataluña y la Navarra, y se enderezaron tropas a la Guyenna, mientras bajaba el duque Berwick, que aunque estaba en París porque no se había resuelto la empresa, hubo sobre eso una Junta de guerra en que concurrieron los más experimentados, si no los más lisonjeros. La voluntad del duque de Berwick hizo confiar al de Orleáns, sin que le hiciese fuerza ser Berwick duque de Liria en España, grande de primera clase y tener a su hijo primogénito casado con la hermana del duque de Veraguas; cierto es que de mala gana tomó este encargo, y restituyó el Toisón al Rey Católico, que no le quiso; pero dependía enteramente de la Francia, a quien debía su ser, y aunque no fue de dictamen de atacar a Fuenterrabía, ese fue el del duque de Orleáns, por más fácil, porque le abría el camino a la Vizcaya, cuyos puertos podía ocupar, y después hacer al Rey Católico la amenaza de entregarlos a los ingleses, que con esta intención ofrecieron concurrir a esta guerra, enviando una escuadra a los Pasajes.

El duque Regente, para ser árbitro de ella, no quiso que le ayudasen los ingleses; se quedó de acuerdo en que ellos atacarían otra parte de España. Alberoni, que nada dejaba de penetrar, viendo frustradas las esperanzas de la guerra del Norte en la Alemania con la muerte del rey de Suecia, y que los ofrecimientos de Ragotzi eran aéreos, aunque embarazado en la peligrosa y difícil guerra de Sicilia, discurrió introducirla en Escocia. No sabía por dónde empezar tan gran máquina, y se dio el caso que, o cansado el Pontífice de tener en sus Estados al rey Jacobo de Inglaterra, o interesándose por él, insinuó al Rey Católico, por medio del cardenal Aquaviva, y escribiendo al padre Daubanton que sería dar fuertes celos y alguna diversión a los ingleses el llamar a España a Jacobo; el cardenal Alberoni abrazó esta oportunidad; como era amigo de empresas ruidosas, quiso que antes de pasar este príncipe se le enviase un confidente suyo con quien tratar el modo como dar más celos al rey Jorge.

El rey Jacobo mandó al duque de Ormont, que estaba en Francia, que pasase a Madrid. Ejecutólo luego, lo que dio en rostro a los ingleses y holandeses, y aun éstos se quejaron con el rey Felipe, diciendo podía irritar más tan gran demostración al rey de la Gran Bretaña, y aun hacer tomar otras medidas a los Estados Generales. Alberoni desmentía con falsas expresiones su idea, asegurando que sólo huía Ormont de la Francia porque sabía lo quería prender el Regente, y que se había refugiado en España, pero no entrado en la corte; que las de Londres y París usaban del artificio de estas quejas para acumular mayores crímenes a los ministros del Rey Católico.

Mientras esto decía Alberoni a los ministros españoles que servían en las cortes extranjeras para que lo publicasen, provenía un formidable armamento en Cádiz y en los puertos de Galicia, deteniendo naves para transporte y pasando armas de Vizcaya y Barcelona. El pretexto era el mejor, porque se habían embarcado con cantidad de tropas alemanas en San Pedro de Arenas para Melazo, y como se mantenían atrincherados ambos ejércitos sin osar atacarse unos a otros, creía el mundo (y lo creían los aliados) que enviaba este socorro a los suyos el Rey Católico.

Algo empezaron a dudar cuando vieron que en 8 de febrero desapareció el rey jacobo de Roma. Envió algunos de los suyos con apariencia de su propia persona por Bolonia al Estado de Milán, para Francia; otros envió por el camino de Génova; pero el Rey, en una corbeta francesa, prevenida en Neptuno secretamente del cardenal Aquaviva, pasó a España y fue recibido del Rey Católico con las mayores demostraciones de amistad y atención, y magníficamente regalado. Esto hizo desvanecer la opinión de que estaba preso en Milán, porque en Voguera habían arrestado dos de aquellos criados suyos que de industria hablaban con misterio, con lo cual creyeron tener en las manos al Rey. Así lo participaron aquellos ministros a Viena y a París, y milord Stairs a Inglaterra; así lo había participado don Francisco Colmenero, gobernador del castillo de Milán, al enviado de Inglaterra, que residía en Génova, y éste a su corte; pero burló a todos la bella disposición de este viaje, sobre lo cual exclamó con palabras violentas el conde de Cadogan en El Haya, dando a conocer el artificioso engaño de los españoles, y que el Rey Católico, cuando fingía querer la paz, encendía la guerra; mostró un género de manifiesto que salió en Escocia firmado del rey Felipe en 2 de febrero, en que decía emplearía todas sus fuerzas para restituir al Trono al rey Jacobo.

Este papel fue apócrifo; le inventaron los parciales de la Casa Stuarda para mover los pueblos y esperanzar los de su partido, previniéndolos a tomar las armas, porque no faltaba en Escocia quien sabía el secreto o, por lo menos, no ignoraba haber pasado el duque de Ormont a España, y al que espera, cada pequeño incendio le propone abultado su deseo.

El cardenal Alberoni, despreciando los riesgos que esta empresa tenía, hizo que Ormont partiese de Bilbao a La Coruña, donde se habían de unir las naves que salieron de Cádiz, que eran dos de guerra de sesenta cañones y una fragata de veinte, mandadas por don Baltasar de Guevara, que escoltaba los bastimentos de transporte en que había cinco mil hombres, cantidad grande de municiones y treinta mil fusiles. Iban en ellos cinco ingleses del partido jacobita, hombres de distinción, disfrazados, y estas veinticuatro velas salieron de Cádiz a 10 de marzo.

Prevenido de antemano el rey Jorge, sacó un tallón, diciendo que Jaime Budlet, duque de Ormont, se había embarcado en España para sublevar la Irlanda, y que ofrecía diez mil libras esterlinas al que lo cogiese vivo o muerto. Esto previno los ánimos de los traidores y los leales. Esta escuadra de España estaba en trozos, dirigida a varias partes. Mil hombres, los más irlandeses católicos, llegaron a Escocia, a Polelum, Garoloch y Kintail, con los milores mariscal Scafort y Tullibardina, desembarcando en aquella playa los días 16 y 17 de abril. Traían tres mil fusiles para armar paisanos, aderezos para quinientos caballos y municiones. Ocho días después pasó a Bracaam Scafort, de donde había escrito cartas circulares a sus amigos y vasallos para venir armados a asistirle, y a la ciudad de Imurnesa, para que fuese sin contradicción recibido. Estos hombres ocuparon unos castillos de poca entidad y algunos puestos; agregándoseles hasta dos mil paisanos, número infinitamente menor al que esperaban.

No se les declararon más del partido del rey Jacobo, no porque dejaba de haberlos, porque la nota que en Madrid presentaron de los que les aguardaban, llamándolos con solicitud, era más numerosa y de personas de distinción que no nombramos, porque tuvieron la fortuna de no ser descubiertos, y es fácil que se abultase este número para determinar el ánimo del Rey Católico a la empresa, hecha tumultuariamente y con poca refleja de Alberoni, porque eran pocas tropas las que envió para mantener una guerra civil contra un Rey bien armado, y a quien se dispusieron a socorrer luego sus aliados y la Holanda, de donde marcharon dos mil hombres, uniéndose en los puertos de Francia todas las naves de transporte posibles para embarcar cuatro a cinco mil hombres, porque marchaban hacia Ostende seis batallones del Emperador, y el duque de Orleáns hacía prevenir en Brest una escuadra de naves de guerra para unirse a la de Inglaterra, que mandaba el almirante Norris.

Estos socorros debían estar previstos de Alberoni, pues aunque sólo pretendiese turbar la quietud del rey Jorge y empeñar en nuevos gastos sus aliados, envió tan poca gente, que no podía mantener viva la rebelión; marcharon luego tropas inglesas para defender la Escocia, navegando hacia Kaitnes, con ánimo de introducir la sedición en Sonter-Land después de ocupar el castillo de Dumrobin.

Los ministros reales, invigilando sobre aquel reino, encontraron en Korke, en un soterráneo de una casa, cantidad de fusiles y alfanjes, que debían servir a los sublevados. Pocos se agregaron al milord Tullibardina, acampado contra el fuerte Kingrail, que ocuparon y guarnecieron con sesenta hombres. Estaba en estas costas con dos navíos del Rey el capitán Voyle y, uniendo algunas naves mercantiles con gente, se acercó al castillo, que está a la orilla del mar, y como éste se defendía, acercó sus naves el inglés. Con el favor de la noche batió el castillo, echó en lanchas su gente a tierra y le atacó, y resistióse la guarnición con valor; pero estando dos millas lejos el campo de Tullibardina, no pudo ser socorrido, porque los rebeldes, en las tinieblas de la noche, no se atrevieron a moverse de la trinchera que habían levantado, creyendo que aquella guerra era fingida de tropas del Rey, para que desamparasen su campo. Al fin se rindió el castillo, donde tenían los sublevados cuatrocientos barriles de pólvora, municiones y harina de repuesto. Todo, y la fortaleza, quemaron los ingleses, y se volvieron a embarcar.

Los rebeldes, para moverse, aguardaban las noticias en que habían cometido con el duque de Ormont, de la sublevación de Inglaterra e Irlanda, porque en ambos reinos habían de hacer el desembarco los españoles, como si fuesen treinta mil. Esto mantenía en inacción a los escoceses del partido jacobita.

Un navío español, con otro patache de transporte, echó gente a tierra en la parte septentrional de la Escocia, a tomar lengua si sabían algo del duque de Ormont, y no pudiendo lograr noticia, volvieron a embarcarse. Salió el almirante Norris con diez naves, buscando la escuadra española, que en el cabo de Finisterre padeció tan furiosa borrasca por doce días, que se separó toda, echando los caballos al mar; muchas naves de transporte naufragaron; cuatro entraron en Lisboa; ocho, en Cádiz; dieciocho, en los puertos de Galicia, donde se salvaron, fracasados, tres navíos de guerra; de los de transporte, pocos pudieron servir.

El Rey Católico pagó las que no fueron capaces de aconche, y retiró sus tropas por tierras de Portugal, porque así lo permitió el rey don Juan, instándole el ministro de España, marqués de Capicelatro. Las naves de guerra de Galicia, con el duque de Ormont, salieron de Vigo y Pontevedra, intentaron sublevar la Bretaña, que sabían estaba descontenta del gobierno del duque de Orleáns, y el conde de Bonamaur, francés, se ofrecía, entre otros, por cabo de la sedición; pero no tuvo efecto, porque aunque la provincia creía estar ajada y oprimida, no tuvo valor a la rebelión, ni cabos que la alentasen, porque la mayor parte de la nobleza estuvo por el Regente. No se podían internar los rebeldes de Escocia a la parte meridional, porque no parecía el duque de Ormont, y todo el reino estaba quieto, por lo cual, sin hacer progreso alguno, atacados de pocas tropas del Rey, quedaron derrotados. Muchos se salvaron con los cabos principales; otros quedaron prisioneros y llevados en triunfo a Londres.

Este éxito tuvo esta expedición; así, pródigo del dinero y sangre de la España, Alberoni todo lo intentaba y nada le podía salir bien, porque quería contrastar el poder de tres príncipes grandes con solos los caudales de España que había agotado, consumiendo no sólo los del Rey, pero de particulares. Bien es verdad que el meter la guerra en casa a los ingleses lo embarazó la desgracia del temporal, y por su causa no haberse podido introducir en Escocia más tropas españolas, que sostuviesen a los malcontentos, que el regimiento de León, que de repente hizo embarcar en los Pasajes el príncipe de Campo Florido.

Los descontentos de Francia con el gobierno del Regente y temores de que en su tutela enfermase de muerte el Rey niño, tampoco pudieron jugar las armas ni declararse del todo, porque don Blas de Loya, a cuyo cargo estaba salir de los puertos de Laredo y Santander con dos navíos cargados de armas y patentes para algunos caballeros de la Bretaña, nunca salió de los puertos, pretextando el mal temporal, que muchos llamaron miedo, por no tener el mayor crédito de valor en las tropas este oficial. Llegóse a esto el que, poniendo de mala fe con Alberoni al coronel Boisiniene, le fue mandado retirar como preso a Burgos.

Túvose por cierto que Boisiniene tenía la comisión y el secreto de ganar a muchos de los que venían en el ejército de Berwick para que se pasasen al rey Felipe y mantener la correspondencia con los principales franceses de la Bretaña, que estaban esperando armas, patentes y órdenes del Rey Católico para la sublevación; pero, cortada la comunicación, iban con el arresto de Boisiniene, y las esperanzas de los bretones con la detención y miedo de Loya, que nunca tuvo ánimo de embarcarse; muchos de ellos, descubiertos ya, se arrojaron al peligro del mar por huir el evidente de caer en las manos del Regente, y en una pequeña embarcación arribaron a Santander, y de aquí a Madrid, donde se quejaron agriamente de la mala conducta y poca resolución de don Blas de Loya. De este modo se mofaba con las desgracias y con la fatalidad de los subalternos el ardimiento del cardenal, y se desvanecían sus intentos. De estas malas resultas salió que se enviase preso al castillo de Alicante al duque de Veraguas, porque éste se correspondía con el de Berwick, y aún suponían que con el de Orleáns.

* * *

En Sicilia mantenía las trincheras de Melazo con gran penuria y escasez de víveres el general barón Zumiunghen, sin poder atacar a los españoles, que habían hecho unas líneas invencibles. En el ejército había encontrados pareceres, porque muchos oficiales generales eran de opinión que atacase el marqués de Lede a los enemigos antes que se reforzasen, porque el ministro de Génova había dado aviso que se prevenía en Vado un gran convoy de quince mil hombres, mandados por el general Merci y escoltados por las naves de guerra de la escuadra inglesa.

El marqués de Lede creyó insuperables las trincheras enemigas y no poder empeñarse en el sitio de Melazo, porque como no le podía quitar la comunicación del mar, este mismo socorro que esperaba la plaza hacía imposible su rendición, porque con las tropas que habían de llegar y las que estaban, tendrían los alemanes veinticuatro mil hombres, número superior al ejército español, de donde faltaban los que servían de presidio a Mecina, a Palermo y Términi, y los que bloqueaban a Siracusa y Trapana. Y aunque los ministros españoles que servían en Italia habían enviado cantidad de reclutas, y de la gente que despidió Venecia habían formado dos regimientos que se iban enviando a Sicilia con el de Lombardía, que se sacó de Longón, y las tropas que se pudieron sacar de Cerdeña, no bastaba esta gente a formarle al marqués de Lede un campo igual al que tenían los alemanes, porque este rumor de las tropas que se esperaban había puesto en consternación a Palermo, y escribían de Nápoles que era la intención hacer desembarco en aquella playa, y así fue precisado el marqués de Lede a hacer otro destacamento para asegurar aquella capital, que gobernaba el marqués Dubui, porque había sido llamado al campo el conde de Montemar, al cual había casi siempre destacado, teniendo el marqués de Lede lejos de sí, porque era uno de los que se oponían a la que llamaba flojedad del marqués, y aborrecía la inacción.

El marqués tenía órdenes de la corte de conservar el ejército, porque Alberoni, ya que no pudo tomar a Sicilia por sorpresa, quería dilatar aquella guerra para esperar el beneficio del tiempo, cansar a los aliados y hacerse necesario al Rey, porque en la forma que estaba entablada, sólo él podía seguir aquella empresa, ni otro más que su absoluto modo de obrar podía sacar dinero para tantas urgencias, porque ya habían entrado también los franceses a la Navarra, y había determinado el Rey Católico salir con las tropas que le quedaban a encontrarlos, más con la esperanza de traerlos a sí quede oponerse con las armas,

Partió, al fin, de Vado con las tropas el general Merci, y llegó a Nápoles a 24 de abril. No pudo luego pasar a Sicilia, porque se habían de juntar víveres y municiones y avisar al general Zumiunghen de las operaciones que debía hacer el desembarco. En 23 de mayo partió de Vaya, escoltado en ocho naves inglesas y en más de doscientas velas de transporte; traía consigo doce mil infantes, dos compañías de húsares, dos regimientos de corazas y uno de dragones.

Estas tropas, parte se embarcaron en la ribera de Génova, parte pasaron a Nápoles por el Trieste, y más de la caballería que salió de Milán fue por tierra. El día 26 de mayo, al anochecer, la flota de los alemanes dio vista a las costas, el rumbo hacia el faro y las proas a Estrómboli. Siguió esta navegación hasta el cabo de Orlando, de donde vino el bordo, y se puso a la capa el 27, en la altura de Patti. Allí llegó el general Zumiunghen y se hizo Consejo de guerra. De Mecina, viendo estas operaciones, se destacó caballería y granaderos por Sanagati y torre del Faro, para impedir el desembarco; para la armada se había acordonado en el golfo de Oliveire la noche del 27, y a 18 millas de Melazo, entre Pati y Oliveire.

Con esta noticia sola tuvieron los alemanes la gloria de que levantase el sitio el marqués de Lede, porque podía ser cogido en medio de las tropas que llegaban y de la guarnición de Melazo, y quería tener el resguardo de las montañas y la comunicación con el mar meridional. Esta noche entró de trinchera el dicho Montemar, y se empezaron a dejar las líneas desfilando con alguna precipitación, de género que se dejaron en el campo los enfermos, recomendados con una carta al conde de Merci; dos mil sacos de harina y otros víveres.

En el campo había ocho cañones; tres en el parque y cinco en las líneas, los cuales se enviaron a Mecina; la marcha se tomó por el camino de Barceloneta al largo del río; después tomaron la vanguardia los cinco batallones de las trincheras, y en la retaguardia quedaron cinco compañías de granaderos, y los oficiales avisando las partidas avanzadas; todo se ejecutó sin que lo sintiesen los enemigos; pero una chica partida del regimiento de Castelar, que no oyó el aviso, quedó después prisionera.

Unido el ejército, prosiguió su marcha; llevaba en 1a retaguardia los granaderos mandados del marqués de Restes. Cubríalos por la siniestra la caballería, mandada por el marqués de San Vicente. Con esta orden, el ejército se retiró a Rodi y Casal de Castro, dejando parte de la caballería en Pozo de Gotto y Barceloneta, y lo grueso del ejército se acampó a lo largo del río Rodi. La mañana del día 28 salió la guarnición de Melazo y ocupó las trincheras de los españoles. Tomó el hospital con los enfermos y los víveres que se habían dejado. Con esto descansó la victoria y se hicieron salvas en la plaza, dando con ellas y con las concertadas señales aviso al conde de Merci de lo que había sucedido. Los alemanes, dejando su trincherón de Melazo, se acamparon fuera, bajo el tiro del cañón, corriendo sus partidas hasta Merci y fuego de los Arcos. La mañana del 28, el conde de Merci, en el seno vecino a Oliveire, cerrado de dos grandes promontorios llamados Santa María de Tindaro y el cabo de Caraba, hizo su desembarco; luego ocupó a Fati, ciudad abierta, y yéndose a unir con la guarnición de Melazo, todos aquellos lugares vecinos prestaron la obediencia.

La misma noche determinaron atacar a los españoles en Rodi por dos partes, pero el marqués de Lede, no pareciéndole estar en aquel campo seguro, hizo una marcha muy larga y se acampó en Francavilla, para cubrir, según decía, todo el país, acudir a cualquier parte que los enemigos se encaminasen, y tener la retirada en todo accidente a Palermo.

Viendo malogrado su designio Merci, acampó su ejército con el ala derecha al mar; la siniestra, a Homeri; luego mandó prevenir fajinas y gaviones para el sitio de Mecina, y el primer día de junio, valiéndose de los barcos que tenía allí de transporte, hizo un destacamento de tres mil hombres contra la isla de Lípari. Tenía su castillo quinientos españoles de guarnición, que se retiraron a él. Los habitadores retiraron las mujeres y niños al cabo de Orlando; después, al continente de Sicilia, y no pudiendo Lípari ser socorrida, se rindió con su castillo prisionera de guerra la guarnición. El marqués de Lede envió a llamar sus destacamentos para reformar el ejército. Se destacaron trescientos caballos con el coronel conde de Pezuela, a cargo del brigadier caballero de Aragón, para observar en la altura de San Pedro de Patti los alemanes, que habían destacado quinientos caballos a Saponara, y cogieron a su duque, que estaba enfermo. Algunos dijeron que era ficción para dejarse tomar de los alemanes, con quienes estaba de acuerdo.

El marqués de Lede, del campo de Francavilla fue solo a Mecina, donde hizo reparar el fortín de los capuchinos, y para mantener a la devoción del Rey Católico la ciudad, la quitó las gabelas por tres años, y ésta hizo un donativo para las presentes ocurrencias. Todo el reino de Sicilia se armó contra los alemanes, a cuyos piquetes mataban a traición. Publicó un edicto el conde de Merci, en que mantendría el Emperador los privilegios a aquel reino, y quitaba catorce años de las gabelas si le prestaba la obediencia. El día 2 de junio, el marqués de Lede reconoció los pasos de Ibiza, Saponara y Calvaruzo, donde dejó algunas veteranos con caballería del país. La brigada de Castilla, con dos regimientos de caballería, los puso en la Escaleta; la de Saboya, en Taurmina. Envió al marqués de San Vicente a Catanea; al conde de Montemar, a Palermo, para dar disposición de víveres para Mecina; y el ejército, a esta ciudad. Se la entró bastimentos a lomo de mulos, porque estaba poseído de los enemigos el mar. Por esta parte era difícil traerlos a Palermo; por eso ocupó Montemar a Castel-Brolo, en la costa de Tramontana, por donde los enviaba por agua, y sólo tenían que andar por tierra a Francavilla ocho leguas.

El día 17 de junio se puso en marcha el general Merci con todo su ejército desde el río Rofolino en dos columnas, para ocupar las alturas de las tres fuentes. Una columna marchaba por lo largo del río, otra por el camino de Castro Real. Las partidas avanzadas de los españoles se iban retirando, que era el destacamento del conde de Pezuela, cuatro compañas de granaderos de las guardias y los cincuenta carabineros y la infantería que ocupaban a Fondaco. El día 19 se prosiguió su marcha, empezando a bajar por la montaña que domina el río de Francavilla, haciendo que tres columnas tomasen las opuestas alturas a esta ciudad. Observaba a los enemigos el capitán de carabineros don Juan de Ezpieta, con lo cual el marqués de Lede se puso en batalla en su campo de Francavilla, que había bien fortificado, aunque no habían a este tiempo llegado todos los destacamentos que llamó el día 20 al amanecer.

Prosiguieron los alemanes a bajar por cuatro distintas partes al río a la parte de los capuchinos, y una columna mandada del general Schendorf, como iba llegando a llano, tomó la marcha de la montaña que dominaba la siniestra de los españoles, ocupada por el brigadier don Pedro de Tancour con el regimiento de Ibernia y ocho piquetes. Con otros cinco piquetes ocuparon la mitad de la colonia el coronel don Sebastián de Eslava; éste hacía frente al grueso de los enemigos. El marqués de Lede reforzó a Tancour con el segundo batallón de Castilla, pero los alemanes le apretaron tanto que, perdiendo mucha gente, se retiraba. Viendo esto el marqués de Lede, hizo avanzar al abierto que está entre esta montaña y los capuchinos los batallones de Utrech y Borgoña, y ordenó a Eslava mantener cuanto pudiese aquel puesto, lo cual ejecutaba con la mayor bizarría, sostenido de dos compañas de granaderos de las guardias valonas, mandadas por el barón de Venelt y el señor de Bay, que mostraron el mayor valor; pero como los alemanes, con una intrepidez singular, los cargaban y hacían tanto fuego sobre el ala derecha española, se iba Eslava retirando.

Lede hizo guarnecer el sitio con el batallón de Ibernia, sostenido del de las guardias valonas, al mismo tiempo que los enemigos bajaban de la altura. A la una de la tarde, el grueso del ejército alemán, que estaba en el río, atacó con gran denuedo y resolución la derecha española; fue rechazado por tres veces de los piquetes y de las guardias españolas con un regimiento de dragones que estaba en aquel puesto; pero, avanzando los alemanes, que ya con muerte de muchos españoles y de Tancour, los habían echado de todas las alturas, se vieron obligados los que querían adelantados defender el ala siniestra, a retirarse al cubierto de la derecha de los capuchinos, siempre peleando, mandados por don Juan Caracholi, que recibió una herida mortal, y don Domingo Luqués.

Los piquetes, atacados por todas partes, se retiraron a su cuerpo, haciendo oposición en los capuchinos a diez batallones de los alemanes, que atacaron con vigor imponderable aquel puesto. Los batallones de Utrech y Borgoña, con las guardias valonas, ocuparon el puente; allí pusieron su mayor esfuerzo los alemanes, pero siempre con infelicidad. La columna que bajó cara a los capuchinos dio varios asaltos, pero fue siempre con gran pérdida rechazada, de género que volvía la espalda. Enardecido Merci, acudió con los oficiales; no tuvo mejor fortuna, y quedó gravemente herido. La siniestra del alemán no atacó en forma a la derecha española, contentándose de sostener cuanto podía los que volvían rechazados del centro, donde estaba el más vivo fuego de la acción: el que de ellas se apartaba de los alemanes, venía combatido de los granaderos y dragones que había mandado el marqués de Lede salir de la línea con los regimientos de Flandes y Andalucía, y ocupar las márgenes bajas del río. No las atacaron los dragones y granaderos a caballo alemanes, porque éstos guardaban la falda del monte y el camino de la Mora, manteniéndose con gran valor al fuego de dos batallones, aunque algo desordenados.

Enfurecido Merci, echaba más tropas a la acción; pero como este puesto de los capuchinos estaba ocupado de las guardias españolas, mandadas por don José Armendáriz y el marqués de Villadarias, oficiales de mayor brio y honra, no era fácil romper esta línea, sostenida de las guardias valonas, los batallones de Utrech y Borgoña, que les tocó aquel puesto. Los generales Zumiunghen y Schendorf se empeñaron ambos valerosamente varias veces en este acontecimiento, siempre con infelicidad, sin reparar que era insuperable el campo español, porque el ala derecha estaba cubierta del río y de una línea presidiada, como hemos dicho, de tropas tan bravas; en medio había un convento de capuchinos fortificado y guarnecido de escogidos batallones; el ala siniestra estaba animada a Francavilla, cubierta de varias viñas y paredes, con que no podía ser por todas partes atacado el campo, ni pelear la caballería. En esto último tuvo Merci ventaja, porque si hubiera podido entrar a la acción la caballería española, no la tenían los alemanes para oponérsele. Por eso resolvió atacar el campo el alemán, fiándolo todo al valor de su infantería, que hizo maravillas; pero encontró otro no menos fuerte. La noche dio fin a la ira de Merci, que se retiró herido, pero no desengañado, donde mostró más valor que prudencia, porque si durara más el día, el Emperador, en una que no fue batalla, perdía todo su ejército, y fue felicidad no haber perdido más que cinco mil hombres, muchos oficiales, entre ellos el príncipe de Holstein y el general Rokor; los heridos pasaron de mil y quinientos. Los españoles perdieron dos mil hombres, al teniente general don Juan Caracholi, al señor de Tancour, don Francisco de Ayala y hasta cien oficiales; quedó herido el caballero de Lede en una espalda, y don Pedro Seatahufort, con no pocos oficiales de las guardias españolas y valonas.

Al otro día ocupó el general Merci las montañas que los españoles poseían, fortificando las gargantas de ellas, porque no pudiese ser atacado. Muchos oficiales generales decían que debía el marqués de Lede hacer seguir al enemigo aquella misma noche, porque, guiado de la caballería del país, podía ocupar los puestos, por donde le fuese difícil bajar al llano para Melazo, ni tomar el camino de Mecina o abrirse paso al mar; pero ni los alemanes se retiraron con el desorden que los españoles creían, ni dejó el conde de Merci de tener su ejército junto a la medianoche, aunque sin más provisiones que seis días de pan que llevaba el soldado en la mochila; pero tenían los oficiales su bagaje en paraje seguro, cubierto de dos regimientos de caballería y otros dos de infantería, y así pudo en los días 22 y 23 fortificarse e ir adelantando su vanguardia hacia el mar, habiendo su caballería ocupado el puesto que está entre los jardines y la torre que se hizo para recibir los víveres de Calabria, porque de Trapana se hacían continuas conductas de víveres y se retiraban los heridos.

Muchos culparon a Lede de que en esta ocasión pudo haber acabado con los alemanes si los hubiera seguido. Pasó a aquel reino el general Merci para curarse, y quedó Zumiunghen con el mando. El día 2 de julio, después de dos veces rechazados, tomaron los alemanes a Taurmina; los paisanos les facilitaron la entrada por una puerta, por no padecer los estragos de la guerra, o por inteligencia, como se creyó, de algunos clérigos del lugar. El castillo de Mola, que presidiaba con doscientos hombres el teniente general del regimiento de Saboya, Pastor, se defendió con un imponderable brío, aun batido con dos cañones de veinticuatro y sufrido muchas granadas reales incendiarias.

Llegaron al campo del marqués de Ledo los regimientos de caballería de Borbón y Milán, que venían de Palermo, y unidos al de Flandes y Barcelona, se destacaron para Mascari, observando al ejército enemigo, que se enderezaba a Mecina. Volvió de Palermo el conde de Montemar con el regimiento de Brabante y los batallones de Lombardía, Landini y uno de suizos, para reforzar el ejército.

También aumentaron el suyo los alemanes con la gente que volvió de Lípari y la que sacaron de Siracusa, introducida por Taurmina y Santa Tecla, donde tenían intención de poner su campo después de haber fortificado el paso de las Tres Fuentes, que facilitaba la comunicación con Melazo, de donde estrechaban el campo español e incomodaban las tropas; pero el conde de Pezuela, con trece compañas de granaderos que mandaba el coronel don Patricio Landini, y trescientos dragones de su regimiento, desalojó a los alemanes de las Tres Fuentes, después de un choque muy sangriento. Estos sólo tenían la intención de adelantarse, y así, desamparando a Taurmina, el bloqueo de Mola, y dejando a la Escaleta, marchando por la Forca bajaron por la ribera del río Agro y tomaron el camino de Mecina, acampándose ocho millas distante de la ciudad de San Esteban, sin que se lo embarazase el marqués de Lede, como podía, según aseguraban muchos oficiales.

Ya con esto estaba amenazada Mecina, siendo cierto que los enemigos, antes de bajar por el Agro, estaban en cuarteles casi no comunicables, y atacados por su retaguardia o flanco derecho, no podían ser socorridos sino a mucha costa, pues para eso habían de bajar cuestas bien difíciles; pero al marqués de Lede le parecía no moverse de su campo de Francavilla, y así hizo inútiles las ventajas que tuvo en él, pues, después de cantar la victoria los españoles, vencido el ejército enemigo, se halló éste capaz de marchar extendido por las montañas y en un mes abrirse varios pasos por la mar, ocupar a San Esteban y aun adelantarse hasta Dromo, tres millas de Mecina. Estas disposiciones daba desde Calabria el general Merci, que luego que mejoró sus heridas volvió al campo para emprender el sitio. Los españoles volvieron a ocupar a Taurmina, y don Lucas Espínola, gobernador de Mecina, se prevenía a la defensa. Estas noticias las pintó el genio y el afecto varias en la corte de España. Reconoció el cardenal la variedad de los dictámenes, y que el conde de Montemar, don Lucas Espínola, don Próspero Verboon y otros oficiales generales se oponían al marqués de Lede, cuya conducta era de su aprobación, y así determinó sacar a Verboon y a Montemar de Sicilia, y que por ellos fuesen las dos galeras del cargo de don Pedro Montemayor, con las cuales había de pasar de España a Italia el rey Jacobo de Inglaterra.

Quería el cardenal desembarazarse, porque veía era otro obstáculo a la paz; pues la primera condición sería sacarle de los dominios del Rey Católico. Esto instaban los holandeses, que se mantenían neutrales, aunque habían ya ofrecido entrar en la Cuádruple Alianza, dando tres mil hombres para esta guerra si el en término de tres meses no hacía la paz el Rey Católico. Para esto enviaron a Madrid al barón de Eloster, que no fue recibido con aquella urbanidad que los holandeses esperaban, porque el cardenal creyó que traería modificados los artículos ya propuestos, y éste sólo le instaba que se admitiese el de Londres, al cual tenía Alberoni tanto horror, y con poco que de él se hubiese mudado, sin duda se convendría al ajuste, que hacía cada día más difícil, porque había explicado al marqués Anníbal Scotti, ministro extraordinario de Parma en París, el duque de Orleáns, que nunca dejaría las armas si no salía de los dominios de España Alberoni; por el rey Jacobo decía lo propio la Inglaterra; y así, se halló embarazado el rey Felipe en el pretexto de insinuarle volviese a Roma.

La fortuna abrió camino. Estaba, como dijimos, arrestada en Inspruck la princesa Clementina. Sobieski, mujer del rey Jacobo, y había el Emperador mandado pasase a la ciudad de Olao, en Silesia, donde estaba su padre. La princesa, que no había determinado más que seguir a su marido, dispuso huirse, lo que ejecutó en esta forma. A los 15 de abril partieron de Sclestad, en Alsacia, el señor de Miscet con su mujer, ambos irlandeses, acompañados del señor de Guidon, mayor del regimiento Dillon, y los señores Uhogan y Toole, todos irlandeses; llegaron incógnitos a Inspruck; Guidon tomó nombre de conde de Cernet, flamenco; los demás pasaban por sus camaradas y criados. El pretexto era bajar a ver la Italia. La princesa, avisada de que aquellos venían para patrocinar su fuga de orden de su padre, en término de un día halló modo de ejecutarla, porque saliendo de la casa en que estaba disfrazada en hábito plebeyo, y sola, con dos camisas debajo del brazo, burló el conocimiento de las guardias, y siguiendo a lo largo a uno que la guiaba al lugar donde la esperábanlos demás, marchó treinta y dos leguas sin parar, fingiéndose hija del supuesto conde de Cernet.

Esta fuga no supieron los ministros de Inspruck hasta después de dos días. Despacharon varios correos para seguirla, con órdenes de arrestarla, y uno dio con ella en aquella posada campestre; pero conocido de los de su comitiva, le convidaron a beber, y dándole vino compuesta de un fortísimo beleño, le emborracharon, y dejándole dormido, prosiguió la princesa su viaje hasta Boloña, donde la encontró la condesa Maar, y en Roma fue recibida con demostraciones de suma benignidad del Pontífice. El Emperador, por dar satisfacción al rey Jorge, sacó de sus Estados al príncipe Sobieski, que suponía autor de esta fuga. Este gustoso aviso, que con expreso se dio al rey Jacobo, le hizo salir de España, quitando al rey Felipe el sinsabor de insinuárselo.

Hizo de buena gana estos excesivos gastos Alberoni, porque se quitaba un gran embarazo, y más ocupado con la nueva guerra que hacía la Francia en Navarra la Baja. A 21 de abril, antes que bajase el duque de Berwick, pasó el Bidasoa el marqués de Silli con veinte mil hombres, cerca de Vera, en la provincia de Guipúzcoa; luego ocupó el castillo de Beovia, después la ermita, de San Marcelo, a Castelfolit, el fuerte de Santa Isabel y, lo que fue más dañoso, los Pasajes, donde tenía un buen arsenal y ricos almacenes de guerra el Rey Católico, muchos cañones y seis buques de guerra por acabar. Todo lo quemaron los franceses, aprovechándose muy poco de cuanto habían encontrado, aunque el daño que hicieron pasaba de dos millones.

A 2 de mayo, tomando un pequeño fuerte poco distante de Fuenterrabía, quedó embestida la plaza; las guarniciones de los fuertes que habían tomado quedaron prisioneras. Bajó el duque de Berwick al ejército, y halló esparcidos unos papeles impresos en Madrid en 7 de abril, cuyo título era: Declaración de Su Majestad Católica sobre la resolución que ha tomado de ponerse a la cabeza de sus tropas para favorecer los intereses de Su Majestad Cristianísima y de la nación francesa.

Todos eran partos del resentido entendimiento de Alberoni, como lo habían sido los demás papeles en este asunto escritos, que tanto irritaron al duque Regente, ni este último era el más templado, porque ponía su autoridad en duda y le llamaba no absolutamente Regente, sino que pretendía serlo, y esta prerrogativa le daba el Rey Católico, que llamaba a la deserción a las tropas francesas, no sólo ofreciéndolas premios, pero el agradecimiento del Rey Cristianísimo cuando saliendo de la menor edad llegase a reinar.

El duque de Berwick envió un ejemplar de estos papeles al Rey Cristianísimo; el duque de Orleáns le oyó con desprecio, y respondió, en nombre del Rey, que ya conocía el autor de él; que no había tomado las armas contra el Rey ni la España, que tanto a la Francia le costaban; sí, que sólo tenía por objeto un gobierno extranjero que oprimía a la nación y abusando de la confianza de su soberano quería renovar una guerra general; que estas armas no pretendían sino que, a despecho de su ministro, fuese el Rey Católico reconocido por tal de toda la Europa y confirmado en el Trono; que si el rey de España improperaba a la Francia de haberse unido con sus enemigos, éstos eran los que él había atacado, y le ofrecía una paz ventajosa; que a solo su ministro, enemigo de la paz, se debía imputar la resistencia del Rey, las conspiraciones contra la Francia y los escritos injuriosos a la Majestad del Cristianísimo en la persona de su tío el duque de Orleáns, que era el depositario de ella. Que estaban más los que parecían enemigos del Rey Católico en sus propios intereses que su ministro, que por satisfacer su particular ambición quería empeñarle en una guerra que le salía infausta. Que la ternura y amor que mostraba el Rey Católico a los franceses, era sólo de palabra, porque no podía haber mayor hostilidad que querer introducir en un reino la guerra civil, la convocación de los Estados, la deserción y la rebeldía; que por la renuncia se había hecho ya el Rey Católico príncipe extranjero para la Francia; que con actos solemnes había reconocido aquella Regencia, y la quería de nuevo reconocer si faltaba a sus aliados; que el Rey Católico hacía injuria a sus franceses, creyéndolos capaces de deserción, y que él sólo les mandaba combatiesen por la paz, esperando en la nobleza española para obtenerla y librar al Rey de un yugo extranjero perjudicial a su gloria y a sus intereses. Que sus enemigos estaban prontos a hacer la paz, sobre que la asegure, no la palabra de un ministro que desprecia la fe pública y que se ha explicado no conseguirían de él más que una paz fingida, sino la palabra real y la buena fe de una nación que, aun cuando no tuviese un Rey de la Casa de Francia, era digna de particular aprecio.

* * *

El rey Felipe salió de su corte acompañado de la Reina, aunque estaba preñada. Iba también el príncipe de Asturias y el cardenal, que dispuso se quedase en Madrid el ayo del príncipe, duque de Populi, a quien tenía aversión porque no era de su dictamen; la naturaleza, la ingenuidad y la prudencia del duque no podía ser de la aprobación de Alberoni, el cual, poco después, habiendo sabido que en una conversación había dicho el duque no haría el regente de Francia la paz si no sacaba el Rey de sus dominios al cardenal, éste, mal dueño de sí mismo, hizo que se le quitasen al duque de Populi sus empleos y que saliese desterrado de la corte. Por motivo igualmente leve hizo poner en un castillo a don Pedro de Zúñiga, duque de Nájera.

Estos engaños padecía el Rey, mal informado, porque, tiranizados sus oídos del cardenal, sólo a él escuchaba.

Nombróse capitán general del ejército que se enderezaba al socorro de Fuenterrabía, al príncipe Pío, haciéndole pasar de Barcelona. Se habían con dificultad juntado quince mil hombres que marchaban a Navarra, pero era ya tarde, porque desde los 27 de mayo tenía Berwick la trinchera abierta contra Fuenterrabía. Habían bajado otras tropas del Rosellón, y llegado al campo el príncipe de Conti para servir de aventurero en él. A 5 de junio ya se batía en brecha; hicieron los españoles una regular defensa mientras el Rey se iba acercando a la laza, pero cuando ya no estaba más que dos millas de ella tuvo noticia que se había rendido a 18 de junio, habiendo hecho la llamada el comandante don José Emparan, después de haber sido muerto de una bomba el gobernador. Pudo el Rey apresurar su viaje y la marcha de las tropas, pero no quería el cardenal ni el príncipe Pío exponer la persona del Rey a una empresa imposible, por ser tan inferiores en número los españoles. Con todo eso, el Rey, sin sabida del cardenal, mandó apresurar su ejército, pero como las montañas por donde había de pasar eran tan difíciles, no pudo llegar a tiempo de ponerse el Rey a vista de las tropas francesas, que era lo que deseaba, esperando que su presencia facilitase la deserción; y como miraba al cardenal como impedimento de su designio explicólo su indignación con palabras que podían significar haber caído de su gracia; pero la Reina le mantuvo en ella porque aún estaba persuadida que las disposiciones del cardenal eran las más acertadas, para el bien de la Monarquía.

Los franceses embarcaron en tres fragatas inglesas ochocientos hombres, mandados por el caballero de Guire, y llegando a 12 de junio a la playa de Santoña, cañonearon las baterías que los españoles habían hecho, guarnecidas de setecientos miqueletes catalanes. Por la noche desembarcaron a un cuarto de legua; los franceses ocuparon la vecina montaña de donde al amanecer bajaron a la villa, y huyendo las milicias urbanas que la defendían, prestando la obediencia, ocuparon los enemigos los fuertes y las baterías. Estaba entre ellos el coronel Stanop que había propuesto esta expedición a Berwick, porque ya sabía que había enviado el Rey Católico a Santoña a don Carlos Grillo, para dar calor a la construcción de unos navíos que estaban por acabar; tres quemaron los franceses, y los materiales para construir otros siete, llevando cincuenta piezas de cañón. Obraba en esta empresa con animosidad Stanop, a quien había enviado el Rey británico para observar si hacían de veras la guerra los franceses, de donde se colige, que por sus intereses particulares no hacía otra cosa que los mandados de Inglaterra el Regente.

Esto aumentaba las sospechas en el Rey Católico. El duque de Berwick mandó atacar a San Sebastián; la ciudad se rindió a 2 de agosto, la ciudadela a 17, mucho antes de lo que los franceses lo esperaban. Esta guarnición, la de Fuenterrabía y la de la pequeña isla de Santa Clara, que también se habían rendido, pasaron a Pamplona, porque Berwick con los españoles era franco, galante y liberal, pues ni ellos ni estas plazas se defendieron hasta darle lugar a no serlo.

La provincia de Guipúzcoa presto obedeció a los franceses, pidiendo sólo, en los tratados de paz, la Francia y la Inglaterra pactasen la conservación de sus antiguos privilegios y libertad, prevención poco decorosa a aquel país y que le pareció mal a Berwick, quien le respondió que esta guerra no era más que para obligar al Rey a la paz, y no admitió tampoco contribuciones. Partió luego para el Rosellón; con esto creció el cuidado del Rey de España, creyendo le atacarían a Pamplona; por eso la presidió con diez mil hombres; pero viendo ya marchar las tropas francesas de la Navarra, se retiró a la corte y mandó que el príncipe Pío, con el restante del ejército, marchase a Cataluña, que estaba amenazada de los franceses; porque sobre acercarse tropas al Rosellón, se enviaba gran cantidad de víveres y municiones a Colibre, que llegaron muy pocas, porque en una furiosa tempestad naufragaron los más de los barcos de transporte.

Esto impidió el sitio de Rosas, de género que, ocupados los franceses en la toma de pequeños castillejos en la de Urget, ocupando también a Castel Ciudad, se acuartelaron; pues ya le parecía a la Francia que en aquella campaña podía desengañarse de sus falsas ideas Alberoni. Porque había perdido el Rey Católico en tres meses dos provincias con sus plazas, y padeciendo costosos daños de más de tres millones de pesos en los Pasajes y en Santoña, que era el principal designio de los ingleses, suspirando siempre porque España no tenga navíos para aprovecharse así de los tesoros de las Indias con los suyos.

Estos malos sucesos y el haber tenido el rey Felipe la noticia que estaban los alemanes en Sicilia sitiando a Mecina sin que hubiesen los españoles podido embarazarlo, le hizo entrar en la reflexión que le había puesto Alberoni en empeños de que no podía salir, y empezó a enajenar el ánimo de este ministro, que no dejando de conocer alguna mudanza en el Rey, apelaba al favor de la Reina, que también estaba cansada de sostener la despótica voluntad de aquel hombre, a quien, por su bajo origen, miraba interiormente con desprecio.

Alberoni, viendo todo el mundo conjurado contra él, haciendo rostro a las amenazas de la fortuna se esforzaba a mantenerla. Todo el arte era apartar del Rey a cuantos podían influir consideraciones que avivasen la reflexión, y tenerle falto de noticias. Por eso había mandado a los ministros que servían en las cortes extranjeras que ni a los secretarios del Despacho Universal las comunicasen, y sólo a él en derechura se escribiese, para que estrechado más el Rey a mendigar avisos de lo que pasaba, ni aún pudiesen los secretarios dárselos, porque éstos de oficio le presentan las cartas de los ministros, que no deja el Rey de leerlas, porque es difícil en materia de Estado minutarlas; por eso las quería Alberoni en su poder, porque dejando la formalidad de llevarlas al Rey, sólo le decía lo que no embarazaba a su idea, conociendo la oportunidad y la sazón.

Esto lo hizo también por quitar al marqués de Grimaldo la ocasión de hablar más frecuentemente con el Rey, temiendo que en la sinceridad de Grimaldo peligrase su gigante autoridad; por eso en las jornadas que el Rey hacía a Valsaín, Aranjuez o El Escorial, sólo se servía del secretario universal de Guerra, marqués de Tolosa, para dar las órdenes de Guerra; que las de Estado sólo las fiaba a su pluma propia o a la de un secretario suyo particular.

Este era desorden nunca visto en una Monarquía, porque los ministros no tenían respuesta de oficio, y vivían con la desconfianza de que nada llegaba a oídos del Rey, y aún se hallaban embarazados en el obedecer a quien no era declarado primer ministro ni tenía oficio alguno por donde jurídicamente podía mandar.

En este riesgo vivían cuantos ejecutaban sus órdenes, y aunque lo revalidaba todo el tácito consentimiento del Rey, era trabajo creer que en algún tiempo, cayendo Alberoni de la gracia, fuese preciso, sufriendo algún cargo, reconvenir a su soberano con razones, porque las del súbdito no tienen más eficacia que la que les da la compasión o benignidad del príncipe.

Conocían los ministros que no debían obedecer sin réplica órdenes perjudiciales al bien de la Monarquía, pero la soberbia de Alberoni había degenerado en fiereza, y no sufría que le replicasen; porque nada contenido en la circunspección y moderación de ánimo precisa en el que gobierna, prorrumpía en palabras ofensivas, con modo tal, que muchos hombres dignos de la mayor atención, salían ajados de su presencia. El mismo peso de los negocios detenía o confundía los expedientes, ni era un hombre solo capaz de darle a cuanto ocurría en tan varias líneas, y así, ni respondía muchas veces a lo que se le consultaba, ni la respuesta, si la daba, era categórica y formal, y como no le bastaba el tiempo a evacuarlo todo, no tenía registro alguno al pie de la letra de lo que ordenaba, y así salían muchas órdenes encontradas y repugnantes.

Brilló entonces la constante fidelidad de los españoles; decían algunos que menores trabajos habían padecido en tan dilatada guerra, que en estas violencias de un extranjero. Conocía Alberoni que estos desórdenes estaban desaprobados del celo y la prudencia del confesor del Rey, el padre Guillermo Daubanton; no ignoraba, por conjeturas, que éste imponía al Rey en el conocimiento de la ruina de su Estado y la obligación de repararla, y así, determinó aplicar sus esfuerzos a sacarle de España, y llamó a ella otro jesuita español, que había treinta años que estaba en Italia, llamado Francisco de Castro, muy conocido de la Reina y que la había acompañado con el padre Veleti, jesuita también, su confesor, hasta Pamplona; éste pensaba introducir en la gracia del Rey, para echar a Daubanton.

Era el padre Castro de apreciables calidades, virtuoso y político; se le hacía injuria en creer sujetarla esclavo su dictamen al de Alberoni pero éste, para salir del día, sólo quería apartar a Daubanton y probar nueva fortuna.

A este tiempo, también turbó la cabeza del cardenal y puso en aprensión la España la invasión de los ingleses en Galicia. A 10 de octubre entró en la bahía de Vigo con una escuadra inglesa el vicealmirante Michelles; traía hasta cuatro mil hombres de desembarco, mandados por el vizconde Chacon; a tres leguas de la villa desembarcó los granaderos, y los puso en batalla. Los paisanos, desde las alturas, hacían bastante fuego, con poco efecto, porque era de lejos. Acabó de desembarcar toda la gente, y la guarnición que estaba en la ciudad, elevando las piezas y quemando las cureñas, se retiró a la ciudadela; intimóle la rendición a la ciudad el inglés, y por no padecer los estragos de la guerra le envió las llaves; entró en ella el brigadier Homovod con dos regimientos, y presidió también el fuerte de San Sebastián, que habían los españoles abandonado.

Púsose una batería de bombas a la ciudadela, e hizo gran daño; después de cuatro días se desembarcó el cañón, y antes de batir se intimó al gobernador no se le daría cuartel si se le abría brecha. Rindióse a 21 de octubre; salió la guarnición libre, y los ingleses saquearon aquellos almacenes, que estaban llenos de los pertrechos que habían dejado las naves destinadas, como se ha dicho, al desembarco de Escocia, cuando la tempestad las volvió a las costas de España. Halláronse seis mil antiguos mosquetes y cantidad de pólvora; lleváronse las piezas de cañón que en la ciudad había, pocas de bronce; también llevaron dos navíos destinados al corso y otros cuatro mercantiles.

Esta noticia, recibida por la corte, dio más cuidado, porque se creyó que seguirían otras tropas de desembarco; y así, se mandaban pasar bajo la mano del marqués de Risbourgh las que estaban en Extremadura y Castilla. Acudieron las milicias del país a ocupar los puestos, porque no se internasen los ingleses en la provincia, pero aquéllos no habían venido más que para hacer hostilidades, y así se contentaron de saquear los lugares abiertos de la marina, y se volvieron a embarcar. Esta expedición nada tenía de heroico. Perdieron sin fruto los ingleses alguna gente, y se conoció más un espíritu de venganza por el desembarco de Escocia, que cumplir con lo ofrecido de atacar la España, de acuerdo con el duque de Orleáns.

Había ya formado su línea de contravalación el general Merci contra la ciudadela de Mecina, a la cual se había reducido en 19 de agosto don Lucas Spínola, cerrando a Terranova, después que la defendió cuanto pudo, porque ya estaban perdidos los castillos de Matagrifón y Castelazo, mal defendidos de sus comandantes, que en cortos días con igual defensa los entregaron, quedando la guarnición prisionera de guerra.

En la noche del día 19 tiraron los alemanes una paralela desde la cortina que del bastión de Don Blasco va a la ciudadela, hacia Santa Teresa, en el mimo paraje que los españoles construyeron la batería llamada de Mariani. Con esta noticia juntó nuevo Consejo de guerra el marqués de Lede; los dictámenes fueron varios; el conde de Montemar, que aún estaba en Sicilia, y en el campo, dio el mismo parecer que había dado en los antecedentes Consejos del día 22, 27 y 29 de julio, que se reducían a que se marchase a toda costa a socorrer a Mecina, y ahora a la ciudadela.

El marqués de Lede se resolvió marchar a dicho socorro, dando las providencias para que se pudiese subsistir la caballería, que estaba en mal estado por falta de forrajes, y se habían introducido en las tropas españolas muchas y peligrosas enfermedades, causadas de las mutaciones de aquel reino, que las padece crueles, aunque no muy dilatadas. Se envió a ocupar el campo de Rometa, y se mandaron encaminar las harinas a Castro Real y Barcelona. Daba el marqués de Lede algunas razones a su lentitud, y entre otras la falta de medios; cierto es que muchas veces la había, porque los caudales que el Rey Católico tenía en Italia no podían pasar a Sicilia con la prontitud que era menester, por falta de letras, porque nadie se quería cargar de meter en su barco un dinero que, si le cogían los enemigos, estaba hasta el bastimento perdido.

Había también habido algún desperdicio en Sicilia con la confusión de la guerra, y faltaba don José. Patiño, que desde el mes de abril había salido de Sicilia para España. Los banqueros de aquella isla, ni podían anticipar tantos caudales ni querían aventurar los que tenían, porque era claro que, perdida Mecina, no le quedaba al Rey de España plaza alguna, y no se podía mantener en el reino. Esto desalentaba a los paisanos, y toda la tierra que cubrían las plazas contribuía y estaba a devoción del Emperador, con que, ya en caso desesperado, no tenía el marqués de Lede otro partido que tomar que venir a las manos. Esto no era fácil, porque habían fortificado sus puestos los alemanes y proseguía el sitio con vigor; al fin, el marqués de Lede puso su campo en Rometa, reconoció el sitio y halló que no se podían atacar los enemigos sin una sangrienta y aventurada acción; repetíanse los Consejos de guerra, y persistían muchos oficiales y el conde de Montemar en el dictamen de atacar las líneas de Merci antes que llegasen ocho mil hombres que se habían últimamente embarcado en Vado, mandados por el general Bonneval, pues hallándose los enemigos en su derecha a San Miguel, y su izquierda a la mar, un pequeño campo entre Castel Gonzaga y baluarte del Secreto, fortificada 1a montaña de la Galera, y guarnecida con mil hombres, y lo propio Montesanto en la caída hacia el campo. Y que como desconfiaban de la ciudad de Mecina, tenían dentro seis mil infantes, discurría Montemar que no constando el ejército de los enemigos de más de dieciocho mil hombres, no podían tener en el campo más de diez mil, porque se hacía cargo de dónde estaban los demás, y teniendo el marqués de Lede catorce mil hombres, quería que las milicias con dos batallones, los menos fuertes, marchasen a las cercanías de la montaña de la Galera con un comandante capaz de ocuparla, si los enemigos la abandonasen, y bajar por ella a Montesanto, para entretener a los que estaban allí, y no abandonando la Galera mantenerse en observación para ocupar los enemigos en guardar aquel puesto, con el grueso de los infantes marchar a San Esteban o Landeria y entrar a atacar al enemigo por la frente a tiempo que la caballería, dragones y escogidas milicias del país atacasen por la parte de la marina con la mayor inmediación a la infantería, no debiéndose acometer por la derecha de los enemigos, porque estaba favorecida de la artillería de Castel Gonzaga y los puestos de la Galera y Montesanto; ni absolutamente por la izquierda porque estaba extendida hasta la orilla del mar y abrigada con los cañones de las galeras del rey de Nápoles. Que la ciudadela aún no había perdido la estrada encubierta, que tenía cuatro mil hombres de guarnición; y que avisado del día y la hora, don Lucas Spínola podía hacer una salida con dos mil quinientos hombres al mismo, tiempo, no dudando que, atacando por todas partes al campo alemán, se movería el pueblo de Mecina.

Este parecer dio Montemar en 9 de septiembre en el campo de la Metta, pero no le pareció al marqués de Lede seguirle, porque imaginó insuperables las líneas de los enemigos con tan poca infantería española, habiendo dejado en Francavilla tres mil hombres y teniendo un grueso destacamento en Palermo; firme en que si perdía aquella ocasión no tenía tropas con que mantenerse en el reino, y era su instrucción dilatar, como hemos dicho, cuanto pudiese la guerra. Muchos, entonces y después, culparon esta lentitud de Lede, inflamados los ánimos de los españoles, con la confianza de haber observado el miedo que les habían cobrado los alemanes, habiéndose puesto en precipitada fuga más de una vez grandes partidas de tudescos al descubrir una o dos compañas de caballería española. Por el tanto maliciaron algunos que estas detenciones del marqués de Lede no tenían su principio en el natural ardimiento del rey Felipe y su ministro.

Con todo esto aguantó en Rometa hasta que se perdió la estrada encubierta de la ciudadela de Mecina, que fue los últimos de septiembre, defendida de los españoles con valor, que admiraron los propios enemigos, porque fueron muchas veces rechazados y les costó gran sangre el alojarse. Después de esta pérdida se retiró el marqués de Lede a Bronte.

El día 8 de octubre, estando asaltando los alemanes en revellín de la ciudadela, entró en el faro el convoy de Bonneval, que a 28 de septiembre había partido de Vado. Traía ocho mil seiscientos infantes, setecientos caballos, gran número de mulos para la artillería, cuarenta piezas de cañón de batir y treinta morteros, cuatro mil barriles de pólvora y mucha cantidad de otras municiones. También iba segundo comandante el general Lucini; con este socorro acaloró más los ataques a la ciudadela el conde de Merci, que andaban tibios, porque había perdido en este sitio más de tres mil hombres con tan vigorosas salidas y defensa que hacían los españoles, conducidos con acierto y vigilancia de don Lucas Spínola, don Luis de Aponte y otros oficiales de valor y experiencia.

Palmo a palmo defendían los sitiados, aunque habían perdido más de mil y quinientos hombres y estaba cansada la guarnición. Con todo, abierta la brecha al cuerpo de la plaza, sostuvieron nueve asaltos antes que hiciesen la llamada, que fue a 18 de octubre, después de tres meses de sitio. Se hubiera don Lucas Spínola mantenido un mes más, si esperara ser socorrido y hubiera tenido municiones, pues aunque los enemigos dijeron que habían hallado trescientos quintales de pólvora, no había cien, ni ellos pudieron negar la gloria de esclarecido defensor a don Lucas, a quien el día 19 se dieron las capitulaciones más honoríficas que se acostumbran en la guerra, extendidas en cuarenta artículos, y pasó la guarnición al campo español, la mayor parte por mar.

El marqués de Lede se volvió a retirar a su antiguo campo, bajo de Etna, en un fuerte, forrajeando cuanto había entre Mecina y Palermo, por si los alemanes intentaban pasar por tierra a aquella capital. Esta entera rendición de Mecina quitó gran parte de país a los españoles; y como había el Emperador nombrado virrey de aquel reino al duque de Monteleón, pasó éste luego a Mecina, de lo que se experimentaron no pocos inconvenientes, partido el mando político y militar donde lo encadenado de las dependencias mantenía en disensión los jefes.

En esta victoria parecía consistir todo el reino de Sicilia; voló la noticia a Viena y exaltó la esperanza del Emperador, no sólo a poseer aquel reino, pero a insinuar a sus aliados que costándole tanto dinero y sangre de sus tropas y no habiéndole voluntariamente entregado el rey Felipe, no estaba obligado a mantener lo que por él había ofrecido en el tratado de Londres. La Francia y la Inglaterra respondieron que estaba capitulado no alterarle por suceso alguno, fausto o infausto, de la guerra.

Éstas que parecían respuestas imperiosas y dar la ley, desagradaban sumamente al Emperador; pero pedía la necesidad contemplar a los que se habían declarado amigos con esperanza de que si poseía la Sicilia por fuerza de sus armas como se lo ofrecía el conde de Merci, podía dilatar las condiciones favorables a la España, que consistían en la renuncia a aquel trono y el reconocimiento de sucesión a Toscana y Parma.

En la renuncia había determinado no dejar el título de Rey Católico, del cual no sólo usaba, pero cuando se ofrecía creaba grandes de España, porque le era pesado irse despojando de aquella prerrogativa o señal de acción a la Monarquía española, que tanta guerra y trabajo le costaba; ni veía de buena gana que todavía pusiese en sus dictados el duque de Saboya ser rey de Sicilia, porque también se intitulaba rey de Cerdeña; pero su ministro en Viena fingía no entender este desagrado del Emperador, y había muchos meses que instaba le ganasen a su amo la Cerdeña por fuerza de armas. Había ya determinado esta expedición la corte de Viena, con acuerdo de sus aliados. La Inglaterra no quería concurrir en más que en convoyar con la escuadra que tenía en el Mediterráneo, tropas. La Francia ofrecía sus galeras, y con efecto, creyendo se ejecutaría esta empresa, las hizo pasar a Génova mandadas por el bailío de la Platería. Tenía prevenidos el Emperador ocho mil hombres a cargo de Bonneval para eso, y todo tren de artillería; y hasta doce mil, con las provisiones y víveres, daba el duque de Saboya. A este efecto previno en Génova gran cantidad de granos.

Esta empresa no era tan llana como se la figuraban los alemanes, porque estaba Cerdeña guarnecida de más de cuatro mil hombres de buenas tropas. Era su gobernador general don Gonzalo Chacón, y de caballería lo era el vizconde del Puerto, hombre esforzado y vigilante, que puso aquel castillo en la mejor defensa. Envió el ministro, que residía en Génova, cantidad de municiones, y estaban las tres plaza de aquel reino prevenidas para una larga resistencia. Las cosas de Sicilia no pedían esta distracción de armas del Emperador, y clamaba incesantemente Merci se le enviasen las tropas destinadas a Cerdeña, contra la cual siempre había tiempo; y ganada la Sicilia no se podía mantener aquella isla, porque cargaría contra ella toda la guerra.

Estas justas consideraciones hicieron desvanecer la empresa, y pasó Bonneval a Mecina, como hemos dicho, porque el Emperador quería antes asegurar sus cosas que las ajenas; y veía que de necesidad había de alargar la Cerdeña el Rey Católico, acosado de tantos y tan poderosos enemigos y gobernada su Monarquía por un hombre aborrecido singularmente del rey de Inglaterra y el regente de la Francia, contra quienes no había perdido diligencia, ni la corte de Viena estaba lejos de creer, aunque vanamente, que Alberoni había conspirado contra la vida del Emperador; a los menos creyeron tenía inteligencia con monseñor Cini, consejero áulico, que a instancia del Emperador había sido preso en Turín y enviado al castillo de Milán.

A esta sazón también se fulminaba un riguroso proceso en Viena contra el conde Nimsech, cuñado del conde de Altam, que era muy favorecido del Emperador. Se había puesto a cuestión de tormento al abad Tedeschi, pero en todo eso no habían concurrido las maliciosas artes de Alberoni, porque después se averiguó ser el delito de Nimsech revelar al abad Tedeschi, y éste al ministro de Saboya, secretos de Estado que sabía por su oficio de consejero áulico, y otros que con arte podían penetrar de su cuñado. Cini tenía culpa semejante por la mala conducta que había observado en Venecia, y se desengañó la corte de Viena que hasta allá no habían podido llegar las artes de Alberoni. Verdaderamente no debía aborrecerle el Emperador, porque por la utilidad que le había resultado de su conducta, más parecía ministro cesáreo que del Rey Católico. Estaba, empero, en suma en desgracia del regente y del duque de Parma, su soberano, a quien después que fue cardenal no tenía tan perfecta atención como era justo.

Conocía el Duque lo descabellado de aquel Gobierno, los progresos de las armas austríacas, el absoluto dominio que iban tomando en Italia con apariencias de ser cada día mayor, y persuadía a la corte de España la paz, pero se había ya empedernido el ánimo de Alberoni, y hacía vanidad de la ostentación. Hízose preciso a los que aborrecían la guerra y temían peligrar en ella, apartar este hombre de los oídos del Rey. Tomó esto a su cargo el duque de Orleáns, y por medio del marqués Anníbal Scotti, que era el que más temía y peligraba, hizo entrar en este dictamen al duque de Parma.

Hallóse acaso en París milord Peterbourgh, que por su gusto, como muchas veces acostumbraba, había de bajar a Italia. Era su genio ingerirse en todos los negocios, y bien conocido esto del Regente, le encargó que se viese con el duque de Parma y se determinase a la última disposición de echar de España a Alberoni, asegurándole que sin esta condición nunca vería la paz, tan deseada de todos y necesaria, no sin sospechas del Emperador que el duque de Parma fomentase la guerra. A Peterbourgh no le pareció conveniente ir a Plasencia, por no dar sospechas a los curiosos, y en Novi, lugar del Genovesado, tuvo de acuerdo una conferencia con un ministro de Parma; este secreto entonces le penetraron pocos. Al fin, armados de grandes papelones, que descubrían la vida y conducta de Alberoni, que le mandó dar el duque de Orleáns, pasó a Madrid el marqués Anníbal Scotti con carácter de enviado del duque de Parma a aquella corte. También éste le dio las instrucciones necesarias, y escribió cartas confidenciales de su puño al Rey Católico y a la Reina.

Todos los instrumentos se reducían a ponderar al Rey el reconocimiento de la ruina de su Monarquía, la necesidad de la paz y la imposibilidad de hacerla, teniendo mano en el gobierno Alberoni, no sólo por su conocida pertinacia, sino porque creían los enemigos que no serían sólidas y firmes las convenciones, estando a los oídos del Rey un ministro a quien creían de tan mala fe, y que no reputaba cosa abominable el faltar a la palabra.

* * *

No costó poco trabajo a Scotti tener una larga y secreta audiencia con los Reyes, porque Alberoni, que tan sospechoso y tan lleno de recelos vivía (lo que a todo ministro le sucede), aplicaba el mayor cuidado a que nadie hablase con el Rey; conocía estar perseguido de todos, y con especialidad de todas las potencias enemigas de España. Había visto declinar en parte la satisfacción que antes tenía el Rey de su conducta, y leía en el semblante de la Reina algún enfado de toda la autoridad que le había dado. Estaba entre sí imaginando el retirarse voluntariamente; retiróse, pero no tenía adónde, porque no era obispo de Málaga ni arzobispo de Sevilla.

El Rey, que ya había hecho sobre el presente estado de las cosas sería y repetida reflexión, ayudada de las que insinuaba el confesor, se acabó de determinar leyendo los papeles del duque de Orleáns y las cartas del de Parma; y viéndose casi precisado a no proseguir la guerra empezada, saliendo con la Reina y el príncipe el día 5 de diciembre al Pardo, dejó un decreto en manos de don Miguel Durán, marqués de Tolosa, secretario del Despacho Universal, parte de Guerra y Marina, escrito de su propia mano, con orden se le notificase al cardenal; era su tenor que estando obligado a procurar a sus vasallos las ventajas de una Paz general, para la cual se buscaban los medios que la hiciesen sólida y duradera, y queriendo para eso quitar todos los obstáculos que pueden retardar una obra en que tanto interesa el bien público, como también por otros justos motivos, había resuelto apartar de los negocios en que tenía el manejo al cardenal Alberoni, y al mismo tiempo ordenarle salir de Madrid en término de ocho días, y de los reinos de España en tres semanas, con prohibición de no mezclarse más en cosa alguna del gobierno, ni parecer en la corte ni en otro lugar en que el Rey, la Reina u otro príncipe de la Casa Real se pudiesen encontrar.

Esto hirió altamente a la soberbia del cardenal, cuanto menos esperado; creía sería más honrada su caída, en caso de apartarle de los negocios, porque siendo uno de los prelados de España, era imaginable le mandasen retirar a Málaga, de donde le quedaban las bulas, aunque había renunciado; pero el Rey y la Reina entraron en el conocimiento del daño que les ocasionaba la desgraciada conducta de este hombre, que no salió como se pensaba. No faltó quien le suministrase al Rey tenía motivos para prenderle, y construido el proceso informativo, enviarle a Roma; pero no le pareció poner las manos en lo sagrado de la púrpura, fiando que lo haría Su Santidad cuando le tuviese más cerca, porque lo contrario era entrar en grandes empeños si se entregaba o no al Pontífice, en caso que los cargos no perteneciesen a materia espiritual. Pidió el cardenal se le permitiese una vez hablar al Rey o la Reina; negósele, y se le concedió escribir; creyeron muchos que el Rey no leyó esta carta, y le mandó responder que obedeciese. También se le ordenó que entregase los papeles que tenía, pertenecientes a los interiores manejos, los caudales que tenía el Rey y la cuenta de cómo se habían distribuido, y cuántos habían estado a su disposición. Todo lo obedeció, aunque sus émulos decían que no había entregado más papeles que los insubstanciales, reservando los mejores, ni cuenta de los caudales tan clara como era preciso, ni a la verdad era posible darla.

El Rey no quiso hacer examen más riguroso de papeles ni dinero, aunque lo deseaba el marqués Anníbal Scotti, que en nombre de su amo le pidió al cardenal los papeles de su pasado ministerio de Parma; también entregó los más inútiles, diciendo había ya enviado al Duque los demás. Toda esta represa la hizo de algunos papeles para tener armas (según después se conoció), no sólo para defenderse de los cargos que creía le podía el Papa hacer, sino aún para descubrir secretos de Estado cuando le importase a su crédito y a la buena opinión de su conducta pasada; empezaba desde entonces a estudiar y prevenir aquellas artes que reparasen la presente desgracia; pidió al Rey pasaporte y escolta por la seguridad de su persona, y aún expresó que sin él no podía pasar por la Francia, por los precedentes disgustos, ni embarcarse sin otro del rey de Inglaterra.

El Rey le dio el suyo y una escolta, y le insinuó iba seguro hasta Italia, por lo cual escribió al rey de Francia se le concediese. El cardenal luego trató de poner en salvo sus papeles, por varias partes y caminos extraviados. Nadie le vio antes de partir, más que ministros extranjeros. Muchos de los españoles creían no haber tenido día más feliz que aquel en que le vieron dejar la España, porque le habían concebido un fatal aborrecimiento. Otros muchos fueron de tan contrario dictamen que juzgaron que en este sólo hombre había perdido mucho la Monarquía española, y el Rey ministro que no pensaba en otra cosa que en su real servicio, en la recuperación de lo perdido y crédito de sus armas, pareciéndoles que en esta ocasión no hubiera salido del Gobierno; y no se le puede negar la gloria de que los tres enemigos irreconciliables de España, que lo eran a la sazón el Emperador, el duque de Orleáns y la Inglaterra, se conspiraron en sacar a este hombre de España, diciendo por el tanto los españoles afectos al cardenal, que no lo harían esto por el bien de la nación, aunque el Regente, el inglés y el Emperador ponderaban que debía hacerse así por la conservación de la paz.

A 11 de diciembre salió el cardenal de la corte para Aragón; un oficial le alcanzó en Lérida, pidiéndole de orden del Rey algunos papeles que no se hallaban, y para eso las llaves de sus cofres, que entregó puntualmente. Halláronse algunas escrituras de las que el Rey buscaba, pero no las más esenciales. También se le halló una letra de cambio de 25.000 doblones, que hizo pedazos en presencia del oficial. Prosiguió su viaje, y antes de llegar a Girona fue atacado de unos miqueletes, y a no llevar tan buena escolta, le hubieran cogido y hecho pedazos, porque estaban muy mal con él los catalanes, porque durante su ministerio se había conquistado a Barcelona y sujetádose lo más de aquel país. En este encuentro le mataron un criado y dos soldados del Rey. El cardenal, saliendo de su calesa, llegó a pie a Girona disfrazado, entró en Francia con pasaporte del Cristianísimo, y un oficial del regimiento de la Corona le fue acompañando hasta Antibo. Dudóse si era quererle hacer este honor por hidalguía el Regente, o asegurarse de su persona para que con nadie comunicase, porque creían los príncipes y aún muchos ministros españoles que todo esto era fingido, que no había caído de la gracia del Rey, y que sólo se le apartaba de la gracia de España para hacer la paz, pero que volvería luego.

Esto mismo insinuaba con términos oscuros en sus cartas el cardenal a sus amigos, principalmente a los que tenía en Génova, donde pensaba hacer su mansión, y se le prevenía un cuarto en el convento de los padres claustrales. El Rey daba bastantes muestras para que creyesen había enteramente caído de su gracia, porque no sólo tomó el dinero que él había dejado en poder de la Casa de los Pittis, pero aún en otras partes, y en Génova se hizo recobrar el que el cardenal por letras había enviado; eran sin duda caudales del Rey enviados para la guerra, porque Alberoni no tenía rentas para acumular tanto dinero.

Sospechaban algunos que tenía gran cantidad en poder de un gentilhombre, llamado Francisco María Grimaldo, persona de quien podía fiar por su antigua amistad, y la experiencia que Alberoni tenía de la integridad del sujeto, y haberle hecho algún beneficio. Este punto es para nosotros oscuro, porque Grimaldo lo negaba acérrimamente; ni en los libros de los Bancos de San Jorge parecía; uno y otro era poca prueba para el desengaño, porque ni Francisco María Grimaldo había de confesarlo, ni poniendo en varias cabezas el dinero, y dándole varios giros, se podía probar su dueño; ni probándolo había medio como lo recobrase el Rey; porque la casa de San Jorge es una república aparte, donde están seguros los caudales de cualquiera por la buena fe que en esto se observa.

El Rey se explicó con todos sus ministros que servían en las cortes extranjeras de lo indignado que estaba contra Alberoni; y en prueba de que había hecho muchas como sin su noticia, pidió las cartas originales que Alberoni les había escrito desde el año 16, y copias de las de los ministros a Alberoni, con cuenta de los caudales que de su orden habían administrado. Al ministro que residía en Génova se le ordenó invigilase en los pasos y operaciones del cardenal. Prohibiósele el verle, y del tenor de las órdenes se le dio a entender quedaba pendiente algún interés del Rey en las operaciones de este hombre. Se proveyó luego el arzobispado de Sevilla; se alzó el destierro al duque de Populi, y se le restituyeron sus empleos, y se puso en libertad a los duques de Veraguas y Nájera. Todo era haber desaprobado el Rey, mejor informado, lo que Alberoni había hecho. Este fue un nuevo ejemplar de los innumerables ministros de príncipes, que subieron y bajaron en todos tiempos, aunque éste quedaba en tal escalón con la púrpura, que nunca podía bajar mucho.

Habíanse retirado los franceses, donde sólo quedaban algunos regimientos acuartelados en tierras de España, y los presidios de los castillos que habían tomado; a su abrigo tomaron las armas contra el Rey más de dos mil catalanes que infestaban el país abierto; ocupaban los caminos y, siempre huyendo de las tropas del Rey, robaban y ejecutaban sus acostumbradas crueldades. Uno de los rebeldes que estaban en Italia, pasó con patente del Cristianísimo a ponerse a la cabeza de ellos. Las ciudades y las poblaciones no tuvieron parte en esta sublevación: todo era de gente baja y facinerosa, más pobre con la quietud, que por eso aborrecían. En ausencia del príncipe Pío mandaba el principado don Francisco Gastano de Aragón, teniente general; no habían aún vuelto de Navarra las tropas, y así duró este desorden hasta que se restituyó el príncipe Pío a Cataluña, que luego salió a campaña para recuperar la pérdida.

Iba por intendente de este ejército don José Patiño, al cual creían todos apeado de su autoridad, porque se la había dado demasiada Alberoni, y había sido el instrumento de sus principales operaciones; cargaban entonces sus enemigos contra Patiño, que los tenía muchos; acusábanle de la profusión de inmensos tesoros, y que, no habiendo despedido a tiempo la armada naval de Mecina, había sido la causa de haberse perdido; porque don Antonio Gastañeta, para disculparse, cargaba todo contra él, y se renovaban estas acusaciones ahora que le imaginaban caído. Nada de esto ignoraba el Rey, porque tenía cerca de sí quien se lo ponderaba; pero no quiso poner en juicio formal la materia hasta más indagación, y se mantenía con Patiño indiferente.

La ausencia del cardenal volvió a estrechar con el Rey al marqués de Grimaldo, por quien corrían los negocios de Estado, y otros los principales de la Monarquía. El Rey puso las dependencias regulares en los tribunales que tocaba, y dio más gratos oídos a la paz. Estaba todavía en Madrid el barón de Closter, y habían los Estados Generales de los Países Bajos obtenido de los aliados otro término de tres meses más, para que la España admitiese el tratado de Londres; y así, despacharon un extraordinario con una carta al rey Felipe, la más bien ponderada, para inclinarse a la paz. La respuesta, por no perder el método hasta aquí observado, toca al siguiente año, porque éste expiró sin que en el breve término que quedaba de él desde la salida del cardenal se pudiesen componer cosas tan grandes, aunque luego que éste dejó la España entraron los aliados en esperanza de que estaba concluida la guerra, porque contra ella fuertemente trabajaba en Madrid el duque de Parma, por medio de su ministro Anníbal Scotti; y el abad Dubois se entendía ya con el confesor del Rey Católico, para persuadirle la paz.

La quería el Rey ardientemente; pero no de aquella forma propuesta, y sin mejorar algún artículo, porque sentía mucho restituir la Cerdeña. Quería que al Emperador le costase la Sicilia dar un equivalente al duque de Saboya, y no sujetar feudatarios del Imperio los Estados de Toscana y Parma. Los aliados no querían mudar una letra de lo ya convenido entre ellos, y esto era lo que embarazaba al Rey Católico, combatido presentemente del dolor de haber muerto el infante don Felipe en 29 de noviembre, a los siete años cumplidos de su edad. De esto se tomaba pretexto para no admitir en España el padre Francisco de Castro, que ya se enderezaba a ella, porque era hechura de Alberoni y no quería el Rey mudar de confesor, como el cardenal alguna vez se lo había insinuado.

Castro llegó después a Alicante, pero no se le permitió pasar a Madrid, diciendo cesaba el motivo a que le llamaban, que era a ser maestro del infante don Felipe. Contra el cardenal tuvo el Rey nuevo y más grande motivo de indignación, porque, olvidado de sí mismo y de cuanto al Rey debía, escribió desde Francia una carta al duque Regente en que hablaba de él con poca veneración de aquel príncipe, usando de términos ofensivos a la Majestad, y para hacer más negra e indigna la operación quiso comprar la protección del Regente con ofrecer revelarle las personas que contra él se habían conjurado en Francia, y muchos secretos de la España importantes a su seguridad. El Regente despreció tan vil ofrecimiento, y todo llegó a noticia del Rey Católico: el modo se ignora.

Muchos creyeron había el Regente enviado copia de la carta al Rey; de esto no nos consta, pero sí de que al Rey daba esta razón más de indignación contra Alberoni, que negaba no haber tal carta escrito. No la hemos visto, pero sí alguna minuta de ella enviada de Francia, cuyo resumen también se vio en las cortes de París, Viena, Londres, y en muchas de Italia; y muchos fueron de parecer que esta carta fue mandada hacer y prohijada al cardenal, que siempre se ha mantenido con inclinación a los intereses de España.




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Año de 1720

A la carta que los Estados Generales escribieron al Rey Católico, como dijimos, se dio la más urbana y benigna respuesta en 4 de enero, para obligarlos a que se empeñasen con los aliados a admitir el proyecto de paz, que se envió al marqués Berreti, para presentarle a aquel Gobierno; estos eran sus artículos:

Que se restituirían a la España las plazas tomadas en Europa y en América.

Que se evacuaría la Sicilia, y las tropas españolas serían transportadas a gastos de los aliados, con armas, artillería y municiones a España.

Que restituirían todos los navíos y buques tomados en esta guerra, principalmente en la acción de 11 de agosto del año de 18, en los mares de Siracusa, y el navío del señor de Martinitz, que se había retirado a Brest con dinero y efectos de la España.

Que la cesión de Sicilia al Emperador sería con el derecho de reversión, como se había dado al duque de Saboya.

Que se restituiría Puerto Mahón y Gibraltar al Rey.

Que quedaría a España la Cerdeña y se restituirían las plazas de Orbitelo y Puerto Hércules.

Que los Estados de Toscana y Parma no estuviesen sujetos al Imperio como feudos.

Que la sucesión se extendería a las hembras, y que pasaría desde luego el infante don Carlos a Toscana, donde, ni en Parma, no había de haber presidio alguno.

Que se debiese solicitar la restitución de los Estados de Castro y Roncillón, que posee el Papa en perjuicio de la Casa de Farnés, porque en la investidura de Pablo III, en la erección de aquel ducado, las mujeres venían nombradas a la sucesión, en falta de varones, y aun los hijos naturales de la dicha Casa.

Que la dominación y el comercio de las Indias occidentales se debían arreglar según el tratado de Utrech.

Que el Rey Católico se reservaba en el Congreso otros puntos pertenecientes a los vasallos, y que nombraría sus plenipotenciarios cuando se hubiesen concordado en el lugar.

Los Estados Generales enviaron copia de este proyecto a París, donde los ministros de los aliados, en 19 de enero, tuvieron sobre esto una junta, y declararon habían visto con dolor estos artículos que destruían el tratado de Londres y París, que servían de basa inmutable a la paz, sin los cuales no se podía ejecutar, y declararon proseguirían en la guerra si expiraba el término dado al Rey Católico.

Los holandeses despacharon luego un expreso a Madrid, para que su ministro esforzase sus oficios a que el rey Felipe se conviniese. El conde Stanop envió también a Madrid al secretario Schaub. No se descuidó el Regente con el padre Daubanton, ni el marqués Anníbal Scotti con la Reina: y con el marqués de Grimaldo. Al fin, tantas persuasiones vencieron el ánimo del rey Felipe, que hizo un decreto en que, dando por motivo el bien público y la quietud de sus vasallos, adhería y aceptaba el Tratado, firmado primero en Londres en 2 de agosto de 1718, y después ratificado en París.

Este decreto y los poderes de plenipotenciario para formar solemnemente esta adhesión se enviaron al duque de Orleáns, a quien encargó su confianza el Rey Católico para cumplirle la palabra de interponerse a la ejecución de la restitución de Gibraltar y Puerto Mahón, porque se le había insinuado que había ofrecido el rey Jorge restituir la primera, y que se trataría del modo de recibir un equivalente por la segunda.

En esta resistencia que mostró el Rey Católico a la paz, hizo ver que no obraba por sí solo Alberoni en los movimientos pasados, y que su amo no estaba poco acalorado en los mismos; pero desde su allanamiento depuso el Regente su ira, viose satisfecho con la expulsión de Alberoni y con la entera confianza del rey Felipe, y así se puso de acuerdo con la España, ofreciendo sus más eficaces oficios para lo que deseaba. El marqués Berreti, con poderes del Rey Católico, firmó esta adhesión al referido tratado en El Haya, a los 17 de febrero, con los ministros de los aliados que allí sé hallaban: por el Emperador, el conde Leopoldo de Vium Disgratz; por la Francia, el señor Florián de Morville; por la Inglaterra, el conde de Cadogan. Estos artículos son los mismos que he le fueron propuestos; y referimos el año antecedente.

A esto se seguía la convocación del Congreso, pero se suscitaron muchas dificultades, y la mayor era la evacuación de la Sicilia y Cerdeña, porque los aliados querían por preliminares de la paz la ejecución del Tratado, y mientras esto se discurría nació otra mayor dificultad; que habiéndose hecho publicar la promesa de la Francia a la España sobre lo de Gibraltar, el Parlamento de Inglaterra no quería consentir a la restitución de esta plaza, aunque el rey Jorge se inclinaba a esto, o porque hubiese contraído alguna obligación con la palabra dada a la Francia, o porque conocía ser de poco útil y no de pequeño gasto aquella plaza a los ingleses, como ha mostrado la experiencia, contra las esperanzas que habían concebido cuando la ganaron.

El Cristianísimo, que tenía resuelto la demolición de las fortificaciones que habían ganado en Guipúzcoa y la Navarra baja, mandó suspenderla, aunque llegando con sus tropas el príncipe Pío a Cataluña a los primeros días de enero, iba avanzando para sacar a los franceses de la Gonza de Tremp, donde se hallaba con alguna gente el marqués de Voñas, y como éste era inferior en fuerzas se retiró a la Cerdeña, con más precipitación que era lícito a los que se gloriaban vencedores, y se incorporó con las tropas que mandaba el marqués de Firmancon, que se componían de once batallones, quinientos granaderos y dos mil quinientos veteranos, sacados de los presidios del Rosellón; añadíanse a éstos más de dos mil arcabuceros de campaña y miqueletes, los más rebeldes de su soberano, que, ya temiendo el rigor del príncipe Pío, se habían abrigado de las tropas de Francia.

Ocupaban éstos los caminos reales, pero los españoles pasaron, aunque trabajosamente por la mucha nieve, el que llaman coll de Queralt, y atacando los enemigos, los pusieron en confusión, retirándose hasta el cañón de Mont-Luis, y dejaron a los españoles toda la Cerdeña franca. Desde Puigcerdá se hizo un destacamento a cargo del teniente general don Tiberio Carrafa para atacar, dándose las manos con las tropas de Vich y Girona, los cuarteles que tenían los franceses en Ripoll, Camprodón y Aulot, que no aguardaron el combate y se retiraron a Francia. Luego el príncipe Pío pasó a Castel, ciudad ya de antemano bloqueada, y la noche del día 22 de enero abrió la trinchera contra la torre Blanca; dos días después capituló la guarnición, que era sólo de cincuenta hombres, y quedó prisionera de guerra. Quedaba el castillo, que a los 29 se rindió. Esto, aunque parece cosa de poca importancia, era de suma entidad para sosegar los rebeldes de Cataluña, a los cuales pudo después el príncipe Pío perseguir con mayor comodidad, bien que los cabos principales se pasaron a dominio del Rey Cristianísimo.

* * *

El cardenal Alberoni, desde Francia, tuvo forma para que en Génova sus amigos pidiesen una galera a la República que le trajese desde Antibo, de donde sin tocar en Génova pasó a Sestri de Levante, lugar del Genovesado; halló aquí cartas del duque de Parma en que se le insinuaba no entrase en aquel Estado, y lo propio hizo el Pontífice, y más le hizo presentar por los ministros del cardenal Lorenzo Fiesco, arzobispo de Génova, una carta del cardenal Pauluci, en que le ordenaba el Pontífice no valerse del breve que le había concedido, para que le pudiese cualquier obispo consagrar. Esto tiraba a que no querían las dos cortes de Roma y España que fuese obispo de Málaga, y se estudiaba en aquélla el modo cómo quitarle el obispado, pero, no le había sin que precediese cargo formal y sentencia.

Todas estas demostraciones pusieron en aviso al cardenal, y en la inteligencia de que no sólo había él enteramente caído de la gracia del Rey, pero que le hacían algunos cargos; y ya se reservaba más en la casa en que vivía, y por medio de sus confidentes envió secretamente a Génova lo más precioso que tenía en su poder y algunos papeles, de los cuales entregó al canónigo Bertamín de Plasencia, su grande amigo. Había tomado pasaporte del gobernador de Milán, conde de Colloredo, para pasar por dominios del Emperador el Estado del Papa, pero ya con estas disposiciones, que significaban armársele no conocidos riesgos, resolvió quedarse en Sestri.

El Rey Católico, que no había querido poner las manos en la púrpura y detenerle en sus reinos, mejor informado de las operaciones del cardenal, creyó no debían quedar muchos excesos sin castigo, y con acuerdo del duque de Parma pidió al Pontífice se asegurase de la persona del cardenal, y le envió materiales para construir el proceso; porque ni aun el informativo había querido el Rey empezar. El Pontífice se valió del cardenal José Renato Imperial, genovés, para que escribiese al Senado de Génova se arrestase la persona del cardenal Alberoni, y escribió al dicho Imperial un papel en que le decía que por las relevantísimas razones que a su tiempo se sabrían, importaba sumamente a la Iglesia, a la Santa Sede, al Sacro Colegio, y que aún se podía decir con verdad, a la religión católica y a la cristiana república, que luego se asegurasen de la persona del cardenal Alberoni, para hacerle inmediatamente pasar al castillo de San Ángel, y proceder contra él con aquellas resoluciones que fuesen justas, y añadió que mandase al padre Maineri, religioso de la Congregación de los Ministros Agonizantes, pasase luego a Génova con esta comisión, y entregase un Breve de Su Santidad sobre el propio asunto.

Ejecutólo puntualmente el cardenal Imperial, dándole oportunidad favorable para esto el que el actual dux de Génova era de su propia casa y su amigo, llamado Ambrosio Imperial, a quien, y al Gobierno, escribió una carta bien expresiva enviando copia del papel que le había escrito el Pontífice para que fuese el cardenal Alberoni arrestado y tenido en esta custodia, hasta que el Papa enviase por él. Con estos despachos llegó el día 24 de febrero el padre Maineri a Génova, y entregando luego al Dux sus cartas, éste juntó los colegios, aunque era día de fiesta, donde hubo reñida disputa, porque no le faltaban a Alberoni entre aquellos senadores algunos amigos. Por pluralidad de votos, viendo asegurar al Pontífice que esta prisión importaba a la religión católica, se mandó arrestar en la propia casa en que vivía en Sestri, poniéndole por guarda una compañía de soldados, con el coronel Mogavi siempre a la vista.

Este arresto de pareció al Gobierno provisional, porque no determinó entregar la persona del cardenal si no le constase ser reo convencido en materia de religión; por eso, respondiendo el Gobierno en carta del secretario Juan Vicente Ventura al cardenal Imperial, insinuó necesitaba saber individualmente los cargos que al cardenal se le hacían, para ver si era digno de ser entregado sin violar el derecho de la hospitalidad. El día 2 de marzo, el padre Maineri presentó al Dux copia del Breve pontificio, porque el original no le dio hasta el día 8, en que también llegó la respuesta del cardenal Imperial, que contenía lo mismo que el Breve. Se reducían los cargos a tres puntos:

Que había empleado el dinero de las bulas de la Santa Cruzada y otros subsidios eclesiásticos en guerra contra príncipes católicos. Que la había movido en tiempo que la tenía el Emperador contra el turco, causando tantos daños a la Europa y a la Italia; y que había, por particulares intereses, prohibido a los súbditos de España de tomar bulas de la Dataría de Roma por los beneficios que confería el Pontífice.

Y estos cargos, examinados por el Gobierno de Génova en la Junta del que llaman Concellato, parecieron insubsistentes y que no llenaban la expectativa y la gran máquina de delitos que habían concebido por la primera aserción del Pontífice en el papel escrito al cardenal Imperial y en el breve que entregó el padre Maineri; y creyendo no bastaban a violar el derecho de las gentes y el de la hospitalidad, habiéndose Alberoni como refugiado al Estado de la República, le pusieron en libertad, y escribiendo una carta al Pontífice muy reverente y obsequiosa en que narraba los motivos de esta resolución por no haber hallado en los que el Papa había significado bastante material a la infracción de las leyes y a las del derecho de las gentes y de la pública libertad, a la cual tenía el cardenal Alberoni derecho, una vez acogido a la soberanía de esta República, que por su propio decoro le debía observar el de la hospitalidad, que se le había concedido aun en atención a su sagrada púrpura.

No sólo con esta respuesta indignaron los genoveses al Pontífice, pero aún al Rey Católico. El marqués de San Felipe, su ministro en Génova, había hecho fuertes representaciones para que no se sacase al cardenal del arresto, porque tenía en ello interés su Soberano, y que se le entregasen cuantos papeles tenía en su poder el cardenal, pertenecientes al pasado Ministerio que ejerció en España. No le hicieron fuerza al Gobierno de Génova estas instancias, ya tenaz en su sistema, y respondieron con más pompa de palabras y afectado obsequio al Rey Católico que con ejecuciones; porque se le quitaron al cardenal las guardias, y se le insinuó saliese del Genovesado, porque no querían empeños con príncipes que se iban poco a poco declarando, porque a las instancias del Rey Católico se unieron las del Cristianísimo y británico, por medio de sus ministros que residían en Génova.

También escribió al Gobierno el rey Felipe un despacho bien expresivo; pero ni llegó a tiempo, ni los genoveses -muchos del partido de Alberoni- quisieron mudar dictamen; y tan precipitados fueron en quitarle la libertad como en dársela. Dieron por excusa al rey Felipe que le habían recibido porque venía con su pasaporte y de otros príncipes. Que no habían usado con él más que con otro cualquiera que se refugiaba a sus tierras, y que después que habían sabido, ya muy tarde, que estaba en desgracia del Rey, le habían mandado salir de ellas.

Alberoni, viéndose perseguido de todos, imploró patrocinio del Emperador, que no se lo quiso otorgar, aun ofreciendo aquél descubrirle secretos que le importaban; pero le toleró, sin darse por entendido de que se había refugiado el cardenal a algunos feudos de Lombardía, porque saliendo con gran secreto de Sestri, y enviando algunos criados suyos por otros parajes para engañar las conjeturas, pasó a uno de los feudos imperiales, abrigado de sus amigos y conocidos, que los tenía muchos en Lombardía; y de género se robó a los ojos y a la noticia del mundo, que raros sabían con certidumbre dónde se hallaba, y muchos creían que escondido en Génova.

El Rey Católico pidió a los genoveses satisfacción de esta que imaginaba ofensa o poca atención a una representación hecha en su nombre; y lo propio notaba el Pontífice, que se puso de acuerdo con el rey de España en vengarse de aquella República; ésta, para sincerarse, nombró enviado extraordinario a España a Francisco María Balbi, y se disponía de enviar otro gentilhombre sin carácter a Roma. Pero el cardenal Pauluci declaró, en nombre del Pontífice, que no sería admitido, como ni lo fue Balbi del Rey Católico, que mandó en sus fronteras y puertos de mar no se le permitiese entrar en sus reinos cuando ya estaba previniéndose a partir, y ordenó que su ministro en Génova esparciese esta noticia sin participarla de oficio, en lo que mostró el Rey benignidad, porque le quitó a Balbi el desdoro de retroceder.

El cardenal Alberoni, antes de salir de Sestri, escribió una carta al cardenal Pauluci en 20 de marzo, y al decano del Sacro Colegio, el cardenal Fulvio Atali, en que hablando con la mayor veneración del Sumo Pontífice, daba las disculpas a los cargos que no ignoraba se le hacían, creyendo que sólo eran los tres ya mencionados en el breve del Papa y carta del cardenal Imperial. Mostraba en el contexto de estas cartas, casi con evidencia, no haber sido autor de la guerra de Italia, antes haberla repugnado, y daba los motivos de todo lo que el Rey Católico había ordenado a sus súbditos contra la Dataría de Roma, excusándose de no haber tenido parte en esto y en cuanto se le acriminaba; y traía por testigos muchos ministros del rey de España, y a su confesor, el padre Daubanton.

También en estas cartas y otras que sacó después, sin poner el lugar en que estaba oculto, prevenía disculpas a los cargos que se le podían hacer, y revelaba muchos secretos de oficio, y los mandó imprimir; pero los crímenes que se le imputaban eran de más superior inspección, aunque no nos consta del fundamento que la acusación tenía o si todo era calumnias; cierto es que habiendo sido hecho inquisidor general de España el obispo de Barcelona, don Diego de Astorga, se le dio la comisión de formar el proceso informativo sobre Alberoni, cuyas culpas abultaba el vulgo de los españoles: más, la verdad, por odio que a su persona tenían.

El duque de Parma era el principal instrumento de todo lo que contra Alberoni se ejecutaba, y mantenía viva la indignación del rey Felipe, quien quisiera no haber contribuido a emplear tan mal la púrpura, como decía, o que le privasen ahora de ella. Esto mismo deseaba el Pontífice; pero el Sacro Colegio era casi abierto protector del cardenal, porque la hacía para semejantes casos causa propia; y así, en Roma no tenía verdadera persecución, como en España creían, ni había en quien emplearla, porque Alberoni se mantenía escondido sin que con certidumbre se penetrase dónde estaba, y cuando presumía que se podía transpirar, se mudaba a otro paraje, disfrazado en hábito de seglar, y con solo un criado, porque había entrado en la sospecha que le buscaba el rey Felipe para entregarle al Pontífice, y que el ministro de Génova hacía cuantas diligencias eran posibles para haberle a las manos.

En este suceso de Alberoni nos hemos ceñido a referir lo público, porque no nos es lícito revelar algo más secreto, ni son parte esencial de los COMENTARIOS los particulares acaecimientos de un mal individuo, aunque tanta figura haya hecho en España, porque de un hombre privado no se deben referir más operaciones ni mis lances que los que tienen relación e interés público o conexión con los príncipes.

* * *

Los alemanes, que estaban en Mecina resueltos a sacar del reino a los españoles, pasaron por mar a Trápana, y cuando el marqués de Lede con su ejército estaba en Alcamo, aquéllos se acamparon en Santa Ninfa. Todo era enderezarse a Palermo o a dar una batalla, porque Merci quería ganar la Sicilia antes que los españoles, en virtud del Tratado admitido por el Rey Católico, la dejasen; sin reparar que se le daba con certidumbre lo que buscaba con riesgo, y porque si perdía una acción general podían mudar las cosas de semblante, porque el Emperador tenía muchas cosas a que entender, y el rey de Inglaterra empezaba ya a estar impaciente que se le dilatase la investidura de Bremen y Werdem. Conocía que era arte de la corte de Viena para tenerle dependiente, y esto llevaba mal la soberbia de los ingleses. No estaba la Francia tampoco en estado de proseguir la guerra, porque un nuevo Banco Real, y el de la compañía de Mississipí, había recogido todo el dinero del reino con varios edictos, y por él daban Papeles de Banco que no tenían su curso, ni en él, para convertirlos en dinero, ni aún en el mercado y las tiendas.

Estos Arbitrios había inspirado al Regente un tal Lauus, inglés, que ha muchos años andaba por el mundo, porque no podía, por un homicidio, volver a su patria. Este era hombre de sublime ingenio y de la más profunda inteligencia en el negocio, pero de la voluntad más depravada, lleno de mala fe y de todo género de engaño. Los hombres más ricos se habían reducido a pobres en toda la Francia y, encadenados los inconvenientes uno con otro, eran imponderables la desolación, los lamentos y miserias de aquel reino. Esta narración ha menester más volúmenes que son estos COMENTARIOS, ni es de mi asunto escribir lo que en Francia pasaba si no tiene conexión con la España, y sólo lo hemos de paso tocado, para dar a ver la constitución del mundo y cuán vidrioso era dar aliento con una victoria al Rey Católico, para que dilatase evacuar a Sicilia.

Había dado al marqués de Lede facultad de hacer una suspensión de armas, por si ganando tiempo se pudiese abrir el Congreso de Paz antes que saliesen de aquel reino los españoles. El Emperador no quería tratar de ella si antes no evacuaban a Sicilia y Cerdeña, y no teniendo las órdenes generales de Lede y Merci, aunque se trató de ajuste y pasaron oficiales de una parte a otra, no quisieron los alemanes convenir en la suspensión de armas el día 7 de abril, y se movieron del campo de Santa Ninfa hacia Alcamo, donde estaban los españoles acampándose sólo tres leguas distantes. El marqués de Lede se mudó a Valguarnera, pero viendo que los enemigos por la derecha podían tomarle las espaldas y no era lugar de tener segura la subsistencia, marchó hasta Monreal.

Merci ocupó el campo de Alcamo, y cuando supo que los españoles entraban en Palermo, tomó su marcha, y el día 23 de abril bajó por la montaña vecina a la ciudad y se acampó en la llanura a tiro de cañón del ejército enemigo, con la izquierda a Monte Peregrino, que ocupó luego; a la derecha, la montaña llamada la Escala, de Carini. Los españoles tenían su derecha al fuerte del muelle de Palermo, y la izquierda, a boca de Falco, bien atrincherado el frente y ocupadas y fortificadas algunas casas. A este tiempo se hallaba con su escuadra el almirante Binghs, dada fondo al Escaro de Mondelo; tenía hasta cuarenta embarcaciones de transporte cargadas de artillería, municiones y víveres para el ejército alemán.

El día 26 destacó dos navíos de guerra y una balandra y cañones. Dos puestos que al pie de Monte Peregrino tenían con cien hombres ocupados los españoles a la marina, luego los desampararon con alguna pérdida. El día 29, al amanecer, los alemanes atacaron una casa al pie del monte, que ocupaban quinientos españoles muy avanzada de su línea. La noche antecedente había adelantado Merci seis batallones de dicho monte, y con el favor de las sombras pudieron ocupar las alturas de aquel puesto, desde las cuales, haciendo un gran fuego, se trabó una corta disputa; porque viendo los quinientos españoles que se movía el ejército contrario a sostener a los suyos, se retiraron hasta un reducto que había Lede mandado hacer, donde se formaron y mantuvieron batidos de cinco piezas de cañón de campaña.

Merci mandó atacarlos de los granaderos, sostenidos de otra infantería, y aquella aunque pequeña acción, fue bien ejecutada por una y otra parte; pero, al fin, fueron los alemanes rechazados con pérdida, porque no era fácil romper el reducto. Intentaba Merci apoderarse de los puestos que tenían ocupados los españoles enfrente de su línea, para tomar después el muelle, pero ganando el reducto mudó de idea y se volvió a acampar más cerca del enemigo.

El día 30 se empezaron a cañonear los ejércitos; trabóse alguna escaramuza, en que se retiraron escarmentados los coraceros de la guardia de Merci, y ya se movían las alas de las líneas para acometer, cuando en una faluca despachada de Génova llegó al marqués de Lede orden de su amo de cesar toda hostilidad y evacuar los reinos de Sicilia y Cerdeña. Diósele para esto poder amplio con su instrucción, y luego avisó al general Merci, que ya estaba puesto en batalla. Pareció un milagro de la Providencia evitar tanto estrago, porque hubiera sido una de las batallas más crueles de esta guerra, según las disposiciones de los ánimos, ya enconados, y ambiciosos de la mundana gloria. Eran las fuerzas iguales, y se peleaba a vista de la capital, creyendo cada uno que en aquel día se decidiría tan dilatada cuestión. Los palermitanos hacían desde las murallas plegarias y rogativas por los españoles, aguardando la batalla: cuando vieron retirarse las tropas y se publicó la causa, no hubo demostración de queja y dolor que no hiciesen.

Los generales se juntaron para tratar del modo de la evacuación de los reinos, y se concordó en veintiocho artículos. Era la suma de ellos una suspensión de armas por mar y tierra, hasta que llegasen tropas de España.

Que evacuarían a Palermo las tropas españolas dentro de cinco días, con todos sus fuertes, y que marcharían los españoles a Termini conservando aquella plaza hasta la entera evacuación, y el confín de ella, ocupando los lugares de Bautina, Veintimilla, Giminia, Montemayor, Caltabuturo, Petralia, Vicari, Polici, la Rochela, Rocapelamo y Cacamo, y que a medida que se embarcarían las tropas se irían evacuando estas aldeas.

Que los enfermos y heridos, con sus médicos, cirujanos y asistentes, quedarían, hasta curarse, en los hospitales en que se hallaban, con una guardia de veinte hombres españoles, dándoles lo necesario por su dinero.

Que podían quedar en Palermo los ministros de la Intendencia, comisarios de Guerra, tesoreros y contadores, hasta ajustar sus cuentas y dar providencia al embarco.

Que cualquiera que sirviese en el ejército español pudiese sacar sus familias y bienes muebles de aquel reino.

Que sus almacenes de víveres quedasen por los españoles.

Que las tropas que estaban divididas por el reino tuviesen libre pasaje y alojamiento en la marcha para embarcarse.

Que evacuado Palermo, se retirarían las tropas de Girgenti.

Que lo propio harían las de Augusta con sus armas, pertrechos y municiones de guerra, las que bloqueaban a Siracusa y estaban en otras partes del reino.

Que las tropas españolas debían ser conducidas a las costas de España con sus armas, caballos y bagajes.

Que cualquiera que quisiese seguir el partido del Rey, pudiese salir del reino.

Que se le darían transportes bastantes para las tropas, pagándoles el Rey Católico, y escolta de navíos ingleses, según el número a que conviniese el general Binghs.

Que se embarcarían las tropas en dos o tres partidas, poniendo el número a proporción del bastimento.

Que los españoles se llevarían los cañones, morteros, armas y cuantos pertrechos de guerra habían traído, dejando los que en el reino habían hallado.

Que los navíos y galeras que del Rey Católico se hallasen en los puertos de aquel reino pudiesen libremente salir.

Que se restituirían de una parte a otra los prisioneros.

Que se daría seis meses de término a cualquiera que quisiese vender sus efectos para seguir el partido del Rey Católico.

Estos eran los principales puntos, más extendidos y con cláusulas que quitasen todas las dudas. Fueron firmados estos capítulos del general Merci, marqués de Lede y el almirante Binghs. Por el reino de Cerdeña se concordó en veinticuatro artículos la evacuación; casi eran del mismo tenor, y en artículo separado ofreció el plenipotenciario del Emperador dejaría a aquel reino, en común y en particular, todos sus privilegios; y aunque la cesión fue hecha al Emperador, se declaraba la condición de haberle de ceder al duque de Saboya. Con efecto pasó a Cerdeña, para recibir el reino el comisario imperial don José de Médicis, príncipe de Otayano, a quien se entregó en virtud de estos capítulos y de la orden que tenía del Rey, don Gonzalo de Chacón; y aquél barón de S. Remi, que tomó posesión por el duque de Saboya y se quedó el virrey y capitán general. Las tropas españolas que allí estaban pasaron luego a España; lo propio hicieron las de Sicilia, que por todo agosto ya estaban en Barcelona. Salieron de este reino veinte mil hombres de buenas tropas; cuatro mil, de Cerdeña. Este fin tuvo tan costosa expedición.

* * *

Luego se trató, entre las potencias que habían de concurrir a la paz, de elegir el lugar del Congreso. Quedaron de acuerdo en que fuese Cambray; pero aún no se habían nombrado plenipotenciarios para él, porque querían los príncipes tenerlo todo ajustado, y aún permanecían las mayores dificultades; ni el Emperador, después de poseída la Sicilia, quería la paz, por no ceder con más solemnidad los derechos de la Monarquía de España, y por el recelo que los príncipes todos en el Congreso le limitasen el poder sobre la Italia, porque los soberanos de ella hacían secretas instancias sobre que se pusiese en esto remedio, pues de otra manera era dejarlos esclavos.

El rey Jorge quería deslindar algunas dependencias con el Emperador antes de entrar en el Congreso, para estar más libre, como decía, a hacer justicia. La corte de Viena las quería tener indecisas, para tener dependiente al rey de Inglaterra, y estas políticas dilataban la paz. La Francia no tenía interés en diferirla, pero no la apresuraba porque el Regente no podía perfeccionar sus ideas.

Sólo el rey de España instaba para la conclusión de la paz, porque, de su parte, había ejecutado cuanto había ofrecido; pero creían era todo afectación, porque estaban los españoles formando un grande armamento en Cádiz y las costas de Andalucía, adonde mandó el Rey Católico pasar las tropas que tenía en España, reemplazándolas de las que de Sicilia iban llegando.

Preveníanse naves bajo el mando del jefe de escuadra don Carlos Grillo, que había sido declarado teniente general, y galeras bajo el de don José de los Ríos, con otros muchos barcos de transporte, y se conducían a Cádiz cañones, armas, pertrechos y gran cantidad de víveres. Esto tuvo en nueva expectación a la Europa. Era digno de admiración que sin descansar un instante, no evacuado todavía el reino de Sicilia, entrase el rey Felipe en nuevas ideas que dieron recelo a la Francia, Inglaterra y Portugal. Y aquí se volvieron a desengañar otra vez de que el genio del Rey Católico, tan inclinado a la guerra, no tenía necesidad de quien se la aconsejase, si la juzgaba justa, y que no pararía hasta recuperar lo que era suyo.

Con estos recelos, determinaron los aliados no adelantar los pasos a la paz hasta que se viese el designio de los españoles, porque la fama abultaba el armamento, aún, al parecer, mayor que el que se hizo para Sicilia. Era entretenimiento oír delirar los mejores políticos, y pretexto de precaución adelantarse los temores a exceso indigno. Dudaban los ingleses de otra conspiración contra el reino, hecha en Roma a impulsos del Pontífice, y más estando ya próximo a tener sucesión el rey Jacobo Stuard, porque estaba la Reina en cinta. Y no carecía Londres de alguna confusión por las variedades de las acciones del Banco de Mardelstr, que habiéndose aumentado a precio jamás visto, bajaron al más ínfimo, con notable perjuicio de infinitos que habían perdido allí sus caudales, engañados.

Había pasado el rey Jorge a Hannover, para componer privadas diferencias con los príncipes de Alemania y del Norte, y se creía dilataba con arte la vuelta de Londres, hasta que cesase aquella confusión, y esperaba ver el paradero de las armadas de España que estaban en movimiento. Despacharon varios correos a Gibraltar y Mahón; reforzáronse las guarniciones y se abastecieron las plazas. Esto lo dispuso la regencia de Londres, aún ausente el Rey, porque sus enemigos esparcieron con artificio que se entendía con el rey Felipe, y se dejaría perder a Gibraltar para salir con aire de la palabra dada al regente de Francia.

El rey de Portugal, aunque asegurado del ministro de España que no era contra sus Estados el nuevo armamento, insensiblemente abasteció de todo lo necesario sus plazas fronteras, y no ignoraba por menor el número de tropas, de las cuales poco antes había pasado reseña. El duque Regente, que contra sí tenía la Francia toda por lo aniquilado del comercio, el universal retiro del dinero a las reales arcas y Banco, también admitió la sospecha que pudiese la España otra vez intentar la sublevación de la Francia, viéndola turbada, sin medios y abatida; y aunque don Patricio Laules, que hacía los negocios del Rey Católico en París se esforzaba a sosegar los recelos del Gobierno, se fingían olvidados; pero permanecían en el corazón del duque que, ya empeñado en su despotismo, hacía las mayores demostraciones para que no le creyesen temeroso.

Desterró a todo el Parlamento de París a Pontuiso; quitó muchos empleos, y haciendo acercar tropas a la corte, se mantenía en su dictamen, más apoyado de las armas que de la razón, porque quería obligar al Parlamento a firmar un nuevo edicto que sobre la bula Unigenitus se había hecho, después de tantos rumores que costó aquella pontificia constitución, mal admitida de los franceses y rechazada de los más como vulnerativa de los privilegios de la Iglesia galicana, o porque vivía aquel disfrazado jansenismo que no pudo apagar el vigilante celo de Luis XIV.

Viendo estos recelos de la Europa el Rey Católico, que turbaban la paz general, estuvo precisado a declarar, con un papel del marqués de Grimaldo al ministro de Inglaterra que residía en Madrid, que no se movían aquellas armas contra su Soberano ni príncipe alguno de los de la Cuádruple Alianza. Ni esto quitó la aprensión, y no se adelantaba la paz ni se nombraban plenipotenciarios, aunque el Rey Católico había ya nombrado a don Francisco de Benavides, conde de San Esteban del Puerto, y al marqués Berreti.

Después nombró el Emperador al conde de Vium Disgratz y al barón de Penteriter; el Cristianísimo, al señor de S. Conster y al señor de Morville; la Inglaterra, a milord Certeced y milord Pobort, sin que ninguno de los plenipotenciarios de los demás príncipes se moviesen. Llegaron a las cercanías de Cambray los del Rey Católico, para desengañar al mundo cuán de buena fe trataba la paz, aunque veían prevenía sus armas para nueva expedición.

Haberse unido las cortes de Roma y España contra el cardenal Alberoni de ellas la buena inteligencia, a que cooperaba no poco el duque de Parma, que dando el Pontífice esperanzas de mejor ajuste, se resolvió a enviar a España nuncio al arzobispo de Rodas, monseñor Aldrobandini, llamándole de la nunciatura de Venecia. Este era florentín, y muy afecto a la Casa de Parma, con la cual familia Aldrobandini, ilustre en Toscana, había tenido antigua inclusión. No se había la España olvidado del cardenal Alberoni ni de la desatención de que cargaban a los genoveses, contra los cuales clamaba a España el Pontífice de que había quedado desairado, por tomar el empeño del Rey contra Alberoni. El Gobierno de Génova creía haber cumplido con ambos príncipes con quererles enviar el ministro, que no admitieron, y aunque habían hecho muchas diligencias para que el rey Felipe dejase entrar en sus reinos a Francisco María Balbi, viendo la constante repugnancia del Rey se aquietaron, creyendo haber hecho cuanto cabía en lo posible, porque para componerse con la España se valieron del duque de Parma, enviando privadamente a Plasencia a Juan Bautista Morando, que, aunque no trató inmediatamente con el Duque, por medio del conde Ignacio Roca, muy favorecido del Duque, tuvo poco favorable respuesta, porque se excusó éste de entrar en interposiciones con el rey de España, justamente indignado contra el Gobierno con la dilación de siete meses.

Creyeron muchos ya apagada esta centella; pero el Rey Católico ordenó a su ministro de Génova hiciese, en los términos más fuertes, nueva instancia para que le diesen los genoveses satisfacción de la libertad concedida a Alberoni, y la diesen también al Sumo Pontífice, sin la cual no admitiría el Rey alguna. Esta instancia, para parecer más expresiva, la hizo el ministro por escrito, con términos muy aprovechados del Pontífice, y resultó que luego los genoveses hicieron pasar a Roma ministro extraordinario con carácter de enviado a Constantin Balbi, exponiéndose a que no fuese admitido. Esto vendieron por obsequio al Rey Católico, y que se le había dado carácter, porque el primero que quisieron enviar había de ir sin él. Al Rey respondieron con palabras de mayor veneración, pero sólo palabras porque nada resolvieron; repetían las ya muchas veces oídas excusas, y volvieron a pedir fuese admitido (para sincerarse) el nombrado ministro a la España.

Con esto, y con haber determinado tentar otra vez la interposición del duque de Parma, imaginaron no tener más que hacer. Alberoni, desde su retiro, nada ignoraba; volvió a escribir al cardenal Pauluci, sin declarar el lugar, quejándose le trataban como al más vil y facineroso reo, y que ni le era lícito publicar dónde estaba, porque se le insidiaba la vida, y que el duque de Parma hacía las más exactas diligencias para prenderle y entregarle, por lo cual suponía habían pasado a conferir con el duque algunos oficiales del rey Felipe desde Longón. Creía el cardenal que el confesor del Rey avivaba esta llama, y era aprensión, porque la modestia y rectitud del padre Daubanton no era capaz de venganza, aunque inspirase en el Rey las más justas reflexiones. Cierto es que se adelantó su autoridad de género que creían los españoles que tenían la mayor parte en el gobierno los jesuitas, y se atribuyó al confesor la resolución de enviar tropas a África.

* * *

Estaba Ceuta veintiséis años había sitiada de tropas del Rey de Marruecos, y aunque la impericia de los moros no nada había adelantado contra la plaza, habiendo ya pasado a servir a los infieles algunos franceses, hugonotes, ingenieros y oficiales, fortificaron de género las trincheras y los aproches, que estaba más apretada la plaza y más imposibilitada de hacer ventajosas surtidas. Su ejército se componía de más de veinte mil hombres, aguerridos con la escuela de sitio tan dilatado, aunque pocas funciones habían tenido en los veintiséis años, pues a fuerza de minas los hacían volar y apartar de los españoles.

Con la última conducta de tropas de Sicilia llegó el marqués de Lede a Barcelona, y llamándole luego a la corte, fue creado Grande de España de segunda clase. Se le aprobó con esto cuanto en Sicilia había hecho, y más con haberle nombrado capitán general para la expedición de África, para la cual se juntaban tropas en Málaga, Cádiz y Tarifa; pero ningún cuerpo de los que de Sicilia habían venido, para dejarlos descansar, y ejercitar los que en España habían quedado.

Muchos de los oficiales generales fueron nombrados también a esta empresa, porque eran de la satisfacción de Lede. Habíase justificado de algunas imposturas y calumnias don José Patiño, y llamado a la corte, se le reintegró en la Intendencia General de Marina, limitándole a este empleo la autoridad; y viendo lentas las prevenciones para la expedición, que ninguno la tenía mejor que Patiño, se le ordenó pasase a Cádiz. Con esto se pudo poner en varias conductas a la vela el ejército, embarcado en distintos parajes a últimos de octubre, y escoltado de la escuadra de naves que mandaba don Carlos Grillo, de las galeras del cargo de don José de los Ríos, y de otras tres naves de la religión de San Juan, a las cuales pidió el Rey le sirviesen en este paraje hasta el desembarco, como lo ejecutaron, dándoles el Rey provisiones por el tiempo que se podían entretener.

Estaba Ceuta sitiada desde el año de 1694 que la embistió el bajá Alí Beneb Dalat con cuarenta mil moros; este sitio le hacía el marrueco no sólo para quitarse el embarazo de aquella plaza, pero para entretener y entregar al peligro algunos moros mal afectos y parciales de su hijo, con quien había tenido guerras civiles. Aquel campo le destinaba más para suplicio que para teatro de gloria, porque nada adelantaron los sitiadores en veintiséis años, en cuyo espacio de tiempo habían muerto más de cien mil moros.

Como era la idea del rey de Marruecos no sólo militar, sino política, resolvió no dejar la empresa, y tanto se fortificaron en ella los sitiadores, que a las faldas del monte que llaman Bullones fabricaron casas para los principales jefes, a proporción de su grado, y plantando el campo tras de las trincheras, en una lengua de tierra bañada de una y otra parte de las aguas del mar, habían plantado huertas y sembraban en los vecinos campos cuanto cubría su cañón y su ejército, de forma que habían hecho una población acomodada para el sitio tan dilatado; las trincheras estaban con su foso y reductos, y fabricada parte de ellas de las ruinas de la antigua Ceuta, muy extendida en su izquierda al mar, y la derecha, al monte.

Ocupaban la lengua de tierra de mar a mar, donde habían tirado cuatro paralelas con comunicación de una a otra en lo más angosto, frente de la plaza, porque era la lengua el paso para tierra. Adentro tenían piezas de cañón, y más era una fortificación contra Ceuta para embarazar las salidas, que verdadero sitio, porque nunca habían batido en brecha. Por el mar la entraban a la plaza continuos socorros de gente, municiones y víveres. Esto costaba mucho al Rey Católico, y determiné hacer levantar el sitio, observando después las disposiciones del país, para meditar los progresos que se debían hacer o retirar las tropas. A 14 de noviembre estaban ya todas desembarcadas en Ceuta, con algunos días de descanso; esta noche se mandó a don José de los Ríos hiciese fuego por la mañana sobre la siniestra de los moros y por sus espaldas, fingiendo con lanchas un desembarco para distraerlos.

Había mandado el marqués de Lede hacer algunas bocas en el camino encubierto para que por ellas y las puertas pudiese a un tiempo salir el ejército hasta los ataques del enemigo, dividiendo las tropas en varias partes. El día 15, al amanecer, salieron éstas en cuatro columnas de a seis y siete batallones cada una, uniéndose a los que estaban en la plaza, porque las que de España habían pasado nuevamente no excedían de dieciséis mil hombres; precedían los granaderos y muchos gastadores, para arruinar las trincheras, porque prontamente pudiese la infantería penetrar al campo enemigo, el cual estaba de sus mismas trincheras cubierto, sin que se pudiese por otra parte atacir, porque éstas ocupaban ambas orillas del mar; cada columna tenía un cuerpo de caballería por retaguardia a la derecha.

Con un tiro de cañón se dio la señal, y empezó a disparar don José de los Ríos, ejecutando con acierto lo que se le había mandado. Esto desordenó los moros, acometidos con tanto ímpetu de los españoles en sus atrincheramientos, que fueron puestos en la mayor confusión; defendiéronse poco, cargando sobre ellos tanta gente, y de paralela en paralela se retiraron hasta unirse a su campo, donde había hasta unos veinte mil hombres.

Vencidas y penetradas las trincheras, se puso de la otra parte en batalla el ejército español cuanto permitía la estrechez del lugar. También la frente del campo estaba fuerte con fosos y cortaduras; pero los españoles las fueron a poco venciendo, y de altura en altura hacían retroceder a los moros, que se resistían y peleaban con bravura, sostenidos de dos mil negros de la guardia del rey de Marruecos, que llevaron el peso de la batalla, y hacían frente mientras se retiraban los muertos y heridos; y por esta razón no se pudo saber a punto fijo su número.

Duró la acción cuatro horas, hasta que se pusieron los infieles en precipitada fuga, parte por el camino que va a Tetuán, y otros por el de Tánger, donde tenían otro pequeño campo de caballería, del cual se tomaron las tiendas. Lo escabroso del terreno no permitió cortar a los que huían, y así se quedó el ejército en aquel campo, donde halló veintinueve piezas de cañón, cuatro morteros, mucha cantidad de víveres y municiones y se tomaron cuatro estandartes y una bandera. Del ejército español quedaron muertos algunos oficiales y más de cien hombres; doble número hubo de heridos, entre los cuales, gravemente en la cara, el caballero de Lede, y en un lado, el mariscal don Carlos de Arizaga. Algunos oficiales y soldados moros quedaron prisioneros; los muertos que se hallaron en el campo no llegaban a quinientos; se demolieron luego sus fuertes y atrincheramientos, y se logró hacer levantar un sitio tan prolijo y molesto.

El Rey Católico presentó en persona tres estandartes a la Virgen de Atocha; uno envió con expreso al Pontífice, y le escribió una carta muy obsequiosa y reverente. Los ingleses empezaron luego a tener recelos por su comercio, si se apoderaba el Rey Católico de las costas de África en el Estrecho, y ya discurrían el modo cómo atajar las ideas del rey Felipe, si acaso tenía otra más que libertar la plaza, no siendo ni habiendo sido en todos tiempos menos perjudiciales a las conquistas de la Iglesia los herejes que los gentiles y mahometanos.

En este año se encendió un ejecutivo y rigoroso contagio en la Provenza; empezó por Marsella, adonde trajo mercaderías infectas una nave francesa que venía de Esmirna y Alejandría; cogió aquella ciudad extenuada, sin víveres ni dinero, y la pobreza ayudó al estrago, porque murieron más de sesenta mil personas; se extendió después a Aix y otros lugares, hasta veinte y seis poblaciones. Enviáronse tropas a guardar el Ródano, y el duque de Saboya hizo lo propio en el Varo. Antes de fenecer este año pasaban los muertos de cien mil.




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Año de 1721

Después de la accesión del Rey Católico a la Cuádruple Alianza y evacuación de Sicilia y Cerdeña, nada parece que faltaba a la paz, porque no había guerra; pero estaba aquélla muy lejos, pendientes aún muchas diferencias no sólo entre el Emperador y el Rey Católico, sino entre éste y la Inglaterra, y aun con la Francia, que dilataba entregar las plazas de Fuenterrabía y San Sebastián, de las cuales no se había hecho mención alguna en los últimos tratados, pretendiendo tres potencias grandes a porfía destruir la España, con máscara de la pública utilidad. Todos iban a perficionar sus ideas antes de la paz, y conociéndose necesarios para ella, y aun garantes, en cuanto recíprocamente se habían de ofrecer al Emperador y el rey Felipe, la Francia y la Inglaterra no querían soltar la usurpada tijera de la mano, porque sobre darles mayor autoridad, esperaban algún útil de la dilación.

El rey de Inglaterra no había aún conseguido las investiduras del ducado de Bremen y Werden en la forma que les deseaba, y el Emperador le hacía penar, para tenerle asido a su favor en las controversias que sabía se habían de suscitar cuando diese la Toscana al infante de Castilla don Carlos, según lo estipulado; con que deseando estos dos príncipes, el Emperador y el inglés, fenecer cada uno antes sus dependencias, ninguna se concluía, y con pelillos y reparos insustanciales se dilataban las recíprocas renuncias de Emperador a la España y del Rey Católico a lo que el Emperador poseía en la Italia y Flandes; porque este negocio se trataba en Londres con los ministros de las potencias interesadas, y había el rey de España a este efecto enviado a aquella corte, sin carácter, pero con credenciales, al teniente general don Jacinto Pozo Bueno, gobernador de Pamplona.

El duque de Orleáns regente de la Francia, que se gobernaba por los dictámenes del abad Dubois, generalmente adverso a la España, no perdiendo de vista sus antiguas ideas y expectativa a la Corona de Francia si muriese Luis XV, no quería descontentar al Emperador, y estaba tan de acuerdo con la Inglaterra, que se tenían mutuamente ofrecido dilatar el Congreso cuanto a cada uno de ellos conviniese; y más, que el duque, viendo tan favorable oportunidad de casar bien sus hijas, las princesas de Montpensier y Baujolais, había muy de lejos, por el padre Daubanton, confesor del rey de España, escudriñado si tendría buen éxito su proposición, queriendo dar una al príncipe de Asturias y otra al infante don Carlos, y que, en trueque, tomaría para el rey de Francia la infanta de España.

Esta idea, muy a sus principios, fue con gran secreto comunicada al marqués de Grimaldo, secretario del Despacho Universal de Estado, y ministro de la mayor confianza del Rey. Hacía negocio, con el misterio de secreto, el duque de Orleáns; y queriendo exagerar conveniente el tratado para la España, fingía recelos que le turbarían la Inglaterra y el Emperador si lo penetraban; y mientras las respuestas no venían decisivas, ni entregaba las plazas que de la España tenía, ni enviaba sus plenipotenciarios al Congreso, aun habiendo más de seis meses llegado a las vecindades de Cambray el conde de San Esteban y el marqués Berreti, plenipotenciario del Rey Católico, que tenían sonrojo de estar en Cambray solos, debiendo acudir antes a recibirlos los de Francia, por celebrarse el Congreso en su reino; y aunque se disponía a partir el señor de S. Conster, nunca llegaba este caso, y estaban muy remotos del viaje los de Inglaterra y Alemania.

El pretexto de la dilación era que todavía no se habían recíprocamente entregado los actos de las mencionadas renuncias, que era el fundamento de la paz, y de usar en el Congreso los títulos y dictados que a cada uno de los príncipes pertenecían, porque el Emperador no quería soltar el de Católico, con pretexto que poseía parte de la Monarquía de España, y había ya reconocido Rey de ella al rey Felipe (que así le llamaban los imperiales por no decir Católico). Tenaces sutilezas del amor propio y de la soberanía, porque no creían los príncipes que los títulos y dictados dan derecho más del que pueden dar las armas, sino porque los lisonjea tan prolija pompa de voces que les abulta la majestad; común delirio de los mortales que, no satisfechos de ser mucho, quieren ser lo que no son.

No descuidaban en Inglaterra y París de imponer en lo que les importaba al duque de Parma, porque influyese en lo que proponían, y le ofrecieron firme patrocinio contra las violencias que usaba el Emperador en Italia, y el gobierno de Milán en los Estados del Duque sobre los límites del Po, y paso de tropas a la Lunegiana y Masa, que presidiaba el Emperador con gran cuidado. El duque de Parma, hombre prudentísimo, fingía, abstracción de la España y de su Gobierno, aunque influyese en la Reina lo que convenía para su quietud, y que el principal objeto había de ser sólo perficionar la obra de asegurar la Toscana para su hijo primogénito. A vueltas de esto, algo se quería introducir fuera de su oficio el marqués Anníbal Scotti; y aunque ya había en el Palacio muchos parmesanos, el Gobierno permaneció, después de echado Alberoni, sólo en el Rey.

Enviábanse algunas particulares consultas al presidente de Castilla, don Luis de Mirabal, y al comisario general de la Cruzada, don Francisco Antonio Ramírez de la Piscina; pero lo más esencial pasaba por el padre Guillermo Daubanton y el marqués de Grimaldo, y más después que había caído de la gracia y del empleo don Miguel Fernández Durán, marqués de Tolosa, el cual, por la inclusión que tenía con la casa de don Juan Prieto, con cuya hermana, viuda del marqués de Gallegos, había casado Tolosa, se juzgó interesado en el asiento de víveres para el ejército de África, donde, por ser de mala calidad, habían perecido más de cuatro mil soldados, y al retirarse las tropas se llenaron de enfermos todos los hospitales de Andalucía, de género que se temió alguna infección. Tomó el Rey rigurosa cuenta de los autores de esta desgracia, y las casas de Prieto y Gallegos padecieron una multa considerable; otros oficiales e intendentes pasaron por riguroso examen; se formó el proceso y se quitaron muchos empleos.

No era reo de esta maldad el marqués de Tolosa, pero se le probó entraba en el asiento como partícipe, cosa muy opuesta a su ministerio de secretario del Despacho Universal de Guerra y Marina, cuyos empleos confirieron: el de Guerra a don Baltasar Patiño, marqués de Castelar, hombre en esta materia inteligentísimo, y el de Marina a don Andrés Pez, presidente de Indias. Poco después murió Tolosa de pesadumbre, o de tósigo, como dijeron muchos.

El Rey había defendido mucho al marqués de Tolosa en tiempo de Alberoni, y esto le confirmó en una natural desconfianza, habiendo padecido tantos engaños. Retardaba, escrupulizando, el despacho, y manteniéndose casi siempre fuera de Madrid; no faltaban quejosos, ni en el aula celos del mundo, porque Grimaldo no dejó tomar pie en la gracia y entera confianza del Rey a Castelar, aun con el apoyo de la Reina, porque verdaderamente el ánimo del Rey era a Grimaldo, propenso por su blandura, sinceridad e indiferencia, estudiando no apoyar su dictamen en las consultas que subía al Despacho, sino muy instado del Rey, y aun mandado, diciendo que siempre el dictamen del Rey había visto ser el más acertado y prudente.

Este desinterés y demudez de afectos aprobaba el Rey, y por oírle de oficio y que diese su parecer, le creó consejero de Estado con retención de la secretaría que administraba. Esto explicó el favor sobre los demás secretarios, y cesó en parte la política guerra, no pareciéndoles a los envidiosos oportuna. El mantenerse en la aceptación del Rey el padre Daubanton y el marqués de Grimaldo ponían siempre de peor calidad la fortuna del cardenal Alberoni, que aún vivía como sepultado en unas casas de campo de los feudos imperiales puestos entre el Estado de Milán y el de Génova. No le faltaban ocultos protectores, y no ignoraba la corte de Viena dónde se hallaba, pero se daba por desentendida, sabiendo que el Rey Católico y el Papa deseaban mucho haberle a las manos, y esto le hacía recelar que les importaba, y así le toleró en aquellos feudos, aun no siendo Alberoni acepto al Emperador.

El pontífice Clemente XI conservaba tan tenazmente su indignación, que quería quitarle el capelo; pero los cargos que se le fulminaban en España no eran bastantes para tan ruidoso castigo; se le pretendía probar que había subrepticiamente y con engaño como arrancado el capelo de manos de Su Santidad; pero esta prueba era sumamente difícil, porque habían precedido empeños del Rey y la Reina, y es cierto que destinaba contra el turco las fuerzas que contra Cerdeña se emplearon, a no haber el Emperador, con la intempestiva prisión de don José Molines, provocado al rey Felipe a la guerra.

Querían hacerle cargo de que había enviado ministros a la Puerta Otomana, y suponían que el coronel Boisiniene, francés, a quien envió a Ragotzi; y habiendo éste a la vuelta pasado por Génova, el marqués de San Felipe, ministro de España, por haber sus papeles y su persona, con agasajo y dinero le persuadió que fuese a Madrid, e hizo que se le juntase por camarada un oficial del Rey para que no le perdiese de vista; pero los papeles de Boisiniene no contenían más que el despacho de enviado a Ragotzi y una instrucción muy regular ofreciendo a aquel príncipe dinero para ayudar a recobrar la Transilvania de manos del Emperador, y alentar los rebeldes de Hungría; lícitos ardides de la guerra, o los ha hecho lícitos el ser en todo comunes, porque todos los practican, aunque fuese indiscretamente a favor del turco; y por Alberoni se traía ejemplo de haber mandado Gregorio IX a los templarios, caballeros hierosolimitanos y prelados de Oriente no obedeciesen al emperador Ferdinando III cuando pasó a la conquista de Jerusalén, porque estaba el Pontífice mal con el Emperador, le había excomulgado y movido guerra en la Pulla, mientras estaba empleado en la Suria contra Saladino, distrayéndole de obra tan santa aún después de haber recobrado el Santo Sepulcro.

Así tratan a veces los príncipes sus intereses de Estado, posponiendo a todo; con que ni el Rey Católico ni Alberoni faltaban a la religión, como querían suponer en Roma, por haber enviado un ministro al príncipe Ragotzi, católico, que es lo que se le respondió a un manifiesto que sacó el Emperador sobre este asunto. Y por lo que mira al Papa, oí asegurar a Boisiniene haber estado primero en Roma y dado noticia a Su Santidad de la comisión que llevaba al príncipe Ragotzi para divertir las armas del Emperador. De qué sentir fuese el Papa no lo podemos decir; lo cierto es que no querían al alemán en Italia, porque dicen de su caballo que se parece al del turco, que no nace hierba donde pisa. Ninguna de estas ideas produjo más efecto que formar aparente causa a Alberoni, que la juzgó insustancial la Junta de Cardenales deputada a este efecto; pero no se atrevían a absolverle porque estaban contra él empeñados el Rey y el Pontífice, y con mucho disimulo el duque de Orleáns, que nunca le perdonó el insolente trato que contra él había usado cuando mandaba la España.

* * *

Entre sus mayores persecuciones y desde sus ocultos retiros, volvió Alberoni a salir a la luz del mundo cuando menos lo esperaba, porque a 19 de marzo murió el Sumo Pontífice Clemente XI, habiendo gobernado la Silla Apostólica veinte años; varón ajustado y ajeno de intereses, como lo manifiestan las cortas riquezas que atesoró su casa, aún menores de las que se creían. Su carácter de flojo e inconstante se descubrió en los graves negocios que en su pontificado se le ofrecieron, combatido del poder de la Casa de Borbón y la de Austria, nunca resistido al último con quien hablaba, porque no lo persuadía tanto la razón ajena como la flojedad propia; pero esta dejación se dudó sí era natural o necesaria para mantenerse en tantas turbulencias con unos y con otros. Sentía muy de veras el no poder concordar entre sí las potencias católicas, y aún algunas veces le vieron explicar estos sentimientos con lágrimas; y, con la precisión de haber de ceder al que más podía, se vio algunas veces precisado también a faltar a lo que había ofrecido, por no poderlo cumplir. Por todo esto se le compuso aquel dístico:


Promittis, promissa negas, deflesque negata:
His tribus admissis, quis neget esse Petrum?



Era hombre elocuente y peritísimo en la lengua latina; tanto, que sus homilías y oraciones, que se dieron después a la luz pública en dos tomos, no son inferiores aún a las obras más elegantes y doctas que en semejantes asuntos escribieron los Santos Padres. Algunos creyeron que había dado muchas plumadas en su juventud a las elegantísimas y públicas sátiras del Setano, autor incógnito, porque éste es nombre supuesto. Lo personal venía bien con la dignidad que representaba, y todas las demás prendas del ánimo con las inquietudes que padeció la Europa en todo su Pontificado.

Al fin, con esta muerte se le mudó a Alberoni todo el teatro; dudóse en el Sacro Colegio si se había de convocar al cardenal Noalles y al dicho Alberoni; a aquél le obstaba estar en desgracia de la Santa Sede, por no haber admitido la bula Unigenitus, contra la controversia de la prohibición de los libros de Prete Besnel; a éste, el estar procesado y fugitivo, y lo que es más, tan oculto que no se podía presentar personalmente a la convocatoria.

Con poco contraste se resolvió a favor de ambos. Los cardenales eran jueces y hacían causa propia, y prudentemente habían de hacer alguna nulidad que diese ocasión a la desgracia de un cisma. Convocóse a Noalles, y no acudió por su vejez, como otros; la convocatoria de Alberoni, pasándola por manos del cardenal Fiesco, arzobispo de Génova, se fijó en las puertas de la catedral, y un tal abad Vielato, gentilhombre genovés, amigo de Alberoni, le entregó la carta del Sacro Colegio, e indulto para que asistiera al cónclave que empezaría el día 30 de marzo; y duraría el indulto hasta diez días después de elegido el nuevo Pontífice. Semejante citatoria se envió al obispo de Briñano, para que se fijase en las puertas de la parroquia de Sestri, de Levante, lugar de donde había Alberoni desaparecido; pero habiendo recibido la que encaminó Vielato, el cardenal partió, según se dijo, que no nos consta, de Castillón de la Estriberia, en el Mantuano, y tomó para Roma caminos extraviados, porque creía que el duque de Parma le tenía puesto gente emboscada para prenderle. Esto le motivó ver que oficiales de Longón frecuentaban a Plasencia, y el mismo gobernador de la plaza, don Diego Manrique; siendo pública la voz que salió de ella, por ver si podía prender a Alberoni, y había estado en Génova para tomar lengua. En fin, su fortuna le dio salvo a Roma, y fue admitido en el cónclave, donde algunos cardenales no le trataban, y otros, con mucho desapego.

Había enviado embajador al Sacro Colegio el Emperador al conde Kinschi, porque el cardenal Miguel Federico Althan, que hacía los negocios del Imperio, estaba en el cónclave. Lo propio sucedía al cardenal Aquaviva, que hacía los de España; y así, mandó el Rey pasar de Florencia a fray Salvador Ascanio, dominico, para que, asistiendo en la secretaría del cardenal, cuidase de ello; pero como estaban a su cargo los de Toscana, y el Gran Duque estaba gravemente abatido de su edad y sus achaques, se mandó apresurar su viaje a Roma al agente de España don Félix Cornejo, para que fray Salvador pudiese restituirse a Florencia.

Los negociados del cónclave no son de nuestro asunto, aunque entraban a la parte de la guerra contra España, porque el Emperador, con sus parciales, quería se eligiese al cardenal Francisco Pinateli, napolitano; pero no adherían franceses y españoles, ni el escuadrón que llamaban de los celantes, que hacían número mayor, aunque de España no había llegado el cardenal Carlos de Borja, ni Luis de Belluga, por mucho que el Rey Católico les mandó apresurar su viaje y dio crecida ayuda de costa. De los franceses faltaron algunos, por embarazo de las cuarentenas, porque todavía perseveraba el contagio de Provenza, y se había extendido no sólo a Aix y Tolón, pero aún a algunos lugares del Lenguado.

Embarazada todavía la Europa en la indecisión de la paz, buscaban los celantes un neutral, y estaban ya los más en el primer escrutinio por el cardenal Fabricio Paulachi, al cual dio la exclusiva, en nombre del Emperador, su ministro el cardenal Althan, que sorprendió a todos por no esperada, ni el cardenal tenía de su Soberano esta orden ni lo hubiera hecho si viese que salía elegido por los de la facción austríaca.

Se despachó a Viena, y de allí se supo que aún al Emperador le cogió de nuevo, pero sostuvo lo hecho por su ministro, porque pintó con tales colores el hecho, que introduciendo ya desconfianza en el Emperador, confirmó la exclusiva; medios que tomó Dios, porque quería sustituir a la Silla de San Pedro al cardenal Miguel Ángel Conti, romano, que fue elegido sin que hubiese pensado en serlo, y se adoró Sumo Pontífice a 8 de mayo, concurriendo todas las facciones, porque pareció sumamente neutral y varón de conocida bondad, de una familia ilustrísima, y que cuenta en ella no sólo muchos capelos, pero tiaras.

Había sido nuncio en Portugal, de donde sacó la púrpura, y no había por dónde príncipe alguno desconfiase de su neutralidad, y más, conocido su genio apacible y ajustado, y lo que le impedía el trabajar, que eran sus grandes y habituales enfermedades, que era lo que más estimaban los cardenales, porque se mantenía la esperanza en los que aspiraban al Pontificado, y mandarían más absolutos los que serían elegidos a los primeros empleos.

El cardenal Alberoni mejoró su fortuna, porque el nuevo Pontífice le permitió viviese en Roma como retirado, pero no le dio capelo, porque los cargos estaban pendientes, y había llegado poco después a aquella corte el cardenal Belluga, que tenía orden del Rey Católico para que instase que se hiciese justicia sobre ellos, y no gracia. Belluga, hombre de vida austera y religioso, y sumamente celante, cargaba sobre las costumbres de Alberoni, fundado en lo que se le imputaba en ellas de poco conforme al sacerdocio y a la dignidad de la púrpura; pero los romanos no hacían cargo de esto. No me atrevo a decir que estas acusaciones fuesen verdaderas, pero como tales las tenía el rey de España y el cardenal Belluga, que de otra manera, con conciencias tan delicadas, no insistieran en su castigo, ni el despreciar estos cargos en Roma suena desprecio a las virtudes, sino no juzgarlos bastantes, aun siendo ciertos, a quitar un capelo.

También tuvo el venturoso accidente que fuese elegido secretario de Estado el cardenal Jorge Spínola, genovés, hombre sumamente político y avisado, no enemigo de Alberoni -porque los genoveses, menos el cardenal imperial, no lo eran-, y así se fue difiriendo el negocio hasta que se aplacase el ánimo del Rey Católico, que era lo que deseaba el Pontífice, y había para esto interpuesto los oficios del mismo cardenal Belluga, que no admitió, desde luego, el encargo, porque sabía cuánta indignación perseveraba en la corte de España contra Alberoni.

Los genoveses, que pretendían no deber dar ya más satisfacción al Pontífice por haber faltado el que se dio por ofendido, meditaban retirar a Constantin Balbi de Roma, que aún no había logrado audiencia del pasado ni del nuevo Pontífice; pero el ministro de España, que residía en Génova, instó que su amo quería se satisfaciese a Su Santidad, porque el Pontífice siempre era el mismo, aunque se mudasen sujetos. Con esto pretendía obligar al Pontífice a que contemplase al Rey en lo de Alberoni y que caminasen de acuerdo, y más no habiéndose admitido a audiencia alguna al enviado de la República, Francisco María Balbi, que ya había pasado a España con permisión del Rey, insinuada por el marqués de San Felipe al gobernador. Las palabras eran oscuras, porque dijo significase al Gobierno podía enviar a Balbi a España, que sería admitido. Antes de saber esto nombraron a Hipólito Mari para que pasase a Plasencia a implorar el favor del duque de Parma, a efecto de ser Balbi admitido; después no le hubieran enviado, a no haber el marqués puesto por condición de ir su ministro a España, el ir Mari a Plasencia y permanecer Balbi en Roma, porque quería el Rey no sólo su satisfacción, pero la del Pontífice.

Esto mismo decía el cardenal Aquaviva en Roma, todo lo cual sirvió para entretener la causa de Alberoni; pero no para no dar audiencia a Constantin Balbi, como la corte de España quería, hasta que el Rey la diese al ministro de Génova.

El cardenal Spínola, secretario de Estado, como buen genovés dispuso que diese Su Santidad audiencia a Balbi, sin esperar consentimiento de la corte de Madrid, que no lo llevó bien, pero disimuló, porque aún estaba pendiente el negocio principal, que era el capelo de Alberoni. Hizo Balbi una oración a Su Santidad, llena de especiosas y sumisas palabras, pero nada más, porque los puntos que quedaron pendientes y dilatados no tuvieron más ajuste, menos el hacerse absolver el dux Ambrosio Imperial en secreto, y los senadores que habían entrado en el monasterio de San Felipe, que llaman el Nuevo. De lo de Bonin no se trató más, ni de lo que los romanos habían propuesto de pagar los réditos que tenían los genoveses en el Banco del Santo Espíritu, en trigo, para que tuviese éxito el del Estado pontificio.

Con todo esto, el Rey Católico no daba audiencia a Francisco María Balbi, pretendiendo de los genoveses positiva satisfacción, sin explicar cuál fuese. Estos habían enviado ya al duque de Parma a Hipólito de Mari, para que interpusiese aún oficios con el Rey para que fuese Balbi bien admitido; pero más exasperaron el ánimo del Duque que le inclinaron a favorecerles, porque no se detuvo Mari más que dos días en Plasencia, y parecía un mero cumplimiento, y sin necesidad, porque creían que Balbi sería luego admitido.

El Duque quedó casi ofendido de esta seca manera de pedir, y como por complacer el ministro de Génova, marqués de San Felipe; en fin, fuesen influjos del Duque o que Balbi no quería hablar al Rey en la forma satisfactoria que se le había prescrito por papel del marqués de Grimaldo, se dilataba la audiencia con gran sentimiento de los genoveses, que se creían engañados o del Rey o del marqués de San Felipe, porque decían no debía ser admitido en España si no lo había de ser a la audiencia del Rey.

Así pasó todo este año, sin que la consiguiese ni se atreviesen los genoveses a hacerle volver sin ella. Cuantos medios aplicaron fueron en vano; ni el duque de Orleáns se quiso meter en esto, ocupado en exigir de la España lo que más le convenía, y dilatando enviar sus plenipotenciarios al Congreso hasta que lo consiguiese. Mostraba empeño de que los ingleses restituyesen a Gibraltar, pero el Parlamento se oponía; ni el rey Jorge confesaba que había dado palabra de esto, porque la interna disensión de los partidos no estaba extinta, antes clamaban agriamente contra muchos del Gobierno, que habían dejado quebrar el Banco de las acciones de Indias, subiéndolas a inmoderada ganancia, de lo que resultó perderse los caudales, bajando de golpe a nada, en lo que culpaban a muchos que con la autoridad del mando se habían aprovechado.

El Rey inquirió contra ellos; huyó el tesorero del Banco a Flandes, y estaban con suma agitación los ánimos, y no dejaba de dar fomento al recelo de la corte haber en Roma la princesa Sobieski, mujer del rey Jacobo, parido un príncipe, y aún corría voz que le habían enviado gruesos donativos desde la Inglaterra los de su partido; pero esto no nos consta, ni del regalo hecho en esta acción por manos del cardenal Aquaviva a la Reina (que así la llamaban en Roma), de lo cual se dolían mucho los ministros ingleses en Italia, pero jamás supieron la verdad, aunque como tal trataba sus sospechas el señor de Abenante, ministro británico en Génova, hombre impetuoso y que daba a las materias mucho cuerpo, y como era generalmente austríaco, procuraba fomentar la discordia entre la España y la Inglaterra.

Estaba allá ésta compuesta, y se ratificó el asiento de los negros, y la Inglaterra mandó restituir a España cuantos navíos se apresaron en la función de Sicilia, en los mares de Siracusa. También restituyó la España los que tenía, de represalia, mercantiles, y en esto fue a perder mucho, porque los navíos españoles estaban ya todos podridos en Mahón, y el mejor y más nuevo, que era San Felipe, se había accidentalmente quemado en el mismo puerto. De otros habían vendido las jarcias y gúmenas, y hubo poco o nada que restituir, pero todo lo pasó el Rey Católico por ver el fin de este negocio de Toscana, que únicamente ocupaba la corte; y conociendo los demás príncipes, lo dilataban hasta componerse a su modo; con todo, se hicieron las renuncias entre el Emperador y el Rey Católico, y se ratificaron, cambiando las ratificaciones en Londres, siendo aquella corte más árbitra que medianera.

De esto dependía todo el mal de la España, porque no lo permitían los intereses del rey Jorge, como duque de Hannover, disminuirle del Emperador ni enconarle, y así por los suyos y las investiduras que pedía de Bremen y Werden, sacrificaba las que se habían de haber ya dado de la Toscana al infante don Carlos, según los tratados de la Cuádruple Alianza. El Emperador no las negaba, pero no las concedía; antes admitía con gusto las quejas de Cosme III, gran duque de Toscana, que se dispusiese de sus Estados sin su noticia, y las de la viuda palatina Ana María Luisa, que no se la dejaba el gobierno de ellos si sobreviviese al príncipe Juan Gastón, único hijo del Gran Duque, hombre más maltratado de sus desórdenes que de su edad.

Estimaba el Emperador cualquier repugnancia que mostrasen los toscanos de estas disposiciones de sucesión, y las fomentaba, porque, arrepentido de lo que ofreció, buscaba pretextos para no cumplirlo, y los ministros españoles que en su Consejo de Italia tenía, le aconsejaban esto, temiendo que el ver otra vez españoles en Italia fuese crisis fatal para el dominio del Emperador en ella.

Los consejeros alemanes insistían en que se cumpliese lo estipulado con sus debidas precauciones, y deseaban la paz para echar de Viena a los españoles, que, no ignorando esto, lo dilataban, porque necesitase el Emperador de ellos, con cuyo consejo regía los reinos que de la Monarquía de España había tomado, ni les faltaba a estos ministros, principalmente al arzobispo de Valencia y a los catalanes, animosidad contra el rey Felipe, porque los que una vez han sido rebeldes jamás deponen el rencor contra su Soberano, y adulaban verdaderamente al Emperador los que más acérrimamente votaban contra el rey de España, cuyo nombre le era odioso, porque le parecía que le quitaba una Corona que la tenían los austríacos por suya, y como parte de ella temía el Emperador en Italia el nombre sólo de españoles; en Toscana le era ingrato, y hubiera estimado una declarada contradicción del Gran Duque y aun testamento contrario a la disposición de la Cuádruple Alianza; pero el gran duque Cosme era propenso a los españoles, y más heredando un infante de la familia de Borbón, que no carecía de derecho a sus Estados, por María de Médicis, mujer de Enrique IV. No pensaba en hacer testamento, pero quería que el rey de España desistiese de presidiar sus Estados, como acordado en el tratado de Londres, y aún no perfecto por no haberse cumplido lo de las investiduras.

Dio gran sobresalto a la España la grave y peligrosa enfermedad que padeció el Gran Duque, quedando heredero el príncipe Juan Gastón, adversísimo a los españoles, inclinado a los tudescos, aunque, con la flojedad de su negligente genio, sólo aplicado a la ociosidad y a la entera abstracción de negocios, y aun apartado de la sociedad civil.

Era naturalmente adverso al padre fray Salvador Ascanio, que hacía los negocios de España, aun por la misma razón que era acepto a su padre; y así, era menester, muriendo éste, que tratase aquellas dependencias uno que le fuese a lo menos indiferente. Por esto mandó el Rey Católico al marqués de San Felipe, su ministro en Génova, que luego pasase a Florencia si moría el Gran Duque, y se encargase de aquellos negocios, que eran los que merecían entonces toda la aplicación de la corte, porque la Reina quería a toda costa hacer soberano a su hijo primogénito.

No se dio el caso de pasar el marqués, porque mejoró el Gran Duque, y hubo tiempo de proseguir con quietud las negociaciones de las investiduras, de las cuales se trataba lentamente; no con tanta lentitud las suyas el duque de Orleáns, porque tenía ya ajustadas las bodas que meditó, restituidas las plazas de San Sebastián y Fuenterrabía a la España, y lo que había el marqués de Castel Rodrigo tomado en la Cerdeña a la Francia.

Se publicó a un tiempo la boda de Luis XV, rey de Francia, y María Ana de Borbón, infanta de España. Tenía el Rey once años, y la infanta cuatro, y pasó formalmente a pedirla a la corte de Madrid, en nombre del Rey Cristianísimo, el duque de San Simón. Fue convenido pasaría luego la infanta a París, para ser criada a aquella moda y educada de las señoras francesas, que bajarían a la raya de España a recibirla, hasta donde la acompañarían las españolas; y se dio este encargo de conducirla hasta Irún al marqués de Santa Cruz, donde se había de recibir la princesa de Montpensier, Luisa Isabela de Orleáns, hija del duque, de edad de doce años, ajustada ya de casar con Luis Fernando de Borbón, príncipe de Asturias, que tenía catorce, la cual ya había capitulado en París, habiendo por el príncipe y el Rey Católico firmado las capitulaciones el duque de Osuna, embajador que era extraordinario en París, y don Patricio Laules, teniente general de los ejércitos del Rey, que hacía allá los negocios de España, al cual, para este efecto, se le dio carácter de embajador. Luego partió para España el duque de Osuna y la princesa de Montpensier a 18 de noviembre. Los Reyes Católicos acompañaron a su hija hasta Burgos, y allá aguardaron la nuera, que venía servida de la familia que había de recibir la infanta en la raya.

Parecieron al mundo intempestivos estos matrimonios y hecho con ambiciosa arte del duque de Orleáns el del Rey, a quien se le daba una mujer que no podía serlo hasta que pansen por lo menos diez o doce años, y todo este tiempo, mantenía sus esperanzas a la Corona; lograba casar su hija con el heredero de España y fortificar relevante alianza en todo caso; atribuyóse esta idea al abad Dubois, ya cardenal, pero se le hacía al duque injuria, cuyo sutilísimo ingenio no perdonaba diligencia a su interés. Creían muchos que aprendió el duque del cardenal, y era al contrario; sólo se servía de él como mecánico instrumento, apto y a propósito para sus ideas, porque para el fin no despreciaba medio alguno el cardenal, el cual era ya arzobispo de Cambray y primer ministro del Regente. Cierto es que por su mano se trataron estos casamientos, porque era él quien se correspondía con el padre Daubanton, que a poca persuasiva venció al Rey, amantísimo de su familia, y quiso la Reina colocar en solio tan alto a su hija.

Los españoles sintieron mal del casamiento del príncipe, tan anticipado a su edad, porque se enervaban las fuerzas que la naturaleza necesitaba para el incremento y robustez, siendo sumamente delicado de complexión. Por eso el Rey le tuvo separado de su mujer con cuanta vigilancia era posible, y más que era también la princesa delicada, y en tan tierna edad, incapaz de que se consumase el matrimonio. Los críticos añadían a la queja que Francisca María Borbón, madre de la princesa y mujer del duque de Orleáns, era hija ilegítima del rey Luis XIV, y aunque legitimada en el año de 1681, no quería en la Casa Real de España esta nota la delicadez de los políticos, no habiendo necesidad; pero juzgó el Rey Católico que la había, por atraer a sí con nuevos vínculos el feroz descariñado ánimo del duque de Orleáns, que le había sido no pocas veces enemigo, y tenía en su poder todo el de la Francia y todas sus riquezas, hasta ahora inútiles, porque no parecía nada de lo que en su interior meditaba.

No ignoraba el Rey el descontento de los españoles, que no habían tenido parte alguna en estos casamientos; por lo menos no se juntó Consejo de Estado para ellos, ni casi había consejeros que juntar, y para confundir las melancólicas ponderaciones con bullicios y mercedes, se hicieron grandes fiestas cuando entró la princesa de Asturias en Madrid, y se formó la casa del príncipe, eligiendo el Rey para mayordomo mayor al duque de Populi, que había sido su ayo; al conde de San Esteban del Puerto, por caballerizo mayor, y al conde de Altamira, sumiller de corps, y se le señalaron por gentilhombres de Cámara al duque de Gandía, al marqués de los Balbases y al marqués del Surco, que fue también su primer caballerizo. Mayordomos de semana fueron el conde de Sasateli y el conde de Arenales. A la princesa se dio por camarera a doña Luisa de Gante, viuda del duque de Montellano, y se la nombraron: mayordomo mayor, al marqués de Valero, aunque estaba virrey en Méjico; mayordomo de semana, al conde de Anguisola, placentino; caballerizo mayor, al marqués de Castel Rodrigo; primer caballerizo, al hijo del marqués de San Juan, que también fue mayordomo; damas, a la duquesa de Liria, a la marquesa de Moya y a la marquesa de Torrecusa. Señoras de honor, a doña N. Amézaga, a doña N. Quadra. Así, entre júbilos y festejos en las dos cortes de España y Francia, feneció este año.




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Año de 1722

Pocos materiales para los COMENTARIOS dan los hechos de este año, muy conforme al pasado en la indecisión de las cosas tratadas lentamente con arte, menos del Rey Católico, por su realidad de ánimo y buena fe. Todas eran falsas apariencias de paz y guerra; aquélla nadie la promovía, porque no había dejado de dar recelos la complicación de los modos entre la misma Casa de Borbón con los referidos casamientos, y el que se prevenía de la princesa de Baujalois, cuarta hija del duque de Orleáns, con el infante don Carlos, primer hijo del segundo tálamo del Rey Católico. Tenía aquélla poco más de seis años; el infante, siete, y parecía que tantos intempestivos matrimonios encerraban gran misterio o más estrecha alianza. De esto nació la voz de una liga entre Francia y España, admitidos a ella la Holanda y el rey de Cerdeña, que juzgaron irritados contra el Emperador; los holandeses, porque se había en Ostende formado una compañía de Comercio para las Indias Orientales, con gran perjuicio de la Holanda y contra la paz de Munster. Y el rey de Cerdeña porque, después de tan largas esperanzas, dilatadas con arte de los austríacos, se le negó para su hijo por esposa a la archiduquesa María Amelia, segunda hija del emperador José, y se dio al príncipe electoral de Baviera, Carlos Alberto, de lo que estaba sumamente picado el rey de Cerdeña, y así casó a su hijo Carlos Emmanuel, príncipe del Piamonte, con Ana Cristiana, hija del palatino de Salusbachi, y celebró grandes fiestas.

Mas ni esta voz de la liga tenía fundamento, ni el duque de Orleáns, cuyo único objeto era la Corona de Francia, quería emplear las fuerzas del reino, ni tanto atesorado dinero, por interés de un infante de España, aunque le estimase. para su yerno; porque su idea tenía más altos fines, para los cuales era menester tener amigos, no contrarios ni despechados, los que le podían ayudar, contra el derecho de la Casa de España, a coronarse rey de Francia si faltaba Luis XV, cuya delicada salud abultaba las esperanzas del duque, que poseía al Rey y al reino con despotismo mal tolerado de los franceses, aún amantes de las cenizas de Luis XIV; y como estaba vecino el Rey a salir de la menor edad, con pretexto de instruirle quería estar algunas horas solo con él, sin que asistiesen ni su ayo, el mariscal de Villarroy, ni su maestro, el obispo de Fréjus. Villarroy defendía su derecho exaltando su empleo más de lo que juzgaba conveniente el duque, y así se le mandó saliese luego de la corte a su gobierno de León.

Poco después, dejando un papel al Rey, se retiró el obispo; pero se le mandó volver y obedeció. Huían todos de oponerse al duque, y no querían intervenir con él a un Gobierno que le juzgaban infeliz para la Francia y aventurado para el Rey, porque del duque y de su elegido instrumento, el cardenal Dubois, no se tenía el concepto que era menester para que se aquietasen los leales.

Todo esto era indirectamente contra la España, porque el duque de Orleáns, embarazado de sus propios arcanos pensamientos, no atendía a los intereses de la España, aunque las palabras eran las más afectuosas, ni el rey de Cerdeña, tan gran político y observador de los tiempos, se dejaba llevar de su ira, antes mantenía siempre ministro en Viena y exponía esperar del Emperador se le rehiciese y recompensase el daño de haber perdido la Sicilia, de la cuál era corta compensación la Cerdeña; y que así se le diesen las Langas, feudos imperiales puestos entre el Genovesado y Saboya, que se adhirieron con el Final al Estado de Milán, y el feudo de Espino, que había el Emperador confiscado a los Imbreas de Génova, pero el Emperador no pensaba en estas recompensas, o sólo le dijeron le venderían el feudo de Espino, como después se ejecutó.

El Emperador tomaba por pretextos los recelos de esta soñada liga para las prevenciones de defensa que hacía en Italia, completando los regimientos que tenía en Milán y Mantua, y fortificando aquel castillo con obras exteriores, y aun fundiendo piezas de cañón y municiones de guerra, de género que quitaba todas las apariencias de la paz. Las prevenciones que mandaba hacer en Nápoles y Sicilia tenían el especioso pretexto del armamento del turco, abultado mucho más allá de la verdad, que daba grandes recelos a la isla de Malta; tanto, que el gran maestre del Orden de San Juan llamó a su defensa un gran número de caballeros de todas naciones, y su embajador en Roma, el bailío Juan Bautista Spínola, pedía socorros de dinero al Pontífice, y porque los pidió aun a la España, incurrió en la indignación del Emperador, que por motivo alguno quería ver españoles en Italia, porque el Rey Católico liberalmente ofreció socorrer a la religión con ocho naves de línea y seis mil hombres de desembarco, como las naves tuviesen los puertos del Emperador por refugio en caso de necesidad.

Ni la Religión de Malta osaba aceptar este socorro sin licencia del Emperador, ni éste ofreció sus puertos sin muy dilatada respuesta y unas condiciones que dejaba conocer el desagrado de que armas españolas avistasen a los reinos de Italia; porque creía se valdrían de este motivo para poner pie en la Toscana y conservar la gente en la isla Elba. Y así, los ministros austríacos ofrecían tropas al Papa, cuidadoso de que los turcos acometiesen por la costa del Adriático; pero los romanos más temían a los alemanes que a los turcos, porque contra éstos hallarían muchos en su defensa, y para sacar después a los alemanes no habría quien socorriese al Pontífice, no habiendo príncipe en Italia que sacase contra el Emperador la cara, ni estaban sus erarios para esto. Faltaban unión y fuerzas, y así, abatidos, sufrían aún, sin alivio de la queja, la esclavitud no sólo de contribuciones, pero de un despotismo sin igual y mayor que tuvieron todos los emperadores de Occidente.

Como es consecuente a la felicidad de la lisonja el número de parciales, apenas le quedaban a la España y la Francia en Italia, y por dondequiera se encontraban emisarios del Emperador, muchos no encargados ni con comisión alguna, sino arbitrariamente, pareciéndoles ganaban autoridad y respeto declarándose por el Emperador aun hombres de tan baja e ínfima fortuna que no podían hacer mal ni bien, ni esperaban que llegase a oídos del Emperador su nombre.

Donde más esto se reconocía era en Toscana, llena de emisarios, espías y parciales de la Casa de Austria, que inspiraban en aquellos pueblos el amar la libertad, y que la conseguirían con ayuda del Emperador, si ellos se declaraban contra lo establecido en la Cuádruple Alianza, que no le convenía al Emperador romper de proprio motu, pero sí con el más leve pretexto, y que ninguno podía ser mayor que la declarada resistencia de los pueblos a la disposición de que recavese la sucesión en un infante de España. Los hombres leves y de ligera consideración adherían a este dictamen; pero los serios, experimentados y entendidos le veían impracticable de sostener ni con la protección del Emperador, la cual ya la conocían fraudulenta, y que era traerlos al lazo por sus propios pies, y así despreciaban estas sugestiones y esperaban otro género de libertad en que entrase en Italia a balancear en algo el poder de los austríacos un príncipe español, que siendo duque de Toscana y Parma, con la adherencia del Rey Católico se hiciese respetar mucho más que lo eran cada una de por sí la Casa de Médicis y Farnesio, porque insinuaba el Rey Católico que aplicaría todo su poder a engrandecer este príncipe no sólo con hacerle restituir al duque de Parma el condado de Castro y Ronziglioni, que le usurpaba el Papa, sino añadiéndole otros Estados.

Otra tuvieron los toscanos insustancial sugestión a favor del príncipe Ferdinando de Baviera, hijo segundo del duque Maximiliano Emmanuel, casado con María Ana Carolina de Neoburg, hija del príncipe palatino del Rhin, Guillelmo, ya difunto, de Ana María Francisca de Sajonia Lawembourg, que casó en segundas bodas con el príncipe don Juan Gastón, hijo único y heredero del gran duque Cosme, por donde la mujer del príncipe Ferdinando venía a ser entenada del príncipe Juan Gastón, y aunque éste estaba separado de su mujer, que no quiso bajar a Italia y no se había jamás correspondido con los príncipes de la Toscana, María Ana Carolina ahora escribió a su padrastro con ocasión de que bajaron a Italia el príncipe electoral de Baviera y su hermano Ferdinando, y pasaron a Florencia para ver a su tía, la princesa Violante, viuda del gran príncipe de Toscana, difunto, y a su hermano, el príncipe Teodoro de Baviera, obispo de Ratisbona, que estaba en los Estados de Siena.

La venida de estos príncipes la juzgaban muchos misteriosa, y no faltaba quien la aplicase a dirección del Emperador, ya unido con la Casa de Baviera; pero es constante que en esto no tuvo parte, aunque también lo es que el príncipe Ferdinando procuraba introducirse en el ánimo de los florentines con fiestas y bullicios, no sin algunas dádivas a personas con quienes tenía mayor conocimiento.

No había en Florencia quien no creyese que todo era arte para insinuarse en las voluntades, de lo que tomaron sombra el Gran Duque y aun su hijo, de los cuales no recibieron más que los inexcusables agasajos, no sin alguna queja de haber sido pocos, pues a los príncipes toscanos les era desagradable cuanto les turbaba la quietud, y más si comprendían que era aquello galantearles la sucesión del Estado.

La princesa María Ana Carolina, en la carta que escribió tratándole de padre al príncipe Juan Gastón, le recomendaba a su marido, con cláusulas de esperar que en cuanto dependiese de su parte adelantaría su fortuna, y más no teniendo persona más allegada. El Gran Duque mandó a su hijo no responder a esta carta; de lo que formaron queja los príncipes bávaros, y con pretexto de ver la Italia pasaron a Roma y Nápoles, a la vuelta para Alemania, sólo de paso a Florencia, habiéndolos su padre mandado restituirse a su casa, porque no ignoraba los recelos que esto había engendrado en España, estimulado el Rey fuertemente de los ministros que en Italia le servían, y más del duque de Parma, que había concebido sumas sospechas.

El Emperador, aunque no tenía parte en los designios de los príncipes bávaros, de todo cuanto era enajenar de la España los ánimos de los toscanos sacaba algún rayo de esperanza de no cumplir lo tratado, porque los españoles que en Viena le servían en el Consejo de Italia le aseguraban no equivalía la Sicilia al peligro que corrían los Estados de Milán y Nápoles, si los españoles, bajo de cualquier pretexto, ponían pie en Italia, y más poseyendo un infante de España la Toscana y el Estado del duque de Parma, cuyo soberano, Francisco Farnesio, aunque no tenía más de cuarenta y cuatro años, estaba casado con una mujer de cincuenta y dos.

Por eso aplicó la corte de Viena toda su arte, aun por medio de la de Roma, para que se casase el príncipe Antonio Farnés, hermano del Duque, y menor un año de edad, pero extremadamente grueso y, en concepto de muchos, inhábil a la generación, y consistía en los dos individuos toda la Casa; el Duque, aunque por algunos domésticos sinsabores no corría bien con su hermano, no disintió jamás del casamiento; pero no quería alargar lo que éste le pedía, que era una porción de Estado, para vivir con decencia y saber cuál sería el patrimonio de sus hijos, si se daba el caso que el Duque los tuviese de otra mujer, sobreviviendo a ésta.

Tan encontradas ideas no dejaban efectuar el casamiento del príncipe, y era tan maligno el pensamiento de los ministros austríacos, que creían gustaba el Duque de que se extinguiese su familia porque heredase el infante don Carlos, hijo de la Reina; pensamiento inicuo e improbable en el bien ajustado ánimo del Duque, príncipe entendido, capaz y de bellas máximas, aunque en los príncipes no lucen porque el corto poder se opone a las bellas ideas de la especulativa.

El Congreso de Cambray, porque había de determinar el modo de esta sucesión del infante don Carlos, era el objeto de la universal expectación, y allí nada se hacía más que gastar en inútiles magnificencias, convites y celebridades, respectivamente, cada ministro, por los días del nombre y cumpleaños de sus Soberanos. La artificiosa dilación del Emperador nadie la dejaba de conocer, pero le contemplaban las cortes de Inglaterra y Francia, y en la de España no estaba el Gobierno tan puntual y aplicado como era justo en coyunturas tan críticas, porque el Rey adolecía de una flaqueza de espíritu en la cabeza que le inhabilitaba a grande aplicación, y aunque suplían mucho el padre Daubanton y el marqués de Grimaldo, únicos por los del Despacho, no podían dos hombres solos regir una Monarquía tan vasta, y faltaba el Consejo de Estado, del cual había muchos años que el Rey no se servía, ni había más que tres consejeros, que eran el duque de Arcos, don Miguel Francisco de Guerra y el marqués de Grimaldo; con los dos primeros nada se consultaba; faltaba, por la muerte del marqués de Bedmar, la presidencia de Órdenes, y el primer ministro de Guerra por la de don Andrés de Pez, la presidencia de Indias y el ministro de Marina; más a su quebrada salud que a su oficio atendía el presidente de Hacienda, marqués de Campo Florido, con que todo iba lento y sin despacho; retirado el Rey a la nueva Granja que mandó construir con grandes expensas en el sitio de Valsaín, donde se consagró una iglesia a San Ildefonso, que dio el nombre al nuevo palacio, adonde no se permitía fuese alguno sin especial licencia del Rey, y la obtenían pocos. Los ministros extranjeros iban cuando lo pedía la necesidad, y en el nuevo Sitio sólo se permitía estar de asiento el marqués Anníbal Scotti, enviado ordinario del duque de Parma, que no entraba en el manejo monárquico, pero algunas cosas pasaban por su interposición, las que no estaban ya prevenidas, por doña Laura Piscatori, ama de la Reina, la cual no se mezclaba en el gobierno, viendo que por la inaplicación del Rey se le atribuía todo, y no quería cargarse del odio de los españoles, mirando lo futuro y la conveniencia de sus hijos, contentándose, de promover la soberanía del infante don Carlos en los Estados de Toscana y Parma.

Las naciones, adelantando los hechos, interpretando mal algunos avisos de España, publicaban que el Rey estaba dementado, y referían casos en que lo sería indubitablemente si fuesen ciertos, ni se dejaba de creer en la misma España y en Madrid, porque le veían huir de la corte y estar siempre en El Escorial o en Valsaín, de género que ya el marqués de Grimaldo recelaba cargarse de todo, como el Rey quería, porque no se le atribuyese lo que a muchos no salía a gusto, siendo imposible satisfacer la ambición de todos; por eso aconsejó al Rey fuese llamado al Gabinete del Despacho el príncipe de Asturias, lo cual se ejecutó algunas veces, con gran placer de los españoles, pero no duró este método, porque el Rey estaba casi siempre solo con la Reina, y sus hijos estaban en El Escorial cuando el Rey en Valsaín, Madrid o Aranjuez. Buscar tanto la soledad aumentaba la opinión del desconcierto de la cabeza del Rey, mas era atraso del Despacho, porque todo pasaba por manos de Grimaldo, quedándose en Madrid los demás secretarios, y era tanta la mole de los negocios que deseaban expediente, que Grimaldo, para ayudarle, hizo llamar al Escorial a don José Rodrigo, secretario del Universal Despacho por lo Eclesiástico, Gobierno y Justicia.

El duque de Orleáns, que nada de esto ignoraba, había hecho pasar a Madrid al señor de Chavigny, enviado de Génova, para informarle del estado de la corte con más exactitud que lo hacía el señor de Moulierer, a su parecer. Con gran arte, el duque proponía que el Rey dejase la mecánica del gobierno a su hijo el príncipe de Asturias, pareciéndole que siendo éste su yerno e inspirando en la princesa su mujer las máximas que al duque le conviniesen, mandaría más en España, de la cual nunca se aseguraba, midiendo con lo adverso de su ánimo el de los españoles, y dándoles siempre en el rostro la Ley Sálica, en caso que faltase Luis XV, que por el derecho claro a favor del Rey o de sus hijos si se había de conformar las disposiciones de aquella Ley, por eso adhería a que se renovasen siempre renuncias, no bastándole tantas celebradas en París, Madrid y Utrech.

El cardenal Dubois era el instrumento proporcionado a las ideas del duque, no el autor, como muchos creían, porque de vastas ideas monárquicas y sutilezas de corte sabía más, con grandes ventajas, el duque que el cardenal; pero, éste ejecutaba mejor las disposiciones de aquellos designios, porque era siempre arrojado sin escrúpulos para quien no había medio reputado por malo si conducía al fin, y en caso de dejar el rey de España el Gobierno, convidaba él mismo al duque de Orleáns para ir por embajador a España.

Gran parte ignoraba de esto el Rey, y la Reina, no bien avisada del conde de Landi, ministro de Parma en París, pareciéndola muy secreto favorecido del duque de Orleáns Chavigny, dispuso con el Rey que éste volviese a París y que se quedase Moulerier, de quien tenía poca confianza el duque, por parecerle no adhería ciegamente a sus dictámenes. No tenía el Rey repugnancia a dejar gran parte del gobierno, vistas las representaciones de los Consejos, que se quejaban alguna vez de la falta del Despacho con la mayor veneración y como indirectamente; pero la Reina lo resistía tenazmente, el padre Daubanton, que en esto no adhirió a alguna insinuación del duque de Orleáns, el cual no proponía más razones que las que publicaban con más evidencia la inhabilidad accidental del Rey al gobierno, porque con eso miraba a todo y a tener pretexto de salir de Francia o buscar en ella refugio, si la fortuna le volvía las espaldas, cuando el Rey Cristianísimo tomase la posesión del Trono, como lo hizo en este año por haber salido de la menor edad, según las leyes de aquel reino.

Ungido en Rems, como es costumbre, y tomadas en apariencias las riendas del gobierno, con él se quedó el duque de Orleáns e hizo declarar primer ministro al cardenal Dubois, el cual, para hacer cosa grata a la Francia y a la España, se aplicó a que se abriese el Congreso de la Paz, y que por fin diese la minuta de las investiduras de Toscana y Parma el Emperador, a favor del infante don Carlos, como lo hizo, pero muy diminutas y no en todo conformes al capítulo quinto de la Cuádruple Alianza; porque ni extendía claramente la sucesión a todos los hijos de la Reina, ni absolvía al infantes de ir a Viena a prestar el juramento de fidelidad y tomar la investidura actual, cuando llegase el caso de heredar, y apretando las cláusulas de feudalidad en cuanto suelen ceñir a los príncipes feudatarios del Imperio, de menores calidades y circunstancias que un infante de España.

Enviadas por manos del duque de Orleáns estas investiduras a Madrid, el Rey las consultó con el presidente de Castilla, marqués de Mirabal, con facultad que las consultase con los ministros que más a propósito le pareciesen, y fueron reprobadas, declarando el Rey no las admitiría en aquella forma, y que retiraría sus plenipotenciarios de Cambray. Esto se escribió con algún calor a Londres y París, quienes para garantir el quinto capítulo del Tratado hicieron fuertes instancias, y respondió el Emperador no podía mudar cláusula alguna sin el asenso de la Dieta de Ratisbona, con lo cual tomaba más tiempo, y en el ínterin fortificaba mejor las plazas de Italia. Concibió alguna idea de formar armada marítima para el Mediterráneo, para mandar la cual eligió a milord Forbis, inglés, que estaba en Viena llamado a este efecto; pero todo fueron vanas ideas, no habiendo hallado los necesarios fondos para la armada ni el número de marineros necesarios en sus reinos.

No ignoraban esto los austríacos, pero querían dar a entender que el Emperador se armaba por mar y tierra, porque no creyesen podían conseguir cosa alguna de aquella corte con amenazas, aun cuando proseguía en estar armado al turco, porque habiéndose rebelado algunos pueblos del rey de Persia, entraba el moscovita a río revuelto a ocupar algunas plazas y puertos en el mar Caspio, y esto daba algún recelo al otomano; pero a un mismo tiempo su armamento le daba al Emperador y a los venecianos, aún no persuadidos de la buena fe con que el turco ofrecía guardar los últimos tratados de Passarovitz.

Importábale al Emperador aún abultar los recelos que tenía de la Puerta Otomana, porque a vueltas de esto prevenía contribuciones de los propios vasallos italianos, las plazas marítimas de Italia en el reino de Nápoles y Sicilia, y aún los presidios de Toscana que poseía, porque corrió en la Europa la falsa voz que pasaría a Italia el infante don Carlos con la princesa de Orleáns, madame de Baujalois, destinada a ser su esposa, la cual, acompañada del caballero de Orleáns, hijo natural del duque, su padre, bajó a España y se la señaló por camarera mayor la condesa de Lemos.

Esta venida del infante don Carlos a Italia, no tenía fundamento, ni lo habían pensado en España, estando aún lejos de componer los artículos de las investiduras, y no habiendo caudales prontos para tantas expensas, ni era razón, viviendo todavía los individuos de la Casa de Médicis y dos de la de Farnesio, plantarles en la cara un sucesor que podía, sin mucha dificultad, dejar de serlo. No faltaban italianos que persuadían esto al Rey, pero otros ministros, consultados en ello, lo resistían fuertemente, no sólo por las inútiles expensas, pero aún porque en pocas partes de Italia podía estar seguro de las armas del Emperador, y más viniendo a ella sin su consentimiento.




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Año de 1723

Más abultadas que verdaderas turbulencias agitaron la Inglaterra en los fines del pasado año y principios de éste, porque se descubrió una conjura contra el rey Jorge, o la dieron nombre de tal. Prendióse al obispo de Rochester y al abogado Laire; pero, desterrado aquél y degollado éste, todo calmó. No es de mi asunto escribir lo particular de esta conjura, ni los fomentos de ella; lo cierto es que se le dio más cuerpo que tenía, y hubo mucha aceptación en los temores. Todo importaba para quedar armado el Rey y dominante el partido de la corte, que publicando tenían parte en la conspiración los católicos de Irlanda e Inglaterra, se les cargó un grueso tributo, no sólo por política, sino por ambición de empobrecerlos; verdaderamente no tuvieron parte en esta idea mal enredada los que allí llaman papistas, ni príncipe alguno, como querían persuadir a los ingleses los imperiales, para ponerlos mal con los españoles y franceses; pero se averiguó que ni el Rey Católico ni el Cristianísimo alcanzaron la conjura, que se gloriaba de haber descubierto, estando acaso en Roma, el señor de Havenat, ministro británico en Génova, en cuyo puerto hizo apresar un navío inglés que se destinaba al corso con bandera española, la cual no había todavía enarbolado, y por esto no hubo empeño alguno; porque el que podía haber con la República, los ingleses le quitaban sólo con amenazas, y aún más se les figuró que aquel navío se armaba para conducir a Inglaterra al rey Jacobo, que estaba verdaderamente ignorante de esta trama, mal concebida entre algunos descontentos de Londres. Todo esto, que no parece a nuestro asunto, lo hemos brevemente referido porque era otro embarazo a los intereses de España, y de todo se aprovechaba el Emperador para tomar tiempo.

Darle poco cuidado esta conspiración lo mostró el rey de Inglaterra en que, dejando a Londres, pasó a Hannover por particulares intereses y dar la última mano a las investiduras de Bremen y Werden, que le dilataba el Emperador. Dejaron correr los ministros imperiales la falsa voz de que había de tener conferencia con el rey Jorge, con ocasión que pasó el Emperador a Bohemia a coronarse y hacer jurar herederas sus dos hijas, en caso de no tener varón, e hizo pasar allí al primogénito del duque de Lorena, Francisco Esteban, que lo quedó por muerte de Leopoldo Clemente, su hermano mayor, destinado esposo a la archiduquesa María Teresa, primera hija del Emperador; y aunque este tratado no era público, nadie dudaba que las distinciones que el Emperador hacía al príncipe de Lorena fuesen dirigidas a este fin, y por eso no se pudo dar satisfacción a las quejas que de ellas formó el infante don Manuel de Portugal, que estaba en el servicio del Emperador lisonjeado con tan altas esperanzas, y se ausentó de Praga por no verse tratado con mucha desigualdad.

Era idea del Emperador hacer elegir Rey de Romanos al que fuese su yerno, pero todo lo hizo suspender la novedad de hallarse la Emperatriz encinta cuando menos se esperaba, circunstancia que también retardó el dar las investiduras que se pedían para el infante de España, porque había el Emperador concebido nuevas ideas, si tenía un sucesor.

Esta sospecha avigoraba el ánimo de la Francia y la Inglaterra para que luego deliberase sobre ellas; porque el verle con la próxima posibilidad de tener un hijo le quitaba muchos amigos, y más los que podían aspirar a la Corona imperial, que veían, con envidia, casi hereditaria en la Casa de Austria. Al efecto de que el rey Jorge apretase más la conclusión de este negocio, se envió por el Rey Cristianísimo, sin carácter, a Hannover, ministro extraordinario al señor de Chavigny, hechura del cardenal Dubois y su confidente, el cual partió aprisa, antes que al cardenal se le agravase la peligrosa enfermedad de unas internas úlceras que le impedían la orina, no sin el embarazo de la piedra, por lo cual, buscando el remedio, encontró el día 6 de agosto con la muerte, que sobrevino a la operación de abrirle; y faltó con esto en la corte, si no el primer móvil, el mejor instrumento para él, porque al duque de Orleáns le importaba poco sacrificarle a las comunes iras, ni se embarazaba con ellas el cardenal mientras le duraba el poder.

Cierto es que celebró con fausto acaecimiento esta muerte la Francia toda, y mientras los ociosos políticos discurrían en el sucesor del primer ministro, ya le había tomado para sí el duque de Orleáns, y recogido exactamente los papeles del cardenal, que no quiso que otros los viesen, porque el secreto sólo en los dos consistía, ni hallaba persona a quien fiar el peso de los negocios y la precisa continua comunicación con el Rey, que, aunque muy a los principios de la mocedad, podían hacerle impresión las siniestras sugestiones contra el duque, que jamás fió tanto a su fortuna y su autoridad que no viviese con continuos recelos.

Para el despacho se sirvió de los mismos oficiales que tenía el cardenal, y perseveró el mismo sistema; pero para muchas cosas le hacía falta, porque ya todo se atribuía al duque, y se conservaban más vivos los odios. Importábale salir de este embarazo de la paz, y dispuso que se contentase el Rey Católico de un papel del rey de Inglaterra, en que le aseguraba aplicar cuantos medios fuesen posibles para que se le restituyese Gibraltar después de la paz, como no se hablase de Mahón.

Para esto se valió del marqués de Grimaldo, porque ya el padre Guillelmo Daubanton, confesor del Rey, había muerto el día 1 de agosto, con gran edificación, en el Noviciado de Madrid; porque luego que se sintió malo, se restituyó a él desde Valsaín, por morir en propia casa de San Ignacio, con tantas demostraciones de religiosa piedad, que se imprimió en muchos, y más con la carta en que daba aviso de su muerte, como es costumbre de su Religión, el padre Francisco Granados, rector del Noviciado, a los superiores de la provincia de Toledo, y en ella ponderó sus virtudes, tales que hacen gloriosa su memoria. Fue un religioso sabio y ajustado, de genio apacible y buen corazón para con todos. Nada pagado de los primeros empleos que tuvo en la Compaña, y de la primera aceptación en la corte, era siempre su trato llano y humilde. Mereció siempre una suma confianza del Rey desde su tierna edad, que le oía con veneración y afecto: por lo cual hicieron juicio los que lo observaban más adentro, que el Rey había perdido en este hombre un gran consuelo en su escrupulosa conciencia, y la Monarquía de España un ministro siempre aplicado a la mayor regularidad dentro y fuera del Palacio, y deseosísimo en todo del acierto.

* * *

Y volviendo adonde íbamos, quien verdaderamente consiguió que el Rey se contentase de las promesas del rey Jorge, fue el ministro inglés en Madrid, que tenía gran cabida con el marqués de Grimaldo. Y ya allanado este punto, si se concedían en la debida forma las investiduras la paz estaba llana, porque ni los intereses de la Italia en común, ni los de príncipes de ella en particular la podían embarazar, ni otras privadas pretensiones de unos y otros vasallos por los perdidos bienes, porque de cualquier manera, o se determinasen restituir o no, era igual respecto a los príncipes, aunque no respecto a los súbditos, nada considerados cuando se trata del público interés.

Esta es la infeliz condición de los hombres privados, que se sacrifican con casi certidumbre de ser poco (alguna vez nada) atendidos; ni podían serlo todos en esta paz, porque era preciso para esto que el Emperador restituyese al duque de San Pedro el Estado de Savioneta; al marqués de Stepala, Ula, y otros feudos en Italia a los que habían seguido el partido de España; y esto no era de su satisfacción, porque o le servían a la extensión de su poder, o a mantener muchos españoles de su partido, que tenían gruesas pensiones sobre estos Estados: ni aun muchos soberanos se libraban de esta infelicidad, porque no quería el Emperador se le hablase de la restitución de Mirándula a Pico, que se había retirado a España, y vendido la Cámara Imperial este Estado al duque de Módena, ni de la restitución de Monferrato, que se había dado al duque de Saboya, ni la de Mantua, que pertenecía legítimamente al duque de Guastala, ni del de Comachio al Papa, y aunque con éste tenían siempre abiertos los tratados los ministros imperiales en Roma, y el nuncio Grimaldo en Viena, todos eran artes de los austríacos para entretener al Pontífice imponiendo intolerables condiciones, no sólo de mantener presidio imperial, pero aún de que se había de conceder la cruzada en todos los Estados que en la Italia poseía el Emperador, lo cual excedía en gran parte el útil que le daba Comachio y su lago.

Ya tenía el Emperador ajustado que la Inglaterra y la Francia no se metiesen en esto, y se dejase a su arbitrio, que haría justicia; pero los españoles lo llevaban mal, porque querían cercenar a Mantua entregándola a quien pertenecía, mas solos en el Congreso no serían admitidos, aunque se había el Rey Católico declarado de proteger al duque de Mirándula y al de San Pedro, y para esto se proponía se le diese el ducado de Masa pagando el Emperador su valor a la Casa Cibo, que le quería vender, porque el actual duque de Cibo no tenía hijos, y en él se extinguía su línea, y con esto, reparado el daño al duque de San Pedro, se podía el Emperador quedar con Savioneta.

En esta idea tenía el Rey Católico no sólo la intención de quitar de la vecindad de Toscana un soberano, todo subordinado a la Casa de Austria, y poner en un confidente suyo como era Francisco María Spínola, duque de San Pedro, pero aún imposibilitar que los genoveses comprasen a Masa, porque era conocido perjuicio al comercio de Florencia y Liorna, que por el camino que mandó abrir el gran duque Cosme III pasaba sus mercadurías a Lombardía y por el Po se distribuían a toda ella hasta Turín y Venecia; y como era preciso por esta nueva senda pasar por tierras de Masa, si los genoveses compraban el Estado se hacía inútil aquel camino, y necesitaban los toscanos enviar sus mercadurías por Génova, con gran perjuicio de sus intereses, y más que los genoveses no querían admitir ropas de Levante que hubiesen tocado en Liorna, ni ya, por nuevo edicto sacado este año, concedían puerto franco a cuantas mercadurías venían por Levante, desde Civita-Vechia por Poniente, desde el río Varon y Niza, porque querían obligar con esto a los comerciantes del Norte y Levante, que sin tocar en otra parte del mar Ligústico viniesen derechamente a Génova.

Para facilitar esto determinaron en el Gran Consejo hacer un lazareto en la Especie, y enviaron con algunos ingenieros a Francisco Mari para que, según la planta que se le daba, en el lugar destinado empezase a abrir las zanjas, cosa que al rey de España desagradaba mucho, pero no lo podía remediar, porque esto, que tiraba al comercio, tenia el especioso pretexto del bien público, apartando la cuarentena y el venteo de las ropas de Levante o sospechosas de la ciudad capital, y retirándolo a un seno de mar muy espacioso y verdaderamente cómodo para lazareto, que a vueltas de él se concedería a sus mercadurías el puerto franco, dando despachos de Génova, y con esto se brindaba a los negociantes extranjeros a acudir a la Especie, que es una bahía capaz y segura, y en mejor situación que Génova para exitar a todas partes sus mercadurías.

* * *

En éste estado de cosas, todas indecisas, adoleció gravemente en un profundo letargo y retención de orina el gran duque Cosme III, y no hubo ministro en Italia que no despachase correo extraordinario a su soberano, porque se creyó que su muerte ocasionaría grandes novedades, y los ministros de España recelaban que bajo pretexto de ofrecerle su protección al sucesor, moviese el Emperador sus armas al bloqueo de Florencia, pues las tenía prontas no sólo en el Estado de Milán, con marcha de pocos días, pero aún en la Lunegiana y Orbitelo, donde había numeroso presidio para este caso.

Fundábanse estos recelos en que se había dado orden en Milán a algunos regimientos de estar prontos a la marcha al primer aviso, y el conde Carlos Borromeo, como vicario imperial, había enviado, con pretexto de componer unas diferencias en Luca, al conde Stampa, a que pasando y deteniéndose en Florencia, viese el estado de la enfermedad del Gran Duque, y se le dieron cartas para los gobernadores de los presidios y para el virrey de Nápoles, para que enviasen las asistencias de gente y dinero que el conde Stampa pediría. No se sabían con certidumbre todas estas previsiones, pero se sospechaban aún mayores, y que el conde haría acercar tropas a Toscana, si aquel soberano falleciese.

Con esta aprensión fue en Florencia muy mal recibido; y más, que abultaba estas voces y estas sospechas el padre Salvador Ascanio, que hacía los negocios del Rey Católico en Florencia, diciendo a los ministros no permitiesen novedad alguna por parte del Emperador, que su amo no la haría.

En efecto, con esta invención avisó el padre Ascanio al marqués de San Felipe, ministro de España en Génova, para que no pasase a Florencia, aunque muriese el Gran Duque, como tenía la orden para este caso, porque importaba no hacer novedad, y más, sucesor tan medroso y desafecto a España. El marqués conoció ser esto lo que entonces convenía; y aunque el duque de Parma le insinuó que importaba pasase luego que se diese el caso de la muerte, determinó no ejecutarlo con el Rey, y avigoró el dictamen del padre Ascanio, de género que le ordenó por entonces no pasar, aunque muriese el Gran Duque; porque el Rey, ofreciendo por su parte no hacer novedad, instaba a las potencias garantes que interpolase al Emperador para que no la hiciese, y así, lo ejecutaron tan eficazmente que fue obligada la corte de Viena a desaprobar el viaje del conde Stampa a Florencia y mandar no se hiciese movimiento alguno de tropas ni otra operación que alterase el estado de las cosas; y más, que tenía el Gran Duque sucesor y no se daba el caso de extinción de línea.

Stampa fue mandado retirar, y el Emperador se contentó asegurar al príncipe Juan Gastón no permitiría se le hiciese violencia, si alguna meditaban los españoles. Con esto se sosegaron los ánimos de todos, bien que antes de retirarse Stampa dio en la Lunegiana algunas disposiciones que manifestaban querer los austríacos asegurar bien que no fuese sorprendida Liorna o Puerto Ferraio, cuyo gobernador se había, sin razón, quejado que el de Longón prevenía la artillería de su plaza y doblaba las centinelas, pues éste sólo podía mirar a la defensiva. Sinceróse el gobernador, y parecían sus temores inútiles, porque ni había en Longón gente para empresa alguna, ni había que emprender más que atajar cualquier movimiento de los alemanes, que estaban más vecinos y en mayor número, tanto que los tres batallones que en Longón había eran incapaces de operación alguna más que defensiva en su plaza.

Dio largo plazo la enfermedad del Gran Duque para tomar de una parte y otra las acertadas medidas a que la quietud de la Italia obligaba y, por resolución, fue fenecida su vida. Expiró, en fin, el día 31 de octubre por la noche: príncipe verdaderamente religioso, pío y sumamente ajustado, en quien jamás se pudo notar vicio alguno ni inmoderación de afectos. Rigió con gran quietud sus pueblos, y con notable amor; era su continua limosna tan gravosa a su erario, que fue preciso socorrerle con tributos, no necesarios en un príncipe que jamás tuvo guerra, sí sólo la de algunas contribuciones al Emperador.

No hizo solemnemente testamento en tan críticos tiempos, porque no quería verse obligado a elegir sucesor después de Juan Gastón y su hija, la viuda Palatina, a la cual había declarado heredera en un testamento antiguo; dejóla doce mil escudos romanos de alimentos en una disposición singular y privada, cuyo papel entregó al arzobispo de Pisa, e hizo otros legados píos que no cumplió el sucesor, no sin gran fundamento.

Halláronse unos pareceres sobre la sucesión, y declaró el marqués Ranucini que mandó guardar el que era favorable al infante de España; pero todo lo suprimió el nuevo gran duque Juan Gastón, desafecto naturalmente a España, y en lo de la sucesión a todos, por su genio austero y desapegado, por su vida insociable y desarreglada, aunque en vicios directamente más perjudiciales a su salud que a su alma, que le redujeron a estado que poco se podía esperar de su vida, con que los príncipes, atentos a esta sucesión, volvían a entrar en nuevos cuidados, no habiéndose todavía concluido el negocio de las investiduras.

No dejaba el Emperador, con artificio, de dar a la hermana del Gran Duque esperanzas que sería en todo caso gobernadora de aquel Estado, y ella se empezaba a mostrar más humana con el partido de España, porque no se la hiciese oposición, y trajo a su dictamen en la apariencia al Gran Duque, quien ya no se manifestaba tan contrario, sin más fin que dejarle vivir en paz. Por eso se le hizo por su hermana el proyecto de declarar heredero al infante de España, si en su menor edad, llegando a suceder, tuviese por gobernadora del Estado a dicha princesa. Esto lo promovía vivamente el duque de Orleáns; pero como caminan tan a ciegas los hombres, sin certidumbre en cuanto imaginan, y son tan caducas las ideas como la vida, la noche del día 2 de diciembre, precediendo un deliquio de breves instantes, murió de repente el duque de Orleáns, sin haber alguno tenido noticia de su accidente antes que de su muerte, más que un familiar suyo, que al verle caer de una silla fue por un vaso de agua y le halló difunto.

Sucedió esto en el palacio del Rey, en el cuarto del mismo duque de Orleáns, cuyo cadáver fue llevado a su casa; y apenas llegó al Rey la noticia, dada por don Luis Enrique, duque de Borbón, cuando luego le fue conferido por el Rey el primer Ministerio, sin más aprobación que la de su maestro el obispo de Frixus, que se halló presente y no pudo dejar de asentir a ello, porque era en presencia del mismo duque, que dijo al Rey debía elegir un príncipe de la sangre, no dudando recaería en su persona, que era el primero después del duque de Chatres, hijo del de Orleáns, que tenía pocos años. Mandó luego recoger el duque de Borbón los papeles del de Orleáns que se hallaron en el cuarto que tenía en palacio; los de su casa no se buscaron por respetos al sucesor, que tuvo con Borbón algunos sinsabores, aunque después sobresanados.

Era asentada opinión en Francia que el duque de Orleáns tenía muchos millones ganados en los arbitrios del Banco de Misissipí, pero no se hallaron, o su heredero los supo ocultar con gran maña, porque aunque estuviesen en las plazas extranjeras de Holanda, Inglaterra, Génova o Roma bajo otro nombre, era muy difícil sepultar una verdad que tantos la sabrían y debrían, y debía constar en los libros del duque y de los que en Francia dieron su nombre para el depósito de este dinero, que era suma desproporcionada a cualquier particular, según se creía; porque daban en decir los más entendidos en el comercio de la Francia, que faltaban trescientos millones de libras tornesas, y por muchas que hubiese robado Lauus y otros a quienes quiso enriquecer y para que le tolerasen, no era presumible que el duque dejase asolar la Francia sin interés propio, porque su alto entendimiento y sagacidad le hacía incapaz de ser engañado.

Creían los superficiales en esta muerte que había perdido el Rey Católico mucho, faltando quien promoviese sus intereses; pero los más entendidos creían que había perdido el Emperador un amigo a quien contemplaba con secreto tratado de que le ayudase en su casa a la sucesión de Francia, para excluir la Casa de España. Esta muerte del duque nada varió el sistema del mundo, y los plenipotenciarios franceses de Cambray tuvieron confirmación de sus instrucciones, porque aún era interés de la Francia la paz, por hallarse sin más ideas que su quietud, que la necesitaba, molestada de tanto dispendio en el quimérico Banco del Misissipí, y del contagio de la Provenza, que en este año se le restituyó el comercio enteramente por haber cesado ya desde el pasado toda sospecha, aunque en España todavía se daban a las ropas de Marsella algunos días de cuarentena, de lo que se quejaban agriamente los franceses, nación más pronta y de menor refleja en sus operaciones.

Este cuidado contra la Francia avivó el que se debía tener contra Portugal, por haberse encendido un mal epidémico en Lisboa, de lo que murieron más de cuarenta mil personas, pero de inferior calidad; creyóse peste, pero no fue más que una intemperie de sequedad, no purificando el aire de las lluvias, que había muchos meses faltaban, y de alguna mala calidad de víveres, que hizo precisamente comestibles la falta de granos, la cual duró poco, porque acudieron de todas partes naves cargadas de ellos, de Francia y Levante. En España hubo también alguna penuria, pero luego fue socorrida de la vigilante ambición de los mercaderes italianos, que no pierden ocasión a su logro. Nacióle en este año otro hijo al rey de Portugal, del cual fue padrino el rey de España y la Reina viuda de Carlos II, que todavía estaba en Bayona. Diéronse los poderes del rey de España al marqués de Capicelatro, su embajador en Lisboa; y a pocos días murió el recién nacido infante.




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Año de 1724

Con la más ruidosa y no esperada novedad empezó este año, habiendo hecho el rey Felipe, en el día 14 de enero, renuncia de todos sus reinos y señoríos en el príncipe de Asturias Luis I, su primogénito, retirándose a vivir con la Reina privadamente, y depuesta toda real pompa y aún las guardias, a la quinta de San Ildefonso, en Valsaín, donde había él mismo fabricado un palacio y mandado componer deliciosos jardines. Despidió toda su familia para que pasasen a servir al nuevo Rey, y se reservó para su mantenimiento seiscientos mil ducados y lo que fuese menester a concluir los jardines del palacio; edificó una suntuosa iglesia, y la doró y adornó realmente.

Detúvose para asistirle el marqués de Grimaldo, y por único mayordomo y caballerizo al señor de Valux, francés, que era su antiguo mayordomo de semana. Con la Reina quedaron dos damas, cuatro camaristas y dos señoras de honor. Toda la familia, incluyendo los de escalera abajo, se redujo a sesenta personas; y en la caballeriza quedaron pocos tiros de mulas y caballos de montar, porque ya el Rey hasta el gusto de la caza iba perdiendo, amando sólo la soledad y el retiro.

Con el instrumento de la renuncia pasó el marqués de Grimaldo al Escorial el día 14, donde estaba el príncipe, y se leyó ante toda su corte, no sin lágrimas, y aun del mismo príncipe, por las razones y cláusulas con que estaba concebida, dando por motivo que, habiendo el Rey considerado de algunos años a esta parte la nada de las cosas mundanas y los padecidos trabajos, queriéndose retirar a pensar sólo en su salvación, dejaba con absoluta entera renuncia sus reinos a su hijo primogénito, jurado príncipe de España, de cuyas bellas calidades y prudencia se prometía el desempeño de la obligación en que Dios le constituía nuevamente.

Prevenía en la misma renuncia que, muriendo el príncipe Luis sin hijos, pasase el reino a su hermano el infante don Fernando, y así por los demás hijos por sucesión, y en caso de menor edad de don Fernando u otro sucesor, viviendo el rey Felipe, formaba una regencia de los presidentes de los Consejos, del arzobispo de Toledo y del inquisidor general, y del consejero de Estado más antiguo, hasta que el Rey inmediato tuviese catorce años. Obligaba al rey Luis y sus sucesores a cumplir los testamentos que hiciese el rey Felipe y su mujer la reina Isabel, y a pagar las deudas de la Corona, que eran casi tres millones de pesos, y a contribuir cualquier cosa que viviendo pidiesen, bajo cuyas condiciones sólo fuese válida la renuncia, la cual hizo el Rey tan deliberado, que hizo voto de no ocupar más el trono ni reinar.

Era sumamente edificativo el papel de aviso que el Rey mandó pasar a los consejeros; más lo era una carta que de su puño escribió a su hijo, con documentos santos y píos que edificaron el mundo, la cual fue traducida en muchos idiomas; fuera prolijo ponerla aquí a la letra; sólo diré que el más penitente anacoreta no la podía escribir más expresiva y ajustada a los preceptos evangélicos; tanto, que los críticos desearon en ella se entretejiesen documentos políticos entre los morales. Recomendaba a la Reina y a los infantes, y poniendo el ejemplo del santo rey Don Fernando y San Luis, rey de Francia, les exhortaba a la perfección; también expresaba en ella que la Reina se había resignado con gusto a esta resolución, y creyeron muchos estaba esta cláusula puesta para atajar la censura de que la hubiese tomado sin su conocimiento, porque no hay ejemplar en las historias de semejante voluntario retiro de un príncipe casado y de solos treinta y nueve años de edad, y la Reina de treinta y uno, con probabilidad de tener otros muchos hijos; y así, fue preciso incluir a la Reina en la determinación, sin cuyo consentimiento es cierto que no se tomó, mas no probaba esto haberle dado gustosa; pero siempre prueba un raro ejemplo de virtud y conyugal amor de convenirse al decreto del marido, tan arduo, que sola una superior vocación le puede hacer llevadero, descendiendo del Trono a vida privada, y de la soberanía a la dependencia, dejando gran parte que la cabía del mando en la voluntad del Rey, a un príncipe que no era su hijo, a quien entregaba los suyos sin concluirse el negocio de Toscana, que había sido el principal objeto de tantos años de negociaciones, con notable dispendio de la Monarquía.

Este reparo se venía a la cara contra el Rey y los políticos tenían el hecho por intempestivo en vísperas de un Congreso de paz no abierto todavía por las dilaciones que el Emperador interponía a dar las disputadas investiduras, aunque ya había dado palabra a los últimos del precedente año de darlas, y así lo dejó en París ajustado el barón de Penteriter, que pasó desde Cambray a este efecto; pero cuando el Rey hizo la renuncia, que fue el día 10 de enero, aún no se habían dado, porque éstas salieron de Viena el día 7, que no hubo tiempo de saberlo, ni se hubieran aquel día expedido si hubiese el Emperador previsto y penetrado esta gran resolución, la cual tuvieron en las cortes del Norte y en algunas de Italia por política y no espiritual, adelantándose a creer que era para habilitarse a la Corona de Francia en caso de la muerte de Luis XV; discurso tan improbable, cuanto lo es que un hombre de treinta y nueve años deje lo que posee, aspirando a suceder a un niño de catorce, porque esta era la edad del Rey Cristianísimo, sano y robusto, sin apariencias de fundar muy remotas esperanzas; que ni las debía tener el Rey Católico, aun cuando el de Francia fuese decrépito, no sólo en virtud de tantas renuncias, sino también de la manifiesta oposición de tantas potencias, volviendo a los principales motivos que suscitaron la sangrienta y pertinaz guerra que hemos escrito.

Ni conocían bien el genio del Rey los que esto discurrían, porque ni su delicada escrupulosa conciencia era capaz de faltar a lo prometido, ni su aversión a los negocios, ni la falta de sus fuerzas para grande aplicación le podían estimular a los inmensos trabajos de regir una para él nueva Monarquía de franceses, dividida precisamente en facciones en caso de faltar el actual dominante, pues aunque los parlamentos y los más ancianos padres de la patria estuviesen por la Ley Sálica, que favorecía al rey Felipe, los príncipes de la sangre y sus adheridos estarían por el inmediato al Trono entre ellos, que era el duque de Orleáns, mozo y soltero, por lo cual los que le seguían miraban más vecina la posibilidad del solio que si le ocupase el rey Felipe, que, a más del príncipe de Asturias, tenía otros tres varones, si no los que podían tener dos individuos conocidamente fecundos.

Estas razones, que convencían a los más reflexivos, avivaron el ingenio para discurrir otras que hubiesen dado impulso a tan grande hecho, porque raros se persuadían a que era mera razón del espíritu, abstraído de cosas mundanas y todo entregado a la contemplación de lo eterno, ya porque pocos criados en las brillanteces del Trono conciben estas ideas austeras y melancólicas, ya porque no es incompatible la Corona con la santidad y perfección de costumbres, antes medio oportunísimo para servir mucho a Dios y ejercitar con superior heroísmo todas las virtudes, y más constituido el Rey en un estado en que estaba dividido de sí mismo por la contraída unión con su mujer, no siendo siempre seguras todas las ideas de elegirse un estado a su arbitrio, dejando aquel en que Dios le había constituido, porque los caminos para la perfección son muchos, y el estado que nos es más repugnante puede ser el mejor.

Estas razones tenían réplica, porque puede ser, según la condición del corazón humano, el acto mayor y sin igual dejarlo todo, y más una Monarquía como la de España; y así, los hombres píos y de dócil corazón lo atribuían a sólida virtud y temor de errar en el gobierno.

Los enemigos del Rey y algunos ministros que residían en aquella corte escribieron que estaba enteramente incapaz de gobernar, y que por hacérselo dejar con honra, habían fingido toda aquella renuncia y papeles que hicieron firmar del Rey sin saber lo que era. Esto tenía mucha improbabilidad, porque era por dar falsario al marqués de Grimaldo, que había extendido la renuncia, y a los testigos, y cargarse el marqués de ser suyas, y no del Rey, las mercedes que se publicaron y las disposiciones que se dieron en el mismo día de la renuncia; y esto no lo hubiera pasado la Reina, que era quien mejor sabía el estado de la salud del Rey, y tenía algún riesgo de mal atendida si se probaba que hubiese cooperado a hacer firmar al Rey lo que no entendía; porque se dieron en este mismo día por el Rey muchos toisones: al marqués de Grimaldo, al de Valux, al marqués de Anníbal Scotti, enviado del duque de Parma, y hasta a doce personajes, sin duda beneméritos, pues el Rey los juzgó capaces de esta honra.

Se dio la presidencia de Indias al marqués de Valero; la de Órdenes, al conde de Santisteban del Puerto, que estaba en Cambray, y se hicieron otras muchas provisiones militares de empleos vacantes, y la guardia de los alabarderos, al príncipe de Maserano; fue nombrado ayo del infante don Felipe el marqués del Surco, don Fernando de Figuera, y se señaló al príncipe, para el Gabinete, al marqués de Mirabal, gobernador de la presidencia de Castilla; al arzobispo de Toledo, don Diego de Astorga y Céspedes; al inquisidor general, obispo de Pamplona, don Juan de Camargo; al marqués de Valero, al marqués de Lede, al conde de Santisteban del Puerto y a don Miguel Francisco Guerra, todos sujetos de conocida bondad y experiencia en los negocios; y para dar providencia de todos, se pusieron hombres de todas facultades, y se le dio al marqués de Grimaldo por sucesor, en la Secretaría del Despacho Universal de Estado, a su primer oficial don Juan Bautista de Orendain, y en la de Indias y Marina, a don Antonio Sopeña; se dieron las futuras de los empleos en la Casa Real a los que las tenían en la del príncipe, porque todos los criados del Rey y la Reina pasaron a servir los nuevos amos en el propio empleo.

Es temeridad creer que todo esto se había ejecutado sin acuerdo y conocimiento del Rey, haciéndoselo firmar ignorante o incapaz de saber lo que hacía. Hemos procurado, aunque ausentes, indagar esto, como punto tan esencial para estos COMENTARIOS para la verdad del hecho; y hallamos, refiriéndonos al año 22 de ellos, que el Rey padecía, sobre profundísimas melancolías, una debilidad de cabeza que le era imposible la grave y continua aplicación al gobierno de tan vasto Imperio; era naturalmente implicado y le atediaban los negocios, porque le obligaban a resolverlos, cosa pesadísima a su delicada conciencia, a su genio sospechoso y de todos desconfiado -y aun de sí mismo y de su propio dictamen-, y aunque le había dejado por sucesor el padre Daubanton al padre Gabriel Bermúdez, jesuita, de la provincia de Toledo, hombre docto y de virtud, éste se cargaba menos de lo que hacía el padre Daubanton, y así quedaba más cargado el Rey, porque el padre Bermúdez no quería atender más que a las cosas meramente de su oficio de confesor.

La mayor felicidad y expedición del padre Daubanton, desimpresionando al Rey de vanos e insubsistentes escrúpulos, le entretenían y aliviaban en parte; y así, viviendo, no permitió al Rey esta resolución, aun viniendo solicitada del duque de Orleáns, como dijimos; el padre Bermúdez le aliviaba menos de su natural estrechez de conciencia, y así luchaba el Rey más con sus propios temores de errar, no pudiéndose vencer a fiarse totalmente de uno ni de muchos, por lo cuál había considerable atraso en los negocios de mayor entidad; pudiera resolverlos el marqués de Grimaldo, pero tampoco quería hacerse cargo de todo sin clara y explícita deliberación del Rey, cuya melancolía crecía más al paso que se aumentaban sus temores e inacción, de lo que incurrió en desesperar de poder cumplir con su oficio sin peligro de error, ni de poderlo hacer todo; y como su radicada virtud y piedad no daba lugar a sufrir dudas en su salvación, con tedio de tan espinosa ocupación para su ánimo, ya ocupado de temores y sospechas, y para su cabeza, ya débil, lo dejó alegre e intrépidamente todo fiado en la bondad y prudencia del príncipe su hijo, que con el consejo de los que para el Gabinete le dejaba, regiría bien la Monarquía y tendrían los vasallos el alivio de más pronta expedición.

Conoció verdaderamente el Rey su espiritual y corporal enfermedad, y no hallando disuasión para esto en el padre Bermúdez, que era del propio dictamen, y en la Reina, que conocía la necesidad en que el mismo Rey se había puesto, se lo dejaron ejecutar, porque, verdaderamente, con acuerdo, reflexión y conocimiento pleno, lo ejecutó y quedó contento de ejecutarlo, sin haber conocido señal alguna de arrepentimiento, como publicaban los maldicientes, porque la virtud del Rey era más sólida que lo que muchos creían; pues aseguraban sus confesores no haberle jamás hallado pecado mortal, y el que tenía cuando partió de Francia, afirmaba que no había perdido la gracia bautismal. Muchas virtudes pudiéramos asegurar del Rey por aserción de hombres fidedignos que le trataban familiarmente o sirviendo a su persona o siendo sus confidentes ministros; pero la que más resplandecía en el Rey era la verdad y la castidad conyugal, aun combatida de lances no sólo fortuitos, pero con cuidado expuestos de quien le importaba ganar la voluntad del Rey aun por tan ilícitos medios.

Tenía la rectitud en balanza tan bien ponderada, que tardaba a ejecutar lo mismo que deseaba porque no le engañase su afecto; ni sin consulta de muchos teólogos ejecutó jamás cosa en que podía intervenir escrúpulo; y era en esto tan nimio, que tropezaba en menudencias, y repitiendo consultas, resolvía más tarde. Era su genio belicoso y fuerte, amante de los soldados, a quienes confirió los más grandiosos empleos, hasta darles los dos virreinatos de Indias y los mejores gobiernos, y aun todos los del continente de España, no sin gran razón, porque habían sido los que a costa de su sangre le habían mantenido en las sienes la Corona; y tenía tan exacta noticia de todos los oficiales, que no proveyó empleo militar sin método muy regular y asentado mérito, aunque con el Rey le perdía el que no vivía ajustado, sin escándalo.

Tachábanle sus mal afectos que olvidaba tarde y no perdonaba las ofensas. En esto de perdonar se arreglaba por los ministros; y siendo infalible que no hay en las Historias Rey que haya experimentado más traidores públicos y ocultos, ni más rebeldes en número y calidad de personajes, no ha sacado gota de sangre en tantos reos de infidencia que han estado presos en las cárceles de España, ni ha querido se procediese contra ellos con la fórmula de juicio, y perdonó infinitos, luciendo más esta virtud de perdonar al enemigo en lo que por sus plenipotenciarios significó al Emperador en Cambray, dándole noticia de esta renuncia y asegurándole rogaría siempre a Dios por sus prosperidades y para que tuviese sucesión varonil, para ser propugnáculo de nuestra Santa Religión, contra tantos enemigos que la combaten. La Reina, por asentir al gusto de su marido, se sujetó a la vida privada y se vistió luego a la española, renunciando todo género de galas y tomando un vestido de saya.

Pasó luego el príncipe de Asturias a Madrid y fue proclamado Rey, aunque los más de los jurisperitos, y los mismos del Consejo Real, veían que no era válida la renuncia, no hecha con acuerdo de sus vasallos, que tenían acción a ser gobernados por aquel príncipe a quien juraron fidelidad, no habiendo impotencia legítima para dejar el gobierno ni decrépita edad que no pudiese tolerar el trabajo. Otras muchas razones daban los legistas, pero nadie replicó, pues al Consejo Real no se le preguntó sobre la validación de la renuncia, sino se le mandó que obedeciese el decreto, y muchos de los españoles, y la mayor parte de los magnates, le oyeron con gusto, porque ya tenían Rey español y sumamente amado por su afabilidad, liberalidad y benignísimo trato, y, sobre todo, amante con el mayor exceso de su nación española, casi con aversión a las demás comparativamente.

* * *

En fin, por el rey Luis I se alzó el pendón con la acostumbrada solemnidad el día 9 de febrero. Admitió toda la familia de su padre, y a la suya se dejó el sueldo y se dio futura de los empleos. Lo propio se ejecutó con la familia de la princesa, y no hubo más novedad en la Monarquía y en todo el sistema de ella, sino mudar en el Trono personas, sin que se advirtiese otra mutación, y más, que el nuevo dominante todo lo consultaba con su padre, de forma que todavía quedaba en Valsaín el oráculo no sólo para las cosas más principales, pero aún para las mercedes, de donde fue advertido al rey Luis se moderase en ellas, porque había hecho algunas que tocaban en algún exceso, dando pensiones y futuras; de género que aquéllas fue preciso moderarlas, sobre lo cual se ordenaba al gobernador del Consejo Real invigilase mucho, porque se quitaba el Rey, con vulgarizar los honores, el premio a que aspiraban sujetos de mayores servicios de los que a río revuelto habían pescado en esta coyuntura; bien que otras mercedes hizo dignamente empleadas.

El Real Erario era lo que más embarazo daba a los nuevos ministros, porque se halló la Tesorería agotada, y se divulgó que días antes de la renuncia había mandado pasar el rey Felipe cuatrocientos mil ducados que había en aquellas reales arcas. De esto no nos hemos podido certificar, porque don Fernando Verdes Montenegro, tesorero general de la Guerra, no contestaba en este punto, y tenía sus resguardos, con que hacía servicio del silencio, viendo que todavía se mantuvo en Valsaín, y que el marqués de Grimaldo tenía casi la misma autoridad, con menor riesgo, porque no parecía ya su firma, y el Rey -aunque con su dictamen- respondía inmediatamente a su hijo.

Viendo estas mudanzas don Juan del Río, marqués de Campo Florido, presidente de Hacienda y secretario del Despacho Universal de ella con la general superintendencia, y que era el papel más principal en el Gabinete el marqués de Mirabal, presidente de Castilla, hizo dejación de todos sus empleos, que no le fue en Valsaín admitida; antes le insinuó el rey Felipe se daría por servido en que continuase en ellos; hizo segunda dejación, y se le admitió.

Nombróse por presidente de Hacienda a don Juan Blasco Orozco, presidente de la Sala de Alcaldes, y por secretario del Despacho Universal de Hacienda y absoluto superintendente de ella a don Fernando Verdes Montenegro, y Tesorería General se dio a don Nicolás Hinojosa, que ya lo había sido.

Todas estas mutaciones en el gobierno de Hacienda y nuevos gastos de dos Casas Reales hacían escasear el dinero; y así, se discurrió en reforma de tropas, y más, creyéndose adelantada la paz; porque en estos mismos días habían llegado las investiduras para el infante don Carlos de los Estados de Toscana y Parma, con las cláusulas más amplias, no sólo de cuanto actualmente poseían ambos príncipes, pero alargada la sucesión a todos los hijos de la Reina por sucesión regular de varones, aunque fue preciso que antes saliesen garantes la Francia y la Inglaterra de que en su caso había de tomar las investiduras de la actual posesión dentro de un año el infante.

Hizo el Rey su hermano las mayores demostraciones de júbilo por este suceso, y fue en público a dar gracias a Atocha. El infante pasó luego a ver a sus padres a Valsaín, adonde fue, antes de ir a Madrid, el mariscal de Tessé, embajador extraordinario de Francia, que no pudo sacar del rey Felipe más que un benigno reconocimiento; en lo demás se remitió a la corte, donde le dieron, para tratar sus negocios, por ministro al marqués de Mirabal, presidente de Castilla, porque entre los del Gabinete se había dividido el oír y referir los negocios extranjeros, y tocaron al presidente los de Francia, entonces bien difíciles y secretos.

Publicóse que su mayor comisión era tomase el Rey a bien que, dando la infanta de España por mujer a José Luis, príncipe del Brasil, primogénito del rey de Portugal, tomase otra el Rey Cristianísimo, para acelerar la sucesión, si fuese posible, pues a la infanta la faltaban nueve o diez años para poderla tener, y que admitiéndola por esposa el príncipe del Brasil, tomaría el rey de Francia para suya a la infanta María Magdalena de Portugal, su hermana, que tenía trece años, y casi igual a la edad del Rey, y la infanta de España a la del príncipe, que sólo tenía diez años, tomando a su cargo la Francia todo el tratado y la conclusión de él. Estaba a este tiempo el marqués de Monteleón en Madrid, y sus émulos publicaban que él era de este dictamen para malquistarle con el rey Luis, que tomaba muy mal estas voces.

Dudóse si se enviaría a Italia al infante don Carlos. No hubo ministro español que a ello asintiese, pero lo instaba Monteleón, cuyo voto venía con el apoyo de la reina Isabel, que lo deseaba mucho, por parecer adelantaba mucho en la materia; y como la dirección de lo más importante todavía estaba en San Ildefonso, determinándolo todo el rey Luis con parecer de su padre y del marqués de Grimaldo -que era lo propio que a gusto de la Reina-, tuvieron orden los ministros que residían en París y Londres de proponer a aquellos Soberanos la intención del Rey sobre el infante don Carlos.

Nada parecía más natural que declararle Gran Príncipe después de obtenidas las investiduras. Con todo, ni esto quisieron consentir, cuanto más a que viniese a Italia; porque, consultado el Emperador sobre esto, lo resistía todo, sin haber menester de las instancias que contra esto hacía en Viena el ministro de Toscana, porque nada sentía más el Gran Duque que ver se acercaba, no sólo a su Trono, pero aún a los confines de él, el infante de España, cuyo nombre aborrecía mortalmente, y más, que era contra lo que había ordenado de que se diese el título de Gran Princesa a su hermana, la viuda Palatina, a favor de la cual disponía su testamento.

Tampoco eran de dictamen de consentir en lo que el Rey Católico quería las cortes de París y Londres; ésta menos, por más allegada a los intereses del Emperador; la de Francia se hubiera inclinado, si salían bien sus negociaciones en Madrid a Tessé; pero éste adelantaba poco, porque se les había acabado a los españoles la subordinación a la Francia, y trataba con el gobernador del Consejo Real, marqués de Mirabal, genialmente adverso a las máximas de los franceses.

Ni esto lo quería el rey de España someter al Congreso de Cambray, porque le parecía que allí todo se retardaba más de lo que deseaba la Reina, siempre instada del marqués de Monteleón, que deseaba volver a Italia con el especioso título de plenipotenciario. Los reyes de Francia e Inglaterra, por templar en algo el ardor de esta negativa, dispusieron que se tratase en Cambray de dar la última mano al artículo sexto del tratado de Londres sobre la sucesión de Toscana y, principalmente, sobreponer en ella guarnición de esguízaros, como se había convenido.

El Emperador no pudo negar su consentimiento, porque no había por dónde dilatarlo más, y así lo dio a entender al Gran Duque por su ministro, ofreciéndole que procuraría no le fuesen estas guarniciones de molestia ni de gravamen a sus rentas. Esto era dorar la píldora, porque ya veía el Gran Duque que era desaire de su soberanía y una tácita esclavitud de sus pueblos, expuestos al arbitrio de gente de guerra, hambrienta de las riquezas y delicias de la Italia, tan desemejante a la Helvetia. Este artículo quedó en Cambray nuevamente concordado, y se pasó a las formales conferencias y reconocidos por mediadores los reyes Cristianísimo y británico.

Los primeros pasos fueron dar recíprocamente sus pretensiones el Emperador y el Rey Católico; aquéllas las quisieron directamente de Viena los mediadores, y las del rey de España fueron admitidas para enviarlas al Emperador, inútilmente, porque se oponían con las del César, que por preliminar declaraba que no se le hablase de Italia ni de la restitución de Mantua y otros Estados que tenían en ella los que se pretendían dueños. Esto no se podía ventilar sino en Ratisbona y en el Consejo Áulico, que asentada la sucesión de Toscana, de todo lo demás no se trataba en cuanto a Italia en el tratado de Londres; ni el rey de España, en virtud de su renuncia, tenía derecho a entrometerse en la Italia, ni le pertenecían los intereses de sus príncipes ni los del duque de Parma, porque éste era punto de jurisdicción inseparable del Consejo Áulico; pues con Parma sólo había disputa de confines sobre las tierras que baña el Po.

Insistía, con todo, el Rey Católico en que se debía restituir la Italia a su primer estado, porque era interés del infante cuanto poseería la Toscana, y que así se habían de restituir a quien tocaban los Estados de Mantua, Mirándula, Monferrato, Sabioneta y otros feudos de menor nombre, y que se habían de prohibir las contribuciones y señalar por comisarios neutrales los límites del Estado de Milán y Parma, en las riberas del Po, y que no se consintiese a la venta del ducado de Masa sino bajo, la condición de no innovar cosa alguna el nuevo comprador, que se disponía fuesen los genoveses; cláusula que mira a perjudicar el comercio de Toscana.

Nada de todo esto quería oír el Emperador, y protestó que llamaría sus plenipotenciarios, porque era la Italia la niña de sus ojos y sus Indias inagotables, pues por ella lograba el dinero de España, que hacía un giro preciso hasta Germania; exprimiendo ésta a los italianos, no sólo con las abiertas contribuciones que a su arbitrio el Emperador pedía, pero con la dependencia de toda la Italia de aquella corte, adonde por mil modos venía a parar el dinero.

No quería el Emperador achicar su poder, restituyendo a Mantua, ni dar el dinero que le había costado al duque de Módena la Mirándula, ni podía quitar de manos del rey de Cerdeña el Monferrato sin una guerra formal, donde no tenía interés, ni éstos eran ejemplos conformes a lo que pretendían sacar de la Santa Sede por la restitución de Comachio, y más, cuando era menester hablar más moderadamente, por regir la Iglesia católica un Pontífice integérrimo y santo que se dejaría con gusto martirizar por la inmunidad eclesiástica y defensa de lo que a la Sede Apostólica pertenece.

Había muerto en 10 de marzo el Pontífice Inocencio XIII, y después de algunos debates en el cónclave -porque la facción de los Albanis, con gran número de creaturas del Pontífice Clemente XI, pretendía elevar una de ellas a la suprema Sede-, en fin, asistiendo el divino Espíritu, salió, sin que nadie lo esperase, elegido el día 29 de mayo para Sumo Pontífice el cardenal Vicente María Ursini, religioso dominico, y aunque ilustre por la antigüedad de su clarísima sangre, más le ilustraban sus profundas virtudes, que predicaba más con el ejemplo que con la voz. Era hombre de vida austera y religiosa, de quien no se podía esperar ni contemplación a príncipes ni cosa que no fuese, según dictamen, la más perfecta; era acérrimo defensor de la Iglesia, y aunque el Emperador había despreciado casi la temporal potestad del Pontífice, como verdadero católico tenía sumo respeto a lo espiritual, y mandó se tratase de lo de Comachio con más blandura y arte; por esto no quería abrir camino a otras restituciones, por si podía sacar del Pontífice la bula de la Santa Cruzada para sus reinos de Italia, como lo tenía ajustado con su antecesor; pero su muerte dejó el tratado imperfecto.

Estas reflexiones le mantenían, para no dar oídos con el Congreso de lo que podía moderar su despótica autoridad en Italia, de lo que se quejaban los españoles después de haber facilitado por su parte cumplir cuanto en el tratado de Londres quedó ajustado, y en primer capítulo de la accesión del Rey Católico a él; porque se obligaron sus plenipotenciarios al conde de Provana, que lo era del rey de Cerdeña, de restituir en tres meses, en especie o su equivalente en dinero, la artillería que los españoles sacaron de Cerdeña y hallaron en ella, cuando la ocuparon el año de 17; y aunque sobre dineros cobrados en Sicilia podía pretender el Rey Católico más que igual compensación, el modo de pagar esta artillería se cometió en Génova a los diputados del rey de España, que fueron el marqués de San Felipe y el marqués de Santa Cruz, vizconde del Puerto, que estaba aún en rehenes por ella en Turín; y por parte del rey de Cerdeña fueron diputados el conde de S. Nazar, gobernador de Alejandría, y el conde de Groz, ministro de dicho soberano en Génova.

Luego admitieron los piamonteses el precio (aunque bajo) que ofrecieron los españoles, porque temiendo Víctor Amadeo que se turbase el Congreso de Cambray, quiso sacar el dinero que pudo, y dio de mala gana, para la solución, tres meses de tiempo; lo tomaron con arte los diputados españoles, para que el Rey le tuviese de ver las disposiciones de Cambray y arreglar a ellas su deliberación, y aunque fuese en el corto interés de estos veinte mil doblones; porque sólo se reflexionaba, aunque tarde, que al Rey Católico todos le daban de prometido, pero le tomaban de contado.

No dejaba de entenderlo la sutileza y honra de los españoles; pero ya la corte había tomado empeño de hacer soberano al infante don Carlos, y todo se posponía a este, más que dictamen, anhelo; y aunque los ministros del rey Luis se quisiesen moderar, todavía el rey Felipe, valiéndose del marqués de Grimaldo y del padre Bermúdez, era el árbitro del Gobierno, y de éstos eran hechuras los consejeros del rey Luis; aunque todos de sana intención, no se atrevían a disgustar al rey Felipe, ni estaban a tiempo de mudar sistema, antes consintieron en que se volviese a enviar al marqués de Monteleón a las cortes de los príncipes garantes, para apretar al Emperador a que cumpliese todo el tratado, y se resolviese a dejar partir a Italia al infante don Carlos, puestas antes las guarniciones de suizos en las plazas, como quedaba convenido.

Para que Monteleón tuviese interés en lo que iba a solicitar, le dieron la plenipotencia para Italia, adonde había de residir después de ajustado todo, y ya sin dificultad reconocido el infante Gran Príncipe de Toscana; y con estas instrucciones partió de Madrid a 28 de julio. Había también de pasar al Haya, para ajustar la liga de las Provincias Unidas con la Francia y la España, en caso de mover guerra al Emperador, reconociéndolas con haber por ellas sacado la cara el Rey Católico con la Francia, para embarazar la compañía de Ostende, que era la espina que tenían hincada en el corazón los holandeses; y para sacarla no estaban lejos de una liga con España, pero no la habían determinado ni ofrecido; nada se ignoraba en Viena.

Con todo eso, se permanecía con arrogancia y altanería contra las proposiciones que dieron en el Congreso los plenipotenciarios de España. También en ella tuvieron entera repulsa las que dieron los del Emperador, y se pusieron ambos príncipes tan discordes, que ya la Europa desconfió de la paz, y en ambos reinos se hacían manifiestos preparativos para la guerra, porque el Rey Católico aumentó diez hombres por compañía en todas sus tropas, que era un aumento de doce mil, y el Emperador mandó completar sus cuerpos, que era reclutar más de treinta mil hombres; previno para dilatada defensa las plazas de Italia, y se trabajó con calor en perficionar la de Pizigiton.

* * *

Muchos eran los capítulos en que se discordaba; lo principal que sentía el Emperador era querer la España que restituyese a quien pertenecían las plazas de los soberanos, que tenía en su poder. Estaba también picado de que se introdujese la España en quitar la compañía de Ostende para lisonjear los holandeses con el pretexto que iban por el mar del Sur a sus Indias y cometían perniciosos contrabandos. Añadíase a esto insistir nuevamente el Rey Católico que luego se fijasen los límites de los Estados del duque de Parma, con restitución de lo que se le había usurpado en el Po por la parte de Cremona, y también otro pedazo de tierra por la vía de Mantua, porque había de poseer el infante cuanto poseía el duque de Parma al tiempo que se estipuló el tratado de Londres.

Pedía también el Emperador los privilegios de Cataluña y Aragón, y quitar al Rey Católico la facultad de dar Toisones, porque ya no le quedaba cosa de la sucesión de los duques de Borgoña y condes de Flandes, instituidores de esta Orden. Fuera largo referir las pretensiones que cada día de parte a parte se forjaban, con la antigua máxima de pedir mucho para lograr algo; pero ya está el mundo muy sabio para engañar con ella, y mientras se disputan menudencias, se corrompe alguna vez la oportunidad de lograr lo más importante; si hay necesidad o prisa de hacer la paz, como la tenía el rey de España, por asegurar la sucesión de Toscana e introducir en ella de una vez guarnición antes que faltase el Gran Duque, amenazado claramente de hidropesía y asma.

Las potencias garantes sólo instaban se cumpliese el tratado de Londres; no negaban esto los dos Monarcas opuestos, pero la inteligencia y el modo era difícil de ajustar, porque el Emperador creía convenirle la dilación y no temía que el rey de Inglaterra hablase de veras con tanta dependencia del Imperio por sus Estados de Germania. También creía se rompería la buena inteligencia entre la España y la Francia, no sólo por la voz de que no llegaría a efectuarse el casamiento del Rey Cristianísimo con la infanta de España, pero porque sucedió un accidental disgusto entre el rey Luis y su mujer, que obligó a aquél -primer consejo de su padre, y con acuerdo de algunos ministros- a retirar la Reina desde el paseo al Palacio de Madrid, no dejándola de él salir, ni de las piezas en que dormía, ni hablar con más personas que la camarera mayor, condesa viuda de Altamira, y el mayordomo mayor, marqués de Valero; ninguna dama, y sólo pocas camaristas escogidas, y no de la mayor estimación de la Reina.

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Este género de prisión o reclusión dio gran golpe en el mundo, sin mancillar el honor de la Reina, que tenía sólo quince años; y así, los más preciados adivinos políticos creían tener esta pública y descariñada resolución más arcanos motivos y razones de Estado, por no poder deshacerse de la Reina cuando de Francia se restituyese la infanta. Alentaba esta sospecha el asegurar muchos palaciegos que no se había consumado este matrimonio, aunque el rey Luis se hubiese en un mismo tálamo unido con la Reina más había de ocho meses. Mas todo esto no tenía fundamento, ni las culpas de la Reina eran más que pueriles inadvertencias, y creer que era lícito romper la seriedad y gravedad de la etiqueta española, tan aborrecida de las otras naciones, acostumbradas a vivir no con tanta circunspección.

Estos desórdenes y vivezas de la Reina eran perjudiciales a su salud, y desairadas en la majestad con llaneza, aunque inocentes, extrañas en lo atento y serio de la nación. Fomentaban estas libertades algunas lisonjeras camaristas, poco dóciles a las órdenes de la camarera mayor, mujer de alta sangre y virtud, criada desde su mocedad con una modestia y circunspección que no daba lugar más que a admirarla y venerarla mucho.

Estas severas leyes del Palacio español han tolerado las reinas con gran resignación y ejemplo, y se tenía presente la modestia, gravedad y consumada virtud con que vivía la reina Isabel, mujer del rey Felipe; y todo daba más resalto a las vivezas, al parecer intolerables, de una Reina niña que no comprendía los inconvenientes de aflojar ni declinar de aquel alto decoro y sostenimiento que compete a la Majestad.

Habíase despedido de servirla, y vuelto a Valsaín, el mayordomo mayor, marqués de Santa Cruz, que previó estos desórdenes, y lo mismo pensaba hacer la condesa de Altamira, que informó secretamente de lo que pasaba, por cumplir con su obligación. No olvidando la suya el Rey, aunque tan joven, con suma fortaleza y superioridad de ánimo resolvió castigar a la Reina con esta pública demostración y desapego, quedándose en el palacio del Buen Retiro, y con papeles circulares dio cuenta de los motivos que para esto había tenido a los consejeros, a los ministros extranjeros y a los suyos que servían en otras cortes.

El embajador de Francia, mariscal de Tessé, sintió mucho este accidente y trabajó para componerlo, pero no pudo, hasta que llegó el plazo que había el Rey determinado interiormente, según estuviese informado de la resignación de la Reina, y qué mella la había hecho en el ánimo este castigo; mas como era tan tierna e inocente, detestó luego sus conocidos errores y labró más aquella publicidad que las precedentes amonestaciones. Sacó el Rey de Palacio trece camaristas, las más lisonjeras o menos dóciles a los avisos de la camarera mayor; algunas de ellas quedaron sin honores ni gajes ni entrada en el Palacio; era su delito alentar a la Reina a ser despótica en la etiqueta de su Palacio.

También se despidió una señora de honor, a quien se cargaba alguna omisión o nimia complacencia de dar lugar a las niñeces de la Reina, quizá porque la parecieron sustancialmente inculpables, y precisos efectos de tan tierna juventud. El día 4 de julio padeció la Reina este retiro; el día 10 la mandó el Rey sacar de él, y encontrándola en el que llaman Puente Verde, no permitiendo que la Reina le besase la mano, la abrazó, y puesta en su carroza, la llevó al palacio en que el Rey vivía, prosiguiendo en la interior y exterior unión, para que olvidase lo pasado, y aún, tratándola como niña, al otro día la regaló con un diamante de alto precio. Con esta pronta reconciliación se rearguyó de falsos a los políticos y adelantados juicios de los que presumen penetrarlo todo, y se dio a conocer lo leve de los motivos por lo corto de la pena.

Pero ni esto libró de la crítica a tan justa acción, porque se tenía la exterioridad del castigo por exorbitante, no siendo de entidad la culpa. Aún lo juzgaban así en Francia, pero el Rey Cristianísimo y la madre de la Reina aprobaron al rey Luis su resolución, y la duquesa viuda de Orleáns escribió a la Reina su hija una carta discretísima extraordinaria, y con moderación reprensiva, ladeada toda a favor del Rey y persuadida a que se arreglaría en adelante al gusto de su real esposo y suegro y a la formalidad de la etiqueta, que la hacía más respetable, y que, en fin, no había otro medio para ser feliz.

* * *

Viendo el Emperador que de esto no había nacido desunión entre las Coronas, declinó algo de su altiva idea, dio oídos a moderar las proposiciones, porque todos los príncipes oían con desagrado tanta arrogancia, y había sucedido en aquel Congreso un lance que probaba con evidencia la inmoderada altivez del Emperador, porque pretendía se le declarase preeminente y con indisputable preferencia a todos los príncipes de Europa. Penteriter manejaba esto con arte, y por empezar por lo más fácil, pidió al conde de Provana, ministro de Cambray del rey de Cerdeña, que se contentase de declararlo así por escrito

Este ministro, que carecía de amigos en el Congreso, y no podía rastrear cosa alguna, por captarse la voluntad de Penteriter, hizo una declaración, que ni su amo ni príncipe alguno podía disputar la preeminencia al Emperador. Queriendo el ministro austríaco valerse de este papel para tentar el ánimo de los demás, le propaló, de lo que todos formaron tal queja, que el Rey Cristianísimo y británico pasaron las suyas al duque de Saboya; y aunque algunos creían haber sido esto con su acuerdo, la verdad es que fue sin su participación, y mera acción del conde de Provana, al cual sacó su Soberano de Cambray, le desterró a una villa, y en su lugar envió al conde de Mafei, que era su ministro en París.

El Emperador no se dio por entendido, y dejó correr a Provana su adversa fortuna; antes mandó que aquel papel se rasgase en el Congreso, como se ejecutó, cediendo prudentemente a la común repugnancia y oposición; porque fue opinión de muchos que esta idea no fue del Emperador, sí sólo de Penteriter. No hemos podido saber sobre esto la verdad, porque no faltó quien dijese que había sido pensamiento del arzobispo de Valencia, que no le pudo adelantar porque falleció el día 21 de julio, en Viena, de hidropesía, y vacó la presidencia de Italia; circunstancia en algo favorable a la paz, a que tanto repugnaba el arzobispo por sus propios intereses y por odio implacable que tenía al rey de España, donde se aflojó mucho la persecución contra los que siguieron el partido austríaco, y se había dado licencia para que se restituyese a España la marquesa del Carpio, mujer del duque de Alba, con sus nietos, hijos del conde de Gálvez y de su hija única y heredera de todos los Estados, aunque el conde se quedó con su mujer en el partido del Emperador.

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Entre tantas políticas turbulencias que agitaban la corte, la sorprendió y llenó de imponderable dolor la muerte del rey Luis, que de enfermedad de viruelas mal curadas o malignas, expiró la mañana del último día de agosto con demostraciones de una resignación más que vulgar en edad tan floreciente, dejando tan sublime Trono. Hizo testamento, volviendo a su padre lo que le había renunciado, y encargándole mucho cuidase de la viuda Reina, que enfermó de dolor. Asistieron a esta disposición el presidente de Castilla, el inquisidor general y el arzobispo de Toledo, con exclusión de los demás consejeros del Gabinete.

Mucho se sintió la España de esta pérdida, por las adorables prendas del Rey, que sobre ser de gentil aspecto y bien detallado, tenía un trato amabilísimo, y como se había criado con los españoles, se empezaba a rozar y familiarizar con los grandes, a los cuales favorecía en el exterior mucho más que su padre. Era sumamente liberal, magnánimo e inclinado a complacer a todos; ni la libertad de Rey le había contaminado la voluntad, con sólo tener diecisiete años, pues no se le descubría vicio alguno; antes grande aplicación al despacho, y deseo de aprender y acertar. Comprendía muy bien, pero no tenía edad para resolver, y su más allegado era don Juan Bautista Orendain, secretario del Despacho Universal de Estado; estaba inclinado a la pintura, y designaba medianamente. Bailaba con el mayor primor, y era gentilísimo.

Díjose que, aunque con más recato, no había dejado de tener algunas travesuras inocentes propias de la edad, hasta salirse algunas noches de Palacio acompañado de sólo una o dos personas de su satisfacción, sin más motivos que los de la curiosidad pueril de ver y observar lo que en la crianza de Palacio, atareado siempre a las lecciones de varias facultades, no había podido hacer, dando este género de desahogo a aquella como opresión de ánimo en que los maestros y ayos le habían tenido; y aun se añadió también que el desreglamento en la fruta y otras golosinas de muchachos, le había hecho maliciosas y mortales las viruelas.

* * *

Había el rey Felipe, en la renuncia hecha a su hijo, en caso de la muerte del rey Luis en menor edad de sus hijos, o sin ellos, formado como una regencia y nombrado los sujetos o, por mejor decir, los que ocuparen las presidencias; pero el marqués de Mirabal, presidente de Castilla, no puso esto en ejecución, y quiso le escuchase el Rey: consultó ser todavía señor natural y propietario de la Corona y ponderó la obligación que de justicia y conciencia tenía de volver al gobierno.

Con esto, aunque repugnándolo, no sin la exhortación de la reina Isabel y del marqués de Grimaldo, y aun del mariscal de Tessé, que pasó luego a San Ildefonso, volvió el rey Felipe a Madrid. Repitió una consulta el Consejo Real, más explayada, pero del mismo tenor de la representación que había hecho el presidente, marqués de Mirabal; la mayor dificultad estaba en que el Rey, como dijimos, había hecho voto de no subir más al Trono, y así, formó una Junta de teólogos. Algunos votaron que el Rey no podía, en virtud del voto, gobernar más como propietario. Comunicó esto al Consejo, y éste, en 4 de septiembre, con más eficaces razones, se confirmó en lo consultado, dando por nula la renuncia y el voto; aquélla, porque no había quien la admitiera, por ser el nuevo príncipe de Asturias de edad de once años, y éste, porque no se podía cumplir en perjuicio de los pueblos, que no dejan de estar sujetos a muchos inconvenientes en la menor edad, y que así no podía ser jamás tutor quien era propietario.

Apretaron mucho más al Rey, para volver al gobierno, el mariscal de Tessé, el ministro de Parma, el nuncio y el marqués de Grimaldo. En fin, de muy mala gana, en 6 de septiembre respondió el Rey al Consejo con un Decreto en que se convenía en volver a tomar las riendas del gobierno como señor natural y propietario de la Corona, sacrificándose al bien y utilidad de sus vasallos, y que se juntasen luego Cortes para jurar por príncipe de Asturias y sucesor de los reinos al infante don Fernando. Apresuróse esto por apagar la falsa voz de que la Reina había quedado preñada, la cual divulgaron los franceses, que sentían descendiese del solio esta princesa. Y aún proponía a media voz Tessé que se podía dar por esposa al nuevo príncipe de Asturias, pues sólo le ganaba cuatro años.

Esto, y la repugnancia de los castellanos, para esta nueva unión era intempestiva, y así trataban ya los que tenían más parte en el gobierno de apartar a la Reina viuda a una ciudad de España, y se pensaba en Toledo o Valladolid.

No dejaron de levantarse los acostumbrados celos en los más allegados, porque por orden del Rey no podían entrar en Palacio, hasta pasar cuarenta días, los que habían entrado en el Retiro, donde murió el rey Luis, porque ninguno de la Casa Real había tenido todavía viruelas, ni aun el rey Felipe, y el estar lejos ocasionaba algún temor en los que no eran de la íntima aceptación del marqués de Grimaldo, que gozaba plenamente del favor del Rey y de la Reina, que mostró con copiosas lágrimas sumo dolor de esta fatalidad, aunque la restituía al trono y acercaba más a él a sus hijos, pues del primer lecho sólo quedaba un individuo.

El marqués de Grimaldo volvió a cargarse de las secretarías del Universal Despacho de Indias y Estado, aunque se había puesto ya el Toisón, porque el Rey no se podía hallar sin él, y no despachaba con gusto con los demás, por su blandura y haber con larga experiencia aprendido el modo de obligar al Rey y llevarle su genio.

Los grandes, en general, no gustaron de esta resolución del rey Felipe de volver al gobierno en propiedad, porque los trataba con rigidez, siguiendo el sistema con que empezó a gobernar, y esto no lo ignoraban los Reyes, pero lo disimularon, porque ya no eran perjudiciales, y estuviesen o no contentos, por el ningún poder ni autoridad que les había quedado a los nobles de mayor esfera; y volver el Rey a remover sus desconfianzas parecía animosidad.

Volvieron los Reyes de Valsaín mientras duraron las viruelas, que padeció la Reina viuda, pero más benignas y de más feliz éxito que las de su esposo; mejoró apriesa, y, mal hallada con la severidad de la etiqueta española, deseó volverse a París, y lo insinuó con gran secreto a su madre, a quien dejó toda la acción porque no se indignase el Rey y le negase sus acostumbrados alimentos. La duquesa de Orleáns viuda pidió al Rey la dejase volver a Francia al convento en que se había criado; no disgustó esto a la corte, y el rey Felipe pidió por esto el beneplácito del Cristianísimo, que condescendió en ello. Hízose pública esta resolución, y así se desvaneció el temor de los españoles, que llevaban muy mal casar con ella el príncipe de Asturias don Fernando, jurado y reconocido como tal el día 25 de noviembre, con la acostumbrada solemnidad.

* * *

Poco antes había alterado la quietud del Aula alguna interna disensión entre los principales ministros, porque el mariscal de Tessé era declarado enemigo del marqués de Grimaldo y no quería tratar con él, y aún de mala gana con el gobernador del Consejo Real, marqués de Mirabal, considerado de los franceses poco afecto a su nación, que aún pretendía una ciega resignación a sus ideas; ni la Reina se creía afecta y propicia a Mirabal, al cual quitó el Rey la presidencia; nombróle del Consejo de Estado con diez mil escudos de pensión. Salióse luego voluntariamente de la corte, y le sucedió en el empleo don Juan de Herrera, obispo de Sigüenza, que no mucho antes había venido de Roma, donde fue auditor de Rota por Castilla, hombre bueno, templado y de grande experiencia en los negocios.

Pocos supieron la verdadera causa de la caída de Mirabal, hombre acreditado en letras, celo e integridad. Creyeron algunos que había favorecido mucho y aprobado la conducta del superintendente de Hacienda y secretario del Despacho de ella, don Fernando Verdes y Montenegro, que a esa misma razón habían llevado preso a Ciudad Real y hecho aprehensión de sus papeles y bienes, porque había aplicado a pagar deudas menos privilegiadas unos gruesos caudales que su antecesor, el marqués de Campo Florido, dejó asignados a unos acreedores, y le imputaban a Montenegro haberse interesado en esta mudanza de destinación de efectos, y haberlo hecho sin orden, aunque se alargaba haberla recibido a boca del rey Luis, y que los secretarios del Despacio Universal no las reciben de otra manera.

Hízosele cargo formal y judicial, y su secretaría del Despacho Universal de Hacienda se dio a don Juan Bautista de Orendain, con retención de la futura, ausencias y enfermedades del marqués de Grimaldo, que, ya cansado de sus trabajos, achaques y edad, pensaba en retirarse, aunque lo resistía mucho el Rey. Volvió el marqués de Campo Florido a la presidencia de Hacienda, y a su antecesor se dio plaza en el Consejo de Castilla. Muchos creyeron que el verdadero motivo de apartar en esta ocasión a Mirabal y a otros, fue el que con mala lisonja habían intentado persuadir al rey Luis el que no se hiciese tan dependiente de su padre, ni consultase todas las cosas con él, queriendo ser ellos los absolutos en la voluntad del Rey joven. Pensamiento muy ajeno de la piedad cristiana y subordinación de hijo a padre con que se había criado este príncipe. Esto había empezado ya a ocasionar algunos disturbios entre los dos palacios, que llovieron al fin sobre los que los ocasionaron, mirando solamente al sol que nacía sin respeto alguno al que se acababa de poner por su propia voluntad, y volvía a renacer por la de Dios.




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Año de 1725

Por artificio de mantener la dependencia, o por particulares intereses, o falta de fuerzas, no se atrevían Inglaterra y Francia a obligar al Emperador a la paz, viendo que el Rey Católico sólo quería se le mantuviese exactamente el tratado de Londres, pero sobre la inteligencia de las cláusulas vertía la disputa. Claramente veía la España no quería la Francia entrar en guerra, y que todo era engaño; mas no podía entrar sola en este empeño de deshacer el tratado de Londres, ni la religiosidad del rey Felipe le quería violar; y más, que la Reina creía asegurar para su hijo la Toscana, pasando por él. Bien que hacía el Gran Duque los posibles esfuerzos a que no tuviesen efecto las investiduras dadas al infante don Carlos.

El Emperador, entretenía las esperanzas de la Casa de Médicis y las que tenía de suceder al hermano la viuda Palatina, y todo era un laberinto de enredadas políticas, aunque jamás negaba el Emperador de querer cumplir lo que había ofrecido.

Con todo esto, los ministros austríacos estimulaban al príncipe Antonio Farnesio a casarse, por si, con tener sucesión, se apartaba de ella el infante de España. Por medio del secretario de Malanoc, que residía en el Estado de Milán, se trataba este negocio muy reservado del duque de Parma, porque creían los tudescos que éste no quería se casase su hermano, porque no le daba los medios que aquél pedía. Nada ignoraba el Rey Católico, pero era preciso disimularlo, esperando el beneficio del tiempo y tolerando las costosas dilaciones del Congreso de Cambray, que se ocupaba en fiestas y recíprocos banquetes.

Hallábase en Madrid Guillelmo, barón de Riperdá, holandés, que después de haber sido embajador de aquella República en España, y dado cuenta a sus soberanos de su embajada, volvió a la corte y abrazó la religión católica, quedándose en el servicio del Rey. Como era hombre sumamente inteligente se le dio la intendencia de la fábrica de los paños, y se casó en España. No ignoraba lo que impacientaban al Rey estas políticas dilaciones de las potencias garantes o mediadoras, y por medio de don Juan Bautista Orendain propuso al Rey que, si le permitía ir a Alemania, con pretexto de pasar a Holanda a buscar peritos tejedores de paños para la fábrica de Guadalajara, él traería por medio del príncipe Eugenio, su antiguo conocido, la paz directamente con el Emperador, dejando burlados los mediadores.

Vino el Rey en esto, y con el mayor secreto se despachó a Riperdá, a tiempo que el Pontífice, por medio de sus nuncios, exhortaba a ambos príncipes a la paz, a la que nunca negó el Emperador los oídos; pero quería condiciones tan ventajosas, que en muchos meses que estaba Riperdá incógnito en las cercanías de Viena, entrando de secreto alguna vez en ella, no había podido adelantar cosa alguna, porque persistía el Emperador en lo que siempre había dicho a los ingleses y franceses. Toda su mira era que quedase enteramente la Italia a su disposición, fundado en la cesión que de ella había hecho ya el rey Felipe, el cual, para seguridad de su hijo el infante don Carlos, quería que Mantua, Mirándula, Monferrato y Sabioneta se restituyesen a quienes tocaban, sin pasar por los prolijos juicios de la Dieta de Ratisbona, adonde el Emperador remitía todo lo litigioso; y lo que más resistía la esperanza era que pasasen por el mismo examen las razones del duque de Parma sobre lo que los ministros de Milán le habían usurpado en las riberas del Po.

Manteníase firme la corte de Viena, sin hacerle fuerza una Liga que se prevenía en el Norte contra Polonia, por una ejecución de justicia hecha en la cabeza de un protestante de Torgn que había fomentado una sedición contra los jesuitas, y pretendían los protestantes haberse violado el principal artículo de la paz de Oliva. Protegíalos el prusiano, y trayendo a su dictamen al de Suecia, al de Inglaterra y al czar de Moscovia, se juntaban ya tropas sin hacer caso de la mediación del Emperador para el ajuste, el cual no podía dejar de socorrer al rey de Polonia, su antiguo confederado, y suegro de su sobrina. Temía se empezase por aquí una cruel guerra de religión, y que tomase pretexto el Czar a bajar a Germania, que era lo que más deseaba, para extender por allí sus dominios. Había éste ajustado de casar su hija primogénita, Natalia, con el duque de Holstein, reconocido ya heredero de la Suecia, en caso de morir sin sucesión la actual Reina, y no le faltaban otros amigos en Alemania, adversos a la Casa de Austria, de la cual era generalmente enemigo el Czar, príncipe belicosísimo, artificioso, aplicado y amante de gloria, cuyo alto elevado espíritu no cabía ni en lo vasto de su Imperio, quizá porque era gente inculta.

Estos nublados se creía que hacían eco favorable a la paz de Cambray, doblando al Emperador; pero nada se innovó, de género que ya desesperaba la Europa de la paz, y más cuando entre los aparatos de la guerra que intentaba mover el de Prusia, adoleciendo gravemente el czar de Moscovia, murió. Dejó por heredera del reino a su segunda mujer, María Matuveyvuna, a quien amaba tiernamente, después que se separó de la primera Otokesa Federovuna, que aún vivía, pareciendo al mundo extraño que no hiciese mención de su nieto Pedro Alexowitz, hijo de su primogénito Alejo, que murió en la prisión, y de una princesa de Wolfembutel, que tenía ya diez años y le criaban fuera de la corte.

No le faltaba a este príncipe partido; pero venció el de la Czarina, que tomó posesión del Trono, y la obedecieron todos sin replicar, sabiendo ella por su coraje, industria y discreción hacerse obedecer. Con todo esto, ya hablan mudado las cosas del Norte de semblante, porque la Czarina no podía atender a empeños extranjeros, teniendo que cuidar mucho de los propios; porque todos los príncipes aliados por sangre -y uno de ellos el Emperador, por su mujer- a la Casa de Moscovia, llevaban mal ser excluido el verdadero sucesor, porque la Czarina, naturalmente, dispondría recayese el Trono en sus hijas.

La falta de este gran confederado mitigó en parte la ira del rey de Prusia y protestantes, de género que empezaban a dar gratos oídos al ajuste, con que se quitó no poca aprensión al Emperador, y se fortificó en sus ideas sobre el modo de hacer la paz con la España.

* * *

Con evidencia, la fortuna favorecía al austríaco príncipe, porque cuando podía recelar de alguna confederación contra él entre España y Francia, desunió las dos Coronas con la resolución del Cristianísimo de restituir a Madrid a su destinada esposa, la infanta de España, porque sólo tenía seis años, y buscar mujer en la cual pudiese tener más pronta sucesión, porque ya el Rey tenía quince, y no quedaba príncipe alguno de la línea de Ludovico XIV en Francia, con que venía a recaer la Corona en Luis de Borbón, duque de Orleáns, primer príncipe de la sangre.

Gozaba del primer ministerio en Francia Luis Enrique, duque de Borbón, adverso a la Casa de Orleáns; por eso se atribuyó esta resolución enteramente a su envidia y temor de que pudiese heredar la Corona aquella Casa, legítimamente inmediata, después de la renuncia de los Borbones de España. También le adivinaban algunos quería hacer reina a una de sus hermanas, porque el Rey miraba con menos indiferencia que a otras a la princesa Teresa Alejandrina, última hermana del duque, llamada Madamasele de Sens, que aunque tenía cuatro años más que el Rey era la menos desproporcionada a su edad, y de muy atractiva belleza. No nos consta que el Rey pensase tomarla por esposa, ni que el duque lo pensase: sus émulos aseguraban que no perdía oportunidad para franquear de ocasiones, en que el Rey se inclinó más; pero el éxito mostró lo contrario, porque el Rey en tan tierna edad, y absoluto, no hubiera podido resistir a su pasión, si la tuviera.

Asegurar podemos que por sí lo imaginaba; sólo disuadieron al Rey muchos de sus más allegados, y secretamente su maestro, el obispo de Frexus. No perdonaba diligencia a esta disuasión el duque de Orleáns, el de Conti y los demás príncipes de la sangre, que llevaban mal la restitución de la infanta de España; pero estaba ya ésta publicada, y no hicieron poco don Patricio Laules, embajador del Rey Católico en París, y el marqués de Monteleón, de detener la ejecución hasta que estuviese avisado el Rey de ella en términos más precisos que las pasadas insinuaciones del mariscal de Tessé, que partía de España mal satisfecho y con la misma desgracia dejaba a los Reyes, que ocultando su desagrado, le regalaron con alguna particularidad más de lo acostumbrado.

Hirió íntimamente al Rey esta noticia, y a la Reina no menos, acriminando más el intempestivo decreto, la inurbanidad de él, porque la corte de Francia había señalado el día de la partida de la infanta; novedad que extrañaron las cortes, en vísperas de una paz de que era mediadora la Francia, y esto la turbaba enteramente, no sólo porque no podía el justo enojo del rey Felipe pasar ya más por esta mediación, cuanto porque, viendo el Emperador desunida la Casa de Borbón, se mantendría más tenaz en sus ideas, pues de la Inglaterra no tenía que temer, ya porque ésta gustaba de dilatar la paz, ya porque tenía Rey alemán, que por los Estados de Hannover y Bremen dependía no poco del Emperador.

El rey de España manifestó su enojo mandando al abad de Fleury, ministro de Francia, sucesor de Tessé, que saliese luego de la corte y de sus reinos. Sacó de ellos todos los cónsules franceses, aunque permitió el comercio; mandó salir de París al embajador Laules y al marqués de Monteleón, que viniesen sirviendo a la infanta, a la cual no quería acompañasen franceses; ordenó a los ministros que tenía en las cortes extranjeras no tratasen con los de Francia, y, por dar el ultimo desahogo a su enojo, anuló el matrimonio del infante don Carlos con la hermana del duque de Orleáns, y la restituyó a Francia con la Reina viuda del rey Luis, a quien dio a entender no se la pagarían sus alimentos si no vivía en España. Esta amenaza la alcanzó en Burgos, donde esperó a la hermana, y ambas pasaron a Francia, servidas de la familia real hasta la raya, por distinto camino del que tomó la infanta, por no encontrarse en él y evitar tratamientos.

El marqués de Santa Cruz fue a encontrar, como mayordomo mayor de la Reina, a la infanta a San Juan de Pie de Puerto, adonde no permitieron entrar guardias españolas, porque venía la infanta servida de familia real del Cristianísimo, y tratada como Reina hasta los confines.

Así se deshizo el solemne tratado que, conforme a sus malogradas ideas, hizo el pasado duque de Orleáns, que para dilatar sus esperanzas al Trono, dio al Rey por mujer una niña a quien faltaban, para tener sucesión, doce años. Esta era la general disculpa que daban los ministros franceses, protestando la mayor veneración y amor a la Casa de España, y sacaron como una especie de manifiesto en carta de monsieur de Morville, ministro de Estado, a los que tenía la Francia en las cortes extranjeras.

El Rey Cristianísimo escribió una carta muy reverente, dando la mayor satisfacción a su tío el rey de España, pero no fue admitida, y se le restituyó al mismo correo; envió segunda, y ni de manos del correo la quiso tomar, perseverando tan manifiesto el enojo del Rey, que se persuadió la Europa a que se encendería entre las dos Coronas una guerra cruel. Diéronse indicios de eso, acercándose por ambas partes tropas a los confines de Cataluña y Navarra, y pasando de toda España hasta treinta mil hombres a Cataluña. También en la Francia se mandaron hacer reclutas, pero ambos príncipes declararon en las cortes de los reyes y en Cambray, que aquello sólo era por modo de buen gobierno, y defensivo.

Por todas partes buscó la Francia mediadores para pacificar al Rey Católico, y éste sólo admitió la mediación del Pontífice Benedicto XIII, a quien tenía, por su conocida santidad, veneración suma; pero eran tan escabrosas las proposiciones del rey Felipe, y tan duras, que no venía la Francia en ellas, porque como todo el gobierno estaba en manos del duque de Borbón y España pedía fuese éste removido del primer Ministerio, no tenía tan moderado el ánimo el duque que decretase contra sí, y más cuando había contraído el odio común con el casamiento que trataba para el Rey Cristianísimo.

* * *

Había en esta era muchas princesas de proporcionada edad para dar sucesor al Trono, en Inglaterra, Lorena y príncipes de Germania; pero el duque halló reparo en todas, y aunque parecía conveniente y la más igual en sangre y religión una hija del duque de Lorena, no fue de la aprobación del duque de Borbón, porque era esta princesa hija de hermana del duque de Orleáns, con quien tenía declarada enemistad, no sin parte de la emulación en éste, por la suma autoridad de aquél; y aunque había tomado muy mal que le hubiesen vuelto a su hermana la princesa de Baujalois a Francia, aún tenía alguna secreta indirecta correspondencia con el rey Felipe.

No pudiendo el duque de Borbón casar una de sus hermanas con el Rey, eligióle por esposa a la princesa María Leziniski, hija del rey Estanislao de Polonia, el que, vencido del sajón, renunció a la Corona, que se le había caído de las sienes; éste se retiró a Alsacia a hacer una vida privada, y aunque era un palatino de los primeros de Polonia, no se había todavía igualado su sangre a la de los principales soberanos, si no es que le daba ocasión para ello el haber algunos años ocupado el trono de Polonia.

Divulgóse esta idea del duque, y nadie la creía, no sólo por la desigualdad de la sangre, pero aún por la edad, pues que tenía la princesa siete años más que el Rey, y parecía empeñar a éste en reparar la declinada fortuna de Estanislao, dando con esta alianza celos al rey Augusto de Polonia y a sus aliados, y algún fomento de inquietud de aquel Rey, porque todavía Estanislao no carecía de parciales que disimulaban su afecto.

No nos atrevemos a escribir qué fin tuvo el duque de Borbón en este casamiento, porque le ignoramos. Adivinábanle muchos la intención, pero todo era arbitrario; no se podía hallar adecuada a la que pareció errada resolución, que no halló aprobador alguno ni en la turba de lisonjeros que habitan en los palacios. Al Rey le inclinó el duque, con describirla por una de las más singulares hermosuras, y le presentó el retrato parecido, pero no sin los falsos coloridos de la adulación. El Rey tenía el ánimo sin impresiones de amor; el juego y la caza eran sus geniales divertimientos, no tenía para discernir cuál era la más digna para elevada a tan gran solio, y se dejó llevar del duque, que decía se debía elegir reina desnuda de alianzas, para conservar una útil indiferencia en los principados de Europa, porque ya descaecida la fortuna de Estanislao, no empeñaba por irreparable; que el trono igualaba las sangres, y que ya esta Casa le había poseído, sin que hiciese al caso el accidente de pocos o muchos años de reinado.

Sacaba el ejemplar de la Casa de Sobieski, polaca, ya entroncada con los primeros soberanos de Europa, sin que en su origen, antes de coronarse, fuese mayor que la del palatino de Posnania, Estanislao, a quien no quitaba las impresiones que deja la diadema el haber sido infeliz; que estaba la elegida princesa adornada de las más altas virtudes de piedad, modestia y discreción, y en edad y física contextura de dar luego un sucesor a la Francia, que era sólo lo que había menester, porque la mano del Rey ennoblecía a la persona más humilde, cuanto más a ésta, a quien sólo la faltaba la dicha para igualarse a las más altas princesas; que los celos que podía dar a la Casa de Sajonia, que reinaba en Polonia, eran inútiles para moderarle, y que contemplase la Francia, la cual heredaría el Palatinado de Posnania, porque Estanislao no tenía otros hijos, y alguno del Rey o de su estirpe pudiera ir a Polonia a gozar de la herencia, y que sería el señor más autorizado con la sangre y la intimidad inseparable con la Francia, tanto que podía aspirar al Trono de Polonia con mucha serie de elegidos, como lo fue la Casa Jagallona, de la cual se eligieron reyes.

Estas razones, bien adornadas de la sofistería, no convencían los ánimos; pero era preciso obedecer. Mucho trabajó el duque de Orleáns para deshacer este tratado, pero no pudo; antes fue elegido, contra su voluntad, para ir con los poderes del Rey a celebrar la boda en Argentina, a donde de Witembour había pasado con sus padres la princesa, y en donde se descubrió un tabaco envenenado que se destinaba al rey Estanislao por su mercader alemán, que huyó y le dejó en una casa, no habiéndole podido recoger. De este hecho y su autor no estamos informados como es menester para escribirlo, ni es de nuestro asunto; por eso volvemos a España.

* * *

Dio cuenta el Rey Cristianísimo al Católico de su matrimonio en una carta que se envió a poder del nuncio Aldrobandi para que la entregase; pero no quiso el Rey recibirla, perseverando en su enojo, el cual prorrumpió en ajustar por medio del barón de Riperdá -que ya dijimos la estaba tratando- la paz con el Emperador, viniendo bien el Rey Católico, para librarse de subordinación a la Francia, a lo que antes repugnaba; porque aunque así veía que los mediadores le engañaban y le querían tener suspenso y dependiente, nunca creyó que la Francia entrase en guerra, y más ahora, con la nueva desunión. Con el mayor secreto se trataba este negocio en Viena con el príncipe Eugenio de Saboya, el conde Guido Staremberg y conde de Sincendorf, y como desaire a los mediadores se convino el rey de España en los artículos que después referiremos en resumen.

En Madrid se guardaba el mismo silencio, y aun se ignoraba de qué ministro se valió el Rey para consultar tan escabroso artículo. El secretario de esta dependencia fue sólo don Juan Bautista de Orendain, y hay bien fundadas sospechas que lo ignoraba el marqués de Grimaldo, de lo que argüían muchos haber en gran parte declinado el favor de que gozaba, pues lo apartaba el Rey del conocimiento de la mayor operación que tenía la España que hacer, porque en el discurso de veinte y cinco años de guerra había mucho que componer en una paz tan difícil y casi imposible parecía a la Europa, viendo los príncipes pretendientes de una misma cosa, cuya disputa costó ríos de sangre y de dinero. Mucho lo facilitaba el tratado de Londres, a que había el Rey Católico convenido, pero sobre sus artículos aún había tanto que ajustar, que el Congreso de Cambray no pudo adelantar ni un paso, ni en esta paz de Viena no tuvo la menor parte, ni aún noticia.

Mucho sintieron este particular ajuste la Inglaterra y la Francia, aunque lo disimulaban; más la Holanda, por quien el tratado de comercio que siguió a la paz se daba a la compañía de Ostende: viéndolas perjudiciales al comercio de los holandeses en el Oriente, unidos con los ingleses, se quejaron con tono muy alto en Madrid. Se les respondió que había aguardado dieciséis años, desde la paz de Utrech, a que obligasen al Emperador a una paz menos ventajosa; pero viéndose con tiranas políticas engañado, la había ajustado como había podido con un príncipe a cuyo engrandecimiento habían concurrido con lo restante de Europa, y que si de esta paz sentían perjuicio alguno, era todo efecto de sus armas y de su política; que estaba en ánimo de mantener religiosamente lo que había ofrecido, que tomasen las medidas que les pareciesen convenientes, que el Rey había tomado las que eran más útiles a sus vasallos, molestados de tan dilatada guerra.

Esta respuesta, y la estrecha alianza que publicaba el Emperador quería tener con la España, puso en grande agitación a los holandeses, que creían exterminar la compañía de Ostende; mas ya con estas nuevas ventajas se establecían mejor, y luego crecieron sus acciones.

El rey de Cerdeña disimulaba mucho el sentimiento que esta concordia le había causado, porque, tranquilas ya las cortes en que se fraguaba la guerra, no tenía a qué aspirar, y se había precisamente de quedar con la Cerdeña, reino pobre, y no tablero capaz para las vastas ideas de Víctor Amadeo, que pensaba volver a pescar en mar turbio, ofreciéndose con estudiosa indiferencia a todos, aunque de más buena gana hubiera entrado con la Francia y la España en una guerra contra el Emperador, por si podía extenderse por el Estado de Milán, que era su principal objeto, y alargar la Cerdeña, que le servía de carga y no aumentaba su poder.

Las repúblicas de Italia y sus príncipes también ojearon esta paz con disgusto, porque, libre de los recelos que le daban al Emperador las armas de España, la oprimía a su arbitrio, y serían más esclavas.

A los soberanos del Norte, Suecia, Prusia, Moscovia y Dinamarca también les sirvió de disgusto; más al otomano, porque desembarazado el Emperador de los otros cuidados, era incomparablemente más poderoso. En fin, en la guerra y en la paz no hubo en muchos siglos príncipe más feliz, aunque todo lo contrapesaba la falta de sucesión varonil, que era el único consuelo de sus émulos y de los príncipes protestantes, que ya hablaban con menos orgullo.

El Rey Católico vino, esforzado de su propia ira, a la paz; su ánimo belicoso y sus razones estimulaban a la guerra; pero le faltaban aliados, y con ella ponían en duda la sucesión del infante don Carlos a la Toscana. Lo principal ya lo había concedido con admitir el tratado de Londres, que era la solemne renuncia a los reinos de Italia. Las demás circunstancias no merecían la costosa aventurada resolución de la guerra, ni podía hacerla solo, ni aun empezarla, aunque tenía en pie ochenta mil hombres de tropas bravas y veteranas. No faltaba quien juzgaba, culpando la paz, era más conveniente para la España ni paz ni guerra; pero esta es una teórica difícilmente practicable, y nos desviáramos mucho de nuestro asunto de COMENTARIOS si entrásemos en discurrir este gran problema, para el cual era menester explicar con la mayor individualidad el presente estado de los potentados de Europa; y como no podemos difusamente defender nuestra opinión, dejamos indeciso si en el presente estado le convenía más a la España la paz y la inacción, esperando el beneficio del tiempo.

Todos los príncipes mandaron retirar sus plenipotenciarios de Cambray; los ingleses salieron antes que todos, corridos con igualdad, porque no habían con. sumido cuatro años sino en banquetes y festines. El Rey Católico mandó que el marqués de Berreti esperase nuevas órdenes de Bruselas. Los demás partieron directamente a sus cortes, a los ministerios a que estaban destinados.






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Memorias políticas y militares

para servir de continuación a los «Comentarios» del marqués de San Felipe


José del Campo-Raso


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Discurso preliminar y recopilación del año 1725

La paz, que por el tratado de Utrecht se había concluido entre la Francia, España, Inglaterra y Holanda, y posteriormente por el de Rastad o Baden, entre el César, el Imperio y la Francia, fue más bien efecto de la aniquilación en que la dilatada y sangrienta guerra redujo a estas diferentes potencias, con motivo de la muerte del rey católico Carlos II, que una sincera reconciliación de amistad y buena inteligencia; y la tranquilidad que parecía deberse esperar, la turbaban con frecuencia nuevas disensiones que se suscitaban entre diversos potentados; a que no contribuía poco la multitud, de los tratados que se sucedieron unos a otros, bajo el aparente pretexto de conservar la quietud pública.

Establecían estos tratados tan opuestos sistemas de política que por el gran número de contradicciones vertidas en ellos era fácil de percibir se ocupaban más sus autores en llegar, por las alianzas que hacían, a su fin particular, que en prevenir con prudentes precauciones todo lo que podía excitar nuevas turbulencias.

Habíase formado un Congreso en Cambray para reglar las pretensiones de los unos, moderar los ocultos designios de los otros y al mismo tiempo examinar los derechos que los dos monarcas que se disputaban el dominio a la Corona de España sostenían igualmente tener a los diversos reinos de que estaban en posesión o apoderados; pero esta Junta se entretuvo en conferencias inútiles: varios príncipes que habían enviado sus ministros a ella, sólo pensaron en prolongarla sin concluir cosa alguna; y la muerte del regente de Francia, duque de Orleáns, cuyo genio superior podía darla alguna actividad, habiendo acaecido después de formada, hizo sus operaciones sumamente desmayadas.

Cansadas Sus Majestades Católicas de lentitud tan extraña, y sospechando que todo se reducía a entretenerlas, discurrieron terminar con más brevedad, por la vía de una secreta negociación, las diferencias que hasta entonces habían durado entre ellas y el César, y encontrar modo de formar con este príncipe una unión e inteligencia, de que podían sacar ventajas para el serenísimo infante don Carlos, más superiores a las que podían producir los buenos oficios de las potencias mediadoras en el Congreso de Cambray. Con esta agradable esperanza, y sin dar parte a la Francia ni a ningún otro monarca del proyecto formado de tratar directamente con la corte imperial, dispusieron, para mejor alucinar al público, enviar al barón de Ripperdá, a fin de que entablase una negociación relativa a los deseos de los Reyes Católicos. A la verdad, éste era autor de aquel proyecto: habíalo propuesto a don Juan Bautista Orendain, asegurándole que, como Sus Majestades quisiesen enviarle para tratar de su reconciliación con la corte de Viena, superaría los obstáculos que se oponían a la mutua y buena correspondencia; que siendo el príncipe Eugenio su antiguo conocido, esperaba vencer todas las dificultades que hasta ahora había encontrado el Congreso, lisonjeándose establecer una perfecta amistad entre los dos Soberanos. Nadie ignora que el barón de Ripperdá era holandés de nación, y había sido empleado en calidad de embajador de su República en la corte de España, cuya comisión evacuada, y dando cuenta de ella a sus amos, volvió a este reino, abrazó la religión católica apostólica romana y fijó su residencia en Madrid, haciendo suceder a sus ocupaciones políticas las de establecer manufacturas y cuidar de todo lo que podía contribuir a su progreso y perfección.

Habiendo recibido este nuevo ministro sus instrucciones, partió para Viena a fines de octubre del año 1724 con el supuesto nombre de barón de Paffemberg; y, no obstante el haber publicado antes de su partida que sus particulares negocios lo llamaban a Holanda por algún tiempo, se supo poco después que los que le determinaban a viajar eran mucho más importantes y que ocultaban algún misterio. Sabido, pues, el paraje de su arribo, el público se confirmó en el juicio que había hecho de los verdaderos motivos de su comisión; y el señor Van der Meer, embajador de Holanda, ministro tan prudente como avisado, fue uno de los primeros que lo penetró, dando parte al mariscal de Tessé (entonces ministro de Francia) de lo que la exactitud de sus conjeturas le habían hecho descubrir. Fácil es adivinar los movimientos de aquél, cuando tuvo conocimiento de una negociación tan misteriosa, y no avivó poco la atención sobre sus consecuencias; en Francia no produjo menos efecto, y en las demás cortes de la Europa, cuando lo supieron.

El primer escollo en que dio la facilidad del barón de Ripperdá fue en Viena, donde su negociación encontraba embarazos no esperados; pero la resolución tomada en Francia de restituir a España la infanta, los allanaron; porque vivamente sentidas Sus Majestades Católicas de proceder tan irregular, enviaron orden a su ministro para firmar todas las condiciones que quisiese exigir el César, bien entendido fuese la alianza ofensiva y defensiva. Aquélla no nos consta, porque no se confió al papel, ni menos el casamiento de la archiduquesa con el infante; una y otra promesa fueron, al parecer, solamente verbales, aunque cierto autor afirma que hubo cartas positivas de Sus Majestades Imperiales a Sus Majestades Católicas acerca de este último artículo; pero el barón de Ripperdá las hizo probables, y como importaba no llegase a noticia de las potencias, se tuvo en secreto entretanto se proporcionase ocasión favorable para manifestarlas. Así, cuando menos pensaba este ministro, se libertó de la inquietud y trabajo que le causaba comisión tan ardua, pudiendo efectuarse con recíproca satisfacción del Emperador y de los Reyes Católicos los tratados de paz, alianza y comercio que se firmaron en el día 30 de abril y primero de mayo del año 1725.

Este inopinado suceso no sorprendió poco a toda la Europa en ver de repente unidos dos monarcas cuyos intereses habían hecho derramar tanta sangre, y no haberse podido reglar en los tratados que dieron lugar a la paz que los demás príncipes hicieron entre ellos; y éste, por sí solo, puso fin al Congreso de Cambray, cuyas operaciones todas, por espacio de cuatro años, sirvieron únicamente para formar un bello ceremonial y mantener el buen orden entre los domésticos de los plenipotenciarios.

Rompida ya toda correspondencia entre España y Francia, por el desacato recibido en este reino, sin haber precedido el más mínimo aviso, y manifestándose cada día el justo enojo de aquélla contra ésta, mandó a su ministro el abad de Livry, sucesor de Tessé, saliese de la corte en el término de veinte y cuatro horas; asimismo del reino a todos los cónsules de su nación, y órdenes estrechas a los gobernadores de las fronteras para no dejar pasar ni entrar a nadie; conjeturándose, no sin fundamento, por el movimiento de las tropas que pasaban a ellas, se meditaba alguna expedición ruidosa. La Francia, por su parte, no estaba en inacción: ya había nombrado al conde de Coigny para mandar las que se juntaban, no teniéndose entonces en la corte del Cristianísimo, otra intención sino de repeler la fuerza con la fuerza, en caso de llegar a las manos, y ser infructuosas las representaciones en que se sinceraba el duque de Borbón, justificando los poderosos motivos, por no diferirle al Rey una princesa que pudiese dar sucesor al Trono, pues a la infanta faltaban aún cuatro años antes de poderse consumar el matrimonio. Raro ejemplo dieron a la sazón los franceses de su celo por su patria, porque cuantos había en servicio de España, ninguno hubo, hasta los mismos prófugos y desterrados, que no se constituyese por ministro de aquella Corona, disputándose con viveza y acritud la preeminencia sobre este artículo. Pero queriendo el conde de Marcillac exceder a todos en el empeño, y no asistiéndole aquella prudencia tan necesaria en el arte de manejar negocios arduos, recibió una carta del marqués de Castelar, ministro de la Guerra, para que se retirase a Aragón, en donde Su Majestad juzgaba conveniente emplearle, y verbalmente, que si su intención era declararse ministro de la corte de Francia, podía retirarse a ella; lo que ejecutó dicho conde, y de que no tardó a arrepentirse, empleando todos los medios posibles para volver, como en efecto lo consiguió, después de la reunión de ambas Coronas.

Milord Stanhope (después Harrinton), embajador de Inglaterra, encargado igualmente del Cristianísimo a fin de trabajar y emplear sus buenos oficios, sirviéndose de la mediación del Rey su amo para aquietar los justos agravios de España, se daba indecibles movimientos para reconciliar a estas dos potencias, ofreciendo este ministro a Sus Majestades Católicas toda la satisfacción que quisiesen exigir de la injuria recibida por el regreso de la serenísima infanta su hija; pero, inexorables sobre este artículo, no quisieron dar oídos a sus representaciones, ni menos admitir las cartas que había recibido del duque de Borbón el padre Bermúdez, confesor del Rey.

No obstante, previendo la corte de España que no se tardaría en disipar la nube, que era de su interés no llegase a descubrirse, había insinuado a milord Stanhope que no se apartaba totalmente de recibir la especie de satisfacción que la Francia ofrecía, mediante fuese este negocio puesto en manos de Su Majestad Británica, de quien, siendo amigo de los dos, esperaba esta señal de amistad, la cual había probado ya en otras muchas ocasiones. Mas, informado el Rey Católico de que su alianza con el Emperador estaba firmada en Viena, y excusándose no haberle dado parte de esta negociación, dio las mayores seguridades de vivir en buena unión y conservar siempre la más sincera inteligencia con este Monarca. Los ministros españoles afectaron también declarar -y esto hizo sospechar lo contrario- que dicho Tratado no era sino defensivo y enteramente conforme al de la Cuádruple Alianza; que no se había estipulado en él la más mínima cosa que fuese perjudicial a los empeños que España había tomado con Inglaterra, sea separadamente de la Francia o juntamente con ella; que Su Majestad Católica conservaría siempre la memoria de las reiteradas señales que el rey de la Gran Bretaña le había dado de su celo por sus intereses durante el Congreso de Cambray; en fin, que el motivo principal había sido el ver que Su Majestad Británica no había querido encargarse sola del oficio de mediadora, que se determinó a tratar directamente con el Emperador, lisonjeándose que la paz concluida con este príncipe no disminuiría la amistad del rey de Inglaterra, que España deseaba cultivar.

No queriendo darse el inglés por sentido del indecente personaje que pretendía se había intentado hacerle representar en el Congreso de Cambray, disimuló cuando formalmente se le notificó el tratado de Viena, pues respondió que veía gustoso a dos monarcas que, sin mediador, habían no sólo podido superar las dificultades que se oponían a su mutua reconciliación, mas también unirse con estrecha amistad; esperando, como se lo aseguraban, que los empeños contraídos jamás perjudicarían a la tranquilidad pública. Pero atendiendo este príncipe a la afectación con que se le participó esta novedad, y a las circunstancias de esta unión, sospechó haber algún tratado secreto. No ignoraba lo formidable de esta alianza, porque poseyendo el uno las riquezas de Indias y el otro la facilidad de levantar numerosos ejércitos en sus Estados, se receló no se dirigiese a sostener la Compañía de Ostende y hacerle restituir a Gibraltar y Puerto Mahón, que España solicitaba con ardor. Entre tanto, para asegurarse de si sus conjeturas eran bien fundadas y tomar sus precauciones con tiempo, dio las más precisas órdenes a sus ministros en Viena y Madrid para invigilar sobre lo que pasase acerca de esto en ambas cortes.

El ministro de Inglaterra en Viena, el señor de San Saphorin, hombre activo y avisado, no perdía ocasión alguna para instruirse; y la atención de observar vigilante al barón de Ripperdá le puso en estado de informar al Rey su amo sobre lo que se decía en la corte imperial del partido que Su Majestad tomaría en la presente coyuntura.

El ministro español había dicho públicamente: Si al rey Jorge sostiene la Francia, sabemos cómo colocar al pretendiente sobre el Trono. Alberoni era un grande hombre, pero cometió grandes yerros; uno de los mayores fue enviar la flota de España a Sicilia, en lugar de encaminarla a Inglaterra, para destronar al Rey; proyecto que se hubiera ejecutado sin trabajo, y que allanaba el camino a otras muchas empresas. El rey Jorge -decía también- debe pensar en lo que hace, porque tenemos en la mano con qué llevar con eficacia los intereses del pretendiente.

Atento el de San Saphorin a cuanto se decía, supo igualmente que en una conversación había dicho el mismo ministro, hablando de Gibraltar: Sabemos que esta fortaleza es inconquistable, mas contamos sobre las medidas que hemos tomado para obligar la Inglaterra a volvérnosla. Y que cuando la ocasión se ofrecía, hablaba del matrimonio del serenísimo infante don Carlos con la primogénita archiduquesa, como de una cosa hecha; que parecía concurrir la corte de Viena en los proyectos de este ministro, y que uno de los principales señores de ella había respondido en una conversación a una persona, que decía dudaba quisiese el Rey británico ser garante de la sucesión austríaca: Que viva precavido, porque estamos bien informados de que los ingleses están cansados de su Gobierno. Y pareciendo visible que el barón de Ripperdá no pretendía ocultar los designios de ambas cortes, repetía a menudo: Sé lo que digo, y lo digo para que se pueda divulgar.

Descubriendo esta relación muchas cosas contrarias a las seguridades que la corte de Madrid había dado a la de Inglaterra, Su Majestad Británica se confirmó en la sospecha de que había un tratado secreto entre el César y el Rey Católico, y verisímilmente no muy favorable a sus intereses; así, para estar más a mano de lo que se tramaba, y formar en la presente coyuntura con las cortes de Alemania y del Norte alianzas que pudiesen contrapesar la que se acababa de concluir en Viena, resolvió el Rey británico pasar a sus Estados de Germania. Antes de ejecutarlo, y casi en el mismo tiempo que España le había participado su alianza con el Emperador, el ministro de éste cumplió con la propia ceremonia, y le presentó una copia del tratado de Viena, asegurando a Su Majestad que era enteramente conforme al de la Cuádruple Alianza, y aún confirmaba, todos los artículos; y, por consiguiente, el Emperador se lisonjeaba que Su Majestad Británica, accediendo a él, se haría garante de la sucesión de los Estados de este príncipe, según la Pragmática-Sanción que había hecho para reglar el orden de ella. El mismo ministro añadió que, después de firmado el mencionado tratado de Viena, había informado el barón de Ripperdá a Su Majestad Imperial que aún quedaban algunos artículos por examinar entre el Rey su amo y el de Inglaterra; para cuyos reglamentos, Su Majestad Católica suplicaba al César interpusiese sus buenos oficios. Tantas circunstancias y avisos concurrieron para persuadir al rey Jorge, que el tratado que se le presentaba no era el único hecho en Viena; y mientras penetraba la verdad y ejecutaba los proyectos entablados con Francia, se contentó de responder al ministro imperial casi en los propios términos que al de España.

Llegado el Rey británico a sus Estados de Hannover, recibió del señor de San Saphorin otros avisos, en que este ministro le informaba que hacia el fin de julio el duque de Warthon, el cual había abrazado el partido del pretendiente, era llegado a Viena, en donde conferenciaba con los principales señores de la corte; que él, y cierto Graham, agente secreto del pretendiente, tenían grande correspondencia con el barón de Ripperdá y el ministro de Prusia; que, según lo que había podido descubrir de sus ocultas pláticas, el duque de Warthon, con remesas considerables recibidas de Ripperdá, volvería a Inglaterra para aumentar los parciales del pretendiente; pero que después -añadía- parecía haberse mudado este designio en el de enviarle a Roma, para ver y conferenciar con este príncipe, y de allí pasar a Madrid. Iguales avisos recibió de su embajador en la corte del Rey Católico, los que hicieron sobre el espíritu de este Monarca toda la impresión que merecía su importancia, discurriendo, con no poco fundamento, se tiraba a quitarle una Corona que no siempre es muy segura sobre la cabeza de los que la poseen, y para cuya conservación estaba bien resuelto a tomar las medidas más prudentes y eficaces Pareciéndole a este príncipe que nada era más capaz de sostenerle en el Trono como hacer alianzas, trabajó, luego que llegó a Hannover, para formar la que en adelante se concluyó entre él, los reyes de Francia y Prusia.

Éste, que en Alemania quería hacer el personaje de protector y jefe de los protestantes, no podía dejar de causar a la corte imperial alguna inquietud con las reiteradas representaciones sobre los agravios que pretendía habían recibido los de la comunión reformada en el Imperio y república de Polonia, con ocasión de las turbulencias acaecidas en la ciudad de Thorn el año antecedente. Nada le podía ser más ventajoso que encontrar en su unión con dos de los mayores príncipes de la Europa, el medio de manifestar todo el celo que parecía tener por los de su religión, sin temer el resentimiento de las cortes de Viena y de Polonia. Es así, pues, que las mismas ideas e intereses, aunque con diferentes motivos, concurrieron para formar entre la Francia, Inglaterra y Prusia una estrecha unión. El Rey británico dispuso él mismo con el de Prusia, que pasó a Hannover en los primeros días de agosto de 1725, el tratado de Alianza que lo determinó, y fue firmado el 3 de septiembre siguiente por el viceconde de Townshend, el conde de Broglio y el barón de Wallenroth.

Luego que el tratado de comercio, concluido entre el Emperador y el Rey Católico el día primero de mayo de 1725 fue hecho público, las ventajas considerables que en él se concedían a Su Majestad Imperial, y, por consiguiente, a la compañía de Ostende, habían excitado en Inglaterra y Holanda grandes quejas, mirándose como perjudiciales al comercio de estas dos potencias y contrario a los precedentes tratados hechos con la España. En su consecuencia, dieron órdenes a sus respectivos ministros en Viena y Madrid para hacer las representaciones convenientes en este asunto. Unos y otros ejecutando el mandato de sus soberanos, el señor dé San Saphorin presentó a fines de agosto una memoria en que, después de haber expuesto los justos motivos de la nación inglesa contra este nuevo Tratado, que concedía a los vasallos de los Países Bajos austríacos comerciar en las Indias Orientales y Occidentales, suplicaba al César hiciese atención a él, observando fielmente sobre este artículo lo que los antiguos tratados habían reglado. Esta memoria no fue despreciada, porque no se tenía aún noticia de lo que se trataba en Hannover; y no queriendo el Emperador romper con la Inglaterra y Holanda, se respondió al señor de San Saphorin que Su Majestad Imperial nada deseaba tanto como mantener la amistad e inteligencia que reinaba entre las dos potencias; que concertaría gustosa con España los medios de dar a esta memoria toda la satisfacción posible, y hacer conocer a Su Majestad Británica cuán distante estaba de perjudicar los privilegios concedidos a sus vasallos en los antiguos tratados; en fin, que con este motivo enviaría el Emperador inmediatamente un ministro a Hannover, donde se hallaba entonces el rey de Inglaterra, para tratar sobre el asunto.

No sucedió lo mismo en la corte de España. Milord Stanhope, juntamente con el embajador de Holanda, habían presentado desde el mes de julio una memoria en todo conforme a la del señor de San Saphorin; pero después de concluido el tratado de Viena, el lenguaje lisonjero y lleno de confianza con que se había hablado a la Inglaterra hasta entonces perdiendo cada día algo de su dulzura, el marqués de Grimaldo tuvo orden de responder a este ministro, que la continuación de la alianza y comercio de la Gran Bretaña dependería en lo sucesivo de la restitución de Gibraltar. Así juzgó conveniente la corte de Madrid explicarse con el ministro inglés; y todas las conferencias que aún tuvo en adelante con los marqueses de Grimaldo y de la Paz, juntamente con el embajador de Holanda, no fueron más favorables; bien que el Emperador insinuó al Rey Católico no agriar demasiado a estas dos potencias sobre un artículo tan interesante para su comercio, no obstante estar él mismo poco dispuesto a minorar las ventajas que había obtenido de España a favor de sus súbditos. Y como no ignoraba cuanto pasó al tiempo de la concesión para el establecimiento de la compañía de Ostende, y que las potencias marítimas habían formado el proyecto para destruirla, ahora mejor que antes creía su honor demasiado interesado en sostenerla. Para conciliar, pues, en cuanto era posible el ánimo en que estaba de proteger dicha Compañía, con las atenciones que quería observar en las representaciones que de acuerdo le hacían para revocarla, el Emperador encargó al conde de Konigseg, que estaba de partida para España, el disponer Sus Majestades Católicas a ofrecer o dejar simplemente columbrar a la Inglaterra y Holanda algunas nuevas ventajas para su comercio que sirviesen para calmar el celo que les causaba el que se hacía en Ostende.

Todo esto se dirigía a desviar sus alti-potencias de acceder al tratado de Hannover, porque ya era público, y hacer más sólida la referida Compañía. En este sentido se habló al duque de Ripperdá en Viena, antes de dejar esta corte, exhortándole mucho a que representase al Rey su amo, que era de grande importancia no precipitar nada con la Holanda, a fin de evitar que la potencia formidable de los reyes aliados por el tratado de Hannover, llegando a aumentarse por su unión con los Estados Generales, no apartase varios príncipes de Alemania o del Norte de entrar en la Liga de Viena, y no hiciese infructuosas las providencias que se tomaban para determinarlos a tomar esta resolución. Añadióse también al duque, que el medio más eficaz y más fácil para el éxito de este proyecto era entretener la Holanda con la esperanza de obtener privilegios más amplios para su comercio, y aún darla a entender querer favorecerla en todo con preferencia a Inglaterra, a la cual, desde el tratado de Hannover, no era natural que España debiese contemplar mucho; y, en fin, si no fuese posible adormecer con estas proposiciones a los Estados Generales, procurar sembrar entre ellos y los ingleses una desconfianza que disminuyese la unión en que parecían vivir, y, por consiguiente, contribuyese en fomentar y romper las medidas que tomaban los reyes coligados para atraerlos a su alianza.

En este estado de cosas estaban los negocios políticos de la Europa, cuando, bien instruido el duque de Ripperdá de la corte de Viena, eligiendo el día de la entrada del embajador de Francia, duque de Richelieu, para disponer su regreso a Madrid, salió el siguiente incógnito, con un ayuda de cámara, sin despedirse de los ministros imperiales, ni menos de los de las demás potencias, cuyo proceder dio ocasión a muchos discursos que no le eran ventajosos; pero la recepción bien diferente que le hicieron Sus Majestades Católicas, hizo ver cuán mal estaban fundados. Contando el duque sobre sus grandes servicios, cuya insubsistencia conocía mejor que nadie, se presentó a la corte en traje de correo, e introducido en el cuarto del Rey por el marqués de la Roche, sin hacer caso del de Grimaldo, que salía, dio cuenta a Sus Majestades de su escabrosa comisión, aplaudiéndose el haber podido terminar negocio tan arduo. La conferencia fue dilatada, y se dieron en ella grandes elogios al autor del tratado de Viena, confiriéndosele poco después la Secretaría de Estado, por lo tocante a los negocios extranjeros, que servía el marqués de Grimaldo, de cuyo afecto por la Inglaterra y de su estrecha amistad con el embajador de esta Corona, dio el duque de Ripperdá verosímilmente en esta conferencia malísima opinión a los Reyes. Los demás secretarios, y todos los Consejos, tuvieron orden de comunicar al nuevo ministro todos los papeles que juzgase a propósito pedirles. Colmado de honores y mercedes, le fue concedido la entrada en el cuarto del Rey a cualquier hora que quisiese, y una habitación en Palacio para él y su mujer. En fin, llegó a gozar toda la autoridad correspondiente al puesto de primer ministro.




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Año de 1726

Ocupado el duque de Ripperdá de los grandes proyectos que había formado en Viena, y facilitándole la ejecución el eminente puesto que poseía, pretendió empezar el año con una reforma general en el Estado, castigando con rigor la mala administración cometida en el precedente Ministerio, y mudar enteramente de sistema en materias políticas. Caracterizaban todos sus discursos la vanidad y presunción, siempre inseparables de una fortuna rápida, sin embarazarse mucho en las consecuencias que podían acarrear, ni de los enemigos que le atraían; a que se acumulaba el poco respeto con que hablaba de aquellos cuyos despojos iba apropiándose. Nada, a su entender, le parecía difícil: todo lo allanaba su amor propio; pero su extrema imprudencia y ligereza desconcertaban sus medidas.

Embriagado de su autoridad, como regularmente sucede a los que con rapidez llegan a lo sumo de los honores, afectaba públicamente mostrar un soberano desprecio para todos aquellos que quisiesen oponérsele; confiado, decía, en seis amigos que no le podían faltar, y eran: Dios, la Virgen, el Emperador, la Emperatriz y Sus Majestades Católicas; palabras que dejaban a cada uno el juicio que el interés o la pasión le dictaba; y aunque este primer ministro debía comprender que semejantes discursos daban de su capacidad la opinión más singular, sin embargo parecía estar muy satisfecho de su conducta, la cual era examinada con grande atención, mayormente después de una visita que le hizo el padre Bermúdez, confesor del Rey, en la que le dijo se limitase en dar a su penitente, cuando se confesaba, la absolución de sus pecados, y no meterse en otra cosa.

No ignoraban los embajadores de Inglaterra y Holanda los discursos tenidos por el duque de Ripperdá en Viena y Madrid; el primero había llevado ya sus quejas a la corte antes del arribo de este ministro; pero en las conferencias que tuvieron con él, bien lejos de sostener con arrogancia lo que había afectado decir altamente, sin duda, temeroso de malograr ciertos proyectos de que entonces estaba ocupado, manifestó a estos dos ministros el deseo que tenía el Rey de conservar una perfecta inteligencia con sus amos, asegurándoles de su buena intención hacia ellos; y que la incapacidad de los que le habían precedido en el Ministerio, cuya lentitud era extrema en responder a sus memoriales, no padecería la misma dificultad; que luego después del arribo del conde de Konigseg, a quien se esperaba por instantes, se tomarían, de acuerdo con él, las medidas más prontas, para examinar los artículos del tratado de comercio firmado en Viena, que parecían contrarios a los antiguos privilegios concedidos por España a su favor.

No se sabía a qué atribuir mutación tan improvisa, ni menos cómo conciliar la inteligencia que aparecía entre el duque de Ripperdá y estos dos ministros, con la que reinaba entre el César y el Rey Católico. No sólo era por lo tocante al comercio, que este ministro buscaba, de acuerdo con la corte de Viena, a no agriar a las potencias marítimas y entablar con ellas una negociación que sirviese para ganar tiempo. Conocía mejor que nadie faltaba mucho para que se pensase en Viena con la misma viveza que en Madrid, así sobre lo que concernía al matrimonio de la archiduquesa con el infante don Carlos como sobre los medios de atacar a la Francia. Tampoco ignoraba que sobre las seguridades positivas que había dado a Sus Majestades Católicas de la favorable disposición en que se hallaba acerca de esto el Emperador, era establecido su favor y poder. Todas estas consideraciones le hacían temer que el arribo del conde de Konigseg le fuese fatal, dilatando la ejecución de los vastos y agradables proyectos con que había lisonjeado al rey y reina de España, y finalmente fuese la víctima de haberles engañado. Ocupado, pues, en prevenir suceso tan funesto, no prometiéndose ganar cosa alguna por parte de la corte imperial, tomó la resolución de tratar favorablemente a los embajadores de Inglaterra y Holanda.

No se supieron bien las ideas de este ministro hasta después de su desgracia, según las refirió el depositario de su confianza, el conde de Lambilly, diciendo que, lisonjeándose en vano la España de determinar al Emperador a casar la princesa su hija con el infante, y declarar juntamente con Su Majestad Católica la guerra a la Francia, había el duque de Ripperdá formado el proyecto de usar de toda su astucia para dividir los príncipes de la Liga de Hannover, a fin, si fuese Posible, de destruir esta alianza, teniendo primero en la mira de ganar a la Francia, luego emplear su poder, después de restablecida la buena inteligencia entre ella y la España, para hacer ejecutar al César cuanto había prometido al Rey Católico, especialmente el matrimonio del infante don Carlos con la archiduquesa, para lo cual no se opondría el Rey Cristianísimo, respecto de que con este establecimiento la mayor parte de la Europa sería sometida a la Casa de Borbón; pero al mismo tiempo, para no incurrir en la desgracia de la Reina, a quien entonces todo lo que podía tener alguna conexión con la Francia era en extremo odioso, el duque quería conducirse de modo en la ejecución de sus designios, que la Francia no tuviese en el principio el menor conocimiento de ellos; y que el temor de verse abandonada de sus aliados, y expuesta a sostener sola la guerra contra las principales potencias de la Europa, la obligase, para evitar los proyectos de España contra ella, a disponer su reconciliación con la Corona, a las condiciones que Su Majestad Católica juzgase conveniente imponerla. Éstas habían de ser el acceder al tratado de Viena, y concurrir con el Rey su tío, para hacer ejecutar fielmente al Emperador sus promesas. Para facilitar el éxito de este proyecto, empezando por dar a la Francia alguna desconfianza de la fidelidad de sus aliados, habíase propuesto el duque de Ripperdá hacer diversas tentativas para romper su unión con la Inglaterra, mientras la corte imperial procuraba de su parte separar al rey de Prusia de la Liga de Hannover, persuadiéndose que, uno u otro príncipe ganado, caería enteramente el Tratado; que la Holanda, y algunas otras potencias de la Europa, inclinadas a juntarse con los reyes aliados, viéndolos divididos, no pensarían ya a entrar en su alianza. En fin, que se reduciría insensiblemente la Francia a lo que deseaba, con tanto arte cuanto la reina de España ni el Emperador podrían jamás sospechar que las ideas de este ministro se dirigiesen a reunir con más estrechez y utilidad que nunca ambas Coronas. Si este designio parecía encontrar grandes obstáculos, el duque de Ripperdá no dejaba de percibir igualmente varios medios para salir con su intento.

Tal era el proyecto, según afirmó el conde de Lambilly, que había formado el duque de Ripperdá, cuyo objeto principal era separar la Francia de sus aliados. Como esta idea era lo que la corte de España, y aun la de Viena, parecían desear con más ardor, bien que con diferentes fines, es de creer que este ministro hubiera afianzado por siempre su autoridad en el reino, a haber sabido conducir este negocio con la prudencia que exigía; pero esta no era su virtud dominante. No obstante, se pretende que, si hubiera conservado su puesto, consiguiera el fin de su proyecto; y que de haberse malogrado, se debe, atribuir únicamente a las sospechas que por último concibió la corte imperial de las intenciones de este ministro, y a las medidas que en consecuencia tomó para robarle la confianza de Sus Majestades Católicas.

Mientras estaba el duque de Ripperdá ocupado a encontrar los medios de destruir la Liga de Hannover, el conde de Konigseg, embajador del César, a quien se esperaba en la corte con una impaciencia proporcionada a las grandes esperanzas que se habían concebido en ella de las importantes negociaciones con que se le creía encargado, llegó, en fin, a Madrid con la condesa su mujer, habiéndose entes detenido algún tiempo en la quinta del conde de Aguilar -hoy del duque de Osuna, y distante una legua de Madrid-, por una indisposición de gota, a donde fue visitado de todas las personas de la primera distinción. Mejorado por fin, pasó el 16 de enero al Real Sitio del Pardo, donde estaban Sus Majestades, que le recibieron, del mismo modo que a la condesa su mujer, con todas las demostraciones posibles de amistad por el Emperador y distinción por sus personas. Aquel día se vistió la corte de gala, mandando la Reina a la princesa de Robec, flamenca como la condesa de Konigseg, hiciese los honores de obsequios a esta embajatriz, acompañándola a casa del duque de Ripperdá, a donde debía comer con su marido.

El arribo del conde de Konigseg, siendo la época a la cual se creía en Madrid estaba fijada la declaración del matrimonio del infante y la ejecución de los grandes proyectos que se discurría habían formado ambas cortes, no admiró poco al ver que mientras este ministro pretendía debían contentarse con las esperanzas que daba acerca de esto, avivaba la paga de los subsidios prometidos al Emperador, de la cual parecía hacer más caso, como un bien sólido y real. Este proceder, que debía servir de lección a la corte de España para proporcionar sus larguezas a los efectos de la buena voluntad del César, no disminuía en nada el agradable encanto que había producido el tratado de Viena; y el conde de Konigseg, cuyo genio superior era a propósito para entretener la ilusión, hallaba tantos medios para disipar las dudas de la Reina, convencerla de las sinceras intenciones de Su Majestad Imperial, y hacerla no sólo plausibles, mas aún necesarios los pretextos que empleaba este monarca para dilatar el cumplimiento de sus deseos, que las inmensas sumas de dinero que esta princesa hacía pasar a Viena, no le parecían sino endebles señales de su reconocimiento y confianza hacia este príncipe. Llevada ésta al extremo, no desatendía el conde de Konigseg la más mínima circunstancia de lo que podía contribuir a hacer mirar como infalibles las promesas de su corte, y entre tanto hacer ejecutar las de Sus Majestades Católicas. En las prolijas y frecuentes conferencias que tenía con estos príncipes, afectaba tanto celo por sus intereses, y sabía tan bien dar el propio carácter al del Emperador, por lo que concernía a sus personas, que no ocultaban a este embajador cosa alguna de cuanto pasase o se trataba en España; llegando a tomar tanto asenso y crédito, que el único medio de obtener mercedes era serle afecto.

El duque de Ripperdá, que no podía mirar sin celos el favor de este ministro, hubiera desahuciado a la Reina sobre el pretendido casamiento del infante, a no temer que lo que únicamente le había exaltado sería causa de su caída; pero lo que aún le avivaba más el sentimiento, era el dinero que Konigseg solicitaba pasase a Viena; pues preveía deberse consumir en pura pérdida, y esto en un tiempo en que la España, exhausta por una guerra, así general como particular, había sufrido tantos gastos hasta la conclusión del tratado de Viena; juzgaba advertidamente Ripperdá se podía emplear con más utilidad, en vista de la extrema estrechez en que se hallaba la Monarquía por el retardo de los galeones; y la prudencia exigía se conservasen los pocos recursos que quedaban en el reino.

Cuando una persona posee aquello a que aspiraba, y su ambición en algún modo satisfecha, regularmente tiene la de hacerse amar; la satisfacción que resulta del suceso de este designio, se aumentó con la seguridad y consideración que procura el aplauso del público, y que las quejas y gemidos de éste hacen perder. Siendo esta ventaja tan lisonjera como útil, ya comprendía Ripperdá cuánto le importaba adquirirla; pero la infeliz situación en que se hallaba de romper con el conde Konigseg, si le negaba las sumas que pedía, o si se las concedía hacerse odioso a la nación, acabando de aniquilarla, lo tenía en un embarazo grande; por otro lado, sabiendo que las representaciones sobre la miseria de los pueblos suelen los príncipes mirarlas, especialmente cuando no concuerdan con sus designios, como único efecto de la incapacidad del ministro que las hace, ésta era la opinión que no quería dar de su persona.

Combatido, pues, de varias ideas, se resolvió recurrir a los remedios ordinarios que ofrece la pobreza de los Estados; es a saber, aumentar las monedas, suponiendo, por el decreto que hizo publicar, eran inferiores a su intrínseco valor; reformar muchos oficiales en las oficinas; quitar o disminuir las pensiones; suprimir la Secretaría de la Marina; finalmente, hacer dar cuenta a los administradores de Rentas Reales, y a los que habían poseído empleos en Indias, de la mala adquisición de sus caudales. Esta novedad hizo clamar a muchos; pareció al Consejo Supremo de Castilla deber hacer algunas representaciones, pero no fue atendido, antes, para sosegar los ánimos, mostrando su amor a la justicia, mandó publicar otro decreto, por el cual daba libertad a los particulares de exponer sus quejas contra los magistrados que se negasen a hacerles justicia, con una orden a todos los tribunales de remediar pronta y eficazmente semejante abuso; pero este tan prudente y necesario reglamento, en España quedó sin ejecución, con gran desconsuelo de los pueblos. En fin, todos los medios de que se servía el duque de Ripperdá para juntar dinero, solo sirvieron para arruinar gran número de particulares, sin ser de utilidad alguna al público; y para no hacerse más odioso, y moderar las importunas instancias del embajador cesáreo, no cesaba de representar a este ministro que el reino estaba agotado; las casas de Rey y Reina, sin sueldo un año había; las tropas y magistrados, tratados de la misma suerte; los vasallos, en extremo oprimidos por los impuestos; prometiéndole que, luego después del arribo de los galeones, que se esperaban, se pagarían los subsidios que su corte se había empeñado en dar a la de Viena. Mas, sabiendo el ministro imperial de qué importancia era para su amo sacar de España las sumas prometidas, antes que el tiempo o algún maligno encantador destruyese el hechizo a favor del cual la Reina hacía tantas larguezas, no admitía las razones, ni menos las esperanzas que le daba el duque de Ripperdá; y la miseria de los españoles le hacía poca impresión; antes la tenuidad de las sumas que se le ofrecían y la lentitud con que se las entregaban, hizo sospechar al conde de Konigseg quería Ripperdá ganar tiempo, a fin de dar lugar a la Reina para traslucir las vanas esperanzas de la corte de Viena.

Ya se ha dicho que su elevación provenía de las mismas; y el desengañar a Su Majestad sobre este asunto, era precisamente manifestar haber abusado de su confianza, y que con la mayor perfidia había concurrido en las secretas ideas de la corte de Viena para sus fines particulares. Viendo, pues, que no podía curar la ilusión en que continuamente entretenía Konigseg a la Reina sobre las ventajas que la resultaban del casamiento de don Carlos, tomó la resolución de disimular, y ejecutar las órdenes precisas de Su Majestad, que fueron seguidas de nuevas señales de su confianza, habiéndole conferido el departamento de la Marina, que se quitó a don Antonio de Sopeña; de esta suerte vino a reunir en sí Ripperdá casi toda la autoridad, antes dividida entre varios ministros.

Los embajadores de Inglaterra y Holanda le instaban a que respondiese a sus quejas sobre el nuevo tratado de comercio firmado en Viena, supuesto que lo había dilatado para el arribo del conde de Konigseg; pero éste estaba bien resuelto a no sufrir mutuación alguna, sino en la última extremidad, ni en el establecimiento de la compañía de Ostende, ni en las demás ventajas concedidas a los súbditos de su soberano. El duque de Ripperdá, que discurría le facilitarían las conferencias que tendría con ellos los medios de ejecutar sus grandes designios, tuvo orden de responder lo siguiente al de Holanda, en que entraba verisímilmente también el de Inglaterra:

Señor: Tengo la honra de participar a V. E. que entre otras pliegos que he recibido de Viena por un correo extraordinario, Su Majestad Imperial está resuelto de instruir a su embajador en la corte del Rey mi amo, para tratar y arreglar, bajo la mediación de Su Majestad, las diferencias acaecidas entre el César y la República de Holanda; y este correo me ha traído la plenipotencia de este monarca, para entregarla al conde de Konigseg. Así, hallo por conveniente que V. E. escriba a sus amos, pidiéndoles nuevos poderes para tratar con el referido ministro relativamente al comercio de Ostende; y me parece tanto mejor tratar aquí, cuanto he recibido aviso de que las indisposiciones del marqués de San Felipe le obligarán a estar mucho tiempo en camino, no pudiéndose enviar al secretario de Su Majestad Católica, por causa de su carácter, instrucciones tan amplias como requiere un negocio de esta importancia. Quedo, etc.

Esta proposición no fue del gusto de los ministros, conociendo se quería ganar tiempo y sostener la Compañía de Ostende. Así se explicaron con el duque de Ripperdá; añadiendo el de Inglaterra, que el Rey su amo le había autorizado suficientemente para tratar dichos negocios con los ministros de Su Majestad Católica, por las repetidas órdenes que había recibido y comunicado, particularmente a él (duque de Ripperdá), desde su regreso a España, y que el Rey no se admiraría poco al ver que se le negaba la satisfacción prometida, dilatándola solo por contemplaciones a la corte de Viena, con el frívolo supuesto de no tener poder amplio, cuando le constaba lo contrario.

El embajador holandés no respondió con menos viveza, ni tampoco disimuló al duque que los Estados Generales, hallando en el modo con que se obraba con ellos, y tan diferentes las seguridades que daban los ministros del Emperador, y del Rey Católico en la Haya, una total contradicción, no podrían dejar de tomar, de acuerdo con la Inglaterra, las medidas que juzgasen necesarias para defender los intereses del comercio de sus súbditos; y al fin de hacer sus representaciones más eficaces, las acompañó de un memorial para el Rey, en que explicaba por menor las razones de sus amos, y cuán contrario era el tratado de comercio firmado en Viena a los precedentes hechos con sus alti-potencias.

Su Majestad, que no quería precipitar las cosas con la Holanda, mediante que varias provincias no habían aún accedido al tratado de Hannover, ni tampoco agriar la Inglaterra, en vista de la repugnancia que los dos ministros de estas potencias demostraban a enviar por nuevos poderes, hizo consentir al conde de Konigseg, para que el duque de Ripperdá entablase dicha negociación.

Libre éste de renovar con los embajadores las conferencias que el arribo del ministro imperial había interrumpido, no perdió la idea del proyecto que tanto le ocupaba; pues es verisímil que lo había concebido en Viena luego que fue firmado el Tratado, conociendo no podía subsistir; porque incontinente del regreso a España, intentó sondear las disposiciones de milord Stanhope acerca de esto, usando la misma circunspección con el señor Van der Meer; pero con tanta obscuridad, que no se podía sospechar le hubiese formado. Favorable la ocasión para explicarse con más claridad, se determinó con tanta más prontitud a ejecutarlo, cuanto -independientemente de la indignación que le causaba el crédito y autoridad del embajador alemán, que cada día iba en aumento-, temía no descubriese la Reina cuán poco pensaba la corte de Viena en, efectuar sus promesas antes de haber dispuesto las cosas de manera a no ser la víctima del resentimiento de esta princesa.

Sobre este plan comenzó a tratar de lo que concernía al comercio de Inglaterra y Holanda, dando a entender a ambos ministros estaban Sus Majestades enteramente dispuestas a hacer ejecutar con la mayor fidelidad todo lo que los tratados anteriores al de Viena habían reglado a favor de los vasallos de sus soberanos, y que el Emperador estaba en la misma intención. Esto parecía exponer el duque con tan buena fe y entrar en los expedientes que le proponían estos ministros para conciliar la supresión de la compañía de Ostende, con la delicadeza que mostraba Su Majestad Imperial sobre este artículo, que se hubieran dejado sorprender a no vivir precavidos, pues él mismo había producida el recelo. Después se quejaba (Ripperdá) de su parcialidad por la Francia, de que se admiraba, decía, no percibiesen las disposiciones en que estaba esta Corona acerca de ellos, protestando podía terminar la reconciliación con ella, pero que el Rey su amo no ignoraba sus prácticas para persuadir a toda la Europa que había formado, de acuerdo con el Emperador, designios contrarios a su tranquilidad, cuando éstos se dirigían a mantener la paz entre todos los potentados de ella.

En las conferencias que tenía con el señor Van der Meer, se dirigía a sembrar celos entre la Holanda e Inglaterra, diciéndole que esta Corona no estaba tan distante como se creía de entrar en alguna negociación con España para obtener nuevos privilegios a favor de su comercio en las Indias; que sobre esto podía descubrirle algún misterio que le convencería se dirigía la Inglaterra a sus fines particulares sin embarazarse mucho de su pretendida unión con Francia, ni de los intereses de la Holanda; que el empeño y el afecto que siempre conservaría por los Estados Generales, de quienes había nacido vasallo, y en otro tiempo honrado de su confianza, le obligaba aconsejarles a aprovecharse de la coyuntura en que se hallaban, y de la disposición favorable del Rey Católico.

Las razones de que se servía el duque de Ripperdá para conseguir el fin que se había propuesto de separar la Inglaterra y la Holanda de la alianza de Francia, eran aparentes; pero conociendo estos ministros su carácter artificioso e inconstante, igualmente el embarazo en que le tenía el tratado de Viena, sus correspondencias con los parciales del pretendiente y por consiguiente el ningún fundamento que se debía hacer sobre la verdad de cuanto decía de su pretendido celo, hacía que sus respuestas eran concertadas y medidas. Atentos a no separar de este objeto, se comunicaban fielmente uno a otro cuanto el duque exponía a cada uno en particular, y esta conducta les sirvió para descubrir los artificios de este primer ministro, prometiéndose bien de no dejarse sorprender.

Tanta circunspección y reserva no eran del gusto de Ripperdá. Sabía éste que el Emperador y la Reina Católica no tenían intención de mudar cosa alguna en el establecimiento de la compañía de Ostende, ni a lo que había reglado el tratado de comercio en Viena. Toleraba con impaciencia que los medios que había tomado para disponer a los dos ministros a mirar simplemente estos dos puntos como una continuación de otras negociaciones más importantes, produjesen tan mal efecto, y que sus conferencias se hiciesen inútiles.

Conociendo los dos precavidos embajadores que podían sacar alguna ventaja de sus conferencias, no cesaban de hacerle varias cuestiones para penetrar hasta dónde se extendían los secretos empeños que habían tomado las cortes de Viena y Madrid, insinuándose, al parecer, a las propuestas del duque de Ripperdá. Éste, discurriendo acaso hacerse un mérito de la confianza, y para vencer de una vez todas las, dificultades que retardaban sus deseos, con la mayor imprudencia les dijo que había un segundo tratado entre el César y el Rey Católico, hasta entonces secreto, el cual se haría presto público; que dicho tratado consistía, a más de una alianza perpetua ofensiva y defensiva, en tres artículos, a saber:

I.- Un empeño por parte de España para sostener la compañía de Ostende.

II.- Otro por la del Emperador, para procurar la restitución de Gibraltar, con buenos oficios, si fuese posible, y de lo contrario con la fuerza.

III.- El socorro que debían darse recíprocamente en caso de guerra; a saber, por parte de Su Majestad Imperial veinte mil hombres que haría pasar a España; y por la de Su Majestad Católica, sumas suficientes para pagar igual número de tropas, que serían empleadas a donde el Emperador lo juzgase conveniente. En fin, que este tratado se había concluido poco después del primero; pero que no se divulgaría hasta que fuese necesario.

Es fácil de comprender el efecto que produjo semejante descubrimiento hecho a los ministros de Inglaterra y Holanda, y no menos juzgar qué opinión concibieron de la prudencia y discreción del duque de Ripperdá. Contentos de esta buena noticia, no tardaron a participarla a sus soberanos; sin embargo, guardaron estos embajadores el secreto en Madrid, y el público no fue informado de él hasta su desgracia. Quizá habría exigido esta deferencia en premio del aviso; y acaso también por un principio de generosidad no quisieron acelerar su perdición, publicando una indiscreción tan inexcusable. No obstante, prosiguiéronse aún las conferencias por algún tiempo, a la verdad con poca satisfacción para unos y otros, supuesto que ambos embajadores no obtenían respuesta alguna positiva a sus representaciones, ni Ripperdá en hacerles sospechosa la Francia. Con todo, la buena inteligencia se mantuvo hasta su caída, sin que pareciese desagradable a Sus Majestades Católicas, que aún le dieron el departamento de la Guerra, que tenía el marqués de Castelar, a quien, para indemnizarle, se confirió la embajada de Venecia.

Habiendo el rey de Inglaterra participado al Gran Señor la conclusión del tratado de Hannover, a tiempo que el Emperador y el Rey Católico trabajaban para hacer una alianza con la emperatriz de Rusia; y como los límites de los Estados de ésta con la Puerta no estaban aún reglados, bien que la paz entre estas dos potencias se había ya firmado desde el mes de julio de 1724, se temía en la corte de Viena que, con ocasión de esta discusión, el ministro inglés en Constantinopla no trabajase en el Diván a hacer sospechosa la unión de esta princesa con Su Majestad Imperial. Dióse orden al príncipe Eugenio de escribir y asegurar al gran visir que la alianza que se trataba entre el Emperador y la Czarina no contenía cosa alguna contraria a los empeños tomados entre los dos Imperios en el tratado de Passarowitz, esperando que Su Alteza no se prestaría a las insinuaciones de ciertas potencias que no tiraban sino a turbar la buena inteligencia que reinaba entre los alemanes y los turcos. Esta carta entregó el señor Dierling, residente del Emperador en Constantinopla, al gran visir; y satisfecho éste de las seguridades que contenía, de que dio aviso aquél, la corte de Viena nombró al conde de Rabutin su embajador para pasar a Petersbourg. En el mismo tiempo, el duque de Ripperdá destinó al conde de Lambilly para que fuese también a la misma corte con una remesa de ochenta mil doblones.

Mientras el César se conducía con tanta moderación como prudencia, supo con el mayor sentimiento que el duque de Ripperdá le había comprometido del modo más indiscreto con las potencias marítimas en las confidencias hechas a sus embajadores. El señor de San Saphorin, en Viena, tuvo orden de su corte de pedir al Emperador una declaración precisa tocante a los artículos del pretendido tratado secreto, y el duque de Richelieu insistió sobre la misma de parte de la suya. En esta delicada situación, se procuró darles a entender que lo que este ministro había dicho podía mirarse como ciertas falsas confidencias que las personas caracterizadas solían hacer para penetrar lo interior de aquellos con quienes trataban alguna negociación, y, por consiguiente, no tenía fundamento alguno, siendo sólo efecto de la imprudencia del ministro español.

Esta respuesta no satisfizo a los embajadores, y las cosas se agriaron de tal modo entre las cortes de Viena y Londres, que se encaminaban a un rompimiento abierto: fruto de los inconsiderados discursos del duque de Ripperdá, que, arrepentido de su imprudencia, quiso tergiversar, procurando dar a entender a los expresados embajadores que esta liga entre el César y el Rey Católico de que le hablaban a menudo, era algo más que defensiva.

Sobre esto insistieron dichos ministros a que declarase resueltamente lo que significaba esta palabra, y si no era lo que ya les había dicho de que había una liga secreta ofensiva entre Sus Majestades Imperial y Católica. Fatigado Ripperdá de sus cuestiones, e incapaz por su carácter precipitado de disimular su enojo e impaciencia, respondió con viveza: Es verdad, yo me he explicado como decís, y puesto que queréis que os repita lo mismo, lo que os he dicho es realmente verdadero.

Una declaración tan extraordinaria, y, sin embargo, tan precisa, sobre una materia que interesaba en extremo a Sus Majestades, no tardó en ser sabida. Ella exasperó a los Reyes, y ofendió hasta lo sumo al embajador cesáreo, que ya no observó la más mínima atención con este primer ministro, el cual, no obstante su vacilante situación, no amainaba su arrogancia.

Malquistado con los suyos y ajenos, especialmente con la corte de Viena, que solicitaba su deposición, se unió aún con más estrechez que antes con los embajadores de Inglaterra y Holanda, y al tiempo que parecía contemplarlos, demostraba favorecer los intereses del pretendiente; resulta de las continuadas contradicciones que tenía en sí mismo, no dejándole su triste situación reflexionar las consecuencias. El duque de Warthon, quien de Viena había pasado a Roma, como ya se ha dicho, para conferenciar con este príncipe, había llegado a Madrid poco antes de la caída del de Ripperdá, con el disfrazado nombre de Philibert; pero después de algunos días volvió a tomar su verdadero nombre, y aún se presentó al público con las insignias del Orden de la Jarretiera, que le confirmó el rey Jacobo. Su residencia en la corte; lo que se sospechaba había empezado a negociar en la de Viena; sus frecuentes conferencias con el señor Conok, soto-ayo del infante don Felipe, con algunos católicos irlandeses y, en fin, con el duque de Ripperdá, avivaron en extremo la atención de milord Stanhope sobre lo que podía en todo esto interesar al servicio del Rey su amo.

Este ministro, que tenía el talento de unir la mayor actividad con el exterior menos vivo y aún más tranquilo, mantenía en Madrid una infinidad de espías que recompensaba abundantemente, extendiendo su generosidad hasta en los conventos, con especialidad a los limosneros, a quienes hacía copiosas larguezas, y a todos aquellos que le podían dar algunas luces. Mediante estas precauciones, estaba informado exactamente de cuanto pasaba, y de lo interior del Palacio; ni lo de las secretarías de Estado le era oculto. Servido por tantas personas diferentes, no tardó en saber lo que se tramaba entre los duques de Ripperdá y Warthon, y que aquél, sobre las quiméricas especulaciones de éste, parecía meditar alguna empresa contra la Inglaterra, haciendo verisímilmente juntar para esto, sobre las costas de Vizcaya y Galicia, un cuerpo de cerca de doce mil hombres, para cuyo embarco parecía destinar varios navíos españoles que estaban en Cádiz. Aseguróse también a milord Stanhope que en el mismo puerto había armas para transportar a las islas Británicas y armar cuatro mil hombres, y que cierto Pompili se hallaba en Madrid, donde trabajaba en secreto para alistar en servicio del pretendiente a los oficiales reformados o depuestos.

Bien pertrechado milord Stanhope de todas estas noticias, pasó a ver al duque de Ripperdá, quejándose de lo que sabía de cierto se tramaba contra los intereses del Rey británico, suplicándole se explicase sobre los designios que se le atribuían a favor del pretendiente y sobre las secretas medidas que parecía tomar para conseguir su intento. Admirado Ripperdá de que este ministro fuese tan bien instruido, le aseguró ser falsos y destituidos de fundamento todos los proyectos de que le hacían autor, y que Sus Majestades Católicas estaban muy distantes de querer emprender cosa alguna contra la Inglaterra. Después, para dar más peso a sus seguridades, añadió que no se habían enviado tropas a Vizcaya y Galicia, sino para la defensa de estas dos provincias, con el aviso que se había recibido de que el Rey británico debía enviar sobre estas costas una escuadra con tropas de desembarco, con ánimo de quemar los navíos españoles en sus puertos; que acerca de las armas que decía estaban en Cádiz, lo ignoraba enteramente. Pasando después al duque de Warthon, dijo al ministro inglés que no había podido dispensarse de la visita de una persona tan calificada, pero que estaba muy lejos de aprobar o simplemente favorecer las visiones con que este duque le había entretenido varias veces que le habló; y después, según su ímpetu regular, dijo, prometió y juró que si el duque de Warthon aventuraba hacerse agente del pretendiente, lo haría salir de Madrid en veinte y cuatro horas. Finalmente, por lo que concernía a este Pompili de quien le hablaba, no conocía tal sujeto, ni de dónde venía, ni lo que hacía en la corte; pero que se informaría de ello y que lo mandaría echar prontamente si su conducta diese lugar para sospechar hacía el manejo que le atribuía.

El mal suceso del duque de Ripperdá en todos sus proyectos, la facilidad con que se descubrían y la desconfianza que su variedad había sembrado contra él en todos los partidos, disgustaban cada día más a Sus Majestades para continuarle la administración de sus negocios, y pensaban seriamente a quitársela, nada sosteniéndole ya en el puesto que ocupaba, sino ciertas medidas que se juzgaban deber preceder a su caída. Reducido a este estado de incertidumbre, hacía Ripperdá cuanto podía para ocultarlo al público; pero todas sus precauciones eran inútiles. La mutación de Ministerio interesa a tantas personas diferentes en las cortes, que es imposible no sea percibida por los que la temen o desean antes que suceda, porque son tantos los que cercan los Reyes, que una señal o una palabra se hace luego el objeto de las especulaciones de los cortesanos

Entre los muchos que vivían en la corte, cuyas luces y talentos podían causar celos al duque de Ripperdá, ninguno había como don José Patiño, hermano del marqués de Castelar, a quien el primer ministro había quitado el empleo para apropiárselo. Ambos hermanos, vivamente sentidos, veían con indecible alegría el estado vacilante de su enemigo. Éste, que no ignoraba su resentimiento, y que con la extinción de su autoridad temía las consecuencias de él, instaba al marqués a que fuese a su embajada de Venecia, igualmente que al hermano a Bruselas, para donde desde el mes de febrero estaba nombrado residente cerca de la archiduquesa gobernadora, a fin de liquidar las deudas de la Corona, conforme al tratado de Viena.

Un empleo de tan poca consideración, que sólo se dirigía para alejar a don José Patiño en una circunstancia que preveía poder ser conducente a su elevación, no le daba mucha prisa de pasar a los Países Bajos, y difería su partida cuanto podía. El marqués hacía lo mismo, y esto daba lugar de sospechar a que ambos hermanos estaban más ocupados en buscar los medios de quedarse en Madrid, que de pasar a las cortes de Venecia y Bruselas para ejercer sus funciones de ministros de España. La incomodidad de viajar en invierno, algunas enfermedades supuestas y ciertas disposiciones en sus negocios, habían servido de pretexto para mantenerse en la corte hasta el mes de abril, sin que el duque de Ripperdá pudiese desaprobarlo; pero siendo la estación favorable y no habiendo prudente motivo para eludir la orden, y sabiendo Ripperdá la causa secreta de su detención, le mandó que se dispusiese incontinente para ejecutar su comisión, y que tres o cuatro días eran suficientes para ponerle en estado de marchar.

Esta precipitada orden no embarazó poco a don José Patiño, quien buscó todos los medios posibles para hacerla revocar. Su sagacidad no le dejaba ocioso; recurrió a cuantos podían favorecerle en la triste coyuntura en que se hallaba de obedecer el preciso mandato del primer ministro. El arzobispo de Amida, don Domingo Guerra, confesor de la Reina, le ofreció sus buenos oficios y protegerle. Es así que para vencer los obstáculos, ponderó a esta princesa los superiores talentos de don José Patiño, y cuán necesario podían ser en las mutaciones que se meditaban: con que pudo éste obtener una orden secreta para diferir su partida, y se cree que el conde de Konigseg no cooperó poco a ella.

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La elevación y autoridad a que el duque de Ripperdá había llegado con tanta rapidez, se fundaba únicamente sobre la unión formada por él entre las cortes de Viena y Madrid, y, por consiguiente, su solidez dependía de conservarla y conciliarse la protección del Emperador; pero apenas entró en el Ministerio, pareció mudar de sistema, apartándose de aquel que naturalmente debía mirar como el solo fundamento de su fortuna, y no contribuyó poco a confirmar el juicio nada ventajoso que se tuvo de sus negociaciones. El conde de Konigseg, quien, por su parte, observaba todas estas variedades, había exactamente penetrado el secreto principio. Una mutación tan opuesta a las ideas de la corte imperial ofendiéndole en extremo, no cesaba de quejarse a la Reina de la conducta de Ripperdá, representándola las peligrosas consecuencias de sus indiscretas conferencias a los ministros de las potencias marítimas.

Apoyadas estas representaciones del conde de Konigseg con las cartas que escribía el Emperador, Sus Majestades Católicas se determinaron a despedir este ministro, quitándole primero la presidencia de Hacienda, con el pretexto de aliviarle una parte del trabajo de que estaba oprimido. ¡Raro ejemplo de moderación y clemencia en estos magnánimos príncipes, que viéndose entregados a la suma imprudencia de este ministro, haciendo inútil el tratado de Viena, querían aún conservar ciertas medidas, para no perderle en la estimación pública! Pero éste, sin atender a su inconsiderado proceder, vivamente sentido de verse quitar una partícula tan preciosa de su autoridad, hizo dejación de todos sus empleos, que no fue admitida por descontado, mas no tardó en obtener esta gracia.

Al otro día, 14 de mayo, bajando a las once de la noche del cuarto de los Reyes, con quienes había trabajado hasta entonces, recibió un cuarto de hora después una carta del marqués de la Paz en que le hacía saber admitía Su Majestad la dejación, concediéndole, sin embargo, una pensión de tres mil doblones en consideración a sus servicios. Consternado Ripperdá de esta carta, salió inmediatamente de Palacio, donde vivía, pasando a su casa que tenía en Madrid, y por no creerse seguro en ella, el 15 por la tarde, a la del embajador de Inglaterra.

A la verdad, las casas de los embajadores son asilos sagrados; pero ninguno gusta de hacer valer semejante privilegio a favor de un hombre quien por su caída parece haber cometido algún delito contra el Estado, y expone al ministro que lo recibe a comprometer los derechos de su carácter. Bien instruido en esto milord Stanhope, preguntó luego al duque de Ripperdá si conservaba algún empleo, y si dependía en algo de Su Majestad sirviéndole aún; a que respondió le había exonerado enteramente de ellos. Prosiguió preguntándole si discurría estar en la total desgracia del Rey, o si temía verse perdido por algún delito cometido en su Ministerio, en cuyo caso no le podría recibir en su casa, ni menos concederle el asilo que había venido a buscar en ella.

Departiendo el duque a todas estas cuestiones, dijo que, bien lejos de estar desgraciado, y aún menos sospechado o en peligro de verse acusado de ningún delito, el Rey se había servido, admitiendo su dejación, concederle una pensión de tres mil doblones en recompensa a sus servicios, y le presentó la carta del marqués de la Paz, en que verdaderamente expresaba que a su solicitación el Rey había venido en admitir la dejación de todos sus empleos, asignándole dicha pensión, hasta que Su Majestad lo emplease del modo que juzgase más conveniente a su servicio. Con todo, no le pareció al ministro de Inglaterra deberle conceder el asilo que buscaba, mas sí solamente que durmiese aquella noche en su casa, entre tanto daba parte al Rey de cuanto pasaba, y saber en asunto a esto sus intenciones, para cuyo efecto le hizo pedir audiencia por el marqués de la Roche.

Concedida ésta, dio cuenta al Monarca de lo ocurrido entre el duque de Ripperdá y él, suplicando le dijese Su Majestad el modo con que se había de gobernar acerca de este ministro, que se conformaría en todo a su voluntad. Después de haberle escuchado, respondió el Rey que, aunque se admiraba de la conducta de Ripperdá en haberse retraído a la casa de un ministro extranjero, estaba, sin embargo, satisfecho de cómo milord Stanhope había procedido en esta ocasión, añadiendo que el expresado Ripperdá solicitaba un pasaporte para retirarse a Holanda; pero que no se le concedería hasta haber entregado varios papeles de consecuencia.

En fin, Su Majestad exigió de este milord que el duque no se ausentaría de su casa, que mandaría hacer una lista de todos sus papeles y enviaría por ellos al otro día. Contento el embajador de que el Rey parecía aprobar su conducta, aseguró a Su Majestad que ejecutaría sus órdenes con la mayor exactitud, y vuelto Stanhope a su casa, declaró al duque de Ripperdá podía estar en ella todo el tiempo que sus negocios lo permitiesen, sin temer violencia alguna por parte de sus enemigos, bien entendido no emprendería evadirse, según había tenido la honra de convenir con el Rey.

Hay circunstancias imprevistas y extraordinarias en que es difícil prever luego los inconvenientes que pueden resultar de los discursos, y después las resoluciones que conviene tomar por no percibirse a veces sino sucesivamente, y cuasi imposible evitarlas. Considerando, pues, la corte de España con la mayor sensibilidad las consecuencias que se podían seguir de las conversaciones que este ministro desgraciado tendría en su enojo con milord Stanhope, juzgó, no obstante lo que el Rey dijo a este embajador, usar de la violencia en caso de rehusar el duque salir; y a fin de que éste no engañase la vigilancia de aquél (según se informó al mismo embajador), se apostaron, para mayor seguridad, algunos soldados en las cercanías de la casa de este ministro, no porque Su Majestad desconfiase de sus buenas intenciones, mas sí únicamente para prevenir las locuras y desorden de Ripperdá. Así se explicó él marqués de la Paz en su carta al señor Stanhope.

Estas precauciones no calmaban la inquietud, antes se aumentaba. El único expediente era sacarle por fuerza, haciéndole mirar como reo de ciertos delitos, que no permitían al embajador de Inglaterra darle asilo; pero el Rey había manifestado a éste estar satisfecho de su conducta, y de recurrir a la violencia, era faltar a su palabra. En esta perplejidad, y para paliar la determinación ya tomada en Palacio, se mandó juntar el Consejo de Castilla, para que examinase si se podía o no sacar al duque de Ripperdá sin violar el derecho de las gentes. Aunque no se imputaba en el decreto otro delito que el haberse retraído a casa de un ministro extranjero, el Consejo lo declaró, sin embargo, reo de lesa majestad, decidiendo podía el Rey sin el más mínimo agravio, ni contra la inmunidad concedida recíprocamente a los embajadores, sacar a dicho duque por fuerza, fundándose en que si se autorizaba una costumbre tan contraria al derecho de las gentes, como el de permitir que un ministro desgraciado se amparase de la casa de un embajador, como seguro asilo, seguiríase de esto que lo que había sido reglado para mantener mejor correspondencia entre los Soberanos, se dirigiría, al contrario, a la ruina y destrucción de su autoridad, respecto de que extendiendo los privilegios concedidos a las casas de los embajadores (que son únicamente a favor de los delitos comunes), hasta los vasallos depositarios de la hacienda, fuerza y secretos de un Estado, cuando llegan a faltar a la obligación de su ministerio, era introducir sumo perjuicio a todas las potencias del orbe, que se verían obligadas, si esta máxima tuviese lugar, no sólo a consentir, sino también a sostener en sus cortes todos aquellos que maquinasen su perdición.

El Rey no había mandado juntar el Consejo Supremo de Castilla con tanta ostentación, sino para justificar a los ojos del público la resolución que había tomado, y creyéndose bastantemente autorizado con su decisión, pensó en los medios de ejecutar su designio, dando orden para este efecto al alcalde de corte don Luis de Cuéllar y al mariscal del campo don Francisco Valanza, ayudante general de las Guardias, que con un destacamento de sesenta hombres pasasen a casa del embajador de Inglaterra. El 25, por la mañana, al abrir las puertas se entraron dentro, mandando a un criado despertase a su amo; lo que ejecutado, entregaron a este ministro una carta del marqués de la Paz, en que le decía substancialmente que el Rey veía con el mayor disgusto que todas las razones y esfuerzos de Su Excelencia en persuadir al duque de Ripperdá que se sometiese a la voluntad de Su Majestad, fuesen inútiles y sin efecto, por lo que había resuelto hacer prender a dicho duque para ser conducido al alcázar de Segovia, a fin de poder después judicialmente ordenar lo que su alta prudencia juzgase a propósito, relevándole de la palabra que le había dado de ser responsable de la persona del duque; que Su Majestad había encargado a los referidos oficiales usar de toda la urbanidad, atención y respeto correspondiente a su carácter, pero que en caso de resistencia entrarían con la gente armada para apoderarse de Ripperdá y de todos sus papeles.

Admirado milord Stanhope del contenido de esta carta, y de que antes de emplear la fuerza para arrestar en su casa al duque, no se le hubiese hecho saber que el Consejo de Castilla le había declarado reo de lesa majestad; y, en fin, de que sin observar ninguna formalidad ni atenciones, oficiales de Justicia y Guerra entrasen armados en su casa para forzarla, quejóse amargamente de la injuria hecha a su carácter y al Derecho de las gentes, pidiendo se suspendiese la ejecución hasta responder al marqués de la Paz; pero las órdenes, precisas, no admitían dilación, y el ministro inglés, viendo que era preciso ceder en la circunstancia en que se hallaba, protestó solamente contra todo lo que pretendía se hacía en perjuicio de sus derechos y carácter. Entretanto, se había arrestado a Ripperdá, tomado sus papeles, y sin la menor violencia ni insultos a los criados del embajador, salieron de su casa con el prisionero, a quien hicieron tomar el camino de la ciudad de Segovia, donde fue encerrado en una torre del alcázar, con un solo criado, sin permitir a nadie, ni aún a su mujer, hablarle.

Ve aquí el término de la alta y brillante fortuna a que este ministro llegó, y de que gozó tan poco tiempo. No merecía, ciertamente, por su habilidad ni talentos el puesto que ocupaba, y no sirvió sino para hacer notar de más cerca lo endeble de sus luces. En lo demás, el duque de Ripperdá no pareció, después de su desgracia, tan culpado como desde luego le había juzgado el Consejo de Castilla, pues sus pretendidos delitos de lesa majestad se desvanecieron igualmente como su poder, mirándole en lo sucesivo como un hombre incapaz por su ligereza e imprudencia no sólo de gobernar un Estado, mas tampoco de tratar los negocios más leves.

Todo esto que acababa de ocurrir en la casa del embajador hizo gran ruido en la corte, y este ministro envió su secretario a casa de los demás para hacer este negocio causa común, y mientras venían las órdenes del Rey su amo, a quien iba a despachar un correo, se ausentó de Madrid. Interesada la corte de España en justificar su conducta, despachó varios expresos a Viena, Londres y La Haya; asimismo mandó al marqués de la Paz publicar una especie de relación que fue comunicada a todos los ministros extranjeros. Esta discusión dio lugar a muchas representaciones y cartas de parte de España y de Inglaterra; pero no produciendo alteración alguna, se sepultaron en profundo silencio. Todos los empleos fueron restituidos a aquellos a quienes este, ministro se los había quitado. El marqués de Grimaldo volvió a su plaza de secretario de Estado, por lo tocante a los negocios extranjeros, a excepción de lo que concernía a la corte de Viena, que fue conferido al marqués de la Paz. El de Castelar fue restablecido en el Ministerio de la Guerra, y don Francisco de Arriaza, en el de Hacienda. Sólo don Antonio de Sopeña, que lo era de Marina e Indias, perdió su empleo, concediéndole Sus Majestades a don José Patiño.

Habrá quien diga acaso (y tendrá razón) me he extendido demasiado sobre esta materia; pero, además de que era necesario hacer evidentes las propiedades del duque de Ripperdá, el tratado de Viena, obra suya, fue la causa de todas las revoluciones que experimentó la Europa durante algunos años, y la continuación de esta obra conducirá a manifestar el fundamento de esta disgresión.

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Aunque las principales potencias de la Europa, que ambos tratados de Viena y Hannover dividían, afectasen igualmente mostrarse inclinadas a conservar la tranquilidad pública, solicitaban, sin embargo, cada una por su lado, el fortificarse con nuevas alianzas, no oyéndose hablar en todas partes sino de negociaciones que se dirigían a este fin. Atento el marqués de San Felipe a cuanto pasaba en Holanda, donde residía en calidad de ministro plenipotenciario de España, dio aviso a este Monarca de la resolución que había tomado esta provincia de acceder al tratado de Hannover, y de las disposiciones de las demás de esta República, para seguir su ejemplo. Esta nueva no era en nada agradable, y se expidieron de la corte varios correos a este ministro, con orden de que hiciese todo lo posible, a fin de retardar la entera accesión de los Estados Generales a dicho Tratado.

Contábase mucho sobre la habilidad del marqués de San Felipe, pero la empresa no era fácil; bien lo percibía este grande hombre. No obstante, para ejecutar las órdenes, presentó una memoria a sus alti-potencias, que a la verdad fue recibida con urbanidad, mas sin diferir a ella, ni menos a las representaciones hechas ya sobre este asunto por los ministros imperiales. Juzgaron los Estados Generales conseguir más fácilmente derribar la compañía de Ostende accediendo al tratado de Hannover, que de admitir la mediación del rey de España, cuya buena intención parecía sospechosa.

Cansado el marqués de San Felipe de todas sus tentativas, no quiso renovarlas. Con efecto eran inútiles, supuesto que los Estados Generales hicieron comunicar a los ministros de los Reyes aliados la resolución que habían tomado de estar en todo conformes a los deseos de estos Monarcas. Y aunque las dos provincias de Utrecht y Groningue se resistían a seguir el ejemplo, los obstáculos que lo causaban fueron allanados, y la accesión se hizo pública. El marqués de San Felipe, que esperaba este suceso, y lo había anunciado a la corte de España como cierto, sin embargo no lo vio, habiendo muerto el 11 de junio de un accidente de apoplejía a su regreso de Amsterdam, donde había pasado para sacar del poder del conde de Lambilly los papeles y letras que le había entregado Ripperdá cuando le mandó pasar a la corte de Rusia.

Para indemnizarse del mal suceso de las negociaciones de Holanda, el Emperador y el Rey Católico trabajaban de acuerdo, con el fin de agregar a su alianza otras potencias, a cuyo efecto el primero envió ministros a varias cortes de Alemania, Italia y del Norte. El conde de Rabutin estaba de partida para la Rusia. El conde de Sintzendorf, gran canciller de la corte imperial, acompañado de todos los consejeros de la Cancillería y del de Kufstein, consejero áulico, partió de Viena para Munich con pretexto de cumplimentar a nuevo Elector sobre la muerte del príncipe, su padre; pero interiormente, para empeñarle, del mismo modo que el elector de Colonia, su hermano, a acceder al tratado de Viena; y mientras ejecutaba el conde de Harrach igual comisión en la corte de Turín, el Emperador mandó al de Daun, gobernador del Milanesado, entablase con el rey de Cerdeña alguna negociación relativa a este asunto. Contábase mucho en Viena y Madrid sobre las favorables disposiciones en que estaba la Rusia, prometiéndose que esta Soberana abrazaría los intereses de Sus Majestades Imperial y Católica, empleando a su favor sus fuerzas así de tierra como de mar.

La emperatriz Catalina, después de haber sucedido por singular acaso al Emperador Pedro I, llamado el Grande, su esposo, sostenía con dignidad la gloria que este príncipe había procurado a la nación rusiana, y reinaba con tanta autoridad como este Monarca. Las correspondencias que parecía tener con el César y, por consiguiente, con el Rey Católico, y el designio en que se creía estaba de hacer restituir al duque de Holstein, su yerno, la posesión del Ducado de Sleswick, de que el rey de Dinamarca se había apoderado, y aún hacerle declarar futuro sucesor al reino de Suecia, tenían en movimiento a todo el Norte, especialmente al rey de Dinamarca. Temeroso este príncipe de verse atacado el primero, aumentaba considerablemente sus fuerzas navales, haciendo otros preparativos de guerra; y a fin de que no causasen celos a la Suecia, donde mantenía muchos parciales el duque de Holstein, hizo saber a esta Corona que, informado de que este príncipe tenía designio de ejecutar, así por tierra como por mar, el proyecto de atacarle con la emperatriz de Rusia, se veía obligado a tomar las convenientes medidas para su defensa; que su intención no se dirigía a otro fin, no dudando que estuviese Su Majestad Sueca en las mismas disposiciones, y le diese nuevas pruebas de su amistad, y cuando no concurriese al mismo intento, esperaba no concedería socorro alguno en perjuicio de Su Majestad Danesa.

La respuesta fue en todo conforme a las representaciones, pero no satisfizo al rey de Dinamarca, y las voces que se esparcieron poco después de que reinaba entre la Suecia y Rusia una estrecha alianza, determinaron a este Monarca, para prevenir las consecuencias de ella, a solicitar vivamente al rey de Inglaterra, a fin de que enviase una escuadra al mar Báltico, a la cual uniría otra para conservar la tranquilidad en el Norte; que Su Majestad Británica adquiriría no sólo gloria en disipar la tempestad que amenazaba esa región, sino que también daría más autoridad a las negociaciones de su ministro, el señor Pointz, en Estocolmo. Estas instancias del dinamarqués dieron ocasión de mirar de más cerca los designios que se podían formar en el Norte, y determinar, si fuese posible, a la Corona de Suecia a acceder al tratado de Hannover, enviando la escuadra que se pedía; mayormente, habiéndose sabido por ciertas cartas interceptadas de un agente del presidiente en Moscovia, que los parciales de este príncipe habían encontrado medio de comprar allí tres navíos de guerra, que se hicieron a la vela para Cádiz, y servir a la ejecución de los secretos proyectos de las cortes de Viena, Madrid y Petersbourg.

Las más leves apariencias de un designio, que se dirige a quitar a un soberano la posesión de su Corona, hacen una viva impresión sobre él, y excitan tanto su atención como vigilancia. Ya prevenido el rey Jorge por el señor de San Saphorin y milord Stanhope de cuanto se sospechaba tramarse en Viena y Madrid a favor del pretendiente, en cuyos proyectos se discurría entraba la Czarina, dio orden a su ministro en esta corte se informase en qué puerto habían arribado los mencionados navíos moscovitas. Este lord, que tenía toda la actividad en descubrir lo que se quería tener más oculto, ejecutó puntualmente las órdenes de su amo, informando a Su Majestad que los susodichos navíos habían con efecto llegado a Cádiz, de allí pasado a Santander, donde cuatro naves españolas, con víveres para tres meses y medio, debían juntárseles, y servir verisímilmente para el cuerpo de tropas que estaba en las cercanías de este puerto.

Sea que el rey Jorge se persuadiese querían destronarle o que para facilitar la ejecución de sus designios le pareció necesario tener esta opinión, entre la resolución de armar y hacerse a la vela tres escuadras, no pasó más tiempo que el de equiparlas. El almirante Hozier con la una dirigió su rumbo a Indias, para bloquear en Portobelo el dinero que debía servir para los vastos proyectos de los aliados de Viena. El almirante Wager hizo lo mismo para el mar Báltico; después de haberse unido cerca de la isla de Nargin con la flota danesa, encerró la marina de la emperatriz de Rusia en los puertos de Revel y Cronslot, para todo el verano, conservando así con tanta prontitud como gloria la tranquilidad en el Norte, y la tercera fue a cruzar sobre las costas de España. En vista de esto, ya no se pensó en más embarcos en Galicia, ni a servirse de los navíos rusianos, si es cierto que hubiesen venido para esta expedición; pero lo más probable es que habían venido a este reino para comerciar y quitar a los ingleses las ganancias que tenían en Moscovia con las mercaderías que llevaban de España. En fin, la partida del almirante Hozier obligó a la corte enviar a América las naves armadas en Cádiz para un viaje bien diferente, y las de Rusia, en el supuesto de armas y tropas que debían transportar a Escocia, tomaron el camino de Petersbourg, cargadas de aceite y otras semejantes mercaderías.

Atribuíase al duque de Warthon, que ya se había adquirido mucha fama en Inglaterra, el haber puesto en movimiento todas estas potencias a favor del pretendiente. Los viajes de este señor a Alemania, Viena, Roma y España, habían hecho ruido, y se le miraba como un hombre capaz de formar y ejecutar los mayores proyectos; mas todos estos se redujeron a casarse en esta corte con una joven irlandesa, camarista de la Reina, llamada Auberne, y obtener una patente de coronel en servicio de esta Corona. Una fortuna de tal tamaño le hubiera indemnizado mal de lo que perdía en Inglaterra, si Dios no la hiciese servir para que abrazase la religión católica apostólica romana, en la cual tuvo la felicidad de morir cuatro o cinco años después en el convento de Poblete, cerca de Tarragona, en Cataluña.

Si la Inglaterra no se descuidaba en inutilizar los designios de las cortes de Viena y Madrid, la Francia no tomaba menos precauciones para llegar al mismo fin. Además del aumento de veinte y cinco mil hombres, el duque de Borbón, conforme a un proyecto que se le presentó entonces, ordenó se levantasen sesenta mil de milicias, que serían mandados por los reformados oficiales de las veteranas tropas; y este establecimiento, cuya utilidad se reconoció, subsiste aún; pero su autoridad sobrevivió poco a él, habiendo acaecido a este primer ministro en Francia lo que un mes antes al duque de Ripperdá en España, a donde esta noticia no tardó a penetrar, y de que los Reyes se manifestaron muy satisfechos, por atribuírsele el regreso de la infanta. En el mismo día 11 de junio dio a luz la reina de España una princesa, que fue llamada María Teresa Antonia Rafaela; casó con el Delfín en 23 de febrero de 1745, y murió en Versailles a 22 de julio del año siguiente.

Sabida la deposición del duque de Borbón en todas las cortes de la Europa, y la elevación del cardenal de Fleury, todos pensaron debía producir infaliblemente la reunión de ambas Coronas; en esta inteligencia estaba la España. El Rey británico hizo sondear las intenciones de esta Eminencia, quien respondió a su ministro, el señor H. Walpole, conservaría constante el empeño tomado con los aliados de Hannover. La corte de Viena despachó un correo a la de Madrid con amplias instrucciones para el conde de Konigseg sobre el modo con que debía conducirse para impedir semejante suceso, o a lo menos hacerle depender de la mediación del Emperador. El rey de Prusia, a quien no sobraban sino inquietudes, manifestó al conde de Rottembourg, ministro de Francia, temer que bajo del ministerio de este cardenal -cuya conciencia tan delicada y escrupulosa le había obligado a renunciar su obispado de Frejus- no fuese de mucha duración la alianza del Rey Cristianísimo, y prefiriese la de Viena; pero a este príncipe, que parecía más asustado que los otros, se dieron mayores seguridades.

A este tiempo se recibieron avisos en España de que el almirante Jennings debía hacerse a la vela con una escuadra de veinte navíos de guerra, con todo lo necesario para un desembarco; y aunque no parecía verisímil quisiese la Inglaterra declarar la guerra a esta Corona, sin embargo, juzgaron Sus Majestades Católicas era conveniente tomar las medidas que la prudencia exigía en esta coyuntura; y no habiendo certeza del paraje adonde podía abordar, se dieron órdenes para invigilar y ponerse en defensa sobre las costas de Vizcaya y Galicia, sobre las de Málaga, Valencia y Cataluña, como asimismo en la isla de Mallorca; demás de esto, se enviaron ingenieros a las plazas de diversas provincias más expuestas, a fin de examinar las fortificaciones y repararlas; también se aumentó la guarnición de Cádiz, y se hicieron marchar algunos regimientos de caballería y dragones, para formar un campo en la isla de León.

Los designios de los ingleses no sólo se dirigían contra España en Europa, mas aún en Indias, a donde se temía se apoderase el almirante Hozier de los galeones y emprendiese un establecimiento en el golfo de Méjico, según había en otro tiempo propuesto el duque de Portland, gobernador de la Jamaica. Precaucionada la corte de España contra las tentativas de esta nación, despachó tres navíos de aviso para los gobernadores de La Habana, Cartagena y Veracruz, a fin de oponérsela y asegurar el tesoro de los galeones.

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Las grandes atenciones de Sus Majestades Católicas para los negocios de fuera no las impedía a ocuparse en lo que podía ser útil a sus vasallos en el interior de la Monarquía. Habiéndoseles representado que la joven nobleza, muchas veces, por falta de medios, carecía de instrucción, y con esto se hacía inútil para el Estado, queriendo remediar este inconveniente, mandó el Rey se formase en el Colegio Imperial de Madrid, bajo la dirección de los jesuitas, una especie de academia, donde se recibirían cierto número de caballeros jóvenes, a fin de que se les enseñase no sólo el latín y demás ciencias ordinarias, sino también los idiomas extranjeros y todo lo que podía conducir a formar hombres capaces de servir al Estado, conforme fuesen los talentos que se advirtiesen en ellos. Declaráronse Sus Majestades fundadores de este establecimiento, concediendo para sostenerle y mantenerle una renta perpetua de dos maravedises en cada libra de tabaco: renta que, al parecer poca, es considerable.

Las pruebas que cada día se tenían de la mala voluntad de los ingleses, y de su unión con la Francia, servían para estrechar más los nudos de la alianza con la corte imperial; y al conde de Konigseg, de esta disposición para hacer fluir hacia Viena los subsidios que el Rey Católico se había obligado a darla. La desgracia del duque de Ripperdá servía de ejemplo a los nuevos ministros para buscar con qué satisfacer al embajador cesáreo, cuya actividad y resentimiento eran de temer. Pidiéronse prestados cien mil doblones a los gremios de Madrid, y no pudiendo negarse a la demanda aprontaron sesenta mil, y los cuarenta mil restantes en letras, que se hicieron pasar a Viena; pero no siendo suficientes, se añadieron otros considerables socorros, que con los ya enviados subían a seiscientos mil doblones.

La condescendencia de esta corte por la de Viena no se limitó en esto: habíase estipulado en el artículo IX del tratado de Viena, que todos aquellos que habían seguido durante la guerra el partido del Emperador o del Rey Católico podrían no sólo volver a la posesión de sus bienes confiscados, sino también gozar las dignidades conferidas, y serían reconocidas de una y otra parte. Muchos de los españoles que se hallaban sirviendo al César, ya en sus ejércitos o en su corte, queriendo aprovecharse de esta convención, volvieron a España, y aquellos a quienes Su Majestad Imperial había honrado con la grandeza, a Madrid, para tomar posesión de los honores anexos a esta dignidad. Siendo preciso presentar, según costumbre, sus títulos al Consejo de Castilla, a fin de protocolizarlos -formalidad que se observa antes de cubrirse delante del Rey-, no se admiró poco este venerable cuerpo de magistrados, al ver en algunos que el Emperador los hacía grandes en recompensa a su celo por su servicio, y para indemnizarles de la pérdida de sus haciendas por la tiranía del duque de Anjou. Una expresión tan áspera, que se suelta en la circunstancia de una guerra viva y animada, pero que se quisiera, en tiempo diferente, no haber dicho, pareció tan diametralmente opuesta al privilegio que se concedía de cubrirse en calidad de grande ante el Monarca contra quien se dirigía, que el Consejo de la Cámara de Castilla no quiso proceder a la protocolización de semejantes títulos sin primero saber las intenciones de Su Majestad, y aún estuvo para romperlos. La delicadeza de este supremo tribunal estaba ciertamente bien fundada, y su celo por la gloria del Rey Católico, loable y digno de su fidelidad; pero Sus Majestades no juzgaron a propósito atender a estas escrupulosas representaciones, mandándose proceder en los mismos términos que si la hubiesen conseguido por sus méritos. Basta sobre este asunto, que no debe ocuparnos demasiado, y prosigamos el hilo de nuestra narración política.

Mientras daba la corte disposiciones para poner sus costas en situación de no temer la escuadra inglesa, el conde de Konigseg recibió un correo de Viena con la agradable noticia de haber accedido la Czarina a la alianza del Emperador y rey de España. Prometíase ésta, que los numerosos ejércitos de tierra y mar de aquella potencia no sólo eran capacísimos para contener la Alemania y el Norte, sino que disiparían los proyectos de los aliados de Hannover. Su Majestad Imperial no tuvo menos confianza en ella; pues sobre el expediente propuesto a la corte británica de transferir la compañía de Ostende a Trieste y Fiume, en el mar Adriático, no tuvo ya lugar, porque manifestó después el César que lo hallaba por impracticable.

Ofendido en extremo el Rey Católico de los continuados insultos de los ingleses, y viendo el poco fondo que se podía hacer sobre las esperanzas de separar a la Francia de la Liga de Hannover, bajo el ministerio del cardenal de Fleury, determinó enviar nuevo embajador al Emperador para estrechar más, si fuese posible, su amistad y unión con este Monarca. Esta resolución parecía tanto más razonable cuanto no convenía ver al barón de Ripperdá, hijo del ministro desgraciado, encargado de los negocios de la Corona de España en Viena, a donde su padre le había dejado. Muchos grandes pretendieron esta comisión, pero como la mayor parte había manifestado su disgusto acerca del tratado de Viena, y su poca inclinación hacia este príncipe, el conde de Konigseg supo determinar a Sus Majestades a preferirles el duque de Bornonville, cuya parcialidad contra la Francia era bien conocida por los motivos que nadie ignora.

Entonces acaeció otra nueva revolución en el Ministerio de España. Los marqueses de Grimaldo y de la Paz vivían en continua disensión: éste había sido paje de aquél, y no podía sufrir la autoridad que afectaba sobre él en todas ocasiones, renovándole con frecuencia la memoria de la oscuridad de que le había sacado; y para libertarse de las importunas atenciones que debía a este ministro, trabajó secretamente para unir en su persona la autoridad que repartían entrambos. Sospechábase al de Grimaldo conservar un afecto grande por la Inglaterra. Tampoco se ignoraba sus correspondencias con milord Stanhope, embajador de esta Corona, y el mariscal de Tessé había notado en él grande parcialidad por la corte británica, de que se había quejado al Rey Católico, como siendo contrario a sus intereses; pero el marqués de Grimaldo, que vivía precavido, no dudando lo que el mariscal meditaba contra él, había prevenido a Su Majestad confesándole sus correspondencias con milord Stanhope y ciertos regalos recibidos del Rey, su amo. En fin, supo sincerarse tan bien, que cuando el embajador de Francia llegó a hacer una dilatada enumeración de lo que se le acumulaba, Su Majestad le respondió: «¿No sabéis más, señor mariscal?» «Yo creo haber dicho bastante -replicó éste-, para hacer impresión en la alta capacidad de Vuestra Majestad.» «Y bien -dijo el Rey-, aún sé más que vos», terminando con estas palabras la audiencia, sin querer mayor explicación.

Gozaba pacíficamente desde entonces el marqués de Grimaldo el favor del Rey. Es verdad que durante el Ministerio del duque de Ripperdá, pareció haberle perdido del todo, con su puesto; pero había durado poco el eclipse, y la caída de aquél le daba nuevo esplendor. La desgracia del referido marqués fue el no haber sabido conformarse a la mutación de sistema sobrevenida en España, de que se le había ocultado la mayor parte, ni disimular su afecto por la Inglaterra, de que el conde de Konigseg no tardó a ser instruido. Este ministro, cuyo celo en sostener los intereses de su amo comprendió fácilmente la importancia de no dejar cerca del Rey a un ministro como el marqués de Grimaldo, nada dispuesto a favor de la corte de Viena; por otra parte, acostumbrado a estudiar las inclinaciones y disposiciones de Su Majestad, no dejaría, según toda apariencia, de aprovecharse de las oportunas ocasiones para hacer conocer al Rey la poca solidez de las promesas del Emperador. Para prevenir, pues, con tiempo semejante inconveniente, el conde de Konigseg se sirvió de la facilidad que tenía de hablar a Sus Majestades sobre todo lo que interesaba a su servicio, y de la confianza de la Reina, para hacer sospechoso al expresado marqués de una inteligencia inexcusable con la Inglaterra y apagar insensiblemente en el corazón del Rey un resto de benevolencia que le conservaba.

El marqués de la Paz no estaba ocioso, y aunque percibía todo el horror de vestirse con el despojo de su bienhechor, no andaba menos solícito diciendo al ministro imperial que su afecto y respetuosa sumisión por el Emperador, y su cuidado en fortificar de más en más la amistad e inteligencia que reinaba entre este Monarca y Sus Majestades Católicas, era el efecto de las continuas desazones que experimentaba con el de Grimaldo; cuyo sentimiento y pesar no daba lugar a más venganza. Fácil es de discurrir la impresión que semejantes confidencias harían en el conde de Konigseg, y cuánto avivaban sus esfuerzos para alejar del Ministerio a un hombre tan opuesto a los intereses de la corte de Viena.

El amor propio es casi natural en los hombres, mayormente cuando discurren tener alguna razón para ello. Había más de veinte años que el marqués de Grimaldo estaba en el Ministerio; y el Rey parecía haberle honrado siempre de su confianza, y aún defendido cuando se intentó algo contra él. Un favor tan señalado, lisonjeándole, le hacía esperar que la indiferencia de Su Majestad hacia él cesaría infaliblemente luego que se percibiesen las vanas esperanzas de la corte de Viena; y penetrando no podía estar lejos este suceso, contaba que, después de acaecido, su situación se haría tanto más brillante cuanto Sus Majestades no podrían entonces dejar de aplaudir la exactitud de su opinión. Así, su intención se dirigía a conservarse en el puesto que ocupaba hasta la revolución que, según él, debía afirmarle por siempre.

Esta circunspección e ideas no se ocultaban a la penetración del conde de Konigseg y del marqués de la Paz. Conocían uno y otro cuán fundada era su espera; mas no sirvió sino para acelerar la caída de este ministro. Haciendo ver aquéllos estaba éste enteramente entregado a la Inglaterra, Sus Majestades resolvieron quitarle la parte de los negocios extranjeros que estaba a su cuidado, uniéndola a la que ya poseía el marqués de la Paz. Así perdió el de Grimaldo segunda vez el empleo que había sabido mantener tanto tiempo en el Ministerio, conservando únicamente el sueldo con el vano título de Excelencia: ¡triste compensación de la pérdida de su crédito y del triunfo de su rival!

Don Francisco de Arriaza, presidente de Hacienda, no tardó en seguir al marqués de Grimaldo. A la verdad, no se le imputaba a este ministro, como al otro, correspondencias con la Inglaterra; pero su lentitud en hacer pasar dinero a Viena, juntamente con las frecuentes representaciones sobre la imposibilidad, no le acriminaban menos; a que se siguió el censurar libremente la autoridad que se dejaba tomar al embajador alemán. No era menester tanto a éste para trabajar a perder un hombre tan poco dócil a su solicitud. La idea que dio a Sus Majestades de la incapacidad de este ministro, que por su desgracia no carecía de fundamento, sirvió a enajenársele, y poco después a preferirle don José Patiño, quien reunió en sí el ministerio de la Marina, que ya poseía, con la presidencia de Hacienda. En cuanto a don Francisco de Arriaza, se le dio una plaza en el Consejo de Castilla.

Gozaba con no poca satisfacción el conde de Konigseg la gloria de haber apartado del Ministerio a todos los que le eran contrarios, y no viendo ya cerca de Sus Majestades sino al padre Bermúdez, que podía contrapesar su crédito, buscó forma de hacerle sospechoso. No ignoraba este ministro las inclinaciones de este religioso para la reunión de ambas Coronas: sabía también no disimulaba éste que la alianza de España con la corte de Viena era tan perjudicial como favorable y útil la de Francia; pero era difícil hacerle perder la confianza del Rey, y todos los resortes que hacía jugar producían poco efecto. Verisímilmente la hubiera conservado, a pesar de los esfuerzos del conde de Konigseg, si el cardenal de Fleury no hubiese decidido de su suerte, escribiéndole una carta para que la pusiera en manos del Rey, supuesto que todos los medios de que se había servido hasta entonces eran inútiles; porque se sabía en la corte de España no quería mudar nada en el empeño tomado por el duque de Borbón con los príncipes de la Liga de Hannover, bien que daba a entender lo contrario. Atenta la Reina a todas las prácticas de este purpurado, sabía con cuán poco fundamento se podía contar sobre sus promesas; así, invigilaba esta princesa con la mayor exactitud a todo lo que podía venir de su parte.

El padre Bermúdez, que buscaba propicia ocasión para entregar a Su Majestad las cartas del cardenal de Fleury, hallándose solo con este monarca, no perdió el instante de dárselas. Apenas comenzaba este príncipe a leerlas, cuando, entrando la Reina en el gabinete, advirtió que el Rey estaba con un papel en la mano, y que el padre Bermúdez se inmutó; quiso esta princesa retirarse, manifestando a Su Majestad estar sentida de haber acaso interrumpido la conversación que tenía con su confesor. «En ningún modo -respondió el Rey-; al contrario, sírvase Vuestra Majestad de entrar; el padre Bermúdez me habla de una carta que le ha escrito el cardenal de Fleury, y me ha entregado ésta de su parte», alargándoselas ambas a la Reina para que las leyese.

Retirado el confesor, se puede discurrir cuál fue la justa indignación de esta princesa al ver que aquella Eminencia escribía al Rey moderase la confianza que tenía en su augusta esposa, y el caritativo celo del padre Bermúdez en favorecer semejante designio. El confesor recibió orden la misma tarde de retirarse al Colegio Imperial, y el padre Clark, irlandés de nación y rector del Colegio de los Escoceses en Madrid, reemplazó su puesto. Así se atrajo este religioso su desgracia, sin intervenir en ella el conde de Konigseg, y fue el único fruto que sacó el cardenal de Fleury del cristiano expediente que había imaginado para reunir las dos Coronas, sembrando la división entre el Rey y la Reina por el ministerio de un confesor.

Estas revoluciones, que se miraban como obra del conde de Konigseg, no sosegaban a los Reyes. Veían con gran sentimiento a las escuadras inglesas cruzar en Indias y en Europa para apoderarse de los galeones, y estos procederes se miraban como un insulto o acto de hostilidad, que los almirantes calificaban de paseo. Súpose poco después por un navío que llegó de Indias a Cádiz (el 14 de septiembre) cómo habiéndose presentado el almirante Hozier con su escuadra delante de Portobelo, el gobernador le había preguntado a qué fin era su venida sobre la costa; a que respondió, por orden de su amo para escoltar el navío despedido de los galeones; que el referido gobernador le había enviado incontinente la nave con la esperanza que después de haber obtenido lo que deseaba, se retiraría, dejando la entrada y salida del puerto libre; pero bien lejos de ejecutarlo, añadía la relación, este almirante tenía bloqueado con tanta estrechez a Portobelo, que ninguna embarcación, por chica que fuese, podía salir ni entrar sin ser visitada por su orden. Esta noticia exasperó en extremo a Sus Majestades, y hubieran desde luego rompido con la Inglaterra si los medios proporcionados a la venganza correspondiesen, mas éstos estaban distantes, y se tomó a bien disimular, mayormente habiéndose sabido la precaución del gobernador de Portobelo, que aseguró el tesoro de los galeones, haciéndole transportar a la ciudad de las Cruces, diez leguas distante, y en caso de necesidad, hasta Panamá, como en efecto después sucedió. Súpose también que don Antonio Serrano, comandante de la flotilla, después de haberla felizmente conducido desde Veracruz a La Habana, había asegurado el dinero y las mercaderías que tenía a su bordo.

Esta ventaja era considerable, y la satisfacción grande, al ver que estas riquezas no podían ya caer en manos de los ingleses; mas no remediaba la suma necesidad de dinero que había en España, y tanto mayor cuanto se multiplicaban las representaciones de la corte de Viena, que acababa de concluir un tratado con el rey de Prusia; y aunque éste no inhabilitaba el antecedente, hecho con los príncipes de la Liga de Hannover, esperábase, mediante los subsidios que el Emperador le ofrecía, separarle totalmente de ella. Poco tiempo antes, el conde de Mardefeld, ministro de Su Majestad Prusiana, había firmado en Petersburg un tratado de alianza defensiva con la Czarina.

La corte de España, que no podía digerir el insulto de los ingleses, quiso dar una primera señal pública de su agravio. Con el pretexto de la peste que reinaba en Turquía, el marqués de la Paz tuvo orden de escribir una carta, en 3 de noviembre, a los ministros extranjeros, participándoles que, habiendo sabido el Rey su amo se admitían en los puertos de diversos soberanos navíos procedentes de parajes sospechosos, Su Majestad informaba a la Francia, la Inglaterra y Holanda, de que si llegaba a su noticia recibiesen estas potencias en los suyos naves o efectos procedentes de Levante, les prohibiría todo comercio en los dominios y países que le pertenecían.

A esto se siguió un decreto, que miraba a frustrar a la Francia e Inglaterra las ventajas que sacaban de comercio de paños y telas de seda que hacían pasar a España. Los Estados Generales no fueron tratados más favorablemente, esperándose ocasiones más oportunas para mortificarlos. Con motivo de enviar éstos contra Argel una escuadra para reprimir los corsarios de Berbería, se dio orden a todos los comandantes de las plazas marítimas, respecto de que su expedición se había reducido a firmar un tratado de paz con esta Regencia, de no admitirla en ninguno de los puertos de esta Monarquía. Habiendo entrado dos o tres naves de ella en el de Cádiz, el gobernador envió la carta siguiente al capitán Elías, su comandante:

Muy señor mío: Habiendo resuelto los Estados Generales de las Provincias Unidas, algunos años ha, enviar una escuadra contra los corsarios de Berbería, Su Majestad ordenó se recibiesen en sus puertos a los navíos de esta escuadra, con el permiso de comprar no sólo víveres, sino también lo necesario para contribuir a la ejecución de su empresa; pero terminada la guerra con esta Regencia, manda el Rey no permitir ya, bajo de cualquier pretexto que sea, a esta escuadra, u otros navíos armados en guerra, entren en ninguno de los puertos de su dominio. Os comunico estas órdenes, a fin de que haciendo atención a las circunstancias, y que no puedo dejaros más tiempo en esta bahía, os retiréis incontinente con lo restante de dicha escuadra. Quedo, etc. Cádiz, a 4 de noviembre. D. Antonio Álvarez Bohorques.

Vese por esta carta cómo el fin era de hacerles arrepentir por su accesión al tratado de Hannover, y no menos dar que sentir a la Francia de no querer separarse de la Inglaterra. Las negociaciones de que estaban encargados los nuncios en Viena, París y Madrid, adelantaban poco la reconciliación; porque el activo inglés no dejaba sentar pie en ninguna cosa, sacando cada día nuevas seguridades del cardenal de Fleury, de su inviolable empeño hacia el Rey su amo. Esto manifestó este purpurado en una carta que escribió al señor Walpole, embajador de Inglaterra en Francia, diciendo no se apartaría jamás Su Majestad Cristianísima de lo que había tratado con Su Majestad Británica, y que sus intereses serían en todo inseparables a los suyos; pero para dar una prueba más particular a este príncipe de la confianza de Su Majestad, le había mandado remitir a la corte de España una copia de la presente, que sería enviada por el nuncio Masei a monseñor Aldobrandini, a fin de que viese el Rey Católico cómo persistía en la satisfacción pedida por sus aliados, y que cualquiera cosa que sucediese la haría causa común, asistiendo y socorriéndoles con todas sus fuerzas.

No dudando la corte de España que las proposiciones hechas a la Francia por medio de ambos nuncios debiesen finalmente determinar al cardenal de Fleury a romper con la Inglaterra, quedó en extremo sorprendido, cuando monseñor Aldobrandini pasó al Escorial para dar cuenta de la carta que le había escrito el nuncio Masei. El resentimiento más vivo contra este purpurado sucedió a la idea ventajosa que se había dado a Sus Majestades de su celo por sus intereses, no disimulándose las indecentes expresiones de que se había servido en su carta. No necesitaron más los cortesanos para asegurar que este ministro, entregado a la Corona de Inglaterra, había llevado su gratitud hasta olvidar las atenciones y respetos debidos a Su Majestad Católica.

Es de advertir, para la inteligencia de esta negociación, que luego, rompida toda la correspondencia entre España y Francia, los nuncios, como imparciales en una y otra corte, procuraron reconciliarlas por especial encargo de Su Santidad. Conocía el Sumo Pontífice que el tratado de Viena no se dirigía a otro fin que al de tomar alta venganza de la injuria recibida por España en el regreso de la serenísima infanta, su hija. Tampoco ignoraba que los confederados de la Liga de Hannover no se habían unido con tanta estrechez sino para contrapesar el poder de Sus Majestades Imperial y Católica; pero temeroso al ver que cada día las cosas se agriaban, y de que resultaría infaliblemente una guerra cruel y sangrienta en toda la Europa, como Padre común de los cristianos, le pareció deber concurrir a su pacificación general, la cual sólo dependía de la reunión de ambas Coronas, a que trabajaban sin intermisión los nuncios en Viena, Madrid y París. El cardenal de Fleury debía en parte su elevación a la púrpura al Rey Católico, y este príncipe se prometía inclinaría al Monarca, su amo y pupilo, a preferir la alianza de Viena a la de Inglaterra. Su Majestad Católica la deseaba en términos proporcionados, y hasta entonces había prestado oídos gratos a las proposiciones de los nuncios; pero viendo desvanecidas tan saludables esperanzas, y de que el inglés proseguía con altivez sus amenazas, resolvió tratar nuevamente con el César, y entre tanto se expidieron órdenes a algunas tropas para moverse hacia Andalucía, con disposiciones que indicaban una próxima empresa.

La ejecución de atacar la Inglaterra no era fácil, por mostrar gran repugnancia la corte imperial en concurrir a ella. No obstante, prometíase la de España que, sacada la espada, el Emperador no podría dispensarse de seguir el ejemplo y cumplir con las condiciones del Tratado; informado el conde de Konigseg por el marqués de la Paz de la resolución de los Reyes Católicos, se determinó a enviar su secretario a Viena pira recibir nuevas instrucciones, y aunque dio a entender serían sin duda favorables, Su Majestad juzgó a propósito escribir al César, expresando en su carta las justas razones que tenía en no sufrir por más tiempo pretendiesen los ingleses, así en Europa como en Indias, imponerle la ley; y mientras venía la determinación de aquel Monarca, se aceleraron los preparativos necesarios para la expedición meditada.

Interesado milord Stanhope en todos estos movimientos, observaba con su regular actividad las diferentes medidas que tomaba la corte de España, y no obstante el viaje del pretendiente por aquel tiempo a Bolonia, que sus parciales decían ser misterioso, no dudaba se dirigían contra Gibraltar, porque el incentivo de sus guineas, o doblones, le hacían penetrar en lo más interior de las Secretarías de Estado. Continuábase en la corte a ocultar cuanto era posible el designio verdadero de atacar a esta plaza, publicando que las tropas que se acercaban a Andalucía y cercanías de esta provincia eran únicamente para trabajar al restablecimiento del antiguo Gibraltar y construir un fuerte que hiciese inútil la rada a los ingleses. En esta opinión parecía estar el público, que no podía imaginar se quisiese emprender sin fuerzas navales el superar los obstáculos que la situación de esta fortaleza, por el lado de tierra, oponía a este designio; pero nada de esto impedía a la corte a seguir sus proyectos.

Con este motivo, no cesaba el embajador de Inglaterra de tener frecuentes conferencias con el marqués de la Paz sobre los preparativos de guerra que se hacían en el reino, representando a este ministro que el Emperador estaba muy distante a entrar en las ideas de Su Majestad, y menos declarar la guerra a Inglaterra; que parecía tener el Rey Católico puesta toda su confianza en este príncipe, el cual no le procuraría sin embargo las ventajas a que estaban dispuestos los aliados de Hannover, para la colocación del serenísimo infante don Carlos en Italia, asegurándole la sucesión a los Estados de Toscana y Parma.

Estas representaciones eran inútiles: el ataque de Gibraltar estaba resuelto, y se miraban los discursos de este ministro como un artificio de que se quería valer para que se suspendiesen los preparativos, a fin de dar tiempo a su corte de enviar tropas, y proveer a la seguridad de esta plaza, que carecía de un todo. Milord Stanhope, que no lo ignoraba, en vista del poco aprecio de lo que ofrecía, despachó un oficial al almirante Hopson, que cruzaba sobre las costas de España con cuatro o cinco navíos, para informarle de lo que pasaba y, en consecuencia, de acercarse a Gibraltar. Este oficial, que había venido de secreto a Madrid, partió del mismo modo para Málaga, en donde se embarcó a bordo de un navío de su nación, que incontinente se hizo a la vela. La aceleración con que salió del puerto hizo sospechar al gobernador algún designio, por lo que despachó en su alcance una embarcación con un destacamento de granaderos, que logró apresarle. El oficial arrestado fue conducido a la corte, pero sus papeles le precedieron. Este pequeño incidente descubrió ciertos misterios concernientes a los galeones, que no indispusieron poco a Sus Majestades Católicas, prometiéndose hacer arrepentir a la Inglaterra de haber abusado de la paciencia con que se había tolerado hasta entonces la injusticia de sus procederes.

El conde de Konigseg atizaba la llama, influyendo a los Reyes la conquista de Gibraltar, aunque no venía en ello Felipe V, ni la mayor parte de los generales, que más bien se inclinaban a la isla de Menorca; con todo, pudo más el dictamen del embajador cesáreo, el cual propuso y ofreció que el Emperador su amo haría una fuerte diversión en el electorado de Hannover; pretexto para sacar dinero de España y apartar del Ministerio a todos aquellos que le eran contrarios, y sustituir otros favorables a su intento.

El conde de las Torres, virrey de Navarra, tuvo orden de venir a la corte para concertar las medidas que se juzgasen necesarias para la conquista de esta plaza, la cual hizo muy fácil, y por lo mismo fue declarado general del ejército que se destinaba contra ella. No se puede negar fuese oficial de acreditado valor; su experiencia y conducta eran los más gloriosos testimonios de su capacidad, y se contaba mucho en la corte sobre ella; pero no siempre se proporcionan los efectos a la idea que se tiene de conseguir el designio que se emprende. La prudencia debe gobernar al hombre en sus empresas, y jamás resistir a la fortuna cuando se declara contraria, mayormente si los obstáculos embarazan el éxito, como se evidenciaba en la malograda jornada del sitio de Gibraltar.

* * *

Aunque la corte parecía enteramente ocupada en el recobro de esta importante plaza, el Rey Católico, cuyas vastas ideas no se limitaban sólo a ella, pensaba seriamente, en vista de la enfermedad del rey de Francia su sobrino, en caso de morir este príncipe, a ponerse en posesión del patrimonio de su glorioso abuelo Luis XIV, y para atender a sus derechos en aquel reino resolvió enviar al abad de Montgon con secretas instrucciones a este fin.

Antes de pasar adelante diremos quién era este abad y lo que hacía en Madrid. Con motivo de la renuncia de Felipe V y el haberse retirado a vivir apartado de las cosas del mundo, solicitó este eclesiástico por medio de una carta al confesor de este príncipe, servirle, estimulado únicamente, decía, al ver el heroico sacrificio de tantas Coronas, de ser testigo de las virtudes de Su Majestad, y conformarse a ellas con su ejemplo; que no anhelaba en manera alguna las dignidades eclesiásticas, ni aumentar la corta renta que se había reservado para subsistir: lisonjeándose que el Rey le concedería esta gracia, tanto mejor cuanto su padre había tenido la honra de servir bajo de sus órdenes en Italia en calidad de teniente general y director general de la caballería y dragones en servicio de Francia, y su madre, de dama de la señora Delfina.

El Rey, que conocía muy bien la familia de este eclesiástico, y que sentía interiormente un afecto grande para todas las personas separadas del mundo, mandó a su confesor, el padre Bermúdez, escribiese al de Su Majestad Cristianísima, para informarse si su vocación y los motivos de esta determinación eran bien fundados. Las respuestas fueron en todo conformes al deseo del abad de Montgon, quien recibió en respuesta de la que había escrito al confesor del Rey, que Su Majestad consentía gustoso pasase a San Ildefonso, donde se mantenía desde la renuncia; pero en el intervalo de los informes y respuestas, sobrevino la muerte de Luis I, y por consiguiente volvió Felipe V al trono. No obstante, este eclesiástico, aunque había cesado la causa que le había movido, persistió en pasar a España, y habiendo obtenido los correspondientes pasaportes de una y otra Corona, el duque de Borbón, entonces primer ministro en Francia, le encargó que luego que llegase a la corte de Madrid trabajase en la reconciliación de ambas monarquías. La empresa no era fácil; mas se comportó de un modo que sus pasos no fueron desaprobados, antes se le solicitó pidiese el permiso a su corte para entrar en servicio de España. Conociendo, pues, el Rey sus talentos y capacidad, se sirvió de la ocasión que le ofrecía la enfermedad de Su Majestad Cristianísima para sondear en Francia los espíritus, en caso de morir este Monarca, deseando al abad de Montgon a fin de atender a sus intereses en aquel reino, dándole la instrucción siguiente, escrita de la propia mano de Su Majestad.

Instrucción para el abad de Montgon

«La experiencia que tengo de vuestra probidad y fidelidad por todo lo que mira a mi servicio, me hace confiaros el negocio más importante, cuyo feliz éxito pende del secreto. Si el Rey mi sobrino muriese (lo que Dios no quiera) sin heredero varón, siendo Yo el pariente más cercano y mis descendientes después, debo y quiero suceder a la Corona de mis antecesores, y a fin de que esto tenga el suceso que espero, habréis de comportaros del modo siguiente:

I.- Os mando paséis incontinenti a Francia, en donde, procurando conocer aquellos que me son afectos, los que lo son a la Casa de Orleáns igualmente, como los indiferentes, me deis parte de todo, haciendo lo posible para aumentar el número de los primeros, sin explicaros demasiado; porque muchos, con el pretexto de decir que me son afectos, podrían descubrir el misterio, y servirse de el para oponerse en llegando la ocasión, y aún perjudicar el estado presente de mis negocios; por cuanto no podréis vivir con demasiada circunspección.

II.- No comunicaréis cosa alguna de vuestra comisión ni al cardenal de Fleury ni al conde de Morville (ministro de la Guerra); a aquél, por su empeño a la Casa de Orleáns, y también porque desde algún tiempo a esta parte no tengo motivo para confiarme de él. Trataréisle en cosas particulares, pero no de negocios, a menos de recibir órdenes precisas de mi parte; procurando conocer las cosas más interiores de la corte, o por su conducto o por aquellos que juzgáreis más a propósito; no obstante, sin jamás comprometerme en la menor cosa ni dar a entender os he encargado ninguna comisión. Por lo que toca al conde de Morville, sé que está totalmente en la dependencia de los ingleses; por lo mismo debéis vivir con cautela, y sacar de él las noticias que fuese posible, y participármelas.

III.- Procuraréis sean dirigidas vuestras operaciones de modo a no dar el menor indicio a los ministros del Emperador; tratar con ellos como con los demás, y nunca hacerles conocer ni causar la más mínima sospecha de que os he encargado algo, ni en la hora ni en ningún tiempo, sin expresa orden mía.

IV.- Daréisme parte de todo, hasta de las más ínfimas bagatelas, procurando para introduciros cuanto sea posible, sin afectación.

V.- Vuestro tren en París ha de ser el de un mero particular de vuestra condición o estado, evitando cierto aire con que suelen revestirse los ministros, porque serán muchos los que os observarán.

VI.- No hablaréis, en manera alguna de reconciliación, en vista del estado en que se hallan las cosas.

VII.- Procuraréis en el mejor modo posible ganar al duque de Borbón, asegurándole que si quiere empeñarse por la justicia de mi causa, olvidaré los pasado, y podrá esperar de mí todo género de atención y amistad hacia su persona. Esto merece todo vuestro cuidado y sagacidad, por lo que mira al secreto impenetrable que se debe observar sobre esta materia.

VII.- Conviene no ignoréis que el marqués de Pompadour es y ha sido siempre amigo, y me tiene dado las mayores pruebas; especialmente lo que padeció por mí en la Bastilla (prisión de París) en tiempo de la regencia del duque de Orleáns, lo acredita. Para que no ignoréis tampoco cosa alguna, es menester deciros que estando el marqués de Magni en mi servicio, él era de quien se servía para instruirme de las cosas que le parecían necesarias a mis intereses, cuando, lo que Dios no quiera, esto sucediera. Precisado a despedir a Magni de mi servicio, no he sabido desde entonces nada sobre este asunto; bien que vino algún tiempo ha secretamente un expreso con carta suya, en la cual decía mucho sobre la misma materia, y deseaba venir aquí bajo de algún pretexto para informarme verbalmente ciertas cosas que no podía confiar al papel; y no conviniendo su presencia en España por varios motivos, entre otros por no hacerse sospechoso, podréis verle, diciendo que os he dado esta orden, y me lo haréis saber por alguna ocasión segura.

IX.- Os doy una carta credencial de mi mano para el Parlamento, a fin de que la presentéis luego, después de la muerte del Rey mi sobrino, en la cual ordeno que incontinenti esto suceda, se me proclame rey de Francia.

X.- Me informaréis en llegando a París, si debo escribir algunas cartas sobre esto a los diferentes órdenes del Estado, así eclesiásticos como seculares, y en caso de que sea menester, me lo haréis saber, a fin de poderlas enviar, y con qué títulos, porque lo ignoro enteramente.

XI.- Si es necesario nombrar un Consejo de Gabinete o algún otro, o un regente durante mi anuncia, me avisaréis nombrando las personas que juzgáseis aparentes para ello, como también si la Reina, sobreviviendo al Rey, necesita custodios que cuiden de su preñado, y de lo que pudiere acaecer.

XII.- Y luego que veáis al Rey mi sobrino acometido de algún síntoma peligroso, me despacharéis un correo, y si llegase a morir, otro con esta noticia, y de lo que habréis ejecutado según mis órdenes, o bien uno con el aviso del fallecimiento, y después otro dándome cuenta de lo que habréis hecho, en caso de que no pueda ser a un tiempo.

XIII.- En cuanto a la correspondencia que tendréis conmigo, será menester dirigir vuestras cartas a algún mercader u a otra persona segura, con el sobrescrito al arzobispo de Amida; y las que sean para mí, a don Antonio Fernández de Ayala; también será por el conducto de dicho arzobispo por el que os haré saber mis intenciones, a menos de ofrecerse cosas que yo deba escribir por mi mano.

XIV.- Será preciso conservar cerrada con una cubierta la carta que os entrego; y en caso de ser necesario otras, cuando las habréis recibido, juntarlas con la primera, hasta que el tiempo permita presentarlas; guardando el todo en paraje seguro, del mismo modo que esta instrucción, así durante vuestra mansión en París como el que sea menester, a fin de que nadie la pueda jamás encontrar. Madrid, 24 de diciembre de 1726. Firmado: Felipe

Es evidente que el monarca español no había tomado estas precauciones sino por las reiteradas seguridades de que el Rey su sobrino no podía vivir mucho tiempo, y de que los indicios eran demasiado fundados. Nadie ignora los atentados contra la vida de este príncipe; y si no se consiguió el fin, la habilidad sola de los médicos pudo suspender los perniciosos efectos, pero quedó la salud de este Monarca tan deteriorada, que no había humana esperanza de perfecto restablecimiento, si los ocultos recursos de la Naturaleza, prudente y sabia, no operase más que todos los medicamentos. En semejante coyuntura, el Rey Católico estaba obligado a invigilar sobre el derecho que tenía a esta Corona; y cuando su desapego a los bienes de la tierra no le diese estímulos para conservar lo legítimo, no podía frustrar a los príncipes sus hijos lo que la Naturaleza y el derecho de la sangre reclamaban a su favor, y de lo contrario hubiera obrado contra su conciencia. En fin, el abad de Montgon cumplió el encargo con exactitud desempeñando la real confianza, y, no obstante la discordia que reinaba entre las dos Coronas, reconoció estaba el cuerpo entero de la nación francesa inclinado a Su Majestad Católica.

La Reina quiso, igualmente, manifestar su amor a los franceses, olvidando la particular injuria que había recibido en el regreso de la infanta su hija, entregando al susodicho abad una memoria escrita de la propia mano de Su Majestad, en que le mandaba decir verbalmente al cardenal de Fleury que las voces, que corrían en Francia de que Sus Majestades no querían oír proposición alguna dirigida a su reconciliación con el Rey su sobrino, carecían de fundamento, supuesto que estaban prontas para renovar la amistad y buena inteligencia que hasta el regreso de la nominada infanta había subsistido entre las dos Coronas; que si el Rey, consultando sus verdaderos intereses quisiese preferir la alianza de Sus Majestades Imperial y Católica a la de las potencias protestantes, mandarían entregar los efectos que se hallaban sobre la flota y galeones pertenecientes a los franceses, por cuya nación conservaban particular benevolencia, esperando que Su Majestad Cristianísima, haciendo reflexión a las hostilidades que los ingleses continuaban contra España, así en Indias como en Europa, se abstendría de unir sus fuerzas con la Inglaterra, y no desaprobaría atendiesen Sus Majestades a sostener los derechos y el honor de su Corona, con los medios que la divina Providencia había puesto en sus manos.

Justificaba también la Reina el embargo hecho en Veracruz del navío nombrado el Príncipe Federico, perteneciente a la compañía del Sur, cuya carga subía a dos millones de libras esterlinas, por ser mayor de lo justo, contener mercaderías prohibidas, y, por consiguiente, en el caso de ser confiscado; y, por otra parte, el Rey Católico estaba fundado en retenerlo, en compensación del bloqueo de los galeones en Portobelo.

Con la partida del abad de Montgon para Francia, se sosegó el ministro imperial, que lo miraba como a un agente secreto de aquella Corona, y había manifestado alguna inquietud acerca de su residencia en la corte. Este embajador, que aún no había hecho su entrada pública, eligió el penúltimo día del año para ella, y fue de las más suntuosas que se han visto. En la audiencia que tuvo de Sus Majestades, peroró al Rey en latín, a la Reina en italiano y al príncipe de Asturias en español, con una elocuencia que le hizo tanto más honor, cuanto la hacía evidente en tres lenguas diferentes, de que ninguna era suya natural.

Así feneció el de 1726, que había dado lugar a tantas negociaciones y tratados, así generales como particulares, en todas las cortes de Europa; cuyos príncipes hacían todo lo posible para evitar una guerra que, según apariencias, no debía terminarse sin la ruina de alguna potencia.



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