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124.- Cultura de los musulmanes

     Los califas en decadencia repararon el abandono en que habían tenido a las letras los primeros sucesores de Mahoma; hicieron traducir libros de todos los idiomas, formaron grandes bibliotecas e instituyeron colegios y academias. Atribúyese a los Árabes la invención de los observatorios; usaban cuadrantes solares, astrolabios, clepsidras y relojes; fueron autores de obras y tablas astronómicas, y aun cuando nada hubiesen inventado, les cabría la gloria de haber conservado y transmitido a la posteridad las ciencias de los antiguos. El celo por su religión les llevó a lejanos países. Tuvieron médicos famosos, aunque contaminados por los pronósticos astrológicos y por la manía de la dialéctica, que perjudicó también a las demás ciencias. Harun de Alejandría fue el primero que describió las viruelas, propagadas por los Árabes en Europa, según se cree. Conocimientos más nuevos y mejores prácticas tuvo Razes; su médico más famoso fue Avicena, gran matemático y filósofo (950-1037). Averroes de Córdoba, de todo supo, de todo escribió y principalmente comentó a Aristóteles.
     Al-Mamun dio a los estudios una esfera mas amplia que la de las ciencias naturales; adoptó la ciencia aristotélica para combatir la ortodoxia musulmana. Pero la infalibilidad que, según su religión, atribuían al Corán, la suponían también en los demás autores, no observando sino creyendo.
Firdusi      El poeta más insigne del Oriente, Firdusi, hijo de la Persia, empleó 20 años en escribir el poema Shah-Nameh, donde cantó las antiguas empresas de los Persas, colección de episodios, algunos de los cuales son magníficos por su entonación poética, por su sentimiento y por sus escenas que tanto se parecen a las de nuestros romances caballerescos.




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125.- Letras y ciencias en la cristiandad

Focio      En la persecución contra las imágenes, fueron destruidas muchas escuelas y bibliotecas en la Grecia, y en todas partes las letras eran tenidas en descuido. Metafrasto de Constantinopla escribió vidas de Santos. Algunas obras griegas, cuyos originales se habían perdido, se hallaron traducidas en siriaco y en árabe. De portentosa erudición y fino gusto dio pruebas Focio, que reunió en el Nomocanon en catorce títulos, todos los cánones admitidos por la iglesia Griega, y escribió la Biblioteca, extractando en 300 artículos otras tantas obras. Constantino VII reunió en los Geopónicos cuanto se había dicho sobre agricultura, y en cincuenta libros, los rasgos históricos más aptos para estimular a la virtud. León VI ordenó gran número de aforismos en sus Instituciones militares: lo que demuestra cuántos tesoros poseían aún los Griegos, de que no supieron aprovecharse.
     Tampoco se ocupaban en estudios clásicos los Orientales, pero en cambio se dirigían a otros nuevos. Los Carlovingios continuaron cultivando las letras; la Iglesia mandaba que se multiplicasen las escuelas; y en los conventos y monasterios se copiaban libros.
     Apenas se trasmitió la historia de aquella época por algún cronista, en prosa o en verso; los poetas fueron escasos y toscos. Entre ellos se recuerda a Roswitha, monja de la Baja Sajonia, que escribió en verso la historia sagrada, y compuso comedias al estilo de Terencio, con asuntos cristianos.
     También en los idiomas nuevos se empezaban a escribir canciones populares, y los sermones se hacían en tudesco, o sea en alemán.
     Nuevas herejías dieron lugar a nuevas controversias, como la de Claudio, obispo de Turín, que declaró la guerra a las imágenes; la de Gottschalk; la de Berenguer, que negaba la presencia real en la eucaristía. Juan Escoto (886) comentó a Aristóteles, y sostuvo el libre arbitrio, proclamando los derechos de la filosofía. Lanfranc de Pavía y Anselmo de Aosta tuvieron célebres escuelas respectivamente en Normandía y en Canterbury. San Pedro Damián trató cuestiones exegéticas y teológicas. Gerberto, que fue Papa con el nombre de Silvestre II, unió la dialéctica a las matemáticas, y parece que había introducido y divulgado las cifras árabes en Europa. Guido, monje de Arezzo, inventó la notación musical, denominando la escala con las primeras letras del himno Ut queant laxis, etc. En aquel tiempo se inventó el órgano, grandioso instrumento que los une a todos para ensalzar a Dios.
Bellas artes      Entonces, sin duda alguna, eran más numerosas las destrucciones que las construcciones. Sin embargo empezaron a trazarse caminos; no faltaron a los pontífices soberbios edificios, con pinturas y mosaicos; además de los castillos señoriales y de los conventos de tantas órdenes monásticas, fabricáronse iglesias, mayormente después de haber desaparecido el miedo de que con el año mil se acabase el mundo. En Italia, sobre todo, el comercio proporcionaba a muchas ciudades los medios de embellecerse, hasta con columnas y piezas arquitectónicas traídas de remotos países. Entre los grandes edificios de aquella época descuellan San Marcos de Venecia, bellísimo modelo de arquitectura bizantina; San Lorenzo de Génova y la catedral de Pisa.




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Libro XI

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126.- Las Cruzadas

     Desde los primeros tiempos del Cristianismo fueron venerados los lugares donde habían actuado los misterios de la redención; y acudían a Constantinopla peregrinos de todo el mundo cristiano, por devoción o por penitencia, o también para buscar reliquias. Cada año había grandes peregrinaciones a la Tierra Santa. Después que Omar la hubo conquistado, surgieron dificultades para penetrar en ella; sin embargo esto se obtenía mediante dinero o en virtud de algún convenio, como el que Carlomagno hizo con el califa Haron-al Raschid. Fue creciendo cada vez más la devoción, y muchos deseaban ir a morir cerca del valle donde habían de ser llamados el día del juicio final.
       Hakem-Bamrillah, brutal califa de Egipto, persiguió ferozmente a los cristianos que vivían en la Ciudad Santa; para protegerlos, el Papa Silvestre exhortó a los Pisanos, a los Genoveses y a los Provenzales a fin de que tomaran las armas. Pero habiendo muerto aquel furibundo califa*, se obtuvo la libertad de reanudar los tráficos y las peregrinaciones, mediante el pago de un peaje. Los Amalfitanos construyeron allí la iglesia de San Juan con un hospital para los viajeros, cuna de la Orden de los Hospitalarios, llamados después de Rodas y de Malta.
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     En tanto los Árabes extendían sus dominios, no solamente en Asia, sino que también en España y en la Sicilia; y desde que los Turcos Selyúcidas hubieron conquistado el Egipto y la Grecia, no hubo opresión que no ejercieran sobre los Cristianos que iban a Palestina. El emperador de Constantinopla, amenazado por aquellos Turcos, pedía auxilio a los Cristianos de Occidente, y los papas exhortaban a que se rechazara aquella nueva irrupción de Bárbaros.
       Un tal Pedro, de Amiens, que había ido con otros a visitar la Tierra Santa, volvió lleno de indignación por la profanación de los sagrados lugares y de compasión por los hermanos que allí sufrían, y recorrió la Europa promoviendo un levantamiento en masa para libertarlos. Corrían tiempos guerreros; millares de barones ambicionaban la ocasión de ejercitar su valor y abandonar la monotonía de los castillos; en la plebe estaba profundamente arraigado el sentimiento de la piedad y de la expiación; así, pues, no es de extrañar que Pedro el Ermitaño lograse su intento; y así como un siglo antes todos habían creído en el fin del mundo, todos creyeron entonces en la expiación por medio de la ida a los Santos Lugares. El Papa Urbano II proclamó y bendijo la empresa en el concilio de Clermont, concedió numerosas indulgencias al que tomase parte en ella, intimó la tregua de Dios, y fue declarado culpable todo el que ofendiese a algún cruzado.
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     Aquello no fue una expedición regular, con provisiones, dirigida por un jefe, como la pinta el Tasso. En masa la muchedumbre de una ciudad o de una diócesis se ponía en marcha, sin conocer el camino, sin víveres ni recursos, confiando en el Dios que alimentó a los Hebreos en el desierto. Pedro, lleno de fervoroso entusiasmo, precedía a una turba innumerable, que enfermó o se dispersó en el camino; tanto que llegó con muy pocos a Constantinopla; otros fueron sorprendidos y degollados por los Musulmanes.
     Semejantes desastres no desanimaron a los barones, que se pusieron en marcha con sus caballeros e infantes, unos desde Flandes y Lorena, y otros de Francia, Normandía y Provenza, con algunos de la Italia meridional: campeones famosos por sus hechos de armas. El emperador Alejo Comneno, que los había llamado para librarse de los Turcos, les tomó miedo, y se negó a alojarlos y mantenerlos; por cuyo motivo ellos se pusieron a talar el país. Por último, Alejo los hizo trasladar al otro lado del Bósforo.
     Entre los Selyúcidas, señalose Solimán, que conquistó el Asia Menor y la Anatolia, privando al imperio constantinopolitano de todas las posesiones asiáticas de tierra firme, y escogió por capital a Nicea, después de haber devastado a Antioquía y a Laodicea. Su hijo Kilige Arslan se vio atacado por los Cruzados, y les opuso todas las fuerzas del islamismo. Pero los Cruzados avanzaban; tomaron a Antioquía, y provistos de víveres y armas, llegaron a Jerusalén, la sitiaron, y después de haber derrotado en Ascalón al ejército persa que había venido como auxiliar, tomaron la Ciudad Santa, y en ella eligieron por rey a Godofredo de Bouillon.




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127.- Mahometanos y cristianos en Palestina

     Los Cruzados hicieron en Palestina lo que los Bárbaros cuando ocuparon el Mediodía de Europa. De modo que al lado del reino de Jerusalén, se establecieron los principados de Antioquía, Edesa, Tiberiade, Tortosa, Ascalón, Cesarea y otros, que se obligaban a pagar un tributo de vasallaje al rey de Jerusalén; se diferenciaban por el idioma, las costumbres y el traje, pero todos se componían de devotos fervientes e intrépidos guerreros. Godofredo formó las Asisias de Jerusalén, código de costumbres feudales, que concedía el derecho pleno sólo a los que empuñaban las armas; dejaba independiente a la Iglesia y permitió la organización de muchos comunes.
     Godofredo, perfecto príncipe, respetuoso para con el patriarca de Jerusalén, trató de poblar su pequeño reino asegurando los terrenos a quien los poseyera un año y un día. Continuamente tuvo que rechazar incursiones de Árabes, Turcos y Egipcios, en cuyas refriegas se señaló Tancredo, normando de Italia.
       Sucediole Balduino, ambicioso y amante del fausto, quien para proporcionarse el auxilio de las ciudades italianas, concedió a cada una un barrio en cada ciudad que se conquistase y la tercera parte del botín.
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     Continuamente llegaban nuevos cruzados de Europa, y merecen especial mención los Noruegos, capitaneados por Suenon, hijo del rey de Dinamarca. Los emperadores griegos, en vez de favorecer la conquista, trataban de sacar provecho de ella. Los cruzados sufrían desastres y alcanzaban victorias en continuas empresas caballerescas; y bajo Balduino del Burgo llegó el reino de Jerusalén a su mayor grandeza. Los Venecianos, que atendían más al negocio que a la devoción, acudieron allí con una flota, con la condición de tener en cada ciudad una calle, una iglesia, un baño y un horno, exentos de toda carga, y con jurisdicción propia; y además, una tercera parte de las ciudades conquistadas con su ayuda. En primer lugar tomaron a Tiro, y a su regreso saquearon las islas para vengarse del emperador griego.
Musulmanes      Balduino, que durante mucho tiempo había sido prisionero de los Musulmanes, les atacó tan pronto como se encontró en libertad. Sus principales soberanos eran, sin hablar de España y de la Mauritania, los califas omeyas en Bagdad, los Fatimíes en El Cairo, el Soldán de Damasco, los emires de Mosul y Alepo, y los ortocidas a orillas del Éufrates. Más de temer eran los Turcos, que guerreaban por bandas, sin plan fijo, pero sin tregua. Terrible adversario fue para los Cristianos de Palestina la secta de Abdallah, constituida en sociedad secreta, enemiga de los Omeyas y de los Abasíes, con ciencias ocultas y jerarquía determinada. Favorecidos por los Fatimíes de Egipto, aumentaron en número y en poder, merced a Hassan-ben-Sabban, que ocupó, en los montuosos confines del Iraq, el fuerte de Alamut, donde se hizo poderoso y reformó la secta. El jefe se llamaba Viejo de la Montaña (Sceik-el-Gebel) y tenía vicarios en las provincias. En el centro de los Estados había toda clase de delicias y la magnificencia oriental más sorprendente. El joven destinado a ser fedawie, después de embriagarse con bebidas cargadas de opio, era trasladado a los jardines del Viejo de la Montaña, donde al despertar se hallaba rodeado de todos los encantos imaginables, hasta el punto de creerse en medio del voluptuoso paraíso prometido por el Profeta. Cuando había agotado ya sus fuerzas y deseos, en aquel éxtasis embriagador, volvían a adormecerle los sentidos, y al abrir de nuevo los ojos, se encontraba en su primera estancia, teniendo junto a sí al Viejo o señor de la Montaña, quien le aseguraba que no se había apartado de allí un solo instante, y que le hacía saborear anticipadamente los goces del paraíso, a fin de que conociese las delicias reservadas a los que daban la vida por obedecer a su jefe.
 
Asesinos
 
 
 
     Así se exaltaba la religión de la obediencia a los superiores, que es un dogma entre los Musulmanes, hasta el punto de despreciar los honores, los tormentos y la vida, dispuestos a matarse o a dar la muerte a otro, si se trataba de ejecutar una orden. Del haschisch que bebían tomó origen su nombre de Asesinos (Haschischins); penetraban en las fortalezas y en los palacios reales, espiaban años enteros a su víctima, si necesario era, y no había obstáculos que no venciesen con astucia y constancia. Así duraron siglo y medio, siendo espanto de amigos y enemigos, hasta que los Mogoles los sepultaron bajo las ruinas del califato.




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128.- Caballería. Órdenes militares

     El más valioso alimento de las Cruzadas fue la caballería, espléndido episodio de la historia europea, entre el planteamiento del cristianismo y la revolución de Francia. Era una exaltación de la generosidad, de la delicadeza, del pundonor, del desinterés, la que determinaba las acciones, consagraba las hazañas y purificaba los fines. La religión y la mujer eran los ídolos de los caballeros. Parte de estos sentimientos debían su origen a los Árabes, grandes mantenedores de la palabra, fidelísimos a la hospitalidad, y parte a los Germanos, entre los cuales la mujer era mucho más respetada que por los Romanos y los Griegos, y en cuyo país cada hombre tenía su importancia personal y su responsabilidad, y se dedicaba a las armas hasta en los juegos.
     Los romances y novelas que de ella se nutrían, la hacen remontar hasta la tabla redonda del rey Arturo o a los paladines de Carlomagno. Sólo después del año mil, cuando hubieron cesado las guerras de invasión, la caballería adquirió desarrollo en toda Europa, siendo sobre todo galante en Francia, severa en la Germania, aristocrática en Inglaterra y menos refinada en Italia; no existió en Grecia ni en Rusia. En todas partes adquirió un carácter conforme a la índole de los pueblos. Al principio predominó en ella la guerra; luego la galantería, y por último el falso entusiasmo y las exageraciones que la hicieron ridícula.
     Los símbolos expresivos que acompañaban a todos los actos de la Edad Media, se multiplicaron en la caballería. El joven hijo de Caballero, era educado en el castillo de manera que se acostumbrase al manejo de las armas, al celo de la nobleza adquirida, a la cortesanía, a los galanteos, a las visitas, a los viajes, a la montería y a la caza. A los catorce años, el mancebo era armado escudero por el sacerdote que le ceñía la espada bendecida y las espuelas de plata; y se ponía a las órdenes de algún paladín, hasta que por sus servicios y por sus empresas mereciese ser armado caballero. Esto se hacía en solemnísima ceremonia, precedida de baños y ayunos, de vigilias y oraciones; su paladín le daba tres golpes de plano con la espada y un abrazo, y se le ponían las espuelas de oro.
     Deberes de todo caballero eran defender la religión, las iglesias, los bienes y los ministros de las mismas; sostener al débil, a los huérfanos y a las mujeres; mantener la palabra empeñada; no obrar nunca por interés ni por pasión, y guardar fidelidad a su señor. Contraían a menudo la mutua fraternidad de las armas, compartiendo las fatigas y la gloria. El que faltaba a sus deberes era degradado. La Iglesia, si no fue la inspiradora de tales sentimientos, los alimentó y depuró al menos. En parte verdaderas, pero en gran parte imaginarias, son las aventuras que a los caballeros se atribuyen en una infinidad de novelas; y si bien degeneró después la caballería por las exageraciones satirizadas en el Don Quijote, sobrevivió el caballero en el gentilhombre, orgulloso de su cuna, delicado en lo tocante a la reputación, independiente en presencia de sus superiores, cortés con el bello sexo, como se conservó hasta la invasión de la democracia.
     La asociación de la Iglesia con la milicia se consumó por medio de las órdenes religioso-militares. Los Hospitalarios de san Juan (cap. 148) fueron instituidos por los Amalfitanos, y comprendían eclesiásticos para el socorro de las almas, legos para los servicios corporales y caballeros de armas encargados de proteger a los peregrinos, presididos por un gran maestre.
     Algunos franceses siguieron el ejemplo de estos, fundando la Orden de los Templarios, tutela de peregrinos también, y al mismo tiempo cruzada permanente contra los infieles. Uniéronse a ellos los caballeros Teutónicos, con hospitales y oratorios, quienes más tarde adquirieron en la Germania un poder soberano. A imitación de estos se instituyeron los caballeros de San Lázaro, consagrados principalmente a curar a los leprosos, y unidos después a la Orden de San Mauricio; los caballeros del Oso, los del Silencio, los de la Estrella Roja, los de San Miguel; la Orden de Calatrava, para rechazar a los Árabes de España; la de Santiago, la de Porta-Espadas, contra los Livonios, en Prusia; la del Toisón de Oro en la Borgoña; en Italia los Gaudentes, los caballeros del Lazo, y la Orden Constantina, a la cual pertenecieron los últimos Comnenos, y que heredaron los Farnesio, y la Orden saboyana de la Anunciata. La espuela de oro era conferida por los Pontífices. Estímulo al principio de noble celo, valor y caridad, todas estas órdenes fueron degenerando hasta trasformarse en títulos de simple vanidad.




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129.- Escudos, divisas, emblemas, apellidos

     De estas instituciones caballerescas derivan, y con ellas se conexionan los escudos y divisas. Los caballeros debían consagrar especial cuidado a tener sólidas armaduras para el ataque y la defensa, y buenos caballos, algunos de los cuales unieron su fama a la de sus jinetes, haciendo que sus nombres pasaran a la posteridad (Frontín, Brilladoro, Rabicán, Babieca).
     El escudo era la pieza principal de la armadura, y se distinguía por signos particulares, sencillos al principio y complicados después; calificaba al caballero y concluyó por ser adoptado por toda su familia. La cruz era el distintivo más común de los Cruzados, si bien variaba de forma y de color; después fueron introduciéndose ciertos emblemas y colores determinados, costumbre que dio origen a la complicada ciencia de la Heráldica o arte de los blasones, que forma con pocos elementos interminables variedades. Principal cuidado del caballero, y después de la familia, era el conservar sin mancha las armas y los blasones, que ostentaban en las banderas, en los castillos y en los trajes. Las ciudades y las naciones adoptaron escudos y colores, que se fueron complicando con los de las familias y de los países unidos.
     La custodia de estos emblemas estaba confiada a los heraldos, que con el propio escudo representaban al señor o a la ciudad, en cuyo nombre se presentaban, reunían al pueblo, llevaban los carteles de desafío y castigaban la deslealtad.
     Con frecuencia los escudos iban acompañados de lemas, y en el siglo XV se ocupaban los literatos de contentar la vanidad y el capricho de sus Mecenas, inventando figuras simbólicas con frases adecuadas a la expresión de un sentimiento o a una situación de tal o cual persona. Estos motes se convertían en consigna de guerra.
     Mientras que los nobles adquirían un documento que indicaba su categoría, tomando el título del castillo o del feudo que poseían, el vulgo se limitaba a tomar un nombre. Poco a poco se introdujeron en la plebe misma los apellidos deducidos del país, del oficio, de los defectos, de las cualidades de cada cual, y después de haber sido personales, se hicieron hereditarios. En vez de , que los Romanos usaban hasta con el emperador, se introdujo el tratamiento de vos, el de señoría, el de excelencia, el de alteza; el don, reservado a los abates, se comunicó a todos los curas y por fin a los seglares.




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130.- Torneos, cortes de amor, gaya ciencia, diversiones

     Los torneos eran juegos militares, donde los caballeros se lanzaban al combate con armas corteses, rivalizando en destreza y en valor. Las grandes solemnidades de la Iglesia, las coronaciones, los bautizos, los matrimonios de los príncipes, una victoria, una paz, todo eran ocasiones para torneos. Un heraldo, acompañado a menudo de dos doncellas, iba de castillo en castillo, llevando cartas y carteles a los adalides de más nombradía y convidando a todos los valientes que encontraba en el camino. No entraban en liza más que los que habían dado pruebas de nobleza y presentado su escudo sin mácula. Espléndidos pabellones manifestaban la emulación que se establecía entre los concurrentes a fin de excederse en magnificencia. Se construían tiendas para dar abrigo a la muchedumbre; se alzaban tablados, a veces en forma de torres de muchos pisos, cubiertos de tapicería; se obsequiaba a los vencedores con ricos donativos y espléndidos banquetes. En los torneos era donde se hacía mayor ostentación de escudos, empresas y divisas. Carruseles, sortijas, quintanas, pasos de armas, eran combates de género diverso. El pueblo vociferaba, animado por la generosidad de los señores que distribuían dinero, víveres, trajes, y a veces hacían manar vino de las fuentes.
     No siempre se terminaba con aplausos y cantos, y no era raro ver convertido el juego en una verdadera batalla, donde los caballeros quedaban heridos y a veces muertos. En un torneo murió el hijo de Enrique II, rey de Francia, en 1559.
     Las mujeres alcanzaban sus triunfos en las cortes de amor. Hemos indicado ya cómo fue creciendo el respeto a las mujeres, que se convirtió en veneración merced a la caballería. Los monasterios se convertían en un medio de emancipación para la mujer. Las leyes de los Bárbaros hicieron lo que estuvo vedado a los códigos de la sabiduría antigua; tomaron bajo su protección el honor de las mujeres de condición libre, y hasta la virtud de las esclavas; concediéronles derechos no disfrutados hasta entonces, como el de heredar y hasta el de subir al trono. Jaime II de Aragón ordenó que se dejara pasar sano y salvo a todo hombre, caballero o no, que acompañase a una mujer, a menos que fuera culpable de homicidio. En la abadía de Fontevrault, las mujeres eran superiores a los hombres.
     Al par de la caballería, se introdujo la gaya ciencia, que enseñaba las reglas del amor, considerado como el complemento de la existencia del caballero, el manantial de las proezas y el conjunto de las virtudes sociales. Asociando ideas religiosas, caballerescas y feudales, a ningún hidalgo debía faltar una dama a quien dedicar sus proezas. Estableciéronse preceptos y reglas, que degeneraron pronto en sutilezas y exaltaciones ridículas. En las cortes de amor se constituían tribunales, donde las mujeres, ayudadas por los caballeros, y hombres de leyes, sometían a discusión algunos puntos del arte de amar, por ejemplo: Si es mejor el amor que se enciende, o el que se reanima; si es preferible beber, cantar y reír, o bien llorar, amar y padecer; quien no sabe ocultar, no sabe amar. Presentábanse cuestiones y disputas de amantes; se discutía, y se pronunciaba el fallo, que formaba la jurisprudencia de aquella extraña legislación, donde la galantería pronto degeneró en necedad. Estas instituciones cayeron también con la caballería, cuando, al albor de nuevos tiempos, llegaron a ocupar los espíritus frívolos pensamientos más serios.
     Esto ya indica que aquella edad, que se llamó de hierro, no siempre fue feroz y sanguinaria. Las diversiones eran poco comunes, pero espléndidas, y no se celebraban en casas particulares ni en teatros, sino al aire libre, con el concurso de todo el pueblo, invitado a gozar, si no a tomar parte en ellas. Eran esplendidísimas las mesas bancas, donde acudían músicos, cantores, saltimbanquis, charlatanes, volatineros (278) y bufones, quienes recibían vestidos, comida y dinero. Se servía de comer en los patios y en los prados a todo el que llegaba. Las viandas que se servían en solemnes ocasiones, eran más bien de gran coste que de fino gusto; presentábanse en la mesa lechones y jabalíes enteros, pavos con sus colas, y toda clase de aves y piezas de caza; todo entre cantos y música.
     La caza era la diversión favorita de los nobles, para quienes estuvo al principio reservada. Los feudatarios prohibieron a los villanos, bajo severísimas penas, molestar a los animales de caza, a pesar de que devastaban los campos. Se introdujeron después las cacerías simuladas, especialmente la del toro.
     Los habitantes de las ciudades, habiendo recobrado su libertad, introdujeron juegos públicos, ya por el carnaval, ya en conmemoración de algún acontecimiento notable. El parque y el circo en Milán, el Campo Fiore en Verona, el Campo Marzo en Vicenza, el Prado en Padua y en Luca, eran teatros de tales festividades. Venecia, sobre todo, era renombrada por sus fiestas, siendo notables la de las Marías, la de los pájaros y palomas, la de las regatas, y la de los esponsales del mar.
     El carnaval se celebraba con mascaradas cuya costumbre no ha desaparecido todavía. Los cronistas no omitían jamás la descripción de bailes y fiestas, que no carecen de importancia.
     La Iglesia celebraba también sus fiestas, con mercados y ferias, por las grandes solemnidades. La gente acudía tanto más, cuanto que se trataba de sitios exentos de impuestos y protegidos contra el predominio de los señores. La poca cultura de la época excusa que con las funciones religiosas se mezclasen indecorosas bufonadas, como la fiesta de los burros y ciertas representaciones. Pero estas representaciones, llamadas misterios, fueron el verdadero origen del nuevo arte dramático. Al principio se imitaba la pasión de Cristo y algunos hechos de santos y de mártires; luego se compusieron escenas, con versos a propósito, donde intervenían patriarcas, santos, ángeles, hasta diablos, y el mismo Dios. Había hermandades que tomaban bajo su especial cuidado aquellos misterios: primer paso para la formación de las compañías dramáticas. No tardaron en transformarse tales instituciones, representando asuntos profanos, y hasta exhibiendo farsas ridículas, cuando no escandalosas.
     A los juegos tumultuosos se unieron los privados y los de azar, a cuya pasión se opuso siempre la Iglesia, si bien con escaso éxito. Hasta mediados del siglo XV no se hace mención de la lotería. El ajedrez vino del Oriente, quizá en tiempo de las Cruzadas. Los naipes aparecen a mediados del año 300; estaban pintadas con esmero y lujo, y fueron uno de los primeros usos a que se aplicó la imprenta.




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131.- Los Trovadores

     Ornamento y vida de las fiestas de la edad media eran los poetas, a menudo confundidos con los bufones y juglares. Muy distintos eran los Trovadores, primeros poetas de la moderna civilización. En la Provenza se conservaban vestigios de la sociedad romana en los municipios, en la lengua, en el comercio; y durante la larga paz que ofreció el reinado de príncipes nacionales, pudo florecer la literatura, cultivada por apasionados cantores. Valiéndose de la lengua de oc, inspiráronse éstos en la gaya ciencia para cantar a las damas y a los caballeros, las armas, los amores, la cortesía y las audaces empresas. Sus poesías líricas con mejor apreciadas al canto que a la lectura. Introdujeron la rima, ya iniciada por los Latinos de la decadencia. No afectaban erudición, ni imitaban a los clásicos, que probablemente desconocía; expresaban sentimientos, disponiendo las palabras de manera que produjeren buen efecto al oído, y agradasen a caballeros y a damas ignorantes en punto a bellas letras. La mayor parte de sus composiciones son amorosas; de vez en cuando se complacen en versificar sobre cosas y personas sagradas, o ensalzan a los valientes y satirizan o hieren a los cobardes y a los tiranos; o bien cantan aventuras, cuyo protagonista es con frecuencia el mismo Trovador. Iban de castillo en castillo, celebrando a las bellas y a los paladines, y ganando así trajes y comida, y brillaban sobre todo en las cortes privadas y en los torneos. Algunos alcanzaron fama duradera, como Bertrand de Born, Princivalle de Oria, Pedro Cardenal, Bernardo de Ventadour, Rambaldo de Vaqueiras, Pedro Vidal, Sordello de Mantua, Maestro Ferrari de Ferrara.
     La lengua y la literatura provenzales fueron trasladadas luego a Aragón, donde los Trovadores continuaron por mucho tiempo. Enrique, marqués de Villena, indujo a Juan I de Aragón a instituir en Barcelona una academia por el estilo de la de Tolosa; pero fue de breve duración. A mediados del siglo XV, compuso versos en aquella lengua Ausiàs March de Valencia, a quien se ha querido comparar con Petrarca, tanto por su mérito como por sus aventuras. Omitimos a otros de menos importancia.
     Uno de sus méritos consistía en tener siempre dispuestas relaciones con que amenizar los banquetes y las tertulias. La viva imaginación de aquellos tiempos había mezclado con la verdadera historia, y mayormente con la sagrada, una infinidad de narraciones apócrifas, de aventuras extravagantes, que hasta mucho tiempo después sirvieron de asunto a las bellas artes. En aquellas leyendas tomaba gran parte el diablo, que personificaba la inclinación mala del hombre, y aparecía con frecuencia vencido y burlado. A veces las artes, por no haber expresado bien un pensamiento, o también los símbolos mal interpretados, daban origen a leyendas. Pintábase a San Nicolás de Mira teniendo al lado tres catecúmenos sumergidos en la fuente bautismal, y de figura más pequeña para indicar su inferioridad; el vulgo creyó que eran tres niños y que el santo les había resucitado y sacado de la caldera donde cocían para cumplir un impío voto. El cerdo, que a los pies de San Antonio debía significar la victoria de este santo sobre el enemigo infernal, dio lugar a extravagantes leyendas. Muchísimas eran los que tendían a excitar la devoción y a aumentar los sacrificios por los pobres muertos. A veces, estas leyendas toman la extensión de novelas como los Siete durmientes, el Barlaam y Josafat.
     La devoción no era la única que inspiraba las narraciones de aquel tiempo; y el patriotismo, la fidelidad en amor y la execración de las guerras civiles formaban con frecuencia el asunto de las novelas. El amor patrio atribuía a cada ciudad orígenes troyanos o apostólicos, y la hacía teatro de los más extraordinarios acontecimientos. Las novelas que se inspiraban en la caballería, fabulaban la historia de Arturo, de Merlín, de Carlomagno, de Alejandro; y las que se inspiraban en la vanidad de familia, inventaban genealogías y las llenaban de héroes. Muchas fueron tomadas de los Orientales, como las Mil y una noches, El libro de los siete consejeros, del indio Sendebad, las fábulas de Kalila y Dimna; y fueron la fuente donde bebieron los poetas posteriores. Innumerables son las novelas que siguieron, y han adquirido celebridad Los reales de Francia, el Guerino Mezquino, el Orlando enamorado y el Furioso.
     Muchas de aquellas historietas sobrevivieron y parecen superiores a cuanto se inventó después, como la de Imelda de Lambertazzi, de Julieta y Romeo, de Pía de Siena, de Francisca de Rímini, de Pedro Baliardo, de Guillermo Tell, de Ginebra de Almieri, de Don Juan y de Fausto.




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132.- Segunda y tercera Cruzada

       El reino de Jerusalén se vio agitado por disturbios de que se aprovechó Zengui, Soldán de Iconio, quien se apoderó de Edesa, reconquistada luego por los Cristianos y vuelta a tomar por Nureddin (279), el cual por los poetas y los Imanes fue saludado emperador de Islam. Presumiendo los Cristianos que también conquistaría a Jerusalén, dirigieron sus súplicas a Europa, donde se empezó a hablar de una nueva Cruzada, y mucho más cuando la proclamó Bernardo (1091-1155), abad de Claraval, uno de los más altos personajes de la edad media, orador elocuentísimo, teólogo cuyas ideas se derivaban de las de San Agustín; autor de una nueva Orden, cuyos prosélitos se dedicaban a la cultura de los campos. Penetró en la política de su época, operando reconciliaciones, corrigiendo errores y persiguiendo a malvados. Propúsose renovar la Cruzada, y aconsejola a Luis VII de Francia, al Papa Eugenio III y al Emperador Conrado III. No se procedió, empero, con el entusiasmo de Pedro el Ermitaño; se hicieron provisiones, cajas comunes, buenas armas y mandos regulares. Contrariado por los Griegos, Conrado tuvo al principio adversa fortuna; habiéndose reunido en Nicea con el rey Luis, siguieron adelante; pero ya las traiciones, ya el valor del enemigo acobardaron a los Cristianos, que, después de inmensos sacrificios, regresaron a Europa.
1141
San Bernardo
 
1149
 
     Los Cristianos establecidos en la Siria habían perdido ya parte del valor y de la piedad desinteresada de los primeros conquistadores; y se habían aficionado a la nueva patria, adquiriendo propiedades, contrayendo vínculos de parentesco y modificando el idioma con voces indígenas. Todos preferían conservar lo adquirido por medio de la paz, a ponerlo en riesgo por nuevas batallas. Solo las órdenes militares conservaban el espíritu guerrero; pero sus individuos, orgullosos con sus riquezas y con el continuo ejercicio de su valor, miraban con recelo a los señores occidentales, y hubieran visto con sentimiento sus victorias.
     La razón aconsejaba que los enviados no se contentaran con lanzarse sobre Jerusalén, sino que al mismo tiempo fundaran colonias en toda la costa del mar; las cuales habrían ejercido grande influencia aún en el lejano porvenir de Europa, pues que habrían cortado el paso a los Turcos.
       En medio de los intereses parciales que agitaban la Europa y conducían a la conquista de las franquicias, de la nacionalidad y de la ciencia, un interés general atraía siempre las miradas y los ánimos hacia la Palestina, donde todos tenían religiosos intereses y conciudadanos que peleaban y que padecían. Con el éxito, los Musulmanes sintieron renacer su ardimiento, y los Cristianos, que uniéndose hubieran podido redimir toda el Asia Anterior, malgastaban en particulares empresas un valor tan impetuoso como insensato. Noradino, uniendo la abnegación al valor, era ferviente en las oraciones, favorecía las letras, y mantenía una disciplina severa entre los soldados, no permitiéndoles otra patria que el campo de batalla. A su Edesa unía siempre nuevas adquisiciones y fijó su residencia en Damasco. Como el de Bagdad, el califa de El Cairo se hallaba reducido a los ejercicios del culto, y Noradino, con la aprobación del primero, movió guerra al otro invadiendo el Egipto. Este llamó en su ayuda a Amalrico, sucesor de Balduino III en el reino de Jerusalén, quien después de haber tomado a Alejandría, aceptó cincuenta mil monedas de oro por salir del país, después de canjear los prisioneros. Los tesoros que trajo, le hicieron concebir la idea de conquistar aquella comarca, pero fue obligado a retroceder. Schirkú, emir de Noradino, depuso al califa de El Cairo, y terminó el cisma de los Fatimíes.
 
 
 
 
 
 
 
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Saladino      Terrible para los Cristianos fue Saladino, quien después de haber reunido bajo su mando los dominios de Noradino, se lanzó a exterminar la cruz.
       El reino de Jerusalén era con sobrada frecuencia perturbado por discordias intestinas, y también se combatí allí a menudo por las disidencias de Europa. Guido de Lusignan (280), elegido rey e incapaz de sostenerse, fue hecho prisionero con la flor de sus caballeros por Saladino, quien hizo matar a todos los Hospitalarios y Templarios, y se apoderó de Jerusalén, donde las colinas de Sión resonaron nuevamente con el grito de Alá.
 
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     Al saberse tal noticia, Urbano III murió de pesadumbre; Gregorio VIII excitó los ánimos a una nueva Cruzada, y su sucesor Clemente III la vio conducida por Federico Barbarroja. Otra vez el emperador de Constantinopla, por celos o temor, opuso obstáculos a la empresa; Federico se ahogó en Cicilia, y su ejército fue exterminado por enfermedades. Enrique II de Inglaterra se reconcilió con Felipe Augusto de Francia, y ambos juraron no deponer la cruz hasta haber recobrado la Palestina; ordenaron bien la empresa y reunieron su armamento en Mesina.
       En tanto, Saladino extendía sus conquistas, y a los Cristianos no les quedaba ya más que Trípoli, Antioquía y Tiro. A esta puso sitio aquel, pero de todas partes acudieron caballeros a defenderla, obligaron al enemigo a retirarse, y asediaron a Tolemaida. Saladino, una vez proclamada la guerra santa, disponíase a guiar a los Musulmanes a Europa; pero se lo impidió la llegada de Felipe Augusto y de Ricardo Corazón de León, hijo del rey de Inglaterra, quienes al cabo de tres años se apoderaron de Tolemaida. Habiendo quedado solo, Ricardo realizó heroicas empresas, pero no tuvo más remedio que pactar con Saladino, cuando los intereses de su país y las rivalidades de Francia y de Germania, le obligaron a regresar a Europa. Ríos de sangre había costado la tercera Cruzada, que fue el verdadero apogeo de la caballería; tanto que el mismo Saladino quiso adornarse con ella. Este murió a la edad de 57 años, dejando por toda fortuna privada cuarenta y siete monedas de plata, y una de oro, y su Estado fue repartido entre sus hijos y los emires Ayubíes (281), que no tardaron en hostilizarse entre sí, del mismo modo que se hacían mutuamente la guerra los príncipes cristianos por la sucesión al trono de la perdida Jerusalén, que por último se dio a Amalrico de Lusignan (282), rey de Chipre.
 
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133.- Mejoramiento del pueblo

     En medio de todas estas empresas, realizábase un gran cambio en la condición del pueblo. Este, aunque oprimido por la preponderancia de los feudatarios, había mejorado relativamente a los tiempos antiguos. La población agrícola, era la que más había padecido en las invasiones de los Bárbaros; los colonos, empero, eran distintos de los esclavos romanos, pues aun siendo siervos, eran dueños de su propia persona, y reconocidos por el cristianismo como hermanos y responsables de sus propios actos. La esclavitud no fue abolida de un golpe por el Evangelio, porque de este modo hubiera acarreado sangrientas revoluciones; se continuó el tráfico de esclavos, mayormente con aquellos que eran prisioneros Bárbaros o infieles. Pero la Iglesia proclamaba la igualdad de los hombres; las leyes protegían al esclavo mismo, y la economía demostraba cuanto más productivo era el trabajo de los hombres libres.
     Durante el feudalismo, la distinción entre vencedores y vencidos se aminoraba con el hecho de vivir los unos cerca de los otros, en el campo y en los castillos, donde se multiplicaban los contactos por las necesidades del servicio y de la defensa. Estando unida la jurisdicción a la propiedad, los colonos de hecho dependían del señor, contra el arbitrio del cual algunos buscaron la defensa en la unión, y constituyeron ligas para sublevarse contra el castellano y exigir de éste que les respetase la vida, los bienes y las mujeres, y les permitiese hacer testamento y heredar, salir a comerciar, y dedicarse a artes y oficios. Esto de vez en cuando se obtenía a la fuerza, y otras veces por medio de pactos, reduciendo aquella servidumbre a tarifas e impuestos que se retribuían al señor. Este no sacaba gran cosa de sus vastísimos dominios, cultivados negligentemente por siervos de la gleba que ninguna ventaja obtenían de aquel cultivo; por esto se subenfeudaban las tierras a vasallos inferiores; los señores las cedían gustosos al mismo labrador, reservándose una renta perpetua y el derecho a ciertos servicios, o a la capitación; y todas estas obligaciones se redimían a veces, cuando el señor tenía necesidad de dinero.
     Era ventajoso para los feudatarios que prosperasen, las aldeas, y aquellos atraían la gente del campo con privilegios o con disminuir la opresión. El clero también mejoraba la condición de la clase ínfima, ora abriendo sus filas a los esclavos, ora haciendo mejores condiciones a los agricultores o a los que se establecían alrededor de los conventos, formando aldeas y ciudades; ora acogiendo mercados y ferias a la sombra del asilo eclesiástico, o a los fugitivos de la tiranía señorial. Además, la emancipación de los esclavos se verificaba generalmente en las iglesias, atribuyéndoles un mérito de caridad.
     Por tantos caminos, podía, pues, llegar el esclavo a la emancipación y los campos a ser cultivados por brazos libres. Los colonos pedían a los reyes privilegios y exenciones, y éstos los concedían gustosos, con el intento de disminuir el poderío de los barones. El espíritu de asociación, propio de los Germanos, hacía que muchos se agregasen, principalmente los miembros de una misma familia, para hacer común el trabajo y los productos. Tales asociaciones eran frecuentes sobre todo entre los artesanos, y la más antigua de que hallamos mención es la de los Magistri comacini, que se esparcían para fabricar. Muchos ejemplos de estas sociedades se encuentran en Italia, donde son muy raros los de asociaciones entre villanos.
     De este modo, bajo el feudalismo, se reconstituía la familia en el aislamiento del castillo, y en las asociaciones de todas las clases, tendiendo a dar estabilidad a los patrimonios y a los sentimientos, y a realizar mayores intereses. Los barones tenían que tratar mejor a los villanos, y castigar a todo el que causase perjuicio a los colonos, violase la propiedad o estropease los canales; se facilitó la permuta de heredades por no llegar a un fraccionamiento extremado; se prohibió algunas veces el embargo de los instrumentos y de los animales dedicados a la agricultura, y también del vestido del día de trabajo; atenciones desconocidas de las leyes antiguas.
     Mientras que entre los Romanos, los campos eran sacrificados a la ciudad por la esclavitud, en el feudalismo apenas se hace mención de las ciudades. En estas habían quedado algunos Romanos libres, mejor tratados por los Bárbaros, porque con su muerte se perdía completamente la propiedad, que se mantenía de los servicios que podía prestar con su cuerpo, con las artes, con las letras o con tributos. Cuando los emancipados se aumentaron hasta el extremo de no bastar a su sustento la agricultura, acudían a las ciudades para dedicarse a oficios o a servicios libres. La prosperidad del comercio y de la industria les favorecía; así se formó una tercera clase, entre las dos que subsistían en el feudalismo, los propietarios de tierras y los no propietarios.
     Sin embargo, los ciudadanos no tenían relaciones directas con el rey, pues dependían aún del feudatario. Parecíales útil, por lo tanto, unirse en asociaciones particulares de artes y oficios; acudir, por lo tocante a la justicia, a las curias eclesiásticas, y elegir representantes (scabini) para tratar y dirigir los propios intereses y asistir a los juicios.
     A medida que iban creciendo, natural era que aspirasen a sacudir el yugo feudal, a desprenderse del terruño, o conquistar la personalidad.
     El levantamiento del bajo pueblo contra la aristocracia territorial fue un movimiento común en toda la Europa feudal; y es un error considerarlo como una aspiración a la república, cuando era puramente social.




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134.- Los Comunes

     El municipio era probablemente la más antigua organización civil europea, antes de las conquistas de Roma. La misma Roma fue un municipio, que prevaleció sobre los demás de Italia, y luego sobre todos los de Europa, reduciendo los gobiernos parciales a una administración única. Tales los vemos a la descomposición del Imperio, y tales los encontraron los Bárbaros, que al parecer no aniquilaron toda la forma del régimen comunal, no por indulgencia, sino por ignorar con qué orden iban a sustituirla; de modo que a los vencidos les quedó algún resto del gobierno patrio, lo menos precario que consintió la opresión guerrera. Las instituciones municipales sobrevivieron hasta al idioma, como en algunas ciudades del Rin, de donde se extendieron a otras que florecieron después. Con mayor razón esto debió suceder en Italia, muchas de cuyas ciudades jamás fueron conquistadas por los Bárbaros, como Roma, Nápoles, Gaeta, Pisa y Venecia. Érales enviado un magistrado de Constantinopla, pero concluyeron por elegirlo entre sus propios ciudadanos, mayormente cuando los emperadores hubieron declarado la guerra a las imágenes.
     Además del elemento romano, contribuyeron a formar los Comunes el germánico y el cristiano. Como hemos visto, en el campo cada hombre se unió a la tierra y corrió la misma suerte que esta. En cuanto a las ciudades, la mayor parte no dependían de un feudatario, sino de un conde, magistrado real, el cual disminuyendo cada vez más la dependencia, hacía que aquellas quedasen solo protegidas por un emperador débil y lejano, que cambiaba con frecuencia el centro de su poder de Germania a Italia. De modo que a medida que se desacreditaba la autoridad real, se robustecía el poder feudal. Las ciudades hubieran podido libertarse completamente del dominio imperial, pero prefirieron deber al emperador su inmunidad, es decir el derecho de ejercer su propia jurisdicción sin el conde regio; y según la ley feudal no le pedían propiamente como un derecho, sino como una concesión. Los obispos obtuvieron la inmunidad, a despecho de los condes, y lograron que se hiciese extensiva al clero y a sus bienes, y hasta a la ciudad en que residían. Los reyes se alegraban de mandar directamente al pueblo sin la mediación de los barones, que habían convertido los feudos, de vitalicios en hereditarios. La Iglesia se hallaba ya constituida popularmente, sin que fuesen hereditarios los bienes ni las dignidades, y teniendo asambleas propias; de modo que ofrecía un modelo imitable a los gobiernos seculares que se constituyesen. Cuando los obispos entraron en las asambleas regias y tomaron parte en las elecciones de reyes y emperadores, pudo decirse que se elevaba el pueblo; fácilmente obtuvieron la jurisdicción en su propia ciudad, no quedando al conde más que el campo, que se llamó condado. Entonces el pueblo no se halló ya dividido en dependientes del rey y dependientes del barón o de la Iglesia, y formó un solo Común, sometido a un mismo tribunal, y al vicario secular del obispo, llamado vizconde. Los obispos trataban de arrebatar al conde y a los señores la autoridad que les quedaba. Por esto el rey Conrado Sálico dictó la famosa ley de los feudos (cap. 117), estableciendo que también los pequeños feudos se trasmitiesen por herencia, y que no pudieran quitarse sino en virtud de sentencia de los scabini.
     El movimiento que describimos no dejó sino asociaciones limitadísimas y poderes meramente locales, y ayudó a las ciudades a constituirse fácilmente. Otón el Grande contribuyó a ello para deprimir a los feudatarios y hasta a los obispos, concediendo la inmunidad a las ciudades, que obtuvieron además mercados, peajes y justicia. Otros reyes vendían estas regalías para remediar a la penuria del tesoro, o para obtener partidarios en los conflictos.
     El movimiento no podía realizarse sin choques; vinieron a las armas los menores con los mayores vasallos; todos comprendían la necesidad de procurarse hombres, y los alentaban con concesiones, descargos y pequeños dominios. Mientras vacaban los obispados, las ciudades se regían por magistrados propios.
     La libertad a que se aspiraba no era la política; era la libertad material de poder ir y venir, de vender, comprar, poseer lo adquirido, y trasmitirlo a otro, de gozar de la tranquilidad doméstica y personal que asegura actualmente todo buen gobierno.
     De consiguiente, los Comunes no fueron concesiones reales, sino consecuencia de la insurrección popular; no reforma administrativa, sino movimiento democrático para proteger a los más contra los menos. No fue aquello una lucha contra los reyes; antes bien se buscaba su apoyo para sacudir el yugo feudal. La institución de los Comunes cambiaba el organismo político, puesto que el Común mismo entraba en el orden feudal; y como cada cual tenía un señor distinto, fueron diversas y múltiples las revoluciones. Realizadas las de las ciudades, sirvieron de ejemplo y apoyo a las poblaciones rurales, que expulsaron a los exactores y a los satélites del barón, atacándolo a él mismo en su castillo; en último recurso, se refugiaban en las ciudades.
     Hallándose entonces en lucha el Imperio con el sacerdocio, se hallaron sometidas a examen las competencias de una y otra autoridad y la legitimidad del poder emanado de la fuerza; y ambas partes tuvieron que buscar su apoyo en la plebe. Durante las largas vacantes de los obispados, ocasionadas por esto mismo, las ciudades, que habían obtenido la inmunidad de los condes, se declaraban también independientes de los obispos, y se regían por propios ciudadanos.
     Ayudaron al movimiento comunal las asociaciones, derivadas de las costumbres germanas; y las diferentes corporaciones de artes y oficios se constituyeron pronto en sociedades políticas hasta adquirir gran dominio; excluían del gobierno a quien no pertenecía a ellas, y mayormente a los nobles. No tardaron en fijar estatutos sobre el modo de gobernarse y de administrar justicia. También quisieron tener sus armas y su sello, y generalmente tornaron el nombre del Santo que elegían por patrono.
     En Italia, las ciudades habían recogido armas y se habían rodeado de murallas durante la invasión de los Húngaros (cap. 111). Además, la aristocracia no había echado allí tan profundas raíces; los reyes residían en Germania, y aspiraban a dominar más bien por medio de la opinión que de la fuerza, pues de hecho dependían de los vasallos; y puede decirse que la Roma papal fundó tantas repúblicas, como había destruido la antigua Roma.
     Mientras Otón III combatía contra sus émulos en Alemania, los Comunes hallaron menos obstáculos para constituirse, obligaron a los barones a vivir en la ciudad, al menos gran parte del año, sometiéndoles así a las leyes comunes; algunos demolieron el palacio real y obtuvieron que el rey no volviese a penetrar en recinto amurallado; y retrocediendo a la antigua costumbre, eligieron para el gobierno, no ya scabini, sino cónsules.
     Cuando hubieron sacudido el yugo, trataron de asegurar sus derechos, haciendo que los confirmara el rey en las que llamaban Cartas de Común, con las cuales les reconocía la libertad. En estas cartas se especificaban los agravios que concluían, las cargas que habían de satisfacerse, y los juramentos que se habían de prestar. De estas se encuentran pocas en Italia, porque en unas ciudades duraba todavía el Común romano, y en las otras bastaba referirse a las primeras. Sin embargo son conocidos los privilegios que exigieron Venecia, Pisa, Mesina, Menagio del lago Como, Luca, Milán, y otras.
     Entonces prosperaron también muchas aldeas, la mayor parte alrededor de iglesias y monasterios. Algunos Comunes tuvieron que sostenerse por la fuerza de las armas, mayormente los de Montferrato contra los poderosos duques y marqueses. Algunos grandes señores se mantenían en sus castillos, independientes de los Comunes, pero sin poder constituir jamás una sólida aristocracia.
     Tenemos, pues, al vulgo convertido en un orden, a la riqueza mobiliaria colocada junto a la territorial, y al feudalismo, que antes componía toda la sociedad, restringido ya tan solo a la nobleza. Los nuevos Comunes eran muy diferentes de los antiguos; estos estaban formados por colonos procedentes de Roma, mientras que en la Edad Media eran los mismos vencidos quienes aspiraban a adquirir los mismos derechos que los vencedores. En el municipio romano, el jefe de familia era en su casa magistrado y sacerdote, en el de la Edad Media, el clero constituía una clase distinta e independiente, y la autoridad paterna se hallaba circunscrita dentro de los límites de la religión. Allí un corto número de ricos, estaban rodeados de una muchedumbre de esclavos; aquí la industria, por primera vez en el mundo, se emancipó y produjo riquezas y libertades.
     En Francia y en Germania, las cosas se pasaron de un modo parecido; pero en Italia, donde no subsistían duques ni marqueses poderosos como reyezuelos, y había en cambio ciudades fuertes y florecientes, no tardaron los Comunes en convertirse en verdaderas repúblicas.
     Pero aquellos hombres del estado llano carecían de experiencia, ignoraban el arte de la guerra y la ciencia del gobierno, y viéronse obligados a emprender una marcha vacilante, ya siguiendo el espíritu de las antiguas instituciones municipales, ya imitando la jerarquía eclesiástica, ya innovando a medida que se hacía sentir la necesidad. Téngase además en cuenta que habían de defenderse al mismo tiempo contra la autoridad de los reyes, de los señores y de los sacerdotes, y que les servía de obstáculo aquella mezcolanza de derechos y deberes religiosos, civiles y feudales. Por esto fueron confusas e inarmónicas las leyes y las jurisdicciones; diversos los grados de libertad. Acá y acullá se encontraban vestigios de la ley longobarda, franca y romana, ya en lo tocante a la propiedad, ya en los derechos personales. Y hallamos poderes de los cuales no existían en parte alguna la definición ni el límite; y asociaciones que, así como habían resistido al barón, contrastaban ahora con las magistraturas. A veces quisieron ejercer el poder de que habían sido víctimas, y excluyeron del gobierno, y aun de las leyes, a clases enteras, como en Milán y en Florencia a los nobles, entre los cuales se contaba a los delincuentes. No se tenía idea de la libertad política, tal como hoy la entendemos; desconocíase la representación; cada cual quería tener y ejercer una parte del poder. Los nobles y los propietarios trataban de defenderse uniéndose entre sí y con el rey o con el feudatario desposeído, lo cual daba origen a conflictos. Estos a veces se extendían de Común en Común; los menores eran absorbidos por los mayores, formándose de este modo pequeños Estados, que andando el tiempo habían de convertirse en naciones.
     En tanto se había cumplido el más humanitario de los hechos, el de la emancipación de los esclavos. Ya la habían iniciado algunos prelados, reyes, condes y marqueses; continuáronla los Comunes, si bien nunca aparece constitución general alguna que abolezca [sic] la esclavitud; y hasta muy tarde hallamos el comercio de esclavos, alimentado con prisioneros infieles.
     Adelantaba, pues, la igualdad de todos, no en virtud de súbita insurrección, sino paso a paso; la plebe mas ínfima se elevaba mediante la industria, mientras que los grandes señores, o a la fuerza o por temor al aislamiento, se hacían ciudadanos; y se sentía ya, si no la fuerza nacional, la dignidad de los hombres.




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135.- El imperio. Guerra de las Investiduras

       La Iglesia y el Imperio se hallaban al frente del sistema feudal. La idea de Gregorio VII de sobreponer la una al otro dio lugar a largos conflictos. Pascual II, deseoso de acabar con ellos, llegó al extremo de proponer que los eclesiásticos cediesen todos sus dominios temporales; proyecto que fue rechazado. El obstinado Enrique V penetró en Italia y se adelantó hasta Sutri, e hizo prisionero al Papa, que se avino afirmar un privilegio, en virtud del cual los obispos y los abates se elegirían libremente, si bien con el beneplácito del rey, el cual, antes de la consagración, los investiría con el anillo y el báculo. Con esta condición, Enrique restituiría todos los bienes quitados a la Iglesia romana; pero los cardenales anularon el acta, y excomulgaron al emperador, que se halló expuesto a los mismos peligros que su padre.
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Condesa Matilde      Murió entonces la gran condesa Matilde, que poseía el marquesado de Toscana, el ducado de Luca, Parma, Módena, Reggio, Ferrara, Mantua, Cremona, Espoleto, otras ciudades e infinitas posesiones, y dejó por heredera de todo a la Santa Sede. Enrique V pretendía los feudos, que recaían en la corona al terminar la línea masculina, y los bienes alodiales en calidad de próximo pariente de la difunta condesa. Pasó Enrique a Italia, ocupola, se apoderó de la herencia, invadió a Roma, y Pascual murió en el destierro. Gelasio II excomulgó a Enrique, y consiguió que se celebrase el concordato de Worms, por el cual el emperador renunció al derecho de dar la investidura del anillo y el báculo, dejando libre su elección; el Papa consentía en que los prelados de Germania fuesen nombrados en presencia del emperador, y aceptasen de éste las temporalidades, mediante el cetro.
       Los papas, pues, con tal de que fuera libre la elección, reconocían el alto dominio de los emperadores. En Francia y en Inglaterra se hicieron convenios parecidos; en Hungría, Polonia y Escandinavia, los reyes tomaron poca parte en las cuestiones eclesiásticas. Para aplacar al normando Roger, Urbano II le concedió el tribunal de la monarquía de Sicilia, por el cual él y sus descendientes disfrutaban del título de legados hereditarios o perpetuos de la Santa Sede, y llevaban en las funciones solemnes, sandalias, anillo, báculo, mitra y dalmática. Luego Roger II fue coronado rey de Sicilia, y recibió del Papa la investidura real, con la condición de prestar a la Iglesia romana el homenaje de una cantidad determinada.
 
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     Habiendo Inocencio II convocado en Letrán el X Concilio ecuménico, dijo a los 2000 prelados reunidos: «Roma es la capital del mundo; las dignidades eclesiásticas se reciben por concesión del Sumo Pontífice, a manera de feudos, y de otro modo no pueden poseerse».




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136.- Otros emperadores. Barbarroja

     Bajo los Otones y los príncipes sálicos, la política interior de los emperadores consistía en reprimir las pretensiones de los barones; y la exterior en asegurar las fronteras de Germania de los Eslavos y de los Húngaros. En Italia, su política estribaba en prevalecer sobre Roma y sujetar a las provincias que habían quedado a los Griegos. El mal éxito de esta empresa disminuyó el poder de los emperadores allende los Alpes, y más que todo el conflicto del reinado de Enrique III y del IV. Así fue que muchos señores, mayormente en Germania, se elevaron a la altura del rey, como los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, los duques de Sajonia, Baviera, Franconia y Suevia (283), y el conde palatino, apoyándose todos mutuamente para debilitar al rey. Entre tales acontecimientos, alzábase además en Germania un tercer estado por medio del comercio y merced a los privilegios de las ciudades, en detrimento del poder de los barones. En Maguncia se reunieron 60 mil nobles Bávaros, Sajones, Francos y Suevos, para elegir al sucesor de Enrique V; elección que recayó en Lotario de Sajonia, el cual fue confirmado por el Papa, mediante la promesa de no poner obstáculos a la elección de los prelados. Cedió el ducado de Sajonia y muchos dominios a Enrique de Baviera, de la casa Güelfa, pero le fueron disputados por Federico de Hohenstaufen, duque de Suabia, por cuyo motivo empezaron entre las dos casas las hostilidades que perturbaron la Germania y la Italia, siendo conocidos los dos bandos opuestos con los nombres de Güelfos y Gibelinos. Para sostener a Inocencio II, contra el antipapa Anacleto, Lotario penetró en Italia, y fue coronado en Roma; el Papa le confirió la herencia de la condesa Matilde, como feudo de la Iglesia, convirtiéndose de este modo el emperador en vasallo del Pontífice (Homo fit Papaæ, recipit quo dante coronam). Pero Lotario, aunque favorecido por algunas, era contrariado por otras ciudades italianas; y el Papa y el antipapa contendían, por más que San Bernardo procurase conciliarlos.
       Con Conrado de Franconia subió al trono la casa de Hohenstaufen, que lo ocupó hasta 1254, combatida siempre por la casa Güelfa. Conrado condujo desgraciadamente la tercera Cruzada. No fue ceñirse la corona a Italia; de modo que los Comunes realizaron su revolución más fácilmente, uniendo los tres órdenes sin fusionarse, y eligiendo cada uno sus propios cónsules. Las ciudades que habían reconquistado su libertad no tardaron en hacerse la guerra; y combatieron Cremona contra Crem, Pavía contra Tortona, Milán contra Novara y Lodi. Esta última fue desmantelada y dispersados sus habitantes. Afortunadamente San Bernardo consiguió restablecer la paz.
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Situación de la Italia      En la Italia superior quedaban todavía muchos grandes feudatarios, como los marqueses de Monferrato y de Saluzzo, y los condes de Asti y de Biandrate. Los emperadores, para asegurarse el paso de los Alpes, habían dado el señoría de éstos a duques alemanes; la Baviera se extendía hasta Bolzano; los Güelfos y la Alemania hasta Bellinzona; el ducado de Friul hasta Mantua; al ducado de Carintia se incorporaron el condado de Trento y las marcas de Verona; de Aquilea y de Istria, que mientras tenían a raya por un lado a la Lombardía y por otro a los Húngaros, aseguraban el paso a los Alemanes.
     La casa saboyana de Morienna procuraba extenderse al otro lado de los Alpes, ocupando los marquesados de Ivrea y de Susa que abrazó desde los Alpes Cotios hasta Génova, y desde Mondovi hasta Asti. En el Apenino toscano quedaban condes y marqueses, feudos inmunes y abadías, a los cuales no alcanzaba el movimiento republicano. Venecia, Génova, Pisa y Amalfi prosperaron con las Cruzadas y se hostigaron entre sí. En la Italia meridional, los Griegos sucumbían, y las ciudades, después de haber sacudido el yugo de sus capitanes, se constituían en repúblicas; pero pronto prevalecieron los Normandos.
       En el centro dominaban los pontífices, pero rodeados de poderosos señores, independientes desde el momento en que el emperador se hallaba fuera de Italia. Y mientras que los pontífices ejercían su dominio en todo el mundo, no tenían casi ninguno en la ciudad de su residencia, donde los señores se fortificaban, ya en el Coliseo, ya en las Termas, y se batían entre sí. Arnaldo de Brescia se dedicó a censurar las costumbres del clero, y a combatir el poder eclesiástico; sublevó al pueblo, que proclamó la República, y habiendo recorrido Zúrich, Francia y Alemania predicando la revuelta y alistando tropas, las guió contra Roma, donde los Políticos (sus partidarios) derribaron las torres de los Frangipani y de los Pierleoni, y solicitaron el apoyo del emperador.
 
Arnaldo de Brescia
1141
 
 
       Conrado III no quiso fiarse del pueblo; pero Federico de Suabia, llamado Barbarroja, le sucedió y se propuso restablecer en Italia la autoridad imperial, disminuida por los Comunes. Solicitado por las ciudades vencidas, partió de los Alpes, y habiendo obtenido subsidios de los feudatarios, e intimidado a los Lombardos, penetró en Roma, donde Adriano IV (284) (único Papa inglés) se hallaba reducido a la ciudad Leonina; mandó a la hoguera a Arnaldo, sometió a los barones y se hizo coronar. Pero las rebeliones del pueblo y las calenturas consumieron su ejército, y se vio obligado a volverse a Alemania. Pronto reaparecen las repúblicas lombardas, y Adriano IV pretende que el Papa sea superior al emperador. Federico vuelve con nuevas armas, y en la dieta de Roncaglia (285) hace decretar que competen al emperador todos los derechos reales y todas las regalías, el derecho de hacer la guerra y la paz, y la elección de los cónsules y jueces, bastando el asentimiento del pueblo. Los leguleyos acostumbrados al derecho romano, y los señores que habían sido desposeídos por los Comunes, aplaudían aquellas doctrinas; pero los pueblos se estremecían de indignación al ver al emperador convertirse de soberano feudal en verdadero dueño de la Italia, y le negaron obediencia.
 
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1162      El ejército imperial devastó la Lombardía, destruyó a Crema y Milán, y hasta pretendió sojuzgar el patrimonio de San Pedro, donde opuso cuatro antipapas al nuevo pontífice Alejandro III.
       En contra suya constituyeron los Italianos una federación, llamada Liga lombarda, la cual, sostenida por el Papa, reedificó a Milán, fabricó a Alejandría, y en Legnano derrotó a un nuevo ejército imperial que llegaba. Por fin, en la Paz de Constanza obtuvieron los coaligados que las ciudades gozasen de las regalías en el recinto de sus murallas, como había sucedido desde tiempo inmemorial; que los cónsules fuesen elegidos libremente, siendo simplemente confirmados por los comisarios imperiales; que en cada ciudad hubiese un juez, encargado de oír las apelaciones en las causas civiles; que cuando el emperador se encontrase en Italia se le diesen víveres y alojamiento. Por lo demás, las ciudades quedaban en el derecho de fortificarse y confederarse.
Paz de Constanza
1183
 
 
 
     Vuelto a Italia, Federico fue honrosamente recibido, se reconcilió con el nuevo Papa Lucio III, e hizo dar la corona de Italia a su hijo Enrique.

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