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208.- Francisco I y Carlos V

       Aquí la historia consigna con dolor la enemistad de dos grandes reyes. Carlos V heredó de su abuela María de Borgoña gran parte de los Países Bajos y del Franco Condado; de su abuelo Fernando y de su madre Juana la España y los reinos de Navarra, Nápoles, Sicilia y Cerdeña; de Maximiliano los países austriacos; a todo lo cual hay que añadir media América y un retazo del África. En competencia con Enrique VIII y Francisco I, obtuvo también la corona imperial; y por medio de sus generales en la guerra, y con su propia política y su incansable actividad, pudo rivalizar con Francisco I, heroico y generoso.
 
1519
     El fundamento de su poder era la España, donde no supo respetar las franquicias históricas ni las buenas disposiciones del gran cardenal Jiménez de Cisneros, por cuyo motivo se sublevaron los Comuneros, con el apoyo de Juan de Padilla; pero éste sucumbió, y Carlos aprovechó la coyuntura para quitar autoridad a las Cortes.
   
       Los convenios con el Papa impedían que a la corona imperial se uniese la de Nápoles, que Francisco I reclamaba por la misma razón. Pero León X, que hubiera podido mantener la balanza entre los dos contendientes, se asoció con Carlos V. Este era aborrecido de los Italianos, como heredero de las pretensiones gibelinas, como flamenco, o sea de una nación rival de Italia en el comercio; y como dueño de aquel nuevo mundo que les había arrebatado el cetro de los mares. Sus capitanes se apoderaron del Milanesado, con espantosas devastaciones, y en la Bicocca derrotaron al francés Lautrec; devolvieron el ducado a Francisco II Sforza, y contra Francia se coaligaron el archiduque de Austria, el rey de Inglaterra, Florencia, Génova, Siena y Lucca. Muerto Próspero Colonna, el capitán más prudente de aquella época, se hallaban al frente de los imperiales. Carlos de Lannoy, el marqués de Pescara, el condestable de Borbón, desertor de Francia, y Juan de Médicis, jefe de las bandas negras, que introdujo de nuevo la costumbre de las armas a la ligera. Bayardo murió en Romagnano, y los Franceses tuvieron que abandonar la Italia a aquellos enemigos que la devastaban.
1522
29 de abril
 
 
 
 
 
 
1523      Al espléndido León X sucedió Clemente VII, que asustado del incremento de Carlos V, se inclinó hacia Francia. Francisco I rechazó una invasión de su reino; luego volvió a pasar los Alpes y recobró el Milanesado; pero cayó prisionero en la batalla de Pavía. Las condiciones fijadas por Carlos V para darle la libertad eran demasiado gravosas, y se complicó aún más la política; veíase que Carlos V quería el Milanesado para su familia; Venecia sentía amenazada su libertad; Florencia veía desaparecer la suya; Clemente vacilaba, tanto más cuanto que Carlos V podía oponerle los nuevos heresiarcas. Francisco I recobró la libertad dejando en rehenes a sus propios hijos; pero faltó a sus promesas y entró en una liga con el Papa y con los Venecianos para arrojar de Italia a los Imperiales. Estalló, en efecto, la guerra; el Milanesado sufrió una devastación terrible, y el condestable de Borbón dirigió contra Roma el ejército imperial, o mejor dicho, las bandas capitaneadas por Jorge Freundsberg, que no obedecían a nadie, pero que querían predominio y saqueo. Sitiada Roma, y habiendo sido muerto el de Borbón, la ciudad fue entregada a un saqueo de los más atroces que se recuerdan, figurando entre sus víctimas los numerosos doctores y prelados que de todas partes acudían a Roma, metrópoli del cristianismo y de la civilización.
1525
24 de febrero
 
 
 
Saqueo de Roma
1527
 
1525
 
   
       Aquel acto de barbarie hizo estremecer a todo el mundo civilizado. Francisco I y Enrique VIII se coaligaron para libertar al Papa y a los hijos de Francia, asegurar a Sforza el ducado de Milán y reprimir al monarca austriaco. Un ejército, mandado por Lautrec sitió en Nápoles al príncipe de Orange, retirado allí con el ejército imperial. La falta de dinero y las epidemias redujeron sus 25 mil hombres a 4 mil, los cuales, muerto Lautrec, se vieron obligados a rendirse. A las otras desventuras de Francia se añadió la deserción del genovés Andrés Doria, que se pasó al servicio de Carlos V, y excitó a Génova a libertarse de los Franceses.
1529 (405)
Paz de Cambray
 
 
 
 
     Finalmente, en Barcelona y en Cambray se concluyó la paz; el pontífice obtuvo de los Venecianos la restitución de Rávena y Cerva, y del duque de Ferrara, la de Módena, Reggio y Rubiera. Los Médicis eran establecidos en Florencia y Sforza en Milán; el Papa daba a Carlos V la corona imperial y la investidura del reino de Nápoles; Francisco renunciaba a Flandes y Carlos a la Borgoña. Habiendo cedido las Molucas a los Portugueses, Carlos llamó a Andrés Doria, y a bordo de su nave capitana marchó hacia Italia; en Bolonia recibió la corona de hierro y la de oro. Génova, Lucca y Siena quedaron libres; Federico de Mantua obtuvo el título de duque; el papado era gibelino, y la independencia italiana expiraba.
       Florencia no era comprendida en la paz, porque la ambicionaban los Médicis, que habían sido arrojados de ella durante los últimos trastornos. Los Florentinos simpatizaban más con la Francia que con Carlos V pero el rey, que frustraba sus esperanzas, los abandonó a merced del Papa Clemente, el cual mandó contra ellos al ejército alemán, capitaneado por el príncipe de Orange. El sitio de Florencia es memorable por el heroísmo desplegado por los últimos güelfos; pero al fin tuvo que capitular y aceptar como duque a Alejandro de Médicis.
 
Sitio de Florencia
1530
       Francisco I no sabía resignarse a la pérdida del Milanesado, y promovió una tercera guerra, cuando Carlos V hubo fracasado en la expedición contra los Argelinos, cuando la Hungría era invadida por el gran turco Solimán, y Flandes era igualmente amenazada. Francisco se coaligó hasta con la Turquía; pero los imperiales, aliados con Inglaterra y otros países, invadieron la Francia y se dirigieron contra París. Después de recíprocos daños, se concluyó la paz de Crépy, por la cual la Francia renunciaba al dominio de Flandes y del Artois, y a sus pretensiones sobre Nápoles, y restituía a la Saboya los arrebatados dominios. Carlos renunciaba a la Borgoña y Enrique VIII conservaba a Bolonia.
1544
Paz de Crépy
 
       La Italia, que había sido el pretexto de tantos desastres, yacía debilitada por cuatro guerras. Alejandro de Médicis disgustaba a los Florentinos con su tiranía y liviandades; su cómplice Lorenzino de Médicis le hizo dar muerte, y tuvo por sucesor a Cosme, hijo de Juan el de las Bandas Negras; opusiéronse sin resultado los Piagnoni, fieles a las ideas republicanas del fraile Savonarola, y los Strozzi, que fueron derrotados en Montermurlo. Conservaba su libertad Lucca, donde Francisco Burlamachi intentó una revolución que dio fuerza a la aristocracia. Siena, sostenida por los Strozzi y por los Franceses, después de un largo sitio se sometió a los Médicis, dejando a los Españoles los puertos de Orbitello, Talamome, Portercole, Monteargentaro y San Esteban, que se llamaron presidios.
1537
Lorenzino
1546
1534
       Génova, dividida entre güelfos y gibelinos, nobles y burgueses, ciudadanos y plebeyos, mercaderes y artesanos, Adornos y Fegosos, iba modificando su constitución. Pedro Luis Fiesco, conde de Lavagna, trató de abatir el poder de los Doria, pero quedó muerto.
1557
       Placencia había gemido bajo la brutal tiranía de Pedro Luis Farnesio, hijo del Papa; fue muerto el tiranuelo en una conjuración, pero su hijo Octavio pudo recuperar el ducado.
1557
     En cada una de estas y otras revoluciones aparecían las rivalidades entre Austriacos y Franceses. Paulo IV, de la familia de los Caraffa, pensaba emancipar a Italia y formó una liga santa contra el imperio; pero no fue secundado, mucho menos siendo vencidos los Franceses en la famosa batalla de San Quintín. Al fin la paz de Cateau-Cambrésis (406) dio término a las hostilidades entre Francia y Austria, y colocó los negocios de Italia en el estado en que debían permanecer mucho tiempo. El Imperio perdió las ciudades de Metz, Toul y Verdún; la Inglaterra a Calais. La Córcega fue entregada a los Genoveses; Placencia a los Farnesio; la Saboya, cuyo duque Manuel Filiberto se había distinguido en la batalla de San Quintín, aumentó en territorio y fue considerada como potencia italiana.




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209.- Estados musulmanes

     Con las discordias de los Cristianos, los Turcos estuvieron a punto de ocupar la Alemania y la Italia. Tenían tropas bien organizadas, excelente marina, formidable artillería, y felizmente para la cristiandad, los Musulmanes estaban sumidos en discordias políticas y religiosas. Mahomet II, después de la toma de Constantinopla, sojuzgó extensísimos países y la Grecia. En ésta respetó la Iglesia, pero los dignatarios tenían que comprar la patente al gran señor, quien los arrojaba del país o les daba muerte si oponían resistencia. El patriarca ecuménico, residente en Constantinopla, estaba encargado de proteger a los Griegos cerca de la Sublime Puerta. Otros pueblos habían conservado también ciertos privilegios sobre todo los montañeses que vivían armados en una especie de independencia.
       Mahomet dio un Canon, que unido a la Ley, es decir, al Corán, servía de regla a los pueblos. En este Código se establece el despotismo más desenfrenado; el gran señor es dueño de vidas y haciendas, árbitro de elevar el esclavo a primer ministro, y de cortarle la cabeza.
1482
 
Bayaceto      Bayaceto se hizo proclamar sultán a despecho y con perjuicio de su hermano Zizim, que huyó al quedar vencido; éste fue reclamado por todo el que quiso tener un pretexto de guerra contra el sultán; Alejandro VI consiguió que le fuese entregado, pero lo cedió a Carlos VIII (cap. 206), después de lo cual murió. Bayaceto devastó las provincias austriacas y el Friul, llegó a Vicenza, y quitó a Venecia Lepanto, Corone, Navarino y Durazzo. Fue derrotado por su hijo Selim, que estranguló a todos sus parientes, como a 40 mil Siítas que encontró en su reino.
 
1512
Persia      Mientras tanto en la Persia se consolidaba la dinastía de los Ssafi, dominando la Media, la Mesopotamia, la Siria y la Armenia; declarando religión nacional la siíta, y por señal distintiva el bonete rojo. Fueron más cultos, aunque menos experimentados en política. Ismaíl, fundador de la dinastía de los Sofíes, estuvo en guerra con Selim y lo venció.
     Los Mahometanos de Egipto, bastante perjudicados por las nuevas vías del comercio, fueron vencidos por Selim, quien después de haber sometido a toda la Siria, los destruyó y encargó a un bajá el gobierno de Egipto; le prestó obediencia el jerife (407) de La Meca, y desde entonces la Puerta pudo enviar todos los años un ejército al través del país.
       La Moldavia, se había hecho tributaria de los Turcos, que amenazaban extirpar a la raza cristiana. Después del sanguinario Selim, se ciñó la cimitarra Solimán el Grande, valiente, culto, generoso y emprendedor, que elevó el Imperio Otomano a su apogeo. Habiendo invadido la Hungría, se apoderó de Belgrado, baluarte de la cristiandad; atacó con 300 velas y cien mil hombres la isla de Rodas, que se defendió heroicamente, pero que tuvo que rendirse al fin, y la Orden se trasladó a Malta. Entonces Solimán atacó la Bohemia, donde las discordias civiles y religiosas le facilitaron la victoria; y en tanto la Europa indolente miraba sucumbir sus centinelas avanzados. Después de haberse unido la Bohemia y la Hungría bajo el archiduque Maximiliano, sobrevino el Gran Turco y se apoderó de Buda y Estrigonia, y embistió a Viena; pero tuvo que retirarse a causa de trastornos ocurridos en Asia. Había conferido la corona de Hungría a Juan Zapolsky, voivoda de la Transilvania; se había llevado 60 mil esclavos y colocado guarniciones en Buda; regresó en breve, devastó el Austria y la Estiria, y obligó a Carlos V y a Fernando a capitular con él y pedirle perdón. Sin embargo continuaban las recíprocas ofensas. Zapolsky, al morir, recomendó a su hijo al gran señor, el cual, como tutor del joven príncipe, ocupó a Buda. Fernando, que pretendía, siempre aquella corona, fue vencido delante de Pest (408) por Solimán, el cual se alzó con Francisco I para invadir a Nápoles si no se hubiese opuesto Venecia.
Solimán el Grande
1520
 
 
1526
1532
 
1542
 
 
 
       El pirata Barbarroja, que se había hecho bey de Argel, asolaba las costas del Mediterráneo; llevose de Andalucía 60 mil Moriscos, devastó a Nápoles, sometió a Túnez a la soberanía de la Puerta, y el príncipe destronado se refugió junto a Carlos V. Éste sintió la necesidad de apoderarse de las costas de Berbería, y dirigió contra ellas 500 naves mandadas por Doria; repuso al sultán de Túnez, libertó a los millares de cristianos que había allí esclavos y sitió a Argel. Pero una tempestad destruyó parte de la escuadra y causó a la otra grandes averías; Carlos pudo escaparse después de grandes fatigas y peligros.
 
Expedición de Argel
1531
 
     Aunque Venecia había renovado con Solimán algunos tratados, éste le quitó algunas islas, por cuyo motivo se coaligó ella con Carlos V, con los caballeros de Malta y otras potencias para reprimir el Turco. Pero por último los Venecianos se encontraron solos y tuvieron que hacer la paz con la Puerta, mediante la cesión de importantes islas y puertos de la Dalmacia. En tanto, Barbarroja asolaba las costas de Francia, y se apoderó de Niza. Sucediolo Dragut, que ocupó a Bastia y amenazaba a Ancona y a Roma. Hasta 1562 no se concluyó la paz entre los Austriacos y Solimán, quedando comprendidos el Papa, Francia y Venecia, En todas aquellas empresas habían dado relevantes pruebas de valor los caballeros de Malta, para quienes fue aquélla la época heroica.
       Solimán había vuelto siete veces a Alemania, a pesar de que al mismo tiempo hacía la guerra en Asia, organizaba el Egipto, invadía la Persia tomando a Tabriz (409) y Bagdad. No llegó a la India, donde Babur pensó renovar el imperio de Tamerlán; se engrandeció sobre las ruinas de los príncipes turcos, mogoles y uzbekos (410) y se aseguró el imperio del Gran Mogol. Protector de la ortodoxia musulmana, Babur escribió en turco sus propias memorias. Muerto él, se renovaron las discusiones entre los diferentes príncipes, mientras los Portugueses extendían sus conquistas.
1535
 
 
1530      Fue fortuna para Europa que con Solimán cesara en los Turcos la manía de las conquistas, pues las hubiera favorecido en demasía la Guerra de los Treinta, Años. Había enriquecido inmensamente el tesoro del imperio; cultivó las letras, favoreció a los poetas, publicó códigos, y pensaba unir el Volga con el Don, poniendo de esta manera en comunicación el mar Caspio con el mar Negro, lo cual hubiera arruinado a la Rusia. Para impedir las discordias entre hermanos, dispuso que los hijos reales se educasen en el harem, lejos de las armas y del gobierno, con lo cual preparó jefes pusilánimes para un pueblo exclusivamente guerrero.




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210.- Literatura

   
       Los progresos de la imprenta facilitaban en Europa la erudición, y eran verdaderos eruditos los Estienne (411), en Francia; Plantin en los Países Bajos; Caxton en Inglaterra; los Aldi en Italia. Se procuraba sobre todo descubrir y enmendar a los clásicos latinos e imitarlos; en ello adquirieron fama Jacobo Sannazaro, Jerónimo Fracastoro, Antonio Flaminio, el obispo Vida, y Julio César Scaligeri; todos los príncipes, mayormente los papas, tenían algún secretario que escribía sus cartas en latín. Erasmo (1467-1536) de Rotterdam, eminente conocedor del latín y del griego, estaba en relación con los poderosos y los sabios de toda Europa.
Latinistas
 
 
     Este cultivo del latín hacía descuidar el italiano, y lo que es peor, introducir afectaciones y pedanterías. Sin embargo se hicieron gramáticas italianas, y en este idioma escribieron los Tolomei, Celso Cittadini, Trissino, Varchi, Sanvitale, Castelvetro, Bembo, a quien se apellidó árbitro de la lengua. En Florencia se fundó la Academia de la Crusca, dedicada especialmente a la lengua, y cuyo famoso vocabulario fue el primer diccionario de lenguas vivas.
     De mayor utilidad fueron los que adoptaron el italiano en libros, por más que a menudo la materia sea poco importante. Dejaron preciosas cartas el cardenal Pedro Bembo, Aníbal Caro y otros. Parece que ningún orador sobrevivió a los aplausos del momento. Los novelistas (Bandello, Firenzuola, Franco, Giraldi Cintio, Erizzo, Lasca) imitaron demasiado a Boccaccio en las ligerezas y obscenidades de que adolecían también las comedias (la Calandra, la Urinuzia, los Ludici, la Mandrágora). Davanzati tradujo el Tácito con más concisión que el texto.
     La poesía venció con Lorenzo el Magnífico, que la adoptó para himnos sagrados y cantos de fiesta. Ángel Poliziano (412) compuso el primer melodrama (el Orfeo), y bellísimas Stanze para celebrar una justa de los Médicis. Otros muchos versificaban adulaciones a las bellas y a los poderosos, elevándose raramente a sentimientos patrios y religiosos (Molza, Casa, Guidiccioni, Celio Magro). No faltaron poetisas, como Tulia de Aragón, Casandra Fedele, Victoria Colonna, Tarquinia Molza. Sannazaro (1458-1530), además de un poema latino (De Partu Virginis), escribió La Arcadia, y églogas pastoriles. Las sátiras castigaban los vicios de aquel tiempo (Rosa, Menzini, Ariosto, Alemanni, Mauro), sin la verdad que las hubiera hecho originales. Se deseaba reír, y a esto se encaminaban muchos capítulos en alabanza de la nariz, del hambre, de la peste, y Berni dio su nombre a este género.
     La epopeya no se concebía como la que resume en un personaje o en una empresa el retrato de un pueblo, de una época, de una civilización; elegíase un asunto cualquiera para la poesía, generalmente las aventuras caballerescas contadas en novelas españolas y francesas. Luis Pulci (1432-87), natural de Florencia, cantó en el Morgante las valentías de gigantes sin interés ni verosimilitud. Mateo Boyardo (1434-94) escribió el Orlando Enamorado, que después refundió Berni. Luis Ariosto (1474-1533) fue el continuador de las aventuras de aquel héroe, escribiendo el Orlando Furioso, poema el más bello y deplorable de la literatura italiana, pues no le inspiró ningún fin noble, si bien es un modelo acabado de poesía sencilla, elegante y animada.
     Tuvo Ariosto muchos imitadores, entre ellos Luis Alamanni (el Girón cortés, el Avarchide) y Bernardo Tasso (el Floridante, el Amadís). Juan Jorge Trissino (1478-1550) escogió un bello asunto en la Italia Liberata, pero careció de arte en sus lánguidos versos sueltos. También se ensayó en la tragedia (Sofonisba); género que otros cultivaron con éxito. El Orbecche, la Rosmunda, la Arcipranda y algunas otras sirvieron de base al primer teatro regular, aunque sin nada de nacional ni espontáneo.
Historia      Mejor éxito alcanzaron los historiadores, como los florentinos Jacobo Nardi, Felipe Nerli, Benito Varchi, y principalmente Francisco Guicciardini (1482-1540), que describió la bajada de Carlos VIII, con la magnificencia de Tito Livio, y con una política sin moral. A esta se aplicó el nombre de Nicolás Maquiavelo (1460-1597), quien, además de sus Historias en que se eleva a conceptos sintéticos, expuso (Discursos sobre las Décadas de Tito Livio, El Príncipe) una política cual se practicaba en su tiempo, repugnante a las ideas cristianas, encaminada únicamente a las ventajas materiales de los tiranos o de las naciones, aspirando al éxito sin reparar en los medios. Trató de mejorar la ciencia militar, aconsejando la formación de tropas nacionales, al estilo antiguo, en vez de las mercenarias, que eran entonces la única fuerza. A esto contribuyeron los arquitectos que modificaron las fortalezas como convenía, dadas las nuevas armas (Sanmicheli, Volturno, Tartaglia, Marchi, Lentieri); y de aquel modo se puso un obstáculo a las invasiones de los Musulmanes.
Maquiavelo
 
 
     Algunos países tenían historiadores oficiales, principalmente Venecia, sobre la cual escribieron Sabellico, Navagero, Paruta, Marin Sanuto, Bembo; como sobre Génova escribieron Justiniani y Foglietta; sobre Monferrato, Benvenuto de San Giorgio; sobre Nápoles, Ángel de Constanzo y Camilo Porzio; sobre toda Italia, Juan Bautista Adriani. Triste fama adquirió Pablo Giovio (1494-1544) que describió en buen latín los acontecimientos de su época, atendiendo menos a la verdad que al elogio de quien le pagaba.




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211.- Bellas artes

     Con las letras se habían regenerado las Bellas artes. Tres escuelas disputábanse la primacía: la veneciana, que prevalecía por el colorido; la florentina, con más armonía y suaves gradaciones; la romana, superior en el dibujo.
     Al veneciano Juan Bellini siguieron Cima, Carpaccio, Giorgione, hasta llegar al Tiziano Vecellio del Cadore (1477-1576) (413), el más eminente de los coloristas. Sus discípulos descuidaban el dibujo y la expresión. Entre ellos sobresalieron Pablo Veronese, Moretto, Bassani, Tintoretto, los dos Palma.
       La escuela de Umbría transmitió sus piadosas inspiraciones al Perugino, y por medio de éste a Rafael de Urbino (1483-1520), que reuniendo las cualidades de los mejores artistas, es considerado como el más insigne de todos. De su escuela salieron el Fattorino, Julio Romano, Julio Clovio, miniaturista, Perino de Vaga, con los cuales trabajaron Polidoro de Caravaggio, Pinturicchio, Peruzzi, Primaticcio, fray Bartolomeo, Ghirlandajo, Andrés del Sarto, Lucas Signorelli.
Rafael
 
 
 
Miguel Ángel      Miguel Ángel Buonarroti, florentino, escogió sendas distintas de las del orden y la corrección. Sobresalió en la arquitectura (cúpula de San Pedro), en pintura (Juicio universal), en escultura (Moisés); fue literato distinguido, buen patriota y buen cristiano. En sus trabajos no obedecía más que a su propia inspiración, sin tradiciones de escuela y con vigorosa personalidad.
1475
1564
 
     Los pontífices habían querido atestiguar su grandeza erigiendo sobre el Vaticano el más grande de los templos. En él habían trabajado Rosellini, León Bautista Alberti, Bramante, Sangallo, fray Giocondo (414), Rafael y Peruzzi, cuando por último Miguel Ángel puso la cúpula.
     Siguieron la escuela de Miguel Ángel, el florentino Granacci, Franco, Pocceti, Vasari, el arquitecto Ammannato, el escultor Bandinelli, Benedicto de Rovezzano, Montorsoli, Guillermo Della Porta, Juan Bologna; pero quisieron imitar demasiado las actitudes forzadas del maestro, la anatomía, los caprichos, exagerando su estilo y cayendo en el ridículo.
Leonardo de Vinci      Leonardo de Vinci (1432-1519), de sublime ingenio, que de todo sabía, fundó otra escuela; hizo, entre otras producciones, el Cenáculo de Milán, y fue el precursor de muchos inventos mecánicos y físicos. Creó o regeneró la escuela lombarda, que honraron Bernardino Luino, César de Sesto, Gaudencio Ferrari, Lomazzo, y en la escultura Cristóbal Solaro, Bombaja, Biffi, Aníbal Fontana, Fusina y Agrato.
     Jorge Vasari (1512-74) escribió las vidas de los pintores, obra preciosa a pesar de sus muchos errores. Más curiosa es la autobiografía de Benvenuto Cellini (1500-70), renombrado por sus joyeles y cinceladuras.
     Parma se honra con Correggio, notable por la expresión de los efectos y por los escorzos, y por su inteligencia en el claro-oscuro. Siguieron su ejemplo los Mazzola.
     Casi no hubo ciudad sin sus pintores y escultores ilustres. La arquitectura se mantuvo fiel a la escuela de Vitrubio y a las imitaciones de los Romanos, abandonando como bárbaro el estilo de la Edad Media. El veronés fray Giocondo se distinguió particularmente en la fabricación de puentes; los Lombardo desplegaron cierta originalidad en Venecia, donde después Jacobo Tatti de Sansovino introdujo el gusto de Miguel Ángel. Antonio Sangallo construyó varias ciudadelas y puertas de ciudades. Génova debe a Alessi de Pertisa fastuosos palacios e iglesias. Jacobo Barozzio, natural de Vignola, delineó todos los edificios de Roma, construyó varios palacios, singularmente el de Caprarola, y en su Regla de los cinco órdenes redujo la arquitectura a normas fijas. Modelo de género correcto más que de comodidad fue Andrés Palladio de Vicenza (la Basílica, el Redentor); Vicente Scamozzi dio pruebas de caprichosa originalidad en buenos edificios y en su obra la Idea de la arquitectura universal. Brescia se honró con el vicentino Formentone; Milán con Meda, Mangoni, Bassi y Tibaldi Domingo Fontana de Meli trabajó en Roma por cuenta de Sixto V y levantó los obeliscos. Sanmicheli se dedicó con preferencia a la arquitectura militar.
     Hubo muchos plateros insignes, entre ellos Juan de Corniole, Domingo de Cammei, Jacobo Trezzo, Valerio Vicentino, grabadores de piedras preciosas y cristales.
     Después de varias tentativas, Maso Finiguerra introdujo el grabado en cobre, al cual se dedicaron insignes artistas, como Marco Antonio Raimondi de Bolonia, que excedió a todos. Este grabado reprodujo y divulgo el conocimiento de las obras maestras del arte de la pintura. Siguieron el grabado al agua fuerte, el método negro, y por último el color.
     Otros artistas trabajaron en taracea, principalmente para las sillas de coro y las sacristías. El arte del vidrio adelantó más en Francia y en Flandes. Faenza, Urbino, Pesaro y Casteldurante fabricaban vasos, platos, vasijas de barro, adornados con dibujos de esmalte, ejecutados algunas veces por los principales artistas. Por último el francés Bernardo de Palissy imitó las porcelanas y el esmalte.
     Las artes del dibujo se extendieron también fuera de Italia. Francisco I llamó a muchos artistas italianos para trabajos arquitectónicos y pinturas. Por esto Francia careció de originalidad; sin embargo adquirieron justa fama como arquitectos Lescot, Goujon, Cousin de Soucy, Delorme.
     En España empezaron a apartarse del estilo morisco para inclinarse hacia los clásicos. No se cita en este país ningún talento eminente, pero si varios buenos artistas.
     La Rusia conservó el sello del arte bizantino, a pesar de que Iván llamaba artistas de Alemania e Italia; hasta Fedor I, solo se pintaron santos, según los tipos antiguos.
     La escuela flamenca imitaba fiel y minuciosamente a la naturaleza. En Baviera se generalizó pronto el gusto de Vasari. Conservó su originalidad el sajón Lucas Cranak; Alberto Durero (1471-1528) retrató a los grandes hombres de su tiempo, y se aplicó de tal manera al grabado, que ejecutó 106 en cobre y 302 en madera. Juan Holbein de Basilea (1495-1554) dio movimiento a las figuras y carácter a la expresión.
Música      Progresó el arte musical. Después que Guido de Arezzo hubo introducido las notas, Juan Murci indicó distintamente las longas, breves, mínimas, semibreves y máximas, y comenzó la armonía moderna (De Discantu, 1360). En el siglo XV, Franchino Gaffurio, natural de Lodi, y los flamencos Hycart, Tintore y Guarnerio, fundaron una escuela en Nápoles; en varias ciudades había academias filarmónicas; los Flamencos eran tenidos por los mejores maestros. La gente se apasionó por el sonido y el canto, a que eran muy aficionados casi todos los grandes artistas, como Leonardo de Vinci, Benvenuto Cellini, y los príncipes y reyes.
     Perfeccionáronse también los instrumentos. El violín, desconocido de los antiguos, parece importación de los Cruzados; estaban sumamente generalizados el laúd, la bandurria y el colachón. Fue perfeccionándose el clavicordio, hasta que se inventó el piano moderno. En Cremona se construían magníficos instrumentos de cuerdas. Pero parece que no sabían formar aquella unidad que llamamos orquesta.
     Si la severidad de la Reforma excluyó la música de la iglesia, le dio incremento el desarrollo del teatro; se instrumentaron composiciones dramáticas, como el Orfeo de Poliziano, el Sacrificio de Beccari, el Pastorfido de Guarino, el Aminta del Tasso. El cremonés Claudio Monteverdi (415) introdujo sin preparación en los madrigales las disonancias dobles y triples de las prolongaciones, dando a la música independencia y apasionado acento. Julio Caccini y Octavio Rinuccini creyeron haber descubierto el verdadero recitado de los antiguos; así pusieron en música la Eurídice, que fue seguida de otras obras lírico-dramáticas.
     Se multiplicaron las escuelas, y hubo con frecuencia conciertos en los palacios y en los teatros, donde se representaron óperas serias y bufas. San Felipe Neri introdujo los oratorios, que eran laudes y que luego llegaron a ser representaciones completas de hechos morales y sagrados.
     Los adelantos de la música se introdujeron en la sagrada, y los ritos de la Iglesia adquirieron un carácter profano tal, que el Concilio de Trento estuvo a punto de prohibir la música en los templos. Pero Pedro Luis Palestrina (1520-94) compuso una misa, con la cual demostró que se podía conciliar la expresión del texto con la melodía. Con esto bastó para que tanto este arte como las demás saliesen vencedoras.




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212.- Costumbres. Opiniones

     Era general, en aquel siglo, el aprecio en que se tenía a los literatos y artistas; todas las cortes querían adornarse con ellos, especialmente la pontificia; las ciudades y el pueblo se regocijaban por una composición, por un cuadro, por una representación. Nuevos Mecenas fueron León X y Clemente VII, Francisco I, Matías Corvino, los príncipes de Este, Gonzaga y Farnesio, y sobre todo los Médicis. Este amor no era siempre respetuoso, y los artistas seguían las órdenes y las inspiraciones de sus protectores, más bien que las de su propio genio y elevados sentimientos, que dan la verdadera y útil popularidad. Maquiavelo, Ariosto, Tasso, hasta Rafael, compusieron según el gusto de sus mecenas; con sobrada frecuencia no procuraban más que agradar, pero agradar a quien les pagaban, alabando o vituperando por encargo o condescendencia. Por falta del sentimiento de la propia dignidad, poetas y pintores escogían un asunto cualquiera, sin más objeto que el de manifestar su habilidad, y pasaban sin reparo alguno de lo sagrado a lo obsceno, cuando no se aplicaban a lo fútil. Para esto servían tantas academias literarias, donde se iba a leer u oír composiciones hechas únicamente para ser escuchadas o leídas. Todo ello daba lugar a repugnantes adulaciones, a villanos vituperios, a la baja costumbre de mendigar favores y dinero. El tipo más torpe fue Pedro Aretino, de ingenio muy mediano e infame carácter, el cual, a fuerza de prodigar alabanzas y amenazar con ultrajes, llegó a imponerse hasta a los soberanos, como a los grandes artistas que le prodigaban halagos, dones y alabanzas, y se llego a dar el título de divino. Este corrompió ciudades enteras y el genio de Tiziano. Imitábanle los Doni, Domenichi, Franco, Ortensio Landi, mercenarios de la literatura.
     Esta tuvo entonces su siglo de oro; pero no inventó ningún género nuevo, ni mostró originalidad como en sus principios; imitó las formas latinas en la epopeya como en la escena; adaptó a los clásicos la arquitectura; trasformó a Cristo en Jehová o en Apolo, el Vaticano en templo de las Musas, y separó lo bello de lo verdadero y de lo bueno.
     El predominio de la imaginación sobre la religión trastornó algo las costumbres, tanto en el pueblo, abandonado a su rudeza, como en los señores, entregados a refinada voluptuosidad, y también en los príncipes, demasiado imbuidos en las doctrinas de Maquiavelo. Al entibiarse los sentimientos religiosos, tomaron incremento las supersticiones; creíase ciegamente, pero se separaba la fe de la acción, y las prácticas religiosas no impedían las vilezas. Las cortesanas famosas reunían a los literatos, artistas y prelados, y tenían cantos y retratos en vida, y exequias y epitafios a su muerte. El asesinato político era parte de la táctica de aquella época, y el pueblo lo aprendía de los grandes. Escenas de sangre contaminaron todas las cortes de aquella época, a pesar de que vivían los recuerdos de las galanterías caballerescas. El insensato afán con que se buscaban los productos del Nuevo Mundo, aumentó los deleites y con ellos la gula y la lujuria. La ostentación de las riquezas dio origen o nuevo brillo a las fiestas y comparsas que con cualquier pretexto se organizaban. Formáronse compañías para representar comedias y dar públicos espectáculos en las plazas. Se extendió el uso de las carrozas, y las repúblicas trataron en vano de reprimir el lujo con leyes suntuarias que lo atestiguan.
     De Italia se comunicaba el lujo a las demás naciones, con la diferencia de que lo que en una parte era regio, en otras era popular.
       La recrudescencia del paganismo, que había invadido las costumbres y la literatura, se manifestó también en las ciencias ocultas, ya científica, ya vulgarmente. El neo-platonismo se redujo a una amalgama de doctrinas indias, hebraicas, egipcias y griegas, que, atravesando la Edad Media, alcanzó hasta los tiempos modernos, en pos de los tres mayores bienes del mundo, la salud, el oro y la verdad. Adquirió gran fama Paracelso (416) de Eindsidlen (1495-1541), que dio la vuelta al mundo enseñando ciencias misteriosas que le habían sido reveladas, según decía; formó alumnos particularmente en Alemania, donde fundó la secta de los Rosa-Cruz. Teníase en gran consideración a estos filósofos, que proporcionaban remedios y trocaban en oro los viles metales, y pronosticaban el porvenir. Cornelio Agripa de Nuremberg(1486-1535) dio un tratado completo de las ciencias ocultas, amalgamando la medicina, las matemáticas, la astrología y la cábala. El milanés Jerónimo Cardano (1501-76) ilustró la magia natural e hizo de charlatán, siendo gran matemático. Juan Bautista Della Porta (1540-1643) (417), natural de Nápoles, expuso en la Magia natural los sueños teosóficos. El célebre médico francés Ambrosio Paré sostuvo las apariciones diabólicas, como las sostuvieron el célebre publicista Juan Bodino y otros muchos.
Ciencias ocultas
 
 
 
 
 
 
 
 
Brujerías      No es, pues, extraño que en el vulgo se arraigasen aquellas creencias, suponiendo posibles los pactos entre el diablo y las brujas, las cuales, vendiendo su alma, adquirían la facultad de obrar a veces en bien, con frecuencia en mal, siempre con el supremo intento de conquistar almas para el infierno. El culto que presentaban a los poderes diabólicos; sus reuniones nocturnas cuyo objeto era la impiedad y la lascivia; su influjo en la salud de las personas, en los temporales, en los frutos, son cosas conocidas, y por desgracia aún no del todo desarraigadas. Pero entonces parecía impiedad el dudar; los curas usaban exorcismos, y los seglares apelaban a leyes, procesos y suplicios. El recto sentido se oponía a veces al sentido común; pero si hubo libros en contra de aquellas supersticiones, fueron muchos más los que se encaminaron a demostrar el poder maléfico, a enseñar los remedios y a normalizar los procesos, sobre todo desde que estos fueron confiados a la Inquisición y apoyados en bulas papales. Horror causa el pensar en los centenares de criaturas que cada año se sacrificaban por delitos que la razón reconoce imposibles y que la ciencia explica con las afecciones nerviosas o histéricas, con las imitaciones, con el miedo, con la ferocidad misma de los procesos. Apenas hace un siglo se discutía aún si era o no posible la traslación de los cuerpos, la magia y la brujería.




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213.- La Reforma. Lutero

     La corrupción de la cristiandad hacía sentir la necesidad de una reforma, como en tiempos de Gregorio VII, de San Francisco y Santo Domingo. Pero había muerto la sociedad que se fundaba en la creencia de Dios y la obediencia a su vicario en la tierra. Por otra parte, el descubrimiento de nuevos países, nuevas lenguas, nuevas religiones y nuevos libros canónicos, extendía las ideas fuera del estrecho círculo de las creencias legales. La crítica y la filología, aplicadas a los clásicos, volvíanse hacia los textos sagrados; la política de los reyes chocaba con la de los papas y acostumbraba a los pueblos a criticar no sólo a los reyes, que con frecuencia daban lugar a ello, sí que también a los frailes, desviados de la primitiva autoridad, y a los curas, escasos de conocimientos y de virtudes. Renació el culto al paganismo, que fomentaron los grandes escritores, y que ofreció marcado contraste con la severidad cristiana y la rudeza de los escritores eclesiásticos. Este restaurado gentilismo apareció en el Vaticano con León X, en cuya corte, tomaron cierto carácter idólatra las expresiones, las fiestas y las costumbres; y los escritores de aquella época no sabían más que admirar a los Romanos y a los Griegos, es decir, la civilización y la cultura anteriores al cristianismo.
     Con una franqueza que asombra al que no sabe lo tolerantes que son los poderes no amenazados, censurábanse las formas exteriores de la Iglesia, las costumbres de los prelados y de los frailes. Las excomuniones, prodigadas por
cuestiones mundanas, como hizo Julio II, perdieron su eficacia. La continua intervención de los Alemanes, en las cuestiones italianas había hecho nacer aquella mutua antipatía por la cual se desconocen las buenas y se exageran las malas cualidades.
Lutero      De tales sentimientos estaba poseído Lutero, fraile agustino de Eisleben (1483), cuando fue enviado a Roma por cuestiones monásticas. Allí donde todos admiraban, él no encontró más que motivos de censura; permaneció impasible ante la poesía del cielo y las artes de Italia, y se escandalizó de ver la rapidez con que se decían las misas, de las costumbres poco eclesiásticas y del lujo de los prelados.
     En aquel tiempo, León X, queriendo adornar al cristianismo con el templo más grande que se hubiese visto, y creyendo que la cristiandad entera iba a contribuir a su construcción, envió frailes por todas partes en busca de donativos, prometiendo indulgencias. El abuso de estas indulgencias fue mal interpretado por el pueblo, y cundió la creencia de que, mediante dinero, se adquiría el perdón de los pecados. Escandalizose Lutero de semejante error, y empezó a predicar contra el abuso, y luego contra el uso de las indulgencias, que no le parecían de precepto ni de consejo divino. Al ser contradicho, se afirmó aún más en sus tesis; la imprenta, entonces reciente, agrió la cuestión difundiendo escritos en pro y en contra; y antes de que Roma se apercibiese del peligro o pensase en repararlo, la cristiandad quedó dividida en dos bandos. Fray Martín, llamado a Roma, hacía protestas de sumisión al Papa, pero no obedecía; propuso públicas discusiones, y se sintió fuerte desde que el pueblo se declaró de su parte, mientras que los doctos consideraban como liberalismo el oponerse al Papa. Cuando éste lo excomulgó (1520), Lutero lo tomó a burla y el fuego prendió en toda Europa. En la Dieta de Worms, el emperador Carlos V procuró sofocarlo, y no consiguiéndolo, proscribió a Lutero, quien protegido por el duque de Sajonia y poderosos barones, se retiró al castillo de Wartburgo (418). Allí se dedicó a poner en orden sus propias ideas y a preparar lo que había de servir de símbolo a la nueva fe. Negó la necesidad de las buenas obras, es decir, de aquellas que eran mandadas o recomendadas por la Iglesia, pues Dios había sido aplacado por el sacrificio de Cristo.
     Los príncipes aprovechaban la ocasión para suprimir abadías y conventos y apoderarse de sus riquezas. Curas, frailes y monjes se consideraban libres de casarse, como hizo Lutero, que se casó con una monja. Los libros y las expresiones de Lutero revelaban en él una extraña mezcla de bondad y altivez, de sentimiento y burla, de sutilezas y preocupaciones.
     Escribía en latín con pesadez y dificultad; su estilo inflamado y ampuloso dista mucho de tener la elegancia y la armonía de los clásicos; pero su traducción de la Biblia al alemán es una obra maestra, que dio fijeza a aquel idioma e hizo literario al dialecto sajón que adoptó.
     Ninguna de sus doctrinas teológicas era nueva, no siendo verdad que proclamase el libre examen; pero les daba vigor con su audacia y la implacable saña con que atacaba a sus adversarios.
Melanchton      Grande ayuda le prestó Felipe Melanchton (419), que moderaba sus ímpetus y buscaba medios de conciliación. También la deseaba Roma, que eligió comisiones para indicar las reformas necesarias. Adriano VI, tan piadoso como instruido, y escandalizado del reciente paganismo, daba razón en muchas cosas a los luteranos; pero vivió poco, habiendo disgustado a los literatos, acostumbrados a la precedente esplendidez.
     Era ya imposible toda reconciliación; aparte de los muchos intereses comprometidos, las consecuencias sociales de la Reforma comenzaban a dejarse sentir; cada cual quería interpretar la Biblia a su modo, y se proclamaba la inutilidad del sacerdocio y de las buenas obras.




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214.- Consecuencias políticas

     Desde que cada cual pudo interpretar a su manera lo libros sagrados, los villanos leían en el Evangelio que todos los hombres son iguales, como criaturas de Dios, redimidas por Cristo; con estas ideas se sublevaron contra los amos, incendiaron castillos, devastaron los campos, atentaron contra los poderes, ultrajaron y dieron muerte a los señores. Estos excesos eran condenados por Lutero, el cual aconsejaba el exterminio de los revoltosos, sobre todo de los Anabaptistas, nueva secta que negaba el bautismo a los niños, concediéndole sólo a la edad en que la reflexión se desarrolla y a petición suya. Provincias enteras, y aun reinos, fueron teatro de horribles destrozos y matanzas.
     La Reforma fue una reacción de la nacionalidad, de los pueblos aislados contra la monarquía papal. Lutero excitaba a los príncipes alemanes contra la arrogancia italiana. De aquellos sucesos se alegraban los príncipes, ya para apoderarse de los bienes eclesiásticos, ya para librarse de la dependencia de Roma. Alberto de Brandeburgo, gran maestre de la Orden Teutónica (cap. 150), se hizo duque hereditario de la Prusia, dando principio a la monarquía que absorbe a todas las otras de la Alemania. Pronto le siguieron el rey de Dinamarca, el duque de Sajonia, los obispos de Colonia, Lübeck, Cammin y Schwerin.
       Carlos V, ademas de su dignidad de emperador romano, era rey de España, y no hubiera podido abrazar la Reforma, aunque se hubiese sentido inclinado a ella; sin embargo, se resintió de que el Papa Clemente VII publicase unas letras apostólicas, en las cuales deploraba los males de la cristiandad, declarándolos hijos de la discordia de los príncipes y de la relajación del orden eclesiástico. Luego los Reformados tuvieron mucho de que reírse al ver a Roma saqueada a nombre del Imperio y provocado un cisma. Mientras se esperaba la reunión del sínodo universal, Carlos convocó una dieta para reparar los males que amenazaban. Los Estados se reunieron en Espira y acordaron impedir que tomara creces la Reforma. Muchos protestaron contra semejante acuerdo, y de ahí viene el título de Protestantes.
 
 
1529
       Este nombre no indicaba, empero, una doctrina unánime. Los mismos jefes discutían hasta sobre puntos principales, como la gracia, la presencia real, el libre albedrío, y se excomulgaban mutuamente. Zwinglio (420) adquiría muchos secuaces en la Suiza. En la Bohemia, renacían los Hussitas, y Lutero los maldecía a todos. Si el libre examen hubiese sido reconocido de hecho tal como se proclamaba de derecho, ¿cuál de aquellas opiniones podía ser desaprobada? Los protestantes presentaron a la Dieta de Augsburgo su confesión escrita, repudiando la supresión del cáliz, la confesión auricular, el celibato de los curas, la misa como sacrificio, los votos monásticos, los ayunos, las indulgencias, el purgatorio, y anatematizando al que enseñase lo contrario. Esta confesión fue revisada, corregida, alterada, hasta llegar a ser una simple reminiscencia histórica.
 
Confesión de Augsburgo
1530
 
1531      En tanto, los príncipes protestantes se coligaron en Esmalcalda (421) para resistir al rey de los Romanos, reclamando la libertad de su culto; sin embargo se multiplicaban los suplicios; se les opuso una liga, católica, y en Ratisbona se acordó suspender toda decisión hasta que el Concilio acordase. Las dos ligas se hicieron encarnizada guerra; Carlos V venció en la batalla de Mühlberg, e hizo prisionero al elector Juan Federico de Sajonia, con gran desdoro de los príncipes alemanes. Al poder de la casa de Austria, que había llegado al colmo de su grandeza, se opuso Mauricio de Sajonia, que estuvo a punto de sorprender a Carlos V en Innsbruck (422); Enrique II de Francia entró en Alemania con aires de libertador; por último, en Augsburgo se concluyó la paz de religión, dejando en libertad a entrambas confesiones.
Liga de Esmalcalda
 
El Interim
1549
1541
1555
1546      Lutero había muerto «firme y constante en la fe que había enseñado»; se dice, que había enseñado la libertad, pero proclamó que si queríamos saber nuestros derechos, no interrogásemos la ley de Cristo, sino la ley del César y del país. Así, además de quedar la conciencia subyugada a la autoridad del príncipe, se estableció el axioma: cujus natio ejus religio. En el término de cuarenta años el Palatinado mudó cuatro veces de religión. Para captarse la amistad de los príncipes, Lutero no sólo permitió que se apoderasen de los bienes eclesiásticos, sino que además autorizó al landgrave (423) de Hesse (424) para la poligamia. Melanchton, que siempre lo había contenido, vivió hasta 1560, contristado por las disidencias que se reproducían.
1561      Más tarde el duque de Sajonia, Weimar, quitó a los eclesiásticos toda jurisdicción y hasta el poder de excomulgar, sujetándolos a un consistorio de seglares dependientes del príncipe. La publicación del Catecismo de Heidelberg dividió definitivamente a los novadores en Luteranos o Evangelistas y Calvinistas o Reformados.




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215.- Zwinglio. Calvino

       Ulrico Zwinglio, cura de Glaris, empezó a predicar antes que Lutero contra la disolución y las supersticiones dominantes, que había podido ver de cerca, sirviendo en Italia como capellán de las tropas del obispo Scherner. Predicaba con menos violencia y más claridad, con menos inspiración y más sistema que Lutero. Atacó desde un principio los dogmas fundamentales, y dijo que el cristianismo no se encontraba en ninguna parte más que en las Sagradas Escrituras, donde hallaba explicaciones sencillas; excluyó la idea y quitó a la religión su espiritualidad. Rechazó las amonestaciones de su obispo; propuso 67 tesis contrarias a las romanas, a la intercesión de los santos, al poder eclesiástico, a las penitencias, a los votos de castidad, al culto de las imágenes; se abolieron los altares, el pan ácimo, los cirios, y muchas ceremonias que Lutero conservaba. En fin Zwinglio estableció la acción universal y exclusiva de Dios. Aquello no era, pues, una reforma, sino una negación radical; y el poder que se quitaba a la Iglesia no se daba a los príncipes sino al pueblo. Los luteranos combatían a estos sacramentarios; la Suiza se llenaba de disidentes de todos colores; algunos cantones, como los Uri, Schwitz, Unterwalden con Lucerna, Zug y el Valais, permanecían fieles al credo viejo; otros, como Basilea, Berna, Schaffhouse, Zúrich y Saint-Gall abrazaron el nuevo; estalló la guerra, y Zwinglio murió en la batalla de Cappel.
 
 
 
 
 
 
 
 
Suiza
 
1531
     Restableciose la paz; a la Reforma se la señalaron límites que hasta ahora no han sido traspasados, y los cantones quedaron divididos en católicos, reformados y mixtos.
Ginebra      Ginebra dejó de ser ciudad imperial para ser señorío del obispo que la gobernaba con un consejo de ciudadanos. Dedicada al comercio y a las manufacturas, tenía por lema: Vivir trabajando y Vale más libertad que riqueza. Los duques de Sajonia habían ocupado la fortaleza, y trataban de hacerse dueños de la ciudad; pero siempre se opusieron a ello los patriotas, que contra aquél se aliaron con Friburgo y Berna. Para secundar a éstas se abolió la misa y se arrebató al duque de Sajonia el país de Vaud.
 
1526
 
   
       En Francia, las herejías en diferentes ocasiones, habían ocasionado guerras; además de que se hacía oposición a las pretensiones de Roma (cap. 160), se vulgarizó la Biblia, y se clamó contra la corrupción eclesiástica mucho antes que Lutero. Sin embargo, éste fue declarado hereje por la Universidad de París; el Parlamento persiguió a sus fautores; pero los reyes, a pesar de hallarse frecuentemente en guerra con los papas y favorecer la política de los protestantes de Alemania, no se apartaron de la fe antigua. La mayor oposición se hacía a las doctrinas de Zwinglio, que tendían a la república. De la escuela de éste salió Juan Calvino (1509), que interpretó la Biblia a su modo, aborreciendo no menos la Iglesia católica que el desbarajuste introducido por los protestantes, por lo cual pretendió reformar la Iglesia. En Ginebra adquirió fama de gran predicador, y así como Farel había destruido allí las ceremonias antiguas, él se propuso como mediador entre Lutero papista [sic], y Zwinglio demasiado pagano. En sus Instituciones de la religión cristiana (1538) compiló el sistema que conserva su nombre. La necesidad de certeza que los católicos satisfacen con la decisión de la Iglesia, la buscó él en la revelación individual aplicada a la Sagrada Escritura; los textos positivos de ésta, el sentido común, y en suma la autoridad, vienen a ser obligatorios. El hombre está predestinado al bien o al mal, a la salvación o a la pena; asegurado el hombre de su justificación por medio de la fe, está también seguro de su santificación. La jerarquía, que Lutero había conservado, fue abolida por Calvino, quien suprimió el episcopado, confió la elección del ministro a la comunidad religiosa, y estableció un consistorio para administrar las cosas religiosas. Pero el sacerdote no era considerado más que como un simple creyente, si bien el poder civil estaba subordinado al religioso. Calvino establecía que la culpa era necesaria, aunque imputable; por lo cual aconsejaba exterminar a los delincuentes. Persiguió, en efecto, a los disidentes, impuso severísimas reglas de vida, austeras privaciones, castigando al que las infringiese, y condenó a muerte a Miguel Servet, de Villanueva de Aragón, médico, astrólogo, editor del Tolomeo, y muy versado en los estudios teológicos, que quiso hacerse regenerador, cuando todos tenían ya un sistema de predicar, y publicó las obras De Trinitatis erroribus y Christianismi restitutio, acusando a Roma de haber convertido a Dios en tres quimeras.
 
Calvino
 
 
 
 
1553
       Calvino difundió sus doctrinas por Italia, por Francia y principalmente por la Navarra y los Países Bajos. Entonces Francisco I publicó un severo edicto contra los Protestantes. Calvino fundó en Ginebra la primera Universidad protestante, de la cual fue rector Teodoro Beza, ilustre literato. La Reforma mejoró las costumbres suizas, difundiendo la instrucción y los preceptos morales, y mayormente predicando contra el servicio mercenario. En 1538, y luego en 1566 se publicó la primera confesión helvética, reconociéndose el libre albedrío, pero añadiéndose que para escoger el bien y el mal era necesaria la Gracia; que esta sola y no las buenas obras producen la justificación; que los sacramentos son símbolos de la Gracia, y que en la Eucaristía Dios se ofrece a sí mismo, pues bajo los símbolos del pan y del vino el Señor comunica verdaderamente a Cristo para alimentar la vida espiritual. Esta confesión fue adoptada, no solo por los reformados suizos, sí que también en Escocia, en Hungría y en Polonia.
1540
 
 
 
     Calvino tendía, pues, con su severidad, a reanimar ideas muertas, a poner freno más que orden al progreso. Pero era tarde, y su obra fue prontamente aniquilada por otras pretensiones tan legítimas como ella, no sin que estallaran sangrientas revoluciones políticas.




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216.- Reacción católica. Los Jesuitas. Concilio de Trento

     En el transcurso de 60 años, la Reforma se había extendido desde los Pirineos a la Islandia, y desde los Alpes a la Finlandia; cada país tuvo apóstoles y mártires; la divulgación de la Biblia y las contiendas religiosas sirvieron para fijar lenguas aún toscas; pero los hombres honrados debían sufrir extraordinariamente por las dudas reinantes, habiéndose quebrantado las convicciones precedentes sin haberse afirmado las nuevas; y la descomposición pasaba del entendimiento a la voluntad, y de ésta a la política.
     Los Católicos, al parecer, no comprendieron al principio la gravedad del mal; luego se pensó en un remedio capital, en un Concilio. Propusiéronlo de pronto los innovadores, como una oposición a los papas; pero luego que éstos manifestaron adherirse, aquellos vacilaron, y lo rechazaron al fin. Después de las indecisiones de Clemente VII, Paulo III se rodeó de excelentes cardenales, para que le sugiriesen (425) las reformas urgentes. Estos censuraron con tal franqueza los abusos, que los Reformadores cobraron gran orgullo, como si Roma se confesase culpada. La Iglesia no rechazaba las reformas disciplinarias; pero no podía revocar como dudoso lo que siempre se había creído y la Iglesia reunida había aprobado. Para restablecer en el clero el espíritu eclesiástico, y para que en las parroquias y los púlpitos no se vieran siempre frailes, se fundaron varias compañías de clérigos regulares.
Los Jesuitas      Tan grandes como las simpatías fueron los odios que excitó la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola (1491-1556), el cual, herido al arrojar de su patria a los extranjeros, tomó la resolución de formar una nueva Orden como las que los capitanes constituían entonces para la guerra, con severa disciplina, y perfecta obediencia a un general, no para matar a enemigos, sino para defender y propagar la fe por medio de escritos, predicaciones y misiones. Paulo III la aprobó, y en seguida los Jesuitas se desparramaron, reformando iglesias y monasterios, fundando colegios, haciendo misión en los países nuevamente descubiertos (cap. 192); no estaba excluida de la Orden ninguna clase ni condición; a cada cual sabían dar su destino según su capacidad; no vestían las vilipendiadas túnicas, sino el simple traje de cura, o al estilo del país en que se encontraban; no consentían rezos prolongados, ni severas abstinencias; deseaban atender a los estudios y a los trabajos; acudían con frecuencia a las cabañas y a las cárceles, y con frecuencia penetraban en las Cortes y episcopados; jamás podían solicitar dignidad alguna, ni recibirla sin previa licencia del general; a las inculpaciones de la Reforma opusieron íntegras costumbres y gran doctrina. Señores y príncipes entraron en la Compañía, la cual en 1615 contaba 32 provincias con 23 casas profesas sin bienes, 172 colegios dotados, 41 noviciados, 123 residencias y 13112 padres.
     De estos se valió principalmente Roma para preparar y dirigir el Concilio, que después de varias vicisitudes se abrió en Trento y duró desde 1545 hasta 1563. Los Protestantes, que al principio lo habían pedido, se negaron a intervenir. Había en él prelados insignes, grandes sabios, y representantes de las potencias. Ningún dogma nuevo dictó la Iglesia, la cual no hizo más que realizar aquella larga revisión del sistema católico, que no pudo dar por resultado sino el negar toda concesión. Allí se disiparon las dudas sobre la gracia, el purgatorio y los sufragios, sobre la presencia real, sobre el mérito de las obras; sobre todo lo cual se formularon, como sobre toda la doctrina católica, las decisiones más precisas, y principalmente se ordenaron reformas en la disciplina. Se compiló el Catecismo Romano, que puso aquellas doctrinas al alcance del mayor número de creyentes; se preparó una edición más auténtica de la Biblia; se atendió sobre todo a la reforma moral de las iglesias, tarea que emprendieron celosos obispos, como San Carlos, Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, Madruzzi, y otros. Se extendieron cada vez más las misiones, se organizaron los seminarios; surgieron grandes santos, como Catalina de Cardona, Beatriz de Oñez, Camilo de Lelis, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Santa Teresa, San Jerónimo Miani, San Francisco de Sales, Santa Francisca de Chantal, San Cayetano, San Felipe Neri, San Vicente de Paúl, San José de Calasanz, prodigios de devoción y de caridad; se reformaron las órdenes monásticas antiguas, y se fundaron otras nuevas, sin la exuberante austeridad ni las interminables salmodias de otros tiempos, sino más bien con el recogimiento, la mortificación del corazón, la educación del espíritu, la caridad en sus inagotables formas.




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217.- Reformadores italianos

     El carácter de la Reforma se manifestó en Italia literario y racionalista. En las escuelas las doctrinas aristotélicas conducían a menudo al materialismo, como las platónicas al misticismo (Pomponazzi), y el ver de cerca los desórdenes de la Corte romana excitaba a censurarlos con más energía. Por lo mismo, los primeros reformados esperaban hallar pronta acogida entre los Italianos; pero en el fondo sus tentativas no fueron secundadas más que por algunos literatos. Calvino, alentado por Renata, duquesa de Ferrara, trató de propagar allí sus doctrinas, pero sin gran fruto. La Inquisición redobló su celo para impedir la propagación de las nuevas ideas, y los que las abrazaban tuvieron que huir del país. Adquirieron fama fray Bernardino Ochino, Mateo Gentile, Guillermo Gratarola y otros muchos.
     Los Italianos que emigraban por no someter su raciocinio a la Iglesia, se conformaban aún menos con los símbolos de los innovadores, y pronto ampliaron la negación hasta impugnar la Trinidad y la Redención. Esta herejía, ya enunciada por otros, fue formulada con más precisión por Lelio y Fausto Socini de Siena, que predicaron el unitarismo en Polonia, donde se arraigó y se subdividió en muchísimas sectas, conformes todas, no obstante, en negar la divinidad de Cristo.
     No faltaron persecuciones ni suplicios contra los descreyentes [sic], sobre todo contra los Valdenses (cap. 145) ora en la Calabria, ora en los valles alpinos, donde los duques de Sajonia, por espacio de mucho tiempo continuaron con procesos y guerras.
     De las herejías hay que distinguir el cuidado con que los Gobiernos de entonces trataban de atraerse todas las prerrogativas reales, excluyendo a la Iglesia de las muchas funciones sociales que le habían pertenecido en siglos precedentes, y que procuró recobrar después del Concilio de Trento. Muchos escritores trabajaron en este sentido, como el gran cardenal Bellarmino, quien tuvo en contra suya a fray Paulo Sarpi (1552-1625). Este sostuvo los derechos legales de la República veneciana, y en su Historia del Concilio de Trento trató de desacreditar aquella insigne asamblea, revelando o suponiendo sus intrigas, sus ambiciones, sus bajezas, tanto que su obra agradó en extremo a los Protestantes. Esta obra fue confutada por muchos, y completamente por el cardenal Pallavicini, que escribió la historia del Concilio con menos espontaneidad, pero con mayor conocimiento de los hechos y respeto a la autoridad, y dando un catálogo de 361 errores de hecho cometidos por Sarpi.
     Hubo muchos príncipes que no quisieron aceptar el Concilio de Trento, no por sus definiciones dogmáticas, sino por los artículos de reforma que parecían atacar la autonomía a que ellos aspiraban.




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218.- Muerte de Carlos V. Batalla de Lepanto

     Rota la asombrosa unidad del mundo civil, indicada con el nombre de Cristiandad, ésta se dividió en Católicos y Protestantes. Al frente de los primeros se encontró España, acostumbrada, en la guerra con los Moros, a considerar la religión y la patria como una misma cosa. Unida al fin bajo una sola mano, pareció que había de dominar al mundo, y por el contrario, se precipitó a la decadencia. Los Austriacos no pensaron más que en desligarse de las libertades históricas, en deprimir a las cortes y a los obispos, y consideraron como rebelión el reclamar los derechos antiguos. Carlos V tuvo poder bastante para ajusticiar a Padilla y otros patriotas; redujo las Cortes a asambleas de pura forma disminuyó los privilegios de las ciudades y con esto la prosperidad del comercio. La nobleza, orgullosa de haber redimido a la patria con su propia sangre, no fue, sin embargo, llamada a concurrir a la formación de las leyes, y ocultó su nulidad bajo una vana pompa.
     Carlos V se encontró falto de recursos a pesar de sus inmensas posesiones, y tuvo que interrumpir sus empresas por falta de dinero, él que era dueño de las minas de Méjico y del Perú; por último vio invadidos todos sus países por extranjeros. Había hecho elegir rey de los Romanos a su hermano Fernando, y luego se empeñó en que cediese aquella corona que destinaba a su hijo Felipe. Mientras se conquistaba y asolaba a la América, se dejaba que se acercasen amenazadores los Turcos.
1558      Cansado de tantas contrariedades, Carlos V se retiró a un convento de Extremadura, donde murió a la edad de 58 años. Fue, indudablemente, uno de los reyes más grandes, a pesar de sus muchos errores políticos y económicos. Sus fines principales eran unificar la religión, y destruir la constitución germánica haciendo hereditario el imperio en su familia; ninguno de estos fines consiguió. Inteligencia y valor grandes se necesitaron para sostener la guerra civil en España, la rivalidad de la Francia, los ataques de la Turquía, las sacudidas del protestantismo; pero las circunstancias fueron más poderosas que su genio.
     El gran cardenal Jiménez había concebido una grandiosa Cruzada contra los Turcos, y debió comprenderse su oportunidad cuando éstos hacían sus irrupciones en Europa.
       Selim, sucesor de Solimán, rompió la paz que durante treinta años había mantenido con Venecia; sitió a Chipre con cien galeras y 224 buques menores montados por 55 mil Turcos con formidable artillería, y se apodero de Nicosia, Pafos y Limasol, causando grandísimos estragos. Entonces todas las potencias pensaron en unirse para reparar el mal, bajo la iniciativa del Papa; Marco Antonio Colonna mandaba las galeras del pontífice; Andrés Doria las sicilianas; uniéronse a ellas las venecianas, las de los caballeros de Malta y de todas las repúblicas italianas, siendo jefe de toda la escuadra don Juan de Austria. En el golfo de Lepanto se dio un gran combate al mismo tiempo que toda la Cristiandad, por orden del Papa, rezaba el rosario; salieron victoriosos los Cristianos, quienes por última vez se hallaron unidos para una empresa común.
 
 
Batalla de Lepanto
1571

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