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Compostela, años atrás

Alonso Zamora Vicente



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O día 27 de abril de 1992 inaugurouse oficialmente o novo edificio da Facultade de Filoloxía da Universidade de Santiago de Compostela, ubicado na zona do antigo «Burgo das Nacións» que nos últimos anos ten experimentado un amplo desenvolvemento urbanístico, coa construcción do Auditorio de Galicia e o parque de «Música en Compostela», que fican xustamente flanqueados pola citada Facultade e a de Ciencias Económicas e Empresariais.

A lección inaugural da nova sede de Filoloxía correu a cargo do doutor don Alonso Zamora Vicente, unha das personalidades españolas máis destacadas neste eido. Ademais de Catedrático das Universidades de Santiago de Compostela, Salamanca e Complutense de Madrid -a súa cidade natal-, foi director tanto do Instituto de Filoloxía de Buenos Aires como da correspondente sección de «El Colegio de México», e membro de número da Real Academia Española, pola que foi elixido como Secretario perpetuo no ano 1971. Precisamente o seu discurso de ingreso nesta docta corporación versou sobre Ramón de Valle-Inclán, e entre os seus numerosos traballos científicos sobrancean os adicados á Dialectoloxía galega, recollidos nun   —10→   volume publicado pola Universidade de Santiago de Compostela en 1986.

Os asistentes a aquel acto académico de 1992 puideron apreciar en tódalas súas calidades a faciana creativa do Zamora Vicente narrador, escoitando un testemuño cálido e directo do que era a vida universitaria e cidadá na Compostela dos primeiros anos corenta, cos seus atrancos e tamén coas súas modestas ledicias. Unha das ideas centrais desta conferencia, baseada na experiencia persoal do autor naqueles tempos, é, precisamente, a da íntima compenetración entre a cidade e a universidade, razón que move o Consorcio de Santiago e á alma mater compostelana a inicia-las súas coedicións de 1993 e de anos vindeiros con estas páxinas admirables nas que se recupera a memoria dun momento difícil da nosa historia contemporánea e se fan votos de esperenza o comenzo dunha nova etapa cara o futuro.

Santiago de Compostela, xaneiro de 1993.





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Catedral de Santiago. Fogos do Apóstolo

Catedral de Santiago. Fogos do Apóstolo.

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En estos momentos en que Santiago estrena un nuevo edificio para su Facultad de Filología, tengo que agradecer, muy vivamente, que los colegas de la casa hayan querido que sea yo quien pronuncie aquí unas palabras inaugurales. Todos los que me conocen saben que yo no suelo hablar. He aprendido, en los largos años universitarios, en muchos y diferentes países, a escuchar. De ahí mi pertinaz negativa a tales actividades. Sin embargo, me era muy difícil negarme en esta ocasión. Se trata de la Casa donde comencé mi singladura universitaria y se trata de rememorar un tiempo en el que yo también soñé con una Facultad nueva, diferente de la que existía entonces, y para la que deseaba una larga vida y una ininterrumpida sucesión de éxitos. Parece que el momento ha llegado. Gracias pues, a aquellos que me han traído aquí, sacándome de mi   —14→   voluntario retiro, y permítanme que, antes de pronunciar las palabras rituales, exprese mi alegría total, al ver que, por fin, se hace realidad tanto y tan acariciado ensueño.

Les ruego que me acompañen y vuelvan conmigo al otoño de 1942. Llegué a Santiago en el expreso de Madrid, tren que, a pesar de su envanecido nombre, solía tardar lo suyo. Hubo ocasiones en que, saliendo de Madrid un viernes, a las tres de la tarde, se terminaba en Santiago en la medianoche del sábado al domingo, con lo que el viajero estrenaba un buen paréntesis de descanso. El tren era largo, muy largo, y, entre sus muchos vagones, arrastraba uno, mitad camas mitad primera, que no podía disimular su condición venerable, de hacia los años 18 o 20. A mí me recordaba el tantas veces visto coche salón en que, en el bosque de Compiègne, se firmó el armisticio de 1918. El tren había subido las pendientes del Guadarrama con mal humor, jadeante, ya revistiéndose de alarmante retraso. Recuperaba algo en las llanuras castellanas y volvía a remolonear en el paso del Teleno. Más de una vez, el tren se caía, se iba hacia atrás, arrastrando a la máquina, y hubo que esperar   —15→   a que llegase una locomotora más, que no sé de dónde vendría, pero cuya espera elevaba el retraso a potencias ignoradas. El tren se atestaba de estraperlistas al menudeo, todos con cara de sueño, gentes variopintas envueltas en inacabables paquetes, todos, sin saberlo, oculto el rostro bajo la careta del disimulo y la legalidad. El tren se paraba en los sitios más insospechados y, al pararse, arreciaba la invasión de bártulos, paquetones, maletas derrengadas por las que goteaba aceite o asomaba sus pecadoras patas un corderillo sangrante. Se armonizaba todo con una escolta de lloros, blasfemias, griterío, alertas convencionales... Inútil buscar en esas estaciones de madrugada el recuerdo proustiano de los cielos de amanecida, como en los grandes frescos de la pintura veneciana. Sólo había desamparo y soledad. En Monforte se bajaba a desayunar en la cantina, si es que era hora, y si no lo era, daba igual: se desayunaba. Cada sorbo de mentirosa malla era un ajuste de cuentas a la noche larguísima e incómoda. Y se llegaba a Redondela ya en la cima del cansancio, crecida la sospecha de que el viaje no iba a tener desenlace, quizá el tren se había extraviado, quizá buscaba una ruta que no figuraba en mapa alguno. Y en Redondela nos aguardaba   —16→   una larga espera, arrinconado el vagón madrileño en una vía muerta, aguardando el trenecillo local que, procedente de Vigo, nos depositaría, en Compostela.

Ese tren existía, claro, figuraba la mar de serio en las guías-horario. Pero nunca se alcanzaba el empalme tan doctoralmente señalado en los horarios. Al llegar el campanudo expreso, el tren de Vigo ya se había marchado. Había que esperar a otro: un mercancías (mercante, decían los ferrovianos), que paraba en todas partes, ratito a ratito: su lentitud permitía ver el paisaje con morosidad, se entregaba, rendido, a los crepúsculos de las rías. Ese tren cargaba y descargaba por todas partes vacas y ataúdes sin pintar: La estampa de la tierra, fuera del embeleso marino, no era lo que se dice una fiesta. Y por fin se aterrizaba en Compostela... La estación era aún aquella casucha ruin cerca de Conxo (a lo largo de mi tiempo compostelano fui viendo cambiar toda la vestimenta del ferrocarril: autobús de Curtis, tren de Coruña, tren por Sanabria...) Y, con las maletas a cuestas, bajo la lluvia tozuda, se subía a la ciudad. Era la última etapa de un peregrinaje que se cerraba en la Puerta   —17→   Fajera, voces nuevas, trajín de gentes, luces de tiendas, ese bullicio en carne viva sobre el cuerpo maltratado y el ansia detenida...

He intentado reducir a una simple enumeración la huella fugaz de la llegada a Santiago, Catedrático del Instituto masculino, 1942. El tiempo de Instituto duró muy poco, apenas dos meses. Por aquellos días se puso en marcha, en las Facultades de Letras, uno de tantos arreglitos como nos sobresaltan sobre los planes de estudios. Se inventó una disciplina ancilar, dos horas semanales, oficialmente pobre: Dialectología española. De esa asignatura flamante se encargó en Madrid, quizá la única Universidad que se dispuso a organizarla, a un catedrático de cierta edad, que no pudo dar las clases por imperativo científico máximo: la Facultad había hecho un horario donde esa disciplina figuraba a las doce de la mañana. Y el catedrático designado no podía, en manera alguna, levantarse antes de las doce. Fatal coincidencia. No sé qué tipo de sentencia le condenaba a permanecer entre las sábanas hasta esa hora y tan puntualmente. El caso es que, por esa razón, yo acabé en dialectólogo. Y no es chiste. Uno iba camino de filólogo,   —18→   pero aún no sabía bien de qué manera. Y me llamaron a Madrid a toda frisa, alarmados por esas dos horas a la semana, que quizá, condenadas al silencio, podían provocar Dios sepa qué extraordinarios desvíos, huelgas, desasosiegos... Nada entre dos platos. El jovencillo catedrático del Instituto Gelmírez, de Santiago, se vio convertido, de la noche a la mañana en dialeclólogo universitario. Es verdad que yo había publicado ya algunas cosillas de la materia, pero, la verdad, no era para tanto. Lo milagroso es que algún las conociera. Y la obligada huida fue una bendición: aquel curso me sirvió para poner en orden lecturas y conocimientos, ayudado por la excelente biblioteca del antiguo Centro de Estudios Históricos, puesto otra vez en marcha tímidamente, no sin recelos y descaradas vigilancias... Pude así hacer mis oposiciones universitarias: otra vez Santiago, 1943.

La Universidad, especialmente sus bibliotecas, ya me era conocida. La Facultad que me encontré era algo muy peculiar. Santiago era, por aquellos tiempos, lugar de entrada y de paso. Los catedráticos sacaban las oposiciones, tomaban posesión y solían marcharse. La Facultad estaba reducida a su Decano,   —19→   hombre del que guardo un muy cariñoso y agradecido recuerdo, Abelardo Moralejo Laso, excelente latinista, una de tantas personalidades a las que la ortopedia de la estructura académica sujetaba a un quehacer frío, reglamentario, alejado de su calurosa vocación. En Santiago no había estudios filológicos y Moralejo gastó su mucho saber y sus riquísimas cualidades humanas en explicar latín a gentes a las que no les importaba un comino o deseaban irse a otras Facultades. Cuando por fin hubo Facultad de Filología, Moralejo ya andaba próximo a la jubilación. Pero su tarea en aquella soledad fue realmente magnífica. Y su cordial condición la recordamos todos los que le tratamos y nos beneficiamos de ella.

También mi cátedra era puramente instrumental. Había que hablar de literatura española a futuros historiadores (historiadores de la totalidad) o a futuros juristas. Toda la Facultad cabía en dos o tres aulas, especialmente la número 1, aula de anfiteatro, que daba a la esquina del mercado. Algunas mañanas, el bullicio de la calle penetraba por la ventana, pregones cortos, estrangulados, gritería múltiple, un sordo rumor de playa lejana que deslizaba la vida   —20→   al pie de los cristales. En ese local di mi primera clase universitaria en Santiago, octubre de 1943.

¡Con qué diafanidad se recuerdan esos momentos del primer encuentro con los estudiantes! Hay que vencer los temores, romper el hielo que endurecí, el desconocimiento personal, el recelo a las mamás del recién llegado, al que ya se le ha inventado una épica difusa e ingenua, quizá sus reticencias frente a las cualidades de un estudiantado de zona marginal. De propina, muchos de los estudiantes sobrellevaban a hombros el entorpecimiento producido por el peso de la contienda reciente, la represión, los malos quereres puestos en pie. Dicho de otra forma, era muy notoria la universal alarma que nos rodeaba en aquellas fechas. Y sin, embargo... Quizá la sombra generosa de Cervantes, la de Lope, la de tantos otros, ayudaban a entendernos. Muy pronto fuimos una gran familia, aquellos veintitantos chicos (alguna monja), también algunos exclaustrados, que se reían de manera casi clandestina, dejándose pasmar por el lado pecaminoso del mundo, no tan malo como le pintaban. En fin, sería una frialdad abominable que yo hable de esa experiencia ante colegas bien fogueados en ella. Sin embargo,   —21→     —22→   quiero recordar hoy a aquellos que, valientemente, rompieron los moldes y se trasladaron a otra Facultad, al acabar conmigo en Compostela, y que, siguiendo en contacto conmigo, fueron filólogos. Pienso en José Luis Varela, ya jubilado de su cátedra de la Complutense, y colega mío en un año feliz en la Universidad de Colonia; pienso en José Luis Pensado, también jubilado de Salamanca; pienso en José Manuel García de la Torre, también jubilado de su cátedra de Amsterdam. Y quedan más, por esas faenas de la vida universitaria: Presedo, arqueólogo de Sevilla; Bonet Correa, de Historia del Arte en Madrid; aquí lo fueron Otero Túñez y Manuel Lucas; Carlos Beceiro en Institutos... Fue poco tiempo, pero dejó sus frutos valiosos. He aprendido mucho de su esfuerzo, de su trabajo consciente. Y no hay mayor satisfacción para un profesor que la de aprender algo nuevo de aquellos que un día fueron sus discípulos.

Rúa
do Villar

Rúa do Villar

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Bien pronto se fue madurando la rutina: horas repetidas, clases, paseos, visitas; luz cambiante de los monumentos según las horas del día. Compostela, prodigiosa, se rendía, plena de gracia, incluso a pesar de la lluvia pertinaz, se dejaba invadir de naciente   —23→   apasionamiento. En la Residencia, donde encontré alojamiento, pude perseguir muchos rasgos de la vida gallega a través de los residentes. ¡Cuántas noticias, cuántas amarguras, cuántas posiciones quizá al borde del arrepentimiento o del espanto pude perseguir...!. Fue una experiencia única, ese revivir la guerra y sus problemas desde el otro lado. Para llegar, igual que en el lado que fue mío, a esa oscura oquedad del desencanto y de la pena. En fin, fue obra de todos y aquí estamos, con la cabeza levantada.

Decía que fui a vivir a la Residencia. Aún no existía tipo alguno de urbanización, era su contorno, ni había accesos claros. Quizá por aquel tiempo se tomó la decisión de hacer la salida a la carretera de Pontevedra. El autobús, una pequeña camioneta que nos llevaba a la Residencia, única manera de sortear los barrizales, pasaba por una estrecha franja entre árboles, al borde de la Alameda, rodeándola. Orillaba el Pombal, cabeza gacha, como escandalizada de las apostillas de los estudiantes sobre el barrio. La lluvia convertía en una laguna el contorno de la Residencia y, en las largas tardes frías, cualquiera diría que estábamos prisioneros del diluvio. Frente a   —24→   eso, compensaba ver, desde mi balcón, las torres catedralicias contra la primera claridad de la amanecida. Tarde tras tarde fui dando cuerpo a mi edición del Poema de Fernán González. Allí, en, los cursos de 1943, 44, 45, nos reunimos unos cuantos catedráticos jóvenes, de diversas Facultades, que nos apuntalábamos unos a otros en los ratos de desánimo en vilo, y que entablamos sólida amistad. Químicos, juristas, farmacéuticos, médicos... Una reunión de sobremesa en la Residencia era una excursión al mundo entero, a las apetencias y a las ausencias de todos, un grupo al que cohesionaba la situación generacional muy estrechamente. Y probablemente el más fuerte lazo entre ellos era su fe en la Universidad. Algunos han muerto ya, otros todavía estarán redondeando su aventura profesional en algún sitio extrauniversitario. Todos fuimos víctimas satisfechas de las bromas estudiantiles, de las situaciones grotescas que la falta de comida impuso y de las soluciones que se arbitraban. En fin, era la España maltrecha que intentaba resurgir poco a poco. De entre todas las personas del oficio que traté en aquellos años de Santiago quiero recordar muy cálidamente a dos: un catedrático de Medicina y otro de Derecho.

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El catedrático de Medicina fue Ulpiano Villanueva. Nos conocimos en un acto académico, togas, mucetas, uniformes, un dominico que lanza anatemas estentóreos contra esto y aquello, contra todo lo que no sea un Santo Tomás que él debe de poseer para su uso particular. La gente le escuchaba como quien oye pasar bandos de aves migratorias. Ulpiano Villanueva y yo nos sentimos súbitamente acordes en multitud de cuestiones solamente al oír a aquel pobre discurseador, que, ignorante de donde hablaba, nos regaló enorme cantidad de inepcias seudorreligiosas. Desde ese día nuestro trato fue frecuente y llegó a ser familiar. Recorrí multitud de lugares de Galicia con Villanueva, a donde él era llamado para visitar a algún enfermo. Generalmente era reclamado ya en los finales de un proceso. He visto la alegría profunda del ambiente familiar cada vez que lograba vencer la postración del enfermo y devolverle la salud. Villanueva acusaba en su sonrisa vivísima satisfacción, sano orgullo, volcada confianza. Mientras Villanueva estaba con el enfermo, dialogando, vertiendo ese rotundo mensaje de sosiego que el médico esperado transmite a la familia y al propio enfermo, yo buscaba mis datos de gallego hablado. Lo hacía en la taberna,   —26→   en un barucho suciote, en la sombra amiga de una carballeira donde aún se pisoteaban los residuos de la última romería. Fui así llenando mi red de lugares, que pude completar más tarde, en el verano, o con diálogos con gente que acudía a Compostela por alguna razón. Mi recuerdo de Compostela va estrechamente enlazado a mi amistad con Ulpiano Villanueva. Tuve ocasión de comprobar su afecto con motivo de una enfermedad mía, una de las primeras veces que me apareció con seriedad y de la que me considero campeón por la terca frecuencia de sus arrechuchos. Los resultados de aquellas investigaciones precipitadas sobre gallego se fueron publicando más tarde en lugares diferentes y dispersos: Mendoza, México, Buenos Aires, Lisboa. Las instituciones españolas donde habrían debido figurar aún no estaban abiertas para todos. Muchos años después, los amigos de esta Casa han devuelto a Galicia lo que no debió salir de ella. Lo hicieron con un delicioso tomo, anejo de Verba. Para terminar esta fracción de la memoria, diré que la compañía de Ulpiano Villanueva me enseñó a dominar impulsos estériles o violentos, y a confiar en el trabajo y en la decisión. De todo era gran maestro.

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He dicho antes que Santiago era un lugar de entrada. También lo fue, por aquellos años, de aparcamiento de profesores sancionados. Debo recordar ahora al jurista a que antes aludí: Ramón Prieto Bances, catedrático de Historia del Derecho. Lord Prieto, le llamaban los estudiantes, aludiendo a su compostura exterior, muy a la inglesa, a sus finas maneras cuidadas en el trato social. Don Ramón era ya sesentón y vino a Compostela sancionado. (Su cátedra estaba en Oviedo). Ramón Prieto era, indudablemente, no había más que comprobar, oyéndole, su exquisita delicadeza, su total bondad, pues era, digo, un gran peligro para la estabilidad del régimen. Quien haya tratado a Ramón Prieto Bances, siquiera haya sido de lejos, puede ver claramente la inmensa, desaforada torpeza de aquellas sanciones. Ramón Prieto había sido Ministro de Educación con la República, en un gobierno de transición, centrista. Ramón Prieto, siendo Ministro, cruzaba diariamente o casi diariamente, la calle de Alcalá para ir a oír misa a la frontera iglesia de San José. ¡Qué peligrosa conducta...! Ramón Prieto era un hombre altísimo y, tanto por su condición familiar; el menor de una familia de hermanas, como por su naturaleza asturiana, era conocido   —28→   en toda Asturias por Ramonín Prieto. Aparte de su cortesía exquisita, de su saber, que era mucho, de su generosidad, que era aún mayor; Ramón Prieto era un excelente conversador, que había tratado a muchas gentes egregias y dispares a lo largo de su vida, y sabía retratarlas con gracia y ternura en su evocación casi permanente. El destierro le maltrató y revistió de un deje entristecido todo cuanto decía. Primero en Inglaterra y luego, por acercarse a casa, en Portugal. Permaneció algún tiempo en Coimbra y soportó muy dignamente la tortura de poder ver a su madre y hermanas en el puente de Tuy, previa suavización de los guardiñas y quizá con el mal humor de los carabineros. ¡Cuántas veces la visión, fue a lo lejos, de extremo a extremo del puente...! Ramón Prieto y yo teníamos amigos comunes en todo el aparato del antiguo Centro de Estudios Históricos. Y así, correteando por las callejuelas compostelanas al atardecer, día tras día, nos dimos cuenta clara, en nuestras charlas y repasones, de lo que aquella institución había supuesto para la cultura española. Creo que no quedó rincón de Santiago (como no quedó de la historia conocida) que no pateáramos despaciosamente. Logró marcharse a Oviedo, por fin. Nuestro trato siguió hasta su   —29→     —30→   muerte y en todos nuestros viajes a Asturias la etapa de Oviedo se llenaba con su charla, sus recuerdos, su ágil visión de la circunstancia. Hoy, al inaugurar una nueva Facultad, en el mismo Santiago donde los traté, a Ulpiano Villanueva y a Ramón Prieto, creí oportuno citar los nombres de dos auténticos universitarios. Como en la elegía manriqueña, su memoria nos dejó harto consuelo.

Rúa Nova

Rúa Nova

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Una de las señales más vivas en mi memoria de aquel Santiago de los años cuarenta es la penetración, tan visible, entre la vida de la ciudad y la de la Universidad. Todo el mundo nos conocía, nos pasábamos el tiempo de los paseos o de las pequeñas compras personales, correspondiendo a numerosos saludos de jóvenes y viejos. Y cualquier acto de los recién venidos era comentado, divulgado, quizá satirizado con sorna cómplice, como indicio de los cambios en los tiempos, de un «hasta dónde vamos a llegar». Por ejemplo: no estaba bien visto que un catedrático entrase en uno de los bares de la calle del Franco, en los que la vox academica veía no sé qué tremendas amenazas contra el estatus. Y sin embargo... Uno de los mayores, inaplazables deseos de aquellos jóvenes profesores   —31→   que coincidieron en Santiago por aquellos días era el ansia de escapar a los prejuicios, al vallado de las rutinas. No me atrevo a decir si un secreto y confuso aján de libertades se ocultaba detrás, pero, en fin, quedaría muy bien explicarlo por ese lado. Hoy creo que había una poderosa razón excluyente, que no es oportuno salpicar de literatura: se podía, entrando en aquellos lugares vedados, satisfacer, sin grandes esfuerzos, el hambre cotidiana. En uno de esos bares, aún existe y no digo su nombre por aquello de la publicidad, podíamos, por la hoy espectral cantidad de tres pesetas, merendar opulentamente: un trozo de pan blanco, el ave más rara que existía en toda la ornitología contemporánea; un buen pedazo de queso y un vaso de vino de Rueda, cuando el vino de Rueda era de Rueda de veras y justificaba los elogios cervantinos plenamente. ¡Cualquiera desperdiciaba semejante ocasión...! Creo que, ante nuestra reiterada caída en aquella tentación, la mirada universal se revistió de horror y la voz colectiva se desgranó en apenadas reconvenciones. Hubo algún colega que nos llamó solemnemente la atención. Hoy me avergüenzo de mi cólera ante la amonestación, basada en que «un catedrático no debe entrar en ciertos sitios». Yo, y como   —32→   yo otros varios, procedíamos de Madrid, estábamos acostumbrados a la vida más exenta de prejuicios, emanada de la Segunda República, y aquello nos pareció monstruoso. Hoy veo claramente que no era otra cosa que un residuo de ranciedad, de venerables hábitos, muy respetables a los que había que conceder, por lo menos, el prestigio de una frágil antigualla. Naturalmente, seguimos yendo. Y hasta alguna de las personas del servicio del bar execrado fue excelente sujeto para mis datos del gallego hablado en las rías (de la comarca de Noya, concretamente). Donde menos se espera, salta la liebre.

Recuerdo, y lo he contado miles de veces, mi tropiezo con aquellos endiablados exámenes del bachillerato. Ya no sé cómo se llamaban, han cambiado tanto... Ya no sé ni siquiera cómo se llaman los cursos que siguen mis propios familiares, cada uno a su aire, a fuerza de planes de estudios redentores. Aquel examen atendía, en general, por «reválida»; y no sé si era «Examen de Estado». En fin, da lo mismo. Lo divertido fue mi asombro al ver las nubes de recomendaciones que cada escolar se buscaba. Nadie las hacía caso, como es natural, pero era forzoso, un rito   —33→   muy acreditado, que las cuñas existiesen. Llegué a recibir una larga lista de números (cada examinando era un número) escrita en el margen de un periódico. Ya adivinan ustedes la cantidad y los matices de sonrisas, risas, carcajadas y ahogos que provocaban aquellas apasionadas influencias cuando, en el sosiego de la Residencia, confrontábamos si eran las mismas en cada uno de los examinadores. Han corrido, en forma de tradición oral, algunas de las situaciones pintorescas que se produjeron, y son ya propiedad de la diminuta épica casero-universitaria, en el apartado de los chascarrillos docentes. Sin embargo, no suele contarse una, por lo reducido de su área y por proceder de los ejercicios escritos, es decir, estaba alejada de la divulgación casi inevitable de la cháchara y la ocurrencia en público. Fue un ejercicio de ciencias, un problema, ya físico, ya matemático. Media tarde. Se abría la ventana para que se cambiase el aire ya respirado, el olor a moho, el perfume nauseabundo de la humedad, de esa tristeza indefinible de los exámenes. Un ciego canta en la esquina sus cupones, sus coplillas, sus lo que fuere. ¡Ah, variante callejera de la poesía ocasional...! De pronto, el profesor, ya muerto, se levanta gesticulante, va a la ventana, ve al   —34→   cantor anónimo... El canto cesa, estalla el silencio. Resulta que lo que el canto transmitía no era la canción de moda, La casita de papel, tampoco Tú, solamente tú, ni uno de los buguis inaugurales, ni siquiera la narración de un escalofriante crimen perpetrado en un pliego de cordel... El canto era ¡la solución del problema...! El profesor, sin dejar de reír, salió a la calle, persiguió al cantante hasta darle alcance esquinas más abajo. Algarabía, curiosidad, gente que se arremolina, la arnichesca pareja científica de los municipales que acude al quite... No, no pasaba nada. No era necesaria la intervención de la autoridad. El profesor solo quería decir al cantante pro-estudiantes que la solución cantada no era la correcta, vamos, que estaba mal... Fue un desenlace verdaderamente esperpéntico. Muchas veces he intentado contarlo, escribir con ese tema una de las divagaciones domingueras que aún hago. Pero quizá la estampa de la verdad, la hora irrepetible, la atmósfera del día, la mezcla extraña de trampa, guasa, de, en último término, tumultuoso fluir de esperanzas... Todo se aúna y no sé darle corporeidad en las breves líneas que el periódico me concede.

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Quiero recordar algo que ya se queda muy atrás y que era también reflejo de un estadio cultural que el tiempo se ha encargado de enviar a la trastera más escondida, el tiempo, cruel, impasible, ajeno siempre a nuestros deseos de cambios conscientes. Era experiencia que he reconocido en otros lugares con equivalentes supuestos. Me refiero a la obligación apremiante que tenía el recién llegado a Santiago de conocerse al dedillo La casa de la Troya. La primera frase que se nos concedía en una presentación, era, después del ceremonial Tanto gusto, ¿Cómo está usted?, Ya habrá estado usted aquí antes, ¿no verdad...?, etc., era la pregunta directa: «¿Conocerá usted La casa de la Troya? ¡A ver si usted cae en los mismos lazos...! « En el tono se traslucía ya la escandalizada afrenta si decíamos que no, que no la conocíamos, o que la habíamos olvidado. Y uno se tenía que dedicar a rebuscar en la memoria qué lazos nos acosaban desde la novelita de Pérez Lugín, que, además, no nos interesaba gran cosa literariamente. No había escapatoria: una persona de la calle, en la farmacia, en las tertulias de un café, y de una manera exagerada en el clero, nos atosigaba con su fe en la eficacia del cegato simple. ¿Otro escritor contemporáneo? No. La verdad es que   —36→   tampoco les interesaba Lugín ni poco ni nada a tantos entusiastas pregoneros de La casa de la Troya. Era, lo he visto después, lejos de aquella circunstancia, el poso inmóvil de un estadio cultural, social, de bajo aliento, en el que dominaba la lectura en alta voz, en el clan familiar o en las rurales reuniones invernizas. No Pérez Lugín, sino La casa de la Troya. Lo mismo pude comprobar en Salamanca con Gabriel y Galán, Salamanca, una ciudad donde Unamuno era mirado con espanto. Lo percibí en Extremadura con Chamizo y lo reviví en Murcia con Vicente Medina. Era el conocimiento estremecido de Nacencia, de El embargo o de Cansera. Pero el autor no importaba. Así pudo darse aquella superchería de El Ciego de Robliza, en que cayó el mismísimo Unamuno. Confieso que el primer libro que compré en Santiago fue La casa de la Troya, en la librería recordada por el propio novelista. Como compensación de tal exceso literario, pude adquirir, pocos días después, en un tenderete de viejo que había al final de la Cuesta de Gelmírez, las Obras sueltas, de Lope de Vega, la edición dieciochesca de Sancha, uno de los tesoros de mi biblioteca. Para escándalo de economistas y financieros y aún más de libreros de viejo y anticuarios, diré   —37→     —38→   que pagué por ellos cinco pesetas por tomo. Y en un espléndido estado de conservación. La casa de la Troya tuvo pronto buen vecino. La actitud ante los argumentos próximos, que hablan de lo que consideramos nuestro, era una prueba, en todos los escritores que he citado, de la teoría del estado latente de la tradición oral. Se repetía con esta literatura marginal el proceso de la epopeya medieval. No es exageración mía, sino el pulso de la colectividad que aquí y en la otra orilla del Atlántico funciona de esa manera.

Biblioteca Dr. Lago

Biblioteca Dr. Lago

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No sé si aún será espectáculo vigente. Pero figura entre mis recuerdos compostelanos más sonreídos. Sospecho que se habrá extinguido o que quizá salga aisladamente, de tarde en tarde. Yo, aún demasiado joven, mantenía vivas mis experiencias madrileñas, donde, en un teatro, era rarísimo que se organizara un alboroto que no fuese por razones políticas, protestatarias. Estaban palpitantes aún las primeras representaciones de El divino impaciente por un lado y de Nuestra Natacha, por el otro: dos polos de la bronca entre los hinchas y ocasionales partidarios. No, aquí era diferente. Aquí era el descendimiento, desde los anfiteatros altos, de bandadas de cucuruchos de papel,   —39→   con los bordes vueltos y desflechados, para así facilitar el vuelo. Bajaban despacito y con afanosa puntería hacia las butacas del patio, ocupadas, lo más seguro, por algún profesor que, harto de corregir ejercicios o de repetir lecciones, buscaba un ratito de distracción. A veces, el griterío ocasional anónimo ponía una orla muy significativa al descenso de los blandos proyectiles, y lo hacía con palabras que yo no debo repetir aquí. También en aquellas veladas ruidosas (o alguna silenciosa, como ahora diré), descubrí variantes de la sorna y del pitorreo. Por ejemplo: un afamado artista de varieté, Ramper, que fue abundantemente multado por sus ocurrencias alusivas a la vida política, pasea una noche por el patio de butacas. Pregunta a una medium, sentada solita en el centro de la escena, con los ojos vendados. Le pregunta por quisicosas que los espectadores suelen llevar en los bolsillos, o por rasgos de la vestimenta. El previo acuerdo entre los figurantes desborda la ingenuidad de los asistentes. Siempre pregunta por una cartera, una fotografía, un reloj de ciertas características, etc. Lo que estamos hartos de ver por toda la geografía nacional, con más o menos picardía. Los aplausos cubren de vez en vez la sala, poniendo la cenefa del   —40→   éxito a cada acierto de la mujer sentadita en su silla, los pies muy juntitos, el ademán monjil. Y he aquí que de pronto se desmorona todo el poder mágico de la noche. Un espectador, catedrático de la Universidad, ha sacado de su bolsillo un estetoscopio y lo esgrime con infinita seriedad fingida. Ramper lo coge, lo mira, le da vueltas y más vueltas, cae en el laberinto de ver en qué recoveco de los acuerdos previos con la adivina puede entrar un estetoscopio. El movimiento de la cabeza marca la frustración: no hay pregunta a la mujer del escenario. La ovación y el buen humor subsiguientes fueron extraordinarios. Supongo que Ramper, si alguna vez volvió por Santiago, pondría en el programa de mano una avisadora súplica: «Por favor, peguitas científicas, no».

Y he aludido a alguna sesión silenciosa. ¡Qué delicada lección! Un día cae por el teatro García Sanchiz, con sus charlas caudalosas. La noche se dispone a españolear de lo lindo. El charlista llegó ya al teatro algo contrariado: en su visita a la ciudad, por el día, no había sido saludado o reconocido o ensalzado lo suficiente, lo que él juzgaba corresponder a su notoriedad. Es que ni caso, vamos. Y se encontró con que   —41→   el teatro no ha vendido casi nada, casi un vacío absoluto. Quizá alguna persona despistada que, al ver el vacío, acabó por marcharse. Me han contado testigos de la cólera españoleante que los clamores por la venganza celestial arañaban lo que se dice en las nubes. Miren por dónde se vino a demostrar que aquella gente, público joven por lo general, aparentemente ruidoso y despreocupado, sabía muy bien dónde colocar las fronteras de lo tolerable dignamente. Aquella noche palpé que muchas cosas iban cambiando, casi sin darnos cuenta. Quién me iba a decir a mí que, andando el tiempo, me correspondería asistir a la liquidación de las últimas pertenencias de García Sanchiz, y que, entre ellas, fue a parar a la Real Academia Española un espléndido retrato del charlista, obra de Manuel Benedito, hoy joya de la pequeña colección académica. Recordaré el desolador aspecto de la casa, revuelto todo... Había muerto la viuda sin herederos, legaba la biblioteca al cuartel de la Guardia Civil del pueblo donde nació. En pleno traslado, libros y papeles tirados por los suelos pregonaban, como un desengaño barroco, la fugacidad de la gloria terrena. El fracaso de la noche compostelana fue una premonición.

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Pero volvamos a la Facultad. Había conocido la casa períodos brillantes como tal Facultad de Historia. Los trabajos publicados a lo largo de su Boletín demuestran que un grupo de profesores había dado valiosos testimonios de su dedicación. Igual paisaje se deducía de otras facultades. Pero la nuestra seguía limitada a su especialidad. Tanto Moralejo como ya suspirábamos por una Facultad con Sección de Filología. Los intentos se evaporaban en las buenas palabras de la Administración. Para ir dando ciertos movimientos, empujes a la cuestión, inventamos el Curso de verano, para extranjeros especialmente, aunque, en realidad, tuvimos poca gente de fuera en aquellos días: varios profesores alemanes, algunos portugueses y los eternos despistados variopintos que andaban por España. Era el verano de 1945 y la guerra mundial imponía limitaciones. Sin embargo, fue un éxito. Estaba nuestro curso muy lejos de aquellos del Centro de Estudios Históricos que yo había conocido. Pero el espíritu era el mismo: nadie lo notó; quiero decir nadie a quien pudiera molestar. Las coordenadas de la España anterior a la guerra civil estaban desesperadamente lejos de las de 1945. Tuvimos becarios de varias Universidades españolas, alguno   —43→   de los cuales se ha jubilado ya, también de catedrático universitario. Volvimos a oír las viejas canciones y romances cantados a coro, hicimos excursiones a diversos lugares de Galicia, con su anecdotario de monjes asustadizos, de prendentes hospedajes familiares, de autobuses cójitrancos. Nadie nos concedió importancia. Pero yo me atrevo a pensar, hoy, ya difuminado el azar en la neblina de la memoria caduca, que en aquel curso de verano de 1945, el oficialmente desdeñado espíritu de la Institución Libre de Enseñanza y de sus consecuencias volvió a pasearse por una Universidad española. El interés por lo popular, el folklore, al que dimos especial atención en nuestras lecciones, la lectura amplia y sin prejuicios de los clásicos, todo a tentones, sí, pero metiendo cabeza poco a poco, persiguiendo una meta que aún se nos presentaba nebulosa. Y ahí quedaron. Sucesivos catedráticos fueron continuando el camino y el curso acabó acomodándose a las circunstancias reales y a los proyectos de la Universidad, pero sin abdicar de cuanto de bueno venía de un ayer próximo y maldecido. Así ha sido siempre la vida de la Universidad entre nosotros: una institución siempre en conflicto: de un lado un puñado de hombres preclaros, empeñados   —44→   en la tarea del saber, y, del otro, la rigidez y el andamiaje del poder estatal, sean cuales fueren sus características peculiares.

Esta bipolarización se notaba mucho en aquellos días. Había un profundo hiato entre las tareas propias de la Universidad, en las que brotaba un halo de temblorosa autenticidad, y el tejemaneje de las faramallas oficiales, plenas de improvisación, simpleza y vacuidad. Por menos de nada había que celebrar el día de algo. La vida española andaba saturada de días dedicados a algo: día del mar, día de los marineros, del seminario, de los peregrinos, de la comida tal o cual... (Nos han quedado relictos, qué duda cabe). Todos esos días se celebraban. Se convertían automáticamente en festivos, con el natural jolgorio. En una ocasión, Madrid se descolgó con la sugerencia de que era pertinente celebrar el Día de África. No sé ya qué razones arropaban tan erudita decisión, pero el caso es que se celebró. Sesión solemne en el Paraninfo, autoridades distribuidas por la mesa presidencial, con los consiguientes problemas de protocolo. Y un profesor que sube, infinita desgana, al púlpito, carraspea, pasea, vuelve a carraspear; dice algunas palabras   —45→     —46→   que nadie escucha... Barullo, conversaciones segadas, toses, otra vez aplausos, gente en pie, feliz ante el anhelado «Se levanta la sesión...» Así debió ser, y no lo fue. Recuerdo ese día africano porque se convirtió en algo muy representativo de lo que eran aquellos folklores (así se llamaron durante mucho tiempo después). Habló un clérigo, senatorial gesto romano, que, para empezar, se permitió algunas puyitas reticentes sobre la celebración: «Ya saben ustedes, estas gentes de Madrid...» Prueba de que nadie estaba atento es que a nadie se le ocurrió ni abrir la boca tan siquiera por el asombro. El orador continuó exponiendo que entre esas cosas de Madrid, hoy «nos ha sobrevenido la de celebrar el Día de África Y como estoy encargado de Geografía, me ha tocado a mí la china de intervenir en este acto. Pues bien, África limita al Norte con el Mar Mediterráneo y al Este, con el Mar Rojo y el Océano Indico... Todos ustedes saben seguramente que en el ángulo nordeste, el Canal de Suez pone en comunicación el Mediterráneo con el Rojo...» Y siguió así adelante. No nos perdonó nada. Dichos los límites de pe a pa, y tras una breve y teatral pausa, se perdió en disquisiciones sobre si en África llovía o no, lo que provocaba que las vacas africanas no   —47→   fueran tan útiles (aún no se decía rentables) como las gallegas. La fiesta se acabó. Los estudiantes, siempre a la que salta, comenzaron a aplaudir. Se restablecieron los ruidos, se terminó el acto. Yo, absolutamente novato en el ceremonial universitario, pensé si no sería aquello una de las protestas disfrazadas que, con cierta irregularidad, se dejaban oír. Pero no: era de lo más serio. De todos modos, si el orador tenía el propósito de destacar la inoperancia de las decisiones ministeriales, la verdad es que lo logró. No todo podía considerarse bobalicón en su despreocupada palabrería, no. Allí pasaba algo. Al día siguiente todo estaba olvidado. Puedo añadir, sin embargo, que años después, oí al mismo clérigo exponer su currículo en unas oposiciones a Historia de la Lengua Española. (A la cátedra que había regentado largos años Américo Castro). Entre sus indudables méritos sobresalía el hecho de haber subido, en tiempo record, a no sé qué altura de los Apeninos Centrales. Tarea sin la cual, a la vista está, sería imperdonable audacia hablar de la evolución de la Lengua Española.

Biblioteca «Padre Sarmiento»

Biblioteca «Padre Sarmiento»

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La Facultad de Filosofía y Letras tenía, a la fuerza, que contar con profesores de este cariz. Las   —48→   plazas no se cubrían y, si se cubrían, con frecuencia eran abandonadas por el nuevo titular. Se llenaban los huecos como se podía, con tal de que las enseñanzas no faltaran. De aquellos profesores, recuerdo las sutiles manías, y recuerdo, con insoslayable sonrisa, los trucos estudiantiles para luchar contra esas manías. Fue todo un curso de picaresca estudiantil, en el que aprendí mucho y con muy buen humor: Lo que no impedía que llegada la ocasión, aquel estudiante burlón chapara con entusiasmo.

Así se fue pasando mi tiempo compostelano. La salud, bastante maltrecha por el clima, me obligó a cambiar de Universidad. Luego vinieron los años americanos, y después los europeos, pero siempre Compostela estuvo muy presente en todo cuanto se me planteó. Un buen día, en el Buenos Aires caluroso de 1949, cuando, poniendo orden en ideas y sentimientos, redactaba mi estudio sobre la lengua de las Sonatas, y comprobaba que la Ligura recordada en Primavera, con sus procesiones desfilando bajo los chubascos, con sus entierros con la comunidad entera salmodiando, cirios en la mano, tan reales como ilusorio era el funeral del Cardenal Gaetani, era   —49→   una Compostela soñada y recreada, en esos momentos, comenzaron a caer sobre mi casa, en aluvión desbocado, numerosos telegramas de pésame a mi familia: había corrido la noticia de mi muerte, creo que incluso se preparó un funeral en San Francisco. De esos telegramas, los primeros fueron de amigos compostelanos. Veinticinco años después, un periódico local volvió a recordar la muerte acaecida veinticinco años antes. Filgueira Valverde me envió el recorte: casi oía yo sus carcajadas a medida que abría el sobre. Y aquí estoy, haciendo verdadero el dicho tradicional de que mal bicho nunca...

He venido a Compostela muchas veces, solicitado por los cursos veraniegos o a numerosas tesis doctorales. Entre mis experiencias personales ocupan lugar de honor estos viajes a Compostela. Los colegas de Filología Románica, todos o casi todos, hoy prestigiosas maestros de esta universidad, capitaneados por Constantino García, solían esperarme en la raya de Galicia y, juntos, volvíamos a Santiago poniendo por medio una amplia excursión por lugares diferentes o casi olvidados por mí. Esos viajes han ido desde Celanova y Verín hasta Buño y Sargadelos; desde La Guardia   —50→   a Estaca de Bares. Por todas partes me veo incorporado a esta casa que tantas vivencias me despierta.

Por eso es para mí una gran alegría haber venido a Santiago a la inauguración de un nuevo edificio para Facultad de Filología. Me siento íntimamente orgulloso. Esta Facultad supera con mucho a la que yo soñé hace ya la friolera de medio siglo. Tiene varias Secciones y de su Sección Románica han salido obras de primera magnitud, la más reciente el Atlas Lingüístico de Galicia. Es una profunda, inexpresable satisfacción poder hablar del equipo que ha llevado adelante esa obra capital de la dialectología románica y hablar con cumplido elogio, sin reservas. Entonces, en esos años que he intentado desvelar, era impensable una revista como Verba. Ya no podrá pensarse en las tardes interminables en la radio local, procurando evadirse del tedio oyendo los pocos discos que allí había, o leyendo en la biblioteca del Arzobispo Lago los viejos Cancioneros gallego-portugueses para no perder el contacto con los días iniciales de la lírica europea. Ahora, la Facultad es una gran morada, con bibliotecas especializadas y ricas, con catedráticos que se dedican a su quehacer y que disfrutan de   —51→   sólido prestigio. No voy a caer en la ingenuidad de citar nombres, que con facilidad, me harían caer en olvidos. No, a todos los admiro por su empeño, su leal dedicación. Ya no es hablar del gallego a escondidas, amparándose en subterfugios simuladores. Un Instituto de la Lengua Gallega ha transitado por la lengua, en pocos años, un camino larguísimo, camino recorrido con entusiasmo y seriedad científica. En fin, en todos los apartados de esta Facultad hay nombres que han dado frutos admirables. Que todos se sientan citados por mí, recordados con veneración por mí. Cuando se están cursando ya las ultimas vueltas del vivir, es muy natural que el desengaño nos haga encogernos de hombros, perder el interés por muchas cosas, poner entre paréntesis muchas de las convicciones juveniles, tan sólidas que aparentaban... Pero al ver la fe joven viva, la nuestra antigua renace con bríos y me siento incorporado otra vez a la gran faena de hacer que nuestra Universidad vuelva a disfrutar de períodos gloriosos. Solamente el trabajo puede hacer que esto sea realidad. Y yo estoy seguro de que esta nueva casa será el lugar acogedor y reposado donde la actividad cotidiana se revista de logros felices. Así lo deseo, así me atrevo a pronosticarlo.





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