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Compromiso y evasión en la novela actual


Mariano Baquero Goyanes






I

Los conceptos de compromiso y evasión son ya tan conocidos y manejados que no necesitan de comentario alguno1. Sí, en cambio, convendría una cierta cautela en su uso, ya que de lo contrario llegaremos a esquematizar de manera tan rígida nuestra visión y valoración de los fenómenos artísticos, que correremos el riesgo de dejar escapar la íntima razón de ser de éstos.

Evasión y compromiso, entendidos como conceptos polares e irreducibles, casi vendrían a significar una resurrección de la vieja dualidad gratuidad-utilidad del arte, del dulce et utile horaciano, perdida la copulación y establecida la antinomia. Y no es que quepa identificar compromiso con utilidad o propósito didáctico, habida cuenta de que el artista comprometido antes que adoctrinar se propone ser fiel a su tiempo -a su concepción del mismo- y expresar sus problemas, sin margen para la escapada, para la evasión. Es más fácil, en cambio, acercar este último concepto al de gratuidad, fruición, al dulce horaciano, ya que el artista evasivo sustrae su expresión a la problemática histórica que le es propia, y se lanza o bien al intrascendentalismo artístico, al puro ademán lúdico, o bien a la pretensión de un arte intemporal y valedero fuera de los compromisos de la hora histórica. Este último es más difícil de alcanza, y de ahí la generalizada equiparación de arte evasivo con trivialidad e intrascendencia.

Sólo por oposición a lo evasivo-intrascendente cabe allegar el utile horaciano al compromiso actual, pero a sabiendas de la tremenda distancia que hay entre el arte docente-utilitario del medievo o de la Ilustración y el arte comprometido de hoy, tantas veces desarraigado éticamente, opuesto al sermoneo y a la prédica, expresión -las más veces desesperada- de un repertorio de situaciones insoportables, ya sean psicológicas, sociales o metafísicas. En ocasiones, lo que el escritor hace -como el protagonista de La náusea sartreana- es dar expresión a su angustia para así tratar de liberarse de ella. No es ésta, de todas formas, una literatura intimista y de confesión como la romántica de memorias o novelas autobiográficas -Werther, Obermann, Adolphe, etc.-. puesto que de ella la separa, fundamentalmente, la no creencia en su finalidad catártica. El novelista romántico -el Goethe juvenil que se descarga de un lastre enfermizo con el suicidio de Werther- encuentra una cierta liberación en dar forma artística, expresión lírica o novelesca a sus cuitas. La posible frustración o deficiencia vital parece quedar compensada con la novela que el escritor extrae de ella y que supone, en cierto modo, una catarsis o purgación de pasiones.

Como el artista romántico cree -casi idolátricamente- en la literatura, en su poder, en su influencia revolucionaria, en su enorme carga sentimental, es lógico suponer que en ella encuentra algo más que desahogo. La literatura, para el creador romántico, es algo así como un plano trascendentalizador en el que todo -aun los más amargos fracasos vitales- encuentra idealizada superación. Por la literatura se salva ese hombre apasionado y lúcido, ingenuo y sabio a la vez, que es el escritor romántico. En su confesión escrita suele haber siempre, implícita, una actitud reverencial hacia lo literario; esa actitud que equivale a saber que merece la pena dar expresión escrita a una intimidad, ya que -por raro que parezca- ésta no se desintimiza al contacto con el lector, sino que se salvaguarda y purifica por el solo milagro de la letra.

Distinto es el caso del escritor comprometido de hoy que escribe literatura intimista o de confesión. En primer lugar, apenas hay intimidad, desde el momento en que la sinceridad se convierte tantas veces en cinismo. La intimidad romántica su pone un pudor, inexistente hoy en un amplio sector novelístico. Incluso un hombre como Rousseau, que en sus Confesiones se jactaba de su plena sinceridad y pretendía desnudar su alma ante el lector -«J'ai dit le bien et le mal aves la même franchise. Je n'ai rien tû de mauvais, rien ajouté de bon... Je me suis montré tel que fus: méprisable et vil quand je l'ai été ; bon, généreux, sublime, quand je l'ai été. J'ai dévoilé mon intérieur tel que tu l'as vu toi-méme, étre éternel»-, tiene en cuenta, si no el pudor, sí un cierto convencionalismo artístico que le lleva a literaturizar su autobiografía y a admitir la existencia de una deliberada ornamentación: «S'il m'est arrivé d'employer quelque ornement indifferent; ce n'a jamais été que pour remplir un vide occasionné par mon défaut de mémoire». El tal ornamento no es otra cosa, en definitiva, que relleno descriptivo, lírico o novelesco, el que la naturaleza musical de Rousseau parecía exigir.

La intimidad romántica, nacida de la meditación y de la soledad, adquiere configuración literaria no para verterse en el vacío o para, especularmente, consolar tan sólo al escritor que supo expresarla lírica o novelescamente. Es, en forma de confesión, una intimidad que busca el diálogo con otras intimidades. Benjamín Constant, en su Adolphe, confesó que muchos de sus lectores «m'ont parlé d'eux mémes comme ayant été dans la position de mon héros». Y sabido es que ese héroe, Adolphe, es un trasunto -en su conflicto psicológico y amoroso- del propio autor. Su historia -dice Constant- es la de la miseria del corazón humano:«S'il renferme une leçon instructive, c'est aux hommes que cette leron s'adresse».

Fruto de la soledad individualista, la confesión romántica supone, sin embargo, un diálogo y una llamada a los hombres. Por el contrario, muchas de las novelas autobiográficas de hoy son monólogos en el vacío, sin principio ni fin. El ciclo psicológico que recorre el protagonista de la antes citada La náusea de Sartre podría casi comenzar y concluir en cualquier momento, ya que siempre limita con la nada. Es una confesión que, por verterse en el vacío, suscita el vértigo, la náusea, en quien la hace. No es, por tanto, una intimidad realmente volcada hacia los hombres -aunque a algo la obliga su configuración literaria-, sino derramada, devanada en y hacia sí misma, espiral incesante y desprovista de sentido.

Se comprende que una intimidad así entendida y expuesta pierda casi su calidad de tal, por cuanto la sensación de pudor -la entrañada en todo diálogo, aun en el más sincero- parece estar ausente.

El narrador romántico cuenta con la sociedad, aunque sea desde el desprecio por su organización, y si su diálogo se hace increpación o adopta la forma de dolorido monólogo, la carga sentimental en él patente lo está hinchiendo de humanidad, hasta convertirlo -como Constant decía- en lección dirigida a los hombres.

Y, sin embargo, el compromiso, que tan inesquivable resulta a muchos escritores de hoy, les obliga a tener en cuenta la sociedad en la que viven.

¿Cómo explicar entonces esa aparente paradoja, perceptible en no pocos de los más significativos novelistas actuales, de religación y desligación, de monólogo no escindible en diálogo -como el que la intimidad romántica suponía-, es decir, de individualismo y compromiso a la vez? ¿Es que cabe la mezcla compromiso-evasión?

Estas preguntas enlazan, indudablemente, con la consideración expuesta al comienzo de este ensayo. Todo esquema rígido es peligroso e inexpresivo, por quedar fuera de él los distingos y los matices, muy importantes a veces.

Parece obvio que junto a una actitud de compromiso consciente, deliberado, ha de existir -y existe de hecho- otra de compromiso inconsciente, capaz de adoptar la fisonomía de un arte evasivo.

En definitiva, puede que se trate de un problema de sinceridad. Aparentemente, es fácil identificar lo evasivo en arte con lo que hace relación a artesanía, oficio, formalismo, carencia de contenido, falta de hondura. Y, aparentemente también -por contraposición a lo apuntado-, el arte comprometido resulta ser aquel en que la densidad ideológica, la religación a los problemas de la época es tan fuerte, que el escritor desdeña o, por lo menos, no sobrevalora todo eso -oficio, forma- que en el arte evasivo parece ser tan importante.

Pero esto es sólo apariencia, porque muy frecuentemente vemos que el pecado de literaturización, de insinceridad, de engolamiento, se da en las filas del arte comprometido tanto o más que en las del considerado evasivo.




II

Ingenuamente podría uno imaginarse al escritor de hoy situado en la encrucijada compromiso-evasión y dispuesto a elegir un solo camino. ¿Es ésta realmente una cuestión de elección o sólo de instinto? No habrá una última fidelidad del escritor para consigo mismo capaz de configurar los rasgos de su creación artística? Quizá en este caso no quepa ya hablar de arte evasivo, desde el momento en que el escritor se comporta con plena sinceridad, fiel a un mundo -el suyo más íntimo- con el que se siente ligado.

Posiblemente, uno de los casos más extraordinarios de nuestro siglo sea el de Franz Kafka. Gracias al hecho de que su amigo y testamentario Max Brod no cumpliese la voluntad del gran escritor, conocemos hoy una de las más importantes creaciones del mundo moderno. Kafka, al desear destruir sus escritos, procedía con la máxima sinceridad. Esa actitud suya revela una intimidad tan pura y profunda, una tan abrumadora riqueza de contenido, que es posible despreciar lo literario como fungible y merecedor de destrucción.

La obra de Kafka parece ser un monólogo que estrictamente no necesitaba de lectores. No existe, por tanto, ni el ademán lúdico, que es característico de la evasión, ni la ligazón social-temporal propia del compromiso. Y, sin embargo, pocas obras como las de Kafka expresarán de manera tan impresionantemente exacta la situación anímica del hombre de hoy.

Es muy posible que después de la revolución copernicana que en el desarrollo de la novela supuso el arte de Dostoyevski, haya que señalar como semejante en importancia y alcance la significada en las obras de Kafka. En el camino de acceso hacia el hombre interior -ese caótico hombre dostoyevskiano en quien podemos reconocernos, hecho de algo más complejo que la unilateral maldad o bondad de los héroes novelescos del XIX-, Kafka da un paso tan audaz y profundo, que a veces nos hace sentirnos limitados, sumidos en la incomprensión2.

El arte de Kafka es comprometido sólo en cuanto define y expresa la más honda problemática -metafísica, religiosa- del hombre actual. Y, no obstante, si un lector poco atento se fijara solamente en la epidermis de algún relato kafkiano, creería estar ante un arte evasivo hecho de ingredientes fantásticos o utópicos. Lo que de intemporal y hasta inespacial hay en las narraciones de Kafka, parece despojarlas de toda posible referencia a una concreta apoyatura histórica, social, es decir, a la ligazón propia del compromiso. Cuando Kafka busca un escenario real y concreto para su creación novelesca -América-, ese escenario, no conocido directamente por el autor, queda sometido a un proceso de sátira y desrrealización, queda utopizado y convertido en símbolo.

Pero, a la vez, sería ingenuo y hasta ineficaz aproximar el mundo simbólico de Kafka al de tantas obras de distintas épocas, caracterizadas por la misma técnica. El simbolismo medieval, como el romántico o el modernista, suelen presentar unos caracteres de nitidez y univocidad que contrastan con las tan frecuentes confusión y plurivocidad del simbolismo kafkiano. Piénsese en las muy distintas interpretaciones a que se prestan los relatos de Kafka -verbigracia: La gran muralla china, La metamorfosis, El castillo, merecedoras de variados y hasta dispares comentarios y exégesis- y se tendrá una idea de la densidad ideológica que subyace tras las imágenes -de traza onírica tantas veces- que esos relatos presentan.

Tal plurivocidad no es exclusiva, naturalmente, de Kafka, y, en cierto modo, toda obra simbólica de cualquier época puede suscitar tantas interpretaciones como comentaristas tenga, a no ser que el mismo autor nos haya dejado la clave de sus símbolos. Pero con los de Kafka ocurre algo distinto. Y es que no los sentimos del todo como símbolos, aunque percibamos, a la vez, su resonancia extraliteral. Hay algo en ellos que les da validez por sí mismos, aún ignorando su trasfondo: aquello a lo que aluden. Nos basta -y quizá esto ayude a entender el porqué de su poderosa atracción- con saber o intuir que aluden a algo, por más que la alusión pueda ser múltiple o permanezca en el misterio no descifrado. Este complejo fenómeno podría ser la causa de esa también compleja impresión que los relatos de Kafka producen en el lector, de desasosiego, irrealidad y, a la vez, familiaridad y compenetración extralógica con el mundo, los hechos y los personajes presentados.

La nota misteriosa del escritor romántico -Hoffmann o el mismo Poe- es de signo distinto: alusión a poderes sobrenaturales, al mundo del sueño, de los terrores nocturnos, de la magia o la telepatía. El misterio en Kafka apenas es tal, dado el tono lúcido de todo cuanto se nos narra y hasta su mismo ritmo y tonalidad. El Horla de Maupassant o El doble de Dostoyevski son relatos de locura y alucinación. En La metamorfosis no hay alucinación alguna. Lo fundamental no es -tan natural parece en la explicación- el cambio de un hombre en un desagradable gusano o gigantesco insecto, sino la situación doméstica familiar, social, que el tal cambio impone al que lo padece. Importa en el relato no el elemento fantástico o alucinatorio -inexistente en su más hondo sentido, aparencial solamente-, sino lo que de alusión hay en el símbolo del hombre humillado por su metamorfosis a la normal condición humana. El hombre perseguido sin saber por qué de El proceso, es aquí este hombre perseguido y humillado también, con no menos falta de lógica o de sentido. La constante alusión a algo desconocido, a una culpa, un pecado del que los héroes kafkianos no parecen ser responsables, cargó tales relatos de una atmósfera de misterio distinta a la de los relatos románticos. En éstos el misterio es el resultado de una conjunción de fuerzas espirituales y físicas que en sus contactos, cruces y oposiciones descubren ante el lector ignorados y amedrentadores mundos de faz sólo intuíble a través del sueño, el éxtasis, la alucinación.

Kafka no nos ofrece trasmundos o alucinaciones. La extraordinaria lucidez de sus relatos, la compacta lógica interna con la que nos describe procesos caracterizados por el absurdo, por el sin sentido, revelan la especial contextura de esa simbología de nuevo cuño, distinta a la de otras épocas.

Frente al sistema de correlaciones y adecuadas sustituciones que la simbología normal ofrece -recuérdese, por ejemplo, la identificación Beatriz-Teología en Dante, o la de Rosa-Dama en el roman medieval-, la simbología kafkiana es pura y misteriosa alusión que nos aboca a un mundo más allá del símbolo, e independizado a la vez de él, falto de la conexión perceptible en otros sistemas simbólicos.

Los Cuentos de un soñador de lord Dunsany, en virtud precisamente de su no ocultada contextura poética y onírica, representan un arte más evasivo que el de Kafka. En éste el compromiso posee esas características de sinceridad, de autenticidad, que antes quedaron apuntadas.

La novela América sólo podrá parecer una escapada humorística a quien desconozca el resto de la obra de Kafka y, por consiguiente, la fuerte trabazón existente entre todos los relatos que escribió. No, no es el arte kafkiano un arte evasivo. Por el contrario, es un monólogo cerrado y compacto, sin principio ni fin, sin escapatoria posible. (Muchos relatos de Kafka quedaron sin desenlace. Realmente no lo necesitan. Su sentido y su estructura son los de la interminable Muralla china, los de la espiral que gira incesantemente sobre sí misma, sin que el movimiento, la repetida pretensión de entrar en El castillo, pueda cesar ni cumplirse).

Un arte destemporalizado y desespacializado, libérrimo en la invención, desconectado con lo más externo de toda relación con unas determinadas circunstancias sociales, históricas, políticas, puede ser, sin embargo, un arte comprometido, entendiendo por compromiso la fidelidad, la exactitud con que un escritor refleja al hombre de su tiempo en su aspecto más inquietantemente profundo.

Para captar la condición humana hay, pues, más caminos que el recorrido por Malraux desde el compromiso militante. Tanto valen los irreales escenarios de Kafka como el tan concreto y real de la revolución china. Lo que importa es que el hombre que cruza esos escenarios responda en su ademán y su aventura a lo que del hombre pensamos y sentimos en nuestro tiempo.

Pero más importante aún que expresar al hombre de hoy, lo es expresar al hombre sin más, sin ningún limitador marbete temporal. El paradigma humano de Hamlet o el de Don Quijote conservan su validez a despecho del paso del tiempo.

Lo mismo ocurre, por ejemplo, con el Julián Sorel del Rojo y negro de Stendhal. Podrá haber desaparecido la circunstancia justificadora, históricamente, del personaje. Pero lo que nos impresiona en éste no es su anecdótica contextura de joven perteneciente a una generación postnapoleónica en la que, sin embargo, vibran las ambiciones del período anterior. La frustración vital de Sorel al desear triunfos equivalentes -con equivalencia que su voluntad y su imaginación suscitan- a los de la generación de Napoleón, inalcanzables ahora en la estructuración burguesa y mediocre de la nueva sociedad, despertará siempre profundas resonancias en los lectores de cualquier época. Y es que en Stendhal hubo, al crear a Sorel, algo más que un mezquino compromiso con su época. La ambición de Sorel rebasa el cauce de una intransferible determinación histórica y afecta a una esfera más íntima y amplia.

Stendhal, al denunciar la incomprensión de su época para con sus libros y al profetizar su revalorización en nuestro siglo, expresó bien explícitamente lo que de intemporal e incomprometido tenían. No fue el suyo un arte evasivo, sino muy ligado a su época, pero con una ligazón superadora, trascendentalizadora, en virtud de lo que no es sino potencia artística, capacidad de perdurable creación.

Si esto no sucede, el arte comprometido deja en realidad de ser arte y se convierte en un producto de tan ínfima calidad como la más trivial de las modalidades evasivas pueda serlo.





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