Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  —[48]→     —49→  

ArribaAbajoRegalo

Facunda era un regalo para los ojos de cualquiera.

Parecía hecha de miel y cobre.

Bajo la burda ropa se adivinaba la perfección saludable de su cuerpo, elastizado por el trajín diario.

Manejaba con destreza los implementos de labranza y desde niñita trabajaba duramente hasta el mediodía ayudando en las faenas de la chacra y el ardiente sol bruñía su pelo de bronce y producía cosquillas picantes en su piel.

Su piel. Esa envoltura mágica.

Últimamente su piel casi hablaba; se erizaba bruscamente ante las intensas miradas   —50→   de los duros muchachos, enrojecía o palidecía; se ponía caliente o fría.

Pero de a poco fue aprendiendo a controlarla. Mas eso no le era posible ante los ojos afiebrados de Víctor.

Víctor -un larguirucho insignificante según su madre- tenía una mirada húmeda que parecía pedir consuelo y ella deseaba brindárselo.

Ambos buscaban encontrarse, fingiendo casualidad y sabiendo que sabían que no lo era.

Facunda era regaladora, pero como no poseía gran cosa que regalar, ofrecía como presente lo que tenía: un cántaro de agua fresca perfumada de flor de caña.

Al atardecer iba al manantial y antes de llenar el cántaro se entregaba al rito de reconocimiento de su cuerpo, se fregaba con suavidad con la arena áspera y blanca, dejando que el agua recorriera sus curvas y protuberancias, formando pequeñas cataratas de cristal   —51→   líquido e imaginando, las manos afiebradas de Víctor calentar con su ardor el agua clara que la envolvía, y una suerte de temblor gozoso estremecía su cuerpo.

Todas las mañanas, cuando el sol aún era promesa se cruzaban camino a la chacra.

Con solo mirarse acordaron como punto de encuentro el ycua, bordeado de flor de caña, siempre verde, adornada de perfumadas estrellas blancas.

La primera vez se dedicaron a cavar hoyos con los pies y a tocarse a las disparadas las manos, mientras un terremoto interior rompía diques de aguas dormidas en sus cuerpos ardidos y ardientes.

Al primer encuentro siguió el segundo y el tercero y....

Facunda por un tiempo olvidó regalar cántaros de agua.

Como si no tuvieran apuro, contrariando el grito de sus cuerpos fueron descubriéndose despacio, un poco más cada día, hasta llegar   —52→   a develar con la boca y las manos los estremecedores misterios contenidos dentro de la tibia frontera de piel.

Cada rincón de sus cuerpos tenían voces. Podían gritar erizados y aplacarse en sus exigencias mutuas.

No hubo lugares inexplorados, y ninguna porción de piel que no tuviera un lenguaje propio y enardecido.

Se volvían cuadrúpedos; siameses nadando en las aguas espesas de una matriz inmensa.

Centauros en un concierto de relinchos y gemidos.

Ángeles embelesados, sirenas, lombrices, palomas.

En el punto exacto donde ella le recibía humedecida y temblorosa, él se entregaba con energía, penetrándola con su órgano de roca y terciopelo. Atrapados en un concierto de gemidos, exploraban juntos otros universos de   —53→   soles más brillantes de donde regresaban temblorosos y mojados de leche y sal.

Para disipar sospechas, Facunda retornó a regalar cántaros de agua perfumada de flor de caña.

Después de las prolongadas sesiones de cuerpos trenzados, se lavaba despaciosamente las huellas queridas, para luego llenar la olorosa vasija, que colocaba con gracia sobre su cabeza, con la alegre sensación de estar llevando una ofrenda a algún dios pícaro, y una sonrisa de relámpago lejano iluminaba su cara.

Víctor tenía los ojos más afiebrados cada día y una dulce pereza de gato satisfecho.

  —[54]→     —55→  

Imagen de «Regalo»



  —[56]→     —57→  

ArribaAbajoEncuentro

A Leda había que mirarla despacio, para descubrirla.

Era de piel muy blanca y le sobraba carne para esta época donde la ley era ser flaca y había que conseguir el color del bronce para ser bella. Tenía unos ojos negrísimos y una mirada de terciopelo, unas manos regordetas llenas de hoyuelos cuyos dedos de niño terminaban en unas uñas naturalmente rosadas.

Nunca tuvo novio y su pequeña boca carnosa no conocía el sabor del beso.

Iba en el compartimiento económico leyendo un libro, hasta que el calor de una mirada la obligó a levantar la vista; sentado frente a ella, un hombre joven la estaba registrando con cálido detenimiento.

  —58→  

Leda, que era de temperamento tímido, no se ruborizó como siempre le ocurría, sino levantó los ojos hasta los del compañero de viaje, sostuvo la inquisidora mirada por un rato y luego fue bajándola recorriendo lentamente la rubia geografía, descubriendo imaginariamente lo que ocultaba la camisa entreabierta, el apretado vaquero, sintiendo entibiársele la sangre en un raro cosquilleo. Sin saber como ni porqué escuchó que de su boca salía una pregunta, como si de repente otra mujer la estuviese habitando, sin ruborizarse preguntó,

-¿pasé el examen?, ¿te gusté? o preferís a las desnutridas-.

La rubia piel del hombre se tiñó de un rojo intenso y con un hilo de voz contestó

-Pasaste el examen con muy buena calificación-.

A Leda se le terminó la osadía y al otro se le apagó el rubor. Ambos quedaron callados optando al parecer en descubrir la punta de sus   —59→   zapatos o hacer el inventario del compartimiento.

Continuaron así un largo trecho, dejándose envolver por el ruido acompasado del tren, hasta que la desconocida instalada dentro de Leda la impulsó a acercarse al compañero de viaje, y ensayar un juego insólito.

Empezó soplando despacito con su fresco aliento detrás de las orejas del muchacho, aspirando la suave colonia de su nuca, le acarició la velluda mano, el brazo, el cuello; le desparramó suavemente el cabello y fue desprendiendo lentamente todos los botones de la camisa: él se aflojó, entregándose a ese placer imprevisto, que iba volviendo espumosa su sangre.

Con el pecho descubierto, volteó el cuerpo y respondió a las caricias.

A pesar de la urgencia de la sangre galopando desbocada por sus venas él la besó con suavidad y recorrió la blanca piel erizada, lentamente, y ella se dejó guiar por la sabiduría desconocida de su piel.

  —60→  

El tren se detuvo en una estación desierta, y con sólo mirarse decidieron descender.

Ninguno de los dos tenía equipaje, así que pararon en aquel pueblo desconocido.

Recorrieron tomados de la mano, las calles polvorientas y entraron al único hotel.

El cuarto no contaba más que con una amplia y dura cama, un largo y estrecho espejo y una rústica mesa, pero ambos lo vieron como la habitación más lujuriosa.

No se tiraron el uno sobre el otro, estaban tácitamente de acuerdo en disfrutar con lentitud, bebiendo despacio el ardoroso vino, prolongando el placer del deseo hasta encontrar el cauce más apropiado para dejar salir el agua represada que rugía en sus palpitantes arterias.

Leda se despojó de sus ropas sin ningún rubor; se sentía hermosa en su realidad de ballena. Toda la piel le palpitaba en un gozo anticipado.

  —61→  

Paseó su abundancia plenamente asumida por el cuarto estrecho y luego se metió bajo la ducha a darse un largo remojón.

El muchacho fue a hacerle compañía. Se fregaron mutuamente la espalda. La tenue luz fue apagada y la última claridad de la tarde que se filtraba por un tragaluz del techo, los volvió luminosos. Empezaron a descubrirse bajo la lluvia dorada de la ducha, y húmedos como estaban se trasladaron hasta la cama para terminar de reconocerse.

Él la recostó en el lecho y como si ella fuera un helado, la lamió entera.

Comenzó por el cuello, se detuvo en los pechos y los chupó con suavidad, hasta sacarle punta a los chatos pezones color frutilla, y fue recorriéndola con la boca, maravillándose de que esa piel tan blanca brillara ahora como si debajo de la epidermis se hubiera prendido una luz rosada. Descendió hasta los pies carnosos y tibios y despacio fue subiendo la colina inmensa de los muslos entreabiertos, hasta el trigal oscuro que dejaba levemente descubierto   —62→   los pétalos aterciopelados y húmedos de su sexo, lo acarició con la lengua tibia, hasta que tocó el duro capullo del clítoris y Leda dio un salto y ocupó el lugar de él, no tan despacio como deseaba.

Con brusca ternura, con un ardor recién descubierto y entrenando una sabiduría ignorada, su boca y sus manos se multiplicaron para recorrer maravillada y trémula el cuerpo del compañero. Masajeó, lamió y sorbió el desconocido placer.

Miró como hipnotizada el órgano erecto, lo acarició con asombro y luego montó encima y no sintió el intenso dolor que le pronosticaron, sino una raspadura casi deliciosa, y galopó como si tuviera alas, envuelta en un arcoiris.

Vio el rostro desfigurado de él y supo que el juego llegaba a su fin.

Una languidez exquisita y levemente dolorosa la echó de espalda.

  —63→  

Durmieron felices y agradecidos.

Tres días después se despedían, seguros de que fue un hermoso encuentro.

  —[64]→     —65→  

Imagen de «Encuentro»



  —[66]→     —67→  

ArribaAbajoLuján

Habían reservado, hacía una semana, una mesa para tres, en aquel restorán, para escucharle al guitarrista que cantaba boleros con voz de terciopelo.

Se instalaron atropelladamente -no era común que las mujeres asistieran sin compañía masculina a esos sitios- y pidieron un cóctel suave, y mientras conversaban, bebían a tragos lentos, hasta que la armoniosa y potente voz comenzó a llenar la sala, y un placentero silencio permitió un disfrute pleno.

Luján, en principio, le escuchó distraída, pero cuando vino a la mesa, una especie de torbellino la envolvió y la distanció del mundo. Ese era su hombre.

Luján no tenía idea de qué hacer para llevarse a un hombre a la cama.

  —68→  

En realidad nunca se interesó por esas cosas, porque nunca le interesó ningún hombre. Escuchaba con ternura tolerante los apasionamientos de sus amigas, pero muy en el fondo se sentía superior a ellas, por no tener ese tipo de debilidades, y ahora se enredaba pensando qué, cómo y cuando.

Miraba embelesada al muchacho y se perdía por senderos entrecruzados, sin saber cual tomar. Se descubrió a sí misma observando con admiración las orejas perfectas, y unas ganas locas de mordisquearlo le hizo tragar saliva; los dientes de brillo húmedo, invitando a besos locos; descendió la mirada hacia el velludo pecho y los comparó con los frescos pozos coloniales cubiertos de culantrillos, se detuvo por un instante en las finas manos que pulsaban la guitarra e imaginó sus pechos anidando en ellas como dos palomas estremecidas.

Un deseo ardiente fue posesionándose de ella, separándola de todos. Se encontró sola con él, sin saber que decir ni hacer, sólo atinó   —69→   a mirarlo, a envolverlo con su mirada hasta que él se sintiera como preso en una red. Cuando terminó la música los aplausos la devolvieron a la realidad, y ella supo que no podía dejarlo ir sin decirle nada. Y no se le ocurría nada.

Como siempre pensó que la verdad sería más convincente que cualquier discurso de conquistadora y le dijo apretándole suavemente la mano,

-me muero si no te veo otra vez-.

Y para sorpresa de ella, él le contestó casi al oído

-y yo me muero si no te veo dentro de una hora-.

Luján quedó suspendida entre el desconcierto y la gloria. Pensó a donde iría con él; no quería que la situación se le escapara de las manos. Ella no quería ser engañada, no necesitaba ninguna promesa, ningún juramento, sólo quería disfrutar el fuego gozoso que   —70→   de repente le incendiaba, sin sentirse menoscabada por su apresuramiento.

Mientras escuchaba el bolero en la melodiosa voz, se preguntaba cómo y porqué ese hombre producía en ella ese torbellino de placentero calor. Ella conocía y trataba diariamente con muchos hombres hermosos, inteligentes y simpáticos, pero nadie hasta ese momento había logrado despertar un deseo como él que estaba sintiendo: mezcla de ternura y pasión.

Era hija de meleros y no se le ocurrió una comparación más exacta que la cachaza. Se sentía dulce y ardiente como cachaza. Ella era el líquido y la caldera de cobre que lo contenía y él el fuego de furioso chisporroteo que la convertiría en espesa miel.

Sus amigas discretamente se retiraron sin que Luján lo advirtiera, demasiado ocupada como estaba en buscar metáforas para su piel en llamas.

  —71→  

Esperó los sesenta minutos más desamparados de su vida y cuando él llegó hasta ella no necesitaron hablar, ya que ambos sabían el riesgo de muerte que corrían si se desencontraban.

Tomaron un taxi destartalado y dejaron que el chófer decidiera donde llevarlos -aún no existían los moteles faraónicos donde mucho tiempo después fueron concebidos sus nietos-.

Mientras él desataba lazos y corría cierres, ella desprendía botones, sin que sus bocas se separaran, alucinados por el sabor de la saliva que contenía todas las mieles y la sal de la tierra, hasta que ambos miraron embelesados la bella, rotunda y deslumbrante desnudez del otro. Entonces inventaron todos los juegos. Ella dibujaba en la cabeza del lustroso y rosado órgano una cara, y con el lazo de la blusa le encorbataba, para desatar el nudo con los dientes. Él pintaba con carmín de labios la boca pulposa de su sexo para borrarlo con besos.

  —72→  

Se exploraron con la lengua todos los recovecos de sus cuerpos hasta que la lluvia interior les mojó enteros, inundó el cuarto y salió a la calle y los vecinos inventaron pequeñas embarcaciones para salvar sus cosas y los niños somnolientos arrancaban hojas de importantes documentos para hacer barquitos y los serios y amargados nadaron vertiginosamente felices y las hipocondríacas bailaron desnudas con el agua hasta la cintura, y los curas corrieron a reconocer a sus hijos y a pedir la mano de las muchachas deshonradas a los desconcertados padres que no entendían porqué lo hacían a esa hora y con la sotana toda pegajosa, y el olor de panaderías abiertas al amanecer. Los ancianos se despertaron con insospechadas erecciones y las viejitas se desvistieron a las apuradas para contestar sus reclamos, sin avergonzarse por sus pellejos marchitos cantando a grito pelado «cuando calienta el soooooool aquí en la plaaaaya...», retozaron como chicuelas descubriendo casi al final de sus vidas al impetuoso amante que durante cincuenta años jamás les dio el placer de esa madrugada.

  —73→  

Ellos, ajenos al tumulto, se amaban sumergidos en ese candial tibio, acoplados como animales acuáticos. Ella le contenía en sus entrañas gozando de su dureza y él se pegaba a sus espaldas penetrando su interior de engrudo.

No se prometieron nada, pero descubrieron que continuar el viaje sería más hermoso si lo hacían juntos y se casaron Y tuvieron unos hijos apasionados y generosos y vivieron felices, porque todos los días le dedicaban algún tiempo a reeditar aquella noche de encantamiento.

  —[74]→     —75→  

Imagen de «Luján»



  —[76]→     —77→  

ArribaAbajoDespertar

Lucrecia Isadora.

Un nombre tan sugerente, tan sensual, tan a propósito para el placer erótico.

Sin embargo su piel enmudecía ante cualquier caricia.

La voluptuosidad, que despertaba en ella, una mirada exploradora, o tierna se volvía malestar con el más leve contacto.

Cuando jovencita le excitaba adivinar el deseo en algunas miradas atrevidas y se esmeraba en resaltar sus formas con ropas ajustadas o transparentes, lo cual le daba un aspecto de mujerzuela que a ella íntimamente le complacía.

Ahora estaba casada desde hacía muchos años, y a pesar de que creía no amar a su   —78→   marido, y no le proporcionaba el más mínimo placer la intimidad con él, tampoco le interesaba ningún hombre.

A decir verdad, lo único que le dejaba un pálido reflejo de gozo en la piel dormida, era ganar dinero: para agregar habitaciones a la casona inmensa y comprar joyas; adornarse barrocamente con oro y piedras encendía una llama pálida y diminuta en el rescoldo de su epidermis.

Era una guitarra sin cuerdas.

Recordaba con nostalgias el tiempo en que los muchachos, hermosos y altivos, hacían apuestas entre sí, para llevarla a la cama, pues tenía fama de calentadora; le encantaba jugar a mujer ardiente, quería hacerle honor a su nombre.

Pero esos romances no duraban mucho y nadie jamás ganó en las apuestas, ella era inconmovible.

  —79→  

A pesar de que sentía un manantial tibiecito en el centro de gravedad de su cuerpo, nunca sintió el impulso de entregarse.

Su placer consistía en hacer perder las apuestas y comprobar que todos los apostadores, languidecían suplicantes, perdían la voluntad, y se derretían en sus manos en un líquido lechoso con las exploraciones calculadas y las caricias fingidas.

Terminó casándose con uno de ellos, porque ya era tiempo de terminar su soltería.

La noche de bodas fue una gran desilusión para ambos; ella se aburrió de inventar caricias que no la estremecían y él descubrió la torpeza de unas manos y una boca que no tenían la fiebre desmemoriada del deseo, ni la tibieza de la ternura, sino la fría agilidad del cálculo.

El tiempo fue pasando y continuaron casados, demasiado apegados ambos a la idea de éxito que significaba mantener un matrimonio.

  —80→  

Lucrecia Isadora se entregaba con desgano y hasta con rabia a su marido, pero poco a poco la persistencia de él, despertó en ella un raro sentimiento, mezcla de ternura y compasión, una sensación híbrida que le humedecía el alma, para sorpresa de ella.

Estando en ese tren de dejarse amansar, llegó el terrible tornado, que se llevó casi todo el pueblo, convirtió en escombros el caserón horrible y enterró las joyas de dudoso gusto. En medio de ese desastre, se descubrieron por fin.

Ocurrió así:

Él fue a buscarla al único sitio intacto.

Entró al gran salón de la iglesia, saturado de olores, con niños durmiendo amontonados, y la vio parada, quieta, bañada con la luz parpadeante y esquiva de las velas, contempló su nuca blanca, su mata de pelo, sus hombros pequeños, con una ternura inmensa y una oleada de deseo lo fue envolviendo como un paño caliente.

  —81→  

Cuando la tuvo a su alcance besó con suavidad su cuello y ella se dejó abrazar por el aliento tibio y extrañamente fragante, mientras experimentaba por primera vez en su vida un estremecimiento gozoso: el manantial inconmovible de su sangre se volvió catarata fragorosa y pudo percibir como rugía en sus arterias amenazando desbordarse, y una especie de vértigo ardiente la obligó a sostenerse del órgano tanto tiempo, ignorado, como si fuera el último resquicio de salvación. Lo sintió tan firme, tan suave, tan tibio y perturbador que su vértigo subió de puntos, y se dejó envolver por él, desmemoriada y dichosa.

Sintió las manos de él multiplicadas en su cuerpo, oprimiendo sus pechos, bajando por sus caderas, recorriendo sus muslos, separándolos con ternura y firmeza, penetrando su interior dormido con los dedos tibios.

Se encontró hambrienta, vulnerable y feliz y le ayudó a despojarla de los obstáculos que les impedían encontrarse.

  —82→  

Descubrió de pronto que había abierto sus sentidos a la luz, al calor y al olor.

Contempló desconcertada el lugar, poblado de bultos humanos, el altar desdibujado por la tenue luz de las velas, y se dejó llevar por el torbellino luminoso.

Por un instante eterno dejó de habitar la tierra, para ser sirena de profundidades azules.

Se abandonó al placer glorioso y con un gemido a dos voces retornó mojada por una lluvia espesa, a la realidad, definitivamente transformada.

Su piel dormida había despertado por fin como un erizo suave, para defenderse del desamparo, después de navegar con maestría inédita un embravecido mar.



  —83→  

ArribaÉl no lo sabe

Sacó la llave del bolsillo interior de la cartera y con un leve temblor la introdujo en la cerradura.

Aspiró el fuerte y agradable olor a café al penetrar al cuarto, escasamente amoblado.

Se despojó de la caliente y seria ropa de oficina y entró al cuarto de baño a darse una larga y refrescante ducha, luego se maquilló esmeradamente y vistió un fresco vestido de seda, completando su atuendo con unas finas medias negras.

Miró con cierto desagrado sus velludas piernas enfundadas, y se preguntó si a él le parecerían feas; palpó la turgencia de sus senos, se miro al espejo y dio unos pasos por   —84→   la habitación, luego con lánguida tristeza se echó en la solitaria y amplia cama, pensando en su imposible amor.

Imposible, no, se dijo; irrealizable tal vez.

Nadie podía impedirle amar, pero ese amor estaba destinado a morir en su corazón, nunca llegaría al oído amado.

El pequeño cuarto con su lujo barato, los vestidos de seda ordinaria, los escasos pares de zapatos taco aguja que no conocían las calles, el pequeño calentador eléctrico, la cafetera de acero inoxidable, el juego de porcelana china, todo comprado y mantenido en la clandestinidad, soñando compartirlo con él aunque sea un solo segundo de su vida.

Su aventura solitaria. Su doloroso amor.

Ese cuarto preparado para la pasión y la ternura, siempre estuvo huérfano. No tenía guardado el olor ni la risa del amado. Ni siquiera su silencio.

  —85→  

Un nudo doloroso le apretó el cuello. Imaginó la voz de él en un susurro de amor, el brazo fuerte y varonil aprisionando su cuerpo; la risa de él enternecida por su pudor, el éxtasis de la entrega, la emoción de recorrer con manos temblorosas la desnudez amada, la tibieza de la ternura después de la pasión.

El sueño cerró las ventanas de sus párpados pintados y se perdió en ese mundo de pequeña muerte, donde sus ansias de por lo menos declarar su amor se confundieron con las cosas cotidianas. Ganar el pan, soñar.

Sentir la mezcla del furioso deseo y la tibia humedad de la ternura mojándole el corazón. Y la absurda culpa como un veneno amargo en la garganta.

Su amor tan lejano y cercano al mismo tiempo.

Se despertó de repente.

Fue a lavarse la cara para borrar el espeso maquillaje, y después de apagar el velador que proyectaba una tenue luz en la habitación,   —86→   repitió el acto de entrada a la inversa, se sacó las tetas postizas, las acarició como una parte querida de su cuerpo de la cual se mutilaba cada semana.

Ya en el pasillo se colocó de memoria la corbata.

Llegó a su casa un poco más tarde que de costumbre, besó distraídamente a su mujer y sintió, como un aleteo apresurado de palomas en el pecho, al escucharla decir:

-Te llamó Jorge, quiere que le devuelvas la llamada.





Anterior Indice