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Con Francisco Ayala, tras el fénix

(Francisco Ayala, La plumas del fénix Madrid, Alianza Editorial, 1989, 650 páginas)

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Francisco Ayala ha tenido la feliz idea de reunir en un solo volumen gran parte de los estudios y ensayos de crítica literaria que ha publicado hasta ahora, lo cual permite la cómoda consulta de trabajos dispersos y no siempre fácilmente accesibles. Confiesa en el prólogo su principal inclinación hacia el cultivo del relato, y cómo, a causa de ella, se sintió fuertemente atraído por los problemas del arte de narrar. A los cuales le impulsó o le obligó también su actividad de profesor de literatura, fecundamente ejercida en Universidades americanas a raíz de su exilio.

Constituye ese prólogo una importante pieza de meditación para cuantos cultivamos la crítica. El autor ha sido testigo del desarrollo espectacular de los estudios literarios acontecido en los últimos cuarenta años (él los recuerda: «[...] crítica según arquetipos, crítica formalista, crítica lingüística, marxista, psicoanalítica, estructuralista...»), para mostrar sus reservas ante su frecuente conversión en logomaquias y la renuncia a su esencial función mediadora entre texto y lector. Son las que Georges Mounin denunció como «tecnocracias», causantes de la conversión del lenguaje crítico en críptico, sólo inteligible por los iniciados.

Este abandono de la función, llamémosla humanística, de la crítica tiene causas bien conocidas; entre otras, la seducción que ejerce la ciencia con sus métodos rigurosos y sus resultados verificables, y la convicción de que el arte -el espíritu- puede ser explicado mediante esquemas lógicamente establecidos. No niega Ayala que las nuevas tentativas de análisis han abierto importantes vías de acceso a la literatura, pero afirma razonablemente la necesidad de prescindir de los dogmatismos y, añadiríamos, de su terminología esotérica y de su rigidez escolástica, para afrontar los textos como obras de arte, destinadas al gozo o a la inquietud de la lectura, y no a servir de objetos sometidos a experimentación y verificación de métodos.

Especial interés posee esta actitud cuando es un artista quien la adopta, es decir, alguien para quien, desde su taller, observa el trabajo en talleres ajenos: «Me he empeñado -dice nuestro autor- en figurarme la obra in status nascendi, repristinándola en mi imaginación para tratar de capturar su sentido y alcance». Porque un escritor, en trance de componer su obra, cuenta con la oferta de géneros que le hace su época, y por sus respectivas poéticas -«ha debido llegar a través de medios históricamente dados»-, que el crítico debe intentar reconstruir, para entender desde esa reconstrucción lo que el autor se propuso, y el grado de logro que alcanzó.

Tal es, en efecto, el norte que orienta a Ayala en este conjunto de indagaciones acerca de autores y de obras cimeras. No pasa por ellas como observador diletante, sino, bien al contrario, pertrechado de información, y de saberes históricos, sociológicos y, en general, culturales, que dan profundidad a sus juicios. Algunos de estos estudios fueron publicados hace bastantes años; ello hace que el autor no haya podido considerar plausibles puntos de vista o precisiones que ha aportado la investigación posterior. Lo cual no disminuye su interés: siguen siendo hitos importantes en la construcción del discurso crítico en torno a cuestiones fundamentales.

He aquí la nómina de textos o de escritores a que Ayala ha aplicado su atención: el Lazarillo, Cervantes, Quevedo, Tirso de Molina, Calderón, Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, Antonio Machado, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Manuel Azaña, García Lorca, Salinas, Bergamín, Borges, Mallea y Carpentier. Obviamente, no disponemos de espacio para glosar cuanto el crítico aporta al conocimiento de tales prosistas y poetas. Nos fijaremos sólo en aquellos a quienes consagra más espacio, revelador de mayor empeño.

Por afinidad de intereses, concedo la mayor importancia a los consagrados a los clásicos. Encabezados por el dedicado al Lazarillo de Tormes, donde con notable anticipación a lo que sería doctrina común tras el conocimiento en Occidente de la doctrina formalista eslava, define el género literario como «el conjunto de ciertas obras literarias en las que se encuentran determinados rasgos comunes, por cuya presencia las unificamos, cualesquiera sean las diferencias que en lo demás puedan separar y distinguir unas de otras». Esta concepción segura y feliz de tal categoría literaria, le permite colocar a la cabeza de la «novela picaresca» el relato anónimo de 1554 -no pocos críticos la situaban en el Guzmán de Alfarache, que, como Ayala dice, fue sólo y nada menos consolidador del género-, y excluir de él a otras, entre ellas, algunas de Cervantes, El Diablo Cojuelo, o la Vida de Torres, consideradas a veces como picarescas.

El extenso estudio pasa revista a los principales problemas con que el genial relato desafía el interés de los críticos. En primer lugar, el del autor: no sabemos ni quién ni qué fue. Sólo que conocía las tierras por donde corre sus aventuras el protagonista; que poseía cierta cultura clásica; y que se aplicó a la sátira antieclesiástica, de abolengo medieval, orientada ahora más intensamente hacia la crítica de la credulidad popular. Bataillon negó al autor la condición de erasmista; Ayala asiente a medias: de hecho, no militaba en el bando hostil a Erasmo, antes bien, participaba de la modernidad religiosa burguesa patrocinada por él. Es lástima que Ayala no pudiera tomar postura ante la interpretación del anónimo como un «outsider», tal vez semita según postuló Américo Castro, a la que algunos nos hemos acogido, en la medida en que permite entender el texto coherentemente.

El carácter «burgués» de la novelita, más evidente, según Ayala, en la intención del autor que en la ejecución, donde la nueva actitud carecía aún de posibilidades artísticas, se revelaría de modo palpable, según el crítico, en la afirmación final del prólogo, en que Lázaro antepone la dignidad que se alcanza con el trabajo propio frente a la heredada con la sangre. Confieso mi dificultad para compartir ese punto de vista. Las afirmaciones todas del prólogo las hace, no lo olvidemos, un maridillo deshonrado a quien sarcásticamente se le atribuye el propósito de alcanzar honra escribiendo (algo cuyo desatino proclamaba el propio autor, ocultándose). Y el buen puerto a que dice, en la frase final, haber llegado con su esfuerzo, es el del deshonor y la miseria del oficio de pregonero. Creo que toda la introducción, leída ahondando como allí mismo se prevé, revela un repudio absoluto de todos los valores vigentes en la sociedad cristiana; y que nada de lo que dice puede atribuirse a buena fe. En un determinado momento Ayala, inquieto por esa sospecha, se pregunta: «¿Acaso no pudiera haberse añadido aquella última frase al texto [...] con el propósito de tender un puente, convirtiendo en sarcasmo mediante un giro muy acre, desesperado, lo que en el prólogo está escrito con tono absolutamente serio?». Sin duda fue añadida con ese propósito; pero él parece pensar en una mano ajena, y yo no creo que hubiera cambio de mano: en mi opinión, allí están la clave del Lazarillo y de su autor.

Pero si, en lo relativo a la interpretación del sentido, el denso ensayo de Ayala cumple el principal objetivo hermenéutico de suscitar divergencias e inducir perspectivas diferentes -destino de todo texto genial es su irreductibilidad a un solo entendimiento-, pocas ocasiones para disentir ofrece los análisis de otros muchos aspectos de la obra. Alguno de estos tan problemático como el del desajuste entre la elaboración de los tres primeros tratados y la rapidez y hasta desaliño con que se desempeñan los posteriores, admite la explicación adoptada por Ayala: se debe a que el Lazarillo se publicó en estado de borrador o primera versión no definitiva. Posteriormente se han propuesto otras no más demostrables. Con notable intuición, sospecha el autor que la división en capítulos y sus respectivos títulos no son responsabilidad del autor; los argumentos con que lo sustenta, han sido fortalecidos por un reciente estudio de Francisco Rico que los confirman Hay muchos puntos más en que la agudeza de Ayala ilumina asuntos controvertidos o da pie a la controversia. Lástima que la amplitud del libro no permita mayor detención.

La preocupación por Cervantes ha sido constante en la vida intelectual del autor. De ella dan testimonio los nueve ensayos publicados entre 1940 y 1965 a él y a su obra consagrados. En conjunto, constituyen una importante propuesta de comprensión. Entre el alcalaíno y su principal criatura habría una cierta correspondencia de situación, por en cuanto ambos están disociados su vivir y el ambiente en que éste transcurre. En don Quijote, mediante el artificio de la locura y su enajenación en los caballeros andantes, alienta el ethos medieval caballeresco, en contraste con una realidad bien distinta; Cervantes, por su parte, vive un intenso drama de conciencia, al verse desplazado de los ideales vigentes en su juventud -¡qué sugestivo el entendimiento de la novela del Cautivo a la luz de esta interpretación!- hacia los conflictos intelectuales de la Contrarreforma. La locura quijotesca, enfermedad de secular prestigio sacro, es, paradójicamente, vehículo de «una razón superior sustraída a toda demencia». A través de ella, el hidalgo pasa de su pobre condición a la de héroe mítico, defensor de un ideal superior pero desplazado ya de su tiempo. Categoría que, por cierto, alcanza, sin que, a diferencia de otros mitos, le haya precedido una larga gestación en la conciencia popular: nace exactamente en 1605.

Es muy clarificadora la diferenciación de las peripecias del Quijote en tres esferas de la realidad que hace Ayala: el de las gentes del común que en la novela pululan; el de los personajes excéntricos, arrebatados por un ideal normalmente amoroso; por fin, el plano «trascendental», correspondiente al mito quijotesco. El autor hace agudas reflexiones sobre el segundo de estos planos -que es el de la alta cultura de la época, y, por tanto, menos accesible para el lector medio actual-, que prueban luminosamente su íntima coordinación, y hasta necesidad, con los demás componentes del libro. De interés especial son sus consideraciones sobre los relatos intercalados, y su plausible referencia a las Novelas ejemplares, cuyos elementos son idénticos a algunos que Cervantes combinó para crear su mito, en la que es primera novela moderna. Alcanza esta condición, por cuanto en ella un sujeto, cuya capacidad de comprensión no permanece inmutable, se enfrenta con el orbe de los valores universales. Y así, «el Quijote alcanza la universalidad, no desde el plano de lo humano-general, sino a partir de una singularísima estructura político-social dada en el tiempo y en el espacio».

De singular interés son las páginas consagradas a la captación del alma compleja de Quevedo, que constituyen, probablemente, la mejor etopeya hecha hasta ahora del gran escritor. Una fina auscultación de su vida y de su obra le permite diagnosticarlo como un tímido que acude a dos escapatorias polares y radicales; por un lado, hacia la procacidad, el sarcasmo y la misoginia; por otro, a la extremada sutilización del sentimiento amoroso. El envilecimiento de la mujer, y, a la vez, su elevación a un plano inalcanzable, son modos de sustraerse al riesgo de una relación «normal», de la que se sentía excluido por su profunda inseguridad, fundada, sobre todo, en sus defectos físicos. A ese fondo de angustiada timidez, remite también el crítico la devoción y fidelidad de Quevedo al poderoso Osuna.

Otros ensayos más dedicados a Quevedo, acompañan a ese luminoso trabajo interpretativo. El soneto «¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿dirélo?», inspira a Ayala agudas consideraciones sobre el tema de la realidad y el sueño en la época barroca. El examen que hace de aspectos diversos del Buscón me da ocasión para coincidir profundamente con él; no conocía yo su ensayo cuando afirmé que aquel relato era, sobre todo, un juego de ingenio -opinión rebatida por varios «trascendentalistas» británicos, pero apoyada por Bataillon, R. Lida o F. Rico-; ni cuando examiné cómo Quevedo inventa, en el sentido retórico del término, a partir del lenguaje. Ambas cosas, y otras más, confirman los estudios quevedescos de este libro.

Con el examen de aspectos de El burlador de Sevilla, El vergonzoso en Palacio y La vida es sueño concluye la parte de la obra, la mitad justa, dedicada a la literatura clásica. Es muy sugestiva la consideración de don Juan, no como simple gozador de mujeres -las aborrece, realmente - sino como el debelador gratuito de la sociedad humana, el Enemigo, que, incluso al borde mismo de la muerte, juega temerariamente con su propio destino, y con el que es posible identificar nuestra propia insurgencia contra lo estatuido. Pero sólo hasta que advertimos cómo ha llegado demasiado lejos, y lo abandonamos confortados por el orden restaurado con su condena. En el segundo de estos ensayos, hace Ayala un delicado análisis de los juegos eróticos en la comedia tirsiana. Por fin, el tercero reivindica la profunda calidad psicológica y estética de Segismundo, que el Menéndez Pelayo juvenil había descalificado al observarlo con la óptica del realismo novecentista. En el desventurado príncipe, se dramatiza, con una retorización deslumbrante, el complejo proceso que conduce al Hombre, desde su natural fiero, a la condición humana, y a cuya redención contribuye de modo esencial y necesario el amor. No sólo de él se ocupa Ayala: restituye su importancia a personajes menos observados por los críticos: Rosaura, el rey Basilio -un intelectual gobernante- y el antiheroico Clarín. Cuentan estas páginas entre las más sutiles y penetrantes del volumen.

Son muchas, e intensas también, las que tratan de Galdós, escritor con quien empieza el examen de modernos y contemporáneos. Rezuman especial simpatía hacia aquel genio que tan maltratado fue por sus inmediatos sucesores, y en quien el tiempo ha reconocido inmensa grandeza. Las reflexiones del crítico novelista ante su antecesor atienden a muy diversas cuestiones: la instalación del narrador como testigo y miembro de la sociedad burguesa, la deuda de Galdós con Cervantes, el ejemplo que éste la proporciona en el juego de los narradores que cuentan los sucesos de Torquemada... Pero una de esas cuestiones es central: la del realismo decimonónico español, que tan equivocadamente buscó sus antecedentes en el relato picaresco y cervantino. Los deslindes que establece Ayala, fundados en cotejos muy pertinentes, contribuyen al esclarecimiento de aquel ambiguo concepto historiográfico, pero más todavía a la postura del propio Ayala ante la realidad novelable y el modo de captarla literariamente.

Esta aparece aún más explícita al ocuparse, con íntima simpatía, de Miguel de Unamuno, que se entrega a la novela porque no halla en la filosofía académica las vías para exponer su personal interpretación de la vida; es la novela, viene a decir Ayala, el cauce que, por excelencia, permite tal ejercicio; en él, consiste, en definitiva, el arte de novelar. Perfectamente hace ver las diferencias entre el vasco y Sartre, que simultaneó los tratados filosóficos con la creación literaria: ésta ilustra su sistema, mientras que, en el caso de Unamuno, lo constituye. El gesto resuelto e indisciplinado con que compone las narraciones, corresponde a su posición filosófica fundamental, que excluye la razón y sitúa al individuo ante su verdadero e irresoluble problema: el que incoa la muerte. No se olvida el autor de registrar las deudas de don Miguel con su inmortal tocayo alcalaíno. En realidad, la presencia de Cervantes en todo el relato posterior es el principal «leit motiv» de Las plumas del fénix.

Ni las glosas tan sumarias que acabo de hacer a capítulos esenciales del libro, puedo ya dedicar a los restantes, no menos sugestivos. Así, el que se ocupa de «Azorín», modelo de objetividad frente a la violencia con que su vagabundeo político se condenó en hasta hace poco -ahora se le da por inexistente-; piensa con razón Ayala que comparte una actitud provocadora con los otros escritores del 98; el gran prosista alicantino, con sus transgresiones, lanzaba un desafío a la ortodoxia intelectual del momento, desde una percepción nihilista y escéptica de la realidad, que se sublima mediante un arte exquisito. Tras este estudio, el dedicado a otro radical inconformista, Valle-Inclán, el genial histrión, cuyas extravagancias constituyen unidad con la absoluta religión de la Belleza que profesó, y cuyo evangelio escribió en la Lámpara maravillosa.

Vienen después los ensayos que se ocupan de Antonio Machado, de Ortega, de Pérez de Ayala, de Azaña...: los hemos enumerado arriba. Sobre todos ellos emite el autor juicios sutiles, agudos, originales, resultado de una verdadera y larga convivencia afectiva con ellos, basada en la admiración y, muchas veces, en la amistad. Son, por ello, preciosos los testimonios que de sus personas ofrece.

Como hemos dicho, los trabajos agrupados en este volumen han sido escritos en épocas y con ocasiones muy diferentes. Son, a veces, estudios largos; en otras, se advierte su carácter circunstancial. Hay, alguna vez, reiteraciones: cuando un pensamiento está bien constituido, no puede reaccionar de modo distinto ante el mismo problema. Y el de Ayala lo es: la literatura, la novela más concretamente, sólo es «buena», lo es con plenitud, cuando una mente se expresa por ella en libertad y con sinceridad. Es vano, por tanto, el intento de desligar la obra de su creador; tampoco debe explicarse sólo por éste: hay otros factores que contribuyen a su nacimiento. Pero, en cualquier caso, no lo hacen directamente, sino tras haber impregnado la mente del escritor.

Considerar las obras desde esta perspectiva no es tarea fácil; tal vez por ello, los tecnócratas de que antes hablábamos lo proscriben. Hacen falta dotes singulares de psicólogo, de historiador, de sociólogo... y de artista, que Ayala reúne de modo eximio. En todas las páginas de Las plumas del fénix resplandece su extraordinaria serenidad, no exenta de pasión para expresarla, aliada con una experiencia vital y un bagaje intelectual absolutamente excepcionales. Añádase un lenguaje que enriquece la argumentación con la belleza de una exactitud sin exhibiciones, y que racionaliza los juicios con renuncia a imponerlos o contagiarlos. Crítica resueltamente de valores, a contrapelo de la moda aséptica.

No vacilo en recomendar su lectura, no sólo a los profesionales de los estudios literarios, sino a cuantas personas consideran que la literatura es algo más que mero pasatiempo o adorno de sus ocios. Recorrer largos trechos de ella en la compañía de Francisco Ayala constituirá para ellas un privilegio.

9 de diciembre de 1990.





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