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Con pena y sin gloria

Chiquita Barreto Burgos



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ArribaAbajoPresentación

Las voces plurales de Chiquita Barreto


Juan Manuel Marcos


En el volumen IV, Nº 1 (1986) de Discurso literario, una revista de temas hispánicos que fundé en los Estados Unidos, apareció un cuento, titulado «Judit vencida», firmado por Chiquita Barreto. Debajo del nombre de Chiquita, como era costumbre en nuestra sección de Creación, se indicaba entre paréntesis el país de origen de la autora: Paraguay.

La revista circuló, como siempre, en su medio natural: bibliotecas universitarias, hispanistas, estudiantes de posgrado, escritores. Por mi parte, continué participando en diversas reuniones académicas. Me llamó la atención que muchos colegas, sabiendo que yo también era paraguayo, me preguntaban quién era la autora de «Judit vencida», sobre su obra, sus antecedentes literarios. Confesaba con vergüenza que yo no tenía la menor idea. Les informaba que una subscriptora de la revista, residente en   —6→   Curitiba, Luli Miranda, nos había remitido el original a nuestra redacción, y que el cuento había sido procesado de la manera habitual por nuestro Consejo Editorial: los dos lectores habían elogiado el texto y recomendado calurosamente su publicación.

Estos colegas, de un mosaico de países americanos, elogiaban entonces la madurez del tejido narrativo, la fuerza del estilo, la autenticidad de la expresión. Naturalmente, me quedé con muchas ganas de saber quién era Chiquita Barreto. Y un buen día, estando yo de visita en Asunción, ayudando a preparar lo que sería el Simposio Latinoamericano del IDIAL, apareció por mi oficina una joven y esbelta señora, de mirada inteligente y dulce, que se presentó como la autora del cuento. Venía de Coronel Oviedo, la ciudad donde reside. Me emocionó el encuentro, y la felicité. Le dije que su prosa valía mucho, y que debería escribir más cuentos y publicarlos. Le dije que el Paraguay necesitaba mucho de voces jóvenes como la suya, donde se reflejaba tan vibrantemente la problemática de la mujer.

Pasó el tiempo, y hace unos días mi amigo, el escritor y editor Rafael Peroni me mandó esta colección de dieciocho textos narrativos de Chiquita Barreto, con el pedido de que los leyera y los   —7→   prologara.

Los leí de un tirón y ahora los prologo con gusto. No sólo con gusto, sino también con responsabilidad: quisiera pues consignar algunos elementos del arte de Chiquita que me parecen singulares y admirables en el contexto de nuestra narrativa. Son tres.

En primer lugar, el estilo. No hay escritor auténtico sin un cuidado delicadísimo de su propio material: el lenguaje. El estilo de Chiquita es desnudo, preciso, eficaz. Espontáneo pero sin ligerezas coloquiales. Elaborado pero nunca narcisista. A través de ese estilo, ella teje sus técnicas de primera persona, como en «La venganza» o en primera persona, como en el magistral cuento «Los notables».

En segundo lugar, el referente social. Sin didactismo mesiánico, la sociedad se refleja en los cuentos de Chiquita Barreto con una persuasiva fidelidad. Sus retratos humanos descubren el rostro crispado de una comunidad donde no se han cerrado todavía las heridas de la prepotencia, el egoísmo y la corrupción. Hay que ser valiente y sensible para no hacer concesiones, y la autora profesa ambas virtudes.

En tercer lugar, el protagonismo de la mujer. Lo femenino en Chiquita Barreto se transparenta en forma triple: en sus   —8→   personajes mujeres escalofriantemente auténticos, en su visión del mundo solidaria y esperanzada y en un lenguaje genuinamente abierto y comunicativo. La mujer está llamada a ser la gran protagonista de nuestro futuro en el Paraguay, como ya ha sido sin duda una gran protagonista olvidada y discriminada de nuestro pasado. Y estas voces plurales de Chiquita Barreto anticipan, como una profecía en llamas, esa luz que se levanta en el horizonte.

El lector juzgará libremente si valía o no la pena de que publicáramos en Discurso el cuento de Chiquita. También juzgará si valía la pena de que Rafael publicara esta colección. Lo único que podemos confesar, Rafael y yo, es que no estamos para nada arrepentidos.





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ArribaAbajoPunto de referencia

Me despierta el rumor de la lluvia: me levanto sin hacer ruido. Todavía está oscuro, pero no quiero volver a la cama. Me acerco a la ventana a mirar la lluvia que cae mansamente, lentamente, con la monotonía de la canción de una madre cansada que trata de hacer dormir a un niño enfermo.

Una tristeza antigua me sube a la garganta. Una nostalgia indefinible me empuja hacia afuera, como si empapándome de lluvia pudiera descifrar esta congoja absurda.

Sin prisa me visto: una camisa y un viejo pantalón de mi marido, unas medias de lana y unas alpargatas. En mi casa todos siguen dormidos.

Salgo a la calle.

Soy otra.

Al llegar a la esquina ya estoy empapada, menos mis pies que siguen secos y calientes.

Parece que lo único que me asemeja ya, a la mujer que un rato antes miraba la lluvia detrás de la ventana son esos pies calientes y nada más.

No necesito decidir adonde ir. Voy   —10→   hacia cualquier lado. Voy a la lluvia a buscar el origen de mi tristeza, que no es nueva ni vieja, sino antigua.

El agua me corre por la cara, baja por mi cuerpo, hace canales para recorrerme.

Camino y camino, no sé hacía donde, ni me interesa. No quiero llegar a ningún sitio. Sólo me importa la lluvia. Esta lluvia mansa que me envuelve, y la plenitud que se instala dentro mío.

Tengo alas. La lluvia me hace ligera; camino volando por el borde del asfalto oscuro. La poca gente que pasa a mi lado me mira con asombro. ¿Será por mis alas? Sé que no tengo alas, pero debo dar la impresión de tenerlas.

Los coches pasan salpicándome con el agua negra del asfalto: la lluvia me lava enseguida.

No me dirijo, me dejo llevar.

Me siento niña.

Pienso en mis hijos como extraños y lejanos a mí. Ni siquiera sé si tengo hijos, si existen. A lo mejor no los tengo. Vagamente recuerdo a una mujer blanca y grande de manos muy pequeñas, apretándome el vientre, mientras me dice suave, pero firmemente, ¡fuerza! ¡fuerza! que ya viene, y un rato después me muestra un cuerpecito rojo, sanguinolento, atado todavía a mí por un largo y palpitante cordón, que ella corta,   —11→   dejando un pedazo unido al cuerpecito, que asustado quizá por la mutilación, o por la violencia con que llega al mundo, se hecha a llorar. Recuerdo que yo amé ese llanto, y que luego un cansancio gozoso me adormeció.

Después sólo este camino sin árboles y esta lluvia, mojándome todos los rincones del cuerpo, hablándome. Este murmullo que no entiendo, como si fuera un idioma desconocido y dulce.

Mi cabeza es como un aula que poco a poco va llenándose con el barullo de los niños. Después -como siempre- vendrá el orden y el rumor confuso se volverá palabra, tendrá sentido.

Camino y camino.

No sé cuanto tiempo llevo andando. No estoy cansada. Mi cuerpo es leve como la pluma y mis pies caminan sin tocar el suelo.

Estoy en un lugar desconocido, y los niños van a la escuela vestidos de paloma. Me miran extrañados, me tienen miedo. No sé porqué, si yo también soy paloma. Es cierto, estoy mojada, pero una paloma es siempre inofensiva, mojada o seca.

Quiero hablarles. Pero huyen.

¿Dónde estarán mis hijos? Han huido también. Son desertores. Se escaparon de la infancia. Ya no podrán caminar bajo   —12→   la lluvia sin que les miren con espanto o pena. Yo he decidido volver a ella, voy a ser hija de mis hijos. Me plancharon el guardapolvo, y me darán de comer pasado por agua, antes de ir a la escuela, y yo levantaré mi pequeña mano de niña para despedirme.

No recuerdo haber llegado aquí. Estoy acostada en una cama que no es mía, y que huele a miseria, el olor a miseria es horrible.

Me levanto y miro. Hay ocho camas más, idénticas, separadas por pequeñas mesas de madera pintadas de un gris enfermizo: las que están en los extremos no tienen mesa.

También las siete mujeres que ocupan las camas son idénticas a mí, no se porqué, pero al mirarlas me veo repetida en cada una de ellas.

La sala es grande y la mezcla de olores me recuerda a los zoológicos. Un olor absurdo en esta gran claridad amarilla, que viene del techo como la llamarada de un gran incendio.

Las ventanas son estrechas y altas y sucias y rotas, sin embargo la puerta es ancha, maciza y limpia.

Una mujer se saca el camisón y se queda sin nada, porque abajo no tiene nada. Me duele la desnudez de su cuerpo marchito, surcado de cicatrices. Lentamente   —13→   yo también me desvisto, y por un momento dejo que me miren y el dolor se me esfuma, siento que al mostrarles mi cuerpo desaparece toda desconfianza.

Establecido el pacto me visto de nuevo.

Un rato después, entra una mujer gorda, arrastrando un carrito con un enorme tacho humeante. Todas se movilizan, y en un momento, cada una levanta un jarro como si amenazaran con ellos.

La mujer gorda deja el carrito. No hace caso de los jarros amenazadores. Se acerca a la mujer desnuda y la viste. Luego me da un jarro igual al de las demás. Sin decir nada, como si ella fuera muda o nosotras sordas nos da a cada una, tres galletas, pesadas de humedad, después va cargando los jarros, sin llenarlos, con un líquido caliente que no es negro ni rubio, sino del color del agua turbia. Pruebo el contenido de mi jarro y me gusta. A pesar de que sabe más a trapo que a café, me gusta. Es dulce y su calor envuelve mi cuerpo. Me como una galleta mientras miro las cabezas peladas -porque todas, también yo, tenemos el cráneo rasurado- sopeso en mi mano las otras dos y me decido: tiro una a la cabeza más próxima. La dueña de la cabeza me mira, sonríe y me responde.

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Ya la mujer del carrito desapareció detrás de la gran puerta y la sala se transforma, pierde su tristeza se esfuma su olor y una alegría salvaje se instala adentro. Algunas patinan detrás de los proyectiles. Una galleta pega contra la ventana y un pedazo de vidrio se desprende estrellándose con gran ruido en el suelo.

Entra inmediatamente un hombre grande, que al parecer estaba esperando sólo esa señal. Todas se quedan quietas, mirando el suelo avergonzadas. Él no dice nada. Nos recorre el rostro con mirada severa. Yo levanto del suelo una galleta, le tiro a la cabeza para que sus ojos dejen de taladrarnos, para que entienda el juego. Pero no. No le gusta. Con dos pasos que parecen saltos, se me pone atrás y me sujeta los brazos con fuerza, y así me saca por la ancha puerta.

Me lleva a otra sala.

Esta es pequeña y oscura y tiene una sola cama.

Me acuesta, me ata y se va cerrando la puerta.

¿Será que ya no llueve? ¿Y mis hijos? ¿Y los niños que iban a la escuela y me miraban con miedo?

Ya no estoy amarrada. Un foco pende del techo y esparce una tenue luz que desdibuja los objetos de la habitación.

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Oigo ruido. El hombre grande abre la puerta y entra.

Se sienta en mi cama, me levanta el camisón y me inspecciona una herida en el muslo con el mismo gesto con que anteriormente me había atado a la cama, y vuelve a salir cerrando la puerta con llave.

Me levanto y descubro una hoja sujeta con esparadrapo al respaldo y que tiene los siguientes datos:

Nombre y apellido: Eliodora Santacruz.

Edad: 56 Años.

Profesión: Maestra (Jubilada)

Estado civil: Soltera.

Número de hijos: No tiene.

Lugar de nacimiento: Maciel.

Sigo leyendo, sin pensar en lo que leo, no sé quien será esta Eliodora Santacruz de profesión maestra jubilada; de repente me llega nítido el recuerdo de la partera, una mujer grande y blanca de manos muy pequeñas que me aprieta el vientre y me dice: ¡fuerza niña! ¡fuerza! que ya viene.



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ArribaAbajoLa niña muda

La señora la mandó traer a la casa al fallecer la madre; para que no fuera a parar al hogar de niños abandonados. Además, ciertas sospechas la obligaban a ser generosa. La difunta había servido algunos años en su casa, y la edad de la niña, mas ciertos rasgos1 sutilmente familiares, indicaban que podría ser el resultado de algunas travesuras de sus hijos.

Hubo sin embargo, sorpresa en la familia por tan repentina decisión. ¿Por qué a su edad debía cargar con semejante responsabilidad? La señora no estaba vieja, distaba mucho de eso; pero sus hijos ya habían crecido, estaban todos casados, y era ya tiempo que descansara. Y una niña de corta edad da trabajo. Pero como siempre, nadie se opuso abiertamente y la pequeña se quedó ahí.

Para que en el futuro no tuviera dudas de cual era su lugar en la casa, colocaron otra camita en el cuarto del fondo junto al de la empleada, y la niña comprendió rápidamente que más le valía no llorar de noche y tampoco de día. Era una criatura silenciosa. En realidad casi no se la sentía.

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Había demasiado prohibiciones para ella, y las transgresiones tan severamente castigadas, que optó por quedarse sentadita en su sillón chupándose el dedo gordo del pie izquierdo, pero eso también fue rápidamente combatido, la empleada, por orden de la señora le untó primero con limón y como no fue suficiente para hacerla desistir de tan mal hábito, tuvo que recurrir a la pimienta blanca hasta que dejó de hacerlo.

A más de ser silenciosa era una niña quieta, porque las nenas no pueden andar cabezudeando, montando palos de escobas o trepándose a los árboles, tienen que ser finas y recatadas, yo le voy a inculcar las buenas costumbres.

El tiempo pasó rápidamente y Antonia -ese era su nombre aunque ignoraba su apellido- creció y creció. Por razones obvias eso no le estaba prohibido.

Se estiró como si la soplaran. Su cuerpo se ensanchó, reventando las costuras de sus vestidos. Era ya muy útil en la casa -dentro de poco no necesitaré doméstica, con lo difícil que resulta en estos tiempos conseguir servidumbre, comentaba la señora-.

Con el tiempo todos se sintieron felices. Era bueno ser generoso -que sería de ella si no fuera recogida a tiempo-.

Los domingos se reunía la familia   —19→   completa. Los hijos, las nueras, y los nietos. Entonces el caserón se llenaba de voces y risas, que morían justo al anochecer.

Nadie la maltrató nunca, salvo los justos castigos para su formación; al contrario, todos se hacían servir amablemente por ella.

Se convirtió en una señorita. Y todas las mujeres de la familia le hacían regalos: vestidos pasados de moda, zapatos que quedaban grandes o chicos.

La señora se enternecía con la bondad de sus nueras y de sus hijos -te das cuenta de tu suerte mi hija, le decía con frecuencia, no te falta nada, todos te tratamos bien, y el domingo hasta te invitaron a comer en la mesa, aunque yo no estuve de acuerdo, para que te voy a mentir. Cualquiera te envidiaría. Y tenés la belleza propia de mi familia, no vayas a desvariar pensando tonterías, te parecés a nosotros porque te criaste con nosotros. Realmente si pensás bien tenés tanto que agradecernos.

Antonia siempre la escuchaba sin replicar, sin ningún gesto como si no le hablaran a ella. Pero la señora, entusiasmada por su propia bondad, no se fijaba nunca en el silencio, que era su única rebeldía.

Y era tanta su rebeldía, que jamás   —20→   volvió a hablar más que a solas. Por las noches cuando se encontraba en el cuartucho, mal ventilado y pero iluminado, que en los últimos tiempos era de ella sola porque en la casa se había prescindido de los servicios de la empleada, masticaba a grandes voces su protesta, conversaba con los fantasmas macilentos de las paredes, y su voz sonaba extrañamente grave en el caserón vacío, del cual sólo le pertenecía el cuarto más estrecho y húmedo y el viejo colchón que todavía guardaba el olor a orín de su solitaria infancia.

Una noche salió con el panadero de enfrente y no volvió.



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ArribaAbajoLa hija del héroe

Del héroe cuentan hazañas increíbles.

Los textos escolares dicen que murió dos veces. Tal vez tuvo más muertes, porque sus cenizas, consideradas -reliquia de la patria- están repartidas en todas las plazas -siete en total-, que para el efecto tienen unas pequeñas urnas, artísticamente trabajadas, y resguardadas día y noche por escuálidos soldaditos somnolientos, arqueados por el peso de fusiles oxidados.

Su primera muerte fue durante la «gran guerra», de la cual resucitó para volver a morir tan gloriosamente, en otra guerra llamada «guerra chica».

Entre su primera muerte -que algunos consideran como una táctica guerrera, y otros un milagro a través del cual Dios confirma que la razón y la verdad está de nuestro lado (del lado de aquí), convirtiéndose de ese modo en el adalid de nuestras fuerzas (que ya no eran tan fuertes)- y la segunda, pasó un tiempo considerable, suficiente para gozar de los placeres de la vida.

En ese largo ínterin, se casó con la mujer más codiciada y tuvo con ella dos   —22→   hijas. Nadie recuerda en qué época murió su mujer, ni siquiera las hijas; de ella la historia sólo cuenta que al tiempo de unirse en matrimonio con el héroe resucitado, era la más codiciada. El tiempo se encargó de borrar de ella lo codiciable y la arrinconó en el olvido. También las hijas quedaron olvidadas después de la segunda y definitiva muerte.

Resucitaron en la memoria colectiva, el día que por un decreto se resolvió que el pueblo llevara el nombre del héroe, preclaro hacedor de victorias guerreras, representante genuino de esta raza invencible, que como el ave mitológico resurgió de sus cenizas para hacer una segunda ofrenda a la patria de su vida y su juventud, porque a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra guerra, él volvió tan joven como la primera vez.

Por el mismo decreto, en el artículo tercero se resolvía pasarle a las hijas una suma mensual, para una vida digna y decorosa como corresponde...

Las dos mujeres y su numerosa prole vivían malamente organizando espectáculos con gallinas amaestradas, y criando, comprando, cambiando, vendiendo, a veces robando animalitos famélicos como ellas.

Al acto de homenaje organizado en el aniversario de la muerte definitiva, que   —23→   coincidía con el fin de la guerra chica, se solicitó, se exigió, se imploró la presencia de las hijas.

Extraoficialmente se hablaba de una grata sorpresa para ellas.

Las dos viejitas se presentaron con sus hijas y nietas. Ambas tenían varias hijas y éstas tenían otras tantas. Era un pequeño ejército macilento: todas parecían ancianas. Aún las niñas pequeñas semejaban ridículas miniaturas de viejas, con su triste expresión de desamparo.

Tenían la cara empolvada de blanco y la boca pintada de rojo intenso. Sentadas en el palco de honor junto a las autoridades y sus elegantes esposas, fijaron sus ojos en algún punto lejano, y pensaron al mismo tiempo para darse fuerza, en el chanchito que estaban engordando.

Empezaron los discursos, y llegó la hora de la sorpresa.

Se les entregó en dicho acto un título de propiedad de dos hectáreas de tierra, un arado y el cheque.

La hija mayor -que tenía setenta y cinco años- recibió los documentos entregados por el Intendente, el orador principal del acto. Luego éste le estrecho la mano de metacarpos endurecidos y casi desnudos bajo la piel manchada y transparente. La sintió húmeda y fría y pensó que sería por la emoción de recibir   —24→   el primer cheque de la mensualidad asignada y por sobre todo por tocarle la mano, pero entonces vio los ojos extraviados, vio que el cuerpo de pajarito disecado iba cayendo como en cámara lenta, todavía agarrada de su vigorosa mano.

Murió.

Inmediatamente se dispuso el traslado del cadáver, para ser velado, con las honras debidas, al salón de actos del palacete municipal.

El cheque volvió a la vigorosa mano para contribuir a las honras fúnebres.

Se decretó duelo oficial por ocho días.

En el turundundún desaparecieron el arado y el título de propiedad.

Nadie sabe qué pasó con las dos hectáreas, el arado volvió, pues ninguno de los empleados tenía interés en él. Quedó en el jardín del palacio, para testificar el espíritu generoso de la generación presente, a las generaciones futuras.

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Imagen de «La hija del héroe»



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ArribaAbajoBuenos recuerdos

(A Lulí)

A veinte años de su viudez, había desechado los malos recuerdos, dejando solamente los escasos momentos gratos que con el tiempo habían crecido, hasta convertir al difunto en un hombre casi perfecto. Al ir adornando la imagen del hombre que fue su marido, ella también fue creciendo en plenitud.

Había enterrado su odio hacía ya tiempo.

Soportó años de infierno al lado de un tirano grosero y cruel. Los tres últimos haciendo de enfermera, con un odio tan grande que hasta despierta soñaba con su muerte.

Fue un tiempo el soltero más codiciado; era rico y por lo tanto poderoso. Las madres con hijas en edad de merecer deliraban por él.

Cuando al atardecer bajaba del pueblo hacia los rancheríos, montado en su caballo negro, lo comparaban con el apóstol Santiago, aunque dudaban si el apóstol montaba un caballo o un burro.

Las muchachas se le cruzaban aparentando indiferencia. O provocándole   —28→   abiertamente, aconsejadas por ingenuas madres. Él conocía esas tretas, y fingiendo inocencia sembraba sus vientres sin comprometerse.

La vio a Elena por primera vez, una siesta caliente, regresando de la escuela con el moño desecho. Tendría ella alrededor de los catorce. Él había cumplido 40. La vigiló de lejos por un tiempo así descubrió el rancho donde vivía. No era hombre de andarse con vueltas, un día le siguió, llegó a la casa, y pidió que le pusieran precio, aunque no estuviera en venta, porque él iba a comprar a la niña. La abuela fingió indignación, pero fijó las condiciones de entrega.

Una modesta suma mensual y matrimonio ante el juez y el cura. Aceptó. La niña parecía de buena raza, bien alimentada y cuidada le daría sin dificultad algunos hijos legítimos, sanos y hermosos.

Nunca llegaron los hijos. Los bastardos repartidos por el pueblo no lograron siquiera su apellido. A veces les daba algún conchabo o permitía a su mujer traer alguna sirvienta, con menos paga que los que no llevaban su sangre.

Con el tiempo llegó la enfermedad y Elena que lo odiaba siendo fuerte lo odió con más intensidad al verlo con la soberbia apaciguada por la impotencia. Él la amó. Amó la firmeza de su odio.

Durante los tres años que duró su   —29→   postración, ella lo cuidó ejemplarmente. Gozaba viéndole prisionero en sus propios dominios, como si fuese él y no ella el que alguna vez fue vendido.

Todos los días mientras le bañaba, con infinita paciencia, limpiando los pliegues más recónditos de su cuerpo, con un trapo suave para no lastimarlo, como si se tratara de un cuerpo amado, le repetía cariñosamente que se estaba preparando para el gran día; el día de su muerte, y le contaba cada detalle del programa preparado por ella.

Hacía lavar mensualmente el cortinado y una vez a la semana hacía lustrar todo objeto susceptible de adquirir brillo, y ella a su vez se preparaba con secreto regocijo a cumplir cabalmente su papel de viuda desconsolada.

Un año antes cuando todavía era noticia la enfermedad del gran señor -que a la hora de su muerte hacía ya tiempo que estaba muerto en la memoria del pueblo- ella compró media docena de vestidos de luto, ricamente adornados, como correspondería a la viuda de un hombre acaudalado.

Pasaba largas horas sentada a la cabecera del enfermo, a quien lo único que le quedaba vivo eran los brazos y la conciencia. Él a veces, quizá recordando otros tiempos introducía sus manos húmedas y frías, bajo las faldas   —30→   de su mujer, tratando de aprisionar un pedazo de esa carne todavía joven. Ella lo dejaba hacer un rato y luego se le escapaba, para volver con sus galas de viuda. Cubría su larga cabellera con un tul, dejando al descubierto sólo el rostro, y lo acercaba resplandeciente al otro ajado, y musitaba en su oído como una oración: -así estaré vestida en tu honor dentro de poco tiempo, voy a mojarte el pecho con mis lágrimas, y nadie más que yo y vos sabremos que lloro de alegría. Pero lo que vos sepas ya no tendrá importancia. Luego lo dejaba solo, entonces él sentía un agua tibia y salada resbalársele hasta la boca. Lloraba su muerte por anticipado, sabiendo que nadie lo lloraría y una pena tan grande descendía sobre él hasta sumirlo en la inconciencia que era una forma de consuelo.

Un día amaneció muerto, y ella cumplió su papel a cabalidad.

Pasó el tiempo, y Elena inventó para ella y para quien quisiera escucharla una historia diferente.

Ahora es feliz con el recuerdo de un hombre que no existió.



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ArribaAbajoNémesis

Al principio no llamó la atención. Cuando los carpinteros desarmaron el escenario ya ella andaba corriendo y cantando a gritos o ensayando torpemente unos pasos de baile con sus toscos pies de campesina, tarareando bajito la misma cancioncilla: pobre mi niñito mí, lará larí se fue de mí, mi corazón mi camba'i, como me duele mi corazón, se fue de mí, larí larí, pero vendrá con una espada sobre el caballo de San Jorge, larí larí.

La mujer subía y bajaba la calle de la catedral, deteniéndose más tiempo en el lugar donde habían instalado hacía poco tiempo el palco de honor, para el reparto de juguetes -como se venía haciendo desde unos años atrás, en homenaje al eterno, cuyo tierno corazón de padre no resistiría que ningún niño quedara sin juguete- estaba allí desde el amanecer sin comer ni beber y parecía que iba gastándose entera, transformándose en un ser irreal, sus ropas al poco tiempo se redujeron a sucios Colgajos sin por eso darle el aspecto de mendiga o loca. Blandía con firmeza, pero sin ira una espada de juguete, igual a las que se les había distribuido a los niños. Todos   —32→   por igual, niñas y varones, habían recibido de regalo una espada y un pan dulce: ambos de plástico. Lo del pan dulce se descubrió, cuando la mitad más uno de los niños se hecharon a llorar, al querer incarle los dientes.

Aquel día la calle de la catedral se colmó de niños desde el amanecer, viejos disfrazados de niños y prostitutas y contrabandistas y parteras y torturadores y gigantes y enanos y eunucos y vírgenes, todos disfrazados de niños y de niños pobres, porque la verdad que en Golondrina no existían pobres, el eterno los había prohibido por decreto, hacía varios años.

Los leales y sus magníficas mujeres ocuparon el escenario alto, pues había dos niveles, el alto y el bajo, este último para los leales de menos rango y su familia y el tropel de mujercitas que alguna vez habían abierto sus piernas con el corazón disparado para conseguir algún sueldito en algún empleo de fantasía y por hacer número en los actos de homenaje al eterno.

La muchedumbre que colmaba la calle, cantando y bailando con la orquesta instalada a un costado del escenario bajo, se interrumpía de vez en cuando para los vigorosos hurras a la era de paz y progreso en este lugar privilegiado del planeta donde hasta los niños al nacer   —33→   ya conocían por el sabor de la primera leche de sus madres, que alguien omnipotente y eterno cuidaba de la felicidad de todos y cada uno.

La sorpresa desagradable llegó al final de la tarde: cuando la multitud comenzó a ralearse y fueron quedando espacios claros, varios niños de verdad estaban tirados por el suelo. Uno muerto y dieciocho heridos.

La noticia fue rápidamente desmentida por un boletín oficial.

El texto explicaba -y las gentes que aún habían estado cantando y bailando, y que con el descubrimiento, corrieron con sus niños casi arrastrados, también testimoniaron, con los ojos desorbitados de terror, que nada ocurrió- que todos los niños volvieron a sus casas, cantando felices, loas al eterno de tierno corazón, que ama a los niños, que ama a las madres, que nunca se enoja, que juega koreko ¡guá! Koreko ¡guá!

Una mujer lejanamente parecida a la de la espada, se abalanzó llorando sobre el cuerpito ya rígido. Unos hombres uniformados, la sujetaron, mientras otros retiraban el cadáver.

El niño apretaba su arma de juguete tan fuertemente, que fue enterrado con ella, esa misma noche, en algún lugar, hasta ahora ignorado.

Al día siguiente un equipo de carpinteros   —34→   procedió a desarmar el escenario gigante, y la calle de la catedral quedó desierta, ocupada por la monótona canción de la mujer: pobre mi niñitomi, mi camba'i se fue de mí como me duele mi corazón. Pero él vendrá junto a San Jorge, mi niñomí traerá su espada, hará justicia, mi camba'i lará larí lará.

A pesar del desmentido oficial, la noticia de la muerte del niño corrió en el mercado y en la iglesia, caminó en punta de pie por las calles céntricas, se metió en las vitrinas y quedó enredado en las pelucas de las maniquíes sonrientes.

Entonces otra noticia hizo el mismo recorrido y volvió a prenderse en la cabellera de crin de caballo de las maniquíes sonrientes: sí un niño había muerto, su madre enloquecida le había atravesado el tierno cuerpo con una espada de juguete.

Tres calles más abajo de la catedral vivían, unos al lado del otro los cuatro leales de alto rango con sus piscinas y sus jardines, con sus amantes etéreas o sus gordas mujeres, los que organizaban todos los actos y dormían sobresaltados de pesadillas.

La mujer como una cigarra seguía cantando su cancioncita de siempre, haciendo malabarismos con sus espadas. Se había transformado en un esqueleto   —35→   de huesos fosforescentes2.

Cuando la última noticia oficial se estaba pudriendo con los repollos y zanahorias en el basurero del mercado llegó otra: los leales habían amanecido muertos atravesados por espadas de juguete.

Sus acongojadas esposas cuentan que vieron bajar del techo un hombre hermoso, y un niño resplandeciente montados sobre un enorme caballo blanco.



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ArribaAbajoObsesión

Desde que vio la casa soñó con ella. Cada vez que disponía de algún tiempo libre pasaba por delante, se quedaba absorto mirándola. Leía y releía el luminoso letrero: Librería La Floresta.

La actitud de Vicentí cambió desde que vio la casa; sus ojos adquirieron un brillo inusitado, como si en el fondo ardiera una fogata de leño seco, y si uno se fijaba detenidamente podría descubrir alrededor de su cabeza de negrito chororí, una levísima aureola.

Cuando miraba aquella casa se iluminaba entero, cambiaba hasta su olor. Bastaba que se quedara absorto delante para que su cuerpito esmirriado, despidiera un intenso olor a incienso y jazmín.

La casa era extraña. Situada justo donde empiezan los migrantes del campo a constituir casitas de cartón y lata -empujados de sus lugares de origen por la falta de recursos, y que paradójicamente formarán el cinturón de pobreza, y aumentarán en las estadísticas el número de marginales- y donde todavía quedan bastantes árboles y algunas pequeñas huertas: eternamente cerrada, parecía   —38→   deshabitada pero tenía el absurdo letrero luminoso que no se apagaba nunca.

¿Fue una librería? No. No era posible, porque se veía antigua, probablemente fue única en aquel lugar y a bastante distancia quedarían las chacras que proveían al mercado de Golondrina.

Era una construcción de madera maciza, fuerte, tipo chalet, enorme, pintada de amarillo y marrón. Tendría por lo menos ocho a diez habitaciones. En el frente un coqueto y extraviado toldo como un gran birrete también marrón y amarillo, y bien arriba sostenido por una torre de madera el cartel luminoso.

Fue la loca idea de comprar la casa, la que le llevó a Vicentí a conectarse con gente rara.

Ganar dinero de cualquier modo, haciendo cualquier cosa, era su objetivo. Había que juntar una cantidad tan grande, que pudiera comprar no solamente la casa sino hasta el recuerdo de sus habitantes, que borrara la tristeza de los niños -si había- por dejar ese patio sombreado, o las alegrías colgadas de los umbrosos árboles.

De algún modo no muy claro consiguió viajar al gran país del norte a cosechar dinero.

Escribía de vez en cuando.

Se había olvidado que tenía hermanos   —39→   y una madre anciana. En sus cartas sólo preguntaba por la casa; si seguía pintada del mismo color, si lograron averiguar quienes eran los dueños, si por casualidad alguien de la casa se llamaba Magnolia Enriqueta, y cosas por el estilo, sin ningún sentido. Explicaba que para él ya nada tenía valor fuera de aquella casa, donde estaba seguro sería feliz.

Allí le esperaba una dicha increíble.

Las cartas quemaban, con su fiebre desvariada: vivir y morir en esa casa mirar el cielo estrellado a través del tupido ramaje de los inmensos árboles, o escuchar la tormenta silbando furiosa en el enorme parque, o ver el sol amarillo como una margarita gigante colándose por las ventanas al amanecer. Y ese día estaba cada vez más cerca.

Vicentí anunció su regreso para fines de noviembre, así pasaría las fiestas de fin de año en «la floresta» como le gustaba llamar a la casa; estaba tan seguro que sería su dueño en poco tiempo.

En cuarenta meses logró juntar suficiente dinero, para comprar, según sus cálculos, hasta la conciencia de los demás. Él la había vendido y en su confusión creía que todo podía venderse o comprarse.

Había perdido su aire aureolado y su olor de incienso y jazmín.

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En Golondrina el invierno se prolongó más que nunca.

Era octubre y aún hacía bastante frío.

Aquella noche como de costumbre la madre de Vicentí se fue a la cama muy temprano, mientras sus hermanos se quedaban tomando un mate apenas tibio, chupando cada uno interminablemente la bombilla de plata -única prenda que aún queda para empeñar de la escasa pertenencia heredada por la anciana de su difunto marido- haciendo bromas sobre las locuras del hermano ausente, mientras íntimamente cada uno también soñaba, con el caserón sombrío.

De repente sus risas fueron cortadas por un alarido espantoso. Por un instante quedaron desconcertados, para luego precipitarse hasta la cama de la viejita que gritaba totalmente fuera de sí, «mi hijo se estaba muriendo... mi hijo se está muriendo...». Trataron de calmarla de su pesadilla desprendiendo el botón de la bata de franela desteñida, y dándole golpecitos suaves en las espaldas, abrieron la puerta para purificar el aire que suponían viciado por el braserito casi apagado, y entonces un resplandor invadió el cuarto, unas llamaradas inmensas parecían lamer el cielo.

La floresta se estaba quemando.

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Ninguno se animó a escribirle una línea a Vicentí sobre lo ocurrido.

Supusieron que la noticia rasgaría3 su corazón cerrado para otro sueño, y optaron por el silencio.

Un mes después llegó una persona que había estado viviendo con él, hasta que ocurrió aquella desgracia tan terrible, tan sin explicación.

Vicentí murió el quince de octubre, víctima de terribles quemaduras, como si le hubiesen rociado de combustible antes de prenderle fuego.

Amaneció así en su cama.

Ni los médicos ni la policía supo dar ninguna explicación.

La persona que trajo la noticia dormía en la misma habitación, aquella noche.

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Imagen de «Obsesión»



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