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ArribaAbajoJudit vencida

«El cielo está tan alto y mis ojos tan sin mirada que me conformo con saber dónde queda la tierra».


Juan Rulfo                


Llegué aquí en busca de un futuro mejor. Tenía entonces dieciséis años y ninguna experiencia del mundo, aunque creía lo contrario.

Mamá quería que yo, su única hija, estudiara cualquier cosita, me hiciera de algún oficio para que la vida me fuera más fácil. Contra la opinión de papá -que aseguraba que la mujer sólo necesitaba ser obediente y que eso no se aprende en los libros- me mandó a la escuela y después me animó a venir aquí a cumplir su sueño y el mío. Fue entonces que salí de casa para trabajar y estudiar.

Recuerdo cuando llegué, durante toda la mañana pasé golpeando puertas y ofreciéndome para lo que sea -sé lavar, planchar, coser y cocinar comidas sencillas, recitaba con un hilo de voz, mientras las tripas me crujían de hambre y el corazón se me apresuraba de miedo.   —46→   No tenía para volver. El poco dinero que mamá robó para mí apenas me alcanzó para llegar -allá no era costumbre que las mujeres tuvieran dinero, aunque trabajaran tanto o más que los hombres-.

El juez -ese hombre que ahora anda aireándose el traste inocentemente por las calles, era entonces juez de paz- cuando me abrió la puerta miró la punta de mis zapatos y fue subiendo despacio la mirada por mis piernas, hasta llegar a mi cara, entonces yo también le miré por un rato; creo que no me dijo nada, sólo recuerdo el gesto con que me indicó que pasara adentro, y sentí que seguía mirándome de arriba a bajo, calentándome la nuca, como si el sol me llegara ahí reflejado por un pedazo de espejo.

Tal vez me preguntó qué quería o yo le dije.

Con un silbido le llamó a su mujer, que apareció secándose las manos con una toalla tan pequeña que parecía un pañuelo. No sé si me ofreció asiento, pero apenas vi una silla me senté, porque las piernas casi ya no me sostenían.

La valentía con que había enfrentado a mi padre para que me dejara salir de casa -apoyada por mi madre, que imaginaba para mí una vida mejor en la ciudad- había desaparecido, dejándome sólo un temblor que casi podía escucharse en mis rodillas.

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La señora me sometió a un interrogatorio que yo contestaba sin saber exactamente lo que decía, porque el clamor de mi estómago no me permitía concentrarme en otra cosa. Estaba segura de que me iba preguntar si quería comer algo: por lo menos en mi casa, eso se hacía con quien llegaba después de las comidas -yo rechazaría al principio, pero ella insistiría hasta que yo aceptara. -No gracias señora -comé un poco mi hija, antes de empezar a trabajar -no se preocupe señora, no tengo hambre -pero tenés que comer para tener ganas -y, bueno voy a comer un poco -qué rica comida-. Ella me devolvió a la realidad, me entregó un delantal y me llevó al lavadero, y allí frente al montón de ropa sucia de gentes desconocidas con olores extraños a los míos empezó a enumerarme mis obligaciones y sus exigencias.

Yo quería explicarle con qué intención salí de casa; que allá no me faltaba nada a pesar de lo duro que resultaba la vida para las mujeres; que mi madre desde siempre había soñado un destino diferente para mí, ya que tuve la desgracia de no ser varón, que por lo menos estudiara -alguito mi che memby-. Pero no encontraba la forma de decirle. La cabeza me daba vueltas y mis piernas eran de trapo. La señora hablaba y hablaba, yo quería a ratos taparle la boca   —48→   para que se callara, o morderle la mano blanca y delicada, pensaba en la mano curtida y dura de mi madre que lastimaba con su aspereza hasta cuando quería ser cariñosa, en sus dientes partidos y su cara llena de surcos, donde los ojos brillaban con una luz especial cuando me miraba, y la voz, especialmente la voz tan distinta de esta mujer que me aturdía -donde hay coma se hace una pausa corta, en el punto una pausa más larga, y en el punto aparte pausa y se levanta la vista- la voz de mi madre y de la maestra me llegan como oración remota, me refugio en ella para olvidar que estoy sola, sin dinero, y que tengo hambre, y cómo después de un punto aparte levanto la vista hacia el loro blanco.

La señora continuó con la lista de mis obligaciones.

Calculé que más adelante me sería más fácil explicarle todo. Tenía mucho tiempo por delante y acepté sin decir nada todas sus exigencias. Ni siquiera pregunté -lo recuerdo bien- cuánto ganaría. Ahí me quedé.

Me dieron una piecita en el fondo que además de ser mi dormitorio -como decía la patrona- era el refugio final de todas las cosas inservibles.

Todavía recuerdo las ganas de llorar que me dio quedarme sola en esa pieza húmeda y maloliente, con el esqueleto de   —49→   un ropero quemado que jamás pude saber por qué estaba ahí.

Tal vez ya en aquel tiempo el juez estaba un poco loco, porque siempre que alguien de la casa hablaba de tirar el armazón chamuscado se oponía con un rotundo ¡¡no!!, se quedaba ausente un rato, e invariablemente decía: -pobre mamá.

Pronto me acostumbré a los plagueos de loro de la señora que nunca estaba conforme con mi trabajo, a los insultos de la hija, pero me seguía molestando la mirada del señor juez -así tenés que dirigirte a mi marido, señor juez; y con más razón en presencia de visitas, me encargaba la señora. Y así le llamé siempre, aún ahora que ese trato ya parece un insulto- también me acostumbré a mi pieza que ordené hasta donde era posible, arrinconando los cachivaches, al alboroto de los ratones y a la presencia de una mujer que lloraba silenciosamente, sentada dentro del ropero quemado por las noches y desaparecía con mis sobresaltos como asustada de verme asustada.

No puedo olvidar a la niña que era en aquel tiempo; él mató a esa niña, y yo me pregunto si he contribuido a hacer de él lo que es ahora, y me respondo que no. Porque no puede ser. Sería como un milagro equivocado.

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Yo quise su muerte. Estaba dispuesta a cargar con mi culpa, a pesar de que no iba a levantar un dedo para que ocurriera. Sabía que nunca sería capaz de matarlo con mis manos.

Yo no era la única que lo odiaba, pero creía que ningún odio podía ser tan fuerte como el mío.

Pero ahora el odio se había vuelto compasión o indiferencia en los otros, y en mí sólo queda una leve repugnancia que se hace presente cuando me cruzo con él en la calle, o le encuentro tirado en cualquier vereda con el trasero descubierto. Escupo a otro lado, volteando la cara para demostrarle mi desprecio si me mira, por si alguna luz se hace en su cabeza.

Busco en mí el antiguo odio y no encuentro nada más que el asco que siempre me ha producido el trasero desnudo de un hombre. Ahora podría matarlo, bastaría con golpearle la cabeza con un cascote, pero ya no vale la pena, no me daría ninguna satisfacción. No me devolvería mi antigua alegría.

Una tarde que la señora no estaba, se metió en la pieza donde yo planchaba sus camisas... lo recuerdo como si fuera ahora, y vuelvo a sentir la misma caliente vergüenza. Al salir arreglándose la ropa y el bigote me aconsejó que era mejor para mí no decirle nada a nadie. Y yo   —51→   me callé. Por miedo y por vergüenza.

Así pasó el tiempo.

Mucho tiempo.

Los contratiempos que resultaban de las visitas del señor juez a mi cama tenían una sola solución: Ña Petrona. Una matrona de carcajadas estridentes que hurgaba en mis entrañas dejándome temblorosa y vacía.

Muchos saqueos y jadeos me costó insinuar que podía hablar con la señora o la hija, contarles toda la historia -había descubierto que el señor juez temblaba de miedo y caminaba de puntilla cuando su mujer amanecía con luna-.

Él me miró sin asombro como si esa fuera la reacción que esperaba desde hacía tiempo. Me dijo que no fuera zonza, que tenía un plan para mí del que ya me enteraría más tarde. Y, como cuando me quedé a trabajar en su casa, no pregunté más: por de pronto me propuso un trato. Yo no diría nada y a cambio de mi prudencia él me compraría una casa -un precio ínfimo para seguir siendo el esposo y el padre ejemplar, merecedor como nadie del cargo que ocupaba. Tardé en descubrir la trampa.

Volví a retomar el hilo de mi antiguo sueño: estudiaría -cualquier cosita che memby- la voz mansa de mi madre me llega y me envuelve. No me daba miedo   —52→   ningún trabajo, y con el tiempo olvidaría todo.

Me compró la casa. Esta casa a la que alguna vez para liberarme tendré que darle el destino del ropero aquel que me producía pesadillas.

Me siento burlada. Por él y por mí. Por mí, porque sin mi permiso, sin haberme propuesto se me apagó el odio. Por él, porque no está muerto ni vivo. Ni olvidado. Simplemente está. En cualquier parte, de cualquier manera, con su mirada extraviada, su sonrisa grosera y su olor de buey viejo.

Pienso que yo le volví loco. Tanto le pedí a Dios y después al diablo y puse en práctica ingenuas artes de brujería para que se muriera sin tener que levantar mi mano para hacerlo. Pero no se murió. Se volvió loco. Para no llevarse a la muerte mi odio y el de tantas otras. Muchachitas que llegaban en busca de una vida menos dura y que él hacía reclutar para mandarlas a mi casa, y que seducidas o amenazadas se convertían en negocio. Ese fue su plan. El cincuenta por ciento para él.

Nos hemos curado del odio pero nunca volveremos a encontrar la fórmula para la simple ternura.

Antes podía aplastarnos -era prácticamente nuestro dueño- pero no lo hizo. Nos dejó sobrevivir envueltas en su   —53→   telaraña.

Aún ahora sigue ganando.

Él recuperó su inocencia. Volvió al limbo.

Tal vez así desmemoriado pueda asirse a una realidad feliz fuera del tiempo. En cambio en mi corazón arrugado a destiempo como mi cara no queda espacio para los sueños. En las noches de delirio, en mi cabeza se mezclan sin ton ni son la carcajada grosera de Ña Petrona: -la pollita se asusta de su huevo pero no le asusta el gallo- la voz severa de la patrona a mi marido tenés que decirle señor juez, nada de tomarte confianza- y la voz apagada de mi madre animándome a salir de la casa a buscar una vida menos dura que la de ella.



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ArribaAbajoLa mudanza

Taita está muy apenado por esta situación. La vida se hace muy difícil para nosotros, casi imposible. Por eso debemos irnos, eso nos explicó Taita. Nosotros también estamos apenados. Ya nada nos entusiasma. Sin embargo, no podemos entender cuál es el problema.

La gente pasa de largo: ya no compran nada aquí. Se van donde el señor Zandalio, o en el almacencito de allá enfrente del oratorio, gente que eran nuestros amigos, pasan de largo sin saludar siquiera.

Como siempre taita se levanta muy temprano, abre el almacén, saca su silla de vaqueta ahí en el corredor y se sienta a esperarle a mamá, que mientras se calienta el agua para el mate, va a ordeñar la única vaquita que nos queda aquí. Se murieron casi todas, una tras otra como si ellas también se hubieran decidido a hacernos el vacío. Por eso taita decidió llevar las pocas que sobraban, bien lejos, en un campito que tiene mi tío Urias.

Cuando termina de ordeñar, mamá pone la leche sobre el fuego, y yo me   —56→   quedo a cuidar para que no se derrame. Porque si la leche se quema la ubre de la pobre vaquita se va a llenar de ampollas. Por eso yo me quedo a cuidar. Recién entonces ella va a tomar mate con taita, en el corredor.

Mientras matean, conversan despacito. Mamá entrecierra los ojos y sorbe fuerte la bombilla, como silbando para adentro.

Taita dice que la gente va a volver cuando necesiten, y que nosotros estamos en condiciones de esperar. Pero el problema es otro. Mamá teme por taita y por nosotros. Tiene miedo que gente fanática prenda fuego a nuestra casa, y entonces sí sería realmente fea nuestra situación, porque nos iríamos igual y con la mano sobre la cabeza. Por eso a taita le entró el apuro por mudarnos, y con el apuro le entró la pena.

Todos estamos tristes, porque seguramente esta es la última semana que estamos aquí.

La más triste es mamá porque va a tener que dejarle a su hijito que está enterrado en el patio, en una casita azul que le mandó hacer taita para que viva su muerte. Murió apenas nacido, según dice mamá porque no iba a tener fuerzas para llevar la cruz de la vida, sobre sus espaldas.

Ella habla siempre de una pesada   —57→   cruz; yo me callo, y no le digo a nadie lo que pienso. Yo no siento ninguna cosa sobre mi espalda. Ahora mismo la tristeza grande que tengo por la mudanza, me aprieta en la garganta. A lo mejor mi cruz se equivocó de lugar y en vez de ponerse sobre mi lomo, como debe ser, se me atraviesa en la garganta, y a veces no me deja ni hablar.

Nos tenemos que ir porque el comisario, le retobó a las gentes en contra nuestra, dice que somos comunistas. Eso escuché. Y aquí lo que dice el comisario es lo que vale. Eso también sé. Nadie puede ponerse en su contra.

Por eso nos tenemos que ir de aquí. No tenemos otra salida.

En Golondrina tenemos una casa. Ahí nos vamos. Aquí ya no tenemos garantías, y gente fanática nos puede desgraciar.

Todos estamos tristes. Mamá más que todos. Ella siempre fue así. Parece alegrarse más estando triste.

Ahora su tristeza es más grande y todo el día la escuchamos suspirar fuerte, preparando las cosas de a poco para la mudanza.



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ArribaAbajoSaldo

Ahora ya no tiene nada. Nada de que encaramarse en caso de necesidad.

Todo lo que tenía, era la vaquillona Estrella: le llamó Estrella de la Buena Suerte, calculando que le sacaría de las apuraciones en que anda metida.

A Miguela se le antojaba un milagro el tener una vaca así -mientras la tuvo- blanca como un capullo de algodón, y con los ojos tan negros y tan mansos.

Ahora ya no tiene nada. Todo lo que le queda es el recuerdo y la deuda que debe pagar, si no quiere pasar un tiempo en el palacio lavando ropa y fregando piso.

Pobre Miguela y pobre Estrella. La vaquita porque vivió muy poco y Miguela porque no encuentra ninguna esperanza donde agarrarse.

Hasta el día del reclamo, todavía le quedaba una pequeñita, ahí entre el pecho y la garganta. Pensaba que las autoridades viéndola con el rostro lleno de penas y esa barriga que parecía no pertenecerle, se compadecerían, y hasta se le ocurría -pobre tonta- que alguien se ofrecería a llevarle la vaca, de modo que no corriera el riesgo de lastimarse.

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Sin embargo, todo ocurrió de manera bien distinta a como se imaginó.

Primero, que no era la única en el mismo estado y con el mismo problema; segundo que el tipo que le atendió parecía no verla, ni verle a los otros que esperaban para hacer sus reclamos, y tercero que cuando llegó su turno, no le dieron tiempo de hablar, sino la sometieron a un interrogatorio insólito, es el procedimiento legal ordinario -le contaron-.

Y Miguela que siempre había agachado la cabeza, que jamás osó levantar la voz a nadie, sintió un remolino de rabia en sus entrañas, y gritó -¡cuando menos debía!- a mí se me perdió una vaquilla preñada, no mi marido que no tengo, ni mi madre que tampoco tengo, ni mi hijo que todavía no nació... el funcionario fijó en ella por un segundo sus ojos de mirada muerta, levantó el brazo, señalando de esa manera que la entrevista terminaba ahí, y con el tono endurecido de los que mandan, dijo:

-Usted ciudadana acaba de insultar a la autoridad, ya no tiene nada que reclamar, pero deberá pagar una multa, por transgredir la ley que prohíbe tener animales sueltos, más los gastos de faenamiento, o en su defecto presentarse a servir aquí hasta saldar su deuda.

Miguela ya estaba saliendo, pero   —61→   escuchó aún que el hombre decía.

-Tiene a partir de hoy, diez días para saldar su deuda.

Tenía catorce años cuando fue a trabajar a la estancia.

La dejaron madurar un tiempo, en el humo del horno, aprendiendo a hacer pan, en el frío de las madrugadas en invierno, o en el bochorno enrojecido por las llamas en verano.

Aprendiendo a estirar las horas, a economizar más y más su pobre tiempo libre.

El hijo del patrón le echó ojo muy pronto.

También el patrón le envolvía, de vez en cuando, con una larga mirada roja.

El muchachote gordo y lindo, le ponía zangadillas enredándole los tobillos con su mirada de cerdo tierno.

Nadie le dijo nada. Mas ella sabía en medio de su simpleza descifrar esos mensajes. Se lo decía su sangre galopándole por el cuerpo, calentando su cara, trabándole la lengua, derritiendo sus huesos.

Por las noches, aseguraba la puerta; sin embargo, antes de ir a la cama, se lavaba hasta gastarse la piel, para arrancar de su cuerpo, el olor a humo y cecina, enjuagaba sus cabellos con sumo de romero, para que llegado el momento no fueran a reprocharle su olor   —62→   de sirvienta. Fue tal vez, ese el motivo por lo que el patrón, le regaló la vaquillona, cuando se dio cuenta de su estado.

No le echó de mala manera. Después de observarla durante algún tiempo, le llamó discretamente, y le habló de las dificultades, que le acarrearía a ambos, pero particularmente a ella, si la patrona descubría su estado y comenzara a preguntar.

Le pidió que no comentara con nadie lo ocurrido. Que le regalaba una vaquilla en buen estado, que le ayudará a salir del aprieto... habló y habló, de tantas cosas que sonaban extrañas y lejanas, que nada tenían que ver con el olor del humo y la cecina y el romero con que suavizaba4.

De nada sirvió trancar la puerta.

El patrón era fuerte y tenía mañas.

Así fue como Miguela regresó a la casa de su abuela, con una bonita vaca: que según sus cálculos, se iba a desobligar casi al mismo tiempo que ella.

Pero la alegría le duró poco.

Estrella se hizo la desentendida y salió a la calle, y los encargados del orden la encontraron acostada en la calle desierta, rumiando quién sabe qué pensamientos tontos, y se la llevaron.

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Seguramente para estas horas, sus huesos estarán hirviendo en puchero de pobre, o en alguna mesa de rico, convertida en churrasco.

Ahora sí que ya no tiene nada; ni tan siquiera la mirada enrojecida del patrón prendiéndose a sus caderas, o la del hijo enredándole las piernas y alborotando su sangre.

Lo que le queda es la deuda y la barriga que crece cada día, y diecisiete años recién cumplidos.



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ArribaAbajoHerencia

Desde que se marchó la abuela, Andresa se sentía ahogada, como si el espacio donde se movía se hubiese estrechado. Sabía que su madre prefería a Jorgelina, la menor, más no era ese detalle lo que le asfixiaba. Su madre le transmitía constantemente mensajes subterráneos de rechazo, y ella asociaba esos mensajes con culpas oscuras que alguna vez tendría que purgar.

Jorgelina era el vivo retrato de la madre y Andresa el calco de la abuela. Por ahí estaba la cuestión. En el pueblo se comentaba cierta historia sobre ésta. Y las tres mujeres no eran bien vistas por las familias honradas.

Se decía que la abuela -aunque nadie conocía su verdadero origen, y nunca durante el tiempo que vivió en el pueblo ofendió a ninguno de sus habitantes- siendo muy joven fue a la ciudad a tentar suerte, porque no le gustaba la vida del campo. Trabajó con una honorable familia que la trataba como una hija, pero al poco tiempo ella se fugó con el patrón. El hombre regresó con su mujer, pero un día amaneció colgado   —66→   del gajo más alto del mango del patio.

Después fue otro y otro y otro.

Lo cierto que la abuela tenía en su haber seis muertos. Todos ahorcados, como una colección macabra.

Ya mayor se encontró esperando un hijo y consideró llegada la hora de empezar un vida nueva. Bien lejos, donde no pudieran alcanzarla ni con el pensamiento.

Antes de partir le prendió fuego a su casa y despareció. Nadie se preocupó de su suerte.

Así llegó al pueblo.

Con el dinero que logró juntar en años de oprobio, compró la casita en las afueras y con el resto armó el pequeño almacén, y se dispuso a una nueva vida.

Allí nació su hija y después sus dos nietas.

Vivió casi feliz, varios años, hasta que un forastero le reconoció y esparció la noticia. Entonces sí, desapareció para siempre.

Pero quedó su oscura memoria flotando sobre las tres mujeres, condenándolas sin remedio, pero también protegiéndolas.

El almacén era el sitio obligado de reunión de los hombres, pero casi temido por las mujeres: el atractivo era claro, la historia de la abuela pintándolas   —67→   fáciles, por un lado y llena de misterio por otro. Vivían solas, la madre era todavía demasiado joven y hermosa y Jorgelina se perfilaba como la muchacha más bella del pueblo. Día a día crecía la fama de su hermosura incomparable, y así también aumentaban los desastres de los que se lo consideraba culpables.

Un par de años antes de comenzar la guerra, las dos hermanas abandonaron la escuela: eran demasiado grandes para la edad que tenían, ya sabían firmar y leer un poco.

Llegó la guerra.

Andresa fue por primera vez a la capital, sin consultar con su madre ni con su hermana se presentó como enfermera voluntaria.

Durante unos meses prestó servicio en el hospital central, lo suficiente para familiarizarse con el dolor, después pidió que la trasladaran más al frente: allí sirvió hasta finalizar la guerra.

No se permitió ninguna tregua durante dos largos años. Sin embargo allí con el diario espectáculo de horror y muerte descubrió que amaba la vida.

Acariciaba un simple sueño para su regreso: encontrar un lugar donde nadie les señalara con el dedo, y construir juntas un futuro sin estigmas.

Extrañamente volvió repleta de esperanzas.

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Tenía solamente dieciocho años. Aunque aparentaba más.

Pero Jorgelina ya no estaba. Se había ido, quien sabe donde, cansada del asedio de los hombres, que la encontraban demasiado turbadora para ser esposa, y de que las mujeres le endilgaran la culpa por todos los desastres reales o imaginarios que pasaban en el pueblo.

Nunca volvió a saberse de ella.

Para su madre el tiempo no había transcurrido; seguía siendo hermosa, solamente el brillo húmedo de sus ojos delataba su pena.

Andresa le habló de sus planes, pero la mujer la sorprendió con una respuesta inesperada:

-No puedo, voy a morir dentro de poco, y no quiero huir.

Un día no se levantó. Ni al otro día, ni a la semana siguiente.

No volvió a levantarse más.

Comía, hablaba, y se reía como siempre de las cosas que pasaban por su onda de humor, pero no se levantaba ni tan siquiera para ver cuando salía o se iba el sol.

No se quejaba de ningún dolor, y su rostro luminoso no delataba enfermedad alguna, no abandonó la cama sin embargo, hasta el día de su muerte que ocurrió en menos de un mes, como si hubiese estado empollando con el calor   —69→   de su cuerpo, el huevo de la parca.

Era una gran muñeca que se dejaba lavar y vestir por Andresa, mas no permitió nunca que le peinara. Lo hacía sola. Fue su rito diario durante el tiempo de su misteriosa agonía.

Con una raya partía en dos su larga cabellera y por horas se dedicaba a trenzarla; las negras trenzas se movían sobre sus pálidos hombros como dos serpientes oscuras con estudiados movimientos de absurda coquetería.

De vez en cuando le regalaba a su hija una media sonrisa llena de misterio, como si quisiera que a través de ella, Andresa descubriera algún secreto.

Un día simplemente no se despertó más.

Fue al regresar del entierro, que se le aclaró de repente, la sonrisa misteriosa que le regalaba su madre de vez en cuando.

Se disponía a quemar el catre y el colchón, bajo el mango del patio, descargó la estopa, sobre la alfombra olorosa de hojas secas, y el secreto quedó develado: impregnado del olor de la muerta, cuidadosamente doblados y endurecidos y mohosos estaban un montón de billetes.

Andresa decidió irse. En el preciso momento que el espejo no se empañó sobre las fosas nasales de su madre, y un dolor intenso le apretó como un puño   —70→   dentro del pecho, tomó esa decisión.

Al día siguiente, ella misma hizo una cruz de madera, con alambre caliente escribió los datos más elementales; fecha de nacimiento, nombre y apellido, los dos números del decenio que corría y nada más: fue a llevarla al cementerio en plena siesta, mientras el pueblo dormía, envuelta en una sábana, para protegerse del sol y ocultarse de los pocos que podían verla. Rápidamente vendió la casa, casi por nada y se fue, llevándose solamente dos mudas de ropas y el tesoro encontrado en las entrañas del colchón, incrementado apenas por la venta de la casa.

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Imagen de «Herencia»



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ArribaAbajoSe murió de recordar

Sentada en su raído sillón de hamacar, bajo el viejo alero desplumado por los años, vive en destiempo, corrige en su memoria los avatares del pasado o lee su desgastada biblia moviendo los labios como si masticara los versículos.

Cierra los ojos y se sueña joven y vital, y hasta hermosa y deseada. Hilario la mira arrobado, ella gira a su alrededor con ligeros pasos de bailarina, de mariposa, extiende su mano blanca y toca la húmeda y ardiente mano de él, y una corriente eléctrica apresura su sangre; el latido de su corazón y su pulso se convierte en un tambor enloquecido de alegría.

El tiempo se detiene. Retrocede. Galopa hacia atrás y hacia adelante.

¿Cuánto tiempo hace que está sola? ¿Un día, un mes, un siglo? -dame todo el dinero que tengas; esta tarde juega la yegua de don Polí y tengo un pálpito formidable.

¿Era una orden o una súplica? Nunca pudo distinguirlo. Y así sus ahorros se iban. A menudo él también desaparecía por varios días, para retornar en alguna madrugada con el bolsillo   —74→   vacío, con olor a caña y la lengua trabada. Entonces ella le lavaba con agua tibia, le cambiaba el calzoncillo y lo tendía en el catre sobre sábanas olorosas a pacholí y ella se acostaba a su lado tímida y rígida y sus manos torpes tanteaban una caricia sobre la virilidad dormida, hasta que al final dormía ella también con las lágrimas amontonadas en su garganta como un gran bodoque.

Hilario amaba mucho a los niños. Quizá un hijo le hubiera retenido a su lado. Pero en su vientre no germinaron las desganadas semillas de algunas desganadas noches de amor.

Y el tiempo pasaba tan aprisa.

Ella sólo sabía coser desde el amanecer hasta la medianoche en su destartalada máquina, hasta destartalarse ella misma. No sabía hacer un hijo. Pero se hizo una casita. Trabajando sin parar, pedaleando hasta cubrirse las piernas con un rosario morado de venas, como túneles oscuros por donde corría su sangre apasionada, silenciada por quién sabe qué absurdo mecanismo de su naturaleza. Los ladrillos este año, las tejas y los tirantes otro año, con el sueño cada vez más imposible del hijo taladrándole las entrañas.

Hilario seguía aparecido y desaparecido. Un día descubrió que estaba acostado en una cama bajo un techo que era suyo, aunque él no haya contribuido   —75→   nada más que algún silbido burlón o un gesto de ingenuo cinismo.

Disfrutó un tiempo del placer de la casa propia, y le regaló a ella la posibilidad de soñar con un plácido futuro. Reguló sus salidas y hasta se dedicó a enseñarle a ella algunos trucos amatorios que adivinaba le calentaba más la cara que el cuerpo, mientras resbalaban los meses y su plan iba llegando a su fin.

-Venderemos la casa. Me ofrecieron una hermosa potranca, que estoy seguro me hará más rico.

Y la casa se vendió.

La casa que construyó ella, juntando peso sobre peso y pena sobre pena. Las tejas este año, los ladrillos otro año, cosiendo desde el amanecer hasta la medianoche, en la máquina destartalada hasta destartalarse ella misma.

-Me voy, vos no me necesitás, siempre fuiste una mujer muy guapa.

Se fue.

Ella no lloró. Sólo una especie de humo le ensombreció el rostro.

El tiempo había pasado tan de prisa y le había llenado de diminutas grietas el corazón, le blanqueó el cabello que nunca había tenido un color definido, le marchitó los muslos y le vació los senos.

Sentada en su raído sillón de hamacar se impulsa con sus piernas esqueléticas y se balancea junto con sus   —76→   recuerdos más lejanos, hasta que sus pies metidos en unas viejas alpargatas, paran, y la biblia cae al suelo. Duerme. Todo está dormido.

Sus pequeñas alegrías y sus recuerdos dolorosos, y hasta la biblia que le prometía un cielo.

1968.



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ArribaAbajoLa venganza

Moisés era macizo y peludo. Unas cejas hirsutas formaban una N sobre sus ojos casi amarillos. Su presencia intimidaba.

Trabajaba bien.

Era administrador general de una gran industria. Estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Y a su vez era obediente hasta el servilismo, con sus superiores, exigiendo de los que estaban bajo su mando la misma actitud.

Eloísa su mujer tenía un rostro agradable sobre un cuerpo casi obsceno y una voz de niñita que no coincidía ni con su cara ni con su cuerpo.

Llevaban doce años de casados. Ella era muy llamativa y a Moisés le halagaba llevarla a caminar, cuando volvía temprano, y descubrir el deseo en la mirada de algunos hombres.

Cuando regresaban a la casa después de esos paseos, él explotaba en grandes carcajadas sin alegrías -viste cómo te comían con los ojos- y poniéndose serio -pero sólo con los ojos pueden- sentenciaba levantando el índice.

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Eloísa se envanecía, segura de su poder de seducción.

No tenían hijos ni perros.

Hijos porque Moisés no los quería y los perros le producían a Eloísa un extraño terror. Moisés en cambio quería a estos animales con la misma intensidad con que detestaba a los niños.

Si no fuera por su mujer, que se ponía pálida ante el cachorrito más amable, llenaría su casa de perros, les enseñaría a traerle la zapatilla, a saltar la cuerda y hasta a hablar si era posible. Su casa se movería a otro ritmo.

Vivían casi aislados. Especialmente Eloísa, no tenía amigas. Ambos comulgaban con una idea fija: no juntarse con cualquiera. Y la mayoría de sus vecinos caían dentro de esa categoría.

Quizá fueran felices así.

Formaban una excelente pareja. Un equipo solitario. Pero pronto entrarían a integrar la familia de los leones o los rotarios. Moisés había sido invitado por integrantes de los dos clubes internacionales, y estaba calculando cual de los dos le daría más prestigio.

Una vez que se decidiera por uno no pararía hasta llegar a presidente.

Eloísa era muy activa en la casa, no paraba ni por un rato. El ocio le producía una especie de alergia. Mantenía reluciente el piso, el techo y los vidrios;   —79→   las sábanas crujientes de almidón. Las fundas y servilletas bordadas a mano, con un invariable diseño: un corazón atravesado por una flecha entre el «tú y yo».

Salvo raras ocasiones, Moisés regresaba siempre tarde; su trabajo le exigía mucho y él se exigía más. En su espera, Eloísa crocheteaba bufandas y medias en invierno, y servilletas o fundas en verano, frente a interminables telenovelas soñando ser la heroína de esas historias, imaginando que después de increíbles penurias llegaba a una felicidad sin límites, junto a Ramón, la única persona que frecuentaba la casa, que se sentaba con el matrimonio en la mesa y tenía derecho de secarse los bigotes con el corazón atravesado por la flecha. El ruido de la llave en la puerta del frente le trasladaba al mundo real. Le servía la cena a su marido y corría a cambiarse de ropa.

Mientras Moisés devoraba su comida en la mesa impecablemente limpia de la cocina, Eloísa se paseaba delante de él, provocándole con sus grandes muslos de gelatina -gozaba viendo el deseo en la mirada de los hombres, incluido su marido- y a veces la cena quedaba sin terminar...

Ramón y Moisés fueron camaradas del servicio militar. Desde aquel tiempo compartían la pasión por el fútbol, el asado   —80→   de costilla y las mujeres de buena carnaza.

Los domingos invariablemente pasaban juntos. Entre el humo del asado y el vino tinto, festejaban los chismes más sabrosos sobre cuernos y gorreadas, y Eloísa entre los dos, sintiéndose ingrediente de esa ensalada verbal de goles y tarjeta roja mezclada con abundantes tetas y otras partes jugosas de la anatomía femenina.

A Moisés también le gustaba hablar de la envidia que le tenían. En su cabeza de gigante erótico se hacía luz de vez en cuando, y entonces se encontraba solo y rechazado, y la única explicación que se le ocurría era la envidia de los demás. Era envidiable su trabajo, su casa y su mujer. Ramón compartía plenamente esa hipótesis. Sólo él veía la prosperidad de la pareja sin resentimientos.

Si la conversación tomaba ese rumbo, Eloísa se levantaba de la mesa, con una sombra de tristeza en la cara, que ninguno de los dos percibía.

Era época de cosecha, Moisés volvía cada vez más tarde, cada vez más cansado.

Eloísa ya no sentía el ruido de la puerta al abrirse hacia la medianoche.

Él se desvestía y se echaba en la cama haciendo crujir el elástico; sobaba   —81→   por un rato las abundancias de su mujer y también se quedaba dormido, roncando con la boca abierta, hasta que el despertador roncara a su vez en sus oídos.

Algo pasaba.

Nunca habían hablado sobre ellos dos. Nunca se habían peleado. Quizá hacían falta ambas cosas. Este pensamiento le tranquilizó a Moisés y decidió descubrir el origen del vago malestar que lo acompañaba desde hacía algún tiempo. Tal vez fuera sólo el cansancio.

Salió temprano de la fábrica. No sentía ya el antiguo placer que proporcionaba ser jefe. Ser temido no le producía el antiguo cosquilleo.

Compró caramelos, y por primera vez pensó en la posibilidad de un hijo.

Estaba casi contento cuando abrió la puerta de su casa. Entró. Encendió la luz. Su cuerpo se aflojó. Como si hubiera perdido todo su peso, se encontró flotando como un globo. Sintió que el corazón se le agrandaba en el pecho y golpeaba como un enorme tambor cuyo eco le volvió sordo.

Miró a su mujer y al único amigo que no envidiaba su prosperidad. Los miró largamente, hasta que cesó el tambor de su pecho. No dijo nada. Pasó cerca de ellos y salió al patio. Se sentó en uno de los banquitos que envejecían sin haber sido ocupados, se descalzó y lloró.

  —82→  

Al día siguiente fue a trabajar como de costumbre, más en su confusa cabeza iba tomando forma una idea. Le llamó al personal de limpieza, le dijo algo entregándole unos arrugados billetes, y fumó un cigarrillo mirando con ironía el cartelito de «prohibido fumar».

Más que nunca regresó temprano, en una bolsa, con las cabecitas afuera, traía dos perritos: comunes, carachentos y flacos. Escudriñó la cara de su mujer, la vio palidecer, vio que le temblaban las manos...

No hizo ningún comentario sobre lo ocurrido, ni hizo ningún comentario sobre nada hasta que Eloísa visiblemente descompuesta le sirvió la cena. Sólo entonces, con voz fingidamente conciliadora le dijo:

-La hembra se llama como vos, Eloísa; y el macho llevará el nombre de nuestro amigo, Ramón.



  —83→  

ArribaAbajoEl ojo de la vida


... los ojos que miraban y se han ido
y dentro de mí mismo,
crepitante,
este reloj de carne que se muere,
que sigue yendo siempre,
que sigue trajinando,
este pedazo de mi vida en siempre
necesita y no puede
regresar.


José Luis Appleyard.                


Era su última noche. Lo había decidido.

Todas las noches, desde hacía dos meses, parecía que sería la última pero seguía viviendo. Si esa conciencia dolorosa podía llamarse vida.

Nada quedaba ya, de la mujer robusta y casi hermosa que había sido.

Los torneados brazos morenos, tan hábiles para los trabajos más duros, quedaron reducidos en colgajos arrugados y amarillos, los senos pequeños y firmes de pezones oscuros como flores moradas, estaban marchitas.

Lo más doloroso, sin embargo, no era el dolor físico, ni el estar reventando   —84→   en burbujas pestilentes, sino el asco que adivinaba en la mirada, en los gestos de Julián.

Esa noche hacía exactamente sesenta y cinco días, que habían ido juntos al baile de fin de año. Bailaron hasta sentir que las rodillas se les volvían espumas.

Fueron la mejor pareja.

Entre aplausos y carcajadas, ensayaron tangos y valseados. Giraron hasta marearse con las alegres polcas, y volvieron casi al amanecer. Ya a solas siguieron festejando el nuevo año, amándose con ansias hasta bien entrada la mañana, como si fuese la primera o la última vez.

Ella amaba la vida, y todo lo que la hace hermosa. Sus energías estaban tanto para el placer o la lucha, y dispuesta siempre a dar una mano a quien la necesitara. Sabía trabajar duramente sin que se le apagara la sonrisa: voltear árboles, carpir, preparar los surcos para la siembra, cosechar lo sembrado, y luego cumplir el rito amoroso y dormirse con un cansancio dichoso en las entrañas. Nunca relacionó el placer con el pecado. No creía en dioses terribles o vengativos. Su religiosidad era simple y alegre.

De ser soltera quizás, pensaría distinto. Más ella se había casado por el   —85→   registro civil, y después un cura de sonrisa cómplice, había bendecido su unión, en una de las visitas periódicas al pueblo.

Estaba tan cercana la emoción de aquel día.

La salida del brazo de su marido, quien la ayudó a montar el caballo más hermoso, el vestido blanco cubriendo las ancas del animal, seguida del novio, que lucía un traje alquilado, montando en un corcel negro, como en los cuentos que alguna vez escuchó, sobre príncipes y princesas. La caravana ruidosa que les acompañó, deseándoles suerte con explosiones de bombas y petardos, desde la capilla hasta la casa de la novia. El tallarín casi frío que le sirvieron a los invitados, a las cuatro de la tarde, con abundante caña, aromada con guaviramipire, para los hombres y clericó para las mujeres.

Esa tarde ella descubrió su talento para el arte amatorio; su gran fantasía erótica, que le dejaba alegremente exhausto a Julián, siempre.

Así vivieron dos años embriagados de felicidad, a pesar de las penurias económicas, que debían sortear con habilidad, para ir completando la casa. Con lo que tenían -en tan poco tiempo- se creían casi ricos. Un montón de gallinas y patos, un terrenito propio y   —86→   hasta una vaca con cría.

El futuro era prometedor. Hasta que ese seis de enero -tan poco tiempo, y parecía una eternidad- amanecieron en su cuerpo esas manchas moradas, como huellas de violentas caricias.

Le prestó poca atención.

Nunca había estado enferma.

Pasó una semana, las manchas se oscurecieron más.

Sin preocuparse demasiado, más por darle gusto a su marido, le llevó la orina al médico Miguel. Este agitó varias veces la botellita, se ajustó los anteojos, se lo sacó de vuelta, y por fin le dijo que él nada podía hacer, que fuera a ver al doctor.

Eso fue lo que hizo.

Y ahí estaba en una cama del hospital desde hacía dos largos meses.

Su marido la había cuidado amorosamente al principio. También sus sobrinas y sus ahijadas, pero las manchas -que fueron multiplicándose- comenzaron a reventar como flores malditas, saturando el aire con un olor putrefacto.

Ahora sólo veía en los ojos de la gente que había amado, lástima y compasión y adivinaba la bola de náusea en sus gargantas. Por eso decidió morir. Pero antes debía recuperar de alguna forma por algunas horas la antigua felicidad. Volver a andar el tiempo de la   —87→   alegría, caminar por los lugares queridos.

Juntó toda su voluntad. No podía escapar con el corazón, entonces se escabulló con un ojo hacia el pasado. Con un solo ojo como si fuera toda ella, hechó a andar.

Primero recorrió todo el hospital, cada sala; vio a otros seres sufrientes y por un momento casi se ahoga. Después salió afuera. Leyó al salir: «Hospital Espíritu Santo».

Caminó dando saltos por el campo, tropezó con grillos y ranas, se maravilló ante la noche oscura y azul, y del brillo de las estrellas y la media luna cubierta como si estuviera detrás de un cristal empañado.

«El médico de guardia, fue a la sala seis, a las doce en punto, se acercó a la cama tres, la paciente, enferma terminal de cáncer, dormía plácidamente después de varias noches, todo estaba tranquilo. Se le ocurrió sin embargo, que el párpado derecho estaba hundido, como si la cuenca estuviera vacía. Pero la mujer respiraba pausada y tranquilamente, y no valía la pena molestarla por una ocurrencia absurda. Salió como había entrado, sin hacer ruido, las plantillas de caucho de su zapato blanco, ayudaban su andar silencioso».

Cruzó el campo, anduvo medio perdido; saltando cada vez más aprisa sin   —88→   cansarse, para ganarle tiempo al tiempo, y por fin llegó a la casa materna.

Fue a la cocina, miró las espigas largas que el tiempo y el hollín habían formado en el techo de paja, el fuego apagado, los platos puestos a secar en el canasto; las cacerolas colgadas de los clavos que su madre colocara alguna vez en la rústica pared de tabla.

Luego fue al dormitorio, vio la ancha cama de trama de cuero, el colchón de lana, herencia de la abuela, donde habían nacido ella y sus hermanos. Abrió el nicho, donde sin ningún orden jerárquico estaban: Santa Lucía, abogada del ojo; San Ramón, patrono del buen parto; San Rafael, patrón de los caminantes; Santa Cecilia, abogada de los músicos; Sin Isidro, patrón de los agricultores; San Onofre, protector de los borrachos; Santa Elena; San Expedito, y por último, su santo favorito, San Pascual bailón. Se despidió de cada uno, y después fue a su casa de casada. No se atrevió a entrar. Julián no había ido a visitarla hacía una semana. Se conformó con ir a mirar la planta de mango, que se había estirado como un adolescente, dentro del cerquito que ella construyera para protegerla; su vaca, Paloma, rumiaba tranquilamente echada junto a su cría, una hemosa vaquillita, negra con manchas blancas.

  —89→  

Se fue despidiendo de todo, sin tristeza.

Ya de regreso entró al oratorio donde se había casado, por un segundo recuperó todo el encanto de aquel día.

Por último visitó su antigua escuela... buscó el viejo pupitre donde, con la ayuda de un pedazo de yilé garabateó su nombre: María Ugemia.

Regresó de prisa humedecida de rocío, quizá la madrugada estuviera llorando.

Dentro de muy poco tiempo su ojo se apagaría, pero gracias a él había disfrutado de las bellezas que guardaba su pequeño mundo, después de todo -pensó- la vida fue generosa.

Llegó a tiempo. Se metió apresuradamente a ocupar su lugar en aquel cuerpo que le pertenecía y a quien pertenecía. Miró el techo. Lo último que vio fue el ventilador que giraba a toda prisa, espantando el calor y los mosquitos de adentro.

«A las siete de la mañana, entraron los médicos y la encontraron muerta. Tenía los ojos muy abiertos y una apacible sonrisa».

Marzo de 1988.



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ArribaAbajoLos notables

Para Manolo y Rodrigo.

Desde que yo era muy niño, mamá me llevaba a los desfiles, dos veces cada año. El estudiantil en el día de la patria, y el de carrozas y comparsas en carnaval.

Haga frío o calor, jamás faltábamos. Podía faltar el desfile, mas nosotros nunca.

Pero felizmente desde que yo me recuerdo hubo desfile.

A veces se postergaba por lluvia. Entonces se comunicaba a la ciudadanía -por el medio más eficaz, es decir, un carrito provisto de cuatro parlantes, que parecían enormes floripones de lata, que recorría todos los barrios- que los notables, unánimemente habían decidido postergar el colorido, alegre y tradicional espectáculo, hasta tanto cesaran las inclemencias del tiempo. Esas eran las palabras exactas.

La lluvia podía durar días enteros, incluso meses, pero apenas paraba, teníamos nuestro desfile. Y allí estábamos mamá y yo.

En los tiempos que la entrada era gratuita, mamá me compraba cosas de   —92→   comer, porque yo seguramente nací con hambre; con ganas de comer todo, y por esta maña que tengo, es que no paramos mucho tiempo en las casas donde mamá entra de muchacha, porque a las patronas no les gusta que yo esté pidiendo de comer a cada rato, o les esté mirando con tristeza cuando comen. Y la verdad es que no finjo. Me pongo triste en serio, si veo que otros comen y yo no. Entonces le dicen -nosotros sabemos que no es cierto- que no la van a necesitar un tiempo, que vaya a descansar, o cualquier cosa, para deshacerse de nosotros. Y cuando mamá descansa también descansamos de comer.

Pero nosotros no somos tan pobres, tenemos nuestra casita, nuestra cama y tenemos una radio, que nunca le falta pila.

Además yo le ayudo cuando toma el compromiso de lavar ropas ajenas.

Ella tiene muchas esperanzas en mí, para cuando sea viejita y ya no esté para estos trotes. Dios quiera que le salga bien. Así dice ella y así digo yo, no sé porqué. Pero después cuando había que pagar, ya no me compraba nada; me hacía prometer, antes de salir de casa, que no le iría a pedir nada, para no hacerle pasar vergüenza, porque ella llevaba justo, justito, la plata para las entradas.

A veces, yo me olvidaba de la   —93→   promesa, y pedía algo: mamá no me decía nada, miraba a otro lado, como si no me conociera, haciéndose la desentendida. No me retaba -como ella sabe hacerlo- calladita metía su mano bajo mi camisa y me daba un pinchazo tan fuerte que un sudor frío me corría por el espinazo, y me pasaba las ganas de comer y hasta de mirar el desfile, un rato largo.

Nos íbamos tempranito, para conseguir el mejor lugar, tanto para ver el espectáculo, como el palco donde se ubicaban los notables. Mamá me señalaba con su dedo, de uñas chatitas, a cada uno, y me historiaba sus vidas, uno por uno, empezando por el que ella consideraba más importante.

Y yo que siempre tuve miedo de morir, deseaba ser uno de ellos para no morirme nunca; porque calculaba que siendo ellos lo que eran, no podían morir así nomás como cualquiera de nosotros.

Si uno solo faltara, ya no habría desfiles, nada sería ya igual.

Cuando esas ideas me cruzaban por la cabeza, mi corazón se enloquecía, latía tan fuerte golpeándome como un martillo, moviendo mi camisa y calentando mi cara de vergüenza, y miedo que alguien pensara que llevaba un sapo bajo mi ropa.

Pero bastaba mirar sus zapatos brillantes y sus trajes, para tranquilizarme.

Los notables, decidían, según su sabio   —94→   criterio -nunca supe el significado de esas palabras, mamá tampoco sabía-, a quien darle el primer premio, en los desfiles.

Y para elegir a la reina del carnaval, después de mirarles a todas especialmente las nalgas, se miraban entre ellos, decían alguna cosa, seguramente chistosa, porque todos sonreían y luego se levantaba uno y anunciaba la decisión de los notables.

Yo vivía tranquila, sabiendo que ellos vivían.

Nada podía cambiar para mal, sólo para bien.

Ellos hacían caminar todas las cosas. Y debíamos estar agradecidos, los que vivían y comían bien, y también nosotros. Porque no éramos tan pobres, y yo siempre tenía el recurso de calentar en el sol las pilas viejas, esas que ya no sirven para las linternas, pero hacen sonar la radio, y también por los desfiles que organizaban tan bien, aunque a mí me hubiera gustado que no cobraran las entradas, pero ellos sabían lo que hacían.

Una mañana distinta de otras mañanas, mamá trajo la radio, a la cama, me abrazó llorando despacito y cuidando no asustarme demasiado, me dio la noticia, como habíamos visto que se hace en las telenovelas -porque aparte, de irnos   —95→   a los desfiles, también nos íbamos de noche a mirar la tele, en la casa de don Erculano Servín, y procurábamos los dos, copiar algo, aunque sea pequeñito, de las gentes tan lindas que salían en la televisión. Y por eso jugábamos a la quiniela, para poder después jugar la lotería que es más cara, nuestra esperanza era sacar una parte de la grande, para comprar una tele. Pero el problema es que en casa no tenemos eletricidad. Pero si sacamos la lotería, eso ya no importará vamos a hacer poner. Vamos también a cambiar el techo de zinc por tejas y comprar muchas, muchas cosas de comer, y yo voy a comer y comer, pero también voy a seguir calentando pilas al sol, porque me gusta y no ya por pobre, que eso no me gusta, aunque dicen que Dios le quiere más a los pobres- uno de los notables había muerto. Muerto. Esa palabra, me levantó hacia arriba y luego me tumbó otra vez en la cama.

Se juntaron en mi cabeza todos los posibles desastres: escuché campanas enloquecidas, vi animales que se volvían monstruos, vi calaveras tiradas en las calles, y por último un desfile terrible de gentes que gritaban, reían, lloraban, o cagaban cagándose de la risa, ahí mismo, en el lugar que ocupaba siempre en el palco, este notable, y escuché la voz lejana de mi madre que decía «quenpadecansemanté».



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ArribaAbajoLa fotografía

El ómnibus se detuvo finalmente en la calzada. El guarda gritó para despertar del todo, a los últimos pasajeros adormilados, ¡última parada señores! Descendieron en la calle húmeda y sucia. Un fuerte olor a orín les arañó la garganta.

El niño miraba sorprendido hacia todos los lados con los ojos agrandados.

Hacía mucho que se preparaba para el gran día. Desde que su madre le anunció el viaje. Pero su fantasía había quedado pequeña para la realidad.

Las casas parecían gigantes de rostro enojado. No tenían el colorido alegre de las chatas casitas de su pueblo.

Cuánta gente. Todas serias y apuradas. ¿No se conocían esas gentes? Nadie saludaba a nadie.

El corazón le latía con tanta fuerza, que el dum dum le retumbaba en el oído.

La mujer lo llevaba de una mano casi arrastrado: sus piernas se habían vuelto de repente torpes como si en ese momento aprendiera a caminar.

Cruzaron la calle que era un río de automóviles y el niño miró a su madre admirado y sorprendido.

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Cuando llegaron a la plaza, la mujer le soltó la mano y por un rato se miraron y una leve sonrisa les iluminó la cara a ambos. El niño recuperó sus piernas.

Siguieron caminando ya sin prisa, sin que ninguno de los dos abriera la boca. El silencio era un lenguaje conocido por ambos.

Al llegar al lugar, la mujer dejó en el suelo la valijita de cuero que llevaba en la mano y por un rato el niño se sentó encima. Con un gesto ella le indicó que se levantara, luego, despaciosamente, con infinita paciencia desató todos los nudos del piolón con que estaba atado y lo abrió.

Saco un pantalón largo de color celeste y una camisa amarilla, que le paso al niño. Era todo el contenido. El niño se quitó la camisita desteñida y se puso la otra. El pantalón se vistió encima del que traía puesto sin sacarse los zapatos, opacos y duros.

La mujer se inclinó para ayudarlo. Primero metió la cola de la camisa dentro del pantalón. Pero al darse cuenta que le quedaba grande en la cintura, lo sujetó con el mismo piolín con que había asegurado la valija y ocultó el improvisado cinto con la camisa. El niño ya estaba vestido.

Ella tenía la boca seca: haciendo un esfuerzo escupió en su mano por tres   —99→   veces una saliva espumosa y blanca, le humedeció un poco el cabello y le peinó. Y ella a su vez se peinó. Y los dos se pusieron firmes y tensos frente al fotógrafo. Esperaron sin preguntar nada, con tranquila seguridad que el profesional terminara su trabajo. Ninguno de los dos demostró curiosidad ni prisa.

El fotógrafo miró la imagen aún húmeda y blanda. Había captado el pantalón celeste, la camisa amarilla y los ojos asombrados del niño y el cabello engominado de saliva y el rostro ajado de la mujer, más el ritual de ternura que le precedió quedó flotando entre los enormes árboles de la plaza. Miró largamente la fotografía hasta que el papel se secó y los colores quedaron nítidos, luego se la paso a la mujer y acaricio torpemente la cabeza del niño.

Por un instante fugaz se vio repetido en él.



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ArribaAbajoEl milagro

Como todos los años, en viernes santo, Miguelina se levantó a las dos de la mañana, a sacar agua del pozo para bañarse.

Sabía que a medianoche Cristo había bajado a lavarse las heridas y todas las aguas estaban benditas.

Ella hubiera querido, como sus amigas, ir al arroyo a darse el baño purificador, pero su padre no le permitía.

Llenó hasta el borde la enorme batea. Miró maravillada y pensativa el cielo oscuro, cubierto de estrellas y la enorme luna de color de plata.

Quería develar el misterio, descubrir el secreto inmenso.

Desde lo más hondo murmuró su plegaria, en su mal castellano -su madre le había dicho que Dios no entiende guaraní- Diosito quieroitepa ver como te bajas desde ahí tan arriba. Acaso pico te bajas con la luna, yo co quiero verte terei. Ya te bajaste a la media noche, pero para vos nada es imposible. Y vos sabes como pa soy buena y te quiero y quiero verte sólo un ratito, un poquito de tu cara...

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De repente el estupor le paralizó. La luna bajaba hacia ella en loca carrera. Con el brazo se tapó la cara, se negó a seguir mirando, -¡No! ¡No! señor. ¡No necesitoite verte! Te creo. Creo en vos señor. Perdóname que mi soberbia, no soy digna de mirarte.

Cuando por fin abrió los ojos, la luna se había ocultado y Miguelina se desvistió para bañarse, con el corazón latiéndole atolondradamente. Al día siguiente en el pueblo se comentaba el milagro.



  —103→  

ArribaAbajoSiesta

La pequeña mujer cruzó corriendo la ruta. Jadeaba un poco. Se sentó en la alta vereda de una vieja casa. Tenía un vestido de algodón muy usado y en la mano una pañoleta de seda, arrugada y descolorida, que se pasaba insistentemente por la cara, como secándose. Miraba con intensidad el pavimento que a esa hora de sol, brillaba como mojado.

Cuando pareció descansada, se bajo de la vereda y fue a pararse en el borde de la ruta, como si su intención fuese tirarse bajo las ruedas de los camiones, que pasaban gimiendo y balanceándose, cargados de algodón.

Se fijaba atentamente en todos. Estaba esperando a alguien. Volvió a sentarse en la vereda alta. Sus piernas gordas y cortas colgaban como a diez centímetros del suelo. Se ató la cabeza con la pañoleta desteñida y por un momento dejó de observar. Con un movimiento de rotación del cuello, relajó la tensión de la nuca. Luego volvió a mirar a la distancia.

Después de una larga espera, en que lo único que hacía era observar la ruta   —104→   y rotar el cuello de un lado a otro cada tanto, volvió a la orilla del camino, cuando se acercaba un enorme camión. Se sacó el pañuelo de la cabeza y comenzó a agitarlo para detener el vehículo.

El camión se detuvo. Ella ágilmente subió en la estribera. Adentro, al lado del chofer, estaba un hombre joven, de ojos casi transparentes que la miró despectivamente entrecerrando los ojos.

Ella era pequeña y morena de edad indescifrable, podía tener quince años o veinte.

Estaba como azorada ante aquel hombre que la miraba visiblemente enojado. El pañuelo temblaba en sus manos y un sudor frío le bajaba por la espalda. La voz se negaba a salir, se le había atorado en la garganta, hasta que por fin, con mucho esfuerzo salió finita y extraña, que hasta a ella le pareció ajena. -Estoy embarazada y..., y la voz finita se cortó con el rugido, casi, del hombre joven. -No vayas a repetir ese cuento a nadie, putita de mierda, porque te juro que te voy a pasar con el camión encima. Que te crees vos, que todavía me chupo los dedos. Contale ese cuento a otro, a mí no me interesa. Qué creías, que me ibas a conmover. Que me iba a poner a saltar de contento. Estoy embarazada -imitó con burla la voz de ella.

Abrió con fuerza la puerta, obligándola   —105→   a saltar, y todavía le gritó -y termina ese chiste, porque de lo contrario te aplasto con el camión.

La mujer esperó que éste se alejara y volvió a cruzar corriendo al otro lado de la ruta para hacer el camino de regreso. Se metió en una calle llena de zanjas y corrió hasta su casa saltando sobre ellas. Nada había cambiado, sólo en sus ojos había un brillo de lágrimas y algo le apretaba en la garganta.



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ArribaEl ropero

Me visitaba con frecuencia. Al llegar me trataba de usté. Pero cuando la invitaba a pasar adentro, su tono de voz cambiaba totalmente, entonces me trataba, a rato de tú y a rato de vos mezclando el tú sabe, vos entiende, de una manera divertida.

La acompañaba al fondo a mirar y admirar el ropero: el único vínculo que nos unía.

Hace cuatro años que somos vecinos, y sus visitas son siempre para asegurarse que todavía tengo el ropero, que el precio no ha variado. Me pregunta la madera de que está hecho porque eso es lo interesante en cualquier mueble, doña -me dice con el tono del usté. Yo le contesto invariablemente que no sé, pero que lo voy a averiguar. Y lo averiguo. Pero me olvido. Se me mezclan los nombres y sólo me acuerdo del guatambú. Ella me dice que el guatambú no es bueno y que el precio es alto, porque ella quiere un ropero de cedro -para mi casa de Asunción, porque yo aquí tengo mi roperito, además estoy aquí de paso, yo no voy a vivir aquí- y acaricia con   —108→   ternura el ropero, y yo me corrijo, y le digo que sí, que es cedro.

Cuando nos cruzamos camino al mercado, ella me detiene, me abraza y me besa en las dos mejillas, que se me quedan mojadas y yo tengo vergüenza para secarme delante de ella y espero que se me sequen solas, mientras ella me habla, sin que sepa yo nunca de qué, porque no puedo pensar en otra cosa, que no sea mi cara mojada de saliva, que al secarse se me queda estirada como si me hubiera frotado con limón, pero con olor a saliva amanecida.

Sin embargo, cuando me visita en casa, no me besa nunca. Ella me fastidia, con su eterna sabiduría sobre muebles; sobre qué hay que poner en tal o cual lugar para que quede -muy bonito- al pronunciar la palabra bonito alarga la boca, que se llena de diminutas arrugas como un ojal mal hecho.

Pero yo la hiero con toda cortesía. Juego con ella al gato y al ratón, claro que no la voy a comer nunca. Sólo quiero lastimarla levemente. Me divierte. Así me cobro el olor a saliva que me deja en la cara.

Cuando recién llegué al barrio, yo necesitaba vender cualquier cosa. Pero lo único que tenía era el ropero. Un hermoso ropero que mi finado marido había comprado en un remate, y que ella le   —109→   echó ojo desde un primer momento.

Cuando encontré un comprador, ella me propuso un trato.

Que la esperara hasta fin de mes, y ella me compraba el ropero, a un precio más justo -para usté, como va tirar así un mueble tan fino-. Ella misma fijó el precio.

La esperé hasta fin de mes, hasta fin de año, y la seguí esperando por mucho tiempo. Ahora salí a flote, ya no necesito vender el ropero, pero ella quiere comprarlo.

Ella ama el ropero. Es el sueño de su vida inútil. Es su último sueño que yo alimento. No por otra cosa, solamente por mala. Me siento exquisitamente mala haciéndole concebir esperanzas. Le hago creer que le voy a vender en cualquier forma, y le rechazo de la manera más amable todas sus propuestas.

Que voy a pensarlo. Que no se preocupe. Que el ropero es para ella, que por muy buena oferta que me hagan, no lo vendería a otra persona, más que a ella, que me honraba abrazándome en la calle, ella, una distinguida dama de la sociedad. Le doy palmaditas cariñosas en el brazo de piel moteada y siempre tengo la sensación de estar acariciando un sapo.

Ayer vino a inspeccionar el ropero, por última vez antes de llevarlo. Entró   —110→   hasta el fondo de la casa sin llamar, cosa totalmente desacostumbrada en ella. Y como para justificarse me contó que ya tenía todo el dinero, uno encima de otro, contante y sonante que le había mandado su hijo que está en muy buena posición económica.

Hasta ahora ella me trataba como su igual, porque yo tenía un mueble fino, pero de repente comenzó a mirar el resto de mi casa con cierto fastidio.

El ropero estaba lleno de diarios viejos, y por primera vez vi en ella un gesto de desdén, por el maltrato que le daba a un tesoro que estaba a punto de pertenecerle.

Con voz totalmente distante y distanciadora empezó a hablar de los ignorantes, que no saben que uso darle a las cosas finas.

Nunca había ido a su casa. Esta vez fui. Había en mí una gran euforia. Le llame en el portón, y cuando salió la invité a acompañarme, sin explicarle nada.

Cuando vio el estado en que había quedado el ropero, su viejo corazón en el que ya no cabía otro sueño, no aguantó. Se cayó sobre el montón de cenizas ligeras que se esparcieron por toda la pieza.

Quizá sin darme cuenta tiré un   —111→   fósforo sin apagar, y los viejos diarios hicieron el resto.

La veo tirada en el suelo, como un gran payaso, cubierta de pavesa, y no hay en mí ni asombro, ni remordimientos, ni pena, sólo una insistente y absurda idea: que ella huele a saliva amanecida.