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Con permiso de los cervantistas

Azorín



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Miguel de Cervantes



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ArribaAbajoPrólogo

Punto de partida: una biografía y un comento. Punto de partida para emprender la carrera del cervantismo; para poder hablar de Cervantes con permiso de los cervantistas. La biografía es la escrita por Américo Castro; el comento -sobre el pensamiento de Cervantes- es del mismo Américo Castro. Puedo ya ser, con este viático en mis peregrinajes, en mis desvaríos, un cervantista; un cervantista pelgar, un cervantista drope, un cervantista zarramplín, un cervantista chuchumeco. Con mi ralo discernimiento, con mi dismirriada erudición, no podré ser otra cosa.

En este punto de partida se dividen dos caminos: uno es el de la erudición; otro, el de la vida. El cervantista puede seguir uno u otro, a su talante, con su responsabilidad, sin que le ataje nadie. El camino de la erudición es áspero; el de la vida, acerbo. El erudito se consagra al papel; el imaginativo se dedica a la sensación. Nos atrae el documento, representativo de tiempo y de acción. El archivo es silencio y perseverancia. El hallazgo de ahora, estimula para el hallazgo de mañana. Cervantes, fragmentario, espera su totalidad. Podremos o no lograr esa totalidad en el conocimiento de su vida; pero lo procuramos con ahínco. Y luego -confesémoslo- hay un placer, un íntimo placer, en decir de Cervantes lo que los demás, antes y ahora, no han dicho. Y hay otro placer; todavía más hondo, todavía más secreto: el de saber lo que los cervantistas imaginativos, sensitivos, no saben. ¿Nos reportaremos o no? ¿Podremos ocultar o no nuestro despego por los cervantistas psicólogos? ¿Llegaremos a pronunciar la frase terrible, inapelable de «falta de preparación»?

¿Y qué pasa en el otro camino? Por el otro camino va el artista; el artista que puede enamorarse de Cervantes; que puede   —6→   aspirar a sentir, a comprender, a compenetrarse con Cervantes. Sentir a Cervantes es, ante todo, actualizar a Cervantes. Para sentir a Cervantes es preciso, antes que nada, despojarle de toda arqueología. No tiene miedo el artista al error histórico; con error, como sin error, se llega a la sensación; la sensación de vida -en un determinado momento- que ha experimentado Cervantes y que nosotros tratamos de que experimente el lector. ¿Nos ufanaremos de nuestro desvío hacia la erudición? ¿Se establece la compensación, respecto del erudito, y si él ha pensado -no pronunciado- la frase vitanda, podríamos pronunciar nosotros otra frase aterradora: «falta de sensibilidad»? ¿Y por qué, sin acrimonia, para evitar la acrimonia, no llegar a la conciliación? Conciliación entre el cervantista erudito y el cervantista psicólogo. La confluencia -cordialísima- puede darse, por ejemplo, en un Gastón Paris y en un Raspón Menéndez Pidal. Los dos son eruditos, caudalosamente eruditos, y los dos son artistas, finamente artistas. Menéndez Pidal, sensitivo, penetrativo, nos enseñaría a tratar el asunto en seguida, desde el primer momento, sin fárrago preliminar, a guardar en los elementos del ensayo armónica proporción, a ser claros, a ser precisos, a ser exactos, a ser sencillos. No hay, pues, recelos entre eruditos y psicólogos. No hay contraposición de cervantismos. Si tan altos maestros han podido resolver el conflicto, aspiremos nosotros a resolverlo; aspiremos, aunque no lo resolvamos. Con aspirar, cordialmente aspirar, ya es bastante. Tan necesaria es la erudición, en el cervantista, como la sensibilidad. Y si no podemos llegar a un acuerdo, que cada cual vaya por su camino. ¡Qué le vamos a hacer! Cada cual tendrá, si los tiene, sus seguidores.





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ArribaAbajoCervantes

No sabemos el día en que nació Cervantes; conocemos la fecha de su bautizo. Cervantes fue bautizado en Alcázar de San Juan el 9 de noviembre de 1558; se puede ver su partida de bautismo en la parroquia de Santa María. Alcanzó larga vida Cervantes: setenta y nueve años. Su vida puede dividirse en tres épocas. No hay en la vida de Cervantes ningún episodio notable; en cierto modo, sin embargo, todo es notable en la vida de Miguel de Cervantes y López. Lo excepcional en la vida de Cervantes son las temporadas cortas que pasó en Valencia y en Madrid; por junto, no llegaron a tres meses. El padre de Miguel fue Blas Cervantes Saavedra; la madre, Catalina López. Y vamos ahora con la vida de Cervantes, repartida en tres jornadas. El cenit de la primera lo marcan los treinta años. En estos verdes años, Cervantes se nos aparece como un hombre andariego: su principal esparcimiento -podríamos decir único- era ir a sus labores, paso tras paso, y recorrer también las fincas rústicas de sus convecinos. En las hazas propias, Cervantes se enteraba de todo: charlaba mano a mano con los muleros; les daba consejos acerca de cómo habían de coger la mancera, en el arado, y de qué modo habían de trazar los surcos; no olvidaba, naturalmente, el coger un puñado de trigo, cuando la simienza, y echarlo a voleo, si sembraba de tal modo, para que el sembrador aprendiese. Cuando se entresacaban las viñas, Cervantes, con su azada, entraba en docena con sus jornaleros. Y si era el tiempo de coger la aceituna, no se hubiera perdonado nunca en él no corregir, un tantico ásperamente, al insensato que cogiera el fruto por apaleo, y no por ordeño. (Plantaron sus abuelos un olivar; pero tal vez luego fue descuajado; los alcazareños lo sabrán.) Al terminar de inspeccionar sus labores, Cervantes recorría las de los amigos. Todos le saludaban con afecto, y los perritos, al verle venir, comenzaban a correr a su encuentro y le ponían las patas en los muslos. No faltaba bracero que le ofreciera un trago de morapio: entonces, Cervantes hubiera   —8→   creído hacer un desaire si no tomaba la bota, y desde lo alto, dejaba caer en las fauces un hilillo tinto.

Se tenía bien transitado el término de Alcázar de San Juan Miguel de Cervantes; pero vino la segunda etapa de su vida fue esta a los sesenta años. Entonces Miguel redujo su errabundez al recinto de Alcázar: habían disminuido sus fuerzas. No había amenguado su curiosidad. Al levantarse Cervantes de la cama, ya estaba pensando en las visitas que habría de hacer. Conoció antes hubrea por huebra todo el término de Alcázar de San Juan, y ahora llevaba en la uña, como se dice, toda la ciudad. Se detenía, lo primero, en el taller de un aperador; observaba cómo el artesano labraba arados, trillos, adrales de galeras, pinas de ruedas. De aquí se marchaba a ver cómo, en una botería, fabricaban odres, odrinas, zaques y botillos. No dejaba de visitar una fragua: le gustaba ver saltar las chispas del yunque, cuando los machos golpeaban el hierro candente. En fin, todos los oficios de la ciudad los conocía por menudo Cervantes; no se escapaba a su incesable corretear ni el más diminuto pormenor relacionado con Alcázar de San Juan. Y llegó la tercera jornada en la vida de Miguel; él, que había sido tan andariego, dentro y fuera de Alcázar, se vio obligado, por sus achaques, a no trasponer los umbrales de su casa. Pero la casa que tenía que recorrer era ancha, con corral y trascorral, con cámaras espaciosas, con lagar y con alfarje. Ofrecía espacio para devanear por su ámbito todo el día, subiendo y bajando. Los graneros, con sus alhoríes, no los habíamos mencionado: ello hubiera sido olvido imperdonable. En las trojes, respiraba Cervantes el penetrante olor de las semillas: trigo, cebada, avena, maíz. La despensa era dominio de la mujer de Miguel, María Ana Acacio; pero Cervantes, en tiempos de vendimia -y como buen manchego- asistía complacido a las operaciones del uvate, el mostillo y el arrope. ¿Y qué diremos de la matanza? No presenciaba Miguel el cruel degüello; le repugnaba; bajaba al patio en el momento de socarrar la piel. No es preciso decir que conocía al dedillo cuanto se refiere a los embutidos y modo de curar lunadas, perniles o jamones; aparte de que el solomo tiene también sus reglas esenciales.

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Los achaques aumentaron: zanqueaba antes por la casa Cervantes, y ahora no se podía mover de un sillón. Pero tenían que venir ante él a contarle todo lo que pasaba en el pueblo y todo lo que se iba a hacer en la casa; no es qué Miguel fuera fisgón; acudían todos ansiosos de un consejo acertado. Junto al fuego en invierno, a la sombra en verano, bajo el emparrado del corral, pasaba las horas Miguel. En la ancha cocina ardía una lumbre de ceporros, leños de olivera y sarmientos. En el emparrado colgaban las uvas traslúcidas, entre el pampanaje de verde claro.



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ArribaAbajoPosición de Cervantes

Conocemos la actitud psicológica de Cervantes: la conocemos aproximadamente, por tanteos. No la conoceremos nunca con exactitud, completamente. Nos sucederá lo mismo con todos los personajes históricos; estamos condenados a ignorarlos. Si no nos conocemos a nosotros, ¿cómo vamos a conocer a los otros? Y más si son personajes sumidos ya, perdidos ya en el tiempo, en las lontananzas del pretérito. ¿Sabremos cuál es la posición de Cervantes? ¿Conoceremos su situación en cuanto a lo económico, en lo tocante a lo social? Cervantes nace en 1547; sus padres son Rodrigo y Leonor; Leonor tiene don; es doña Leonor; Rodrigo no lo tiene; no lo tendrá nunca Cervantes. Rodrigo es un cirujano practicón, no cuenta con clientela; doña Leonor es una señora procedente de familia venida a menos. Marido y mujer, con los hijos, van de tumbo en tumbo por las Castillas; por más que cambien de postura, no encuentran alivio, no digamos remedio, a sus estrecheces. ¿Y es este el ambiente que ha respirado Miguel de Cervantes en su puericia? Y este ambiente, ¿no es el de pueblo? ¿Y es que en tiempos de Cervantes, en la primera mitad del siglo XVI, había otra cosa en España sino aristocracia y pueblo? ¿Y cómo podía pertenecer Cervantes a la aristocracia? En la primera mitad del siglo XVI, cuando nace Cervantes, hay en España una aristocracia guerrera, eclesiástica, terrateniente; abajo existe una masa popular compuesta de labradores, labriegos y artesanos; con esta masa popular, inmersos en esta masa popular, están los elementos que hoy pudiéramos llamar pequeña burguesía.

¿Contaremos con algún documento que nos haga ver, patentemente, pintorescamente, a la sociedad española en la primera mitad del siglo? No nos interesa en este momento la aristocracia; queremos saber cómo era el pueblo, puesto que en el pueblo ha nacido y se ha desenvuelto Cervantes. El Lazarillo de Tormes se publica precisamente en este tiempo. Los personajes que juegan en la novela son: un ciego, ciego rezador; un clérigo, un hidalgo, un pintor decorador, un arcipreste de capital. Todos estos personajes, a excepción del   —11→   bulero, no nombrado, se han perpetuado en la Historia; no son de un tiempo o de otro; no pueden adscribirse a una época o a otra. Son personajes fundamentales en nuestra Historia; son todos también pueblo: el pueblo de España. El ciego lo hemos conocido en nuestros días; subsiste todavía seguramente en provincias; una de las oraciones que estos ciegos rezadores rezaban por las casas era la conocida oración de San Antonio; en los cordeles, públicamente, hemos podido ver pendiente esta oración, en compañía de las aventuras de Blancaflor de Flores, con las del guapo Francisco Esteban; en Madrid, precisamente, el último puesto en que se vendían estos cuadernos de cordel estaba a la entrada de la calle de Bailén por la plaza de San Marcial, hoy de España, en una rinconada. ¿Y cómo no reconocer que el clérigo de Maqueda, el pobre clérigo, es el mismo clérigo rural, abnegado, sufrido, frugalísimo, que hemos también conocido y que subsiste asimismo en muchos lugares de España? ¿Y no diremos lo propio del famoso hidalgo, antecedente de Don Quijote, antecedente en dignidad, en nobleza y en callado sufrimiento? En cuanto al pintor de brocha gorda, patente está a todas horas en cualquier sitio. Como lo está algún arcipreste de Toledo, como en el aludido, o de otra ciudad española. El bulero, salvo sus artimañas, tiene también, si no su continuidad, continuidad histórica, su equivalente sucedáneo. No hemos de olvidar un taller de bonetería, establecido par de la casa, desmantelada, en que pasa sus estrecheces, a sus solas, el caballero, es decir, precisemos, seamos exactos, el hidalgo. Todos estos elementos, de un período de nuestra historia, son representativos de lo que era el pueblo en el mismo momento en que Cervantes viene al mundo.

No ha de pasársenos por alto una circunstancia que tiene su indudable valor: el Lazarillo del Tormes es la primer novela, novela notable, significativa, en que el autor se concreta, se ciñe a la realidad: o sea, que por primera vez nos dice el novelista los nombres precisos de los lugares en que la acción se va desenvolviendo: Salamanca, Maqueda, Torrijos, Toledo. La Celestina es anterior; no nos ofrece tal singularidad; puede ser la Celestina de Salamanca o de Toledo; nos   —12→   inclinamos por Toledo; en otra ocasión hemos producido las pruebas de nuestro aserto; la hija de Celestina, creada por Salas Barbadillo, a Toledo se dirige cuando comienza la novela, y no a Salamanca. Naciendo como nace Cervantes en el pueblo, siendo como es Cervantes pueblo, ¿cuál había de ser la más alta concreción de su espíritu? ¿Y qué es, en realidad, Don Quijote? Don Quijote es un elemento salido del pueblo y que aspira a la más alta aristocracia; Cervantes, salido del pueblo, se eleva a categoría aristocrática por su inteligencia. Don Quijote se impone a todos como mantenedor y defensor del Derecho natural, anterior y superior al Derecho positivo. Y si no queremos tal interpretación, atengámonos tan sólo a considerar a Don Quijote como un admirable practicador de una ciencia o arte que resume toda la vida jurídica: la epiqueya, o arte de interpretar las leyes. ¿Y qué es lo que este personaje, nacido en el pueblo, hace en todas las tierras por donde camina? Don Quijote es, por su natural, por su misión, un enlace, en determinado momento histórico, entre la aristocracia y el pueblo, en una sociedad en que lo intermedio, es decir, la mesocracia, no existe todavía. Y Miguel de Cervantes, creador de Don Quijote, asume y representa el mismo papel, la misma misión. Véase cómo el pueblo, merced al genio, se fusiona con la aristocracia y forman los dos elementos un todo social. Un arbitrista de la sociología podría decir que es ahora, gracias a Cervantes, cuando el pensamiento de los Reyes Católicos, pensamiento de unidad, de coherencia española, de trabazón íntima entre todos los componentes de España, encuentra, en lo espiritual, su plena realización. Don Quijote, en casa de los duques, es tan aristócrata como los mismos duques.



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ArribaAbajoLa actitud de Cervantes

Cervantes se encuentra con unos galeotes. Cervantes vive, no en pugna con la sociedad, sino al margen de la sociedad. No posee nada; vive incómodamente en una casa incómoda; «come mal y a puerta cerrada», según un texto cervantino que Rodríguez Marín reputa autobiógrafico. Los valedores de Cervantes son casi nominales; algo definitivo por Cervantes no han hecho. Cervantes espera siempre, espera algo, aunque vagamente. Y no puede romper con sus pretensos protectores. ¿Y de qué valdría romper? ¿Y por qué romper? Cervantes ha vivido en el camino: toda su vida ha sido el camino. Quisiera él tener un momento de asiento, un momento sin zozobra. No lo ha conseguido nunca. Su verdadera sociedad ha sido la de las gentes que viven a la ventura. Hay en lo íntimo de Cervantes algo que le hace sentirse uno con los hombres que viven al margen de la sociedad. Ante la violencia o la injusticia, su gesto es el de cólera. «Casi siempre que hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía a la autoridad -escribe Valera-, Cervantes, sin poder remediarlo, se pone de su parte». Los rasgos de Cervantes que esbozamos son los de la última etapa de su vida. Hay, naturalmente, en las obras de Cervantes algo que confirma el carácter del escritor. El patio sevillano que Cervantes nos pinta corresponde a la aventura de los galeotes. El patio es limpio; tiene el suelo ladrillado con losetas brilladoras de carmín finísimo. Produce todo el ámbito una sensación de bienestar. Se respira aquí orden e inteligencia. Cubre el piso, en parte, una esterita de enea. En una de las salas laterales, también con su esterita de enea, se ve una imagen de Nuestra Señora, en la pared, y debajo un cepillo para las limosnas y una pila de agua bendita. Y la nota delicada; en el centro del patio, un tiesto con una mata de albahaca. ¿Quién vive en esta casa? ¿Y quiénes se congregan en este patio? Los que aquí se juntan prestan a su jefe una obediencia indiscutible. Cumplen todos la pena que se les impone, según la ordenanza, caso de que incurran en falta. Es este el patio de Monipodio.

Cervantes, o Don Quijote -es lo mismo-, se encuentra con   —14→   unos galeotes. Nunca, ha escrito Cervantes ningún pasaje de su libro con tanta naturalidad, con tanta fluidez, como al pintar la aventura de los galeotes. Llevan a galeras a gente forzada, y pregunta Don Quijote: «¿Cómo gente forzada? ¿Se puede hacer fuerza a nadie?». Y se dispone a liberar a los forzados. Considérese bien la trascendencia de tal gesto. Ha tenido Cervantes la precaución de no poner entre los forzados a ningún reo de delitos de sangre: uno de los galeotes va por haber robado una canasta de ropa blanca. ¿Cómo por tal delito se condena a un hombre a cien azotes y tres años de galeras? ¿Y cómo va preso otro delincuente que ha procurado facilitar las relaciones entre amantes? ¿Y es que podemos tomar en consideración, siendo irrisorio, el que tenga querencia a la hechicería? ¿Y por qué llevan también a quien no ha hecho más que ser burlador de cuatro mujercitas? Pero todo esto es lo accesorio: lo esencial es que Cervantes, es decir, don Quijote, en campo abierto, en lucha con la autoridad, tiene este gesto. Cervantes, con tal actitud, nos dice más de lo íntimo de su ser que en todos los demás actos. Que Cervantes ha estado temerario, lo demuestra el hecho de que más adelante siente necesidad de justificarse; principio del capítulo XXX. Y todavía en el capítulo XLV y siguiente, Cervantes cree liquidar ese asunto, sin liquidarlo.



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ArribaAbajoComplutense

El complutense habló de esta manera:

-No me he visto nunca en situación semeja; me invade una profunda melancolía. Estoy triste porque ignoro mi camino; el camino que debo seguir. Cuando leía la profesión de cervantismo alcazareño, me entró una irresistible comezón de reír. No era lícito, como hacía el vecino de Alcázar de San Juan, circunscribir el cervantismo, por lo menos, el mejor de los cervantismos, a Alcázar de San Juan. No era lícito adscribir a la Mancha la caballerosidad del caballero de la Triste Figura. No hay tanta distancia, geográfica y psicológica, de Alcalá de Henares a Alcázar de San Juan. No prorrumpí entonces en risotadas, porque al punto, a un sentimiento sucedió otro: a la jovialidad sucedió la indignación. Alcázar de San Juan sabe que su partida de bautismo, la de Cervantes, es una interpolación; sabe también que la partida de Alcalá de Henares es la verdadera. Y si la de Alcalá es írrita, ¿por qué las alharacas del vecino de Alcázar de San Juan? De súpito caen al suelo todas las fantasías. Por más que se pretenda, con restricciones discretas, aseverar que los alcazareños, son los depositarios del cervantismo, un nuevo cervantismo, símbolo de la caballerosidad española, siempre resultará que Alcalá de Henares resulta lesa con tal pretensión. Y eso no lo podemos tolerar los complutenses. Temblaba yo de ira: lo confieso. Hubiera hecho, en aquellos momentos, cualquier desaguisado. Pero pronto, puesta una noche entre el propósito y su ejecución, comprendí algo que hubiera sido contraproducente: queriendo yo afirmar con mi gesto airado el cervantismo de Alcalá de Henares, lo hubiera desmentido. La fe en nuestro cervantismo sería una cosa, y la decisión violenta sería otra. El caballero de la Triste Figura no hubiera procedido airadamente; con la más dulce serenidad hubiera resuelto el caso; recordaba yo los consejos a Sancho, cuando Sancho se partió a su ínsula. Y si Don Quijote, es decir, el propio Cervantes daba pruebas de comprensión y tolerancia, ¿cómo podía yo no darlas? La tolerancia me aconsejaba el   —16→   esperar; un día viene tras otro. Y sobre todo, el conflicto entre los dos cervantismos, el alcazareño y el complutense, podía resolverse en una síntesis ideal. Hacia esa síntesis caminaba yo cuando me acudió una cierta idea que me dejó suspenso. Pero esto merece párrafo aparte; quiero decir, puesto que estoy pensando, no párrafo, sino una leve pausa para precisar mis pensamientos.

La confesión es dolorosa: no he de retroceder; la haré con toda sinceridad. ¿Cuál fue la conducta de Cervantes con relación a su cuna, Alcalá de Henares? ¿Sabe nadie, por los escritos de Cervantes, que el amado escritor naciera en Compluto? ¿Lo puede rastrear nadie por alguna alusión, un rasgo ligero, una insinuación al correr de la pluma? No recuerdo en estos momentos de conmoción si en La Galatea alude alguna vez Cervantes a las riberas del Henares; sí estoy cierto de que al comienzo del libro se habla de las riberas del Tajo. ¿Y por qué este hombre que recuerda con delectación tantas cosas lejanas, cosas de Italia, no tiene ni una alusión para su patria chica? Nos deja entristecidos este silencio de Cervantes. Si yo me hubiera lanzado a la ofensiva, en el caso del vecino de Alcázar de San Juan, seguramente que el vecino aludido hubiera retrucado con este descuido de Miguel de Cervantes: en el caso de que no fuera más que descuido, cosa, improbable. Y entonces, trabada la polémica, todo hubiera redundado en perjuicio del hombre que pretendíamos los dos celebrar. Máxima de prudencia es no aventurarse en lances cuya salida no tengamos segura. Y ahora el desquite de las cosas: desquite de las cosas en este caso en que Cervantes no escribe ni una palabra respecto de su Patria. En 1725 publica Miguel Portilla su Historia de Compluto: dos tomos, y en total ochocientas sesenta y siete páginas. Estudia o menciona Portilla en su libro muchedumbre de escritores nacidos en Alcalá de Henares: Diego Martínez Sánchez de Cámara, Enrique de Villacorta, Juan Bustamante, López Deza, Pedro de Quintanilla, etc., etc. Y ni una palabra de Miguel de Cervantes. Claro que en esa época nadie pensaba en España en Cervantes; no podemos reprocharle a Portilla el que, conociendo el Quijote, fuera a la   —17→   parroquia de Santa María a ver si en los libros bautismales figuraba la partida de Cervantes. ¿Por qué había de ir? El mismo motivo tenemos para pensar, si en ello pensamos, que pudo ir a ver si constaba la partida de Espinel o de Salas Barbadillo. Si Cervantes no había dejado rastros de Alcalá de Henares en sus libros, no era lógico que el buen Portilla husmeara en la parroquial. Y esta es la contrapartida, dolorosa, por cierto, del silencio de Cervantes. Y ahora, ya desfogado un tanto de mi cólera, vuelvo con más insistencia a mi tema: el de la asociación de los contrarios; asociación del cervantismo de Alcázar, y el cervantismo complutense en una síntesis cordial. Y no excluyamos de esa síntesis, síntesis de la caballerosidad española, a ninguna región de España. El caballero de la Triste Figura es de toda España, y su caballerosidad es modelo para todos los españoles. Con esto quedo tranquilo.



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ArribaAbajoEl batán

X era poeta. En su divagar por la Mancha, X llegó a un paraje abrupto: entre un bosquecillo de «castaños y otros árboles sombríos»; se despeñaba de altos riscos un arroyo. X pensó que aquel debía ser el sitio en que se desenvolvió la aventura del batán, en el capítulo XX, de la primera parte del Quijote. Y a seguida pensó también que allí debía haber un batán. No era lo mismo pensar que debía haber un batán que debió de haber un batán: en ese distingo, es decir, en dos letras, en un vocablo de una sola sílaba, consistió toda la aventura de X. Debía haber un batán y lo hubo. La mañana estaba nubosa: había amanecido lloviznando. Se complacía X en imaginar que en una mañana como aquella, después de una noche temerosa, es cuando Don Quijote y Sancho descubrieron el batán. No quiso el caballero entrar en el batán, con sus seis mazos: continuó su ruta y entonces fue cuando le ocurrió otra de sus aventuras memorables: la del yelmo de Mambrino. Pero a X lo que le interesaba era el batán: el batán con sus seis mazos batanando, o sea, enfurtiendo el paño día y noche. X compró una ancha parcela de terreno y mandó labrar una casita con un batán. Antes de pasar adelante hemos de decir que este poeta, a pesar de ser poeta, era rico. Podía satisfacer sus gustos con anchura. Un ingeniero industrial, ingeniero un poco arqueólogo, construyó el batán. Ya tenía X su batán: un batán con seis mazos como el batán del Quijote. De pie, ante su batán, en otra mañana lluviosa, contemplaba X su obra. Tenía un batán; pero ¿qué es lo que iba a hacer el poeta con su batán? Los mazos daban formidables golpes: los daban en vano: No había en el batán paño que enfurtir. No era lógico que los mazos de un batán no enfurtieran paño. Decidió X que el batán batanara con utilidad; compró un rebujal: cincuenta cabezas de ganado lanar. Tuvo que edificarse una casa par a vivir él a par de su batán.

Con X vivían otras gentes que se habían allegado a la empresa; construyó el poeta dos o tres viviendas -si no fueron   —19→   más- para albergar a todos estos colaboradores suyos. Todos eran gente sin doblez ni mácula; estaban todos dispuestos a vivir la vida sencilla. Pero un rebujal no era bastante para lo que X se había propuesto; hubo que ampliar el número de cabezas lanares a una piara: trescientas cabezas. Con la lana de este rebaño podrían tejer paños; esos paños podrían, a su vez, ser enfurtidos en el batán. X mandó construir dos o tres telares de mano: no se sabe el número exacto; dará lo mismo que sean tres, o cuatro, o seis. Los telares iban urdiendo el paño que se destinaba al batán. El batán iba batanando, es decir, dando el cuerpo preciso a esos paños. ¿Y qué haría con los paños el poeta? En un almacén se iban almacenando; había ya muchas piezas de paño excelente: la lana no era churra, sino de la más fina. La gente que trabajaba con el poeta necesitaba reponer sus vestidos. Y habiendo buen paño a la disposición de todos, lo más natural era que se aprovechase. Hubo, pues, en el lugar del batán sus buenos artistas de arte sartorio: arte sartorio -un latinismo- quiere decir arte de sastrería. Los mismos que apacentaban el rebaño y batanaban en el batán, eran los que cortaban en el tablero de la sastrería y cosían los trajes. No eran cacheras lo que allí se hacía: cachera es un traje tosco de lana. Algo más que tosquedad tenían aquellos vestidos. Tenían el hechizo y la perfección de todo trabajo acabado: un trabajo en que se ha puesto fervor. La colonia había aumentado; ya era aquello una aldeíta; se vivía con sencillez encantadora. Se trabajaba y se holgaba. El sitio continuaba siendo tan ameno como cuando desierto. Los castaños daban sus castañas: las daban en sentido no figurado y maligno. Digo esto, porque ya sabemos lo que significa «dar la castaña». Pero si pienso bien la cosa resulta que, en efecto, estos castaños acabaron por hacer de las suyas; no adelantemos los acontecimientos. Todo se desenvolvía con sencillez idílica. El poeta había cumplido su sueño; no podía un poeta desear más. En el silencio de la noche, X trabajaba en su cuarto: los seis mazos del batán continuaban, como de día, dando sus formidables golpes. Pero el poeta no se atemorizaba cual Don Quijote y Sancho.

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Y un día X tuvo que venir a Madrid: era preciso desgarrarse de su ideal, siquiera por unas horas. Pero en Madrid se iba demorando el momento de volver al batán. Si el poeta volvía se le planteaba un grave problema. Su sensación de la vida sencilla ¿sería la misma que en la primera etapa? Cuando tenemos una sensación delicada, sensación espiritual, sensación de arte o de vida, ¿es que en su repetición la gustamos del mismo modo, con la misma intensidad, con el mismo fervor? Los días iban pasando y el poeta no volvía a su Arcadia. ¿Volvió el poeta o no volvió? ¿Qué le imbuyeron los lejanos castaños?



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ArribaAbajoEl retrato X

He visto el retrato X: retrato nuevo y presunto de Cervantes. Se supone pintado por Jáuregui; es una obra del siglo XVII; está perfectamente conservada; no tiene repintes. Si quisiéramos hoy pintar un retrato de Cervantes, para hacerlo pasar por un Jáuregui, tropezaríamos con grandes dificultades. ¿Lo pintaríamos en tabla o en tela? En una u otra forma, el análisis químico revelaría la modernidad de la pintura. Demos por orillados los primeros inconvenientes. Tiene ya el pintor el pincel en la mano; ante él está una tela o una tabla que es preciso ir cubriendo. El pintor ha de dominar su arte y ha de poseer otros varios conocimientos: precisa, ante todo, conocer la escuela, la tendencia, la manera de Jáuregui. Juan de Jáuregui es pintor y poeta; nace en 1583 y muere en 1614. No conocemos obras pictóricas de Jáuregui; gozó fama de pintor este poeta; pero sus obras han desaparecido. Decimos mal, no sabemos si contemplamos de vez en cuando alguna pintura de Jáuregui; posiblemente esta pintura de otro pintor que admiramos es de Juan de Jáuregui. En firme no podemos asegurar nada. Y si nos encontramos desamparados al tratarse de las pinturas de Jáuregui, habremos de recurrir a sus obras poéticas; recurrimos con objeto de lograr alguna partícula del ambiente propio de Jáuregui, que nos guíe en nuestra labor.

Nos aguarda una sorpresa: Jáuregui no tiene color como poeta. Apresurémonos a decir que tampoco tienen color fray Luis de León, ni Herrera, ni antes Garcilaso; tal vez en Góngora encontremos, por excepción, color. El duque de Rivas, poeta y pintor, pintor de miniaturas, tiene color en sus poesías; Víctor Hugo, poeta y dibujante, nos muestra también sus dotes de dibujante en sus obras literarias. Hemos visto en París, en la casa de la plaza de los Vosgos, que ocupó algunos años Víctor Hugo, dibujos admirables del poeta; son dibujos en que campean violentamente las luces y las sombras. Toda la obra de Víctor Hugo es precisamente eso: un enérgico contraste de sombras y luces; continuada y formidable antítesis   —22→   del mal y el bien, del progreso y la reacción. Jáuregui nos habla de la primera, por ejemplo: nos pinta «verdes ramas y frescas flores». ¿De qué color son esas flores? Nos pinta también «mil guirnaldas de colores». ¿Qué colores son esos? Lo especificaría un poeta moderno. Digamos, para ser justos, que el color en el arte literario es cosa de los tiempos actuales, nace con el progreso de las ciencias de la Naturaleza. Jáuregui tiene una poesía en que discuten la pintura y la escultura. Cada cual expone sus cualidades; el debate acaba proclamando la pintura las excelencias de la perspectiva: «en cuyo cimiento estriba cuanto colora el pincel; arte difícil y esquiva, y más que difícil, fiel». (Son compatibles lo difícil y lo fiel; no son inconciliables, como tal vez la rima hace decir al poeta: un hombre de carácter difícil, áspero, puede ser dechado de fidelidad.) No hemos, en suma, logrado nada con la lectura de las poesías de Jáuregui. Continúa su obra el supuesto pintor. Habrá de tener este, para no desbarrar, algunos conocimientos de la ciencia que en lo antiguo cultivó Juan Bautista Porta, y luego, Lavater, y después, Guillermo Duchenne. Si el pintor no conociera la ciencia -si es ciencia- de la fisonomía, se expondría a que cualquier rasgo de las facciones, en su retrato, estuviera en contradicción con otro. Y de todos modos podría resultar que su retrato careciera de aquel espíritu de Cervantes que debe tener todo retrato del autor del Quijote. En el caso presente contamos con un retrato literario trazado por el mismo Cervantes; pero ese retrato, con todos sus pormenores aumenta, paradójicamente, las dificultades de la empresa. Cervantes enumera las particularidades de su faz. La frente es «lisa y desembarazada»; la nariz es «corva, aunque bien proporcionada»; los bigotes son «grandes»; los ojos son «alegres». Lo primero que se nos ocurre es que si acentuamos los rasgos, la frente, los bigotes o la nariz, corremos el peligro de pintar una caricatura. ¿Cómo nos arreglaremos para hacer unos bigotes grandes? ¿Quién ha usado, entre la gente de letras que hemos conocido, bigotes grandes? Galdós usaba bigotes; Pereda también llevaba bigotes; Menéndez y Pelayo traía barba y bigotes; lo mismo le ocurría a Núñez de Arce. Pero, ninguno de estos bigotes nos satisfacen. Pensamos, en último   —23→   extremo, en Gustavo Flaubert, con sus recios y caídos bigotes de antiguo galo. ¿Eran estos los bigotes de nuestro Cervantes? Las mismas dificultades encontraríamos respecto de la frente. Y la indumentaria del retratado, Cervantes, no ofrecería menores inconvenientes. En la mesa tengo un retrato de don José María de Pereda, hecho por Laurent, cuando Pereda estaba en la plenitud de la edad; nació Pereda en 1833 y murió en 1905. Su frente es ancha, como la de Cervantes; el pelo, espeso, aparece echado hacia atrás; los bigotes son grandes. Pereda era un tipo cervantesco. En este retrato usa cuello alto de los llamados «diplomáticos». Si Pereda hubiera invectivado la altura desproporcionada de esos cuellos, no le pondríamos, al hacer su retrato, una desmesurada tirilla; lógicamente habría de ser moderada, como esta que, en efecto, usa en su fotografía, y como es breve la gola que Cervantes, mofador de las golas crecidas, trae en el retrato X.

El retrato X puede ser Cervantes y puede ser pintado por Jáuregui. Su dueño es el marqués de Casa Torres. Hemos contemplado largamente el retrato X. La mirada de Cervantes es una de esas miradas que sugestionan; mucho tiempo después de apartarnos del retrato, nos sentimos prisioneros de esa mirada; es un mirar el de Cervantes, en el retrato X, inquiridor, escrutador; diríase que la mirada lo es todo en el presunto retrato; se resuelve, al fin, después de estar escrutando Cervantes al mirador, en una infinita piedad o en un inefable desdén. Y desdén y piedad es en su obra y en su vida Miguel de Cervantes.



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ArribaAbajoSerenidad y humanidad

Cuando comenzamos a leer a Cervantes, una sensación se nos impone: la sensación de serenidad. Cuando avanzamos en la lectura, otra sensación completa la anterior: la sensación de humanidad. Es humano Cervantes en el desenlace de ciertos episodios, por ejemplo, el final de El celoso extremeño, en que el viejo obcecado colma de bienes, a la hora de su muerte, a la infeliz Leonor, y en que esta se retira a un convento, pesarosa y contrita. Si La tía fingida ha podido ser atribuida a Cervantes, no es ciertamente por ciertas frases y giros, que son impropios de Cervantes, aunque otra cosa crean ciertos cervantistas, sino por el final, netamente, auténticamente cervantino: una muchacha, que hasta ahora ha sido liviana, se corrige, y es, ya casada, una mujercita laboriosa y prudente, con lo cual encanta al suegro y hechiza al marido. Sereno y humano Cervantes, hay solo, extrañamente, en su obra, en el Quijote, una nota que nos sorprende: en la segunda parte, capítulo LXV, un morisco, Ricote, exalta, de un modo entusiasta, la expulsión de sus compatriotas, realizada por «el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar». No es ciertamente quien habla este morisco, sino el propio Cervantes. Y nos preguntamos: ¿Cómo, extemporáneamente, en lugar no a propósito, sin venir a cuento, ha podido Cervantes expresarse en forma tan ajena a su íntimo natural? ¿De qué modo podremos explicarnos tal incongruencia? Pensamos en el largo y azaroso cautiverio de Cervantes en Argel; tenemos entonces que atribuir a resentimiento personal estas invectivas; pero nos repugna hacer que Cervantes, con su serenidad, proceda por sentimientos bajos. Buscamos otro motivo y no lo encontramos. ¿Y cómo ha de ser por política? ¿Y cómo un morisco, que ha sufrido la expoliación, en parte, y ha visto cómo era separado de sus caras prendas, podrá hacer tales manifestaciones, adulatorias más que justicieras? La contradicción con lo sustancial de Cervantes, con lo íntimo de Cervantes, hace resaltar más la totalidad del carácter cervantino. En otros muchos pasajes vamos a neutralizar,   —25→   con creces, este mal sabor que el dicho pasaje nos produce.

¿Cómo podremos comprobar el espíritu de Cervantes, sereno y humano, al mismo tiempo que nos demos cuenta de su técnica? Entre las Novelas ejemplares ninguna más a propósito, para nuestra experiencia, que Rinconete y Cortadillo; aquí está todo Cervantes: leámosla con cuidado y con amor. Miguel de Cervantes va a pintar el cuadro de una gente maleante, en Sevilla; él mismo ha visto a lo largo de su vida, en distintos lugares, cómo viven estos hombres; conoce bien su vida, sus costumbres; nos aventuramos a decir que existe cierta oculta, o no oculta, simpatía de Cervantes por estos hombres, que sin ser forajidos sanguinarios, están al margen de la ley. Sus vidas son vidas libres; la vida de Cervantes es una vida libre; sus vidas son azarosas; la vida de Cervantes es también azarosa. Ante el propósito de pintar el cuadro que hemos indicado, se le ofrecen a Cervantes varias dificultades; ha de resolverlas si quiere que la pintura sea propia de su carácter. ¿Y cómo hará Cervantes para lograr que, siendo realista la pintura, pintura de una asociación de indeseables, sea al mismo tiempo idealista? Esta es la mayor dificultad que resuelve Cervantes en Rinconete y Cortadillo. Ante todo, paremos nuestra atención en el lugar de la escena; poco a poco, sin que nos percatemos de ello, irán posesionándose de nuestro ánimo las dos capitales sensaciones cervantinas: serenidad, humanidad. Estamos en una casa de Sevilla; entramos en su zaguán y nos encontramos con el silencio y la limpieza. Avanzamos y vemos un patio: el piso de baldosín rojo está tan aljofifado, que parece que «vierte carmín de lo más fino». Antes, en una sala, hemos visto, puesta en la pared, una pilita de agua bendita: una blanca almofia. Y no falta, con la bendita agua, una estampa piadosa. Cuantos van entrando en la casa se producen con tacto y cortesía; respetan todos a quien tienen por su jefe natural. Obedecen todos a unas normas inquebrantables; lo que dice el jefe, eso es lo que acatan todos. Desciende el jefe de su aposento y entra en el patio; todos le hacen una profunda reverencia; los que no se inclinan se quitan el sombrero. Y el jefe habla: habla en   —26→   este recinto de silencio y de respeto. ¿Y cómo se expresa el jefe, es decir, Monipodio? Aquí tenemos, prácticamente, uno de los máximos escollos que ha de sortear Cervantes. Monipodio es hombre de larga y varia experiencia; sus palabras reflejarán su íntimo ser. Cervantes, llevado del deseo de naturalidad, hace que Monipodio cometa en su habla algunos ridículos disparates: dice, por ejemplo, estupendo por estipendio, naufragio por sufragio. Pero a seguida, Cervantes se olvida del disfraz y hace que Monipodio hable según su verdadero carácter; un parlamentario no se produciría con la afluencia y la elegancia de Monipodio. «Digo -profiere Monipodio- que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que, desde luego, asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año de noviciado». Esto es lo que tal hombre rudo, ignorante, dice a Rincón y Cortado. De nuevo Monipodio habla disparates, y de nuevo vuelve a emplear razones elegantes. El ambiente de la casa, la compostura, el acatamiento acaban por darnos en Monipodio su verdadero ser. ¿Y cómo no, si un hombre al frente de gente bravía los domina con su imperio? ¿Y cómo los podría dominar si no tuviera prendas excepcionales? En este patio sevillano, entre esta gente extrasocial, nos sentimos confiados: nos hacen confiar la serenidad y humanidad de Cervantes, que se ha sobrepuesto al realismo en este cuadro realista, y han contagiado a los personajes de la novela. ¡Y qué extraño final! Cervantes prescinde, inexplicablemente, misteriosamente, diríamos, de Diego Cortado, y se queda, por lo porvenir, para continuar la novela en lo porvenir, con solo Pedro del Rincón. ¿Por qué esta desaparición y esta preferencia?



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ArribaAbajoLos retratos

La Historia de gráfica de Cervantes y del Don Quijote es un libro espléndido; lo han compuesto Juan Givanel Más y Gaziel. Consta, en primer término, de los numerosos retratos que conocemos de Cervantes; en segundo, de las representaciones que se han hecho de Don Quijote: representaciones en el grabado, en la pintura, en la escultura, en el teatro, en las porcelanas, en las tapicerías, en los carteles, en los abanicos, en los billetes del Banco, en los billetes del tranvía, en las cajas de fósforos. El libro inspira muchas reflexiones; procuraremos consignar algunas al margen de la obra. En el retrato hay que considerar, ante todo, al retratado; después, al retratista; en último término, al espectador o contemplador del retrato. ¿Ha querido retratarse Cervantes? Si no se ha retratado, ¿lo sentimos nosotros? ¿Hubiéramos querido o no que se retratara? Hay muchos poetas que no se han retratado; si lo han hecho, no conocemos sus retratos. De Gonzalo de Berceo no tenemos retrato. ¿Y es que lo deploramos? ¿No limitaríamos nuestra visión del poeta si tuviéramos ante nosotros su imagen? No nos lo podríamos figurar entonces del modo que nos place figurárnoslo. Y si Cervantes se ha retratado, como parece, ¿lo ha hecho como él quería ser retratado? ¿Ha quedado el poeta, sea quien fuere, satisfecho de su retrato? Y pasamos al segundo aspecto de la cuestión. El retratista va a hacer el retrato del poeta. ¿Cómo nos mostrará al poeta? La visión que tenga él del poeta, ¿será la que tenemos nosotros? El concepto del poeta que el retrato arguye, ¿es el verdadero concepto del poeta? Contemplamos algunos retratos célebres y comprendemos que no es el retratado el mismo que nosotros deseábamos. El pintor no nos da la plena personalidad del retratado. Y en último término, el espectador formula su juicio; está acorde o no lo está con el pintor. En último término el retrato, si es un acierto, llega a convertirse en un símbolo; el retratado deja de ser el retratado para ser una personalidad abstracta, simbólica. Tal acontece con uno de los retratos de Erasmo pintados por Holbein: el de perfil, existente en el Louvre. Ya este Erasmo es sencillamente,   —28→   por su verdad, por su universalidad, el hombre que escribe. Y tal sucede también con el retrato de Goethe en el campo: recostado con sombrero ancho y capote blanco; Goethe que es, no el filósofo, sino el hombre que descansa. Y tal acontece asimismo con el San Agustín y su madre, Santa Mónica, de Ary Scheffer, en el Louvre también; cuadro que se convierte, por su intensa espiritualidad, en un hijo y una madre que están en éxtasis. Y podríamos continuar la lista; la destreza o la impericia del pintor es cosa indiferente; lo que importa es que se den en la efigie una porción de circunstancias que la saquen de la realidad concreta y la eleven a lo genérico. ¿Cómo veríamos mejor a nuestra Santa Teresa, si no contáramos con un retrato de mala mano, aunque fiel, al parecer, retratada por un gran pintor, con el modelo a la vista, o en la escultura imaginaria de Bernini, en que la Santa se nos muestra arrobada?

En cuanto a Don Quijote, es preciso considerar que en el personaje de Cervantes entran dos elementos constitutivos: fantasía y meditación. Don Quijote es un caballero que se ha consagrado a la justicia; su misión en el mundo es cumplir actos de abnegación y de justicia. ¿Y es que un hombre con tal misión podrá realizarla sin tener a sus solas largas meditaciones? Las empresas de Don Quijote implican inexcusablemente el meditar habitual. Pero en las representaciones del caballero se ha dado todo a la fantasía y nada a la meditación. No vemos en ningún país, por ningún pintor, a don Quijote retratado en el momento de estar entregado a sí mismo y sumido en honda meditación. Quevedo, con su Testamento de Don Quijote, ha dado la pauta del caballero en forma fantástica, estrafalaria, sarcástica, irónica, y todos los creadores gráficos han seguido la norma. Contamos, pues, con centenares de representaciones del valiente manchego, parciales, es decir, sin el complemento que supone la otra representación en acto de pensar. Y ante todas estas representaciones del caballero, ¿no completaremos nosotros el concepto que de él tenemos? Si lo vemos en su forma exaltada y alucinante, ¿no nos gustará verlo en su expresión sesga y meditabunda?



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ArribaAbajoCervantes y los gitanos

Cervantes tiene simpatía por los gitanos. ¿Y qué son los gitanos? Cervantes habla de los gitanos en dos sitios: en un pasaje de una de sus novelas y en otra novela, dedicada toda ella a los gitanos. Los gitanos son una sociedad libre. Cervantes manifiesta su simpatía por la sociedad que se reúne en el patio sevillano de Monipodio, tan aseado, y por los gitanos; las dos cosas vienen a ser la misma; una y otra sociedad, la del patio y la del aduar gitanesco, implican vida libre, vida independiente. Y esa vida requiere aceptación, por parte del que figura en la sociedad del patio y en la sociedad de los gitanos. Y esa aceptación es voluntaria. Nada más del gusto de Cervantes que la aceptación voluntaria; se entra en las sociedades mencionadas y se sale, si se quiere, de ellas. En tanto forma uno parte de tales sociedades, hay que cumplir todos los requisitos que en ellas existen; en tanto se forma parte de esas sociedades, hay que obligarse a la obediencia, la más estricta y rigurosa obediencia. Pero el rigor de la obediencia somos nosotros, voluntariamente, los que nos lo hemos impuesto. Hay en todo esto, tanto en el patio sevillano como en el aduar, una voluntariedad, un decidir libremente, que es lo que encanta a Cervantes. Fuera de esas sociedades, ocurrirá lo que ocurra; no es preciso que lo especifiquemos; sabido es lo que ocurre; ni lo censuramos ni lo elogiamos. Sea lo que fuere, el contraste de la voluntariedad con la no voluntariedad es evidente. Y ese contraste es el que Cervantes tiene presente -de acuerdo con su propia vida- cuando simpatiza con unos y con otros; le separan diferencias radicales de unos y otros; pero su indulgencia, su condescendencia, se manifiesta cuando pinta a unos y a otros.

Cervantes empero es de su siglo. Y por encima de ser de su siglo, Cervantes es un escritor que escribe para el público. ¿Y qué ideas tiene el público del siglo XVII? ¿Cómo podrá aceptar ese público que quien no ha nacido en una familia distinguida tenga sentimientos nobles, delicados? Esos sentimientos, en opinión de los lectores de novelas, de los espectadores de comedias, son patrimonio de los ciudadanos selectos.   —30→   No puede tenerlos un simple ciudadano que haya nacido, como se dice, «en las malvas». Cuando se haga la historia de las ideas morales en España, la España tradicional, habrá que recoger y especificar esta singularidad. Así la gitanilla que nos pinta Cervantes no es, naturalmente, una gitanilla, sino que en la anagnórisis final se nos descubre como hija de unos señores principales. Así «el labrador más honrado», García del Castañar, no es tal labrador, como nos gustaba que fuera, sino que en el reconocimiento final se nos muestra como un magnate. Así la moza de un mesón toledano no es tal moza, sino que en el epílogo se nos descubre también como vástago de una familia notable. Pero en el siglo XVIII aparece Nicasio Álvarez de Cienfuegos. Y este poeta, con el arrojo de los poetas, con la temeridad de los poetas, escribe una oda que echa por los suelos este prejuicio, tradicional y literario, al que se ha prestado Cervantes. El poeta en su oda celebra, ¿a quién? ¡A un carpintero! Todo un mundo nuevo acaba de inaugurarse.



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ArribaAbajoCervantes sin dinero

Cervantes no tenía dinero; los moriscos tenían dinero. ¿Existe alguna relación entre un hecho y otro hecho? Cervantes estuvo cautivo cinco años; su conducta en el cautiverio fue abnegada, heroica; trató varias veces de salvar a sus compañeros y de salvarse él; el fracaso de tales fugas costó la vida a algunos de sus compañeros; él salió, por maravilla, indemne. ¿Cuál fue el motivo que preservó a Cervantes de los rigores que sus compañeros sufrieron? No lo sabemos; no lo sabe el autor de estas líneas. Cervantes tuvo en el cautiverio un trato de favor. El mismo Cervantes nos lo dice en el Quijote. Hablando de un tal Saavedra, es decir, de sí mismo, escribe que su amo «jamás le dio palo, ni se le mandó dar, ni le dijo mala palabra, y por la menor cosa de las muchas que hizo, temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez». Cervantes, en el Quijote, extemporáneamente, habla de los moriscos, con vituperio para los moriscos y con subidos elogios para sus expulsadores. El rigor con que se expresa nos sorprende en hombre tan ecuánime, tan sereno. Pensamos si es que Cervantes se sentía aún herido por las asperezas del cautiverio. Pero si en el cautiverio fue tratado Cervantes de un modo, por lo exorable, que no se acostumbraba con los demás cautivos, no vemos cómo Cervantes pueda en estos juicios de los moriscos mostrarse resentido; no quisiéramos ver resentimiento donde, con gusto, con íntima complacencia, veríamos serenidad. ¿Ha abdicado de sí mismo Cervantes en estos momentos? Pero en otro lugar, en el Coloquio de los perros, nos da Cervantes los motivos de su severidad; motivos que no acabamos de aceptar tampoco. El dinero está en el fondo de este asunto. Todo el intento de los moriscos es acuñar y guardar dinero acuñado. Trabajan y no comen. Entra un real en su posesión y lo condenan a cárcel perpetua. Allegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Cada día ganan y esconden poco o mucho. Todo lo esconden y todo lo tragan. Hemos ido copiando literalmente los motivos del odio de Cervantes contra los moriscos: motivos aparte de los religiosos. Pero diríamos que, por la reiteración de los motivos económicos, son estos los fundamentales y no los otros.

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¿Y cuál era la situación económica de Cervantes? Todos lo sabemos; el mismo Cervantes nos lo ha dicho en varias partes de sus obras. Y lo que hacen los moriscos, ¿no lo podrían también hacer los demás habitadores de España? ¿No podrían también comer sobriamente los demás españoles y trabajar sin descanso? ¿No podrían ser ahorrativos, como lo son los moriscos? Nada se opone, en cuanto expresa Cervantes, a que eso sea practicado por quien quiera en España. Lo que los moriscos hacen, en cuanto a economía doméstica, es perfectamente lícito. Cervantes no habla como resentido; no habla tampoco como envidioso del dinero de los moriscos. Ni una cosa ni otra podemos aceptar. Y entonces, ¿cuál será el motivo de la severidad de Cervantes? La misma posición de Cervantes en la vida nos lo está diciendo. Cuando pensamos en Cervantes, puesto en este trance, nos acordamos, inevitablemente, de otro escritor, escritor francés, que con Cervantes, a este respecto, tiene ciertas analogías: Charles Péguy. Cervantes y Péguy son pueblo, lo mejor del pueblo; han salido los dos del pueblo y permanecen fieles al pueblo. Su prosa es sencilla, clara, natural, llena, como el lenguaje del pueblo. Y los dos están, ante la vida, en la misma actitud: actitud de pobreza, actitud de noble y digna pobreza. Leemos L'Argent, de Péguy, y convertimos luego la mirada a las páginas del Quijote o de Novelas ejemplares. Cervantes se siente pobre; Péguy se siente pobre. Cervantes siente la dignidad de su pobreza; Péguy la siente del mismo modo. En El Dinero, de Péguy, hay que leer las páginas referentes a la contestación a un crítico, un crítico que, injustamente, supone en Péguy afán de lucrarse con sus libros: el historiador Charles Víctor Langlois. Solo Cervantes podría tener tan noble, digna y fiera conciencia de su pobreza. En este punto es donde advertimos el parentesco espiritual, no solo entre Cervantes y Péguy, sino entre estos dos escritores y todos los que, reducidos a pobreza, hacen de la pobreza una cuestión de honor. ¿Cómo podrán los moriscos tener este sentido de la vida? Y con este sentido de la vida, ¿no se llega, colocados por encima del dinero, a donde han llegado los que más alto concepto de la vida han tenido: los ascéticos?



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ArribaAbajoCervantes y el ideal

Cervantes ha escarnecido el ideal caballeresco. ¡Qué horror! Cervantes es un escritor de decadencia. ¡Qué abominación! ¿Y cuál es ese ideal caballeresco? ¿En qué consiste ese ideal caballeresco? ¿No podríamos reducir ese ideal caballeresco a simplemente el ideal? ¿No tendría Cervantes bastante cargo con escarnecer, vejar, burlar, improperar el ideal, sencillamente el ideal? ¿Y en qué momento podremos encontrar prístino y sin mancha, íntegro y sin detrimento, ese ideal? ¿En qué país, entre qué gentes, con qué circunstancias? Cuando se habla de una cosa, hay que saber cómo es esa cosa, dónde se encuentra y qué transcendencia tiene. El ideal, ¿quién, lo encarna? ¿Lo encontraremos en la España de Felipe III? ¿A principios del siglo XVII? ¿Lo encarnará alguna personalidad que no conocemos o que conocemos de sobra? En Europa, ¿a quién podemos designar como representativo del ideal? Si Quevedo, entre nosotros, por ejemplo, simboliza el ideal, ¿qué relación tendrá el ideal de Quevedo con Montaigne, de quien Quevedo ha traducido justamente veintiuna líneas? ¿Podremos nunca, en Europa, asimilar el ideal de Montaigne al ideal de Quevedo? Y si hay tanta diferencia de un ideal a otro ideal, ¿es que podremos decir que Cervantes ha escarnecido el ideal? ¿Cuál ideal es el que ha escarnecido Cervantes? ¿No será más exacto, más científico, si se quiere, decir que lejos de haber escarnecido Cervantes el ideal, un ideal inconsistente, lo que ha hecho es sentar, constituir, su propio ideal, un ideal que él tiene, como Quevedo y Montaigne, tan opuestos, tiene cada uno el suyo, representativo de gentes múltiples y de cosas varias?

Menéndez y Pelayo habla de la vida «errante y aventurera» de Cervantes. Y para evitar el equívoco, añade: «En el mejor sentido de la palabra». Ese sentido mejor de la vida aventurera puede ser el de la vida de un Pedro Ordóñez de Ceballos, visitador de medio mundo. ¿Podrá ser el del capitán Contreras? Como quiera que sea, la vida aventurera de Cervantes es la vida aventurera de Don Quijote. Y para que uno y otro lleven esa vida, se requiere independencia; esa vida   —34→   representa independencia; por encima de todo, esa vida nos da la sensación de independencia. De otro modo -que es el mismo-, Cervantes, como Don Quijote, lleva una vida libre. El antiguo ideal se transforma; el sentido del antiguo ideal pasa a tener otro sentido. Por un prodigio del genio, lo que se juzgaba un escarnio, es sencillamente la trasmutación, a principios del siglo XVII y en España, de un ideal en otro ideal: lo que sale triunfante de la vida errante y aventurera de Cervantes, en el mejor sentido, es la exaltación de lo que hoy llamamos los derechos inalienables, imprescriptibles del individuo. Y esos derechos, precisamente, son los que van a constituir el ideal moderno. Pero Don Quijote va siguiendo su ruta; llega a su culminación la obra de Cervantes en el palacio de los duques. Tenemos ya frente a frente dos ideales: el que representa Don Quijote y el que encarna en los duques; uno, el novísimo, y otro, el tradicional. ¿Podrán llegar a una fusión? ¿Y no desearemos que lleguen a una fusión? Después del «gateamiento» que cuesta a Don Quijote cinco días de cama, broma «costosa y pesada» de los duques, ¿cuál es la actitud de don Quijote? ¿No es una actitud de serenidad, de cordialidad, de ecuanimidad?



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ArribaAbajoCervantes y el dinero

La novela del cautivo es la novela del dinero; vemos brillar el oro, escuchamos su tintineo, lo sopesamos. En tierras de África, por una ventanita, arrojan un día un envoltorio con monedas de oro; otro día echan otro atadijo, también con áureas monedas; días después, en otro burujo, vienen multitud de monedas de oro y de plata; el contento se esparce con las monedas. Y por un jardín vemos avanzar una joven cargada con un cofrecito lleno de monedas de oro y joyas; tanto pesa, que apenas puede sostenerlo en sus brazos. Ese cofrecito, horas después, es arrojado al mar. Solo vemos, en alta mar, cuarenta escudos de oro; cuarenta escudos que la cortesía de un corsario francés regala a unos fugitivos españoles que, por cautela, han guardado silencio. ¿Llevaba acaso dinero en sus andanzas el gran Don Quijote? ¿Lo llevaba el Quijote chico, licenciado Vidriera, Tomás Rueda? ¿Y para qué querían el dinero Don Quijote en su locura y Tomás Rueda en la suya? Sancho Panza se encuentra en el corazón de Sierra Morena una bolsita con dinero; la ha abandonado un joven, Cardenio, exentado de la sociedad; si no tiene ya nada que ver Cardenio con la sociedad, vuelto al estado natural, ¿para qué habrá de servirle el dinero? Sancho, con toda tranquilidad, puede apropiarse ese caudalejo. Y Sancho, tan codicioso de cumquibus, se lo apropia. ¿Cuántos días es Sancho gobernador de la ínsula Barataria? Hartzenbusch quiere que sean diecisiete. Lo que no se comprende por lo absurdo, por lo fabuloso, es que Sancho, ansioso siempre de metales, no pida, al tiempo del infausto dimitir, lo devengado en esos días. ¿Cómo puede partirse Sancho sin llevarse lo que por derecho le corresponde? ¿De qué modo esos derechos, esos emolumentos, esos gajes no entran en el bolsillo de Sancho?

En uno de sus sonetos autobiográficos escribe Lope de Vega: «Pero supuesto que el argen me calma...». Se infiere de aquí que en los días en que Lope no tenía dinero su irritación era evidente; cosa muy natural. Pero, ¿es natural tratándose de Cervantes, el cual no tenía tan frecuentemente como Lope el sedativo del dinero para calmar sus irritaciones? No concebimos   —36→   a nuestro Cervantes escribiendo el verso citado de Lope; no lo concebimos irritado, exasperado, por no tener dinero. Y serían muchos, incontables, los días en que Cervantes no tenía doblonada. El dinero hace cambiar el valor afectivo de las cosas: el valor económico no nos importa ahora. Con poco dinero, cosas y actos humildes que con mucho no apreciaríamos los gustamos y estimamos. Con poco dinero, Cervantes ha podido estar más cerca de las cosas que con mucho dinero. «Cuando tengamos dinero...». Esta frase, usual en las familias inopes, para esperanzar algo que se desea, la habrá escuchado Cervantes muchas veces en su casa. Cuando tengamos dinero, haremos tal o cual cosa, o compraremos esto o lo otro. Y nunca se tiene dinero; nunca se tiene en la cantidad necesaria para hacer la que se ansía. No lo tuvo tampoco nunca Cervantes. Y por ello está más cerca de la realidad -la realidad española- que Lope u otro cualquiera. Abrazado a la realidad, sin dinero, desamparado de todos, Cervantes se eleva a una región a que los demás no se aúpan. Vuelto Cardenio a la sociedad, enredado otra vez en las mallas de la sociedad, el dinero torna a cobrar valor para él; Cardenio convive con Sancho unos días. ¿Y qué ha hecho Sancho de la bolsita? ¿Cómo Sancho no restituye a su dueño el mostrenco tesoro?



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ArribaAbajoTáctica de Cervantes

Cervantes comienza a escribir una novela corta; narra las aventuras de un señor de pueblo. Al terminar, en el capítulo IX, ve que la figura del protagonista desborda del cuadro; ha salido más grande de lo que Cervantes imaginaba; será preciso continuar la obra y hacer una novela de dimensiones normales. Lo que Cervantes se proponía en esta narración es la parodia o impugnación de los libros de caballerías. Al tiempo que Cervantes escribe, los libros de caballerías -y, por lo tanto, su impugnación- son un anacronismo curioso, divertido. ¿Qué ocurrirá cuando la novela se agrande y haya de ampliarse la parodia o impugnación? ¿Cuál es el pensamiento dominante, literario, en tiempos de Cervantes? ¿Lo constituyen los libros de caballerías? Cervantes escribe a fines del siglo XVI y principios del XVII. ¿Son los libros de caballerías una «actualidad» en este tiempo? En 1824, un émulo de Don Quijote, caballero leonés, don Rodrigo de Peñadura, se lanza al campo a propagar el enciclopedismo. En el año citado, ¿es el enciclopedismo un pensamiento nacional en España? Habría, desde luego, lectores de Voltaire y de Rousseau; no lo que podemos calificar de ambiente enciclopedista. En 1895, Galdós nos presenta un personaje tolstoiano, Nazarín. ¿Había en esa época en España un pensamiento tolstoiano? Existirían, desde luego, lectores de León Tolstoi.

¿Y cuál es el pensamiento predominante en España, volvemos a preguntar, cuando Cervantes escribe el Quijote? En el Quijote hay una parte de narrador, la principal, la fundamental; una parte de autor dramático y una parte de crítico literario. Encontramos en el Quijote todo género de aventuras; existen también, intercaladas, novelas cortas; una de ellas, El curioso impertinente, es un modelo de novela psicológica. Cervantes prescinde de todo -de color y de formas- y se atiene al solo y escueto análisis de tres caracteres. Ningún novelista psicólogo moderno habrá llegado tan lejos como Cervantes en esta novela. Don Quijote sale bien de todas sus aventuras; cuando se le vence, vemos que el manchego no ha tenido la culpa; con más fuerzas -no con más valor- hubiera   —38→   salido triunfante. Solo hay una aventura de la que don Quijote sale humillado: la de los batanes. Y sale con humillación por «no tener, como dice el caballero, noticia de batanes». Si Don Quijote hubiera sabido lo que eran batanes, no le hubiera sucedido este corrimiento. Y seguramente don Quijote, en ocasión de enterarse de lo que son batanes, se hubiera enterado. La falta aquí, en resumen de cuentas, no es de Don Quijote, puesto que lo humillante, lo inaceptable, es que, pudiendo saber, no se quiera saber; pudiendo enteramos, no queramos enterarnos. Cervantes crea un mundo poético. Lope de Vega crea otro mundo poético. ¿Era preciso que los dos mundos creados entraran en colisión? El pensamiento literario, dominante, predominante, cuando Cervantes escribe, es el teatro nacional, ya constituido con Lope. Y las dos grandes concepciones entran en colisión a propósito de las comedias. Cervantes va enumerando todos los vicios de que, a su entender, adolece el nuevo teatro; todos esos defectos concuerdan con las comedias de Lope. El ataque a Lope es implacable; Cervantes se da cuenta de su excesividad; a seguida, con procedimiento moderno, parlamentario, se apresura a cubrir a Lope de flores. Pero como esas flores pueden invalidar lo que lleva ya dicho, Cervantes opone una restricción: ha hablado de las «muchas e infinitas» comedias de Lope, y añade que de toda esa infinidad, solo «algunas» -nótese bien, «algunas»- son razonables. Todo esto después de decir, a modo de aperitivo, que «todas o las más» de las comedias que se estrenan son «conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza». El revuelo en el mundillo farandulero, tan sensible, tan picajoso, debió de ser enorme. La réplica era inevitable. ¿En qué forma? ¿Cómo reaccionó Lope? ¿Cómo sus amigos?



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ArribaAbajoCervantes y Zoraida

Zoraida es una muchacha, en tierras de África, hija de un magnate moro, opulentísimo. Nos lo cuenta Cervantes en la novela del cautivo. Zoraida es hija única; manda a su talante en su casa; su padre no le va a la mano ni en sus gustos ni en sus gastos; dispone de todo; el dinero que hay en la casa, mucho dinero, ella puede gastarlo como se le antoje. Bonita lo es en grado sumo. ¿Y qué otra cosa es Zoraida? Se nos antoja que, en su soledad, en su ociosidad, Zoraida, avizora, acecha; Zoraida es una mujer curiosa. Curiosa, ¿de qué? Curiosa estando sola, cumpliendo todos sus gustos, ¿en qué forma? Curiosa, entre otras cosas, porque se ha asomado a una angosta ventanita, que cae a un terrado, y ha visto algunos cautivos. ¿Y nada más que por esto? Quiere cambiar de vida Zoraida; está inquieta en su soledad, en su ociosidad. Entre los cautivos hay uno que le peta a Zoraida: un tal Saavedra, nos dice Cervantes Saavedra. Y en el punto en que la curiosa Zoraida atisba a Saavedra, comienza para ella un nuevo afán, una nueva ansiedad. Quiere Cervantes pintarnos, en Zoraida, un carácter candoroso, ingenuo. ¿Lo consigue? El arte que Zoraida nos manifiesta en sus relaciones con los cautivos, con Saavedra, ¿es arte de candor y de ingenuidad? Y cuando está en el jardín de su casa y se encuentra por primera vez en presencia de Saavedra, a quien veía en el terrado desde la ventanita, ¿es acaso su arte un arte candoroso, ingenuo, cuando pone el brazo en el cuello de Saavedra? ¿Y no llega a su culminación ese arte en el momento en que, inesperadamente, aparece el padre de Zoraida y ve a los dos en la actitud que acabamos de indicar? Rápidamente, como si se tratara de una consumada actriz que sabe su papel, Zoraida no aparta el brazo del cuello de Saavedra, sino que acentúa la actitud, dejándose caer sobre Saavedra y simulando un desmayo. Y el padre en su ingenuidad, ahora sí que hay ingenuidad, cree que su hija, su candorosa hija, se ha desmayado y que el esclavo, Saavedra, atento y compasivo, la sostiene. Horas después -o días después- Zoraida se fuga con Saavedra y otros esclavos españoles.   —40→   Lleva consigo un pesado cofrecito con monedas de oro y con alhajas. ¡Hay que ver la escena conmovedora, intensamente conmovedora, del padre en la playa, viendo cómo su hija, su única hija, su amada hija, se va alejando hacia una tierra de donde ya no volverá! ¡Hay que ver cómo se arranca los cabellos, cómo se mesa las barbas, cómo se revuelca en la arena y cómo da al viento sus lamentos doloridos! ¿Y por qué Cervantes hace que uno de los esclavos tire al mar el cofrecillo? Pudo no ocurrir el encuentro con los corsarios, motivo de la echazón. Antes Zoraida era rica. ¿Qué va a hacer ahora pobre? Dice Cervantes, a los pocos días de la fuga, que Zoraida se ha acostumbrado ya a la pobreza. Poco tiempo ha pasado para formar costumbre. ¿Qué habrá acontecido dentro de un año? Zoraida, en su reino de lo absoluto, reina absoluta en su casa, va fatalmente en busca, de lo relativo, de lo incierto, de lo contingente. Camila la de El curioso impertinente, estando en lo discrecional, en lo relativo, es víctima de lo absoluto: la convicción absoluta que Anselmo, su marido, busca. Zoraida no logra nuestra plena adhesión, con toda su pureza, y Carigila, caída, infortunada, tiene nuestro cariño. La fuerza de lo absoluto, de lo dogmático, de lo intangible, de lo indiscutible, ha podido más que todo. Y ahí tenemos a nuestra Camila que, al cabo, muere como muere Don Quijote: de «Melancolía». ¿Qué será entretanto de Zoraida, entregada a lo contingente?



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ArribaAbajoCervantes y Galdós

Los dos, el antiguo y el moderno, han transitado los caminos de España; los dos han convivido con los populares; los dos influyen al lector sosiego y confianza; los dos escriben sencillo. Cada paso que da Cervantes, o sea, Don Quijote, es una afirmación de su personalidad; Cervantes afirma su personalidad en la desgracia; la afirma Don Quijote en sus andanzas. La personalidad humana no queda definitivamente sancionada hasta fines del siglo XVIII: concurren a esa sanción suprema -y la determinan- los trabajos críticos que durante todo ese siglo se realizan. ¿Y qué hará Cervantes con su personalidad en el siglo XVII? ¿Y cómo se desenvolverá en sus andanzas Don Quijote? Hay imitaciones del Quijote y hay paralelismos del Quijote. Se puede no pensar en la obra de Cervantes y crear un paralelismo. Todo exceso en el desenvolvimiento de la personalidad es un quijotismo. Galdós, en el siglo XIX, en plena posesión de su personalidad, crea un paralelismo del Quijote. Ya no podrá nadie, como ha podido en el siglo XVII, poner trabas a una personalidad; el ser humano goza de todos los derechos inherentes a su persona. Y Galdós nos va a dar las dos culminaciones esenciales en esta independencia, en esta integridad, en esta autonomía de la persona humana. Pero si en el siglo XVII, con Cervantes, ha podido prestarse -y se ha prestado- la excesividad creada por Cervantes a lo cómico, en esta creación de Galdós no vemos ni un átomo de comicidad: todo se desenvuelve natural y lógicamente. Los dos extremos que nos presenta Galdós, quijotescamente, son: el ascetismo científico y el ascetismo religioso. Representa el primero el doctor Guillermo Bruno, en Amor y Ciencia, drama en cuatro actos; representa el segundo don Nazario Zaharín, en la novela Nazarín.

No conocemos apenas la primera etapa, la verdaderamente quijotesca, del doctor Bruno: el doctor, encerrado en su laboratorio, sumiso a sus investigaciones, esclavo de sus investigaciones, lleva su vida ascética antes de que nosotros, con levantarse el telón, podamos conocerlo. Quien ha sufrido con el ascetismo del doctor es su mujer, Paulina. Pero,   —42→   en realidad, ¿tiene razón Paulina al quejarse de la esquividad del científico? ¿Y es que el científico, todo o casi todo para sí, podía hacer otra cosa? En la calle de las Amazonas, distrito de la Latina, vive don Nazario Zaharín, sacerdote, llamado Nazarín. Curioso es comparar la casa, en un pueblo manchego, de Don Quijote, con el cuarto, en Madrid, de Nazarín. Don Quijote dispone de un mediano pasar. ¿Y de qué dispondrá este clérigo que se lanza a las mayores aventuras, las aventuras del espíritu, sin poseer nada? Nada hay en su desmantelado cuarto; nada son cuatro trastos viejos y rotos. Pero a Nazarín le sobra todo, como a Don Quijote todo le sobraba. Lo que ha salido de la casa, en el pueblo manchego, todos lo sabemos. De la casa, en el distrito de la Latina, aquí, en Madrid, va a salir un atleta de la caridad cristiana: a don Quijote le guía el pensamiento que pone en Dulcinea y a Nazarín le guía la luz del Evangelio. Descalzo, andrajoso, hambriento, seguido de dos mujeres convertidas al nazarinismo, corre por tierras de Madrid y visita algunos pueblos; en uno de ellos, invadido por terrible epidemia, realiza actos de sublime caridad. «No basta predicar la doctrina de Cristo -nos dice Nazarín-, sino darle existencia en la práctica, e imitar su vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino». Y alucinado, insensible al dolor, sigue su ruta.



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ArribaAbajoCervantes en casa

En el siglo XVI se nos habla, en el Lazarillo, de una casa en Toledo, desmantelada, sin muebles, habitada por un hidalgo, no llega a caballero, de Valladolid. En el siglo XVII, Cervantes nos pinta un interior; en la misma Toledo, visto en noche de luna, a través de una reja: interior en que se entrevén damascos, una cama dorada, sillas, escritorios. En el siglo XVIII, el Padre Isla nos describe una casa labradora en Tierra de Campos, en la parte leonesa, una casa, inverosímilmente, sin gloria: comenzamos a leer, y cuando llegamos a la mención de dos poyos «con cuatro a manera de hornillos», creemos estar en la gloria; pero no estamos: es una cantarera lo que se describe, una cantarera con sus cuatro cántaros. La casa no entra por completo en la literatura hasta el siglo XIX, con «Fernán Caballero». ¿Y es que Cervantes va a permanecer sin casa? Cervantes tiene todas las casas que quiera: en el Quijote, una, que es la de Alonso Quijano, y otra, que es la de don Diego de Miranda; una en un pueblo y otra en una aldea. ¿Y cuál preferirá Cervantes? ¿La de don Alonso, con su librería, o la de don Diego, con sus tinajas en el patio? Aparte de que Cervantes ha tenido sus casas en distintos parajes de España: la ha tenido, por ejemplo, en Valladolid; la ha tenido, no sabemos cómo, en Sevilla; la ha tenido en Toledo. No arriesgaríamos mucho si afirmáramos que a la casa de don Diego de Miranda, con su «maravilloso silencio», prefiere Cervantes la casa de don Alonso Quijano. ¿Qué podrá salir de la primera? Con toda seguridad y su regularidad, ¿qué podremos encontrar en la primera? ¿Y la casa de Cervantes en Madrid? En alguna parte, Cervantes ha dicho que esa casa es «antigua y lóbrega». Y aquí de la gran cuestión: cuestión para Cervantes y para todos. La plantea el otro Miguel, el hijo de Antonia López, Montaigne, en suma. «Desgraciado de aquel -dice Montaigne- que no tiene en su casa donde retirarse a estar solas consigo». Y agrega: «Donde ocultarse», «où se cacher». Cualquiera que sea nuestra vida, será de sumo interés que tengamos, en una hora del día, un sitio, impenetrable, inabordable,   —44→   de recogimiento. ¿Lo tiene Cervantes? ¿Y cómo no lo ha de tener, siendo Cervantes quien es?

Otra cosa más importante que la casa es la comida. ¿Habrá entre treinta o cuarenta novelas españolas de primer orden alguna que comience diciéndonos, como se nos dice en el Quijote, qué es lo que come el héroe en los distintos días de la semana? ¿Y por qué huevos y tocino fritos los sábados? ¿Acaso en alguna casa manchega o levantina se podrá comer a mediodía, a las doce en punto, por toda comida, fritura de huevos con tocino? ¿Dónde se cometerá esta extravagancia? Bueno en el almuerzo, a las ocho de la mañana, ese piscolabis; estrafalario no comer en la comida meridiana gazpachos, olla, arroz, tallarines, sopa con cocido. Cervantes, en su casa de Madrid, lóbrega y antigua, se acuerda de los suculentos mantenimientos de Italia, antaño; los buenos pollos, por ejemplo, amenizados con el chentola. Pero Cervantes no es un sentimental, no es un sensiblero. Piensa en el delicioso pasado y se conforma, serenamente, con lo actual. Y si entonces, en los años mozos, se saboreaba, en Italia, con los buenos pollos, con las salchichas, con el jamón, aquí tiene ahora, valetudinario, caldo de hierbas, escudilla de almendrada o un huevito mejido. Cervantes no es ni un laminero, ni un gargantón, ni un «gourmet», ni un «gourmand». Lo que importa es la conformidad en el vivir.



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ArribaAbajoCervantes y América

Cervantes pide un destino en América; se le niega. Naturalmente que se le niega. Se le dice que pida algo en España. Si Cervantes hubiera pedido algo en España, se le hubiera negado también. ¡No faltaba más! ¡A dónde iríamos a parar! Cervantes no va, por lo tanto, a América. Contamos con el Quijote; si Cervantes hubiera ido a América, no tendríamos el Quijote. El espacio ha ejercido su imperio en Cervantes. ¿Hasta qué punto podríamos decir que el espacio, la Mancha, ha determinado la creación del Quijote? Si Cervantes hubiera ido a América, se hubiera encontrado con muchas cosas que no tenía en España. ¿Cuál hubiera sido la actitud de Cervantes en el juicio de la conquista? Seguramente que no hubiera tenido la acerbidad en el enjuiciar que tuvo antes otro Miguel, el bordelés Montaigne. No hubiera pasado por las mientes de nuestro Miguel el preguntarse, como se pregunta el Miguel francés, qué hubiera sido de América si la conquistan los antiguos griegos y los antiguos romanos. Cervantes no hubiera pensado en griegos ni romanos; tendría otras cosas en que pensar al hallarse en América. El espacio se le impondría como se le había impuesto en España. Pero las sabanas y pampas americanas no son la Mancha, ni los Alpes, Sierra Morena, ni las selvas vírgenes el boscaje en que se celebra la montería ducal. Otros pensamientos hubieran bullido en la mente de Cervantes. ¿Y qué hubiera pensado Cervantes de los pueblos aborígenes? ¿Cómo hubiera creído él que se les debía tratar? ¿Hubiera surgido otro Quijote? ¿Y con qué carácter y en qué forma? Ese espacio inmenso que tenía en América Cervantes, ¿de qué modo hubiera influido en él? Pensemos lo que pensemos, llegamos a la conclusión de que el libro que Cervantes hubiera escrito en América no sería como el libro que escribió en España. Contaba en América Cervantes con el espacio; pero le faltaba algo que es esencial: no tenía el ambiente propicio para las creaciones literarias. Y sin ese ambiente cargado de intelectualidad, ¿cómo podría darse una gran obra?

El adagio nos dice: «Quien principia un libro es discípulo de quien lo acaba». Se comienza un libro de empeño, y al terminar,   —46→   como hemos tenido que ir estudiando, nos encontramos más sapientes que al principio. Somos, por lo tanto, maestros de nosotros mismos. Y si esto es verdad, no lo es menos que un escritor crea su libro; pero su libro le crea a su vez a él. Cervantes ha creado el Quijote, y el Quijote, a su vez, ha creado a Cervantes. Sin el Quijote no sería Cervantes el que fue en la postrera jornada. No sería este hombre que nos muestra, en su desgracia, una serenidad que le sublima: con esa serenidad, mezclada con algo de sutilísima ironía, habla Cervantes de sus dos amparadores, mejor diríamos, limosneadores. Con no ir Cervantes a América hemos perdido un libro que no sabemos cómo hubiera sido; pero con no ir Cervantes a América se ha escrito el Quijote, y Cervantes, creado por su libro, influido por su libro, sugestionado por su libro, nos ofrece una vida que es tan obra maestra como su libro. Por un contrasentido curioso, el ambiente que no hubiera tenido Cervantes en América, se lo ha dado, en España, el teatro, hecho intelectual dominante entonces; el teatro contra el cual, en el Quijote, ha batallado Cervantes.



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ArribaAbajoLuscinda la accidentada

Echemos cuentas: Luscinda y Cardenio se quieren. Pero, ¿cómo se quieren? ¿Cómo quiere Luscinda a Cardenio? Son los dos de un mismo pueblo; las dos familias se conocen y estiman, se han querido Luscinda y Cardenio siendo niños; se quieren siendo adolescentes; se quieren siendo jóvenes. Se han querido antes, se quieren ahora y se querrán siempre. No hay amantes que digan que no será eterno su cariño. Y esa eternidad es la que jura Luscinda a Cardenio. ¿Y cómo se la jura? Aquí es donde debemos echar las cuentas. Al dudar, o casi dudar alguna vez Cardenio del cariño de Luscinda, esta protesta de su amor «con mil juramentos y mil desmayos»; así nos lo dice en el Quijote Cervantes. Tenemos en Luscinda ya, no un accidente, sino mil; no un desmayo, sino mil. Pongamos, para no exagerar, que han sido, en pocos días, tres, cuatro o seis desmayos o accidentes. La familia de Luscinda estima a Cardenio; pero una cosa es estimar a un amigo y otra el quererlo para que se case con nuestra hija. Cardenio se ausenta del pueblo: la ausencia, para los amantes, es una seria prueba. No hay que decir que Luscinda promete a Cardenio el serle fiel. Vuelve Cardenio con un amigo, un aristócrata, y las cosas del mundo: don Fernando, el amigo de Cardenio, se enamora de Luscinda. No hay que temer perplejidades en Luscinda. Cardenio está muy seguro. A cada momento, Luscinda asegura a Cardenio la firmeza de su amor. ¿Lo diremos? Tanta seguridad nos desazona un poco. Pero no podemos dudar de Luscinda. Hablando Luscinda con Cardenio, en cierta ocasión, se le llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra. ¡Vaya por el nudo! Cardenio comenta: «Quedé admirado de este nuevo accidente, que hasta allí jamás en ella había visto». Tantos son ya los accidentes y tan recios, que bien podemos llamar a Luscinda la accidentada. Fernando, el amigo del alma, se ingenia para que Cardenio se ausente del pueblo. Entretanto, se concierta la boda de don Fernando y Luscinda. ¿De qué modo se ha prestado Luscinda este casamiento? Escribe la pobre   —48→   Luscinda a Cardenio; vuelve angustiado Cardenio. Y de nuevo Luscinda asegura su amor a Cardenio. Pero ha ocurrido algo que inquieta a Cardenio; Luscinda no es la misma; al verse los amantes, nos dice Cardenio: «Conocila yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar de que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer?». Y se contesta el mismo Cardenio: «Ninguno, por cierto». ¿Cómo es que Cardenio piensa ya así? ¿Desespera ya del todo? La boda de don Fernando y Luscinda va a celebrarse. Ya vestida de boda, Luscinda asegura a Cardenio que no dará el sí a Fernando; lleva consigo una daga, y con ella, en el momento preciso, se herirá en el corazón. Cardenio, escondido detrás de unos cortinajes, espera el momento supremo del sí: antes de que Luscinda se taladre el corazón, saldrá de su escondite. Y cuando llega, por fin, el momento supremo, Luscinda se detiene un instante y luego pronuncia el decisivo sí. Lo más particular en esta historia es que Cardenio nos dice textualmente que se vio entonces, con el sí de Luscinda, con el matrimonio canónico de Luscinda, «imposibilitad o de cobrar "en algún tiempo" el bien que en aquel instante había perdido». ¿Cómo es eso de «algún tiempo»? ¿Qué explicación tienen esas palabras? Y si Cervantes, en la venta del manteamiento, donde están reunidos, con otros personajes, Cardenio y Luscinda, nos da a entender que todo está ya arreglado, ¿de qué modo, con el matrimonio canónico de Fernando y Luscinda, podrá casarse Fernando con una labradora a quien burló, y podrá Cardenio casarse con Luscinda?



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ArribaAbajoCarrizales y Garrido

Carrizales nos aturulla; perdemos con él la chaveta. ¿Qué podremos pensar de Carrizales? Felipe de Carrizales ha nacido en Extremadura, dispone de su patrimonio, es joven. ¿Cómo gastará su dinero? Viaja por España; va al extranjero; está en Flandes y en Italia. ¿Qué le enseña a Carrizales Europa? ¿Le enseña el rigor o la lenidad? ¿Le enseña el rigor que exaspera o la lenidad que aplaca? En Europa Carrizales gasta su dinero, principalmente con mujeres. Presto se disipa el dinero que se derrama de este modo. Carrizales se queda casi sin dinero; un resto que conserva, al volver a España, va a gastarlo a un sitio en donde se puede gastar con dulzura, con suavidad, con voluptuosidad: Sevilla. Y cuando ya no tiene nada que gastar Carrizales, es obvio que dispone de un recurso: marcharse a América. Y eso es lo que hace Carrizales: se embarca en Cádiz. Cervantes tiene cuidado de decirnos que en los primeros días de navegación, en tanto que el mar está tranquilo, el espíritu de Carrizales está revuelto. Tiene nuestro amigo ahora cuarenta y ocho años. Ha vivido ya mucho; si volviera a tener capital, Carrizales se propone «proceder con más recato que hasta allí con las mujeres». ¿Y qué experiencia ha sacado Carrizales de su continuado trato con las mujeres? ¿Es pesimista u optimista? No sabemos, en este punto, qué hemos de pensar de Carrizales. El hecho es que durante veinte años se afana en el Perú por rehacer su fortuna. Y cuando la tiene recobrada, torna a España. Y cuando se ve en España, piensa en casarse. Pero algo le intriga a Carrizales; hay algo que produce en su interior una tormenta mucho más brava que la padecida cuando se partió de España. Se enamora Carrizales de una muchacha de unos trece años. ¿Cómo pretenderá que le sea fiel con los años, sesenta y ocho, que nuestro amigo lleva a cuestas? Tapia las ventanas que dan a la calle; pone cerrojos inquebrantables en las puertas; veda con todo rigor que entre nadie en la casa. No existe ser más celoso que este celoso extremeño. Y un día se ve Carrizales, nuestro buen Carrizales,   —50→   burlado por la niña. ¿Para esto ha servido a Carrizales la experiencia de Europa?

El caso del viejo y la niña es perdurable y humano. Goethe se enamora, a los setenta y cinco años, de una chiquilla. Lo humano se convierte en inhumano cuando el viejo quiere ser opresor de la niña. Prescindamos de los casos que nos presentan -en cuanto a viejos y niñas- Molière, Beaumarchais y Moratín: Moratín dos casos, el de un viejo humano y el de un viejo inhumano. Vayamos a Galdós. ¿Qué encontramos en Tristana, de Galdós? Exactamente lo que en El celoso extremeño, de Cervantes. Acaso es Tristana la mejor novela de Galdós; todo el espíritu galdosiano está contenido en estas páginas. Tres son los personajes: Don Juan López Garrido, alias Don Lope; Tristana Reluz y Horacio Díaz. La figura de Tristana es una de las más bellas creaciones de Galdós. En Don Lope vamos viendo cómo de un estado espiritual de rigor, rigor con Tristana, se pasa a otro estado de lenidad. Y de qué modo la lenidad se transforma en franca tolerancia. Y cómo la tolerancia acaba por ser un idilio: el idilio de un viejo y una niña. Cervantes, en su novela, es un profundo psicólogo; lo es también Galdós en la suya. Cervantes nos hace ver las consecuencias funestas del rigor; Galdós nos pone ante la vista de los resultados bienhechores de la dulce lenidad.

(Ni Galdós ha pensado en Cervantes para su obra, ni era necesario. Si el triángulo de personajes es el mismo, con la misma apetencia, el proceso psicológico y el fondo decorativo son bien distintos.)



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ArribaAbajoCervantes y el teatro

Cervantes tiene la obsesión del teatro: combate el teatro que gusta en su tiempo. ¿Y qué condiciones pone Cervantes a las obras para que sean buenas? Que sean «artificiosas y bien ordenadas». ¿Cómo haremos para que una obra tenga estas condiciones? ¿Y qué significan, en fin de cuentas, estas condiciones? El cargo grave que Cervantes hace al teatro de su tiempo puede resumirse en estas palabras: dilatación de tiempo, dilatación de espacio. Ejemplos extremos de estas dilataciones: en cuanto al tiempo, un personaje es niño en el primer acto y anciano en el tercero. En cuanto al espacio, un personaje lo vemos en el primer acto en Europa y en el tercero en Asia o en América. Los escrúpulos de Cervantes no son hoy válidos; hoy distinguimos el tiempo astronómico del psicológico. En el teatro rige el tiempo psicológico. Y sabemos, además, que el espacio es el que produce el tiempo. Veinte años de tiempo astronómico pueden ser en el teatro diez, quince o veinte minutos. El teatro es la gran creación española; hemos tenido en Europa, en el siglo XVI, un gran dominio; se ha perdido ese dominio; sustituimos, en el siglo XVII, a ese dominio territorial otro dominio del espíritu. ¿Hemos ganado o hemos perdido? Solo dos o tres teatros universales existen en Europa: uno de ellos, acaso el más espléndido, es el nuestro. Crean los dramaturgos una realidad nueva; crea Cervantes, concorde con los dramaturgos, otra realidad. Aparte, esquivo, Góngora crea también una realidad inapreciable; un paso más en esa tenue realidad, y entramos en el idealismo absoluto, en el idealismo berkeleyano; el hechizo de Góngora es tanto metafísico como estético.

¿Y qué es el teatro? Si España cuenta ahora con un dominio nuevo, en el que participan Cervantes y Góngora, preciso será que definamos ese dominio, es decir, que definamos la nueva realidad, es decir, que definamos el teatro. El teatro, en suma, es una enajenación de nosotros mismos: una enajenación colectiva. Durante unas horas dejamos de ser nosotros mismos para ser otros: para ser Sancho Ortiz de   —52→   las Roelas, García del Castañar, Juan Tenorio, Segismundo, príncipe de Polonia. El teatro nos saca de tino: salimos, como se dice, de nuestras casillas. ¿Y qué acontece cuando después volvemos a ser nosotros, cuando nos reintegramos a nuestras casillas? Algo hay en nosotros que no había antes; por muy poco que sea lo que hayamos cambiado, algo hemos cambiado. Los moralistas rigurosos, a veces finos psicólogos, han oliscado este cambio; en su consecuencia, temerosos, deciden la ofensiva contra el teatro. Y como en un país como España donde el teatro es una creación nacional, ir contra el teatro supone ir contra la misma España, los finos moralistas imaginan que van, no contra el teatro, en absoluto, sitio contra las inmoralidades, en la escena. Pero suprimid en la escena toda inmoralidad y tendremos que el choque interior, la enajenación -enajenación perturbadora- se produce del mismo modo. ¿Cómo Cervantes, que con su obra capital produce esa inquietud que ocasiona el teatro, puede ir contra el teatro, convergente con su obra? ¿Cómo puede sumarse a los moralistas opugnadores del teatro? Y si del Quijote emana un hálito de independencia, ¿es que del teatro no fluye también ese mismo anhelo? En tanto haya teatro habrá un deseo de libertad; de la momentánea enajenación, al trasmutamos en otro personaje, granjeamos un ansia de algo que no conocíamos antes y que de un modo u otro aumenta nuestra vitalidad.



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ArribaAbajoCervantes y Felipe II

Cervantes se encuentra cautivo en Argel; lleva ya dos años de cautiverio. Ha estudiado minuciosamente la situación. No ha habido dinero bastante para su rescate; se rescata a su hermano Rodrigo. Con Rodrigo envía Cervantes a Madrid una carta en verso para Mateo Vázquez, ministro de Felipe II. En esa, carta dice que ha servido diez años al Rey; se cree con derecho a decir lo que expresa en esta epístola. En estos versos hay, como prólogo, un elogio de Mateo Vázquez, el destinatario. «Ayer le vimos inexperto y nuevo» en las materias que hoy trata, de modo que Cervantes lo aprueba y lo envidia. Si se ha encumbrado al sitio en que está, es por sus propios méritos. Quisiera Cervantes, a su regreso a España, estando ya en Madrid, ver a Felipe II; arrodillado ante el Rey, le diría que Argel puede ser tomado a muy poca costa. Argel es peligro para el Mediterráneo, para las costas españolas; la gente que lo defiende es poca, mal arreada, débil; se llena de espanto cuando piensa que puede ser atacada. «Veinte mil cristianos» perecen en Argel; lástima es que no se acometa la empresa. ¿Ha llegado la carta a manos de Felipe II? ¿Qué ha hecho con la carta Mateo Vázquez? Se impone, al recibir la carta, dar cuenta de ella al Rey; nos parece lógico que se procure una información. Cervantes cuenta con familia en Madrid; no sería difícil hablar con alguien de esa familia; cabría también enviar un comisionado a Argel y que viera por sus propios ojos lo que Cervantes expone en su carta. No es Cervantes un soldado oscuro; no ha publicado todavía ningún libro; se ha batido en Lepanto y ha recibido allí una grave herida en el pecho y ha sacado la mano izquierda «rompida -nos dice él- por mil partes».

Se dirá que Cervantes no era entonces lo que hoy. ¿Era entonces lo que hoy Teresa Sánchez Cepeda, sor Teresa de Jesús? Teresa Sánchez ha emprendido una empresa que tiene en su contra entidades y personas muy respetables; ha escrito repetidamente a Felipe II; se ha enterado el Rey del asunto de que se trata; ha atendido, en lo que le era posible, a la peticionaria. La entrevista de Cervantes con el Rey no se ha   —54→   efectuado nunca. ¿Qué sentimientos son los de Cervantes respecto a Felipe II? ¿Cuál es la relación que veremos entre el túmulo de Felipe II, en la Catedral de Sevilla, y el soneto que Cervantes dedica a ese túmulo? Ese soneto es, desde luego, inadecuado; no es natural escribir un soneto sarcástico, esperpéntico, del más puro estilo Valle-Inclán, a cosa tan respetable como un túmulo: un túmulo de un hombre tan imponente como Felipe II. ¿Y por qué Cervantes nos dice, a los sesenta y seis años, que ese soneto, del que nos cita el primer verso, para que no nos olvidemos, es «la honra principal de mis escritos»? No lo comprendemos. No comprenderíamos tampoco que Valle-Inclán, a pesar de ser magnífica la obra, nos dijera que el esperpento Luces de bohemia es lo más esencial de toda su labor. ¿Qué profunda ilación podremos encontrar aquí? ¿Y qué camino ha podido seguir la carta a Mateo Vázquez desde el cartapacio del ministro o desde el despacho del Rey al archivo de la Casa de Altamira en donde fue encontrada en 1863? La sensación definitiva, en este asunto, es la de que Cervantes antepone al Quijote, ya publicado en su primera parte, un soneto burlesco. No lo creamos.



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ArribaAbajoUna minuta de Cervantes

Cervantes ha redactado dos minutas: una en el patio de Monipodio; otra en el campo. No hablamos de las minutas del gobernador de la ínsula Barataria. Cinco alemanes y un morisco español, establecido en Alemania, entran en España y van pidiendo de pueblo en pueblo: son gente llana, alegre, simpática. Al llegar a cierto punto, se disponen a comer; hacen, como dice Cervantes, de la hierba mantel. Y van poniendo en dicho verde mantel lo siguiente: pan, rajas de queso, nueces, cuchillos, sal, huesos mondos de jamón, aceitunas secas y sin adobo alguno, caviar. En su edición de Argamasilla, Hartzenbusch extraña que, no teniendo nada que salar, se ponga en este ágape la sal. Y en su consecuencia, en vez de «cuchillos» pone el comentarista «cebolla». Antes de pasar adelante, habremos de decir que no comprendemos cómo se ponen en la mesa los cuchillos; entendámonos: hoy sí que lo comprenderíamos; pero entonces, tratándose de estos mendigos, suponemos que cada uno llevaría su cuchillo y que, al comenzar a comer, lo sacaría y lo utilizaría. La sustitución que Hatzenbusch hace de los cuchillos por las cebollas tampoco es clara. No es la cebolla, que se suele comer sin sal, lo que más reclama la sal. La reclamarían, por ejemplo, los huevos duros. Recuérdese el dicho que se profiere, tratándose de anfibologías: «Quién se come un huevo sin sal se comería a su padre y a su madre»; es decir, al gallo y a la gallina. ¿Y qué comentario nos merecerá la presencia de los huesos mondos, descarnados, de jamón? ¿Cómo unos hombres que lleva cada uno su bota bien henchida de vino puede agotarla, como estos personajes la agotan, con tan frugal comida, nada a propósito para la copiosa bebienda? Cervantes nos dice que si estos huesos descarnados no aprovechan para comer, al menos servirán para ser chupados. ¿Y qué gusto y provecho tendrán estos hombres con chupar estos mondos huesos?

La réplica que se da a Hartzenbusch no es concluyente: se le dice que la sal es necesaria en este banquete y que no es posible sustituirla. Esas aceitunas, arrugadas, secas y sin ningún adobo, suelen comerlas espolvoreada con una pizca de sal cazadores   —56→   y campesinos de Morón, Écija y Carmona. No lo dudamos. Pero, ¿por dónde entran en España los seis personajes? ¿Dónde y cómo han podido procurarse esas aceitunas? Sin duda, han entrado por la frontera aragonesa, a juzgar por el sitio en que se encuentran. ¿Y qué sucede con las aceitunas en Aragón? No lo sabemos. Conocemos regiones olivareras en Alicante y Murcia: en ninguna de estas hemos sabido nunca de aceitunas que se comieran secas y sin adobo. Si alguien propusiera tal comidilla, indiscutiblemente le tendrían por un extravagante. Queda la cuestión de los cuchillos: cuestión ardua. Nos dice Cervantes que estos comensales comen «poquito de cada cosa y con la punta del cuchillo»: ¿Qué forma tenían esos cuchillos? De todas las cosas que han sido puestas sobre la hierba, no vemos sino el queso que pueda ser tomado con la punta del cuchillo. Si el cuchillo es de punta roma, como nuestros cuchillos de mesa, podrán tomar con él un poquitín de caviar. ¿Cómo tomar estas bolitas, del tamaño de granos de mostaza, con la punta aguda de un cuchillo? ¿Y cómo tomar también las nueces? En cuanto al pan, lo natural es que lo tomen, como nosotros lo tomamos, con la mano. Y quedan los famosos huesos mondos. ¿Qué haremos con ellos? Los seis comensales apuran sus botas: no dejan ni gota en ellas. ¿Han quedado satisfechos de su yantar? Seguramente que sí de su beber. Han comido parcamente y han trasegado mucho.



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ArribaAbajoCervantes y el amor

Indiscutiblemente, descuella en toda la obra de Cervantes la feminidad; Cervantes se siente atraído por todo lo femenino; no puede sustraerse al análisis del alma femenina. Se nos ofrece en toda la obra cervantina una galería de tipos femeninos. Solo en el Quijote encontramos las siguientes figuras de mujer: Marcela, la hermosa, soberanamente hermosa; Camila, española italianizada; Zoraida, la mora; Luscinda, Dorotea, Leandra, la curiosa; la hija de Diego de la Llana, Ana Félix, la morisca; Claudia Jerónima, la atropellada y violenta; Doña Rodríguez, Altisidora, en fin, la duquesa, inteligente y discreta. En el siglo XVII, un cervantista de primera hora, apasionado del Quijote, Saint-Evremond, nos dice que de todos los países del mundo, España es el país en que «mejor se ama», y que, por lo tanto, él lee con avidez en los libros españoles las aventuras amatorias. Saint-Evremond resume su sentir respecto al amor en tres vocablos: amar, arder, languidecer, aimer, brûler, languir. Estos vocablos condensan toda la gama de sentimientos en cuanto al amor. Desde el principio del mundo podemos decir que han existido todos los lances de amor que en estos tres términos se resumen. Cervantes nos presenta, en pueblos manchegos, concretándonos al Quijote, cuantos lances se puedan ofrecer en materias amorosas. Como decía con reiteración don Juan Valera, lo que en cosas de amor sucede en las grandes ciudades, es cabalmente lo que sucede punto por punto en los lugares chicos. No hay diferencias esenciales de unos a otros sentimientos, de unos a otros actos. Pero en las mujeres de Cervantes, en el Quijote, como en las demás obras, tendremos que especificar; habremos de advertir diferencias respecto a otras mujeres: diferencias impuestas por el medio y por las condiciones sociales.

¿Cuál de todas las mujeres quijotescas preferiremos? Si las examinamos con atención, veremos que hay en todas, o casi todas, un rasgo común: la curiosidad. Se puede ser curiosa y ser malévola. En estas mujeres la curiosidad se ejercita sin perversión. ¿Qué perversión puede haber en Leandra,   —58→   la hermosa, la joven, a quien Cervantes no se cansa de llamar hermosa? ¿Y cuál perversión podrá ser la de esta muchachita de buena familia, que en la ínsula Barataria se sale de su casa, durante la noche, con disfraz varonil, para «ver lo que pasa», es decir, para ver lo que nunca ha visto? A la curiosidad podemos añadir otro rasgo esencial, rasgo que los domina a todos: todas estas mujeres siguen su instinto; todas son, diríamos, mujeres que se entregan a la Naturaleza. ¿Cómo no ha de entregarse Claudia Jerónima, tan impulsiva, con impulso que la lleva a cometer un crimen? Si todas estas mujeres naturales, instintivas y curiosas hubieran respirado la atmósfera del enciclopedismo, en el siglo XVIII, y la atmósfera del positivismo, el positivismo de Comte y Spencer, en el siglo XIX, podríamos llamarlas cerebrales, con las ventajas y los inconvenientes que esa cualidad lleva aparejadas. Pero existe en el Quijote una mujer que nos demuestra, con plenitud, la condición especial de las mujeres cervantinas: condición que las eleva por encima de las demás mujeres. Marcela es todo un símbolo; siendo humana, real, diríase que reviste caracteres simbólicos. Nadie concreta mejor que Marcela el ansia de Naturaleza y de libertad. Ha huido por la ciudad y vaga por montes y selvas; esquiva la multitud de amantes que la requieren. En una frase resume Marcela su psicología, su complexión mental: «Yo nací libré, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos».



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ArribaAbajoDon Quijote en Francia

El quijotismo es cosa mundial; raro será el país que no tenga algún Quijote. El quijotismo es lo más universal que España ha lanzado al mundo en punto a literatura. En lo que toca a Francia, Diderot crea su Quijote: Santiago el fatalista. Alfonso Daudet crea también su Quijote: Tartarín. Santiago camina por el mundo, de aventura en aventura, impulsado por la fatalidad. ¿Y qué parte en nuestra vida tiene la fatalidad? ¿Qué parte en la Historia? Tartarín es la víctima -víctima y beneficiario- de su imaginación. ¿Y cuál es la parte que en nuestras venturas y desventuras tiene la imaginación? Nuestro Calderón ya dijo, en el título de una de sus comedias, que «dichas y desdichas son no más que imaginación». ¿Y no habrá en Francia quien nos abra, en punto a quijotismo, un horizonte más amplio? Dos ciudadanos de París se conocen en una calurosa tarde de verano; traban íntima amistad. Son los dos escribientes: uno en un ministerio, otro en una casa de comercio: a uno le llega su jubilación, otro tiene una herencia. Los dos deciden entregarse a sus gustos: son idénticos esos gustos: conocer, comprender. Uno de estos escribientes se llama Pouvard, otro Pecuchet... Gustavo Flaubert nos cuenta sus vidas; en otra parte, Flaubert dedica una docena de líneas a Don Quijote y Sancho. Bouvard y Pecuchet compran una heredad en provincias. Comienzan las aventuras, comienzan las derrotas. El cultivo de la finca les proporciona los primeros desengaños: fracasan en agronomía, en arboricultura, en elaboración de conservas. No les vale lo mucho y minuciosamente que leen sobre estas materias. Se lanzan a la destilación de licores, y les estalla el alambique. Será, sin duda, piensan Bouvard y Pecuchet, porque no sabemos química. Hay que estudiar, con todo amor, la química. Y el estudio de la química les acarrea una cierta humillación: se enteran de que ellos, lo mismo que todos los hombres, tienen fósforo como las cerillas; albúmina, como la clara de huevo; hidrógeno, como el gas del alumbrado. ¿De qué modo podremos ir pintando las muchas aventuras de Bouvard y Pecuchet a lo largo de sus múltiples lecturas, y las derrotas consiguientes,   —60→   derrotas de sus ilusiones? Como el gran Don Quijote español, tras cada derrota, encuentra un nuevo afán, así Bouvard y Pecuchet encuentran una nueva ilusión en la complicación inextricable que suponen para ellos las lecturas que hacen: teorías, sistemas, hipótesis de todo género se cruzan y entrecruzan en el camino ideal de los dos amigos. Los libros se contradicen y las teorías se embrollan. Anatomía, estudiada en un cadáver de cartón pintado, medicina, geología, paleontología, con discusiones empeñadas con el cura del pueblo; historia, filosofía, socialismo, magia, teatro, novela, arqueología... todo lo examinan. Y al final, después de tanta y tanta aventura, Bouvard y Pecuchet resuelven, desengañados, volver a sus escrituras del comienzo. ¿Denigra Flaubert la ciencia? ¿Denigra Cervantes el heroísmo? Ni una cosa ni otra. Nuestro Quijote, independientemente de sus derrotas, es la apología del esfuerzo vital. El Quijote de Flaubert es la apología de la comprensión. La novela comienza en 1839; Flaubert pasa revista, de un modo concienzudo, en las personas de sus héroes, a todos los conocimientos humanos en esa época. La inteligencia, a la que siempre sirvió Flaubert, queda incólume.



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ArribaAbajoEl decano

Pongámonos en razón: el primer cervantistas, en orden al tiempo, el decano de los cervantistas, es Márquez Torres. Ha tenido mala suerte Márquez Torres. Nadie conoce a Márquez Torres. Y no lo conoce nadie porque no se reimprimen, en las reediciones del Quijote, las aprobaciones: hablo de la segunda parte del Quijote. Las aprobaciones de esa parte son tres; pero no interesa, más que la de Márquez Torres. Interesa porque en esa aprobación se habla de Cervantes como hoy pudiéramos hacerlo. De Francisco Márquez Torres nos ha dado noticias Rodríguez Marín. Hacen mal los editores en no reproducir la aprobación de Márquez Torres. Era Márquez Torres capellán del cardenal Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo. Estando el cardenal en Madrid, conoció a unos caballeros franceses: habían venido a algo que interesaba a las dos naciones. Márquez Torres los conoció también; habló con ellos y le preguntaron por las novedades literarias de España. Les puso al corriente Márquez Torres, y les habló, como es natural, de Cervantes. Digo que es natural, no por otra cosa sino porque Márquez Torres era amigo de Cervantes: un buen amigo. Manifestaron los franceses deseos de conocer a Cervantes, y Márquez Torres les llevó a verlo. Creo que los llevó; no estoy seguro; uno de los caballeros, al escuchar que Cervantes era pobre, tuvo una singular ocurrencia: dijo que no debían auxiliar a Cervantes para que Cervantes no pudiera salir de su pobreza, y de este modo, siendo pobre, se viera precisado a trabajar, a escribir nuevas y bellas obras.

Han pasado los años; ha hecho el tiempo su labor. Y nos encontramos con que otro francés ha dicho poco más o menos lo que expresó aquél francés de que nos habla Márquez Torres. ¡Quién lo había de decir! Y este francés no es un francés cualquiera. ¿Se sabe lo que es el beylismo? Algo así como el cervantismo. ¿Se sabe dónde reside la esencia del beylismo? La esencia del cervantismo se contiene en el Quijote; la esencia del beylismo se contiene en la Vie de Henri Brulard. En este   —62→   libro, autobiografía, autobiografía de Stendhal, nos dice Beyle, en el capítulo XXXVII, que no ha pensado nunca que los hombres sean injustos con él. «Encuentro soberanamente ridículo -escribe- el infortunio de los sedicentes poetas que piensan así y que censuran a los contemporáneos de Cervantes y el Tasso». ¿Cómo explicaremos estas palabras? No debemos censurar a los coetáneos de Cervantes; no debemos censurarles por la situación en que se ve Cervantes. No son injustos con Stendhal sus coetáneos, y no son injustos con Cervantes sus coetáneos. Si es pobre, ¡qué le vamos a hacer! Y no es que Stendhal no sea un admirador de Cervantes; en el mismo libro, capítulo IX, nos habla del «descubrimiento» que hizo en su casa, siendo niño, de un Quijote. Habla de la «hórrida tristeza» de su casa. «Don Quijote -dice- me hizo morir de risa». «A mi padre -escribe también- le encantó mi entusiasmo por don Quijote». Y como siempre ha de haber alguna fatal equivocación, si Stendhal escribe correctamente el nombre de Sancho, cosa fácil, escribe así el de Ginés de Pasamonte: Ginés de Panamone. En otros pasajes se habla también de Cervantes; consúltese el índice de nombres citados. Y claro es que habré de añadir, para seguridad del lector curioso, que utilizo la más moderna y depurada edición de esta obra: Vie de Henri Brulard, edición Champion, París, 1913; edición cuidada por Henri Debraye, ex alumno de la Escuela Diplomática, archivero de Grenoble; texto establecido, íntegramente, por primera vez, con arreglo a los manuscritos existentes en la Biblioteca de Grenoble.



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ArribaAbajoLeandra y Augusta

¿Qué lección puede darnos Leandra? Hoy diríamos: ¿cuál es el mensaje de Leandra? ¿Y, cuál el de Augusta? Leandra es hermosa, muy hermosa; a más de hermosa, es inteligente, muy inteligente; a más de inteligente, es rica, muy rica. ¿Y cómo con tales prendas no ha de contar con pretendientes Leandra? Los tiene; pero sus padres no se deciden por ninguno. Y Leandra también espera. ¿Qué será lo que espere Leandra? Está Leandra en la ventana, en su casa de este pueblo manchego; ha retornado de la guerra un mozo que se marchó antaño. Hay en la plaza un poyo, al pie de un álamo; en ese poyo se sienta Vicente de la Rosa. (En la edición príncipe del Quijote se dice Rosa y no Roca, y a ese texto nos atenemos.) Vicente de la Rosa es galán, apuesto, elegante, vistoso. «Viene -dice Cervantes- de las Italias y de diversas otras partes». Podemos asegurar, por lo tanto, que viene de Italia, desde luego; de Francia, de Flandes y de Alemania. Viene, en suma, de Europa. Y viene de Europa a este pueblecito manchego donde, desde su ventana, lo está contemplando Leandra. Vicente de la Rosa, además de lo dicho, compone versos, tañe con arte una guitarra; es, en fin, algo que no hay por estos contornos. En la plaza, sentado en el poyo, al pie del álamo, Vicente de la Rosa va contando sus aventuras. Y poco a poco va influyendo a Leandra, en su ventana, una fuerza secreta y misteriosa. Al cabo, Leandra y Vicente desaparecen del pueblo; los buscan, y después de tres días, encuentran a Leandra en la cueva de un monte, robadas las joyas que se llevara, e indemne en su cuerpo. ¿Qué es lo que pudiera hechizar en Vicente a Leandra? ¿La novedad? ¿El ser una cosa europea? ¿El venir de lejanas tierras? ¿El ser algo que por aquí no, había?

Cuando estudiamos las costumbres en Cervantes, nos encontramos con las costumbres en Galdós; Cervantes y Galdós son los dos grandes historiadores de las costumbres en un determinado período de nuestra Historia. Realidad es un fragmento de historia española; la novela está firmada en 1889. Hay en sus páginas política, parlamentarismo, vida social,   —64→   administración de las colonias, rasgos de la vida galante. Augusta de Cisneros, mujer de Tomás Orozco, descuella en la obra. Todo lo tiene Augusta: riqueza, hermosura, inteligencia. ¿Y cómo con todo esto se descarría Augusta? ¿Cómo se prenda de Federico Viera, que es poco más o menos un Vicente de la Rosa? Oyendo sus explicaciones, en un soliloquio íntimo, nos parece que estamos escuchando a Leandra. «Declaro que hay dentro de mí, allá en una de las cuevas más escondidas del alma -nos dice Augusta-, una tendencia a enamorarme de lo que, no es común ni regular». Y agrega estas palabras, que también serían las de Leandra: «Bendito sea lo repentino, porque a ello debemos los pocos goces de la existencia». ¿No está explicado el mensaje de Augusta? Y con esta explicación, ¿no tenemos aclarado el mensaje de Leandra? Pero existe una diferencia entre Augusta y Leandra: entre una y otra ha pasado todo el siglo XVIII. Y ese siglo es inteligencia. De ese siglo vive el XIX. Hay, por lo tanto, en Augusta un elemento intelectual que no existe en Leandra. Se explica a sí misma Augusta su hechizamiento y no se lo podría explicar Leandra. «¿Hemos nacido acaso para este tedio inmenso de la buena posición -dice Augusta-, teniendo, tasados los afectos como las rentas?». Sin el siglo XVIII, ¿cómo pudieran concebirse estas palabras?



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ArribaAbajoUn prejuicio de Cervantes

En parte de Cervantes y en parte de la época. ¿En qué parte de Cervantes y en qué parte de la época? Al comienzo del Quijote, en el capítulo VII, se nos dice, hablando de Sancho, que «un labrador vecino suyo, hombre de bien, si es que este título se puede dar al que es pobre»... No son raras, en la novela, en todas las obras de Cervantes, estas especies. Cervantes asocia, inevitablemente, la riqueza y la probidad, el señorío y la honradez. En una de sus novelas se lee que «es propia y natural condición de mujeres principales enternecerse de los sentimientos y trabajos ajenos». Y a las demás mujeres, a las que no son principales, ¿qué les sucederá? ¿Y cómo se ha formado la riqueza de los ricos? ¿De dónde dimana? Puede ser esa riqueza legítima, naturalmente, y puede, naturalmente también, ser ilegítima. Y cuando se haya granjeado turbiamente, ¿qué sucederá? ¿Cuál será nuestro criterio? ¿Y cuál el de Cervantes? Pero el siglo es así: así es también Cervantes. ¿No le podríamos pedir al genio que se remontase sobre los prejuicios seculares y vulgares? Siempre en los siglos pasados, el rico, solo por serlo, lleva ventaja al que no lo es. Cervantes nos dice también, sin atenuaciones, en la misma primera parte del Quijote, capítulo LI, que «es anejo al ser rico el ser honrado».

Ha de pasar el tiempo con todas sus experiencias históricas, para que con entera imparcialidad podamos juzgar de la riqueza: la riqueza en hombre que no la merezca. Con el prejuicio de Cervantes -prejuicio del tiempo de Cervantes- se crea un determinismo tan falso como el pretenso científico. En La ilustre fregona es dónde Cervantes extrema su prejuicio. No ceden los personajes al medio en que viven y ceden a la cuna en que nacen. Nacen en cuna dorada y han de ser señores: señores, aunque estén en un mesón, como Constanza de Carriazo, o se encuentren, como García del Castañar y Blanca, al frente de una heredad, cuidando de la hacienda, como labradores, sin ser más que labradores. Constanza de Carriazo, la moza de la posada toledana, ha sido criada en una aldea, donde la han tenido dos años; la han traído luego a Toledo. Ha   —66→   servido en el mesón desde entonces: tiene ahora, cuando la conocemos, quince años. No ha fregado nada Constanza: el título de fregona ha de justificarlo Cervantes, diciéndonos que friega, de tarde en tarde, la plata que hay en el mesón y que se saca cuando llegan huéspedes de calidad. Pueril se nos antoja la justificación. ¿Cómo justificaremos nosotros el prejuicio de Cervantes? Ha vivido Cervantes en el pueblo, entre el pueblo, mezclado con el pueblo. Sus sentimientos son los del pueblo los del pueblo, matizados, con los de la época. Imaginemos un caso contrario. ¿Qué sucede con el duque de La Rochefoucauld? Constanza continuamente tiene el aire y las trazas de señora; en la posada, a los quince años, entre tanto tráfago vulgar, procede como una señora. No es, después de todo, una princesa, para que tanto tire la sangre; es hija de un caballero principal de Burgos y de una dama distinguida. En las máximas de La Rochefoucauld encontramos el reverso del prejuicio cervantino. «La virtud no llegaría a donde llega -escribe el psicólogo- si la vanidad no la acompañara». Y también: «La severidad en las mujeres es un atavío y un afeite que ellas añaden a su belleza». De un extremo inaceptable, el candor de Cervantes, hemos pasado a otro extremo, igualmente inaceptable: el interés de La Rochefoucauld. In medio virtus.



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ArribaAbajoCervantes en la venta

¿Y dónde podría estar mejor? La venta es tributaria del camino; el camino señorea la venta. ¿Y si el camino deja de ser camino? Hay en nuestra España dos clases de caminos: los llamados «viejos» y los nuevos. El camino viejo es característico de las viejas ciudades; no será cabal una vieja ciudad sin su camino viejo. El camino de que es tributaria la venta en que se encuentra ahora Cervantes ha dejado de ser camino; ha servido durante mucho tiempo; se ha abierto otro camino; un camino que va recto, de la ciudad a otra ciudad, sin dar vueltas y revueltas como este. La venta, por lo tanto, ha dejado también de ser utilizada; ya no es venta. Por el camino no se transita, sino para acarrear los frutos de las heredades cercanas. En la venta no entra sino algún viandante extraviado. Tienen, con todo, los viejos caminos su especial encanto: las hierbas arvenses, de los sembrados, se juntan con las hierbas adventicias, que son propias de los caminos. La venta se ha convertido en casa de labor; el antiguo ventero, con sus ahorros, ha comprado las tierras adyacentes y ha constituido un coto acasarado. Cervantes se encuentra en la cocina de la que fue venta; está ahora en unos momentos de mínima vitalidad; no se forja ilusiones sobre nada; renuncia a todo, si algo le queda renunciable; puede ver sin entusiasmo lo que le rodea; considera sin pasión lo por venir. ¿Dormirá Cervantes en un camaranchón? En la segunda venta que aparece en el Quijote se nos muestra un camaranchón; en él duerme -o procura dormir- Don Quijote. Es una edición reciente de la novela, edición barcelonesa, se nos advierte por el anotador que camaranchón es desván. En la traducción francesa de Oudin, camaranchón significa soupente. Pero en el diccionario de Joan Palet, publicado en París en 1604, camaranchón es grenier. Lope de Vega nos dice en un soneto: «Cansado estoy de trajinar desvanes». No habrá trajinado muchos desvanes Lope; quien acaso los ha trajinado es Cervantes. ¿Y cómo no han de tener importancia los desvanes en la vida de Cervantes? ¿Y cómo no han de tener importancia en la vida española? Los desvanes son propios de gente   —68→   modesta como Cervantes: son un complemento ideal de los viejos caminos. La misma abundancia de vocablos con que se los designa denota su importancia: desván, camaranchón, camaracho, sobrado, falsas.

Cervantes, en estos momentos de baja vitalidad, se siente, en la cocina en que está sentado, solidario con las cosas que le rodean: los adminículos seculares del hogar: las tenazas, las trébedes, el aventador, el hurgón. En los siglos por venir, ¿qué pasará respecto a su obra? No lo imagina Cervantes con optimismo. ¿Y para qué ser optimista? Cervantes no es, en resumen, sino el hombre a quien se le da un donativo; un donativo, con más o menos discreción, procedente de las manos de un arzobispo o de un conde. Y si Cervantes piensa así de su persona y de su obra, ¿qué pensaremos nosotros, los que leemos la obra al cabo de tres siglos del nacimiento de Cervantes? ¿Cómo reaccionamos ante la obra? ¿Lo sabemos acaso? ¿Podremos darnos cuenta exacta de las reacciones de nuestra sensibilidad? ¿Qué hará Cervantes mañana? «Al fin loa la vida, y a la tarde loa el día», nos dice un refrán. Esperemos hasta ver cumplido el ciclo de nuestros actos. ¿Y si ese ciclo no se cumple? «Gloria vana florece y no grana», piensa Cervantes con otro refrán.



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ArribaAbajoCervantes y el canon femenino

Cervantes tiene propensión a las chiquillas. No insistiremos nunca bastante: Cervantes vive entre mujeres; mujeres de la familia. Lope va de mujer en mujer. Lope escribe el poema de la pulga: poema admirable. No podría escribir esos versos Cervantes. ¿Cuál es el canon femenino de Cervantes? La propensión a las chiquillas, de Cervantes, ¿es cosa suya o es cosa del tiempo? Canon llamamos a la consideración, plena consideración, social y psicológica, que se tiene, en un tiempo determinado, a la mujer. Para saber si el canon femenino es de Cervantes o de su tiempo, preciso será que hagamos otra pregunta: ¿A qué edad se suele casar la mujer en el siglo XVII? ¿Qué edad es la más general para matrimoniar? Es curioso el afán de Cervantes en señalar la edad de sus heroínas; vayamos viendo algunas de esas mujeres que nos presenta Cervantes, tanto en sus novelas como en el Quijote. En El celoso extremeño, Leonora tiene de trece a catorce años cuando se casa; quince cuenta cuando se produce el drama que cuesta la vida al candoroso marido. La ilustre fregona, que no friega más que la plata del mesón, tiene quince años. Preciosa, la gitanilla, otros quince abriles. En Las dos doncellas, Teodosia no pasa de unos dieciséis o diecisiete años. Leocadia tiene, «al parecer», como dice Cervantes, dieciséis. Quiteria, la novia de Camacho, cuenta dieciocho. La hija de Diego de la Llana, en la ínsula Barataria, tendrá dieciséis o poco más. Leandra, la hermosa, otros dieciséis. Clara Pérez de Viedma, también dieciséis. La señora Cornelia, dieciocho. En fin, para terminar, Marcela, la pastora, hermosa como todas las mujeres cervantinas, es a los quince años cuando inflama a todos de amor. ¿Propensión de Cervantes? ¿Canon del tiempo? ¿Y cuál será el canon en otros tiempos?

¿Cuál es el canon femenino que ha impuesto al mundo la escultura griega en su más alta expresión? En 1820 se descubre la Venus de Milo. Son muchos los que se han preocupado de restituir, imaginativamente, los brazos a la Venus de Milo;   —70→   un filósofo, Ravaisson, ha cavilado hondamente sobre el tema; pero intriga más en la Venus la edad que los brazos. ¿Qué edad podrá tener la Venus de Milo? La de una mujer hecha, un poquitín en demasía hecha. Se ha hablado de veintidós años, de veinticuatro años. Se ha dicho en Francia que en la bella mujer se advierte un matiz de embonpoint, de plenitud en sanidad. Y una mujer así redundante cuenta con algo más de los veinticuatro años conjeturados.

En 1882 se publica la novela de Jacinto Octavio Picón Lázaro. Picón se especializó en la creación de tipos femeninos Juanita Tenorio, Cristeta, en Dulce y sabrosa, pueden servir de ejemplo. En Lázaro después de describirnos una duquesa, el autor agrega: «Resta añadir, para mayor encanto de los golosos, que Margarita de Oropendia, duquesa de Algalia, aunque tuviese más, solo representaba treinta años, y era relativamente virtuosa». La frase «para mayor encanto» no la comprendería Cervantes. ¿Tiene también mayor encanto, con los treinta y siete años que ella confiesa, Julia, la pródiga, en la novela de Alarcón? ¿Qué pensaría de Julia, la hermosa Marcela, apasionada de la soledad y de la independencia? Julia, con sus treinta y siete años, declarados en un momento de plena sinceridad, inspira una pasión violenta a un mozo de veinticinco. Ninguna pasión de las que pinta Cervantes -y las pinta fortísimas- es tan ardiente como esta. Y si una mujer puede inspirar tal pasión, ¿qué importará que no tenga la edad de las chiquillas de Cervantes?



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ArribaAbajoCervantes en el campo

En un campo hasta cierto punto; en un campo convencional; en un campo de teatro; en el campo, en fin, de La Galatea. ¿Y qué es este primer libro de Cervantes? La Galatea es una novela pastoril; se desenvuelve en el campo, entre pastores. Y los pastores de las novelas pastoriles, los pastores de La Galatea son, ante todo, seres muy tiernos; sienten hondamente; derraman, en sus desengaños, copiosas lágrimas; se dan al viento sus lamentaciones. Son, en suma, seres distinguidísimos. En La Galatea existen, como en todas las novelas pastoriles, tres elementos; tres elementos que son fundamentales en toda obra novelesca: la psicología de los personajes, las aventuras y el medio físico. Lo que caracteriza La Galatea es la desproporción entre esos elementos: desproporción a favor de las aventuras, con desventaja para el análisis psicológico, y, desde luego, para el medio físico, es decir, para la Naturaleza, para el paisaje. La Galatea es un tejido tupido, denso, de aventuras. Pero cuando se van pasando páginas, se advierte que todas estas múltiples aventuras pueden reducirse a tres o cuatro cánones, con arreglo a los cuales están todas imaginadas. La invención es, sin embargo, fecunda. Cuando Cervantes nos dice en 1614 -y por dos veces- que él es un «raro inventor», seguramente que piensa, no en el Quijote, sino en La Galatea. Pero también, con seguridad, tiene de la invención un concepto que no es el nuestro, el de los modernos. El nuestro es el de la invención en la profundidad de análisis en los caracteres, tanto en la novela como en el teatro, y el de Cervantes es el de la complicación y fertilidad de las aventuras. Dichosamente, Cervantes, si fértil en las aventuras, es hondo, agudo, penetrante, en el análisis psicológico, cuando escribe el Quijote, y sobre todo, las novelas. En La Galatea vemos toda clase de aventuras, en un medio físico rudimentario. Cervantes, en ocasiones, llega a lo sumo en lo trágico: no es solo lo tierno, lo delicado, lo que gustamos en esta novela; hay sensación de tragedia como tal vez no la encontremos en toda nuestra literatura. Aludimos al episodio de la muerte de Leónida. El hermano de Leónida mata a su hermana creyéndola otra mujer:   —72→   la mata de noche, en un bosque. Aparece el amador de Leónida; cerca del sitio en donde la infeliz mujer expira, encuentra este amante al asesino de Leónida; lo hiere mortalmente; lo arrastra hasta el sitio en que está Leónida, y coge una mano de la muerta; el mismo puñal de que el asesino se ha servido, lo pone en la mano de la muerta, y con él como si fuera la propia muerta la que da las puñaladas, traspasa tres veces el corazón del asesino. Y nada más dramático también que el beso supremo, el beso en la boca, con que el amante se despide de la amada, ya en la agonía.

¿Cómo podremos apreciar con exactitud la modalidad de La Galatea? Comparándola a otra Galatea moderna. ¿Y cuál será esa Galatea? Sin vacilación: Mireya, de Federico Mistral. Mireya es un poema amatorio, unas geórgicas y una pastoral. Y es curioso leer unas páginas de La Galatea, de Cervantes, y cotejarlas con la huida de Mireya, por ejemplo, la huida en la madrugada, la huida trágica. Todo aquí forma un conjunto íntimo: el cielo que comienza a esclarecer, los perros blancos del ganado, el olor de la perfumada landa, los grandes lagartos grises en sus hendiduras, una bandada de chorlitos que levanta el vuelo al paso de Mireya, las martas religiosas que extrañan a Mireya en esta hora.



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ArribaAbajoCervantes y el vino

Cervantes rememora, en el Quijote, en las novelas, los vinos de España, los vinos de Italia. Varias son las sensaciones que del vino nos da Cervantes. En el capítulo octavo, de la primera parte, Sancho «de cuando en cuando empina la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodogonero de Málaga». ¿Y por qué los dueños de restaurantes, en Málaga, han de paladear mejor el vino que los demás mortales? El vino es lo aleatorio. La vida de Cervantes es lo aleatorio. La literatura es lo aleatorio. Littré define aleatorio, diciendo: «dependiente de un suceso incierto. Sometido a la suerte del azar». ¿Cómo no estará sometido Cervantes al azar? ¿Y cómo no lo ha de estar el vino? ¿Se sabe todos los cuidados que el vino exige en su crianza? Bien lo saben un cosechero de Montilla -la inolvidable-, de Doña Mencía -la no olvidada-, de Málaga, de Jerez, de Sanlúcar, de Rota. ¿Qué habremos de hacer para lograr un vino selecto? Principiemos por el principio: el principio es la elección de tierras y de vides. Escojamos tierras y vides. No todas las tierras son adecuadas; unas convendrán a nuestro propósito y otras no. ¿En qué situación estarán las viñas? No todos los terrenos tienen igual solación. (El neologismo es ineludible.) En una misma clase de tierras no da lo mismo la ladera, expuesta al sol, a pleno sol, que el fondo del valle. Ni es igual un sitio resguardado de los vientos que otro por ellos azotado. Tras el estudio de las vides, hemos tenido el de los terrenos. Cuando llegue la hora de vendimiar, se nos presentará otra dificultad: ¿en qué momento de la madurez hemos de cortar los racimos? ¿No temeremos que un suceso imprevisto malogre nuestros esfuerzos? En su punto ya la uva, una lluvia, un bochorno pueden hacer que la calidad del fruto varíe. Y cuando logremos encerrar ya la uva en el lagar, advertiremos que algo tenemos que resolver. ¿Cómo estrujar la uva? ¿Con poca o mucha presión? Y encubado ya el mosto, ¿no necesitaremos una temperatura constante, igual, uniforme? Los vinos tienen su patología; con la patología, tienen su terapéutica. Habremos de curar las enfermedades que se presenten   —74→   en los vinos, o de prevenirlas. Y habremos de establecer también la gradación de los vinos en las cubas: gradación que formaremos para tener siempre disponibles vinos de varias edades. Lo aleatorio, el azar, entrará como se ve en la crianza de vino.

¿Cómo no ha de entrar también en la vida de un hombre como Cervantes? ¿Y de qué modo no será el azar, más o menos azar, el que determine la creación de la obra artística? ¿Sabe bien el escritor que su obra está sujeta al humor que tengamos en el momento de sentarnos ante las cuartillas? El humor y el vigor. La edad, el clima, la alimentación, la salud o la enfermedad, la alegría o la tristeza disponen de nosotros. Han dispuesto de Cervantes. Se han señalado las negligencias de Cervantes en su novela. No son, realmente negligencias; el escritor siente vagamente, presiente que lo que acaba de escribir no es lo cierto; pero considera provisionales las palabras escritas. Lo que importa es crear el ambiente de la obra: la atmósfera espiritual que envuelva la obra y envuelva al lector. Tiempo habrá de sustituir lo provisional. Y no se sustituye. Y aquí tenemos, en el Quijote, que varios personajes comen dos veces, a las mismas horas; dos veces parece haber cenado Sancho casi a la par. Y nos encontramos con que no sabemos si Sancho ha formado o no Constituciones en su ínsula; se nos dice que sí y se nos dice que no. Ni sabemos, en resolución, cómo se llama la mujer de Sancho. ¿Mari Gutiérrez, Teresa Panza, Juana Gutiérrez, Juana Panza?



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ArribaAbajoEl caso Marcela

Marcela es un enigma; Marcela es un problema psicológico; Marcela es un símbolo. ¿Cómo podremos definir a Marcela? El Quijote es una obra ultrasensible; hay en el libro, al parecer, pasajes inexpresivos, no reparables, no reparados, en que el autor se confiesa. Se nos expone en la novela una contraposición de fuerzas primordiales: fuerzas femeninas, fuerzas masculinas. Y predomina lo femenino sobre lo masculino. Diez o doce mujeres pinta Cervantes en el libro; son las que forman la atmósfera espiritual de la novela; no pueden competir con ellas los hombres que Cervantes, con más o menos vigor, retrata. ¿Qué valdrán al lado de esas mujeres un Diego de Miranda, un Antonio Moreno, un Sansón Carrasco, un Álvaro de Tarfe, un Cardenio? Descuella sobre todas las mujeres Marcela, la pastora. Marcela es huérfana; goza de gran posición económica; muertos sus padres, la tutela un tío suyo, sacerdote. Y un día Marcela, que cuenta solo con quince años, desaparece; se ha ido a pastorear. Prendados de ella están varios mozos del lugar; enloquecidos, vagan por el campo; escriben sus nombres en la corteza de los árboles; lanzan al viento sus lamentaciones. Y Marcela continúa, impertérrita, impasible, entregada a su pastoría. ¿Qué resultará de tal situación? ¿Cómo podremos resolver este problema de viva psicología? Tres afirmaciones hace, en su discurso, Marcela. Primera: «Soy rica». Segunda: «Quiero ser libre». Tercera: «Ni quiero ni aborrezco a nadie». Razonadas lacónicamente están estas tres proposiciones. Nos dice Marcela: «Para poder vivir libre, he escogido la soledad de los campos». Y también: «Mi intención es vivir en perpetua soledad». Existe en Cervantes una apetencia de soledad y de silencio. El adjetivo «maravilloso» lo aplica varias veces Cervantes al silencio.

¿Y cómo podrá Marcela vivir a perpetuidad en el campo, por montes y por valles, sola, independiente, gozando de absoluta libertad? Marcela ha de tener, por fuerza, casa en el lugar; estará al frente de la hacienda de Marcela un mayordomo. Habrá que tener al menos un punto, un breve punto, de contacto, con el mundo. Y después de todo, ¿es que esta soledad   —76→   en que vive Marcela es tan austera, tan rígida, tan absoluta como le parece a Marcela? A fines del siglo XVI y principios de XVII, contando ya con la despoblación de España, no serían estos campos tan soledosos como Marcela supone. Pastores andan por estos andurriales; a ellos ha de apelar Marcela. Y si Marcela se encontrara en América, en nuestra América, ¿qué sería de sus ansias, un poco vanagloriosas, de soledad? ¿Cómo se enfrentaría Marcela con los «llanos», en Venezuela, en el Ecuador, en el Perú? ¿Y cuáles serían las sensaciones de Marcela en los Andes? ¿Y cuáles en las pampas argentinas, con sus dos mil kilómetros cuadrados de llanura? ¿Hasta qué punto el espacio sería gozado por Marcela? ¿No se apocaría, por no decir se anularía, el ansia de soledad en Marcela? Posiblemente el espacio nos descubriría el verdadero carácter de Marcela. Espacio y tiempo son los dos grandes enemigos del hombre. El hombre se esfuerza en domeñar esos dos contrarios suyos. Con toda su independencia, ante un espacio inmenso, no el español humanizado, sino el americano, virgen aún, Marcela retrocedería.



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ArribaAbajoLa vida en el campo

Don Quijote encuentra en el campo a don Diego de Miranda. Hay una filosofía naturalista y puede haber otra filosofía hominista: hominista, de homo, hominis, el hombre. El hombre transfigura la Naturaleza; el hombre transforma el medio habitado. Don Diego de Miranda vive holgadamente; vive en una casa de un lugar próximo. Se come bien en la casa de don Diego de Miranda; a Don Quijote, en los cuatro días que en ella ha morado, le han servido una comida, «limpia, abundante y sabrosa». Pero lo que más le ha placido a Don Quijote, es decir, a Cervantes, es el «silencio maravilloso» que en la vivienda se goza. En la casa vive la familia: el marido, don Diego; la mujer, Cristina; y el hijo, Lorenzo. ¿Y qué es lo que acontece en esta morada? ¿Cuál es su ambiente? ¿No podremos decir, al estar entre sus muros, que el hombre transfigura la Naturaleza? ¿Que el hombre transforma el medio? A primera vista, es el padre, don Diego de Miranda, el que impone su personalidad a la casa. Y con la casa, al lugar. Y con el lugar, al paisaje. El hijo de la casa, Lorenzo, es poeta; su afición a la poesía es extremada. Todo lo ha dejado por consagrarse a la poesía. Estudiaba en Salamanca, donde ha estado seis años, y ha abandonado los estudios por ser todo, enteramente todo, en absoluto todo, del numen. Y cavilando sobre temas poéticos «se pasa todo el día». Fijémonos en que esto de «pasarse todo el día» en sus cavilaciones poéticas nos lo dice Cervantes. ¿Y qué sucederá en una casa en que el hijo dedica todas sus horas, con tenacidad, con entusiasmo, con ardor, a la poesía? Reparemos también en que Lorenzo es hijo predilecto; de los demás hijos no sabemos nada; del único de quien se nos habla es de este mozo caviloso y opinativo: opinativo porque nadie extravaga más que un poeta recalcitrante. Fatalmente habremos de pensar que todo en la casa pende de Lorenzo; que todo gira en torno a Lorenzo. Las cavilaciones de Lorenzo, sus temas poéticos, sus desmayos y sus audacias, en fin, todo cuanto piensa Lorenzo, se habrá de discutir, de pesar y sopesar, a todas horas, en todos los lugares, en la mesa y en la sala, por los   —78→   individuos de la familia: por el padre, un poco mohíno, y por la madre, siempre amorosa. El ambiente que en la casa se habrá creado, con tanto y tanto tema estético, será el de la poesía. Hemos entrado, con Don Quijote, en la casa de un caballero labrador, y nos encontramos, en este lugar manchego, con una morada en que lo intelectual, lo intensamente intelectual, lo llena todo.

¿Nos place o nos desplace la transformación que nuestra filosofía ha efectuado en la casa de Don Diego de Miranda? ¿Y podremos encontrar, modernamente, en el siglo XIX, otro caso en que el hombre transfigure el medio? En 1895 dos periodistas, Julio de Vargas y José Lázaro, visitan en su finca levantina a don Ramón de Campoamor. Campoamor les da de comer «espléndidamente»; Campoamor les recita algunos versos, no muchos; Campoamor escribe aquí sus poemas y lee libros de metafísica. Con él poeta, el ambiente de la casa se transfigura, como en el caso de Lorenzo de Miranda. El hombre, este anciano de setenta y ocho años, crea un ambiente que no es el que nos impondrían la tierra y el mar cercano. Y por si esta figura no bastara para la transformación, aquí con el poeta tenemos la de su médico: don Miguel Ferrero. El médico acabala al poeta. Los dos periodistas nos dicen: «Miguel Ferrero es un madrileño de pura raza. Más bajo que alto de estatura, recio y grueso más de lo que él quisiera; de fisonomía expresiva, franco, decidor y generoso; con su traje de lanilla gris y su sombrero de fieltro de anchas alas, parece un tipo de Teniers». En la primera mitad del siglo XVI, al hacer don Antonio de Guevara el balance de las ventajas y desventajas de la Corte y la aldea, estampa este aforismo: «Para saber gozar del reposo, es menester buen seso». ¿Y es que no lo tienen, cada cual a su modo, Lorenzo de Miranda, Campoamor y Ferrero?



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ArribaAbajoNo querer acordarse

¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes? «En un lugar de la Mancha, de, cuyo nombre no quiero acordarme»... No es privativo de Cervantes este modo de hablar; Rodríguez Marín ha encontrado en documentos de la época frases análogas. ¿Sinceridad o fingimiento? En este caso, Cervantes finge. En realidad, se trata de una frase en que se comete una elipsis, no de carácter gramatical, sino psicológico. La frase completa habría de ser: «No quiero ahora hacer el esfuerzo necesario para acordarme». Y si Cervantes no es sincero, ¿por qué causa no lo será? ¿Estamos, con Cervantes, en un terreno moral o psicológico? Se han citado, en este caso, frases como estas, no todas las que vamos a citar: Quiere llover, quiere amanecer, quiere abonanzar; los almendros quieren florecer; la pared se siente y quiere derrumbarse. ¿Y podrá tener aquí cabida «la voluntad en la Naturaleza», del filósofo? En la traducción castellana hecha por Unamuno, encontramos citadas por el autor, citadas por el traductor, alguna de estas frases. Pero no creemos que la filosofía de Schopenhauer tenga enlace con esta cuestión psicológica; ninguna conexión vemos entre la ficción de Cervantes -o la autenticidad en los que hablan verdad- con la cosmogonía del filósofo alemán. En tiempos de Cervantes todavía los novelistas no habían adquirido la costumbre de designar con nombres fingidos los lugares en que se desenvolvía la acción de sus fábulas. Modernamente al nombre real sucede el nombre supuesto. Cervantes nombra lugares en sus novelas; en las ejemplares encontramos Madrid, Salamanca, Sevilla, Valladolid, Toledo: sitios todos en que sucede lo que el autor nos cuenta. ¿Y qué acontece en el día? ¿Y cuáles son los lugares que el novelista crea?

Contamos con variedades de ficciones. Hay lugares auténticos que se designan con un nombre transparente o casi transparente; la ciudad que se quiere designar corresponde con exactitud a estas denominaciones. Tal acontece con Marineda, en la Pardo Bazán; con Vetusta y Pilares en Clarín y Pérez de Ayala. Con estos nombres conocemos a Coruña y Oviedo.   —80→   Pero otras veces la ficción es completa: el novelista crea un lugar enteramente nuevo; Labraz, en Baroja, es una ciudad de «la vieja Cantabria»; Orbajosa, en Galdós, es ciudad que puede estar, sin estar en ninguna parte concreta, precisa, en el centro de España, más bien que en la periferia. Y es usual también en que la ciudad o pueblo que se quiere denominar se designe con una letra inicial o con tres asteriscos: en El clavo, Alarcón cita a Granada y Málaga; pero al querer nombrar un pueblo de la provincia de Córdoba, pone los tres asteriscos consabidos. ¿Y qué irá buscando Cervantes -y con Cervantes los demás novelistas- con estos disfraces? Rodríguez Marín, acertadamente, nos dice que Cervantes daba por tan verdadero, retóricamente verdadero, su relato, que «por ciertos respetos y justas consideraciones estimaba conveniente callar la patria de su protagonista». Hay aquí una razón simplemente moral; razón verdadera. Pero tendremos que la ficción entraña además un problema de biología estética. No es que el novelista necesite fingir para no dañar tales o cuales intereses, o para evitarse extorsiones. Verdad será todo ello, como en el caso de Cervantes; pero el nombrar el lugar exacto de la acción nos obliga a limitarnos. Forzosamente tendremos que reducir, con la exactitud, nuestro campo de acción; no escribiremos en este caso con la libertad, con la amplitud, con el desembarazo, que escribimos cuando la ciudad o el pueblo son fingidos. ¿Cómo podría Galdós escribir expeditivamente si hubiera tenido que poner en vez de Orbajosa una ciudad como Burgo de Osma, Sigüenza o Albarracín? ¿De qué modo Baroja escribiría si en vez de Labraz estampara el nombre de otra ciudad auténtica de Cantabria?



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