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ArribaAbajoLas ventas

En las obras del duque de Rivas encontramos: tres ventas y dos posadas. En El ventero, cuadro de costumbres, una venta siniestra, trágica, en que, por la noche, se escuchan en los contornos algunos tiros; en la cocina, trajín de idas y venidas precipitadas, y en el huerto, unos azadonazos. En los Romances históricos, romance dedicado a don Álvaro de Luna, una venta cerca de Portillo, en la provincia de Valladolid, partido de Olmedo. En El crisol de la lealtad, acto primero, cuadro primero, una venta -no sabemos cómo será-, cerca de Zaragoza, en el siglo XII, en 1163. En el Don Álvaro, la famosa venta, en Hornachuelos, provincia de Córdoba. Se han dicho muchas cosas del drama del duque de Rivas; no se ha dicho nada tan raro como lo dicho por un amigo del duque, amigo y panegirista: Pastor Díaz. Dice este crítico que en este drama se pueden encontrar «extravagancias y ridiculeces». ¿Dónde esas ridiculeces y extravagancias? Trabajito le costaría al censor señalarlas; acaso tuviéramos que reír de las extravagancias y ridiculeces, en este caso, del crítico. En El parador de Bailén, finalmente, encontramos, claro, un parador, punto de enlace de diligencias. Ha sido repudiada esta comedia por su autor; no ha querido Rivas que figure en sus obras completas; el motivo, acaso esté en que Rivas ha llevado, deliberada o irreflexiblemente, a esta comedia un lance -lance de amor-, análogo al de su hermano Juan Remigio; gracias a esa aventura, ha podido heredar, colateralmente, Ángel Saavedra el título y la grandeza que ostentaba su hermano.

Antonio Oudín, en sus Diálogos muy apacibles (París, 1650), nos dice, hablando de las posadas, que no encuentra el viajero en ellas sino «el casco de la casa, con un poco de ropa blanca, y a veces no hay camas». Sobre todo en las ventas. No hay nada en las ventas de España. No se puede viajar por España. La desprovisión de las ventas es una verdad incontrovertible. En toda Europa lo saben. ¿Y cómo no ha de ser verdad la inopia de las ventas si Cervantes acredita   —158→   el aserto? No podemos dudar de Cervantes. Las ventas son malas; las ventas están en España; España es, por lo tanto, lógicamente, fatalmente, un país inculto. Lo que pasa en España no pasa en ninguna parte. Vayamos, sin embargo, a cuentas. En el siglo XVII, cuando se cimenta el prejuicio, España tiene diez millones de habitantes; en el siglo siguiente, tiene ocho. La superficie de España es de cuatrocientos noventa y dos mil kilómetros cuadrados. Vea el lector cuántos habitantes corresponden por kilómetro cuadrado. Se viaja poco en España; los que viajan llevan sus provisiones. Hay ventas en sitios pasajeros, como los puertos, en las montañas; las hay en sitios poco transitados. Para establecerse en una venta se necesita cierta vocación de abnegado eremita. Hay, además, que emplear un capitalito en bastimentos; aceite, vino, jamón, cecina, embutidos, garbanzos, judías, sal, especias, etc. Como no existe tránsito, especialmente en las ventas esquivas, habrá que tener ese capitalito inmovilizado; aparte de que, con el tiempo, las vituallas, ciertas vituallas, se deterioran. ¿Cómo pretender que en una venta se encuentre el trato que en una posada ciudadana? ¿Y cómo pretenderíamos que en una posada nos dieran la minuta que en un restaurante de los alrededores de la Magdalena, en París? En la venta que figura en El ventero, solo se encuentra vino, aguardiente, pan y pimientos. En la de los Romances históricos, ya mejoramos un poco: tenemos magras con tomate y huevos. De la venta del siglo XII no sabemos nada en cuanto a mantenimientos. En la posada de Hornachuelos mejoramos notablemente, sin duda gracias a la tía Colasa, gran guisandera: se habla de arroz, de tomate, de bacalao, de un gazpacho, que está, desde media tarde, enfriándose en el brocal del pozo. Finalmente, en Bailén casi estamos en uno de los restaurantes de la Magdalena podemos comer sopa, cocido, riñones, gallinas, sobrehúsa, chuletas. Y se nos dice que «nada el hambre mitiga como el cocido». Mejor que mitiga estaría extingue.



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ArribaAbajoEl otro Quijote

En el prólogo del seudo Quijote, nos encontramos con lo siguiente: Santo Tomás, San Juan Damasceno, San Gregorio, San Pablo. En las tres primeras páginas de la novela (edición Toledano López, Barcelona, 1905), vemos todo esto: el Flos Sanctorum, Evangelios y Epístolas, Fray Luis de Granada con la Guía de Pecadores, las Horas de Nuestra Señora, los sermones, otra vez el Flos Sanctorum, San Lorenzo, San Bartolomé, Santa Catalina, San Ignacio, Nuestra Señora, tercera vez el Flos Sanctorum. Todo el libro está cuajado de tales reminiscencias. Habría que ver hasta qué punto son pertinentes estas citas. Habría que cotejar asimismo algunas de estas páginas con otras páginas de otros novelistas de la época con Salas Barbadillo, con Espinel, con Castillo Solórzano, con Gerónimo de Alcalá. Veríamos que en ninguno de ellos se dan tales circunstancias. El autor del falso Quijote nos dice que Cervantes le ha ofendido; añade que ha ofendido también a Lope. En la novela de este autor encontramos, en primer lugar, las circunstancias que acabamos de señalar. En segundo, advertimos conocimiento de la vida de los pueblos y del campo: un conocimiento algo rudo, zafio. ¿Qué es «un medio chuzo de viñadero», de que se nos habla? ¿Traen chuzo los viñaderos? No se tratará de un hocino para vendimiar? ¿Y es que en Castilla tienen tanto prestigio los melonares como en Aragón? ¿Lo tienen en Aragón tanto como en Levante, en la zona mediterránea que va de Tarragona a Murcia? En el seudo Quijote, se escribe todo un capítulo sobre la lucha del héroe con un guarda de un melonar. Y en ese melonar se ve una «cabaña» para estar día y noche guardándolo. Hay chozas de esa índole en los melonares levantinos. ¿Existen en los castellanos?

En tercer lugar, advertimos en el Quijote apócrifo un sentido de lo erótico, zafio también, grosero. A un lado vemos el sentido amatorio de Cathos y Magdelón, en Molière, las preciosas ridículas -que no son ridículas-, y a otro divisamos este concepto rudo que nos sirve el autor de la novela. ¿Y qué podemos pensar de estos tres aspectos del libro? Posiblemente   —160→   el autor, que se dice ofendido por Cervantes, no dio tanta importancia como damos nosotros a esas palabras ofensivas de Cervantes. Y cuando nos dice también que sale a la defensa de Lope, estamos asimismo tentados a creer que no le importa gran cosa Lope. El autor escribe algunas impertinencias dirigidas a Cervantes; pero como si advirtiéramos que no tiene en su ánimo arraigo el rencor. Solo en el capítulo IV desliza una perfidia injuriosa para Cervantes; más concretamente, para la mujer de Cervantes, puesto que, quiera o no quiera, es la mujer la que sale injuriada. Y también en esta ocasión, nos parece que la cosa no pasa de una frivolidad. Frivolidades son todos estos desahogos.

El autor aprovecha la ocasión de poder escribir una obra novelesca: no son estos sus estudios. Pero estas materias tan ajenas a sus disciplinas son, por eso mismo, más placenteras. Y con la pluma fácil, jovial, casi inconsciente, va libelando sus pensamientos. No era raro en esa época el continuar un autor la obra de otro; si el autor del falso Quijote no hubiera tenido motivo, motivo de las ofensas, probablemente hubiera escrito del mismo modo su obra. ¡Es tan agradable el divertirse con un libro, devaneando en un campo por el que no hemos transitado nunca! ¡Y con qué ligereza pueril se va y se viene por ese campo! ¿Y qué pensará el lector que presencie tal barzoneo? Pensará, al pensar en los dichos mordaces de unos escritores respecto de otros, dichos que han dado motivo a este falso Quijote, que es mucha la verdad que se encierra en el refrán que reza: «No habría mala palabra, si no fuese mal tomada». Lección que puede servir en todos los órdenes de la vida, en todos los lances y entre toda clase de gentes.



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ArribaAbajoCambio de inteligencia

El caso de Tomás Rueda, el licenciado Vidriera, es fundamentalmente, exactamente este: un cambio de inteligencia. Se tenía antes una inteligencia; se tiene después otra. Tomás Rueda ingiere -sin saberlo- una ponzoña; se produce en su organismo una profunda conmoción; pensaba, sentía, hablaba antes de un modo; piensa, siente, habla ahora de otro. Tenía antes una inteligencia y tiene al presente otra. ¿Será necesario, para el cambio de inteligencia, que en la persona se produzca una conmoción por causa física, por causa patológica, como se produce en Tomás Rueda? ¿Y por qué, si no escribimos como Cervantes, en su tiempo y para un público que ha de comprender desde el primer momento, habremos de apelar a un medio físico, patológico? Cervantes ha vivido en tierras en que los cambios de inteligencia se producían y podían ser observados; el mismo Cervantes nos pinta, en el caso de Zoraida, un cambio de inteligencia. De una manera de pensar, de sentir, de hablar, Zoraida, una mora rica, pasa a otros modos de pensar, de sentir y de hablar. Vivía antes en la opulencia, con todas las blandicias de la opulencia, y vive ahora en la pobreza, con todos los rigores de la pobreza. Y fuera de Zoraida, ¿es que no encontraremos casos de cambio de inteligencia? Cuando pasamos de un modo de ver la realidad, con demasía, extremosamente -en literatura, en arte-, ¿qué es lo que hacemos sino cambiar de inteligencia? ¿Qué hacemos sino conformarnos a las enseñanzas del Laocoonte? Sintiendo ardores románticos, pensando románticamente, llegamos a una visión clásica de la realidad, con todas sus alleganzas, ¿qué hacemos sino cambiar, como Tomás Rueda, de inteligencia?

Pero prácticamente, con ejemplo vivo, podemos demostrar que esta novela de Cervantes es sencillamente -y no otra cosa- lo que estamos indicando. ¿Habrá existido en el mundo moderno un hombre como Tomás Rueda? ¿Y qué ha sido Federico Nietzsche sino un Tomás Rueda? Con su sensibilidad extremada, delicadísima, vidriosa, este es el vocablo, Nietzsche, corriendo de una parte a otra en busca de un medio   —162→   apropiado a su sensibilidad, no es más que Tomás Rueda, con su sensibilidad delicadísima, vidriosa, yendo de Salamanca a Valladolid, callejeando sin cesar. Pero el mismo Federico Nietzsche nos explica su caso, como nos lo explicaría Tomás Rueda, si fuera necesario.

En el prólogo de El viajero y su sombra encontraremos la explicación; leemos esas páginas y se nos antojó que estamos escuchando a Tomás Rueda. Nietzsche necesita reaccionar contra «la tendencia fundamentalmente anticientífica de todo pesimismo romántico». Y para llegar a este resultado, que para él es de vida o muerte, necesita también crearse un clima nuevo: un clima espiritual. Como el médico coloca a su enfermo, para la curación, en un medio especial, de un modo que sea otro el medio para él, así Nietzsche se coloca, «como médico y enfermo al mismo tiempo», en un «clima de alma contrario a mi alma antigua; clima todavía no experimentado». El cambio de inteligencia es radical. Y tenía con esto -continúa diciéndonos Nietzsche- «una diatética y una disciplina que facilitaban al espíritu el ir y venir de aquí para allá». Y como si esta semejanza con Tomás Rueda no fuera bastante, sigue hablándonos Nietzsche de «un poco de cinismo» que ahora tiene y del «tonel de Diógenes» en que, simbólicamente, habita al presente, como ni más ni menos, Tomás Rueda.

(La dificultad técnica, para Cervantes, consistía en hacer hablar a Tomás según su nueva inteligencia. ¿Está vencida esa dificultad? ¿Y qué importarán, en último resultado, las palabras, si contamos con la actitud?)



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ArribaAbajoLas otras mujeres

Las otras mujeres, en Cervantes, son las mujeres que le rodean; las mujeres con quienes vive. Y que son diferentes que las mujeres que él ha pintado en sus libros. ¿Y cuáles serán las más reales? ¿Lo serán las auténticas o las imaginadas? Cervantes, como el novelista moderno, podría decir, al estar hablando de personas vivas, reales; por ejemplo, alguna de estas mujeres que le rodean: «hablemos ahora de la realidad; hablemos de Marcela la pastora».

Las mujeres que circuyen a Cervantes son: su mujer, su hija natural, sus hermanas; es decir, Catalina, Isabel, Andrea, Magdalena. ¿Hay alguna más? Sería lo mismo una más que una menos. Cervantes no las ve: Cervantes está muy lejos; estando con ellas, está muy distante. Para nosotros tienen más realidad las mujeres que Cervantes ha imaginado, que las mujeres con quienes convive. Habría que hacer un estudio detenido de alguna de estas mujeres. No hemos nombrado a la madre de Cervantes: hemos supuesto a Cervantes ya en años en que su madre había muerto. Pero si queremos conocer a Cervantes, tendremos que examinar la influencia que su madre ha podido ejercer en su persona. Si queremos conocer, con certidumbre, con exactitud, a un personaje, habremos de ver cómo era su madre. ¿Tenemos datos para el estudio suficiente de la madre de Cervantes? El padre era Rodrigo de Cervantes, y la madre doña Leonor de Cortinas; el padre no tenía don y la madre lo tenía. El padre era insignificante, incapaz de una acción atrevida, y la madre ha llegado a fingirse viuda, con todos los riesgos de tal superchería, de tal falseamiento, para lograr por parte del Estado facilidades, ventajas, en el rescate de su hijo. ¿Cómo ha sido la madre en el caso de don Juan Valera? ¿Cómo en el de Castelar? Ponemos estos dos ejemplos, dispares, en paralelismo con la madre de Cervantes; de una y otra madre moderna se nos habla con elogio.

¿Y la mujer de Cervantes? ¿Qué podremos decir de esta mujer con quien se casa Cervantes en Esquivias, teniendo Cervantes treinta y siete años y teniendo Catalina Palacios diecinueve? Han vivido Cervantes y su mujer casi en continua separación:   —164→   Catalina vive en Esquivias y Cervantes vive en Madrid. ¿Cómo no pensar en la soledad de Cervantes? ¿Cómo no traer al retortero, o sin retortero, el vocablo distante? En ese vocablo, que es a la vez adjetivo y participio activo, se condensa la actitud de Cervantes con relación a las mujeres que le rodean. Distantes estamos, estando presentes, en muchos casos de la vida; en casos en que no queremos tomar contacto con una realidad que nos desabre. Y también en el caso de la mujer de Cervantes habríamos de apelar a casos vivos de escritores: el caso de Núñez de Arce y el caso de Campoamor, por ejemplo.

Catalina Palacios está en Esquivias, ajena a su marido, y Núñez de Arce y Campoamor están asistidos, confortados, alentados, por sus mujeres. No necesitaba Cervantes menos que sus colegas modernos esta confortación y esta asistencia. Núñez de Arce fue a lo largo de toda su vida un continuado y angustiado enfermo, con todas las consecuencias de su enfermedad fiebres, sobresaltos, amagos de muerte súbita, ansias, congojas; todo esto entremezclado, como lenitivo, con repentinas y fugaces cóleras. Un biógrafo nos dice, hablando del poeta: «Desde el día de su casamiento hasta el día de su muerte, su compañera ha sido no solo el mayor de los afectos, sino su constante providencia, su amorosísima e incansable enfermera». Campoamor, en su autobiografía, hablando de su mujer, escribe: «Una gracia que vale por tres: la reunión de Aglaya, Talía y Eufrosina: el pudor, la hermosura y la alegría». ¡Y cómo hubiéramos querido para Miguel de Cervantes alguna mujer semejante a estas dos mujeres: Isidora Franco y Guillermina O'Gorman!



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ArribaAbajoLeandra, indemne

Leandra nos solicita nuevamente; es Leandra uno de los tipos de mujer más sugestivos del Quijote. Vamos a establecer tres fases en el problema de Leandra. Primera fase: el enamoramiento de Leandra. ¿Por qué se enamora Leandra de Vicente de la Roca? ¿Cómo ha sido este enamoramiento? No olvidemos que Leandra, joven, rica e inteligente, hermosa y honrada, se enamora presentáneamente de este baladrón que, ausente del pueblo, doce años ausente, retorna ahora, retorna de sus andanzas por Europa. Stendhal, en su libro Del Amor, tiene un capítulo sobre les coups de foudre; estos coups de foudre son en castellano, tratándose del amor, lo que se dice flechazos. Se enamora súbitamente una mujer de un hombre: el hombre ha dado flechazo a la mujer. Se enamora súbitamente un hombre de una mujer: la mujer ha dado flechazo al hombre. Vicente de la Roca ha dado flechazo a esta mujer que tan desdeñosa es con todos; a esta mujer que se reía de todos. ¿Y cómo se explica Stendhal el coup de foudre, es decir, el flechazo? Su explicación podrá verla el lector en el libro; consignaremos aquí tan solo que el autor llega a esta conclusión: «frecuentemente» las mujeres, en este caso del flechazo, «se enamoran de lo que el mundo llama uña mala persona». Y no podían ser más adecuadas al caso de Leandra y Vicente estas palabras.

Segunda fase del drama: ¿qué es lo que acontece con Leandra, una vez entregada, por propia voluntad, con toda su voluntad, al mozo pinturero? Vicente rapta a Leandra; con Leandra huye del pueblo una noche. Y quedan todos, en el pueblo, naturalmente, pasmados. No tienen en cuenta, también naturalmente, lo que Stendhal, no en el capítulo citado, sino en otro titulado La presentación, nos dice. El autor admira la finura y la seguridad de las mujeres en advertir ciertos detalles en los hombres; pero momentos después se extraña de que las mujeres se dejen subyugar por cualidades mediocres. Y acontece algo más y más curioso: «Atentas las mujeres a un mérito de un hombre, arrastradas por un detalle, sienten vivamente ese mérito, ese detalle, y están ciegas   —166→   para todo lo demás». Y también estas palabras pueden ser aplicadas, conjeturalmente, a Leandra. ¿Qué hace Leandra raptada por Vicente? Vicente huye, llevándose el dinero y las joyas que Leandra sacara de casa. No dice Cervantes que Vicente roba a Leandra; quien habla de robo es la propia Leandra, encontrada al cabo de tres días de ausencia. Pero si Leandra está apasionada de Vicente, ¿qué necesidad tiene Vicente de robar a Leandra? De buen grado le dará Leandra a Vicente cuanto Vicente pida. Y eso habrá sido lo que ha pasado. Vicente se lleva el dinero y las joyas de Leandra; no vulnera su honor. Actitud curiosa, no de Vicente, sino de Cervantes: ¿Por qué, con respecto a Leandra, adopta Cervantes esta actitud que nos parece, en tal trance, inverosímil?

Tercera fase del episodio: Leandra ha sido restituida al hogar, digamos al aprisco, por lo que a continuación veremos. Leandra está claustrada en un convento, y una muchedumbre de señoritos del pueblo ha tomado el traje pastoril y anda suspirando y llorando por Leandra, por el amor de Leandra, por montes y llanos. Tantos son los enajenados, que Cervantes no puede contarlos. Nos dice simplemente: «No hay hueco de peñas, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente». ¡Extraño ir y venir, girar y más girar, tornar y más tornar, de toda esta multitud amatoria que el recuerdo de Leandra mueve! ¿Qué será con el tiempo de Leandra, la indemne? ¿Podemos considerar que ha terminado su vida afectiva?



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ArribaAbajoUna entrevista

La entrevista que han celebrado Don Quijote y Lorenzo de Miranda se ha desenvuelto, como decimos ahora, «en un ambiente de entera cordialidad». No faltaba más sino que hubiera sido de otro modo. Ocurre con Don Quijote que, siendo un hombre de acción, es, en ocasiones, un intelectual; no retrocedamos ante este sustantivo moderno. Y ocurre con Cervantes que, siendo distinto de Don Quijote, es, en ocasiones, idéntico a Don Quijote. ¿Quién es en este caso el que ha celebrado la entrevista con Miranda? ¿Don Quijote o Cervantes? Y cuando Don Quijote define la profesión de Caballería, ¿qué es lo que define? ¿El ser caballero andante o el ser un intelectual? Para ser caballero andante se necesitan varias e importantes cosas: lo primero de todo, tener un sentido, pronunciado, definido, de la justicia; la justicia distributiva y la conmutativa. Y cuando en los tiempos modernos surge la denominación de intelectual, ¿con qué motivo surge? ¿No es con un motivo de justicia? Aparte de este conocimiento, de este sentido, debe el caballero saber otras cosas: por ejemplo, la astronomía, para conocer la hora, de día y de noche, en el caminar por el mundo. Y ha de tener también nociones de medicina: en especial ha de conocer las hierbas medicinales; esas hierbas que aroman los montes de España, con intensidad en su odoración superior a las hierbas silvestres del resto de Europa. Y ha de estar también iniciado el caballero en los esparcimientos del deporte; Cervantes señala alguno de estos ejercicios. El interlocutor de Cervantes no está menos empapado de intelectualismo que el propio Cervantes; no cuenta más que dieciocho años y lo ha abandonado todo por entregarse a la poesía; hoy nos hablaría de Mallarmé, Rimbaud, Baudelaire, y en su tiempo nos habla de los más selectos poetas latinos.

¿Qué faltará a Cervantes para ser un intelectual, como lo es en este momento Don Quijote, como lo es Lorenzo de Miranda? Y con ser cultos, con ser curiosos de todo arte y de toda ciencia, ¿qué es lo que han de ser también los intelectuales? Poco tendrían, con tener lo que acabamos de señalar, si no juntaran al saber la serenidad, la ecuanimidad. Imposible   —168→   juzgar el mundo, los hombres y las cosas sin ánimo sereno y ecuánime. No habrá de salir el intelectual por nada ni por nadie de su serenidad. ¿No nos dice Don Quijote, es decir, Cervantes, en su conferencia con Miranda, que el caballero andante ha de ser «mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla»? «El hacerse inmortal cuesta la vida», nos dice un poeta moderno, Campoamor. A Cervantes y a su interlocutor puede aplicarse la frase del poeta. ¿Y cuál será la actitud del Mundo ante estas actitudes de Cervantes y de Lorenzo de Miranda? Pasan los años; en 1640, un intelectual va a hablarnos de los intelectuales: Saavedra Fajardo.

En pasaje en que Saavedra toca este tema es uno de los más ilusivos; no faltan equívocos en el libro de Saavedra. Tiene Saavedra hincha a los hombres «muy discursistas y científicos»; les achaca varios siniestros; entre otros, el «amar siempre las novedades». «Novedades» reviste aquí un carácter político. ¿Podremos inferir de la citada conferencia que Cervantes y Lorenzo de Miranda son muy discursivos y científicos? El vocablo discursista puede ser tomado en acepción vejatoria; no cabe vejación en el vocablo científico. Desde que Saavedra Fajardo condena a los discursistas y científicos, hasta que, en la Empresa LXVI, hace la afirmación que vamos a citar, ha estado fluctuando en lo equívoco. Al fin, escribe que «no menos defienden las ciudades los doctos que los soldados». ¿No serán doctos los discursistas o, por lo menos, los científicos?



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ArribaAbajoCervantes sonríe

Hay tres hechos -o momentos- climatéricos en la vida de Cervantes: la muerte de don Juan de Austria, la quiebra matrimonial y el auge de Lope de Vega. ¿Cuál de esos hechos querríamos nosotros que no se hubiera producido? ¿Cuál hubiera querido el propio Cervantes? Si Don Juan de Austria no hubiera muerto, Cervantes hubiese tenido en don Juan un protector generoso y magnífico. Si el casamiento de Cervantes hubiera sido afortunado, Cervantes hubiera tenido un hogar gratísimo. Si Lope no hubiera existido, o si, existiendo, no hubiera sido un genio, Cervantes no hubiese tenido que renunciar al teatro. Pensando bien en todos estos azares, no sabemos qué es lo que tendríamos que desear para Cervantes. ¿Nos inclinaremos a lo primero? ¿Preferiremos lo segundo? ¿Daremos nuestra predilección a lo tercero? Y, si nos decidimos por lo primero, ¿no tendremos luego remordimientos? ¿No los tendrá el lector? Tendríamos que prescindir del hogar rico y feliz para Cervantes. Tendríamos también que ver a Cervantes en el trance de renunciar a su ilusión más querida: la del teatro. Y nada de eso nos satisface. En ese caso, querido lector, querida lectora, sobre todo querida lectora, tendremos que decidirnos por el segundo hecho. ¿Acaso el lector, o más bien la lectora, nos acompañará en la elección? Cervantes es feliz en su casa; no padece falta de nada. ¿Nos decidiremos, al fin, por tal felicidad? ¿Y es que podremos contar con la aquiescencia de Cervantes? Como si lo tuviéramos ante nosotros, miramos a Cervantes; queremos conjeturar por algún movimiento de la faz, por algún gesto, por alguna mirada, si la elección que hemos hecho, para él es de su agrado, de su completo agrado, de su absoluto agrado. Y no lo podemos adivinar. Cervantes permanece impasible.

No creemos que Cervantes hubiera podido desear cosa más placentera que tener en Don Juan de Austria, que tanto le distinguió, un amigo, un compañero, un protector: hubiera llegado Cervantes -y llegado sin humillaciones- adonde hubiera querido. Y no creemos que Cervantes pudiera tampoco ambicionar cosa más apetecible que una mujer que supiera   —170→   presidir su casa. Desearíamos para Cervantes un hogar en que él tuviera el arbitrio de pensar y no pensar: de poder pensar y poder no pensar. Siempre que a un escritor le es dable no pensar, es cuando más piensa. Y también esta vez estamos contemplando, espiando, el rostro de Cervantes; pero Cervantes ni siquiera pestañea. Sospechamos que la elección no es tampoco de su agrado. Y pensamos que tendremos que descender al tercer hecho. Decimos descender, porque un descenso nos parece este hecho respecto de los anteriores.

¿Qué hubiera pasado, de no nacer Lope de Vega? ¿Qué, de nacido Lope, autor Lope, frecuentador de los escenarios Lope, con todo eso, no hubiera pasado Lope de ser un autor vulgar? Supongamos que Cervantes continúa escribiendo para el teatro; Lope escribe también; pero Lope no pasa de ser un Montalbán, un Cáncer, un Diamante, un Matos Fragoso. Los actores, por supuesto, no pueden comparar lo que escribe Cervantes con lo que escriben todos esos autores. ¿Para qué lo van a comparar? Con Lope, con la magnífica producción de Lope, sí era indefectible la comparación. Y, en consecuencia, el repudio. Pero si Lope, en vez de ser Lope, hubiera sido lo que un Matos Fragoso, no hubiera dejado de serlo también Cervantes. No habría superioridad para Cervantes en el hecho del no nacimiento de Lope o de la mediocridad de Lope. Contemplamos a Cervantes con la misma atención que antes, con mayor atención que antes, y nos parece ver en su cara como una casi imperceptible sonrisa. No lo comprendemos.



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ArribaAbajoLas cosas en Cervantes

Está haciendo falta lo que no se ha hecho nunca, o lo que no se ha pensado hacer, con ningún autor: un diccionario de las cosas de Cervantes. ¿Puede un autor nombrar todas las cosas de la casa, de la calle y del campo? ¿Por qué un autor puede nombrar las cosas y otro autor no puede nombrarlas? Berceo nos habla de «tres chirivías»; Quintana se estremecería de horror si le obligaran a mentar esas tres humildes umbelíferas. ¿Cómo en ciertas épocas de la historia literaria se pueden nombrar las cosas y no se pueden nombrar en otras épocas? Hoy se pueden nombrar, como las nombraba Jovellanos, las campanillas, las mulas, los mayorales; tiempos después de Jovellanos, le parecía a Hermosilla indecoroso que Jovellanos usase en verso esos vocablos. Baroja nos dice que no podría usar ciertos términos y ciertas locuciones: asaz, empero, allende, harto se me alcanza, parar mientes. Son muchos los escritores que pueden permitirse ese lujo; en cambio, no podrían hacer lo que hace Baroja: nombrar todas las cosas cotidianas y familiares.

Las cosas nos indican el grado de intimidad que un autor tiene con la vida diaria y corriente. Podremos juzgar del contento de un autor con la Naturaleza, sabiendo el número y calidad de cosas que existen en su literatura. De Cervantes recordamos en este momento, sin hacer esfuerzo para recordarlo: un candil, unos pellejos de vino, una cama de bancos, una carreta «sin toldo ni zarzo», una red verde, los «lomos de un conejo fiambre» ofrecidos «con la punta de un cuchillo», una empanada tan grande que Sancho nos confiesa que «piensa hartarse con ella para tres días», una «media vela» que una dueña lleva ardiendo por la noche en un palacio, una hoz, una podadera, unas enjalmas...

¿Qué cosas encontraríamos en la Odisea? ¿Cuáles en Molière? Si tuviéramos que hacer un diccionario de las cosas de Molière, ¡qué chismes tan escandalosos, aunque salutíferos tendríamos que registrar! ¿Y cuáles cosas tiene Robinsón en su isla? ¿Son más o menos que las de Sancho en la suya? Castelar establece un minucioso paralelo entre Cervantes y Foe.   —172→   El verdadero equivalente de Cervantes en Inglaterra es Daniel de Foe; el verdadero equivalente del Caballero de la triste Figura es Robinsón. No sabemos las cosas que Robinsón tendría en su isla; pero podríamos suponer, por las cosas, según las que sean, la sensibilidad de Foe, como podemos inferir de las cosas en Cervantes la sensibilidad de Cervantes. Hechos diccionarios de tal índole en diversas épocas, nos darían el grado en que se siente en tal época a la Naturaleza. Seguramente que en tiempos en que se podían mentar las chirivías de Berceo, el concepto y sentido de la vida no sería el mismo que en tiempos en que tal cosa no podía hacerse; en la Edad Media, en que escribe Berceo, el sentido de la Naturaleza sería diverso que en el Renacimiento. Y eso con ser el Renacimiento propicio a considerar, amar, exaltar la Naturaleza. Y sin querer, volvemos a los autores como Baroja, como don Juan Valera, que pueden, sin desdoro, nombrar todas las cosas; como puede nombrarlas Cervantes. Nunca reprocharía Cervantes a Valera que en una de sus novelas, en que se dilucidan tan sutiles cuestiones, nos hiciera la relación de los presentes que un personaje lleva a una su prima, en la cercana ciudad: «alfajores, hojaldres, gajorros, arrope de varias clases en cangilones tapados con corcho y yeso, gachas de mosto, empanadas de boquerones, carne de membrillo». Ahora, repentinamente, recordamos que un gran pintor, Rembrandt, dedica todo un lienzo a pintar, única y exclusivamente, la canal de un buey; lienzo, en el Museo del Louvre, que es un prodigio de color.



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ArribaAbajo«Désarroi»

Don Quijote y Sancho llegan a una venta al anochecer; piden habitación y cena; se disponen a cenar. El tabique que separa este cuarto del contiguo es muy delgado; lo que se hable en una habitación -en voz alta- se oirá en la otra. «Las paredes oyen»; «quien escucha, su mal oye». En el cuarto inmediato posan dos viajeros; están hablando con voz recia. ¿Qué es lo que va a oír Don Quijote? Primero, oír; después, escuchar. Lo que va a escuchar Don Quijote es cosa, para él, muy importante. No lo hubiera sospechado al trasponer los umbrales de la venta. Nos hallamos en el capítulo LIX do la segunda parte del Quijote. Días antes de escribir este capítulo, horas antes de ponerse a escribirlo, ¿no ha tenido Cervantes algún presentimiento? ¿No se ha producido algún agüero? Cervantes niega expresamente los agüeros; no cree en los agüeros. Sin embargo, Cervantes, hacia el final de su novela, en momentos críticos para Don Quijote, en momentos angustiados, produce dos agüeros inquietantes para el caballero. Y contra la propia convicción de Cervantes, expresada en el mismo libro, los dos agüeros se cumplen. ¿Ha visto Cervantes cruzar una arañita por el espejo? ¿Se le ha derribado el salero? ¿Ha zumbado en el cuarto en que trabaja algún gordo moscardón? El hecho grave que se produce es este: acaba de publicarse un falso Quijote. De un Quijote, que no es el Quijote que escucha, están hablando en el cuarto contiguo los dos bajeros.

El seudo Quijote ha llegado a manos de Cervantes cuando se disponía a escribir el capítulo LIX; Cervantes lo lee precipitadamente. ¿Por qué dice Cervantes, hablando del autor de ese libro, que escribe sin artículos? ¿Por qué dicen los cervantistas, aun los más depurados cervantistas, que falta artículo en la siguiente frase de Cervantes? «Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro...». No falta artículo en esta frase; con artículo no tendría el sentido que tiene. «Si salto de Alvarado dio el atleta...». «Si tropiezo de Escipión dio el guerrero...».

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Ha dicho un crítico, Paul Groussac, que, a partir del momento en que Cervantes se entera de la publicación del falso Quijote -estando en el capítulo LIX-, se advierte en la novela algún désarroi. En el diccionario manual de Littré, désarroi significa «desorden en las cosas, confusión». Expondremos dos casos de désarroi, recogidos al azar de nuestras lecturas. En el estudio que Joseph Bédier dedica a Gastón París, su antecesor en el Colegio de Francia, dice Bédier que la muerte de Gastón París causó désarroi en el mundo de los filólogos. En la Vie de Henri Brulard, autobiografía, capítulo XXIX, escribe Stendhal: «En el caso de mi timidez, de mi angustia, de mi désarroi, como se dice en Grenoble»... ¿Qué significado dan a désarroi en Grenoble, cuna de Stendhal? ¿Se habla el francés con pureza en el Delfinado? Y a lo que íbamos: ¿existe o no confusión en lo que resta por escribir en el Quijote? Quedan por escribir quince capítulos: algo de lo más bello, de lo más sereno, de lo más poético, profundamente poético, se contiene en esos capítulos. Pero la sinceridad ante todo. ¿Los ha escrito así Cervantes a causa del falso Quijote? ¿Los habría escrito de otro modo sin el falso Quijote? Estando Pereda en el último tercio de una de sus más hermosas novelas, Peñas arriba, ocurrió en la familia un suceso dolorosísimo. ¿Habría escrito Pereda del mismo modo, lo que le faltaba, sin ese hecho?



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ArribaAbajoPuntualizando

La actitud de Torres Villarroel en el asunto Avellaneda es esta: el Quijote de Cervantes es una de las obras «originales» con que contamos; nos la envidian los extranjeros. Los españoles la estimamos mucho; pero hemos de reconocer que a los extranjeros les agrada más que a los españoles. ¿Y tienen razón los extranjeros? ¿Tienen razón los españoles? El mérito del Quijote de Cervantes es indiscutible: en el género de «epopeya ridícula», es decir, como obra de humor, no se encuentra invención que pueda igualarla; no tiene parecido con la obra de Cervantes ninguna otra obra. Cervantes fue hombre de «maduro juicio y de fecunda imaginación». No diríamos hoy más en elogio de Cervantes. Posee variedad de lo verídico en su creación: «rico mineral de graciosa fantasía». En cuanto al estilo, hay que elogiarlo con sinceridad: «su estilo es claro, fácil, natural, desafectado». No se podrá decir más de un autor que admiremos. Puede ser contado Cervantes entre los príncipes del idioma.

Y después de hacer el elogio de Cervantes, entramos en el terreno de Avellaneda. ¿Cómo juzgará Torres Villarroel del Quijote de Avellaneda? No es fácil de encontrar el Quijote de Avellaneda; es un libro raro. Tal vez esa rareza proviene de que fue bien recibido cuando se publicó. Y no lo fue por su estilo «rudo». Tal vez también -pasamos al desvarío- es la causa de su rareza el haber destruido los ejemplares los amigos de Cervantes. Cabe preguntarle a Torres Villarroel: ¿qué amigos son esos? ¿Cuándo esos amigos procedieron a la destrucción? Torres Villarroel no ha podido ver, en consecuencia, más que una traducción del libro. Y por la traducción es por la que juzga el Quijote apócrifo. Habremos de añadir por nuestra cuenta que la traducción francesa que Torres Villarroel ha visto -y con Torres Villarroel los que aúpan este Quijote- es una traducción amañada, edulcorada. Sobre esa traducción juzgan algunos, en el siglo XVIII, el Quijote de Avellaneda. Lo prefieren al de Cervantes. ¿Hace lo mismo Torres Villarroel? No lo vemos: se limita Torres Villarroel a exponer las ideas de los apasionados franceses. Ya   —176→   hemos visto cuál es la opinión de Torres en cuanto al Quijote de Cervantes.

Continuemos: los avellanedistas franceses se inclinan a creer que el Sancho borde es más original que el cervantino; el de Cervantes es más afectado; se expresa como no se expresaría un hombre rústico. «Es cierto» -parece confirmar Torres Villarroel- que, como gobernador, los juicios de Sancho, el de Cervantes, «pudieran acreditar de sutil, juicioso y discreto a cualquiera». No vemos de qué modo, hasta ahora, Torres Villarroel da la preferencia a Avellaneda sobre Cervantes. Sigue Torres, exponiendo el parecer del traductor extranjero: el Sancho de Cervantes quiere ser gracioso siempre, y no lo es; el de Avellaneda lo es casi siempre sin quererlo. Por su parte, Cervantes, si Avellaneda le censura, también él censura a Avellaneda. No sabe Torres quién es el que ha dicho, en Francia, que uno y otro tienen razón en sus mutuos reproches. Y llegamos al final: Torres deplora que, por nuestra «incuria», se hayan perdido los ejemplares del Quijote delusorio. No es libro desdeñable: si en este Quijote el estilo está «menos castigado» que en el Quijote verdadero, no por eso «son menores las bellezas de invención». ¿Y qué podremos objetar a estos juicios de Torres Villarroel? El Quijote apócrifo es un libro curioso: lo que le falta, más que nada, es el tono de nobleza que tiene el verdadero Quijote. En una palabra: Cervantes es noble y Avellaneda, cominero; lo cual no quiere decir que las cominerías no sean curiosas.



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ArribaAbajo La cama

Vemos a Don Quijote acostado, sucesivamente, en su cama del pueblo, en una venta y en el palacio de los Duques. No tenemos descripción de la primera y la tercera cama; la tenemos de la segunda. Y la segunda, en un camaranchón, se compone de cuatro tablas sobre dos banquillos, con un colchón, unas sábanas y una frazada, o sea, cobertor peludo. En el siglo XVI encontramos, en Toledo, otra cama, en una casa casi desalojada, «casa robada», según modismo; la cama es también de bancos con un colchón y un alfamar, o sobrecama. Vive en esta casa un escudero, es decir, un hidalgo. Para Don Quijote en la venta unas horas. Sabemos cómo se come en España; sobre la alimentación española se han practicado informaciones y se han escrito excelentes libros. No es menos importante el dormir que el comer. ¿Se dormirá bien en la venta que nos pinta Cervantes? ¿Y por qué se ha de dormir mal? En ese camaracho, en las horas en que no haya mucha gente en la venta, en que no se produzca barbulla, no se dormirá con intranquilidad; nos rodea la llanura manchega; estamos cansados de caminar todo el día; hemos estado viendo, al salir, por la mañana, el campanario del pueblo a donde íbamos, y no hemos estado a su pie sino al cabo de dos, tres, cuatro horas; los carros caminan lentamente. Y este lento caminar nos produce una somnolencia, con cierta dulzura, que nos embota los sentidos. Al llegara la venta, pasado el pueblo del campanario, mucho más allá de tal pueblo, nos sentamos en la cocina y permanecemos absortos.

¿Dormir bien? ¿Dormir sin dormitivos, sin los dormitivos a que apelamos los ciudadanos cansados del tráfago ciudadano? Se duerme bien en un pajar; en el pajar pensamos en el difícil, casi imposible, imposible sin casi, que es, como dice el refrán, «deshacer cruces en un pajar». No debemos obstinarnos en lo absurdo. Nos lo dice este refrán y lo confirma otro: «Una aguja en un pajar, aquí la he perdido y aquí la he de hallar».

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¿Y no se duerme también con voluptuosidad en la trigaza de la era, cuando es tiempo de trilla? ¿Cómo no se ha de dormir bien, con dulzura, teniendo encima de nosotros la inmensa bóveda del cielo tachonado de lumbres eternales? El refranero nos ofrece también otras normas en cuanto al dormir: «la oreja, junto a la teja». ¿Y por qué hemos de dormir en alto, en todo lo alto de la casa? ¿Por qué a esas alturas no llega el estruendo, si lo hay, de la casa, del resto de la casa, y de la calle? ¿Por qué el aire es allí más puro? No comprendemos -hemos pensado mucho en ello- lo que nos aconseja otro refrán, cuando nos dice que pongamos la cama detrás de la puerta. ¿Por qué detrás de la puerta?

En el dormir existen particularidades nacionales: no es lo mismo estar tendido en una cama española que en una cama francesa: los españoles atendemos a sola la cabeza, y los franceses al busto. En la cama francesa un travesero va de una parte a otra; sobre ese travesero se coloca una cuadrada cabecera; en la cama española no contamos más que con la almohada en que apoyamos la cabeza; si no basta una almohada, ponemos dos. ¿Quién tiene razón? ¿La tienen los franceses o la tenemos nosotros? Cuando un español duerme en cama francesa, ¿es que los primeros días puede reposar como reposa en España? Que nos dejen el pajar o la trigaza en la era; a lo largo de la noche, en la era, percibimos, muellemente tendidos, la profundidad misteriosa de la Naturaleza en calma; en lo infinito del cielo fulgirán las estrellas; un perro, en la lejanía, latirá de tarde en tarde como despierto vigilante.



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ArribaAbajoPedro Alonso

Pedro Alonso viene del molino; viene de llevar una carga de trigo. ¿Y quién es Pedro Alonso? Pues Pedro Alonso es un vecino del mismo pueblo de Don Quijote. Al llegar a cierto punto del camino, se encuentra Pedro Alonso con algo que no esperaba: ve a Don Quijote tendido, maltrecho, en el suelo. Y, después de cambiar unas palabras con Don Quijote, lo coge y lo monta en su jumento; con Don Quijote se encamina al pueblo. Está anocheciendo; espera Pedro Alonso que se haga más noche y entra luego en el lugar. Comenzamos a entrar en lo incierto, en lo indeterminado y en lo inconcreto. Con Pedro Alonso estamos en todos los tiempos: en el suyo, que no sabemos con fijeza cuál sea, en el pasado y acaso en lo por venir. «Anochecía», dice Cervantes al hablar de este momento en que llegan al pueblo los dos personajes; aguardó Pedro Alonso «a que fuera algo más noche». Tenemos, con esto, que quedaba, sin duda, un residuo de día y no era aún noche cerrada.

Pedro Alonso no sabe nada de Don Quijote; es en el pueblo un vecino ajeno a todas estas cuestiones relacionadas con Don Quijote. No es amigo ni enemigo de Don Quijote; no es amigo ni enemigo de los amigos o enemigos de Don Quijote. Labra sus tierras y no se ocupa en otra cosa; vive en lo indeterminado, en lo inconcreto y en lo incierto. Ha ido al molino a llevar una carga de trigo. ¿A qué clase de molino ha ido Pedro Alonso? ¿Molino de agua o molino de viento? Si es de agua, ¿será propiamente de agua o será aceña? La carga de trigo, ¿es de cuatro, de tres fanegas, o, sencillamente, una carga indeterminada? El trigo que ha llevado al molino Pedro Alonso, ¿de qué clase es? ¿Candeal o rubión? ¿Y cuánto habrá de deducir de la carga para formar la maquila que se ha de entregar al molinero? ¿Es todo el trigo de Pedro Alonso o es una parte de algún vecino? Si destina el trigo a amasar pan, ¿qué clase de pan amasarán con el trigo de Pedro Alonso? En cuanto al tamaño y peso, ¿hogaza o doblero? En cuanto al color, ¿blanco o prieto? En cuanto a la calidad, ¿molletes o perruna? En cuanto a la forma, ¿con orejas o sin orejas? En   —180→   cuanto al primor, ¿pintado o sin pintar? ¿Lo sabe Pedro Alonso? ¿Lo sabemos nosotros? ¿Y no hemos dicho que Pedro Alonso es un personaje de todos los tiempos, un personaje inactual? Y siendo Pedro Alonso inactual, ¿cómo va a ser exclusivamente de estos tiempos, es decir, de los suyos? ¿No será un personaje que en su pueblo, en el pueblo de Don Quijote, esté al margen de todo lo que concierne a la vida del pueblo? ¿Y no tendrá su actitud relación con la actitud de Cervantes? ¿Se encuentra Cervantes en un terreno análogo al de Pedro Alonso?

Nos dice el propio Cervantes que Pedro Alonso, en este trance, ha tenido dos sentimientos capitales: admiración y pensamiento. Cuando Pedro Alonso ha visto en tierra a Don Quijote, se ha «admirado»; cuando lo llevaba al pueblo, iba «pensativo». Cervantes, a lo largo de su vida, se ha admirado de muchas cosas; ha pensado mucho también. Estas dos cualidades las tenemos asimismo todos los mortales; lo que no tenemos es la capacidad admirativa y cerebral de Cervantes. Y lo que nos falta también es el poder de estar en la actitud en que se encuentra Cervantes. ¿Actual o inactual? Toda su vida ha luchado Cervantes con una tema especialísima: el concepto de pobreza y el concepto de honra. ¿A cuánto se extiende la honra? ¿A cuánto se constriñe la pobreza? ¿Podemos o no admitir la conexión que Cervantes establece entre la pobreza y la honra? Cervantes tiene un sentido de la vida que no es el sentido que tienen sus dos protectores: un conde y un cardenal. ¿Cómo se gobernará Cervantes para no lastimar, con su sentido de la vida, a sus dos amparadores? Habrá de estar Cervantes, como Pedro Alonso, en lo indeterminado, en lo incierto, en lo inconcreto. Y esta actitud es precisamente la que hace de Cervantes un personaje de todos los tiempos: del pasado, del presente y de lo por venir. Esa actitud, delicada, prudente, es la que tuvo, en otro país y en tiempos borrascosos, otro Miguel: Miguel de Montaigne.



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ArribaAbajoLa biblioteca de Don Quijote

La biblioteca de Don Quijote es copiosa, curiosa, preciosa, valiosa. El número de «cuerpos» -hablemos a la antigua- no empece la calidad. Cuida Don Quijote su biblioteca: atiende a que sus libros no se rompan, no se manchen, no se desencuadernen, no se descabalen, no se carcoman. De todos estos siniestros, el más temible es el postrero. Decimos mal: se duda si es más temible para una biblioteca el insecto que horada los tomos en silencio, perseveradamente, o el prestatario que juzga propiedad definitiva lo que es solo gracioso préstamo. Don Quijote ha declarado guerra sin cuartel a los insectos destructores de libros; posee en su biblioteca libros que tratan de tal calamidad. Y esos libros, naturalmente, hay que librarlos, a su vez, de los insectos que ellos pretenden aniquilar. Ha gastado mucho numerario Don Quijote en la compra de libros: vendió majuelos, sembradío, olivares. De su afición a la caza, se olvida Don Quijote con la lectura; el hurón permanece en su garigola, el perdigón en su jaula. Siempre hurón y perdigón se encuentran recluidos, naturalmente; queremos decir que ahora, con los devaneos literarios de Don Quijote, se hallan inactivos, pigres, involuntariamente, harones sin quererlo.

¿Hemos olvidado al galgo corredor? De la holgazanería -sin culpa- hagamos también particionero o participante al galgo corredor. No dice Cervantes -rectifiquemos sobre la marcha- que Don Quijote tenga hurón atrevido y manso perdigón; ha sido, en nosotros, un lapsus que vamos a remediar. Y lo remediamos diciendo que si Don Quijote posee un galgo para correr liebres, ¿cómo no ha de poseer también un hurón para los conejos y un perdigón para las perdices, como los posee don Diego de Miranda?

Vayamos por nuestros pasos contados o, si se quiere, sin contar: Don Quijote ama sus libros; sobre este punto no cabe discusión. El día y la noche de Don Quijote son para los libros; le sorprende muchos días la aurora -la aurora con el   —182→   consabido rosicler- inclinado sobre un libro. ¿Tiene encuadernados todos sus libros Don Quijote? Fueron estos libros encuadernados en el momento en que podían ser, encuadernados. ¿Cómo en el momento en que podían ser encuadernados? ¿Acaso todos los libros no pueden ser encuadernados en el momento que se quiera? Sí y no; muchos sí y muchos no. Estos de Don Quijote desde luego que no.

Los ángeles de la tierra, de Pérez Escrich, por ejemplo, ¿cómo hubiera podido ser encuadernado antes de que se repartiesen todas las entregas y de que la obra quedara así cabal? Acabamos de citar uno de los autores predilectos de don Quijote. Merecen también su predilección -es de justicia añadirlo- don Ramón Ortega y Frías, con su Abelardo y Eloísa; Tárrago y Mateos, con su Carlos IV el Bondadoso; Ayguals de Izco, con María o la hija de un jornalero. Ayguals de Izco es el patriarca del entreguismo: Don Quijote pone sobre su cabeza, es un decir, María o la hija de un jornalero; libro europeo, libro fundamental en la entreguería. Otros autores de los que figuran en la biblioteca son: Julián Castellanos, Pedro Escamilla, el Vizconde de San Javier, San Martín, Florencio Luis Parreño, Luis de Val.

Hay en todo momento, en la historia de un pueblo, un cierto volumen de imaginación baldía, mostrenca, llega, como las tierras sin romper, que espera el beneficio, el cultivo. Ese volumen puede ser más o menos grande; pero la calidad de la imaginación es siempre igual. Con mayor o menor extensión y peso, la imaginación no varía. La calidad es siempre la misma; la misma en los libros de caballería que en las novelas por entrega. Lo que habría que examinar es el uso que en cada época se hace de tal volumen de imaginación. No supone menos imaginación María o la hija de un jornalero que el Amadís de Gaula: no es menos imaginativo Ayguals de Izco que Ordóñez de Montalvo. ¿Cómo se emplea el volumen de imaginación que nos corresponde? ¿Cómo se empleará mañana?



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ArribaAbajoLa novela de la inteligencia

Cervantes ha hecho, en una breve novela, la novela de los recuerdos. Y con esta novela, la del dolor. Y con esta novela, la de la inteligencia. Tomás Rueda, el protagonista de El licenciado Vidriera, representa, con los recuerdos de Cervantes, con los rasgos autobiográficos de Cervantes, el sentido de la inteligencia que tenía Cervantes. No ha escrito Cervantes una obra en que haya puesto más personalidad, su personalidad, que esta obra. Tomás Rueda hace sus estudios en Salamanca; estudia con afán Tomás Rueda. Pero los libros no lo son todo; es preciso ver la vida tal como es la vida. Tomás Rueda viaja; viaja por Europa. Visita a Italia, Flandes, Francia. No llega a París, porque París se encuentra entonces en armas; en realidad, porque Cervantes no ha estado en París y no podría, con recuerdos que no tiene, alimentar la figura de Tomás Rueda en París. Pero en los sitios en que ha estado Tomás, ha vivido con tanta intensidad como pudiera vivir en París.

En todos los sitios en que ha estado, ha observado con atención hombres y cosas. Ha estado, al hallarse en Italia, en el santuario de Loreto, como estuviera Montaigne. Cervantes rememora, con estos viajes de su personaje, sus estadas en Italia; con estas estadas, sus sensaciones de las «espléndidas comidas de las hostelerías». No todo es sensual en los viajes de Tomás Rueda; lo esencial para él es comprender, es decir, lo intelectual. Acabados sus viajes, ¿qué es lo que hará Tomás Rueda? ¿De qué le servirán sus caminatas en Europa? Vuelve nuestro personaje a la Patria; vuelve con una riqueza de conocimientos, con una experiencia, con un saber, que no tenía antes. Antes, con los libros no veía la vida como ahora la ve.

Pero la inteligencia es, ante todo, la comprensión: comprensión del dolor, comprensión de lo que nunca podremos conocer, comprensión del misterio del mundo. ¿Cómo un hombre como Tomás Rueda, que comprende el misterio de lo   —184→   que no podremos saber nunca, va a estar alegre, va a estar conforme con su vivir, va a estar tranquilo? Una ponzoña le hace perder el juicio. ¿Lo pierde o lo gana? ¿Ha ganado o ha perdido con el cambio? ¿Ha entrado en una cárcel o ha salido de ella? No ha perdido, en realidad, el juicio Tomás Rueda: ha agudizado el juicio. Con este accidente, Tomás puede enjuiciar la vida, el mundo, las cosas, como antes no podía enjuiciarlos. Y con su enajenamiento, si es que es enajenamiento, podrá olvidar el dolor de comprender; comprender y sentir el eterno secreto del Universo que no podemos explicar.

¿Cómo este decentamiento de Tomás no será para él un descanso? ¿Cómo no agradecerá, sin darse de ello cuenta, este olvido de todo, que el azar le depara? Con libertad habla; con libertad piensa. Exento está de sus antiguas preocupaciones Tomás Rueda. ¿Hay en Tomás algo, o mucho, de Cervantes? ¿Pone Cervantes en Tomás sus propios deseos, sus propias ansias de exención? Pero todo pasa; todo acaba. Tomás Rueda vuelve a su antiguo estado: la inteligencia torna a estar limitada; la limitación la impondrán las preocupaciones humanas. No volverá Tomás Rueda a tener un pensar tan libre como tenía antes. Comprender es sentir. ¿Y qué mayor dolor que comprender y sentir, como Tomás Rueda ahora, el misterio inescrutable del Universo? ¿Y qué mayor dolor que remembrarse, como Cervantes, de la vida pasada, de la juventud pasada, de los años pasados en Italia, con sus placeres sensuales y con sus placeres intelectuales, y no poder volver al pasado y no poder hacer que lo pretérito sea presente?



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ArribaAbajoLas tablas

Cervantes se siente atraído, irresistiblemente, por las tablas. Varias pueden ser las razones de la atracción que el teatro ejerce sobre Cervantes. La primera de todas, el deseo de gloria, de renombre. La segunda, el ansia de libertad. La tercera, la aspiración a un poquito de medro económico. De todas estas razones, la más poderosa nos parece que es la segunda. Cervantes es un espíritu libre: la vida libre se da en las tablas. El escenario, con todos sus accesorios, constituye un terreno neutral. Una cosa es la sala y otra el escenario. Decimos la sala y en la sala comprendemos el mundo. Todo es diverso en el escenario: la ética, la política, la historia, las costumbres, la estética. Y siendo todo distinto, todo incierto, la vida en las tablas ha de tener, en su incertidumbre, un sortilegio que no tiene la vida auténtica. La incertidumbre en la vida presta libertad a la vida. Como no sabemos qué nos va a suceder mañana, si es que de hoy estamos seguros, que no lo estamos tampoco, procedemos como si el minuto presente fuera eterno. Nos apresuramos a gozar de la realidad presente. Mañana ya veremos lo que hacemos. Y con tal norma en el vivir, que es en el fondo la norma de Cervantes, se impone, para la fruición de lo presente, la libertad. Afuera prejuicios y afuera temores. En la sala harán una cosa, y nosotros, a nuestro talante, haremos otra.

¿Y cómo no había de sentirse atraído Cervantes por esta manera de vivir? Esta manera de vivir era, no deliberada, sino instintiva. Y Cervantes, en este punto del instinto, es decir, de la Naturaleza, está con los actores, decidida, íntimamente. Y hay otra cosa que intensifica la atracción que Cervantes siente por las tablas: Cervantes es feminista; vive entre mujeres y los mejores tipos humanos que ha pintado son de mujeres. Y en el teatro, en el siglo XVII, las mujeres valen más que los hombres; las actrices son mejores que los actores. Naturalmente y lógicamente sucede esto en un siglo en que predominan las mujeres. Los hombres están un poco -o un mucho- cansados del gran esfuerzo hecho en el siglo anterior,   —186→   el siglo XVI. Diríase también que se sienten un tantico humillados. No hay por qué estarlo: se ha hecho lo que se ha podido. Y se ha hecho con dignidad y con decoro. Si hubiera un remusgo de humillación, aquí están ahora las mujeres para el remedio.

El siglo XVII es el siglo de los «estrados»: los almohadones puestos en el suelo, en que se sientan las damas, en la sala, en el estrado, superan a las sillas en que se sientan los hombres. Con este predominio de las mujeres, en un siglo en que los hombres se nos muestran rendidos, fatigados, cabizbajos, ¿cómo no han de sobresalir también en el teatro, en las tablas, las mujeres? La vida de en las tablas, en el siglo XVII, es tumultuosa y múltiple: hervor en el patio, en que están en pie los espectadores, y hervor en el escenario, en que viven el arte existencias inciertas y variadas. Cada una de estas mujeres tiene su destino y obedece a su estrella: Juana Bezón viene de París, con joyas y dinero; ha actuado en París largo tiempo; ha ido a París con una princesa española que se ha casado con el rey de Francia. Francisca Baltasara se retira a una ermita, media legua de Cartagena, cansada del tráfago intenso del teatro. Tal otra actriz profesa, también arrepisa, en un convento. Y, porque no falte nada, una de las más insignificantes actrices es bígama sin saberlo. Al pisar las tablas, como artistas, como amigos de los artistas, nuestra divisa -y la de los actores- debe ser esta: Nihil admirari; no nos admiremos, no nos conmovamos, no nos sorprendamos de nada.



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ArribaAbajoLa casa de Miranda

La casa de Miranda es bonita; lo dice todo el mundo; no podemos nosotros menos de asentir; asentimos, desde luego, con mucho gusto. ¿Y cómo nos describe Cervantes la casa de don Diego de Miranda? No nos da de la casa sino cuatro rasgos. Y no nos da más porque, en puridad, no puede darnos más. Y no puede darnos más porque el arte, en su tiempo, no lo permite. Las cosas, en tiempo de Cervantes, están subordinadas al hombre, y no a la par del hombre, como ahora están. Por lo tanto, las cosas no tienen importancia, o no la tienen en el grado en que ahora la tienen. Habrá de pesar mucho tiempo hasta que las cosas, las pobres y humildes cosas, entren en el arte y gocen de nuestra consideración. El arte, en los siglos pasados, es, en la novela, sobre todo, psicológico. Dentro de lo psicológico, domina la serenidad; es sereno el arte y es ecuánime el escritor, cuando es, como Cervantes, verdadero escritor. En un libro de los hermanos Goncourt, Idées et sensations, hemos leído este pensamiento: «La belleza del rostro, en lo antiguo, la daba la belleza de las líneas; la belleza en el rostro moderno es la fisonomía de la pasión. Tenemos monstruos como Lekain y Mirabeau». En este mismo libro encontramos otro pensamiento relativo a nuestro Don Quijote: «El hombre que tenga en su cara rasgos de Don Quijote, tendrá siempre algunos bellos rasgos en el alma». El primer pensamiento compendia el arte antiguo y el moderno. Las palabras de Cervantes, excusándonos de pintarnos la casa de Miranda, concurren a lo mismo que el pensamiento de los Goncourt.

Cervantes nos dice que el historiador arábigo, autor de la historia de Don Quijote, pinta con todas sus circunstancias la casa de Miranda; no la pinta Cervantes por creer que serían menudencias lo que hiciera. Serían menudencias y, además, «digresiones frías». Pero hoy sabemos que esas digresiones -pintura de las cosas- son el arte de un Galdós y un Baroja. Y que las menudencias no son tales menudencias, sino particularidades que asociamos al hombre, punto imperceptible en   —188→   el Universo; punto que está en el Universo rodeado de las cosas, influido por las cosas.

No desdeñamos, con esto, un arte que tiene su razón de ser en la pintura del hombre. Vemos hoy al hombre en la casa; estudiamos, por lo tanto, la casa. Si la casa de Miranda es bonita, procuraremos saber cómo es la casa de Miranda y lo que hay en su ámbito. Cuando Zabaleta, en 1660, quiere describirnos un estrado, sala de una casa, no hace más que darnos, como Cervantes, cuatro rasgos: un recibimiento; luego, una sala con un brasero de plata, sin lumbre, con bufetes y sillas; después, otra sala con otro brasero de ébano y marfil, con lumbre. Y poco más.

La casa ha sido, a lo largo del tiempo, estudiada. Desaparece, modernamente, la casa antigua; la sustituye la casa moderna en que todo son anchos vanos acristalados; en la casa moderna hay luz, mucha luz, aireación, mucha aireación, higiene, mucha higiene. Pero en la casa antigua había algo que no existe en la moderna: misterio. La sensación del misterio la teníamos en las moradas antiguas; nos la daban la profundidad de la casa; sus salitas retiradas y acaso penumbrosas; sus cuartitos empanados; sus galerías; sus patios interiores; sus desvanes o camaranchones. Y existía en esas casas una concordancia perfecta entre la vivienda y el modo de vida de los tiempos antiguos; una vida que no era febril, precipitada, atropellada, como la presente, sino que daba espacio a lo que más distingue a un humano de otro ser inferior en la escala zoológica: la meditación. Y la meditación en uno de esos cuartitos profundos, o en una de esas galerías en que, de pechos en el barandal, vemos a lo lejos, en el cielo azul, pasar las nubes.



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ArribaAbajoOrtega y Don Quijote

Ortega, en El Escorial, en 1914, dialogando con don Quijote, meditando con Don Quijote, devaneando con Don Quijote, se esfuerza en convencer a Don Quijote de que está cuerdo; Don Quijote, por su parte, como si estuviera cuerdo, con la misma lógica que si estuviera cuerdo, se obstina en sostener que él, Don Quijote, está loco. Por más que divaguen, barzoneen, zanqueen, por el bosque, dialogando, discutiendo, no llegan a un acuerdo. Ortega insiste en la cordura de Don Quijote; Don Quijote insiste en su propia locura. ¿Y para qué quiere Ortega que Don Quijote, estando loco, esté cuerdo? ¿Y para qué se empeña Don Quijote, estando cuerdo, en bravear de loco? Se ha de llegar, es preciso que se llegue, a un terreno neutro para desde él -o en él- comenzar el examen de las cosas y de la vida. Y ese terreno neutral es este: las proporciones; las proporciones, en abstracto, por lo pronto, para aplicarlas después a todo: a las cosas, a la vida, a la cultura, a la historia, al Mediterráneo -simbólicamente, al Mediterráneo-, al pasado, al presente, a la erudición. Si se lee el libro de Ortega, publicado en ese año de 1914, se advierte que todo, para Ortega, en ese momento y en El Escorial es una cuestión de proporciones. ¿Cuánto más allá? ¿Cuánto más acá? ¿Dónde principia el bosque? ¿En qué punto acaba? Hay libros que envejecen y libros que reverdecen; este de Ortega -las Meditaciones del Quijote- es uno de los felices libros que retoñan. Tan lozano, o más, está ahora que el primer día. El prólogo es uno de los fragmentos de prosa más tersa que haya escrito Ortega. Como a través de un cendal delicadísimo, vemos la figura de Don Quijote, en este libro; está lejano y está próximo; es corpóreo y es incorpóreo. El caballero que imagina Ortega ver sentado en una piedra y que se levanta al acercarse Ortega para sentarse más lejos, ¿es Don Quijote? ¿Es Don Quijote, hincados los codos en los muslos, puesta la cabeza en las manos, meditando como medita el propio Ortega?

El pasado y el presente están sujetos a las proporciones. No pueden menos de estarlo. ¿Qué es el pasado? Cuestión   —190→   capital; cuestión en que podrán estar de acuerdo -o no estarlo- Ortega y Don Quijote. ¿Qué proporciones tiene el pasado? ¿Cuáles son sus dimensiones? ¿Cuáles sus limitaciones? De todas estas preguntas, tal vez la última sea la más trascendental para Ortega; para Ortega, para Don Quijote y para todos. Pero Don Quijote no quiere ser cuerdo, a pesar de la dialéctica de Ortega: no podrá haber discusión; sí la hay, será una discusión infecunda. Provisionalmente, Ortega nos dirá que el pasado implica una cuestión «de las más delicadas». No hablemos de política. No nos constriñamos a la política. Hablemos del pasado en términos generales. Y Ortega añade estas palabras -finas y profundas- que debemos meditar: «El reaccionarismo radical no se caracteriza, en última instancia, por su desamor a la modernidad, sino por la manera de tratar el pasado». Don Quijote vive en el pasado. ¿Cuál es ese pasado? ¿Cómo interpretar ese pasado? ¿Se podrá compadecer el pasado de Don Quijote con el pasado de Ortega? ¿Y por qué han de ser incompatibles los dos conceptos? ¿Y más, mucho más, que conceptos, las dos sensibilidades en esos conceptos ínsitas? Por lo pronto, Don Quijote y Ortega llegan a un punto de confluencia: el comprender y el saber. Saber -nos dice Ortega- no es comprender; se saben muchas cosas y no se comprenden. ¿Se comprende a sí mismo don Quijote? Esta, en definitiva, es la gran cuestión: para resolverla -o, al menos, aclararla- nos servirá de mucho este libro de Ortega, las Meditaciones del Quijote, que, publicado hace años, ahora reverdece.



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ArribaAbajoEn el umbral

Cervantes pone el pie en el umbral a los veintiún años: va a entrar en la vida literaria. Posiblemente Cervantes ha escrito con anterioridad algunas poesías, muchas poesías. No entra sino ahora, de un modo solemne, en la labor de las letras. Ha muerto una reina: Isabel de Valois, llamada Isabel de la Paz. Cervantes escribe, invitado a ello, en representación de otros elementos, varias poesías elegíacas. ¿Y son aceptables o inaceptables estas poesías de Cervantes? ¿Es Cervantes sí o no poeta? Las poesías elegíacas de Cervantes son delicadas; Cervantes tiene siempre, indefectiblemente, la nota de delicadeza. Hay algo siempre en Cervantes que le distingue de lo vulgar. Ya en la primera de estas poesías tiene Cervantes una frase feliz, compendio de toda política: Isabel de Valois vino de Francia a «concordar lo diferente». Con su boda en España se afianzó la paz. Se ha dicho que entraba en el destino de Cervantes el comenzar su vida, vida literaria, con una elegía; quien había de lamentar tanto a lo largo de su vida, necesario era que comenzara a vivir, literariamente, lamentando también. Y en el curso de las demás poesías no faltan los rasgos felices, delicados.

Una de estas poesías es un largo poema; aquí es donde el poeta se explaya. Cervantes, desde este primer momento, es Cervantes. «A do la cierra, Dios abre puerta». No perdamos nunca la esperanza; si una ocasión no se nos logra, se nos logrará otra. ¿Y quién ha dicho de Felipe II, marido de Isabel de Valois, lo que ha dicho Cervantes? Mucho se ha escrito sobre el monarca; nada comparable a estas pocas palabras de Cervantes. Llama Cervantes a Felipe II «el gran señor del ancho suelo hispano». No podía faltar en una elegía el sentido de lo inconstante. Todo en el Mundo está sujeto a la mudanza; todo se muda y todo se cambia. No confiemos en la seguridad de nuestra suerte. «Cuando más favorable el mundo sea - cuando nos ría el bien todo delante - , y venga al corazón lo que desea - tiénese de esperar que un instante - dará con ello la fortuna en tierra - ,que no fue ni será jamás constante». Pero la desesperanza no es condición de Cervantes;   —192→   junto a ese tópico -puesto que no es más que un tópico- encontramos, como final, la nota alentadora. Presidente del Consejo de Castilla es el Cardenal Espinosa; con esta alta personalidad y con el rey, bien puede estar segura España. «De hoy más deje del llanto la fiereza - el afligida España, levantando - con verde lauro ornada la cabeza».

Curiosa es la poesía de las coronas poéticas; tanto si la corona es fausta como si es infausta. Fausto era el motivo que, en 1865, reunió, en un librito limpiamente, impreso por Rivadeneyra, sesenta o setenta ingenios. Cuando Cervantes pone el pie en el umbral, podría preguntarse: ¿Quién es Cervantes? ¿Qué podrá hacer en la vida este mozo desconocido? En la corona de 1865, también hay poetas desconocidos; no han medrado. Ha medrado -y no será desconocido- Don Juan Valera. Sobresale Valera en esta grey poética. Si Cervantes acaba por darnos la nota consoladora, Valera concluye también su poesía por prestarnos aliento. Y lo hace después de advertirnos que todo huye y nada torna. «No repite sus obras el destino». El tiempo -«el tiempo volador»- se lo lleva todo. «Y a las naciones -con otros pensamientos, y pasiones-, a un porvenir inexplorado guía». Pongamos, pues, la vista, repite Valera, «en el gran porvenir inexplorado». Hay un fondo de humanidad en Cervantes y hay un fondo de humanidad en Valera.



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ArribaAbajoGazpachos

Cuando Sancho sale de la ínsula, poco menos que de estampía, nos hace algunas confesiones: nos dice, por ejemplo, que él prefiere hartarse de gazpachos, que comer todas las gollerías que pudieran darle en la ínsula. Los gazpachos son un guiso popular y delicado. Si Sancha nos dijese que prefería comer ostras de Marennes y trufas de Perigord, no diría más, en punto a exquisiteces, que lo ambicionado en su confesión. Sería curioso el escribir la historia de las aventuras de los gazpachos en los diccionarios. ¿Gazpacho o gazpachos? ¿Singular o plural? Los gazpachos son un guiso que nos sirve, como otros guisos, para determinar la idiosincrasia de las regiones españolas. Cuando se dice en Madrid gazpachos, como se escribe en el Quijote, ¿qué es lo que el madrileño entiende por gazpachos? Y si en la Mancha y Levante se habla de gazpacho, ¿qué se entenderá por este concepto? ¿Servirá ese solo vocablo para concretar el carácter de Cervantes? ¿No se inclinará Cervantes, por solo ese vocablo, tanto a la Mancha como a Levante, países en que son populares los gazpachos? Hay matices en nuestro idioma que tal vez no han sido todavía bien estudiados; matices como este de gazpachos y gazpacho, como los de cuidado y cuidados, como los de trabajo y trabajos, que entrañan una profunda psicología.

¿Y qué son, en fin de cuentas, los gazpachos? Hay que distinguir entre gazpachos montaraces y gazpachos caseros, entre gazpachos ricos y gazpachos pobres, más propiamente llamados gazpachos «viudos». Los «ricos» son con pollo, o perdices, o conejo, o liebre; los «viudos» son con collejas. Y, como sucede con el arroz, los exquisitos son los pobres; en el arroz, los arroces pobres de patatas, o de garbanzos, o de judías verdes.

Los gazpachos montaraces son los que guisan los pastores en el monte. Y para guisar los gazpachos se necesita, lo primero, el amasar unas tortas adecuadas. Se amasan -amasan e hiñen- en una piel de cabra, que sirve de amasadera; lo que   —194→   se amasa son dos tortas de un dedo de grosor; la masa ha de ser cenceña, es decir, sin levadura. Y cuando tengamos las dos tortas, las pondremos entre dos fuegos, con rescoldo por araba y rescoldo por abajo. Y cuando se haya efectuado la cochura, sacudiremos las tortas para limpiarlas de ceniza, y desmenuzaremos una de ellas; la otra hemos de utilizarla como fuente en que se sirve el manjar. Con lo despizcado procederemos al guiso. En este punto dejamos de acompañar a los guisanderos; no tenemos conocimientos, digamos técnicos, para ir siguiendo todas las delicadas operaciones que los gazpachos requieren. Sí insistimos que en ningún restaurante, aun en los más fastuosos restaurantes de los contornos de la Magdalena, allá en París, podrían ofrecernos manjar más suculento y delicado que los gazpachos montaraces, y aun los caseros. No siempre nos será dable el comer los gazpachos en las quiebras de una montaña; contentémonos -y ya es mucho- con saborearlos, y saborearnos, en un comedor claro, con manteles limpios y grata compañía. Sancho nos acompañará también; con Sancho deseemos, en este yantar, en que los gazpachos son el plato único, o casi único, que los gazpachos mejoren de suerte en los diccionarios. Único decimos que suele ser el plato de gazpachos, porque ¿quién come más, habiéndose repapilado de gazpachos? ¿Quién tendrá más ganas de comer otra cosa? Si acaso -o sin acaso-, unas aceitunas, bien sean adobadas, o sin adobar, secas, con una pizca de sal, como las que comen los peregrinos alemanes en el Quijote, y las que comen -según me comunican- los vecinos de un pueblo de Aragón, y suponemos que los vecinos de más pueblos de tierra aragonesa. Y con esto rectifico una especie expuesta en alguno de estos comentarios cervantinos.



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ArribaAbajoCervantes, social

¿Qué influencia social puede haber tenido Cervantes? ¿Cuál es el significado del cervantismo? ¿Tiene en Europa el cervantismo un equivalente? ¿Puede ser ese equivalente, en cierta medida, de cierto modo, el molierismo? Cervantes representa el individualismo, un fuerte individualismo, el individualismo de Don Quijote; Cervantes representa una fuerte personalidad, que actúa libremente en el campo, a cielo descubierto. Y el individualismo cervantino se muestra en el Quijote, tanto o más -desde luego- que en los hombres y en las mujeres. Un crítico francés ha dicho que si cambiáramos el título a las obras clásicas, cambiaría también el concepto que tenemos de esas obras. Y pone curiosos ejemplos. Pongamos nosotros alguno con relación a España: La vida es sueño sería Una broma de Palacio; Fuenteovejuna, Todos contra uno o cualquiera vence así; El alcalde de Zalamea, Una alcaldada en Zalamea. (No olvidemos, en primer lugar, que el alcalde, Pedro Crespo, no tiene jurisdicción sobre el capitán don Álvaro de Ataide; en segundo lugar, que el delito que se imputa al capitán, o delito amatorio, no puede ser castigado con la más infamante de las penas, con el garrote vil; en tercer lugar, consideremos que ese es un delito reparable, y que en esta ocasión hubiera sido reparado a las pocas horas, cuando llega el general.) ¿Y cuál sería el título del Quijote? Un hombre y varias mujeres. Si en el Quijote predominan las mujeres, en el siglo siguiente van a predominar en la vida social.

En el siglo XVIII, el individualismo se manifiesta representado en la familia; el individuo, reducido su dominio, con la retirada de España en Europa, entra en la familia y en la familia domina. El siglo XVIII es el siglo de los conflictos familiares: todas las obras de Moratín tienen por asunto un conflicto familiar; incluso la obra que parece más ajena a tales asuntos: El Café. Y lo más curioso de todo: aparece en el siglo XVIII un sentimiento que era desconocido en los siglos anteriores, en que el concepto del honor se condensa en casos terribles: aparece el galanteo, galanteo lícito, por supuesto,   —196→   a la mujer casada: eso es lo que significa el cortejo. Y eso es lo que se expresa en La oposición a cortejo, de don Ramón de la Cruz, en que se define tal costumbre. Uno de los personajes, una mujer por cierto, dice, hablando de la fidelidad al marido: «Ese cuento al principio de este siglo creo que lo recogieron». Don Ramón de la Cruz pinta, ante todo, la clase media; es un pintor, si no exclusivo de la clase media, sí principal y dilectísimo. Y también es muy significativo, para el estudio del carácter del siglo, el considerar que es la aristocracia la que muestra sumo interés, extraordinario interés, por las pinturas que hace Cruz, pinturas que son, las de la clase media, como decimos, en primer lugar; es decir, que consciente o inconscientemente -más bien lo segundo que lo primero-, la aristocracia se toma interés por la clase que ha asumido el poder en el siglo siguiente, el XIX, y ha de sustituir a la propia aristocracia en las funciones sociales.

En la lista de los suscriptores a las Obras Completas de Cruz, figuran los primeros alistados desde el año 1784, «antes de dar el primer paso para la impresión», los siguientes suscriptores: Condesa-Duquesa de Benavente (viuda), Duquesa de Osuna, Condesa de Benavente, Marquesa de Peñafiel, Duquesa de Santisteban del Puerto, Conde de Benavente, Marqués de Peñafiel, Conde de Fernán Núñez, Duque de Alba, Duque de Granada, Duque de Híjar, Conde de Miranda, Conde de Floridablanca, Duque de Almodóvar. El siglo termina, o casi termina, con el primer drama romántico, un drama familiar, drama de fatalidad y desesperación, estrenado en 1790: El viejo y la niña, de Moratín.



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ArribaAbajoEl palacio ducal

El palacio ducal -el que nos presenta Cervantes en el Quijote- se encuentra en tierra española: en tierra aragonesa. Está no lejos de un río; le cerca un jardín. Y no sabemos más en concreto; suponemos que, como en todos los palacios, hay lo que en todos los palacios: salones, salitas, antecámaras, cámaras, recámaras, corredores, galerías, patios interiores, comedor grande, comedor de diario, mucho más chico que el grande, cocinas, despensa, tinelo para la servidumbre, en fin, dependencias de toda suerte. ¿Y qué es lo que podremos ver en la mansión ducal que no veamos en cualquier mansión ducal extranjera? ¿Qué diferencia habrá entre este palacio y otro palacio erigido en Italia, en Francia, en Inglaterra? ¿Cómo diferenciaremos este palacio de otro palacio en que nos encontremos cuando nos hallemos, por ejemplo, orillas del Loira, en la Turania? Podrá ser este palacio, riberas del Loira, otro «castillo», un castillo más, entre los demás castillos. Si de la fábrica ducal pasamos a sus habitadores, nos encontraremos con el mismo equívoco: no advertiremos en el palacio que nos ofrece Cervantes ningún hecho diferencial, digámoslo así, respecto a otros habitadores de otros palacios extranjeros.

Hemos convivido una temporada en este palacio, con las gentes que en sus ámbitos moran y no acertamos a definir, con rasgos que no cuadren a los moradores de un palacio extranjero, a estos moradores. Lo que encontramos aquí, entre los personajes altos y bajos, es lo propio que encontramos en otros personajes de extranjía. Precisemos todavía más que antes, cuando hemos hablado del hecho diferencial, cuando hemos hablado de este hecho con un poquitín de pedantería no existe en este palacio, en la vida diaria de este palacio, en la urdimbre menuda de sus hechos cotidianos, ningún acto que pueda prestarse a la disidencia. ¿Sobre qué vamos a disentir de toda esta gente? ¿Qué motivos nos darán para la oposición? Aquí están los duques, el mayordomo, doña Rodríguez, Altisidora, el lacayo gascón, las dueñas, los pajes... Se levantan, viven durante el día entregados a sus respectivos   —198→   destinos, se acuestan, cuando llega el momento, y duermen bien o mal. ¿En qué podremos encontrar motivo para no ser como ellos? Lo que advertimos en toda esta vida ducal cotidiana es un afán de entretenimiento; no queremos decir de diversión; un propósito de inhibirse de ideologías perturbadoras. Se vive aquí en entrega a la Naturaleza; podríamos añadir, que al instinto; un instinto que les impulsa a todos. ¿Y qué diferencia habrá entre el instinto que guía a don Quijote y este instinto de los moradores del palacio?

De un pueblo manchego sale un señor dispuesto a correr aventuras; sale de su casa y no vuelve a acordarse más de ella; Sancho escribe a su familia desde la ínsula Barataria; Don Quijote escribe a Sancho, en la ínsula Barataria. No pone siquiera dos letras Don Quijote a los suyos. Ha salido de casa para hacer la vida libre; no reconocerá a nadie como sofrenador de sus deseos. Y hace la vida libre entregado a la Naturaleza. Dos conceptos, por lo tanto, dominan a Don Quijote: libertad y Naturaleza. Pero Don Quijote se entrega con exceso a sus deseos; lo que podremos reprochar en él es su excesividad. Exceso combatir contra unos gigantes, contra unos ejércitos, contra unos yangüeses, contra otras muchas gentes enormemente superiores a sus fuerzas. Y será preciso llegar al palacio ducal para que el equilibrio se restablezca todo en el palacio es mesurado, equilibrado; todas las aventuras son de buen gusto, elegantes, sin demasías. Solo el pateamiento, por causas que no se han podido prever, tiene una excesividad lamentable. Con este restablecimiento del equilibrio en el palacio ducal, nos encontramos con que una fuerza aristocrática, inteligente, reguladora, ha sido la que, sobreponiéndose a la Naturaleza, podrá hacer que la Naturaleza sea humana, fecunda.



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ArribaAbajoCervantes y la soledad

Cervantes siente el ansia de soledad. Lo de menos es que Cervantes lleve a Don Quijote a un paraje de soledad, en una montaña; lo demás es que Cervantes concuerda el concepto de silencio con el adjetivo «maravilloso», y que al mentar la quietud le adjudique igual adjetivo. Cervantes es hombre de camino y de mesones: ha viajado mucho y ha sentido mucho. Y quien siente mucho es amigo de la soledad; quien ha frecuentado mucho los hombres, llega un momento en que ansía estar sin los hombres. No hay artista que no ambicione la soledad. Pero cuando se habla de soledad, cabe preguntar, ¿qué soledad? Si hablamos del vino, preguntaremos, ¿qué clase de vino? Si hablamos de tejidos de seda, preguntaremos, ¿qué clase de tejidos? Hay muchas clases de soledad; hay en España diversas soledades; las habrá en lo demás países. ¿Las habrá como las soledades de España? La extrema soledad la representa la vida del trapense; existe también la soledad del cartujo. Los cartujos viven solitarios en su casita; los trapenses no tienen casa en que vivir aislados; viven en compañía; duermen en lechos separados por solo una cortina. Y esa soledad, que es soledad y no lo es, constituye la mayor soledad. A nuestro lado, sintiendo con nosotros, morando con nosotros, hay un ser humano con el que podríamos establecer comunicación; lo estamos viendo y lo estamos sintiendo. Y, sin embargo, no podemos establecerla. Y algo que es más pungente: necesitamos soledad, la necesitamos de un modo absoluto; hay momentos en que es preciso que nos aislemos enteramente; nos desplace ver a un semejante nuestro; estamos tan desabridos, tan descontentos, de los demás y de nosotros, que hasta el recuerdo del ser humano nos acongoja. Y, sin embargo, allí, junto a nosotros, en momentos de meditación, de abstracción, tenemos el semejante nuestro, del cual no podemos apartarnos.

¿Cuántas veces habrá pensado Cervantes en la clase de soledad que él ambicionaba? ¿La soledad en Sierra Morena, en los entresijos de Sierra Morena? ¿La soledad en una casa de campo donde tuviera los confortes de la ciudad? ¿La   —200→   soledad en la misma ciudad, en Madrid, sin las oficiosidades de estas buenas mujeres con quien él vive y de quienes no podría prescindir? ¿La soledad en el mar; soledad que rememora Cervantes como sensaciones de juventud pasada?

En una isla perdida, ignorada, ha encontrado un náufrago la absoluta soledad que no ansiaba él, pero que acaso ansía un frenético de soledad. La absoluta soledad encontró en un faro, un faro que se internaba en el mar, otro ambicioso de soledad: Alfonso Daudet. Descontando la soledad en la isla, ¿habrá más entera soledad que esta del faro? Y es que la soledad de la isla, ¿es más intensa que la del faro? En la isla, zanqueando, barzoneando, podemos olvidar nuestra persona; en el faro, habremos de estar contentamente con nosotros mismos. Marcela, en el Quijote, es en cierto modo un trasunto de Cervantes; de los deseos de Cervantes. Se entrega a la soledad. ¿Se hubiera entregado a la soledad de la isla? ¿Y a la del faro? En España, en tiempos de Cervantes, tiene la soledad una intensión, un sabor, una gravidez, que no tiene en el resto de Europa. Diez millones de habitantes se hallan esparcidos en una superficie de 492.230 kilómetros cuadrados. ¿Qué sería entonces un viaje? ¿Qué, vivir en el campo? ¿Qué, morar en una vieja ciudad, recluido en un caserón, escuchando, en el denso silencio, el desgrane de las campanadas en la torre de la catedral? ¿Y cómo no se habría de juntar, con la sensación de soledad, la sensación de silencio? ¿Y con la del silencio, la sensación de la luz y el calor? ¿Y con la de la luz y el calor, la del más leve sonido? ¿Y con el sonido, la olfacción; la olfacción de la flor, de la fruta, del vino, del cuero, de un vellón de lana, de un almud de trigo, de una panilla de aceite?



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