Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  —201→  

ArribaAbajoCervantes y los moriscos

Con Ricote el morisco, nos encontramos a gusto. Nadie más cordial, más inteligente y más simpático. Vive Ricote, con su familia, en un pueblecito manchego. No cesa de trabajar; no cesa de allegar; no cesa de idear. Con este su afán cotidiano, ha hecho Ricote una fortuna; no se podría decir de él que no tiene «gato». ¡Vaya si lo tiene! Pero como se suena algo que le intranquiliza, Ricote ha enterrado este tesoro en un campo próximo al pueblo. Después de la expulsión, volverá para llevárselo. Tiene Ricote mujer e hijos; entre estos vástagos suyos se encuentra una preciosa muchacha Ana Félix. Nunca Cervantes ha pintado una mujer como esta; no tiene pero Ana Félix; no podríamos encontrar en su persona algo que sea ambiguo, equívoco, como en otras mujeres de Cervantes. Y si los moriscos son lanzados de España, ¿qué será de Ana Félix? ¿Adónde irá Ana Félix? Los demás miembros de la familia nos preocupan; no tanto, no con tanta intensidad, no con tanto afecto, como Ana Félix. Y de esta opinión son los vecinos del pueblo, puesto que cuando el trance fatal llega no dejan un momento a Ana Félix; no la abandonan, rodeándola de cariño, de tiernas solicitudes. Un mayorazgo de un lugar próximo al pueblo está enamorado de Ana; la acompaña también. La besan y tornan a besarla sus amigas; derraman todos lágrimas.

La familia va a África; Ricote marcha al extranjero, aquí en Europa; en alguna parte de Europa encontrará Ricote hospitalidad para los suyos. Ricote, con toda su cordialidad, con toda curiosidad natural, visita algunas naciones europeas ha estado en Italia, en Francia, en Alemania; lo ha registrado y observado todo. En Alemania acaba por establecerse. Aquí traerá desde África a su familia. Y se establece en Alemania, porque en esta nación no reparan en «delicadezas»; quiere decir Ricote que no son sus habitantes rigoristas. El más esencial de los derechos que hoy llamamos «inalienables» lo tienen ya en Alemania.

¿Y de qué modo, siendo Ricote como es, puede hacer un cálido elogio, un fervoroso elogio, un entusiasta elogio, del   —202→   decreto expulsorio? ¿Cómo puede hablar en términos tan exaltados, con exaltación de loanza, de don Bernardino de Velasco, ejecutor de la expulsión? ¿Y por qué esos elogios no los hace Cervantes? ¿No advertiremos que toda la psicología de Ricote está en pugna con tal loanza exaltada? ¿Cómo concertaremos esta comprensión europea, esta admiración europea de Ricote con la intolerancia, la intransigencia, la dureza, la crueldad que la expulsión supone? ¿A quién convenceremos de que Ricote, de regreso de Alemania, donde se piensa como se quiera, va a pensar -y con fervor delirante- en el tal y tan famoso don Bernardino? Si piensa, no será para el encarecimiento. Cervantes se esquiva. ¿Lo podemos decir? Cervantes, ¿no tendrá nada que agradecer a quienes en África, durante su cautiverio, han tenido para él, en trances en que la pena de muerte era ineluctable, lenidad y olvido? Y la misma simpatía con que retrata a Ricote, ¿no es un indicio de que su pensamiento está en otra parte y no en la aprobación del decreto extirpatorio? ¿Cómo, llevando en el fondo del espíritu acrimonia contra los moriscos, se puede pintar a unos moriscos en forma tan cordial? Ana Félix corre aventuras en las que se muestra resuelta, valerosa. Su padre, Ricote, se porta espléndidamente en el rescate de su futuro yerno. Ofrece -dice Cervantes- «más de dos mil ducados que en perlas y joyas tenía».



  —203→  

ArribaAbajoLos comentadores

¿Quién ha sido el fundador, el inventor, del ocultismo? ¿A quién debemos considerar como el padre del interpretacionismo? Sin duda -o con duda- don Nicolás Díaz de Benjumea ha sido quien ha echado los fundamentos al ocultismo. Y al crear el ocultismo, ha creado también el ambiente y los procedimientos preparatorios del interpretacionismo. Cosa fatal había de ser que quien ha originado el interpretacionismo, en punto a doctrina cervántica, fuera él materia de interpretación. En 1877, cuando el Ayuntamiento de Sevilla quiso rendir un homenaje a Díaz de Benjumea, surgió la interpretación. Díaz de Benjumea era sevillano; vivía en Londres. El Ayuntamiento de Sevilla discutió si, al rendir el homenaje y tener el Díaz de Benjumea que contestar al Ayuntamiento, podría estar o no sentado Díaz de Benjumea entre los concejales, en el mismo estrado de los concejales. Hubo pareceres diversos, encontrados; al fin, la prudencia y la magnanimidad aconsejaron que se comenzara por hacer a Díaz de Benjumea el honor de concederle asiento entre los ediles.

En la obra de Díaz de Benjumea hay de todo: se puede aceptar esto y se puede rechazar lo otro. En el Quijote hay dos sentidos: uno literal y otro subliteral. Este último constituye propiamente el ocultismo. Se ha comenzado, en la interpretación del Quijote, por escudriñar el sentido oculto y se ha acabado por llegar a una interpretación fina, delicada, perspicaz, del texto del Quijote. ¿Hay o no resonancias de Erasmo en el Quijote? ¿Hay o no alusiones a cosas y personas del tiempo de Cervantes? Los comentadores del Quijote pueden clasificarse en tres grandes categorías: los filosóficos, los literarios y los psicólogos. En todos estos terrenos se han hecho primores en cuanto a la interpretación del Quijote. Destaquemos El Pensamiento de Cervantes, de Américo Castro.

Don Juan Valera se impacientaba un tantico ante los libros de Díaz de Benjumea; no podía admitir sin reservas el ocultismo del fundador del sistema. Y, sin embargo, Valera, en algunos momentos, ha sido también algo ocultista. ¿Y quién no lo será? ¿Quién no lo será en alguna medida? ¿No debemos,   —204→   con todo, guardamos de los excesos? Cuando Díaz de Benjumea nos dice que el soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II, en Sevilla, es un soneto que responde a los agravios que Cervantes tenía con Felipe II, ¿aventura un desatino o está un poco, o un mucho, en lo cierto? ¿No ha abundado en lo mismo el autor de estas líneas? ¿No ha calificado ese soneto de «esperpéntico»? Agravios de tal índole tenía Cervantes; o, por lo menos, tenía motivos para tener agravios. ¿Pondremos ese soneto en el acervo del ocultismo? Y si recurrimos a una comparación para poder encontrar alguna luz, ¿es que no llegaremos en este punto a la certeza?

Vayamos a otro soneto: un soneto del amigo y enemigo de Cervantes; amigo o enemigo, según caigan las pesas: Lope de Vega. Lope tiene un soneto dedicado a San Martín. Al hablar de San Martín se impone hablar de su capa. Y, al hablar de la capa de San Martín, se impone igualmente -si es Lope quien habla- hablar de la capa de José. ¿Encontraremos que, tratándose de Lope, a los cincuenta y tres años, cuando publica ese soneto, en 1614, era necesario, fatal, ineludible, el que se hablara de la capa de José? Dados los antecedentes, y los hábitos, y las proclividades de Lope, ¿no había de surgir, en este trance, la capa de José? Y lo más importante, lo más grave, lo más trascendental, tratándose siempre de Lope, ¿cuál de las dos capas será para Lope la preferida? «¿Cuál será de estas dos la más preciosa?» -pregunta el mismo Lope-. La de San Martín será «la más bella», afirma el poeta. Pero no nos fiemos; no podemos fiarnos nunca de Lope. Aunque la capa de San Martín es la más bella, como acaba de decirnos Lope, es, sin embargo, la de José, con ser hermosa también, la más meritoria. ¿Entendemos lo que nos está diciendo Lope? ¿No vemos en este soneto la calidad del poeta?



  —205→  

ArribaAbajoSu casillero

¿En qué casilla del casillero colocaremos a Don Quijote? El castellano es rico en denominaciones para designar la irregularidad mental: loco, orate, enajenado, decentado, lunático, venático, vesánico, opinativo u opinátivo, dementado, afilosofado, temático, obseso, maniático, maníaco, melancólico. No sabemos en cuál de estas casillas poner a nuestro personaje. ¿Qué es ser melancólico? De melancólico, o melancolía, muere Don Quijote. En la comedia de Tirso de Molina Esto sí qué es negociar, primera versión de El Melancólico, no vemos en qué consiste la melancolía de Rogerio. Ha estudiado Rogerio en París; ha seguido los cursos en la Sorbona. No nos da muestras de su pasión de ánimo; quiere casarse con cierta persona muy de su agrado. Y eso es todo. ¿Resiste o no Rogerio a sus pasiones? No resiste a la pasión que siente por su amada. Por lo tanto, no es filósofo. ¿No será tampoco afilosofado, en sentido vejatorio? El padre, Pinardo, le dice al hijo, Rogerio: «No ostentes filosofía, no resistas pasiones». No es, por tanto, filósofo Rogerio.

¿Y lo será Don Quijote? Tenemos que tampoco: don Quijote, en ciertos momentos, no resiste a sus apetencias. ¿Y quién podrá resistir siempre? En realidad, Don Quijote es un hombre que vive en lo pasado; su achaque es el que algún filósofo llama historicismo; tiene Don Quijote una dolencia de Historia, es decir, de tiempo. Trastrueca los tiempos; subvierte los tiempos; trastorna los tiempos. No puede darse mayor muestra de locura. ¿De locura? ¿Acaso hemos encontrado la casilla en el casillero para meter en ella a nuestro personaje? Que Don Quijote, no Don Quijote, sino el propio Cervantes, trastorna los tiempos, lo prueba el que los comentaristas se esfuerzan en desenredar esta maraña de tiempos que Cervantes nos ofrece en el Quijote; en especial, don Antonio Eximeno, el cual dedica todo un libro a esta empresa.

El teatro de Manuel Linares Rivas no ha sido estudiado como merece todavía. Cuando con detenimiento se estudie, se encontrarán en él muy gratas sorpresas; por lo menos, nosotros las hemos tenido. Hay un fondo de humanidad, de   —206→   simpática y no huraña humanidad, en el teatro de Linares Rivas. Humanidad juntamente con un sabor delicioso de ironía; ironía que no se excede nunca. Nos gusta mezclar la consideración de Cervantes a los temas modernos, a cuanto en la vida y en las cosas puede ser un comentario vivo de Cervantes. Y en el teatro de Manuel Linares Rivas encontramos una obra que nos proporciona tema para el comentario en estos momentos. Lo pasado, o concluido o guardado: tal es el título de una comedia en dos actos. Don Quijote -y un poco o un mucho Cervantes- cambia los tiempos: Don Quijote se empeña en vivir en lo pasado. El protagonista de esta comedia de Linares Rivas se empeña asimismo en vivir en lo pasado. Y de ahí todos sus males: con sus males, los males de la fiel compañera de su vida. Un personaje, ya viejo, representa lo que Sancho en el Quijote, «¿Hice bien?» -pregunta el protagonista. Y contesta el cuerdo anciano: «Muy bien. Pero si quieres vivir en el mundo... vive como todo el mundo. Que involucrar lo pasado con lo presente y mezclar lo que es con lo que no es, lo hacen los locos..., pero lo deshacen los cuerdos, abandonándolos y encerrándolos». Y poco después: «¡Quieto el pasado, que por algo pasó! Y a vivir el presente, que por algo nos llama y nos apremia. ¡Pero mezclar los dos mundos, no!».



  —207→  

ArribaAbajoAlcázar de San Juan

Alcázar de San Juan nos atrae: ha sido Alcázar de San Juan un punto sensible en nuestra historia literaria; lo ha sido durante algunos años. Y si esa ha sido la realidad, ¿cómo en la historia literaria no se consigna esa realidad? Se ha creído durante años que Cervantes había nacido en Alcázar de San Juan: una partida de bautismo lo acreditaba; el ambiente lo acreditaba; la tradición lo acreditaba. ¿Cómo era posible dudar? Y si no se dudaba, era que se creía. Y si se creía, era que se sentía. Y, sintiendo, se procedía, en todos los órdenes de la vida, de un modo especial. Había, pues, en torno a Alcázar de San Juan un ambiente suyo, especialmente suyo; se había creado, con motivo de Alcázar de San Juan, una sensibilidad privativa. ¿Y cómo se puede prescindir en las historias de un pueblo de un estado de sensibilidad? Si ha desaparecido ese estado, ¿es que no han desaparecido otros estados semejantes y no por eso se les excluye de la Historia? No es lícito hacer Historia solo de lo verdadero; lo falso tiene también, como representación de algo, su valor. La leyenda no es más que lo ficticio, y nadie niega a la leyenda su valor. En Alcázar de San Juan se han concentrado y reconcentrado juicios, sentimientos, sensaciones; contamos, por lo tanto, con algo tangible, sensible, auténtico, real. Desde el punto de vista de las sensaciones -las inspiradas por una ficción-, tan real es Alcázar de San Juan, en la vida de Cervantes, como Alcalá de Henares.

Nació el supuesto Cervantes en 1558; sobre esa fecha han girado todos los pensamientos relativos al Cervantes fingido. Esa fecha ha sido, por otra parte, el argumento capital en contra del Cervantes manchego. Si Cervantes nació en 1558, tendría en la batalla de Lepanto trece años. ¿Y cómo podemos imaginar un soldado de trece años? ¿Y cómo podremos creer, siendo verdad, que un cervantista, en Francia, Saint-Evremond, ha luchado, bravamente luchado, en una batalla, batalla decisiva, a los dieciséis años? ¿Y cómo no rendirnos a la evidencia, en cuanto a soldados primerizos, soldados, no   —208→   de trece años, sino aun de doce, cuando los hemos visto en la pasada guerra?

¿Cuál ha sido la vida de este Cervantes de Alcázar de San Juan? ¿Ha existido o no ha existido? En el siglo XVIII, alguien ha interpolado en un libro parroquial una fe de bautismo. No sabemos con qué propósitos. Ansiosos, probablemente, de que aparecieran, por fin, la fecha y sitio del nacimiento de Cervantes, se decidió que ese lugar y esa fecha fueran los atinentes a Alcázar: lo estaban pidiendo, repitámoslo, el ambiente, la tierra la tradición y los varios Cervantes esparcidos en los libros parroquiales de los pueblos manchegos. ¿Y qué mal había en ello? ¿Y cómo, lejos de ser condenado el manejo, no será loable? ¿Qué vida hubiera sido la del Cervantes alcazareño? ¿Y es que la vida del Cervantes de Alcalá de Henares corresponde a su obra? Si no tuviéramos, para imaginar a Cervantes, más que sus libros, ¿cómo lo imaginaríamos? ¿Y es que la vida y el carácter del que creemos autor del Hamlet -y, con el Hamlet, de todos los demás dramas- corresponde a la obra? Y, mirado y remirado todo, ¿no nos será lícito creer que no es ese actor el creador de tal teatro, sino un hombre como William Stanley, Conde de Derby, cuya vida y cuyos actos se acuerdan con las creaciones que admiramos?

Nos suponemos en un cuartito de Alcázar de San Juan, en plena llanura manchega, y meditamos en la suerte posible de este Cervantes ficticio y en la suerte del auténtico, para nosotros auténtico, autor del Hamlet; la ficción y la realidad se entretejen. ¿Y dónde está la realidad y dónde la ficción? ¿Y es que el verdadero Cervantes no estaría satisfecho de estas nuestras vacilaciones? En Alcázar de San Juan, por un momento, antes de continuar el viaje, nos sentimos presa de una obsesión agridulce: es y no es verdad el Cervantes alcazareño; es y no es verdad el Cervantes alcalaíno. El solo auténtico, sólidamente auténtico, es el que nosotros, en nuestra conciencia, hemos creado: el que estamos creando todos los días.



  —209→  

ArribaAbajoDecadencia

Los que imputan al Quijote el ser un libro de decadencia, debieran comenzar por decirnos qué entienden por decadencia. Nadie sabe lo que es la decadencia. Si los imputadores de decadencia nos dieran su definición de decadencia, podría suceder que recusáramos ese sentido de decadencia. Y que recusáramos, consecuentemente, su sentido de esplendor. El tema de la decadencia del Quijote es muy socorrido; es un tema facilitón. Lo han usufructuado infinitos: en el siglo XVIII, en el XIX, en el XX, por la derecha y por la izquierda. En la izquierda tenemos, por ejemplo, a Heine; en la derecha, a León Gautier. Si nos fijamos en lo que, grosso modo, puede significar decadencia, convendremos en que es postración. ¿Postración de qué? Lo más alto, lo más excelso, lo más exquisito, lo más divino que hay en el hombre es la inteligencia; si hay postración, debe de ser, en primer lugar, ante todo y sobre todo, postración de la inteligencia. Pero si, en la izquierda, examinamos a Heine, veremos que, imputador de decadencia, de decadencia en el Quijote, se niega a dar a su inteligencia toda la expansión, la libre expansión que necesita; no reconocerá nunca esa inteligencia lo eficiente que haya en el campo reaccionario. Y si examinamos, en la derecha, a León Gautier, veremos que tampoco permitirá que su inteligencia se expansione; no reconocerá lo eficiente que haya en el campo revolucionario: testigos son sus «retratos literarios», con tener tan buenas prendas de agudeza y erudición.

Entonces, ¿a qué queda reducida la noción de decadencia? ¿A qué la imputación de decadencia hecha al Quijote? Imputación hecha por hombres inconsecuentes consigo mismos, que imputan decadencia y se imponen a sí mismos una decadencia, es decir, una limitación de la inteligencia. Nadie sabe lo que es la decadencia. Si lo supiéramos, todavía tendríamos que preguntar: ¿con relación a qué? ¿No podrían ser también dichosas las consecuencias de la decadencia, en vez de ser fatales? Ningún coetáneo puede decir cuál ambiente es el que   —210→   le rodea; el ambiente que rodea a los coetáneos lo forman los posteriores. Son los posteriores los que crean esas abstracciones históricas que imponen los coetáneos. Empleamos el vocablo «coetáneo» para establecer -en determinado momento- una adecuación entre el hombre y las cosas de su tiempo. Redivivo un español del siglo XVII, ¿qué le parecería nuestro tiempo? Tal vez un tiempo de decadencia.

El tema de la decadencia del Quijote es un tema utilitario, como el tema «racial» es un tema utilitario; se utiliza el tema de decadencia para llegar a alguna parte, para llegar a tales o cuales conclusiones. ¿Y qué nos importa la utilidad a los que vemos el Quijote con independencia, en su ambiente de independencia? Porque eso es el Quijote: un libro de independencia, de afirmación de la personalidad. Cervantes, solo, moralmente solo, dramáticamente solo, es independiente y de sí mismo. Don Quijote, en campo abierto, hace lo que quiere y como quiere; obedece a su voz interior. Se afirma la personalidad de Don Quijote, y encuentra Cervantes corroboración en esa independencia para la suya. Con Don Quijote vemos la afirmación, casi agresiva, de los más señalados personajes femeninos; personajes que llegan a lo más alto de la individualidad definida: una Marcela, una Leandra, una Claudia Jerónima. ¿Qué saben todos estos personajes de decadencia? Viviendo en la cumbre de una montaña, lo ven todo diminuto en lo hondo; viviendo en la cumbre, respiran un aire que no respiran los demás.



  —211→  

ArribaAbajoLa fruta

Basilio no come sino frutas. Hay en Cervantes una patente inclinación a la disidencia; puesto que él está al margen de la comunidad social, postergado, sin haber conseguido una audiencia en palacio, sus criaturas preferidas lo estarán también. Sus mujeres más simpáticas son las desviadas -dentro de lo lícito-; sus hombres más simpáticos son los que tienen en algún modo el juicio decentado: ante todo, como jefe de familia, Alonso Quijano; después, Tomás Rueda, el vidrioso; Cardenio, el precursor de Rousseau, precursor inconstante; Basilio, el melancólico. Si Basilio se alimenta solo de frutas, habremos de estudiar el problema de las frutas. Se impone, ante todo, una clasificación: hay frutas de regadío y frutas de secano, frutas duraderas y frutas efímeras, frutas tempranas y serondas. Hay frutas que se cogen en sazón y frutas que solo logran sazón tiempo después de ser cogidas: la logran en lechos madurativos de trigaza o bálago: como las serbas, las níspolas. Las demás frutas han de estar sanas para ser comidas; estas han de estar macadas.

¿De qué frutas podrá alimentarse Basilio? Estamos, con Basilio, en la Mancha; estando en la Mancha, nos encontramos en la demarcación de Alcázar de San Juan. No sabemos qué frutas puede haber, abundantemente, en esta parte de la Mancha; uva, próvida uva, desde luego. Lope de Vega, hablando de los campos madrileños -campos no lejanos de los manchegos-, menciona uvas, piruétanos, ciruelas. Añade «Y entre la murta y lentisco - el albérchigo y el prisco - cerezas y guindas rojas - verde agraz y brevas flojas - de huerta que no de risco». Las brevas son aquí flojas, porque las guindas han sido antes rojas; con las guindas coloradas, las brevas hubiera tenido que estar anebladas, como por desgracia lo están algunas veces. Precisamente la breva está en su plenitud cuando a la dulce madurez junta la tersura.

¿Encuentra facilidades Basilio para su alimentación? En el pueblecito hay más fruta que en el campo; en la ciudad más que en el pueblecito; en la gran capital más que en la   —212→   ciudad. En París están anuladas, en cuanto a frutas, las estaciones del año; en cualquier tiempo se encuentran frutas de todas las estaciones; hay también frutas exóticas, traídas de lejanos países. Las frutas nos indican el grado de prosperidad de un país. ¿En qué proporción están en un país las frutas cocosas con las sanas? Las manzanas y las peras, las manzanas, sobre todo, son fáciles al gusano. Las manzanas, como representativas de las demás frutas, nos hablan de la higiene del árbol; nos dicen, según estén sanas o cocosas, según abunden las sanas o las cocosas, si se cuida o no de la higiene del árbol. La higiene del árbol depende de la voluntad y la inteligencia del cultor, de los recursos de que el cultor dispone, de los elementos con que cuenta, del riego, de los abonos.

Basilio está chalado por Quiteria. No puede ser Quiteria de Basilio; por ahora no lo podrá ser; lo será más adelante. La exclusividad de Basilio en las frutas es cosa transitoria; puede serlo definitiva en otros. Y esa exclusividad implicará tendencias y gustos especiales; será esa exclusividad prólogo o epílogo; comienzo de una nueva vida o resultado de esa vida nueva. De todos modos, las frutas son la primera causa de una serie de causas y concausas; se va desde las frutas, sazonadas frutas, al amor del silencio y de la soledad, al gusto por lo sencillo y por lo verdadero.



  —213→  

ArribaAbajoUna lectura

Necesitamos leer, en ambiente propicio a un estado de sensibilidad, en determinado momento, una página del Quijote. Entramos en el ámbito de lo subjetivo; lo subjetivo que avalora el Quijote, que hace querer a Cervantes. Se establece una ecuación, misteriosa, profunda, entre el lector y el Quijote, entre el lector y Cervantes. Va creciendo el ansia de la lectura apropiada, singular; por lo menos, una vez sola, queremos poner a prueba nuestra capacidad de sentimiento, de comprensión. ¿Mediterráneo? ¿Atlántico? ¿Meseta? En momentos de abstracción, tendemos, idealmente, la vista por el mapa de España. Habremos de fijarla en un paraje de nuestra predilección: campo, playa, montaña, ciudad. Nos sentimos indecisos; pero acaso esta indecisión es motivo de complacencia; retardamos -por hacerlo más intenso- el momento en que nos habremos de decidir. Nos decidiremos por ciudad, desde luego; preferiremos la España central. ¿León? ¿Zamora? ¿Ávila? ¿Valladolid? No nos explicamos -no querríamos explicárnoslo- por qué rehuimos nombrar, precisamente, las dos ciudades que habrán de disputarse nuestra predilección: Toledo y Burgos: El Quijote en Todelo o en Burgos, Cervantes en Burgos o Toledo; este es el dilema. No tan superficial como parece; todo converge, en definitiva, a una sensación intensa y única. Tal vez ya no volveremos nunca a encontrarnos en esta situación y nos será indiferente leer el Quijote, una página del Quijote, en esta o la otra ciudad. ¿Toledo? ¿Burgos? En Toledo tal vez no encontremos -para este efecto y solo para este efecto- el equilibrio y la serenidad que necesitamos. Toledo es complicado; es más complicado que Burgos; en Toledo advertimos -¿será subjetivismo?- un desequilibrio hacia la idealidad: el Greco hace inclinar la balanza; siglos después, Leré, en Galdós, acentúa el desequilibrio.

Entramos, plenamente, en Burgos; tenemos la mano fuertemente asida de la reja en la capilla del Condestable. Esta reja -de 1523- nos separa de uno de los elementos que necesitamos en nuestro deseo de equilibrio: el bloque de mármol   —214→   que se encuentra junto al sepulcro de los fundadores. Pesa ese bloque dos mil novecientas cincuenta y seis arrobas; representa la gravedad, la ponderosidad; ínsitas en él podemos imaginar, virtualmente, obras de Miguel Ángel, de Berruguete, de Rodín; obras que van a realzar, a contrastar, la Magdalena, de un discípulo de Vinci, que cuelga en la sacristía de la capilla. Los elementos fundamentales en Burgos -en Burgos para la lectura del Quijote- ya los tenemos: realidad e idealidad: el bloque de mármol y el cuadro vinciano; equilibrio entre la realidad y la idealidad; equilibrio que corresponde al equilibrio del Quijote. Queremos entrar siempre -o casi siempre- a la contemplación por la puerta del Sarmental. ¿Antes de haber leído la página del Quijote o después de haberla leído? El libro está sobre la mesa, en nuestro cuarto del hotel; desde la mesa llega a nosotros en efluvio. Cuando hayamos meditado, saldremos, recorreremos algunas calles y acabaremos por trasponer la verja de la puerta del Sarmental e iremos ascendiendo, lentamente, por la escalinata. El bloque de mármol reposa ponderoso; la Magdalena vinciana, con la mano en el pecho, con espléndida mata de pelo, nos espera. No podremos nunca elucidar la expresión de su rostro: siempre queda en el espíritu una sensación a la par de inquietud y sosiego. Si nos dejamos arrebatar por la idealidad, excesivamente, desvariadamente, allí en la capilla, al lado del sepulcro, está el bloque ingente de mármol que nos retrae al equilibrio.



  —215→  

ArribaAbajoRomea y la Palma

Julián Romea se emperra en que Antonio Pizarroso corteje a Josefa Palma. No quiere Pizarroso; reitera Romea. ¿Va a tomar un sofoco Romea, si Pizarroso insiste en repucharse? ¿Y qué inconveniente habrá en que Pizarroso festeje a la Palma? Sí que hay inconvenientes; muchos inconvenientes: Josefa Palma es la mujer de Romea. Todo esto pasa antes de levantarse el telón para el primer acto. Se va a representar -en 1853- la escenificación que Adelardo López de Ayala y Antonio Hurtado han hecho de El curioso impertinente, de Cervantes. Al levantarse el telón, en el primer acto, ya el convenio entre Romea y Pizarroso, entre Anselmo y Lotario, está hecho. De la pobre Josefa Palma, de Camila, han dispuesto uno y otro, como se dispone, en la cocina, de un pavito cebón que hay que ir a buscar al gallinero. Cuando en 1892 se estrenó Realidad, de Galdós, se habló mucho de la escenificación de las novelas. Naturalmente, no faltaba más, que doña Emilia Pardo Bazán charló descosidamente. Se veían enormes inconvenientes en llevar una novela al teatro. Pero en el teatro clásico hay escenificaciones de novelas. Pero Lope, Tirso, Calderón, han escenificado novelas. Pero nadie ha impugnado esas escenificaciones. No sabemos si persistirá hoy. ¿Y si un novelista, escrita una novela, la deja inédita y la escenifica? ¿Cómo veremos los inconvenientes de tal escenificación?

Los inconvenientes de la escenificación de novelas son -transijamos- de orden técnico. Lo grave, lo más grave, no es eso; la gravedad reside en otra escenificación: la de los sentimientos. Escenificación que, después de todo, es indiferente a la novela. Se da con novela previa y sin novela. En la novela, el autor dispone de tiempo; el tiempo que quiera; el tiempo que representan doscientas, trescientas, cuatrocientas páginas. En el teatro, el autor no dispone sino de hora y media a dos, a lo sumo. Existen los cambios de escena; cambios que dan la ilusión del tiempo, el tiempo psicológico, no el astronómico. Pero, ¿y si no hacen falta los cambios de escena? El tiempo, en la novela, suaviza la transición -transición de un   —216→   sentimiento a otro-; en el teatro, por mucha habilidad que se tenga, siempre las transiciones son más o menos bruscas.

¿Qué van a hacer ahora, levantado el telón, comenzada la obra, Romea, Pizarroso y la Palma? Flotan en el aire unos cuantos sentimientos a modo de pelotas que van y vienen de un lado a otro: Romea, Pizarroso y la Palma juegan con ellos. Romea y la Palma son los principales jugadores. Romea y la Palma se llevan preferentemente nuestra atención. Romea está siempre como en el fondo del teatro: vago, torvo, esquivo, huidizo. ¿Qué epítetos, además de estos, le aplicaremos para definir su carácter? Receloso, desconfiado, dudoso, reservón, sospechoso. Recurrimos también al lenguaje familiar: mosqueado. Echamos mano asimismo del vocabulario taurino: marrajo, zaino. ¡Es un papelito el de Julián Romea! ¡Romea como haciendo de traidor en toda la obra! ¿Cómo haciendo? En realidad lo es. ¿Y Antonio Pizarroso? Pizarroso lo que se quiera: lo que quieran los demás y lo que quiera él; lo mismo da una cosa que otra. ¿Y Josefa Palma? ¡Pobre Josefa Palma! ¡Da cada barquinazo! «En medio del mar violento - de las dichas que gocé - me sentí, no sé por qué - anhelante y descontento». Esto nos dice, entre otras cosas, entre otras muchas cosas, Romea. Y con estas palabras cerramos estas ligeras consideraciones y nos vamos por el foro. ¡Pobre Josefa Palma! Le decían la Palmita, por fina y graciosa. Casó con Florencio, el hermano de Julián.



  —217→  

ArribaAbajoLos pastores

Los mozos enamorados de Leandra se salen al campo a llevar vida de pastores. Probablemente no llevarán vida de pastores, sino que harán vida con los pastores. Cervantes no nos lo dice; estamos reducidos a las hipótesis. Ni disponen de rebaños esos jóvenes, ni sabemos, solitarios, cómo van a alimentarse. Los pastores que yo conozco son los levantinos: más concretamente, los adscritos a determinados parajes de Levante. Y tal conocimiento es fragmentario, imperfecto; oscilo, por lo tanto, entre la realidad y la hipótesis. El pastor, mi pastor, pastorea una punta de ovejas; sale al amanecer y vuelve anochecido. Come sus migas antes de salir y las come a su regreso. No son estas migas, como en Castilla, canas; no sé si en Castilla serán siempre canas las migas de los pastores; me veo constreñido a la hipótesis.

El pastor conoce tres cosas; si no las conociera, no podría ser pastor. Conoce su rebaño, el cielo y el suelo. ¿Habrá sus más y sus menos en estos conocimientos? ¿Podría prescindir el pastor de conocer el cielo? Si no conoce el cielo, ¿cómo va a barruntar los nublados para regresar, con tiempo, a casa? ¿Y cómo disponer el plan del día siguiente, si hoy no conjetura el tiempo que al otro día hará? Las ovejas las conoce el pastor una por una; conoce sus caracteres, sus gustos, sus inclinaciones, sus resabios. Y sabe, naturalmente, de sus enfermedades y de los remedios. ¿Guarda relación con esa terapéutica la miera que yo encontraba, antaño, en la alacena de una casa de campo? Al abrir la puertecita, se exhalaba un penetrante olor que ahora evoco. ¿No es la miera el aceite de enebro? No puedo asegurarlo; estoy en el ámbito de las hipótesis.

El pastor conoce el suelo: sabe, por ejemplo, dónde están las madrigueras de las zorras, los vivares de los conejos, las camas de las liebres. Claro está que si el pastor quisiera, podría cazar alguna raposa. Dice el refrán: «Mucho sabe la raposa; pero más sabe el que la toma». El pastor sabe más que la vulpeja; ni que decir tiene. Por las huellas rastrea el pastor las idas y venidas de conejos, liebres y zorras. El pastor   —218→   habrá de saber también cuándo y en qué lugares las hierbas son más nutritivas. ¿Y en qué se ocupa el pastor durante las largas horas del pastoreo? Lleva sujeto el pastor, en la axila izquierda, un manojo de esparto majado; con las manos libres va tejiendo, consecutivamente, dos clases de cuerda: una ancha, como de un dedo o poco más; otra estrechita, que creo, es una hipótesis, que se llama tomiza. Con estas dos cuerdas, por la noche, o los días lluviosos, en que no se pasta, el pastor labra alborgas o esparteñas. Utiliza en su labor una aguja larga con pomo de palo, de boj, creo, no lo aseguro: puede ser de bojo de otra madera. Con el puño de la esparteñera: golpea la suela de la alborga para apretarla. En los diccionarios antiguos se registra esparteñera, en los modernos solo figura espartera. ¿Será lo mismo espartera que esparteñera? No lo creemos; pero nos limitamos a la hipótesis. Las dos agujas nos parecen distintas; la espartera carece de mango; con ella se cosen, por ejemplo, las esteras.

Cervantes bastardea los pastores en La Galatea, por exceso de idealismo, aunque en La Galatea haya alguna truculencia enorme, incompatible con el idealismo: Cervantes bastardea los pastores en el Coloquio de los perros, por exceso de realismo. Pongámonos en el justo medio, aunque tengamos que apelar a las hipótesis. Los pastores son los pastores.



  —219→  

ArribaAbajoLos libros

El ama de Don Quijote «pasa de los cuarenta años»; la sobrina «no llega a los veinte». El ama llama «malditos» a los libros de la biblioteca de Don Quijote; la sobrina los llama «desalmados». La idea de quemar los libros parte de la sobrina: a cada cual lo suyo. Tiene muchos libros don Quijote; para comprarlos ha sido necesario vender «muchas hanegadas de sembradura». Con el dinero gastado en los libros ha podido hacerse lo siguiente: mejorar el cultivo de las otras tierras; restaurar la casa; retejar, enlucir, enjalbegar, enladrillar; comprar muebles -los que hay están deteriorados-; renovar la mantelería y ropa de cama; sustituir la vajilla resquebrajada, desborcellada, desportillada, desconchada; vestir de nuevo, en la casa, a los que visten de viejo; calzar con obra prima los pies calzados con obra remendada. Quemar los libros no es cosa fácil: no arden bien los libros; hay que rociarlos con algún líquido inflamable, o se arden en voraz incendio que lo consume todo. No disponen de petróleo o gasolina los incendiarios de los libros de Don Quijote; tuvieron que realizar esfuerzos heroicos para consumar su hazaña; intervinieron en la operación, a más del ama y la sobrina, otras distinguidas personas de la localidad. Podemos considerar los libros en dos aspectos: el material y el espiritual. Comencemos por la materia.

Los libros ocupan cuando son copiosos, como lo serían los de Don Quijote, mucho lugar: ocupan el lugar que ocuparían muebles, jarrones con flores, cuadros, tapices, vitrinas con chucherías. En los libros se acumula el polvo: son depósitos de polvo, de tamos, de briznas, de corpúsculos varios. Si se sacuden los libros para quitarles el polvo, ese polvo pasa de los libros a los muebles, flota en el aire, se infiltra en las ropas, se ingiere en las fauces, en las fosas nasales, en la faringe, en la laringe, en los oídos. Las compensaciones que, por tales siniestros, nos ofrecen los libros son estas: con las hojas de los libros, sobre todo, las hojas de los infolios, podemos encender fuego por las mañanas -o cuando sea-; con las hojas de los libros podemos tapar orzas, tarros, frascos,   —220→   redomas, botellas, limetas; el papel de los libros, el blanco de las guardas -y aunque no sea el blanco- sirve de base a bizcochos, tortadas, lengüetas; se engalana también con papel el rabo de ciertas chuletas que llevan un nombre extranjero. Con papel de los libros se obstruyen horados, cados, agujeros de ratones. Excusamos hablar de otros aprovechamientos.

Entremos en lo espiritual. Los libros sustituyen a la vida; lo hacen de dos maneras: por interposición y por suplantación. Examinemos la interposición: el libro se interpone entre la realidad y nuestra sensibilidad, entre el hecho y la comprensión. En un lugar placentero, histórico, dramático, notable, en fin, por algo -paisaje, monumento, museo, catedral-, apenas entramos en contacto con la realidad, surge el recuerdo del libro, el libro famoso, que ha fijado un aspecto de esa realidad, y que, velis nolis, nos la impone. Pasemos a la suplantación: el libro suplanta nuestra personalidad; nos creemos, con la absorción del libro, el libro famoso, una persona distinta de la que somos. Nuestras ideas se desvían; nuestra voluntad se tuerce; surgen el romanticismo, el clasicismo, el modernismo, el intelectualismo, resumen y compendio de todos los ismos. Las Cartas de Abelardo y Eloísa -tan reeditadas- han hecho brotar infinidad de Eloísas y Abelardos; los Remedios de Amor, de Ovidio, han plagado el mundo de amores vitandos: la quinina, enfebrece; el hierro, depaupera la sangre; el fósforo, enteca el cerebro; la Kola, postra; el café, aletarga.



  —221→  

ArribaAbajoBiografía comentada

Cervantes nace en Sevilla. ¿Nos da lo mismo que Cervantes nazca en Sevilla que en Alcalá de Henares? Nos da lo mismo: Cervantes pudo haber nacido en Sevilla, o en Madrid, o en Córdoba, o en Lucena, o en Toledo, o en Consuegra, o en Esquivias, o en Alcázar de San Juan; lo importante es que haya nacido en España. Cervantes nace en 1549. ¿Y qué más da que Cervantes nazca en 1549 o en 1547? Pudo haber nacido en cualquier otro año también; lo mismo nos daría que tuviera Cervantes dos, tres, seis, ocho, diez, veinte años más que menos; lo que importa es que Cervantes sea Cervantes; lo que importa es que Cervantes haya nacido. ¿Nos daría lo mismo que no hubiera nacido? No nos daría lo mismo; ya lo hemos dicho. Pero, ¿cómo íbamos a saber que podía haber nacido un Cervantes? ¿Acaso sabemos ahora si ha podido nacer un segundo Cervantes? Según algunos autores, Cervantes ha estado en la batalla de Lepanto. Según todos los autores; podemos asegurarlo hoy. Desde hace mucho tiempo puede asegurarse. Después de haber peleado en la batalla de Lepanto, Cervantes entra a servir al Duque de Alba; le sirve en calidad de secretario. ¿Hay inconveniente en que Cervantes sea secretario del Duque de Alba? ¿No ha sido Lope de Vega secretario del Marqués de Sarriá, después conde de Lemos? ¿Y es que el Duque de Alba tendría que oponer algo al supuesto de que Cervantes sea secretario suyo? ¿Y qué va perdiendo Cervantes con ser secretario del Duque de Alba? Nada en absoluto.

Cervantes ya está en Madrid. ¿Dónde estaba antes? En alguna parte. En Madrid se encuentra Cervantes con algo extraordinario, estupendo: el Duque de Lerma, ministro de Felipe III, «y los otros señores de España», están encalabrinados con la Caballería. Citemos con exactitud: étoien entêtés de Chevalerie. ¿Y qué hace Cervantes? Hizo lo que debía: compuso su novela del Quijote. Esa obra es «inmortal». Pero en esa obra se pone en ridículo la afición detestable del duque de Lerma y de su nación, es decir, de España. Pero esa obra está escrita de «una manera fina, instructiva y delicada». No   —222→   contaba Cervantes -o sí contaba- con la irritación de Lerma: mandó Lerma incontinenti que Cervantes fuera maltratado. Resultas del lance: no se atrevió Cervantes a seguir escribiendo; no segundó Cervantes en lo del Quijote. Pero ocurrió también que Fernández de Avellaneda publicó una «mala continuación». No podía ya Cervantes esquivar su deber. El deber de Cervantes era, naturalmente, el publicar la segunda parte de su libro. Así lo hizo. «Nosotros contamos con una excelente traducción francesa, en cuatro volúmenes, de Filleau de Saint Martin».

¿Dónde se ha publicado esta sucinta biografía? En el Dictionaire historique-portatif, en dos tomos, por el abate Ladvocat, doctor, bibliotecario, catedrático de la cátedra de Orleáns, en la Sorbona, París, en casa de la viuda de Didot, muelle de los Agustinos, «La Biblia de Oro» 1760. ¿Nos importan mucho los errores de esta biografía? No nos importan un comino. ¿Nos importan mucho los errores de un Guevara, español, de un Froude, inglés? No nos importan tampoco un ardite. Pues, ¿qué es lo importante? Lo importante es el impulso vital del escritor. Lo importante es la idea dominadora. Y ese impulso, esa idea están en Guevara, en Froude y en esta chica biografía. En esta biografía en que, por encima de todo, brilla la frase ya copiada: la frase en que se dice que Cervantes escribió el Quijote de una manera fine, instructive et délicate.



  —223→  

ArribaAbajoCervantes y los Duques

están en su palacio. El ambiente en el palacio es placentero: cordialidad, tolerancia, comprensión, largueza con un poco de despilfarro, cosa grata a la servidumbre, con otro poco de tedio combatido con burlerías inopinadas la llegada de Don Quijote alborota la casa: ya tienen para rato. Con tanta fastuosidad se recibe a Don Quijote, que este se cree por primera vez en su vida enteramente caballero «caballero andante -nos dice Cervantes- verdadero y no fantástico». ¿Y qué gente encontramos en el palacio? En primer término, tanto es su número, caterva de dueñas, tropel de pajes. Demasiadas dueñas y demasiados pajes. Con el mayordomo, que mayordomea a su talante, tropezamos también. Y con el jefe de cocina, o sea el maestresala. No dejaremos de ver la traza de una mozuela, harto desenvuelta, Altisidora. Ni el coranvobis, apuesto, de un lacayo gascón, Tosilos. Y claro que tendremos, por fuerza, que habérnoslas con el capellán de la casa. Dejamos lo mejor para lo último: el duque y la duquesa. ¿Cómo es la duquesa y cómo es el duque? El duque es modelo de cortesía. Tantas gasta con Sancho en cierta ocasión, que este, abrumado, exclama: «¡No más, no más, señor; yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas tantas cortesías!». ¿Lo hace el duque con un acento de sorna? No lo creemos; el duque, en este su palacio, con estos sus huéspedes, diríase que permanece en segundo término; tiene la discreción y la prudencia de no dar toda la medida de su personalidad; reserva su fuerza para cuando la ocasión llegue. Y estos personajes, como nuestro duque, completan su prudencia y su discreción haciendo que esa ocasión, para la que reservan su poderío, su mando pleno -y tal vez su violencia- no llegue nunca. La duquesa es inteligente y despierta; su atención a todo, su cuidado por todo, nos encantan. Pero el tuáutem del palacio es Doña Rodríguez, asturiana, dueña de honor de la duquesa.

Doña Rodríguez está en todos los pasillos, en todas las cámaras, en todas las antecámaras, en todas las recámaras; es dueña por apelativo y es dueña de los secretos de la casa.   —224→   En conferencia con Don Quijote revela al caballero ciertos achaques íntimos de la duquesa y ciertos atrancos dinerarios del duque. No queremos repetir el vocablo que Doña Rodríguez usa al hablar de las deudas ducales. ¿Hay verdad en lo que Doña Rodríguez cuenta? Acaso, por darse importancia, con Don Quijote, exagere algo la dicaz dueña. Exagera también, aunque en otro sentido, el capellán de la casa; es bueno en el fondo; pero propende a la brusquedad. En el Quijote hay alusiones; las verían con claridad los coetáneos de Cervantes; la entrevemos apenas nosotros; no acertamos a desentrañarlas. Dos alusiones, de las más sentidas, de las más dolorosas, son la referente a la cabra cerrera, en el capítulo L de la primera parte, episodio misterioso, y el pasaje en que se trata del eclesiástico de este palacio. Nunca Cervantes ha escrito con la vehemencia que ahora; la semblanza que traza del capellán puede llamarse de los cinco destos. Comienza el autor diciéndonos que el tonsurado es un grave eclesiástico, «destos que gobiernan las casas de los príncipes». Hasta aquí no se da del aludido más que un señalamiento general; pero Cervantes, en su acaloramiento, necesita precisar más. Y viene otro destos, con vocablos condenatorios. Y como no basta todavía, aparece luego otro destos. Y como tampoco, con la incriminación que se hace ahora tiene bastante el autor, añade otro destos. Y como aun no se satisface, surge otro destos, al que carga asimismo con dictados hostiles. Y de este modo se consuman los cinco destos fatales. Lo más sorprendente del caso es que al capellán se le podrá tachar de violento; pero no de los otros defectos que le incrimina Cervantes. De los cuales defectos no ha dado muestras antes del ataque cervantino ni da muestras después.



  —225→  

ArribaAbajoUn cervantista realista

Don Pedro Feced y Valero, valenciano, evoca, para mí, Valencia; evoca mis años universitarios, evoca mi juventud; mi juventud con Juan Luis Vives -de bronce- en el patio de la Universidad; la Universidad, esquivada, soslayada, ladeada, ignorada, huida, los más de los días. Pedro Feced, en aquellos días remotos, ilusivos, por ilusivos, caros, allá en 1886, en 1890, es mi compañero en el Ateneo valenciano. Y lo es ahora en que practica un cervantismo realista; cervantismo, no de libros, sino de viva y auténtica realidad. El que quiera libros, que se ahíte de libros; el que quiera realidad, que se abrace con la realidad. No discutamos el aragonesismo del lenguaje de Avellaneda: metámonos en Aragón; vivamos en un pueblo de Aragón; absorbamos, en un pueblo de Aragón, modismos, idiotismos, formas adverbiales de hablar. Y eso es lo que ha hecho Pedro Feced: le era fácil hacerlo, por ser Feced aragonés enraizado: su cuna está en Aliaga, en la entraña de Teruel. Valencia tiene el sentido de Teruel; siente a Teruel. Feced publica en Las Provincias, en Valencia, un artículo titulado El Quijote de Avellaneda, el sábado 13 de diciembre de 1947, en la octava plana, quinta columna. Copio lo esencial; lo copio casi todo:

Es creencia general, de la cual participó Cervantes -véase el capítulo XIX de la segunda parte del Quijote escrita por él-, la de ser aragonés el lenguaje del Quijote de Avellaneda; pero, por no encontrar hasta ahora los bibliófilos razón convincente al efecto, pues la expuesta por Cervantes no la juzgan atendible, no se atreven a declararlo aragonés de marca definitiva, requisito este, al parecer, necesario para proclamar al gran escritor Fray Luis de Aliaga verdadero autor del citado Quijote apócrifo; y yo, que hasta hoy no me había ocupado de este asunto, voy a exponer una tan clara y contundente, que no deja lugar a dudas, pudiéndose, en su virtud, declarar el pleito en que comparezco concluso para sentencia y dictar esta a favor de Fray Luis de Aliaga.



  —226→  

Indudablemente, sin discusión, el autor del seudo Quijote es un clérigo: la esparción de religiosidad por todo el libro -lo hemos dicho- no se da en ningún otro libro de entretenimiento. Feced se adentra en la materia:

En la aragonesa provincia de Teruel, y más concretamente en la comarca de Aliaga, único pueblo de tal nombre en toda España, situado en el centro de dicha provincia, apenas se usa el adverbio «cuando», siendo reemplazado casi siempre por el modo adverbial «a la que». Así se dice: «A la que» se hacía de día, «a la que» tocaban a misa, «a la que» íbamos a comer, «a la que» trillábamos; en vez de cuando se hacía de día, cuando tocaban a misa, cuando íbamos a comer, cuando trillábamos; y es esto tan frecuente, que, por cada vez que se oye el «cuando», se oye más de cien veces el «a la que»; y no solamente a la gente labradora, sino también a personas de alguna cultura.

Pues bien; ese modo adverbial no usado en otras comarcas, ni visto en las obras de los escritores castellanos, en el Quijote de Avellaneda se emplea con tal profusión, que casi no hay capítulo, y son treinta y seis, en que no aparezca; con la particularidad de que es siempre cuando es el autor el que habla, nunca cuando se finge que hablan Don Quijote, Sancho y demás personajes de la obra. En gracia a la brevedad, muy recomendada en trabajos periodísticos, no copio frases de la citada obra en que se emplea el «a la que», sin embargo de tenerlas acotadas.



¿Desearemos una prueba más convincente -nos pregunta Feced- de lo que va expuesto? Pedro Feced agrega:

Siendo aragonés el lenguaje de tal obra, aragonés tenía que ser necesariamente quien la escribió. ¿Y lo era Fray Luis de Aliaga? Documentalmente no se sabe en dónde nació; pero, dada la costumbre de adoptar los frailes, al profesar, el nombre del pueblo en que nacieron, de Aliaga, pueblo de Aragón, debemos suponerlo sin temor a equivocarnos. Ni la gran antigüedad de Aliaga, pueblo que   —227→   existía ya en la época celtibérica con el nombre de Lasta o Lasga; ni su famoso histórico castillo, verdaderamente inexpugnable hasta la invención de los cañones de gran calibre y largo alcance; ni el ostentar el honroso título de ilustre villa, concedido por don Jaime I; ni el servir de título a un ducado de rancio abolengo, poseído actualmente por la hija del duque de Alba, son motivo bastante para adoptar el nombre de Aliaga, el que en otra parte naciera.



Y algo más tiene que exponer nuestro amigo; no hago yo este capítulo de mi libro: lo hace el antiguo compañero en Valencia, en su Ateneo, en su Universidad, esquivada o extrañada. Continúa y acaba Pedro Feced y Valero:

Algo más voy a exponer brevemente, que pudiera tener algún valor en el asunto. En el extenso y quebrado término municipal de Aliaga hay un hermoso valle, regado por el río Guadalope, llamado Val de Avellano, en el que radican varias masías, conocida desde antiguo una de ellas con el nombre de Torre de los Clérigos. Natural, pues, de tal pueblo, Fray Luis de Aliaga, fácilmente pudo ocurrir el sugerirle el nombre de dicho valle la idea de apellidarse Avellaneda en el nombre ficticio con que aparece como autor de la obra de que vengo ocupándome.

A los que me conocen seguramente extrañará que, cargado de años, perdido el hábito de escribir en letras de molde y sin autoridad como bibliófilo, me meta en libros de caballerías. Razón hay, pues, para ello, muy atendible. Yo soy de Aliaga, y, como hijo de tal pueblo, creí un deber en mí el contribuir a demostrar el ser, realmente, un paisano mío quien tuvo el atrevimiento de continuar la obra inmortal del Príncipe de los Ingenios españoles, escribiendo al efecto un libro de tanto mérito, que está reconocido como una de las mejores obras literarias del Siglo de Oro o época cervantina.



Ningún mejor ejemplo de cervantismo realista: el fecundo, el bienhechor. Y los demás -los demás cervantistas- que hagan lo que quieran. Cada cual por su camino.





  —[228]→     —[229]→  

ArribaAbajoEpílogo

El autor abjura su cervantismo en Burgos. ¡Vade retro, Cervantes! No habla ya en Burgos de Cervantes. Se ha olvidado, en Burgos, de Cervantes.



  —[230]→     —231→  

ArribaAbajoEn la Catedral de Burgos

Estoy en Burgos; vivo en Burgos; no pienso salir ya de Burgos. Tenía que hacer en Burgos serios estudios sobre la Catedral. Y vine a Burgos. En Madrid no existen ya las casas de huéspedes, los pupilajes; todo son ahora «pensiones». En Burgos todavía existen pupilajes. Y yo estoy en un pupilaje, quiere decirse que soy pupilo. Con ello me encuentro muy contento. Tengo una habitación reducida, clara, limpia; da a un patio. Y desde la ventana se atalaya la Catedral. Y como vine para estudiar -estudiar a fondo- la Catedral, siempre que me pongo a la ventana estoy contemplando, a lo lejos, sobre el cielo limpio, si está despejado, las agujas de la Catedral. No puede tener conmigo más atenciones de las que tiene Doña Blanca Armendáriz, la dueña del pupilaje: una señora que, como se comprende, ha venido a menos. ¿Y es que vendré yo a menos algún día? ¿Y es que, por ventura, es decir, por desventura, no he venido yo a menos ya? Pero dejemos esto: esto es cosa que no quiero dilucidar. Cada cual tiene su destino. Y cada cual marcha por su ruta. ¿He de decir yo cuál es mi destino y cuál mi ruta? ¿Y para qué quiere el lector saberlo? El caso es que me encuentro en una casa de pupilos, en Burgos, y que estoy emborronando afanosamente cuartillas con los datos que recojo en la Catedral. ¿He dicho que llevo ya en Burgos tres meses? Lo repetiré, si es que lo dije. Y lo repetiré para que se vaya viendo los progresos que he hecho en mis estudios sobre la Catedral. El primer problema que se me presentó fue el de saber por qué puerta había de entrar en la Catedral. ¿Entraría por la puerta de la Coronería, o por la de la Pellejería, o por la del Perdón, o por la del Claustro, o por la del Sarmental? Estuve muchos días cavilando; no es indiferente, claro está, entrar en un edificio por una puerta o por otra, cuando el edificio tiene varias puertas. Pasaban los días, y yo no podía, en mi irresolución, comenzar mis estudios. Si no penetraba en la Catedral, ¿cómo iba a estudiar la Catedral? Si no trasponía los umbrales de la Catedral, ¿de qué modo me gobernaría para hacerme cargo de las bellezas de la Catedral? Iban pasando los días, y, naturalmente, las noches.   —232→   No cesaba yo de cavilar. Llegó un momento en que reduje los términos del problema: ya la duda no estaba entre las varias puertas de la Catedral, sino entre dos solas puertas: la de la Pellejería y la del Sarmental. Hice con esto lo que, según creo, recomienda Descartes en el Discurso del método: dividir el asunto en varios fragmentos, con el fin de abarcar con fuerza cada fragmento. Y de este modo ir resolviendo el problema paulatina y seguramente. Si Descartes no ha dicho lo que ahora le estoy atribuyendo, los eruditos tendrán la bondad de rectificarme. Ante las dos puertas ¿por cuál me decidiría? No era fácil la elección: no lo era porque las dos entradas son igualmente bellas. Pero, al cabo, en un momento de heroísmo, como si dijéramos, me decidí por la puerta del sarmental. Y me decidí por el hecho de que a tal puerta se accede por una escalinata. Y en tanto que yo fuera ascendiendo hacia la puerta, mi objetivo supremo, podría ir pensando: pensando de escalón en escalón. Y parándome en cada rellano, o sea dos veces, puesto que son dos los rellanos. Resolví, por fin, el conflicto, y me sentí descansado. Podía pensar a mi talante en la Catedral; podía ser de mí mismo en la Catedral. Y aquí, en mi pupilaje, estoy ahora, en el declinar de la tarde, ante las cuartillas, después de haber estado toda la tarde en la Catedral, entregado a mis estudios.

¿Y qué es lo que hallo yo en la Catedral de Burgos? ¿Cuáles son mis estudios? No se contesta tan fácilmente a estas preguntas. Figúrese el lector que he ido ascendiendo por la escalinata de la puerta del Sarmental; ya he pisado los umbrales; ya estoy en el vasto ámbito. ¿Y qué me ocurre al poner el pie en el pavimento? ¿Qué sensación es la que embarga mi espíritu? Irremediablemente, pienso en un arzobispo de Burgos que fue también cardenal. He escrito «irremediablemente» y no sé por qué he estampado este adverbio. No siento de ningún modo el pensar en el cardenal aludido; no quisiera que esos pensamientos tuvieran «remedio». Véase cómo los que no estamos prácticos en el arte de escribir solemos deslizarnos de cuando en cuando. ¿No he dicho todavía el nombre del arzobispo y cardenal? Se llamaba don Fernando de la Puente. El cardenal, al tomar posesión de su archidiócesis, lo primero que   —233→   hizo, naturalmente, fue visitar la Catedral. Después de visitada, le preguntaron los canónigos qué es lo que le había parecido. Y el cardenal, supongo que sonriendo, contestó: «Es una señorita muy atildada y compuesta; pero mal calzada». ¿Y qué quería decir con esto de «mal calzada» el Cardenal? Quería decir que el pavimento de la Catedral era recusable. En este punto han comenzado mis estudios. El pavimento de la Catedral de Burgos es el primer asunto serio, grave, en que me he ocupado. La Catedral ha tenido tres pavimentos; o sea, para escribir con exactitud -y que no me detraigan los hablistas-, ha tenido dos y tiene ahora... el que tiene. El primer pavimento era de piedra friable; se iba deshaciendo con el pisar de los devotos -o no devotos-; se llenaban del polvo que se producía los ornamentos y las imágenes. Fue forzoso poner otro pavimento; ocurrió esto en 1789; pero este segundo pavimento fue tan friable como el primero; no se adelantó nada con el cambio. (Costó este segundo pavimento doscientos catorce mil quinientos treinta y cuatro reales; quiero demostrar que estoy impuesto en la materia.) Fue exaltado a la sede burgalesa don Fernando de la Puente. Y entonces se efectuó el tercer cambio de pavimento. Ya no habría que pensar en una nueva mutación: el pavimento que se puso a la Catedral era de bello mármol en losetas blancas y azuladas. Ese pavimento es, claro, el que voy pisando cuando entro -por la puerta del Sarmental, no hay que olvidarlo- en la Catedral. Ya dentro ¿qué es lo que hago? ¿Y he dicho lo que también costó el nuevo pavimento? Subió a la suma de ochocientos cuarenta y un mil trescientos ochenta y dos reales. Aconteció este cambio en 1863. El Cardenal Puente murió en 1868. Nos es gratísima su memoria. Debemos exaltar su memoria. Esto es lo que hago en un desvancito de la Catedral, cuando después de haber deambulado por su área, el área de la Catedral, me siento ante un brasero en compañía de mi amigo Rosendo Cubiles. ¿Y quién es este Rosendo Cubiles que ahora inopinadamente -o con deliberación- aparece? Es un antiguo carpintero de la Catedral, al presente jubilado. Con él me paso las horas muertas, como se dice, en este desván de la Catedral. He resuelto ya el problema del pavimento y estoy libre por   —234→   algunos días. Conviene, cuando se trabaja, tomar de cuando en cuando un descanso. ¡Cuánto hablamos y cuánto callamos en este camaranchón Rosendo Cubiles y yo!

-¿Y no conoció usted, amigo Rosendo, algún solador de los que pavimentaron la Catedral en tiempo del Cardenal Puente?

Calla un momento, antes de contestarme, Rosendo Cubiles; se rasca la cabeza y luego dice:

-Como conocer, conocer, no he conocido a ninguno. Pero he oído hablar de uno, el maestro de obras, a quien mi padre conoció. ¡Qué hombre tan cabal era! ¡Y cómo enlosaban todos!

-¡Ya no se enlosa, querido Rosendo! -exclamo yo con tristeza.

-¡Claro que ya no se sabe pavimentar!

-¡Y eso es fundamental, sobre todo, en una Catedral!

-¡Hombre! ¡Claro, ni que decir tiene!

Y van pasando las horas; pasan sin que las sintamos. ¿Y qué más podemos desear en esta vida, sino que pase el tiempo sin que advirtamos su paso? En el desván la luz entra por una alta y angosta ventanita: una ventanita que da a las techumbres. Hay en el desván un marco antiguo sin lienzo. Hay asimismo la armazón de un túmulo. Y hay un pedazo de pintura que representa un sayón romano: un sayón que debía de colocarse en el Monumento por Semana Santa. Como el sayón ha pasado, pasaremos nosotros. Y lo que debemos ansiar es que la corriente del tiempo nos arrastre sin dolor. En la Catedral de Burgos, en el camaracho, después de haber estudiado profundamente, sólidamente, definitivamente, el problema de la pavimentación, me siento, en estos instantes, en que me encuentro ante el brasero, fuera del tiempo y del espacio.

(Quisiera acabar siempre sin efectismos, como si faltara todavía algo.)


 
 
FIN
 
 


  —235→  

ArribaAbajoTres notas con veredero

Encargado por el editor de este libro de escribir una declaración ostentativa, me he dirigido al propio autor, en requerimiento de su opinión. Azorín me ha contestado con dos notas, a modo diplomático: en una de ellas Azorín habla directamente; en la otra, habla con impersonalidad completamente protocolaria. A continuación van los dos documentos.

Ángel Cruz Rueda

«El libro es una interpretación, no erudita, sino psicológica, realista, en que no se menciona al inevitable León Hebreo, ni se llama a Cervantes con el remoquete del Manco sano. No se habla tampoco, naturalmente, del Renacimiento. Entre caballeros no es preciso hablar del Renacimiento. Y Don Quijote es un perfecto caballero, como lo ha definido, con cuatro palabras, quien mejor lo ha calado: el vizconde Francisco Renato. De gran caballero a gran caballero. "Cuales barbas, tales tobajas"».


Azorín                


Horas después de recibida la anterior nota, Azorín ha enviado esta otra: «La interpretación de Azorín plantea este problema, no planteado hasta ahora: ¿El Quijote es un libro de femineidad o de virilidad? Azorín se decide por lo primero. Y esta es una de las características de Con permiso de los cervantistas. Vencida ya la etapa, a favor de Cervantes, de si el Quijote es un libro de apocamiento o plétora, de auge o postración, preciso será entrar en esta nueva ruta. Un libio en que se exalta la sensibilidad -la sensibilidad femenina-, no podía ser un libro de decadencia».

Estando en pruebas estos quillotros llega una tercer nota de Azorín. Dice así:

«He escrito un libro de melancolía; un libro de sic transit; un libro de despedida. ¡Adiós y veámonos! ¿Cuándo nos hemos de volver a ver los lectores y yo? No lo sé; probablemente, nunca. Cada cual con su razón. Otra despedida ¡Adiós, paredes! Y con el hato al hombro.

Madrid, mayo, 1948».




  —236→  

ArribaMinuta de cervantismo

por A. Cruz Rueda


El querido maestro Azorín, cada vez más digno de respeto y afecto, ha sentido devoción, siempre por la vida y obra de Cervantes: desde el primer folleto que publicó Azorín, La crítica literaria en España (1893), hasta su libro más reciente, rara será la publicación suya, incluso de teatro, donde no se lea alusión, comentario, glosa o estudio referente al inmortal alcalaíno. Escuetamente, a ruegos de amigos que conocían el proyecto del libro que acabas de leer, recordaremos cuanto original propio acerca de Cervantes o de sus libros recogió en volumen, ya que aun quedan más trabajos esparcidos en la Prensa.

De 1904 son «Don Alonso Quijano en Londres» y «Un loco», coleccionados en Fantasías y devaneos (1920).

De 1905 es la Génesis del Quijote, con que, a ruegos de los editores barceloneses Henrich y Compañía, prologa la soberbia obra Iconografía de las ediciones del Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra; trabajo admirable, elogiado por los editores mismos, aunque por los nuevos documentos cervantinos el autor hubiera hoy de modificar algunos extremos. En el mismo año leyó en el Ateneo de Madrid, Don Quijote en casa del caballero del Verde Gabán, incluido después (1912) en Lecturas españolas. De 1905 también -tricentenario de la primera parte del Quijote- es La Ruta de Don Quijote, la cual apareció en segunda edición ilustrada con bellas fotografías facilitadas por don Torcuato Luca de Tena, para satisfacer las peticiones que de América se recibían; esta obra, cada vez más estimada, ha sido traducida al francés, al noruego y al alemán; la edición alemana cautiva por la belleza de su presentación e ilustraciones. En 1915 -para el tricentenario, al año siguiente, de la muerte de Cervantes-, publica Azorín el libro titulado Tomás Rueda (en un principio, El Licenciado Vidriera visto por Azorín), del cual hay edición para el estudio del español en Inglaterra y Estados Unidos de América, con ejercicios, notas y vocabulario en inglés. Con Cervantes se denomina un volumen recientemente impreso en Buenos Aires. Y este, Con permiso de los cervantistas,   —237→   henchido de humorismo, amenidad y hondos pensamientos, completa la lista de los libros dedicados íntegramente al «manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las Musas», como le llamó el estudiante pardal en el prólogo del Persiles y Sigismunda; prólogo que tanto deleita a Azorín.

Trabajos cervantistas sueltos aparecidos en volumen, son los siguientes, salvo posible omisión por lo extenso de la obra azoriniana: los de Fantasías y devaneos y el ya citado Génesis del Quijote. En Los Pueblos (1905): «La novia de Cervantes» (I y II). En España (1909): «Una criada». En Lecturas españolas (1912): «El Caballero del Verde Gabán», también nombrado anteriormente, y «El genio castellano», así como al final de «Baltasar Gracián». En las nuevas ediciones, el tercero -«Cervantes»- de los «Retratos de algunos malos españoles». En Castilla (1912): «La fragancia del vaso» y «Cerrera, cerrera...».

En Clásicos y modernos (1913): «El descendimiento de Miguel», «La evolución de la sensibilidad» y «Cervantes y sus coetáneos». En Los valores literarios (1914): «Sobre el Quijote», «Lemos y Cervantes», «Una noble indignación», «Heine y Cervantes» (I y II), «El retrato de Cervantes» y «La patria de Don Quijote» (I y II). En Al margen de los clásicos (1915): «Al margen del Quijote», «Al margen de La fuerza de la sangre», «Cervantes» y «Al margen de Persiles» (I, II y III). En el libro Entre España y Francia (1917), «Rabelesistas y cervantistas».

En Los dos Luises y otros ensayos (1921): «Cervantes» (I, «Las novelas idealistas», y II, «Una nota al Persiles»). En De Granada a Castelar (1922): véase el «A manera de prólogo» de las nuevas ediciones. En Una hora de España, o discurso de recepción en la Real Academia Española (1924): «Un viandante». En Racine y Molière (1924): «Molière y Cervantes». En Los Quinteros y otras páginas (1925): «Los primeros frutos» y «Las dos casas». En Teatro, II (1931): Cervantes o la casa encantada. En torno a José Hernández (1939): «Cervantes y Hernández» (cap. IV) y «En León y en un mesón» (cap. VIII).

  —238→  

En Pensando en España, Cuentos (1940): «Sancho, encantado», «El secreto de Cervantes», «Al salir del olivar» (I, II y III), «El tiempo pasado», «Su mejor amigo», «Cervantes nació en Esquivias», «Aventuras de Miguel de Cervantes», «Los papeles y la vida», «Claro como la luz» y «El Licenciado Vidriera»; además, el epílogo, titulado «El pintor de España». En Sintiendo a España, Cuentos (1942); «La familia de Cervantes», «El pastor Elicio», «Caramanchel», «En los campos Elíseos», «El honor castellano», «Don Quijote, vencido», y «La vida en peligro». En Capricho, Novela (1943): caps. «Habla Alonso Quijano» y «Habla Tomás Rueda». En el texto hay interpolados, adrede y sin entrecomillar, un párrafo de La fuerza de la sangre y otro de Las Fundaciones.

En las Obras selectas de Azorín (1943): en la sección de «Cuentos varios», léase «Lo que dijo Ángulo». En Los clásicos redivivos y los clásicos futuros (1945): «Miguel de Cervantes». En El artista y el estilo (1946): «Cervantes y el idioma», «Lo irregular» y «Tiempos y tiempos».

De los no recogidos todavía en volumen y que conocemos, hemos de citar como de más importancia los de «La pobreza de Cervantes».

Acaso esté incompleta, repetimos, esta relación: piense el lector que se trata de una sencilla minuta; tiempo habrá de ampliarla y de explicarla; de explicarla por lo que se refiere al contenido de los dichos trabajos. Procure quien leyere los humorísticos o algunas de esas glosas, no incurrir en caramanchelismo que, según dijo el propio Azorín en el capítulo V de su París, «consiste en considerar como verdadero aquello que tiene todas las apariencias de serlo y que, sin embargo, es falso». Hombres cultos han caído en aquel, atraídos por el señuelo.

A. Cruz Rueda

Madrid, octubre de 1947.





Anterior Indice