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«Con permiso de los cervantistas» (Azorín, 1948): examen de «un libro de melancolía»1

José María Martínez Cachero





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1947, Año Jubilar Cervantino

En 1947 se cumplían cuatrocientos años del nacimiento de Cervantes y con este motivo hubo entre nosotros abundantes y variadas celebraciones, algunas de las cuales se efectuaron entrado ya 1948: ediciones de algunas obras cervantinas, libros sobre la vida y la literatura de Cervantes, números monográficos de publicaciones periódicas diversas, reuniones de especialistas y ciclos de conferencias, exposiciones, una versión cinematográfica del Quijote que dirigió Rafael Gil, centenares de artículos de prensa, a cuya cabeza figuran destacadamente los escritos por Azorín con destino a la tercera página del diario madrileño «ABC»; la persona que firmaba «un Corresponsal», y que hace cumplido recuento de la efeméride2, escribió al respecto: «La serie más notable es la que viene publicando Azorín desde que comenzó este año del centenario. Deben pasar de cien los artículos ya aparecidos, en su mayoría de evocación de personajes y lugares cervantinos. Quizá sea éste el homenaje literario más bello que haya tenido Cervantes en esta ocasión».

Inicialmente insertos en dicho periódico, no tardaron estos y otros trabajos azorinianos en ver la luz segunda vez, reunidos ahora en volumen, dos concretamente: Con Cervantes, 19473, y Con permiso de los   —188→   cervantistas, 1948, acerca de los cuales ha explicado Ángel Cruz Rueda que el primero consta de escritos de tiempo atrás, incluidos ya en libros anteriores, más veinticinco nuevos, compuestos entre 1935 y 19444. Por lo que atañe al segundo, precisa Cruz Rueda que sus capítulos datan de 1944-1947, insertos bastantes de ellos en la prensa pero otros rigurosamente inéditos5. Ambos volúmenes son muestra fehaciente, una prueba más de la sostenida devoción cervantina de Azorín, que ya había producido (como es notorio)6 valiosa cantidad de obra con ese tema como asunto.

Con permiso de los cervantistas, el libro que va a ocuparnos7 y al que su autor caracteriza como «un libro de melancolía», observa las normas consabidas de esa labor azoriniana, esto es: adhesión entrañable a Cervantes, conocimiento no vulgar de su obra, uso de una singular erudición y brillante capacidad relacionadora, aliado todo esto a su fina y viva sensibilidad, animado por ella; gestado el libro a la altura de mil novecientos cuarenta y pico, no podía sustraerse al talante, humano y literario, del escritor entonces, cumplidos ya los setenta años, si todavía en gran actividad, metido irreparablemente en la etapa última de su obra, la que en otra ocasión llamé «Desasimiento» y «Crepúsculo»8.

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Otro libro cervantino de Azorín

Con permiso... es un conjunto de ciento ocho artículos, breves en extensión, a los cuales unifica no sólo su destino periodístico, sino también la temática cervantina, relativa a la vida y obra de Miguel de Cervantes y a cuestiones con ellas relacionadas. La presencia de lo que llamaré materia cervantina resulta considerable y se mantiene pieza tras pieza, pero cabe registrar alguna excepción donde esa materia es sólo una mención o alusión insignificante; así sucede en El batán, estampa típicamente azoriniana que protagoniza el poeta X, viajero por La Mancha y constructor y dueño de un batán en un sitio que podría ser aquel «en que se desenvolvió la aventura del batán, en el capítulo XX de la primera parte del Quijote», palabras de Azorín (pág. 18) que constituyen la única materia cervantina del caso. Por idéntico camino van: El Madrid de Cervantes, un texto a la manera de los que integran la novela superrealista de 1930, Pueblo (el nombre del escritor o su apellido, reiterado unas cuantas veces, es su única materia específica); Cervantes, moderador (donde Cervantes es invocado, junto con otros escritores y pintores, como mediando en la querella realismo/idealismo); Un estreno (que se refiere a La comedia nueva o el café, de Moratín hijo, para, luego de exponer y comentar su asunto, preguntarse, al final del artículo y entre paréntesis: «¿con quién hubiera estado Cervantes en este pleito?, ¿con Moratín, por convicción literaria, o con Comella, por sentimientos humanos?», pág. 154); Las ventas (cuyas condiciones de comida, habitación y trato a los huéspedes eran harto deficientes a tenor de algunos testimonios literarios -el duque de Rivas, sobre todo-, a los que Cervantes se junta); Cervantes, social (libérrima divagación acerca de aspectos de la sociedad española a lo largo del tiempo, apoyada en referencias literarias, donde Cervantes y el cervantismo no son más que unas preguntas al comienzo del artículo); Los libros (otra divagación acerca de su materialidad: dinero que cuestan, espacio que ocupan, posibles usos domésticos de las hojas, y de su espíritu, ya que pueden, para el lector, obrar como sustitutos de la vida; todo ello tomando pie en la maltratada biblioteca de Don Quijote). El epílogo del libro, En la catedral de Burgos, ninguna relación   —190→   guarda, ni siquiera en forma de alusión al paso, con Cervantes, puesto que Azorín «abjura su cervantismo en Burgos» y como «ha olvidado» en Burgos a Cervantes, «no habla ya en Burgos de Cervantes» (p. 229).

Excepciones las ocho señaladas en un conjunto que se distingue por el empleo de la llamada materia cervantina como temática; dentro de Con permiso... se reiteran apreciaciones o puntos de vista azorinianos sobre concretos extremos de la biografía, obra y época de Cervantes tal, verbi gratia, la insistencia en advertir la predilección del escritor clásico hacia las mujeres, las de joven edad sobre todo -«Cervantes tiene propensión a las chiquillas» (p. 69)-, cuya presencia resulta frecuente y grata, rasgo que pudiera explicarse (piensa Azorín) como consecuencia de que «Cervantes ha vivido siempre envuelto en un ambiente de feminidad: todo son mujeres en torno a Cervantes (...). Aquí están la hermana Magdalena, la hermana Andrea, la sobrina Constanza, la hija natural Isabel» (p. 149). Reiteraciones inevitables, si tenemos presente la larga y constante dedicación azoriniana al tema, de ciertos asuntos que nuestro autor había tratado ya y a los que vuelve ahora con una relativa novedad -pensemos en el retrato de Cervantes pintado por Juan de Jáuregui, disputada cuestión que hizo correr ríos de tinta, y en la que Azorín no rehuyó intervenir9, para inclinarse a favor del que poseía el marqués de Casa Torres, que, además, acompaña como ilustración al volumen haciendo pareja con la portada. En otras ocasiones, la reiteración es repetición de escritos ya publicados, pero a los que se les da una cierta apariencia diferente -el artículo El decano, relativo a quien Azorín considera el más antiguo cervantista, Francisco Márquez Torres, autor de la aprobación de la segunda parte del Quijote, es (en Con permiso...) una abreviatura hecha en sólo dos extensos párrafos de El primer Cervantista10-.

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Incluiré en un posible apartado cuyo título sea «Vida de Cervantes» la apreciación global de ésta como una peripecia harto ajetreada, sin mayor asiento o sosiego: «toda su vida ha sido el camino» (p. 13); con tres hechos «climatéricos» en su transcurso, a saber: la muerte de don Juan de Austria, que le arrebató un amigo, valioso protector llegada la ocasión; la quiebra matrimonial, que debió de hacerle no poco infeliz; el auge de Lope de Vega, triunfador en el teatro, que privó a Cervantes de imponerse como dramaturgo. (¡Qué distinta suerte la suya si tales hechos, o alguno de ello, no hubieran sucedido!). La falsa partida de Alcázar de San Juan, correspondiente a un Miguel de Cervantes bautizado en la iglesia parroquial de Santa María el 9 de noviembre de 1558, da pie a Azorín para una invención, teñida por la ironía, acerca de la existencia de tal ciudadano alcazareño, que cumplió luengos años entre sus heredades, familiares y amigos, sin mostrar ninguna chispa de genialidad, bien ajeno a la actividad literaria; distinto desarrollo tiene el artículo Alcázar de San Juan, donde el autor juega con las dos posibilidades o los dos Cervantes, el falso y el verdadero, abonado cada uno de ellos por su respectiva partida de bautismo; el juego o conflicto, tan grato a Azorín, de la ficción y la realidad le sirve ahora para concluir que «el sólo [Cervantes] auténtico, sólidamente auténtico, es el que nosotros, en nuestra conciencia, hemos creado» (p. 208).

En otro posible apartado «Obra» tendría cabida, a más de las referencias al Quijote, cuantitativamente numerosísimas, los comentarios a propósito de otros libros cervantinos que a veces, y en ambos casos, son nada más que apreciaciones de pasada. A uno y otros conviene, puesto que todos ellos serían documento útil para el caso, la propuesta azoriniana de confeccionar un diccionario de las cosas en Cervantes, habida cuenta de las muchas que en sus páginas aparecen, muestra inequívoca de su sensibilidad y, también, del alto grado de intimidad que con ellas tuvo el motejado de ingenio lego. ¿Qué decir de semejante diatriba? En dos ocasiones será atendida, y Azorín se pronuncia siempre contra su validez, ya que las lecturas que al parecer no hizo Cervantes son, como cualquier lectura de alguna entidad, «un estimulante», sí, pero nunca el único, ya que también lo son (no menos   —192→   decisivos) experiencias y sensaciones que Cervantes tuvo en buen número -el mar: Lepanto, Corfú, Mesina- y producen «íntima y profunda comunicación con las cosas» (p. 152).

Principia nuestro repertorio por la poesía de Cervantes, cuyas composiciones elegíacas (como la dedicada al tránsito mortal de la reina Isabel de Valois) se distingue por una «nota de delicadeza» (p. 191), que acaso haga contraste, como si fuese otro extremo de ese conjunto, con el soneto al túmulo de Felipe II, «sarcástico, esperpéntico, del más puro estilo Valle-Inclán» y «desde luego, inadecuado» a la vicisitud celebrada (p. 54). Más de una vez resalta Azorín la capacidad dramática de Cervantes, manifestada incluso más allá de las piezas teatrales, puesta que «lleva sus dotes de dramaturgo a la novela», como sucede al reunir en la venta a «los personajes de seis u ocho dramas» (p. 81)11; puede que los entremeses cuenten con la preferencia azoriniana y ello por razones como la fina sicología al presentar a sus heroínas, y el predilecto entre los ocho es El viejo celoso, comparable a una comedia de Marivaux. Ocho y no más entremeses de autoría cervantina, porque el atribuido El hospital de los podridos no puede ser obra suya, ni por el estilo, ni, sobre todo, por la complacencia que el autor muestra por «la suciedad extravagante» (p. 99). De las novelas que no son el Quijote se ocupa también Azorín, y llama la atención que tan fervoroso de Persiles y Sigismunda, su eficaz reivindicador ante el común de los lectores, no le dedique ahora algún comentario; salen, sí, La Galatea, acaso el libro cervantino que mejor representa su condición de raro inventor, ya que «es un tejido tupido, denso, de aventuras», en detrimento del análisis sicológico y del medio físico, componentes menos atendidos (p. 71); profusión de aventuras igualmente en El amante liberal, la más prolija, la más «desorientadora» de las Ejemplares (p. 144), y elogio para La señora Cornelia, «lo más fino, lo más ático, que haya escrito Cervantes» (p. 81), a la que perjudica la palabra «señora», pues lleva a pensar en una mujer ya madura, cuando lo cierto es que su protagonista cuenta dieciocho años.

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Resulta evidente la gran abundancia de glosas al Quijote en el libro azoriniano que nos ocupa: episodios, capítulos y personajes; la figura del protagonista; otras diversas cuestiones; el Quijote de Avellaneda. Vayamos con orden.

El asunto del episodio de los galeotes -enfrentamiento del caballero con la autoridad- le parece a Azorín un asunto difícil, en cuyo planteamiento y desenlace «ha estado Cervantes temerario», por lo que en capítulos posteriores trató de justificarse, pero acaso importa más recordar la favorable opinión azoriniana sobre la calidad del mismo, pues «nunca ha escrito Cervantes ningún pasaje de su libro con tanta naturalidad, con tanta fluidez» (p. 14). Puede parecernos excesivo tal elogio, así de rotundamente formulado, pero páginas más adelante Azorín manifiesta agrado no menor ante los quince últimos capítulos de la segunda parte del Quijote, en los que está contenido «algo de lo más bello, de lo más sereno, de lo más poético, profundamente poético» que su autor escribiera nunca (p. 174). Más violento que otra cosa es el trato que Cervantes, haciendo causa común con su héroe, dispensa al capellán de los duques, entrometido e inoportuno personaje, el de los «cinco destos» (como lo llama Azorín) porque su incriminación por Cervantes consta de cinco incisos, correspondientes a otras tantas características negativas, introducidos con la palabra destos («destos que gobiernan las casas de los príncipes» etc.). Más atractiva resulta la figura de Claudia Jerónima, a cuya actuación opone Azorín dos preguntas relativas a otros tantos pormenores no explicados: «¿cuándo se ha hecho el rico traje de hombre que viste?» (p. 115), «¿no tuvo Claudia tiempo de enterarse [de la traición de su enamorado]?» (p. 116).

Junto a estos (y otros) personajes, el protagonista, tanto portavoz de sí mismo como adalid de un espíritu, el quijotismo, que Azorín define como «exceso en el desenvolvimiento de la personalidad» (p. 41) y lo corrobora e ilustra en páginas posteriores cuando señala algunos de los excesos cometidos por el héroe cervantino: «combatir contra unos gigantes, contra unos ejércitos, contra unos yangüeses, contra otras muchas gentes enormemente superiores a sus fuerzas» (p. 198). Otras eran las fuerzas de que dispuso en su día el Cid Campeador y el artículo Conjunción en Burgos insiste en la conveniencia de amalgamar el personaje ficticio   —194→   y el personaje real -«una conjunción de don Quijote y el Cid (...) por la que suspiramos todos»12-. En otro orden de cosas, don Quijote -como Cervantes- es pueblo puesto que del pueblo ha salido y aspira -también como Cervantes-, mediante su inteligencia, a elevarse a la más alta aristocracia: la del espíritu.

Muy diversas cuestiones atañentes al Quijote aparecen en las páginas de Con permiso..., fruto de la erudición que su autor posee y de una atenta y repetida lectura del libro cervantino. ¿En cuántas ocasiones (y una más, ahora) se habrá complacido Azorín en señalar al escudero del capítulo tres del Lazarillo como un antecedente del ingenioso hidalgo, «antecedente en dignidad, en nobleza y en callado sufrimiento» (p. 11)?; no menos veces (y, también, ahora) consideró a Tomás Rueda, el licenciado Vidriera, como «el Quijote chico» (p. 35). Reparamos igualmente en: la explicación y hasta justificación de las llamadas negligencias de Cervantes en el Quijote (o descuidos, como el nombre de la mujer de Sancho) que no son tales, sino palabras escritas provisionalmente y que, insustituidas, quedaron sin corregir aunque lo que «importa es crear el ambiente de la obra» (p. 74); la explicación, asimismo, del famoso «no quiero acordarme» que Azorín estima una elipsis (u oración incompleta, cuyo texto sería algo como «no quiero hacer ahora el esfuerzo necesario para acordarme»); lejos de ser muestra de resentimiento hacia un determinado lugar (como a veces se dijo), Azorín aventura una causa harto distinta, perteneciente a la estrategia técnica del escritor, a saber: «...nombrar el lugar exacto de la acción nos obliga a limitamos. Forzosamente tendremos que reducir, con la exactitud, nuestro campo de acción; no escribiremos en este caso con la libertad, con la amplitud, con el desembarazo, que escribimos cuando la ciudad o el pueblo son fingidos» (o, más aún, cuando no se nombran) (p. 80). Otra peregrina hipótesis aduce Azorín respecto al   —195→   capítulo LXV de la segunda parte, cuando el morismo Ricote, expulsado de España con toda su gente, «exalta, de un modo entusiasta» (p. 24) semejante medida, y sus palabras producen perplejidad en el lector, que se pregunta por qué así; ello es que Cervantes utilizaría a tal personaje para desahogar su inquina hacia los moriscos, la cual, más que en motivos religiosos, se funda en motivos económicos: los de un Cervantes sumido por lo común en la dificultad y en la pobreza, incluso frente a quienes ponían todo su afán en guardar dinero: «trabajan y no comen. Entra un real en su posesión y lo condenan a cárcel perpetua» (p. 31).

El cotejo entre Cervantes y Avellaneda (sus respectivos Quijotes) resulta en Con permiso... reiterada y claramente desfavorable para el segundo, con lo cual se incorpora Azorín a una opinión casi unánime, pero importan más los apoyos de una tal preferencia: a) el sentimiento de la naturaleza, quizá «lo que más hondamente [los] separa» (p. 83); b) la zafiedad de Avellaneda, puesta de manifiesto en, verbi gratia, «un conocimiento algo rudo, zafio (...) de la vida de los pueblos y del campo» y «un sentido erótico, zafio también, grosero» (p. 159); c) nobleza frente a cominería («el tono de nobleza que tiene el verdadero Quijote» y del que carece su opositor, p. 176). Con todo, el libro «curioso», nacido contra la obra de Cervantes, conocido como a remolque de ella, pudo ser causa de algún beneficio para su modelo, ya que los quince últimos capítulos escritos por Cervantes, una vez conocido el libro rival, son «algo de lo más bello, de lo más sereno, de lo más poético» que éste compuso (p. 174); ¿serían como son si no se hubiera interpuesto estímulo tan insólito?

En su reseña de Con permiso... afirmaba Melchor Fernández Almagro13 que en los artículos del mismo «hay erudición», lo cual es muy cierto y se aviene con la imagen ya tópica de Azorín hombre de libros; señalaba también la «asociación de ideas, muy sutilmente promovida» a que el autor se daba con frecuencia. Ciertamente muestra y demuestra conocimiento y dominio de lo escrito por otros colegas de tema desde, por ejemplo, el inventor del ocultismo en la exégesis quijotesca, Nicolás   —196→   Díaz de Benjumea (siglo XIX), hasta Luis Astrana Marín (en los mismos días de Azorín), de quien se esperaba considerable enriquecimiento de la biografía de Cervantes, pasando por Valera, Menéndez Pelayo, Rodríguez Marín y Américo Castro, sin poner en olvido trabajos de ámbito más reducido, como el del doctor Gómez Ocaña; sus aportaciones documentales o sus estimaciones críticas suelen servir ya como sugerencia, ya como ratificación de las ocurrencias propias; acá y allá, saliéndose de la bibliografía cervantina, pero no de la rara erudición, invoca Azorín libros como una Historia de Compluto (1725) que no incluye a Cervantes entre los hijos ilustres de Alcalá de Henares, o como un Manual de redacción y corrección de estilo (1859), donde tampoco sale Cervantes entre los estilistas de nota.

Grande es y a menudo enriquecedora la capacidad relacionante de Azorín, quien, llevado por sus muchas y variadas lecturas, gusta de establecer comparaciones y señalar paralelos por encima del tiempo y de la naturaleza de los aproximados. Un no completo recuento ofrece nombres como los de Péguy -que es pueblo como lo era Cervantes, pobre que siente la dignidad de la pobreza (lo mismo que Cervantes) y (última semejanza) prosista claro, natural y sencillo-; Flaubert -autor de otro Quijote en Bouvard et Pecuchet, que es «la apología de la comprensión», como el cervantino es «la apología del esfuerzo vital» (p. 69)-; Galdós -que creó nuevos quijotes en el drama Amor y ciencia (el doctor Guillermo Bruno) y en la novela Nazarín (el sacerdote Nazario Zaharín); que en Miau presenta una empobrecida familia, la del cesante Villamil, no muy distinta de lo que fueron el hogar y la familia de Cervantes-; Jacinto Octavio Picón y Pedro Antonio de Alarcón -que recogen en algunas de sus novelas (Lázaro, Dulce y sabrosa, La pródiga) el que debió de ser canon femenino en el siglo pasado, tal como Cervantes recogió el de su tiempo en Las dos doncellas y El celoso extremeño-; Federico Mistral -cuya Mireya, que es «un poema amatorio, unas geórgicas y una pastoral» (p. 72), diríase una Galatea trasplantada al siglo XIX-; Zorrilla -escritor instintivo y por ello proclive a la improvisación y al descuido que, salvadas todas las distancias, quizá aquejaron a Cervantes, si es que en su obra creemos advertir «una como negligencia que es originada por el escribir fluida y ligeramente» (p. 136)-. Curiosas,   —197→   insólitas, inesperadas conjunciones éstas y otras que Azorín establece libérrimamente con el fin de enriquecer, saliéndose de lo consabido, las posibilidades de la lectura con la intención, también, de acercar al lector actual lo que puede resultar demasiado lejano.

Cuando se publica Con permiso... Azorín ha entrado ya en la senectud, y si bien su actividad se mantiene muy viva, no ofrece ya novedades relevantes, como la que tiempos atrás supusiera la heterodoxa adscripción al superrealismo; conviene a este libro, y en realidad a toda la etapa literaria azoriniana en que se incluye, lo dicho en la página 95 a propósito de Cervantes, que en su vejez «llega a una tenuidad admirable» y hace uso frecuente y acertado de estas dos cualidades: condensación, eliminación de superfluidades. La herida del tiempo, que pasa y deja huella irreparable en cosas y personas -el tema del Tiempo, en suma, casi una obsesión en Azorín-, es presentada de original manera en Lo que no vio Cervantes, esto es: las transformaciones que poco después de su muerte sufrieron hábitos de la vida en su casa, gentes de su entorno próximo, realidades del mismo («no existe tampoco una lanería en que Cervantes solía recalar alguna que otra vez» (p. 105) y, pasando de lo menudo e individual a lo nacional, Cervantes no ha visto, para fortuna suya, la consumación de la desgracia española con la derrota de Rocroi (1643), que hubiese colmado de tristeza el alma del heroico soldado de Lepanto; en el trastrueque de la realidad ofrecida por Cervantes en el capítulo VI (primera parte) de su libro máximo (escrutinio de la biblioteca de Don Quijote), quien ahora -artículo Una ilusión, pp. 93 y 94- finge no darse cuenta, ni por el olor a chamusquina que percibe, ni por el ruido que oye como de obrar en una pared, de lo sucedido con sus libros a manos del cura y del barbero, el ama y la sobrina, burlándose así de sus enemigos domésticos. He aquí dos destacadas piezas del conjunto a las que dan acusado relieve, respectivamente, la melancolía y la ironía que las traspasa.

Ya en el prólogo del libro echamos de ver el uso por Azorín de vocablos poco sólitos -«pelgar», «drope», «zarramplín», «chuchumaco», como caracterización de su cervantismo-, lo cual no constituye novedad en nuestro autor, siempre a la busca de la mayor precisión expresiva, pero sí acaso semejante acumulación, relativa además a sí mismo, que se   —198→   me antoja rasgo irónico en quien conoce sobradamente cuál es su personal realidad. Continuando con el estilo externo del libro, repararíamos ahora en la abundancia de la interrogación que llena bastantes párrafos, interrogación retórica más que pregunta efectiva: en algunos casos, aseveración categórica (aunque no lo parezca) y, en otros, procedimiento para introducir variación en el ritmo del discurso; bastante a menudo, también, para cerrar el artículo dejando en el aire -espacio abierto a la sugerencia del lector- su conclusión; en ocasiones diríase que la pregunta corre a cargo de un interlocutor de quien escribe, concediéndole a éste una brevísima pausa y ayudándole a no perder el recto hilo de la historia que narra, haciendo que, de paso, atienda a algunos menudos pormenores. Existe, pues, una variada gama de matices en el seno de tan nutrido repertorio.

Creo que el número tres resulta clave en el estilo azoriniano, ya que se reitera casi línea a línea (valga la exageración) y comunica al ritmo de la prosa una especial fluencia; se trata, por otra parte, de un caso de repetición, recurso retórico grato a nuestro autor. En Con permiso... hay ejemplos por doquier -ya un tríptico de adjetivos-: «... en busca de lo relativo, de lo incierto, de lo contingente» (p. 40), ya de sustantivos: «...gastar con dulzura, con suavidad, con voluptuosidad» (p. 49); a veces, el tríptico se alarga retóricamente con nuevas repeticiones y la introducción de algún elemento gramatical distinto: «...Leandra es hermosa, muy hermosa; a más de hermosa, es inteligente, muy inteligente; a más de inteligente, es rica, muy rica» (p. 63). Puede establecerse el juego a base de trípticos verbales diversos: «no lo sabemos; no queremos saberlo; no es preciso que lo sepamos» (p. 85), o a base de breves y sencillas oraciones: «Cardenio es rico; Cardenio es joven; Cardenio es inteligente» (p. 131), cuya individualidad aparece marcada con el empleo de un signo de puntuación separativo. Relativa variedad igualmente dentro de este conjunto -tríptico y repetición- que, aparte de su sabor retórico y del consabido propósito de «llamar y retener la atención del lector»14, produce una cierta demora o lentificación en la marcha del discurso.

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Con permiso de... es -teniendo a Cervantes como tema- otro libro de los dedicados por Azorín al estudio de nuestra literatura clásica, tan personales y tan controvertidos algunas veces, tanto por la actitud general del autor como por concretas aseveraciones suyas; coincide con sus homólogos en la intención actualizadora que anima al comentarista, deseoso de revivir a los clásicos, trayéndolos a nuestros días, haciéndolos cercanos, en suma: más asequibles. En estos artículos de ahora, a los que llama «comentarios cervantinos», se ha conducido como hombre sensible más que como hombre de erudición, si bien no hay que perder de vista (quedó apuntado) su preparación erudita. Pedirá -irónicamente- permiso a los cervantistas profesionales para que le dejen tornar la pluma y escribir sobre su ídolo y, conciliador como de costumbre, postulará desde el mismo prólogo otra deseable y oportuna conjunción: la del cervantista sicólogo y el cervantista erudito; libro de interpretación «psicológica» ha querido que fuese el suyo al que las reseñas críticas que conozco elogiaron resueltamente15.





 
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