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Conceptos de historia política y literaria en José Marchena

Rinaldo Froldi





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Ha durado demasiado, y a mi juicio aún no ha desaparecido, la marginación de la personalidad de la historia de la cultura y de la literatura españolas de José Marchena, conocido comúnmente por Abate Marchena. Habrá que precisar inmediatamente que nunca fue abad y que tal título le fue polémicamente atribuido de forma instrumental, por no decir mixtificatoria.

He dicho: aún no ha desaparecido pensando sobre todo en el nivel de la cultura media actual, que no siempre ha recibido las nuevas perspectivas críticas positivas que se han abierto tras los estudios de François López1 y los más recientes de Juan Francisco Fuentes.2

Hace ya muchos años, yo mismo intenté una revalorización del Discurso sobre la literatura española que escribió Marchena: lo hice en un artículo publicado en lengua italiana en una revista académica de no amplia difusión.3

Hoy vuelvo a considerar el tema porque estoy convencido de que Marchena, como pensador y en particular como historiógrafo de la literatura, es una figura notable y bien representativa del cambio que se realizó en la cultura de España entre el final del siglo XVIII y el inicio del XIX.

Su visión de la evolución de la literatura española supera, de hecho, la investigación erudita que dominaba en su tiempo, así como el rigor dogmático de las clasificaciones retóricas para moverse en la historia más propiamente civil y política de España en la cual entra la actividad literaria: la suya es una interpretación sin duda original y, me atrevo a decir, revolucionaria.

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Representa un momento significativo de la diversidad respecto a la cultura tradicional y constituye una visión crítica, madurada en el ámbito del pensamiento ilustrado, que abrió perspectivas nuevas aunque la involución del pensamiento español sucesiva al trienio liberal no permitió que se la entendiera en su efectiva dimensión histórica y cultural.

Hay que tener presente que una de las notas dominantes de la vida de Marchena es la estrecha conexión de su actividad literaria con la política: puso su pluma al servicio de la Revolución; su poesía presenta con frecuencia contenidos ideológicos; sus traducciones, innumerables, siguen también una clara tendencia ideológica. No sería extraño afirmar que precisamente el Discurso y la antología que lo sigue (con el significativo título de Lecciones de filosofía moral y elocuencia) constituyen una especie de summa de su pensamiento.4

La literatura es, para Marchena, una parte viva de la realidad esencialmente política de una nación y por este motivo pretende que su Discurso sea una respuesta a una cuestión precisa: si las buenas letras pueden prosperar en los gobiernos despóticos. Para él la respuesta es negativa, lo que se comprueba no sólo por la situación de su país, dominada, según Marchena, por el absolutismo político y por el dogmatismo fanático. A la pregunta que en 1782 formulaba Masson de Morvilliers sobre la Encyclopédie Méthodique en nombre de la cultura europea: «Mais que doit-on à l'Espagne?», que había suscitado polémicas muy vivas, él, adhiriéndose a la posición de Masson y de un filón crítico muy preciso que incluía a no pocos españoles, dio una respuesta negativa. En 1787, siendo un joven de diecinueve años, cuando estudiaba todavía en la Universidad de Salamanca, escribía en las páginas de El Observador en referencia obvia a la polémica que se había alzado en España y, en particular, al intento de defensa de la cultura y casi de la dignidad española llevada a cabo por Forner con la Oración Apologética por la España y su mérito literario, oficialmente apoyado por Floridablanca:

«¿Para qué sirven las apologías? Los extranjeros no creerán a los Apologistas por mucho que alaben a nuestros sabios mientras no les presenten obras dignas de su aprobación. Si se exceptúa la obra del Quixote, ¿qué cosa perfecta podemos presentar a los extranjeros5



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Para él los autores franceses superan a los españoles en el campo de la historia, de la política, de la filosofía, de las matemáticas, de las ciencias, de la poesía y de la crítica literaria. Y añade (respecto a los franceses):

«ni Masdeu, ni Lampillas son capaces de llenar el hueco de tantos grandes hombres... Apologicen todo cuanto quieran, pero permítannos repetirles lo de Hécuba a Príamo:

Non tali auxilio, nec defensoribus istis

Tempus eget».6



Y de forma muy tajante:

«No he podido devorar todavía la Oración apologética por la España y su mérito literario, por más fuerzas que me he hecho para ello».7



Marchena rechaza una posición de orgullo nacionalista mal entendido, dada su preocupación por la investigación y la búsqueda de una verdad en función educativa, incluso aunque esa verdad pueda resultar amarga o presentarse como arriesgada. Y si en los escritos juveniles de El Observador, proclamaba su amor a la verdad y su compromiso en buscarla, como hombre ya maduro en la época de su Discurso, confirmará:

«Consagrada nuestra pluma a la propagación de la verdad, ninguna contemplación nos arredra, cuando de establecerla tratamos».8



Por consiguiente, la suya no será una obra de simple erudición:

«No se trata en esta portada del edificio de nuestra literatura de seguir escrupulosamente y día por día las épocas, mas sí de hacer ver cómo el estado político de la nación ha influido en el literario y el puesto que en cada género de literatura compete a nuestra España entre las naciones cultas de la moderna Europa».9



Pero no se piense en un panfleto: el Discurso de Marchena es otra cosa. La relación entre la política y la literatura siempre queda claramente afirmada   —104→   en el seno de la historia («Siendo nuestro ánimo de entretejer en todo este discurso la historia política con la literaria de España»10) y la posición que asume el autor es la de la crítica de un philosophe que se sirve del material histórico para una meditación filosófica. Precisamente así trabaja Marchena en el doble campo del estudio histórico-político e histórico-literario, donde muestra siempre querer y saber superar la información (por lo demás rica y segura) no sin conciencia de la relatividad que la historia misma sugiere,11 y del respeto a un método científico, aunque con frecuencia, por necesidades prácticas evidentes, no todo el proceso sea puesto de manifiesto al lector, sino sólo propuestos de manera sintética los resultados.12

La historia es siempre búsqueda iluminística de las causas y esto también es válido para el estudio de la literatura,13 que no puede ser histórico, a pesar de que la literatura no se reduce a un fenómeno determinado por circunstancias externas a la misma. Para Marchena, en plena armonía con este momento del pensamiento ilustrado que en la literatura había hecho suya la gran tradición del clasicismo retórico para satisfacer su necesidad de ideas universales, la obra literaria es un producto de un gusto que se educa y se forma en contacto con una tradición que proporciona normas, aunque éstas no constituyan modelos rígidos y necesarios. El concepto de imitación de la naturaleza (para el ilustrado Marchena -sensista en filosofía- el hombre es principalmente naturaleza) debe pasar por el ejercicio retórico: por otra parte, sólo una imitación liberal14 puede permitirse ser original.

«No son las reglas carriles por donde ha de dirigirse perpetuamente el que pretenda lanzarse en la carrera de las letras; son sí antorchas que le alumbran para que no se despeñe en barrancos y precipicios. La más puntual y rigorosa observancia de las reglas del arte hermosura ninguna ni poética ni oratoria engendra, mas enseña a enmendar los desaciertos y borrar las disformidades».15



Respondiendo al uso de la razón, a la observación de la naturaleza y a los ejemplos de los autores clásicos, las normas retóricas tienen carácter universal pero no abstracto y por lo tanto las manifestaciones literarias (que   —105→   nunca existen fuera de la historia) adquieren legítimamente caracteres propios para cada nación.16

El concepto de «nación» aparece a menudo en Marchena: demuestra haberlo madurado de manera consciente en contacto con el pensamiento ilustrado.17 Le parece que el concepto puede ser aplicado a la historia española, sobre todo a partir del siglo XV, es decir, cuando se puede hablar de España como entidad dotada de carácter propio, de una medida ética de la cual sean expresión la lengua y la literatura. Por este motivo él no considera que los escritores de la España latina, visigótica y árabe pertenezcan a la literatura española, como, por su parte, había hecho una tradición humanística que en el mismo siglo XVIII había contado con notables defensores, como los hermanos Mohedano, Masdeu, Lampillas y Andrés, sino que piensa que el inicio de la literatura española coincide con el momento de la formación política y moral de la nación española, con el perfeccionamiento de su lengua en forma artística.18

En las distintas naciones europeas esta formación nacional y cultural se cumplió en términos diferentes para Marchena: Italia precedió a España, que sólo hacia el final del siglo XV adquiriría dignidad lingüística y literaria. Por otra parte, Marchena es consciente de que la historia de la formación civil y moral de España está ligada a la comunidad de moros, judíos y cristianos que pudo vivir y prosperar hasta que la fundación del Santo Oficio no cambió   —106→   curso a la historia de España. Concede la debida importancia a Alfonso X el Sabio y por su obra de poeta y por la de legislador, pero estima que el desarrollo de la lengua y la literatura italianas pudo realizarse mejor que el de la lengua y la literatura españolas por la diferente organización política de las dos naciones. Las repúblicas italianas, animadas por el «sagrado fuego de la libertad política»,19 permitieron una vida cultural muy intensa. Para Marchena, los españoles fueron mucho menos afortunados, aunque en el siglo XV se vieron florecer ideas de libertad civil y política en el curso de las guerras intestinas y literatos como Juan de Mena, el Marqués de Villena y el desconocido autor de las Coplas de Mingo Revulgo llegaron a manifestaciones de libre pensamiento. Si a los españoles tocó luego en suerte conquistar por las armas Nápoles y Milán, sucedió, sin embargo, que «ilustraron los vencidos a los vencedores» y legítimamente para Marchena se puede considerar a Italia como «la verdadera madre de nuestra literatura».20 No obstante, la literatura española no supo elevarse nunca en los correspondientes géneros a la altura de la italiana porque no pudo prosperar en un clima de libertad. A los Reyes Católicos21 y a la Inquisición atribuye Marchena la culpa de esto: España, precisamente en el momento en que se podía considerar «militar y victoriosa», era, a la sazón, «supersticiosa y esclava» hasta el punto de que entre los perseguidos por el tribunal figuran personalidades como Nebrija y el Brocense, Arias Montano y Fray Luis de León. La mayor figura, como pensador, fue Luis Vives, pero vivió y trabajó fuera de España y no pudo tener seguidores en su propia patria. La idea de libertad volvió a aparecer en el tiempo de la guerra de las Comunidades, pero terminó sofocada por la aristocracia.22 A pesar de esto, Marchena reconoce que con la corte de Carlos V («el único de nuestros reyes dotado de algunas prendas sociales»23) se creó un ambiente abierto a la cultura y a la afirmación de valores intelectuales parecidos a los ya existentes en otras cortes europeas. Sin embargo, las afirmaciones militares acabaron por constituir un freno para el adecuado desarrollo   —107→   de la sociedad española. A ideales completamente distintos atribuía el «ciudadano» Marchena el valor civil de la nación:

«Las brillantes proezas de Carlos V, vencedor a orillas del Elba, al pie del Capitolio, y en los campos donde fue Cartago, convirtieron en sed de gloria militar el amor de la libertad en los ánimos briosos; desgracia la más funesta que a una nación pueda sobrevenir, porque son tantas las nobles prendas que constituyen un guerrero esforzado y un gran capitán, de tal manera deslumbra la aureola de gloria que en torno los ciñe, que -ofuscados los ojos- no saben distinguir las dotes del buen ciudadano, del íntegro magistrado, las cuales principalmente en el respecto a las leyes y en la resistencia a todo arbitrario poder se vinculan.»24



En tal situación, ¿cuál fue el desarrollo ulterior de la cultura española? No se cultivaron en adelante en contacto estrecho con los otros pueblos la filosofía, el derecho y las ciencias exactas. La literatura, cerrada en sí misma, desarrolló sólo las partes «que pueden adelantarse sin enfurecer el fanatismo ni sobresaltar el poder absoluto».25 El cuadro que Marchena pinta de la España que sucede a Carlos V es de lo más oscuro: los reinos del sospechoso Felipe II, del mojigato Felipe III, del «majo y libertino» Felipe IV, del «estúpido y enfermizo» Carlos II hacen que España entre en una condición de decadencia progresiva mientras se exalta el poder de la Inquisición, sofocando sistemáticamente cada bocanada de libertad, y se suceden los gobiernos incapaces hasta de mantener el orden interno y de promover una sana convivencia civil. Tampoco es menos severo Marchena en sus juicios sobre los Borbones. Felipe V fue un «muñeco colorado», Fernando VI fue débil e inepto y el mismo Carlos III se ocupó más de la caza que del gobierno. En fin, Carlos IV «sólo la decoración de monarca tuvo, dejando su poder todo entero en manos de Godoy, el más zafio y el más inepto de los humanos».26

Las manifestaciones de la cultura literaria española se interpretan en el ámbito de esta espantosa decadencia que aísla España del resto de Europa: precisamente del contraste con la historia de los otros pueblos se podrá recabar una lección educativa y renovadora.

La formación literaria de Marchena fue de tipo humanístico y retórico: poco han influido en él el empirismo psicológico y el gusto de lo patético que caracterizan el pensamiento estético y el gusto literario de la última parte de la Ilustración, sobre todo la francesa: pareciera que se quedó más cerca de Voltaire que de Rousseau. En su Discurso tiene palabras de alabanza   —108→   para Luzán y para los que emprendieron en España en torno a la mitad del siglo XVIII una renovación del gusto en sentido clasicista pero sabemos que no quiso restringirse a la autoridad de las reglas. Como el arte, también la crítica es fruto de una educación que se cumple principalmente sobre los textos de los mejores autores. Tampoco, por otra parte, en el estudio de las obras es lícito confundir los valores poéticos con los meros contenidos ideológicos: existen valores artísticos más allá del contenido considerado en sí mismo: por esto reconoce los méritos literarios de autores cuyo pensamiento no comparte, como, por ejemplo, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León, pero está convencido de que la perfección (que es, en definitiva, repuesta como valor ético) nace sólo del encuentro de valores formales con un contenido civilmente educativo.

El plan según el cual se articula la antología que propone el Discurso no contempla una distinción por autores sino por materias: los géneros tradicionales quedan subdivididos según los aspectos respectivos o momentos retóricos. Así, la prosa se divide en: Arengas y razonamientos, Descripciones, Pinturas, Caracteres y retratos, Preceptos y críticas, Paralelos, Definiciones, Cartas, Diálogos, Narraciones, Cuentos y fábulas, Moral filosófica, Moral religiosa. La poesía en: Poesía sagrada (épica, lírica, didáctica), Poesía profana (épica, lírica, trágica, cómica, satírica, didáctica, jocosa, pastoral), Poesías sueltas, Apólogos. Se trata, para Marchena, de someter a la atención del lector textos de contenido educativo (para esto precisará haber escogido los textos más fieles a su intención moral, de moral natural puesta al servicio de la utilidad social) que simultáneamente constituyan ejemplos de estilo: declara también que incluiría modelos de prosa relativa a las ciencias, pero no pudo hacerlo por falta de textos:

«La ideología, la buena física, la sana política, la economía civil, la filosofía de la jurisprudencia ni se han cultivado, ni podídose cultivar en España: por consiguiente nada hemos podido insertar que con ellas tuviera conexión».27



En el Discurso, la exposición tiene lugar por géneros, según un orden que refleja la distribución de la antología pero lo hace sin excesivo rigor, porque el Discurso que nosotros, por exigencias del análisis y voluntad de claridad, hemos distinguido en dos momentos: el más propiamente histórico-político (que hemos considerado hasta ahora) y el literario (que será objeto de nuestra atención más adelante) aparecen en él estrechamente conectado, procediendo el discurso con una clara línea de evolución (en el interior de cada género la exposición es de tipo histórico y por orden cronológico). El tono es apasionadamente oratorio: los juicios literarios se alternan   —109→   con las reflexiones políticas y sociales, mordaces consideraciones polémicas28 acompañas severas observaciones críticas. En cada momento se revela con claridad la actitud del philosophe que trata del pasado con el ojo y la mente puestos en el presente.

La investigación parte de la Historia, género literario que a un estudioso principalmente preocupado por valores civiles y políticos se presentaba como algo de interés primario. Para Marchena, sobre la historiografía española ha influido negativamente el ambiente político. Encuentra que España, que en la Edad Media había sido superior a otras naciones en el espíritu de tolerancia, con la llegada de la Inquisición pasó a la intolerancia más intransigente, suprimiendo en tal modo la libertad al historiador que se encontró en una condición de imposibilidad de tratar «cuanto con las usurpaciones de la potestad clásica estaba conexo».29 Voces un poco atrevidas, como las de Quevedo y Palafox, fueron sepultadas en el olvido y la historiografía española se redujo a la narración de los acontecimientos externos y a funciones celebrativas, sin las precisas finalidades civiles que debe tener, según Marchena, la historia: el estímulo a la «pasión» por la libertad. Marchena, ligado al concepto oratorio de la tradición humanística, sostiene la validez de los discursos puestos en boca de grandes personajes históricos para caracterizarlos mejor y para obtener efectos didascálicos particulares y elogia a Solís y Mariana en cuanto que han seguido tal criterio: condena, en cambio, los modernos que han creído oportuno suprimirlo. Mientras que reconoce que, en la historiografía antigua, las épocas más lejanas justificaban la confusión entre historia y leyenda, no está dispuesto a admitir para los tiempos modernos la introducción de un maravilloso cristiano como, en las vidas de los santos y en episodios de milagros, lo que sucede incluso en Mariana. Esta negación no puede, sin embargo, imputarse a Hurtado de Mendoza, que sabe también escribir en estilo elevado aunque siempre más bien frío,   —110→   como todos los historiadores españoles, quienes sólo exteriormente imitaron a los antiguos pero que no tuvieron, ni pudieron tener, de ellos ni las ideas ni la pasión.

Por cuanto respecta a la narrativa, Marchena es de la opinión de que el deber del autor de novelas o cuentos es todavía más difícil que el del historiador: éste último puede apoyarse al menos en testimonios externos para sostener su verosimilitud: en cambio, el narrador tiene siempre que alcanzar sólo la veracidad. Así, sucede que cuando el sujeto es de pura fantasía, la cosa se vuelve casi imposible. Es el caso de los autores de novelas pastoriles que Marchena juzga «inaguantables» y, en general, de las composiciones -que parecen tan insulsas a Marchena- que desarrollan el tema amoroso en las llamadas formas platónicas, incluso el Persiles y Segismunda de Cervantes. Queda la posibilidad de la novela como narración del desarrollo de una pasión o presentación de la vida de un héroe-protagonista cuya acción se liga a una serie de hechos humanos dignos de atención. Es necesario unidad de interés, capacidad de conmover al lector y capacidad de adhesión a la realidad sin caer en lo vulgar. Marchena está convencido de que la representación de lo real por sí mismo no es arte, pero no quiere que se crea que el necesario proceso de idealización del artista se trueque en una indispensable edulcoración de los aspectos negativos de nuestra existencia o -todavía peor- sancione la necesidad del final feliz. Sostiene, por contra, que el mal y el vicio deben ser retratados incluso con violencia si se persigue una finalidad moral. Pero que no se confundan los términos. Marchena deplora que en España se condene por inmoral el erotismo y luego se dé espacio, con una evidente complacencia tolerante, en la narrativa (él se refiere sobre todo a lo que llama novelas de costumbres, y que incluye las composiciones que constituyen el llamado género picaresco) a una serie de actos deshonestos como violaciones, raptos, rivalidades, venganzas en un cuadro que refleja una situación histórico-social concreta: la ausencia de respeto de las leyes que protegen al individuo, la resistencia a la justicia de los facinerosos, la prepotencia de las clases superiores, el laxismo jesuítico y molinista, un absurdo concepto del honor. Contenidos similares solamente pueden debilitar o anular el valor moral de un texto de narrativa y favorecer el mal gusto. En el panorama desolador se yergue como un monumento solitario y gigantesco el Don Quijote. Frente a los «desvaríos» de ciertos críticos contemporáneos30 que quisieran considerar la obra de Cervantes como un poema épico en prosa, ésta se reduce a su carácter original de novela de aventuras   —111→   en que la locura del protagonista determina una serie de situaciones cómicas al chocar con la realidad. Pero el protagonista es virtuoso y la pasión que pone en cada acción resulta exagerada por su misma virtud. Cuando la locura disminuye no se debilitarán, sin embargo, su excelencia de ánimo y su amor por la justicia. Por lo tanto, el personaje es siempre coherente con sus premisas: sólo una vez, en el episodio del rebuzno, se le ve huyendo del peligro, pero esto es un toque feliz que acrecienta la humanidad del personaje. Marchena se detiene a subrayar otros detalles meritorios de la novela, pero, sobre todo, ensalza «el trozo donde describe Don Quijote la primitiva edad de oro, como uno de los más elocuentes y perfectos que en un idioma ninguno se encuentran».31

De la narrativa del siglo XVIII Marchena se desembaraza deprisa: reconoce algún mérito a Fray Gerundio, del Padre Isla, pero reprueba la prolijidad sin fin. Muestra aprecio por las Cartas Marruecas de Cadalso, aunque juzga que su contenido crítico pudiera ser poco profundo respecto al modelo de las Lettres Persanes de Montesquieu, surgidas en un ambiente de libertad intelectual muy distinto. Digna de ser notada es también la alusión favorable al Viaje al país de las monas, obra hoy olvidada pero que gustó a Marchena, probablemente, por la sutil sátira que contiene.32

Marchena no toma en consideración la épica española, puesto que su producción, aunque ingente cuantitativamente, no le pareció que hubiera dado ningún fruto apreciable. En la épica burlesca elogia exclusivamente la Gatomaquia, de Lope de Vega.

En cuanto a la poesía dramática, tan rica en España, considera Marchena que la libertad ideológica de que gozó Torres Naharro se ha ido perdiendo en el transcurso del siglo XVI, mientras se perdían también las nociones exactas de lo que era comedia y lo que era tragedia y se mezclaban peligrosamente lo sagrado con lo profano, con perjuicio de la misma religión. La comedia del siglo XVII parece a Marchena amenazada en su valor por la misma ausencia de virtudes morales que dañan la narrativa. Particularmente irritado se muestra por la ausencia de asuntos y personajes que exaltan las virtudes cívicas, lo que favorece, por contra, una religiosidad supersticiosa.33

Con todo, pese a estas reservas de fondo, reconoce Marchena que las comedias son ricas de valores poéticos, especialmente las de Lope de Vega, autor de elocución y versificación espléndidas, regidas por un castellano   —112→   perfecto, feliz creador de caracteres, hombre de teatro capaz de tener en vilo al público, creando con naturalidad elementos cómicos y patéticos.

De Moreto elogia la capacidad cómica, acompañada de equilibrio y buen gusto; de Calderón, la capacidad de cautivar al espectador y de suscitar la curiosidad con personajes extraños -si no monstruosos- o con la presencia, en La vida es sueño, de una «filosofía algo menos circunspecta, un poco más de desprendimiento de las más soeces y villanas supersticiones que en las de los autores que bajo el reinado de Felipe III escribían»,34 por último, de Solís, la naturaleza y la propiedad.

En el teatro del siglo XVIII, Marchena reconoce que se refleja el esfuerzo de renovación general de la cultura efectuado por Feijoo, Luzán y cuantos le siguieron los pasos, pero observa igualmente los límites de intentos cómicos o trágicos de Moratín padre, de los experimentos de Trigueros, Cienfuegos, Jovellanos, Quintana y -quizá el más estimado- Tomás de Iriarte. Es severísimo con Ramón de la Cruz,35 mientras que elogia a Moratín hijo como el mayor poeta cómico vivo, sobre todo por sus dotes de fino observador y elegante censor de las costumbres. Moratín podría haber sido el verdadero fundador de un teatro cómico nacional si los acontecimientos políticos no le hubieran obligado a vivir en el exilio.

Pasando a examinar la poesía lírica, Marchena juzga que ha sido no sólo uno de los géneros más cultivados en España, sino uno donde los españoles se han distinguido especialmente. Que el tema sea a menudo religioso no es un obstáculo a la realización poética. Y si bien es verdad que mucha de esta poesía era sólo «un hacinamiento de conceptos, equívocos y puerilidades, cuentos de patrañeros milagros» en no pocas composiciones, no obstante, «lucía el sistema del Cristianismo en toda su majestad y grandeza».36 En efecto:

«Apropióse... la religión cristiana toda la sublime teología del platonismo, abrióse la imaginación fuera de la naturaleza un campo tan vasto, que los indefinibles límites del universo, si con sus dimensiones se cotejan, son como un punto matemático respecto a la inmensidad   —113→   del espacio»... «Es la sublimidad el alma de la poesía lírica y por eso ningún sistema religioso tanto como el del Cristianismo con ella se aviene.»37



No es el caso tampoco de proceder a comprobaciones objetivas de la verdad: para un poeta «un error asentado es lo mismo que una verdad inconcusa».38 En ese sentido fueron grandes poetas Fray Luis de León, Herrera y también Quevedo. Pero la perfección en el género lírico debida, para Marchena, a la naturaleza misma de la religión de la nación, tuvo reflejos positivos también en la lírica de contenido profano, en Garcilaso tanto en el género pastoril como en el erótico, nuevamente en Luis de León y Herrera, en los Argensola, en Lope de Vega (especialmente en los romances), en el autor de la Canción de las ruinas de Itálica (que Marchena creía ser Rioja) y en las líricas del Bachiller Francisco de la Torre(pseudónimo -para nuestro crítico- de Quevedo). Incluso de Góngora, autor tan distante de su gusto y de sus principios literarios, habla Marchena, al menos en parte, favorablemente.39

En el siglo XVIII Marchena reconoce que la poesía española ha tanteado nuevos caminos. De altísimo valor juzga los «romances» eróticos y las anacreónticas de Meléndez Valdés, menos positivamente sus composiciones filosóficas. A Cienfuegos le reconoce «calor de imaginación, viveza y brío en las pinturas»,40 pero le reprueba la elocución en exceso impura; de Quintana critica el abuso del verso suelto en una poesía noble de contenido pero inevitablemente vuelta al prosaísmo.

Pocas palabras emplea Marchena acerca de la elegía española, que no le parece que haya producido ninguna composición digna de citar, mientras que algo más válido parece encontrar entre la producción del joven Forner.

En el género didascálico recuerda como poema elegante y pulido La Música de Tomás de Iriarte. El siglo trae la novedad, para España, de la fábula, muy lograda en Iriarte pero igualmente digna de consideración en Samaniego. Poca importancia tiene la poesía jocosa, donde nunca han conseguido los españoles afrontar con fina ironía temas políticos o ideológicos: la historia enseña que hasta Quevedo en este género no pudo que rebajarse a «tamañas insulceces».41

Ya próximo al final de su exposición, Marchena vuelve un poco sobre sus pasos para comentar algunas obras en prosa que no había tratado precedentemente: casi imposible juzga en España las obras en prosa de sátira   —114→   política o religiosa. En Los nombres de Cristo, Fray Luis de León ha encontrado en el platonismo una «inexausta vena de sublimidad... Verdad es que no es posible pintar con más vigor y elevación los más altos misterios del Cristianismo, y es tal la fuerza del convencimiento del autor y su estático rapto, que sus argumentos nunca concluyentes siempre son persuasivos, y, si no satisfacen al entendimiento, arrastran la voluntad».42

Loable es la iniciativa del Teatro crítico de Feijoo, cuya importancia es constatada en el momento de profundas tinieblas en que se encontraba España cuando él escribía. De las obras ascéticas de Luis de Granada y Palafox, se alaba la pureza de la elocución, la armonía del estilo, mientras se reduce el contenido de la teología mística a «cáfila de desatinos y extravagancias».43 Santa Teresa alterna en sus cartas unas páginas que se pueden leer con placer con otras insoportables.

De la oratoria del púlpito no quiere Marchena siquiera hablar, tan mísera la considera, desde siempre, en España.

«Tal es el estado de nuestra literatura, tal la cultura del espíritu humano en España. Este Discurso es la respuesta corroborada con hechos a la cuestión, si las letras pueden prosperar en los gobiernos despóticos. Contémplese el estado literario de nuestra nación, cotéjese con el político, y está el problema resuelto».44



Esta afirmación, tajante y amarga, explica también las razones de las selecciones efectuadas por Marchena en las Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia que constituyen, como ya se ha dicho, una antología de la literatura española y están precedidas por un breve Exordio, en el que Marchena precisa haber querido hacer algo distinto de los que le han precedido en similares empresas. Cita a Sedano, Capmany, Quintana y Ramón Fernández, en suyas crestomatías, por ausencia de gusto o por un mal entendido escrúpulo erudito, se mezclan de forma desafortunada -en opinión de Marchena- lo bueno y lo malo.45 Prefiere recoger largos fragmentos de pocos escritores, pasada la criba de una crítica «acendrada». Siempre hay en él una preocupación moral junto a la retórica: quiere enseñar un «arte de hablar bien junto con la práctica de bien obrar», porque el objetivo es que los lectores salgan «más justos, más tolerantes y mejores de la escuela de estas Lecciones, aficionándose con ella a la libertad, a la razón, a las leyes iguales y justas».46

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A su antología, concebida bajo la forma de Lecciones, con el Discurso y el Exordio que la preceden, Marchena confiere, por tanto, una función educativa: por medio de su obra pretende hablar como desde una tribuna.

Mientras que la antología, demasiado sujeta a criterios retóricos hoy superados, interesa sólo como documento histórico, el Discurso se presenta, en cambio, con tales características de originalidad que se hace, todavía hoy, la lectura viva y sugestiva. En él, Marchena se aleja resueltamente de la historiografía erudita del siglo XVIII. El concepto de literatura ya no se extiende equívocamente a todos los productos de la cultura, como sucedía para Lampillas, Masdeu, Andrés47 y, en general, los apologistas. Además, en Marchena no se nota la tendencia, también típica de la historiografía erudita del siglo XVIII, a hacer coincidir los límites literarios de España con los geográficos, alargando indebidamente los cronológicos. Los clásicos latinos nacidos en la Hispania romana no son contemplados en Marchena, ni siquiera tomados en consideración, mientras que toda la crítica del XVIII había insistido en la defensa y celebración de España precisamente basándose en Séneca, Marcial, Quintiliano, etc.

El mismo Silvela, que un año antes, en 1819, junto con Mendíbil había publicado en Burdeos dos tomos de una Biblioteca selecta de Literatura Española,48 en el Discurso preliminar que la precede, compartiendo con Marchena la idea de la oportunidad de buscar en la historia las causas morales y políticas que determinan la fisonomía particular de la literatura, aunque con menor agudeza crítica y menor vigor polémico, no se había separado del todo de esta tradición. Tampoco hay rastro en Marchena de la teoría de la climatología que había conocido su formulación en diversos autores del XVIII que él conocía bien (por ejemplo, Fontenelle, Dubos, Montesquieu, Denina) y que había encontrado una nueva codificación en el Romanticismo naciente.

La consciencia con que Marchena se adhiere a los principios del Iluminismo le permite tener una posición propia y coherente. Para él, la Ilustración no fue un encuentro parcial y ocasional, como para otros autores españoles, sino el elemento que determinó en profundidad su pensamiento y su acción. Por este motivo, la investigación historiográfica de Marchena en el ámbito de la cultura española, pudo ser violentamente original, aunque no   —116→   consiguiera escapar de ciertos límites implícitos en el mismo pensamiento ilustrado y que sólo las épocas sucesivas conseguirán superar. Cuando se tenga presente esta circunstancia, será más fácil para nosotros, que estamos acostumbrados a un perfil histórico de la literatura española tan distinto del trazado por Marchena, dar razón de ciertas omisiones o diferencias de valoración a primera vista sorprendentes. Yendo a un ejemplo concreto, notamos que Marchena casi no toma en consideración la literatura medieval (incluido el Cid), que de la Celestina (considerada como obra dramática) sólo hace una fugaz alusión y que únicamente recuerda a Gracián por citar El Criticón como ejemplo de diálogo alegórico. Sin embargo, no debemos olvidar que la Ilustración había alimentado un desprecio verdadero por la Edad Media, que se consideraba una época de barbarie, una pausa en el curso de la historia. Este concepto histórico general se aplicaba también a la lengua y a la literatura, por lo que la Edad Media fue juzgada una época de decadencia cultural que sería superada por el Renacimiento, clásico y racional, con el que el Iluminismo establecía su continuidad histórica ideal. En efecto, Marchena sitúa el origen de la gran literatura española en la época de la asimilación de la cultura renacentista italiana:

«A fines del quintodécimo y principios del decimosexto siglo pulió (España) su tosca lengua tan desaliñada en los poemas de Gonzalo de Berceo, tan llena de argucias escolásticas y en uno tan boba y pobre en las trovas de los copleros de la trecena y cuartedécima centuria».49



Guiándose por el mismo criterio, reconoce en Vives el mayor pensador español, en la corte de Carlos V el ambiente más culto que jamás haya tenido España, en la poesía del siglo XVI el mejor momento de la lírica española y hasta en los místicos -atacados por él por el contenido de sus obras respecto a los compromisos racionales y sociales que considera primarios- algunas expresiones entre las más altas de la poesía española.

En cuanto a la Celestina (cuyo descubrimiento como obra de inestimable valor artístico es una conquista más bien reciente de la crítica) en tiempos de Marchena está ya considerada por todos una obra teatral a pesar de ser irrepresentable por sus dimensiones fuera de norma. Se explica cómo nuestro crítico, ligado, como sabemos, en el terreno estético, al gusto y a ciertos preceptos del clasicismo, la considerase de escaso valor.

En fin, de Gracián, Marchena queda inevitablemente lejos, tanto por el estilo conceptual que lo caracteriza como por el contenido moral que, a mitad camino entre la afirmación de valores laicos y de valores religiosos, no podía sino parecerle equívoco.

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Marchena -como por lo demás, cualquier autor- debe ser estudiado en estrecha conexión con su tiempo y sólo considerando esta premisa podrá aparecer clara la operación cultural que emprende a través del Discurso. Intentó comprobar y explicar el significado de la literatura española tomando como término de comparación la gran cultura europea moderna y por esto dicta tan frecuentemente juicios negativos. Hizo exactamente lo contrario de lo que habían hecho antes de él Bouterwek y Sismondi. Estos, como otros protorrománticos50 que iban buscando, remontándose a la Edad Media, las tradiciones propias de cada nación, convencidos de la existencia de una estrecha relación entre literatura y realidad social, religiosa y política de todo pueblo, llegaron a la celebración de lo que juzgaban característico y espontáneo y tendieron a considerarlo más naturalmente poético. Marchena creía también en una relación estrecha, pero no llegó a la apología de lo peculiar como no llegó a la celebración de lo instintivo, negándose a creer en la existencia de normas antitéticas como las que se pueden determinar para las literaturas del Norte y las del Sur. En suma, piensa que las diferencias entre las diversas civilizaciones y culturas hay que considerarlas un dato histórico, por tanto modificable, antes que como una realidad metahistórica permanente.

Entiende la historia como esfuerzo de comprensión del pasado, algo útil al hombre para poder acondicionar su futuro. La historia, en otros términos, es valoración. Los primeros románticos, por el contrario, ya aluden a una especie de aceptación complacida del pasado que se concreta en el mito sugestivo y culto de las edades primitivas: ya no se está frente a un criterio de valoración del pasado histórico, sino a su justificación.

La estrecha conexión de Marchena con el pensamiento iluminístico lo involucra, por otra parte, en algunos de los problemas más arduos que el pensamiento dejó irresueltos y que las épocas sucesivas afrontaron con distinta perspectiva. Piénsese, por ejemplo, en el problema de la relación, en cuanto a la estética se refiere, entre el contenido y la forma. El contenido, de hecho, en todo el siglo XVIII tendía a ser valorado por razones de orden moral, mientras que la forma lo es por razones retóricas inmanentes. Consciente de la peligrosa dicotomía, Marchena intenta evitarla de dos formas que resultan, no obstante, contradictorias: esforzándose por conferir autonomía a la obra literaria (ya hemos visto cómo para él mismo esto vale, sobre todo, para la poesía lírica) o ensayando una síntesis que termina con el sacrificio de la obra literaria en cuanto que la composición -aún respetando las cánones formales que la tradición, la razón, el buen gusto proponen- debe ligarse a un valor moral y conseguir una utilidad social.

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Y aún se podría observar que al establecer la relación entre literatura y la realidad política de una nación, muestra reducir su realidad política a la del gobierno. Esto es también un límite del pensamiento de su tiempo que reencontramos en otros historiógrafos.51

Con todo, Marchena realiza en el ámbito del estudio de la literatura española la conquista de un valor fundamental que aparece, en cambio, incierto en cuantos lo habían precedido o en sus mismos contemporáneos: el de la historicidad. En este plano, él, aún profundamente distinto, no es inferior a Bouterwek o Sismondi. La crítica más reciente ha superado, por lo demás, el concepto del pretendido antihistoricismo de la Ilustración y ha precisado cual significado la Ilustración misma ha dado a la historia, preparando los sucesivos desarrollos y las diversas soluciones de la edad romántica. El Discurso de Marchena entra de lleno en este proceso de formación de una moderna cultura historiográfica. A la posterior elaboración de ésta en la literatura española no contribuyó, ciertamente, el repudio o el olvido de la aportación de Marchena.

La polémica y original posición histórica que dio a ciertos problemas fundamentales de la literatura española, el carácter sobre todo moral y civil de su interpretación, además de la inteligente agudeza de ciertos juicios particulares, constituyen los motivos de más vivo interés de su Discurso, que nos ha parecido oportuno tomar en consideración como ejemplo significativo de un aspecto singular de la cultura española que se formó en la última parte del siglo XVIII, y perduró en los primeros lustros del XIX.





 
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