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1

En toda esta excelente obra habla el Santo inmediata y directamente con Dios; y así toda ella contiene una sola y continuada oración del Santo, y la comienza alabando a Dios, regla fija y constante, que todos los autores sagrados y profanos han seguido respectivamente sin excepción alguna. Esto mismo se observa en la Oración dominical, que es el modelo de todas las mejores oraciones, porque las tres primeras peticiones que incluye tienen por objeto la gloria de Dios, la extensión del culto y el establecimiento de su reino en todos los corazones. Y para alabar a Dios, San Agustín, desde el principio de sus Confesiones se vale de las palabras del salmo CXLIV, 3, en que David alaba a Dios considerándole como rey, como bueno, como misericordioso, como gobernador de todas las cosas y conservador de ellas; y como bienhechor y favorecedor de los hombres, a quienes incesantemente comunica grandes beneficios.

 

2

Alude el Santo al desorden de la concupiscencia, que testifica que somos hijos de Adán nacidos en pecado original, cuyo efecto es la rebeldía del cuerpo contra el espíritu.

 

3

Alude al mismo pecado original y a sus efectos, que son la ignorancia, la concupiscencia desordenada, la flaqueza, la malicia; y también todos los males del cuerpo, como la muerte, las enfermedades, los dolores y las demás molestias que, como dice Santo Tomás, no solamente son efectos de aquel primer pecado, sino también un claro testimonio de que somos hijos de Adán y Eva, que pecaron quebrantando con soberbia aquel precepto que les impuso Dios y apeteciendo ser semejantes a Él cuanto a la ciencia del bien y del mal: con cuya soberbia nos precipitaron a la multitud de miserias por las cuales suspiramos incesantemente en este valle de lágrimas. Con lo cual nos incita San Agustín al aborrecimiento del pecado, principalmente de la soberbia, pues todos los trabajos y penalidades de esta vida son otros tantos testimonios de que Dios aborrece y castiga los pecados, y determinadamente el de la soberbia.

 

4

Nos pone el Santo delante nuestro último fin, que es Dios, a quien debemos adorar, servir y amar, y ordenar a esto mismo toda nuestra vida: porque nos hizo Dios para sí, y nuestro corazón no puede hallar descanso sino en Dios.

 

5

De la inmensidad de Dios se infiere rectamente que está en todas las criaturas; y que no puede ser algo lo que no esté en Dios. Lo cual se explica con el ejemplo que usa el mismo Santo (lib. 7, c. 5) diciendo que toda criatura respecto a Dios es como una esponja en el mar: pues el mar está en ella penetrándola por todas partes, y ella está en el mar que la contiene.

 

6

La doctrina de este capítulo y la del precedente nos obliga a contemplarnos siempre y en todas partes en la presencia de Dios, para que en todas partes le temamos como justo, y le amemos como bueno.

 

7

Ocultísimo, porque su divinidad no se nos manifiesta y obliga a contemplarnos siempre y en todas partes en la presencia de Dios, para que en todas partes le temamos como justo, y le amemos como bueno.

 

8

Explica el santo doctor en estas y en las siguientes palabras el amor con que Dios busca nuestras almas y premia nuestras obras sin tener necesidad de nuestros bienes, para lo cual usa el Santo estas locuciones metafóricas, tomadas del amor y deseo de las riquezas.

 

9

Llaman los teólogos obras de supererogación aquéllas que no caen debajo de precepto, ni hay obligación de hacerlas; pero como éstas también se hacen con los auxilios de la divina gracia, cuando Dios las premia, son dones suyos los que corona y premia.

 

10

San Agustín, abrasado de los vivísimos deseos de ver a Dios, pide aquí la muerte de su cuerpo, para llegar a conseguir la presencia divina, que tan ardientemente deseaba, asegurándose de este modo contra los peligros que hay de perder la vida del alma mientras se vive en la tierra.