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Los libros en que casi consistía toda la ciencia de Manés los heredó éste, con los demás bienes, de su esposa (que era una persiana viuda y rica, de quien él había sido esclavo); de los cuales fue autor un tal Escitión Escita, quien tuvo por discípulo a Terbinto, el cual murió en casa de aquella señora viuda y le dejó aquellos libros de su maestro. Recogiolos Manés y les añadió muchas fábulas y desvaríos, arrogándose el título de autor de ellos. Éste fue el principio de la secta de Manés y el fin de él fue morir desollado vivo hacia el año 278.

 

42

Esta palabra Santos se toma muchas veces, en la Sagrada Escritura, para significar todos los que de algún modo están dedicados al culto de Dios: así unas veces significa solamente los fieles, otras los legos que hacían profesión de seguir una vida más austera y pura que los demás, ya significa los religiosos, vírgenes y viudas consagradas por estado a vivir en continencia, ya también los clérigos destinados al ministerio de los altares.

 

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Todos los fieles de la primitiva Iglesia (a excepción de los pobres) contribuían al sacrificio de la misa, mediante la ofrenda de pan y vino que llevaban al templo, y se ponía todo sobre el altar, de lo cual solamente se consagraba una parte, reservándose todo lo demás para el sustento de los pobres y de los ministros de la Iglesia. Se tenía gran cuidado de poner en un catálogo los nombres de los que hacían estas ofrendas y se leían públicamente y en voz alta antes de la consagración. Y esto, dice San Agustín, practicaba todos los días su santa madre, sin dejar un día nunca ni faltar jamás al sacrificio de la misa.

Bien pudiera también entenderse en este pasaje lo que algunos entendieron probablemente, esto es, que no hablaba aquí San Agustín precisamente de las oblaciones u ofrendas que hacía Santa Mónica determinadas al sacrificio de la misa, sino de la ofrenda que se hacía para los pobres, llamada ágapes, como se verá después en el libro VI, cap. II.

 

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Ya se ha dicho anteriormente que los oyentes entre los maniqueos eran como los catecúmenos entre los cristianos, y así no estaban enteramente instruidos en todos los misterios de su secta, porque todavía no estaban incorporados o no hacían un cuerpo con ellos; por lo cual no eran propia y verdaderamente maniqueos sino aquéllos que se llamaban electos.

Así, cuando dice que se juntaba y trataba con los maniqueos, no sólo con los oyentes, sino también con los electos, da a entender que les oía sus pláticas, doctrinas y lecciones como uno de sus discípulos, pero nunca llegó a ser de los electos, y verdaderamente maniqueos, como él mismo testifica en el libro De utilitate credendi, cap. I.

Entre los electos había trece llamados maestros, uno de los cuales presidía a los demás, y todos ellos juntos ordenaban a sus obispos, que tenían el número fijo de setenta y dos. Estos obispos se hacían de los electos, como también los presbíteros y diáconos, a quienes escogían los obispos y los ordenaban. Como los electos pasaban por raza o estirpe sacerdotal, iban a misiones y suplían por los obispos, presbíteros o diáconos, o les ayudaban en sus respectivos ministerios.

Maniqueo había instituido un método de vida a los electos, que les era muy penoso y duro, porque su ley no les permitía comer ni carne ni huevos, ni leche, ni peces, ni tampoco beber vino. No les era permitido, aunque fuese para su sustento, arrancar una hierba, cortar una hoja de un árbol, ni coger de él fruto alguno arrancándolo con su mano. Ayunaban rigurosamente los domingos y lunes, en reverencia del Sol y de la Luna; y por estos ayunos los distinguían y reconocían los cristianos. Hacían profesión de guardar continencia y de abstenerse de tomar baños, por lo que andaban pálidos, consumidos y desfigurados; pero era porque ellos se procuraban artificiosamente un exterior penitente y mortificado, aunque en lo oculto tenían una vida muelle, delicada, regalona, deliciosa y muy desarreglada: eran muy dados a mujeres y no observaban ninguno de sus estatutos, como San Agustín les echa en cara muchas veces en sus escritos. No hablo de sus misterios y ritos, en los cuales la impureza y la abominación habían llegado a su colmo.

 

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Como David en este versículo 4 del salmo CXL usa de la palabra «electos», cum electis eorum, se la apropia a sí con gracia y hermosura San Agustín, para acusarse de que comunicaba con los electos de los maniqueos.

 

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El dudar de todo, y enseñar que todo era dudoso, es lo que siempre se ha atribuido a la secta de los académicos, si bien privadamente creían que el descubrimiento de la verdad estaba totalmente en la percepción de los sentidos. Pero no se atrevían a decirlo, temiendo que los epicúreos, y otros filósofos semejantes, convirtiesen en veneno este principio y máxima, que según ellos era la llave de la verdadera filosofía. De todo lo cual da noticia el mismo San Agustín en la epístola 1, en la 113, y en los libros que escribió contra los académicos. Arcesilao, filósofo griego, que floreció trescientos años antes de Jesucristo, fue el príncipe y cabeza de esta secta, que intentó reducir el método de disputar al modo del de Sócrates, no afirmando ni estableciendo nada, pero impugnándolo todo, como dice Luis Vives sobre el cap. XII del lib. VIII de La Ciudad de Dios de San Agustín.

 

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Símaco es aquel célebre personaje de la ciudad de Roma cuyos escritos se han conservado y llegado a nuestros tiempos, el cual por su nacimiento ilustre, por sus empleos honoríficos y por su talento y elocuencia había sido escogido por la nobleza de Roma para que hiciese frente a los progresos del Cristianismo y se opusiese a la destrucción de los ídolos; pero de él triunfó gloriosamente San Ambrosio.

 

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Todo esto me parece dio a entender San Agustín diciendo: Imperita etiam evectione publica. Véase la edición del padre J. M. y a Budeo.

 

49

San Agustín permaneció en Cartago desde el principio del curso del año 377 hasta cerca de las vacaciones del año 383; conque estuvo enseñando allí retórica por espacio de seis años; y así en Roma estuvo solamente algunos meses, pues en el año de 384 fue cuando salió de allí para Milán.

 

50

La ida de Santa Mónica a buscar a su hijo fue por la primavera del año 385.