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Consideraciones políticas1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)





Octubre 19 de 1854

Cuando en los primeros años del siglo XVII la Inglaterra se sacudía convulsiva entre los resabios de su vieja barbarie y el embrión de su civilización moderna, y Jacobo I se sentaba sobre un trono cuyas gradas habían sido salpicadas con la sangre de su madre, como su solio debía serlo más tarde con la de su hijo, el primer ministro del monarca se presentó a la Cámara de los Comunes en demanda de un nuevo subsidio para sofocar, decía, las numerosas conspiraciones contra el estado y hasta contra la vida del rey. «Lo que pedís es poco, Milord, le dijo un diputado, pero así mismo yo no os lo votaré. Pedid mucho más y obtendréis mi voto. Pedid una gran suma para atender a las causas generales de los males en detal que sufre el reino, y la obtendréis; pero no molestéis todos los días al Parlamento con peticiones relativas a resultados de las causas que descuidáis».

Cuando la Convención Francesa y con ella la Francia entera, trémula a los impulsos de la fiebre revolucionaria, buscaba el aplomo para la revolución y a cada paso parecía resbalarse con ella sobre la sangre del suelo que pisaba, la Gironda habla por la boca de Vergniaud y dice: «¿Sabéis por qué la revolución está en peligro y con ella los destinos de la Francia y del mundo? Porque no tenéis valor para decir todo lo que queréis, ni talento para ejecutar todo lo que hay que hacer; y os ocupáis de nosotros porque no tenéis valor ni sabéis ocuparos de las causas filosóficas que embarazan la revolución».

Y bien, ¿no podemos decir lo mismo en Buenos Aires? ¿Qué significa ese rumor de armas que se percibe a lo lejos, que se siente agudo y vibrante como los primeros truenos de una tempestad tropical, y que viene a repercutir en todos los hombres de este país desafortunado sobre cuya frente parece que el destino ha escrito que viva como el yerbazo, juguete de las mareas y las olas de una revolución que no tiene fin, porque nadie quiere acordarse de su principio? ¿Qué significan nuevas guerras civiles, hoy que los partidos políticos han caducado para la acción militante, que la tiranía no tiene raíces y que el sentimiento de la paz domina en todos? Significan que hay causas generatrices y profundas que abortan hoy y que abortarán mañana esos fenómenos de sangre que se presienten. ¿Y por qué no decirlo todo? Significan que en la República Argentina hay un mal común, una causa latente sostenida por el abandono de los gobiernos argentinos que, en complicidad acaso con las preocupaciones populares, han debido trabajar en extirparla, aun a pesar mismo de los pueblos.

¿Y por qué no decir más? El mal político que terminó en Caseros, si bien era más agudo y repugnante, era menos profundo y grave que el mal presente.

La tiranía de Rosas, con todos sus crímenes y vicios, no asumía al fin otro carácter ante los ojos de las generaciones y la historia que el de un mal transitorio sostenido sobre una existencia individual, y cuyas consecuencias, más o menos largas y desgraciadas a la moral social, quedaban sujetas a la acción reparadora del nuevo orden de cosas que sucediera.

Pero el mal presente se ahonda y echa raíces no en la índole y naturaleza de gobiernos, no en la moral pública y privada susceptible de mejora más o menos lenta, ni en las pasiones rudas del populacho, potro que la civilización y la libertad le doman luego: sino que se ahonda y echa raíces en las instituciones y en los destinos permanentes de la república; sirviéndose insensiblemente del interés privado y de las preocupaciones y atraso público para infiltrarse más y relajar más el organismo del cuerpo político y social. Y esto es infinitamente y sin comparación, más serio y más trascendental que lo otro.

¿Qué y quiénes han producido tal estado de cosas? Más que los hombres, los acontecimientos que se desbordaron de una revolución incompleta. Todos y nadie. ¿Pero alguien puede parar el progreso del mal? ¿Hay a quien responsabilizar por no hacerlo? Sí; a los gobiernos. A los gobiernos que, a pesar del pueblo, han debido trabajar por el pueblo; y que no se salvan de su responsabilidad con decir que se han hecho órgano de las ideas generales, pues hay algo más que la opinión que debe ser consultada por los gobiernos; si no fuese así no habría necesidad de gobiernos, y bastaría que la opinión pública fuese dirigiendo las cosas a su antojo.

Ha pasado uno, y van corriendo dos años, en que despejose del humo de la pólvora la atmósfera en que debía campear el pensamiento político de los gobernantes para resolver el más grave problema que se ha presentado a la existencia de esta patria que no hemos sabido respetar ni comprender siquiera, vástagos raquíticos de una generación que supo crearla y magnificarla. Y en dos años los gobiernos argentinos han sido, más bien que gobiernos, comisiones municipales que han creído llenar honorablemente su misión con atender a necesidades secundarias de la vida civil.

Las carteras sobre que se trazaba en otro tiempo el mapa de los destinos futuros de todo el continente; donde se grababan como en bronce las miras políticas de una revolución que trastornaba el orden secular del mundo; donde la tinta se secaba con el calor de la mano que la derramaba, producido por el fuego del genio y de la fe; donde la inteligencia de hombres emprendedores como su época, infatigables como ella, serenos y grandes como ella, se desbordaba en raudal de ideas que herían y tajaban los más difíciles problemas de la revolución, como el sable de nuestros granaderos el fierro del fusil enemigo; donde la diplomacia daba también batallas y triunfaba más allá de los mares, como nuestros ejércitos más allá de los Andes; hoy, cuando un contrapaso de una revolución de medio siglo la perturba, la arranca de su huella, la arrebata su unidad, su bandera, su historia, y la amenaza en sus generaciones futuras, expuestas a recoger miembros mutilados de aquel hermoso cuerpo de la patria, cuya figura radiante de esplendor y de vida podrán apenas divisarla en el horizonte del pasado, pero no tocarla y amarla como la tocaron y amaron sus abuelos; hoy que todo clama por la lejanía del plomo que derrumba, y que exige la acción del pensamiento que reconstruye, hoy que no tenemos de la patria sino el país, de la historia sino fragmentos, de la libertad sino ensayos parciales y fugitivos, y del porvenir sino sombras; hoy las carteras de los gobiernos argentinos no sirven sino para que se borroneen sobre ellas algunos decretos de oficina, algunos reglamentos de disposiciones municipales que se desentierran de nuestro Registro Oficial.

Y entretanto; la cuestión capital, la que ha de servir de base a la resolución de todas las otras en hacienda, en administración, etc.; la cuestión de saber lo que somos hoy y lo que seremos mañana; la cuestión sobre que hace ya sus cálculos el extranjero, preparándose a recoger algo de los despojos de este remedo de la antigua Persia, de este bosquejo de la moderna Italia, no toca siquiera a la puerta de los gabinetes argentinos porque de ambos es arrojada por una política que se refunde en aquella idea de Sancho, que lo mejor es no meneallo.

Política sencilla sin duda, fácil, cómoda para sus actores como es cómoda la siesta española o la pipa del turco; pero con la cual si se pasa a la inmortalidad sólo será en la lengua del epigrama.

La política de abstención, si alguna vez puede ser útil, es cuando los intereses que se discuten y combaten son intereses de otros. Pero en asuntos propios no hay tal política de abstención; y si tal se ejecuta pasa a ser indiferentismo culpable, o ineptitud.

Y bajo este sistema, es tan natural como lógico que se tomen las consecuencias por la causa general que las produce.

Y así se ve por una parte al gobierno de las provincias confederadas desvelándose en improvisar planes y medidas que apuntalen el edificio sin cimientos de la especie de nacionalidad que representa; y todas las dificultades que le rodean, creyéndolas derivadas de la resistencia de Buenos Aires, inspira o permite la acumulación de algunos elementos de incendio en las fronteras, soñando que con quemar la casa vecina sostendrá la suya.

Por otra parte el gobierno de Buenos Aires no halla otro medio que disponer sus fuerzas para castigar a los que osen pisar nuestros campos con las armas en la mano. Pero ¿cuál será de todo esto la última consecuencia? Nueva sangre que no se infiltrará en la tierra, sino que quedará sobre ella para pedir más sangre. Sistema gastado; medios vulgares que no dejan lugar sino a la reproducción de nuevos males. En nuestros pueblos, con nuestra raza, nada puede establecerse sobre las victorias civiles. Se vence, pero no se triunfa. Rosas no triunfó del pueblo argentino en diez y siete años de dominio absoluto. Ni siquiera la paz ha podido establecerse como consecuencia de la fortuna militar sobre los campos de la guerra civil, donde los partidos cantan y la patria llora.

Es necesario que triunfemos hoy de los que vengan a provocarnos; es cierto, desgraciadamente cierto; porque no nos han dejado otro camino los que no han sabido precaver los nuevos episodios de sangre que nos amenazan.

Pero ¿y después de vencer? Limpiad de nuevo las armas para volver a pelear el año que viene; porque la lanza mata los hombres pero no las causas que les estimulan a la lucha. Esta reunión de elementos dispersos que hoy nos amenaza no es otra cosa que consecuencia natural de un origen tan profundo como desatendido; no es otra cosa que la expresión franca y cándida del sistema de irse a las ramas y descuidar el tronco, que se ha convertido en sistema dominante en los gobiernos de una y otra parte de la república.

¿De qué escuela histórica, de qué teoría, de qué cabeza ha podido salir que una nación de hábitos y de tradiciones seculares, con historia, lengua, costumbres, preocupaciones, virtudes, vicios, glorias y desgracias indivisibles; con los caminos de la naturaleza no abiertos ni explotados aún; que una nación así, cortada de repente por el ímpetu de acontecimientos parciales y fugitivos, pueda estacionarse en esa división, sin plan, sin trabajos preparatorios, sin combinaciones ulteriores, sin hombres en acción para ello, sin nada hecho ni por hacer absolutamente, quedando cada pedazo entre si es o no es nación independiente, entre si quiere o no quiere serlo, entre si ha de dominar o lo han de dominar, entre si transa o no transa, y sin que esto haya de producir forzosa e irremisiblemente dificultades administrativas y políticas, choques de derechos, de intereses y de aspiraciones, y odios, y contiendas, y reacciones que hoy se apagarán acá, y mañana aparecerán allá, mientras la causa general exista?

Y bajo esta especie de mistificación de nacionalidades y soberanías, ¿dónde está entretanto para el exterior la antigua y orgullosa República Argentina? ¿Qué influencia ejerce su palabra, en el continente siquiera? ¿Dónde se oye siquiera su palabra? ¿Dónde están sus derechos tan caramente conquistados? ¿Quién habla a nombre de ella? ¿Dónde está la verdadera responsabilidad nacional? ¿Dónde el centro de su poder y de su acción? ¿Con quién se habla? ¿Qué puerta se llama en esta casa para preguntar por la nación, por la soberanía, el derecho, el gobierno y la bandera de ella?

¡Y qué! ¿Quién es el que tiene derecho a pretender que la nación abdique el trono hereditario de sus generaciones a favor de circunstancias que son grandes porque los hombres son pequeños? ¿Quién lo tiene para arrojar la patria al descrédito en el exterior, como a su ruina en el interior?

En 1852 el aislamiento parcial y provisorio de Buenos Aires, aconsejado por el que escribe estas palabras, era una teoría basada sobre los acontecimientos que acababan de tener lugar, y sostenida por la resolución de las provincias en llevar adelante un sistema de cosas a que Buenos Aires resistía en su plenísimo derecho para resistirlo.

En 1853 el aislamiento provisorio dejó de ser la teoría desairada de un escritor, y convirtiose en un hecho consumado, impuesto por la fuerza de los sucesos.

Pero del mismo modo que hubo un error en desechar aquella doctrina en 1852, lo ha habido, y lo hay todavía, en el modo de comprender la naturaleza y los fines del aislamiento.

Esa condición anormal a que entraba la existencia política de la provincia, traía aparejado un vasto programa de trabajos activos que debía reconquistar el tiempo y la posición que se hubiesen perdido; y tácitamente imponía al gobierno la obligación de preparar el camino por donde se saliese con dignidad y con ventajas de una situación de suyo embarazosa, y difícil de sostenerse mucho tiempo. Le imponía la obligación de estudiar y preparar los ánimos para algún serio y definitivo resultado. Podría un sistema no adoptarse por estar basado sobre errores trascendentales; pero a lo menos siempre sería un trabajo, un plan que pudiera servir a aconsejar otro distinto en el gobierno y a inspirar ideas en el cambio ilustrado de las opiniones; pues era precisamente para esto que se aconsejó el aislamiento de la provincia, y se aisló ella: para que pudiera elegir tranquila, libre de la presión de voluntades extrañas, lo que se armonizase con su derecho y con sus intereses, tanto en su interior, como en las relaciones que había de conservar con los demás miembros de la República. Pero no se aconsejó el aislamiento, ni se aisló la provincia, para quedarse como estaba, sin preparar nada, sin intentar nada, sin elegir nada, sin decidir nada. Esto sería como si un hombre se parase por precaución en la calle a dejar pasar un carro con los caballos desbocados, y después de pasar el carro se dejase estar parado sin querer marchar para atrás ni para adelante.

La provincia aislada no se dio en su gobierno un administrador honrado de los caudales públicos solamente; a lo menos no tuvo semejante pensamiento, ni podía tenerlo, pues las virtudes negativas no bastan por sí solas para dirigir los pueblos a su destino; para esto se requiere el auxilio de las virtudes creadoras. La provincia se eligió un gobierno y le entregó su confianza y su lealtad para que sacase un resultado cualquiera de los esfuerzos con que acababa de conquistar una situación donde cualquier plan político tendente a radicar su paz y sus derechos, pudiera trabajarse y desenvolverse con libertad y en gran terreno. Una sed hirviente de paz y de prosperidad pública dominó el espíritu de todos; y todo acto colectivo que tendiese a solidificar en grande escala el orden y la paz futura, habría encontrado la cooperación general; a lo menos después de los primeros meses de julio en que empezó a moderarse la excitación nerviosa de que se resienten los pueblos después de sus conmociones políticas y de sus triunfos militares. Y, lo repito, aun cuando la opinión pública hubiese faltado al gobierno, el gobierno, consultando su misión y los intereses públicos que se le confiaban, debió trabajar por el pueblo aun contra la voluntad del pueblo, y aun exponiéndose las personas a perderse y a descender del puesto. ¿Qué importa que un hombre o que diez hombres se pierdan ante la popularidad, si se pierden por convicciones vastas e inteligentes? En eso no hay mancha, y solo las manchas hacen irrevocable la pérdida de los hombres entre los pueblos democráticos. En 1852 el autor de estas palabras arrostró la opinión de todos sus compatriotas; la grita y el enojo público le acompañaron más allá de los mares; y nueve meses después el mismo pueblo aceptaba las doctrinas que había rechazado, y con ellas al hombre sobre cuya cabeza había descargado su censura severa.

El gobierno debió hasta perderse, no me cansaré de repetirlo, antes que cargar con la responsabilidad de prolongar una situación sin bases, sin miras, sin objeto ya, y que tarde o temprano debía dar las consecuencias que hoy se presienten apenas, pero que mañana y después se irán sintiendo con más estrépito, hasta que se cuadre y defina la situación política.

¿Se creía que convenía a la provincia elevarla de su aislamiento a la categoría de nación independiente? Entonces era necesario haber comenzado hace tiempo una serie de trabajos, de ensayos y de relaciones preparatorias, sin las cuales jugaríamos a la nación como los niños juegan a la misa o a las batallas, con altares de cartón y sables de palo. Pero ninguno de esos trabajos se ha efectuado.

¿Se creía que era conveniente llevar la provincia a la paz y la unión con el resto de la república? Entonces era necesario comenzar por el sistema de la tolerancia política; y con altura, y sin embozo, y sin temor de nadie, y con solo la autorización de los que podían darla, decir al Congreso o al gobierno de las provincias confederadas: ahí están las condiciones con que entro a ser parte en el pacto nacional; dadme las vuestras, discutamos, zanjemos y arreglemos. Pero nada de esto se ha hecho tampoco.

¿Se creía conveniente que el medio bárbaro de las armas sirviese para resolver esta cuestión en que más que fondo hay apariencias de dificultades? Entonces era necesario comenzar por levantar y organizar un ejército propiamente tal; y armonizar y compactar las opiniones encontradas dentro de la misma provincia, para que la fuerza pudiese obrar con libertad y con vigor a cualquier hora. Pero nada de esto se ha hecho tampoco.

¿Qué es, pues, lo que se ha creído conveniente?

Es necesario presuponer creencias políticas en los gobiernos. ¿Cuáles son las que han dominado en el nuestro?

El respeto a la justicia, el amor a la libertad, la probidad administrativa, son virtudes cívicas, sentimientos morales muy honorables, pero que nada tienen que ver con las creencias políticas de un gobierno. Y en este sentido es que no puede explicarse lo que se ha propuesto en la cuestión general del país; lo que ha creído o cree conveniente para resolverla el gobierno de Buenos Aires. Eso es lo que nadie puede decir, lo que nadie puede entender, porque esas cosas se juzgan por actos; y ningún acto, ningún documento, ninguna palabra, ha podido indicar lo que el gobierno piensa, ni que el gobierno piensa en la cuestión política. Y por una consecuencia natural de esta acción negativa, hay que deducir sin esfuerzo que el gobierno cree que lo mejor es no hacer nada en esa cuestión y dejar la provincia en su modo de ser actual, que por otra parte no deja de ser el peor de los modos posibles de este mundo, desde que nadie podrá decir qué modo de ser es este, ni qué se quiere, ni qué se espera; ni mucho menos adónde se va, porque no se va para atrás ni para adelante.

Se dirá que el otro gobierno ha procedido y sigue procediendo lo mismo. Peor, diré yo. Pero de ahí no se deduce sino que la República Argentina con dos gobiernos no tiene ninguno que le tienda la mano para levantarla del abismo en el que se está hundiendo.

Eso que hoy se llama Confederación Argentina es también una confederación de desaciertos, que conspira contra la confianza pública, contra la paz y la prosperidad del país.

A la manera del mar, a que en el transcurso de los siglos las revoluciones del globo dan nuevos canales y nuevos antros donde desbordarse, mientras que sus aguas no contienen hoy una gota más que el primer día de la creación, la República Argentina no hace sino cambiar de centro de movimiento y de riqueza, sin aumentar ni progresar por eso. Falta un sistema general de cosas y la prosperidad o el atraso se localizan a la casualidad.

Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Mendoza prosperan industrial y mercantilmente. Pero San Luis se muere de consunción; Santiago se va a su origen; Catamarca escarba la tierra para encontrar un pedazo de metal que no halla en trabajos industriales y civilizadores; Salta se inclina al anseatismo y se roza más con Bolivia que con la República Argentina; Jujuy se enflaquece como sus cabras; Tucumán se estaciona; San Juan lucha por ser, y no lo dejan; y para el Entre Ríos no ha habido todavía 3 de Febrero, y el pobre ve como el Gastrónomo el banquete de la constitución; lo ve, abre tamaño ojo pero no llega a sus labios ni un bocado.

Pero no hay que pararse allí. Volved los ojos a Buenos Aires, y os diré lo mismo; he dicho mal, no soy yo quien los dice, son las cosas.

La capital rebosa de vida, de movimiento, de comercio, de empresa, de lujo, de promesas brillantes y acaloradas de la imaginación que vienen también en auxilio de las realidades. La tierra brota edificios como tocada por la vara de un mágico. Todo en ella es chispeante, activo, rico, con no sé qué de prometedor y de risueño.

Pero esperad; no os halaguéis; dejadme meter el escalpelo por esta epidermis lustrosa.

No os halaguéis.

Abrid el mapa de la provincia y contadme cuantas leguas de territorio poblado hemos perdido de dos años a esta parte; haced la cuenta en seguida, de los millones que importa la pérdida de la riqueza industrial que contenía ese territorio por donde pampa se viene hacia nosotros en vez de ir nosotros hacia la pampa.

Haced en seguida tablas de comparación de años anteriores con el presente, sobre el monto de nuestro capital industrial en la campaña, y sobre la suma de brazos empleados antes y ahora en nuestra industria; comparad las cifras de exportación, con las que representa la importación extranjera; y después de todo esto paraos delante de los edificios que parecen levantados por la vara de un mágico, y de todo el movimiento de la capital, y comprenderéis su origen y sabréis que el progreso de esta es la traducción de la decadencia de la campaña; veréis que es la mano de la desconfianza pública la que retira de la industria los capitales para buscarles seguridad en el suelo de las ciudades.

Sacad la vista fuera del país en general y hallaréis a la inmigración en expectativa, a la especulación y al capital extranjero en expectativa también; y que no vendrán jamás mientras no vean resuelto el problema del mal estar político de toda la República; mientras no vean resuelta, en una palabra, la cuestión entre Buenos Aires y el resto de la nación.

¡Cosa singular! ¡Nada hay que pueda ser más claro que todo esto, y nadie hay que quiera ocuparse en evitar el mal de todos y cada uno!

¿Cómo pasarán a la historia estos gobiernos? ¿Cómo se entenderá con ellos el que la escriba? Felizmente es posible que crea que los protocolos de sus trabajos fueron robados de los archivos públicos por la malignidad de sus enemigos, y podrá decir cualquier cosa sin temor de ser desmentido.

¿Pero acaso ya no es tiempo de emprender trabajos en el sentido que se ha indicado? Yo diré que sí; diré que es tiempo todavía, y que siempre será tiempo. Yo diré con Mr. Guizot, que: «Pues toda guerra termina por la paz, será tanto más hábil un gobierno cuanto más prepare las cosas para la paz, y comience siempre por ella antes que por la guerra».

Tres puntos de partida a un plan que tienda a definir la situación presente se han indicado en este pequeño trabajo; y, para completarlo, voy a indicar ligeramente algunas ideas generales sobre cada uno de esos puntos.

INDEPENDENCIA DE BUENOS AIRES

Nuestros más ilustrados publicistas han dejado caer al papel dudas, argumentos o negaciones sobre el derecho de Buenos Aires a separarse del resto de la nación argentina y elevarse a la categoría de Estado independiente, sin el consentimiento de las otras partes.

Más que ingenio, ha habido conciencia y buena fe en aquellas dudas o en aquellas negaciones; pues descendiendo al terreno de la teoría abstracta del derecho, la cuestión tiene que abordar, junto con nuestro derecho público, los precedentes de la América y las atestaciones de la historia; y en ambas fuentes pueden beberse doctrinas y ejemplos que sirvan para negar como para sostener aquel derecho.

El pacto social, entre las diferentes fracciones de una sociedad, tiene condiciones que son anteriores, y se sobreponen a veces, a las condiciones del pacto político entre los diferentes cuerpos de un Estado.

En 1525, después de la batalla de Pavía, Francisco I cedía la Borgoña a Carlos V en el tratado de Madrid. Pero la Borgoña le contestó el derecho a anularle su pacto social, aunque sus lazos políticos con el reino de Francia hubiesen sido relajados anteriormente, y muchas veces. Los más sabios jurisconsultos de la época negaron igualmente aquel derecho al monarca francés; y el tratado de Madrid quedó sin efecto.

Este hecho al parecer contrario al caso presente, da consecuencias, sin embargo, que se armonizan con él.

Si el soberano no puede enajenar uno de sus Estados contra su voluntad, claro es que tampoco puede dejarlo abandonado, dando sin él una nueva forma y una nueva existencia a la nación: y ese es el caso en que podría ponerse Buenos Aires a respecto de las provincias confederadas si ellas quisieran elevarse a la categoría de nación independiente de Buenos Aires, y de las provincias a respecto de Buenos Aires si intentare otro tanto. Pero esto es, puesto el caso bajo el punto de vista del derecho nacional que los pueblos de una misma asociación, y de su pacto público.

Pero la historia antigua, como la historia moderna, tiene también un derecho práctico basado sobre un cúmulo de hechos repetidos que da otra resolución a este género de cuestiones. Un Estado rompe un pacto público, o su vasallaje, cuando tiene la voluntad de hacerlo, y los medios de conseguirlo.

El oprimido para el conquistador, la colonia para la metrópoli, la provincia para el reino, el Estado para la Federación; todos tienen y reconocen vínculos más o menos estrechos; y sin embargo, todos los han roto cuando han tenido la voluntad y los medios: y esa es la escuela del derecho práctico de la historia.

Si un Estado que se arroja a la independencia tiene tanta o mayor fuerza que aquel o aquellos que intentan impedírselo, ya no hay cuestión entonces; los hechos vienen a resolver la duda del derecho.

Pero todavía con esto no ha conseguido nada.

Hay otra cuestión previa a la independencia de un Estado.

No basta tener el derecho y poseer la fuerza y la voluntad decidida de todos sus miembros, o de la mayoría de ellos.

Es necesario también tener la conveniencia. Y esta última cuestión no se resuelve ni por los principios del derecho, ni por los medios disponibles.

Esta cuestión entra en el fuero de la estadística y de la política en sus más vastas concepciones.

Hagamos ahora aplicaciones.

El derecho de Buenos Aires para ser independiente puede ser luminosamente contestado, pero puede ser también luminosamente sostenido.

Su fuerza para sostener su voluntad, si quisiera aquello, es, cuando menos, igual a la de aquellos que se empeñasen en impedírselo.

Pero su conveniencia para tal paso estará en relación directa con los trabajos preparatorios a ese paso, el más serio en la vida de un pueblo.

Él puede serle de grande conveniencia, o de grande perjuicio, según el tiempo y modo como se efectuare.

La misma revolución de toda la América española habrá de ser sujetada a juicio por la historia, sobre su oportunidad, y sobre las formas políticas de que se vistió.

La división de la antigua Colombia; y la creación del Estado Oriental han de ser también puestas a juicio por la historia de estos países, y por los hombres de estado del porvenir.

Hace muchos años que puede verse clara la necesidad de que la República Argentina sufra un cambio total y se reconstruya; y que la independencia de Buenos aires puede servir de base a una nueva organización de todos los Estados argentino sin perder un solo hombre ni una sola pulgada de terreno de la antigua república.

Pero una obra así requiere vastos y laboriosos trabajos, grande libertad de acción en los gobiernos, y la solidaridad de principios entre los hombres que se suceden en los destinos públicos, porque esta clase de revoluciones sociales rara vez han sido la obra de un solo hombre, o de una sola generación.

Sin pensar como Obbes sobre la unidad política, ni como Constant sobre los inconvenientes de la doctrina de aquel, puede decirse que la unidad política es la regla general de la buena existencia de los Estados; no siendo los sistemas contrarios sino excepciones de esa regla; excepción que en la República Argentina no ha sido ni será sino una condición de circunstancias.

Aun despojado de sus anteriores exageraciones, el federalismo será siempre impotente para obrar el bien en este país.

En lo que ha sido República no se ha ensayado todavía la unidad política sino bajo las formas groseras de la tiranía personal. Y la independencia de Buenos Aires, preparada de modo que sirviese a recoger gradualmente en su centro político los demás Estados argentinos, podría ser el hecho más alto de nuestra historia, y la piedra angular de nuestra futura grandeza.

Pero romper la nacionalidad argentina sin estas vastas vistas ulteriores, no sería sino un absurdo de más en el catálogo de los que ya contamos.

Tenemos los medios de vivir independientes. Pero también los tiene San José de Flores.

El último hombre como el último rincón el mundo tienen en sí mismos sus elementos de conservación. Pero no habla aquí de la conservación orgánica simplemente.

Los elementos constitutivos de un Estado no se estudian en él únicamente, sino también en los Estados que lo rodean, y en sus relaciones históricas, políticas y comerciales con el resto del mundo.

Buenos Aires, avecindado de una parte con Estados inquietos y pequeños; de un mismo idioma, y de una misma industria; y de otra, con un Estado vasto y fuerte que desborda su influencia gradualmente, no por un sistema de circunstancias sino por una política calculada para lo futuro; y con un territorio marítimo que sirve de camino a otros Estados que recién nacen, y sujetos por consiguiente a las eventualidades de la cuna política, no sería sino una empresa lanzada a los azares del destino, y siempre, y, cuando más, débil y pobre en sus consecuencias, como habría sido ligero y presuntuoso el pensamiento que le aconsejó tal necedad.

Así un mismo hecho promete tan contrarios resultados según los medios que se empleen y las miras que se propongan. Y si este fuera el medio que se emplease para sacar a Buenos Aires de la situación en que se halla, preciso sería confesar que se jugaba a su suerte, según los hombres que lo empleasen y las ideas que se pusiesen en práctica.

TRANSACCIÓN CON LAS PROVINCIAS CONFEDERADAS

Supongo que no necesito repetir ni enseñar, que ni aconsejo, ni abro opinión en los puntos de que estoy tratando: indico los caminos sin decir a nadie cuál debe seguir, ni cuál es el mejor en mi opinión.

Hemos hablado ya de la independencia. Hablemos de la transacción.

Sin efecto la ley de capitalización que dio el Congreso Constituyente, la cuestión desaparece si es llevada al terreno constitucional.

Entre la constitución federal, y la constitución federal también de Buenos Aires, no hay puertas cerradas.

De aquella, los artículos 17 y 107 no son, ni pueden serlo, un embarazo constitucional para Buenos Aires, aun cuando lo son en la actualidad a su interés bien entendido.

El artículo 9 tampoco hace cuestión a la constitución de Buenos Aires, aun cuando envuelve un gran problema económico a la suerte de este estado. Pero tanto aquellos como este último son susceptibles de variaciones fundamentales, o cuando menos, de reservas o de aplazamientos.

No puede decirse sin el auxilio del sofisma y de la mala fe, que las dos constituciones se separan y hacen inzanjable la cuestión. No hablo de la forma, hablo del fondo de las instituciones.

La constitución de Buenos Aires es la expresión más fiel de la época en que se hizo: ella ha vaciado los principios de nuestro derecho público, de modo que puedan servir a todos los casos supervinientes de la cuestión actual. Sus artículos 1 y 61 todo lo prevén y facilitan.

Juntad media docena de hombres de cada parte, de los primeros estadistas del país; suponedles buena fe y buenos deseos, dadles las dos constituciones, y veréis si les presentan grandes dificultades los artículos que se han citado.

Sacad la cuestión del terreno constitucional donde no tiene fuerza; y ¿adónde queréis llevarla? ¿Al terreno del amor propio? ¿Al de las desconfianzas personales? Más claro. ¿Queréis llevarla a la presidencia del general Urquiza? Vamos allá, pues.

¿Qué diferencia hay entre el general Urquiza, Presidente de la Confederación, y el general Urquiza Director Provisorio de la Confederación? Sustancialmente ninguna para el caso que nos ocupa, pues no son las investiduras sino la persona la que hace obstáculo. ¿Y qué hizo Buenos Aires el 9 de marzo de 1853, en el tratado de paz celebrado con los plenipotenciarios del Director? Reconocer hechos consumados, y establecer las reservas que creyó convenientes a sus derechos y a sus intereses.

Si el general Urquiza no hubiese negado su firma a ese tratado, Buenos Aires habría tenido que respetarlo.

¿Y qué dificultad ni qué desdoro cabe en hacer hoy lo que ayer se hizo? ¿Qué dificultad hay en reconocer hechos consumados y establecer reservas hasta que haya desaparecido constitucionalmente el obstáculo personal?

Para el punto de las relaciones exteriores, el más difícil, ¿no hay una solución equitativa en el tratado de marzo? ¿Por qué no buscar otra, aún más equitativa si posible es, en una nueva negociación? ¿No se aceptó un arreglo sobre este punto? ¿Por qué no aceptar otro sobre el mismo?

La cuestión de ejércitos y de aduanas, ¿no puede ser arreglada de modo que Buenos Aires no dé sus armas ni más plata que aquella con la deba contribuir a ciertos negocios nacionales de que haga parte, hasta que cese el tiempo fijado a las reservas que se establecieren en estos puntos?

¿Buenos Aires será menos fuerte porque dé apenas su asentimiento moral a un hecho consumado y que no puede destruir? ¿Flaqueará una sola de sus instituciones, perderá un grano de su poder con aquel acto? Perderemos nombres pero no cosas. No tendremos Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Pero qué nos importa perder un nombre hueco? Al fin y al postre no tenemos relaciones exteriores con nadie, y se vota anualmente medio millón de pesos para hacerle la corte al nombre.

No tendremos el pomposo nombre de estado. Pero Buenos Aires aunque se llame aldea siempre será Buenos Aires.

Se ve, pues, que aun en el terreno personal hay términos de sobra para la transacción.

Las resistencias que podrían oponerse de la parte contraria a los términos ligeramente aquí apuntados, no hay que hacerse grande ilusión sobre ellas. El Presidente Urquiza no está en la misma posición que el Director Urquiza. Algo han conquistado ya los pueblos argentinos de dos años a esta parte; y los sucesos del papel moneda de la Confederación dicen más de lo que han querido decir. Y si como hombre, en vez de una transacción racional quiere un triunfo de amor propio, como gobierno ni puede conseguirlo ni sobreponerse mucho tiempo a la opinión de los pueblos que dirige. Y es preciso contar, y contar con seguridad, que el sentimiento de todos los pueblos argentinos, hoy, es por la paz a todo trance.

La revisión misma de la constitución federal para que Buenos Aires hiciera parte en su debate, ni sería una cosa requerida esencialmente por la transacción, ni aunque lo fuese adquiriría el carácter de imposible.

Si la constitución está jurada, la fuente de la soberanía de que surgió no se ha extinguido. El voto de los pueblos puede ser consultado; y un nuevo Congreso Constituyente, con mandato solo de revisor de determinados artículos, puede ser fijado para un tiempo más o menos largo.

Pero si aun todas las puertas se cerrasen a la transacción que reanudase los vínculos argentinos disueltos durante la presidencia del general Urquiza, todavía queda otro camino que se abre a la diplomacia de los gobiernos para arribar a fijar con cierta precisión las posiciones respectivas de ambos miembros de la nación.

Hasta en los campos militares la tregua o los armisticios se arreglan con condiciones recíprocamente convenientes.

Negóciese entonces el statu quo político por un tiempo determinado, y el alejamiento recíproco de todo elemento de guerra en las fronteras. Pacto que puede ser garantido hasta cierto punto por convenciones de comercio, de aduana, de posta, de navegación, etc., que puedan servir de puente para abordar más tarde la negociación política. Y si se quiere más garantía, se busca entonces en la interposición de los gobiernos amigos que nos rodean. Ni el Brasil ni el Estado Oriental se negarían, por ejemplo, a semejante acto en que ellos mismos tienen conveniencia en cierto modo.

Pero para emprender cualquiera de estos sistemas de transacción es necesario comenzar por medidas dulcificadoras y de conciliación en los espíritus descontentos o irritados. Y si es necesario una o más excepciones en este caso, se determinan sin rebozo esas excepciones, y se deja de confundir los hombres con los partidos, las acciones con las opiniones. Se trabaja en sentido de ganar amigos; y no en sentido de hacerse de enemigos; se aplica la ley a las acciones punibles, y la tolerancia a las opiniones, gusten o no gusten, porque cada uno tiene el derecho de tener las que quiera.

LA GUERRA

He aquí el último camino de los indicados para sacar al país de la posición en que se halla. Si no queda otro medio, adóptese la guerra.

Pero para que la guerra dé los resultados que se deseen, es necesario...

Dejemos a otros la triste misión de indicar medios que sirvan al derramamiento de la sangre argentina; y cerremos este trabajo repitiendo que es necesario sacar al país de la situación en que se encuentra; que es necesario evitar funestísimas consecuencias que, más hoy, más mañana, han de tener lugar; que es necesario que el gobierno no circunscriba su misión a la acción administrativa simplemente; que es necesario que cumpla su mandato político; que recuerde que la acción política es suya exclusivamente; que recuerde que hay dinero en las cajas públicas y que hay hombres en el país; que recuerde, en fin, que en presencia de conflictos que se han visto venir, todo gobierno tiene la obligación de decir al pueblo: «He hecho tal o tal cosa por evitarlos».

El pueblo trabajó para tener el derecho de descansar; dadle pues lo que se le debe en justicia: una situación clara sobre que reposen su paz y sus derechos.





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