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Consolación á Helvia

Lucio Anneo Séneca



     I. Muchas veces, oh madre excelente, he sentido impulsos para consolarte, y muchas veces también me he contenido. Movíanme varias cosas a atreverme: en primer lugar, me parecía que quedaría libre de todos mis disgustos si lograba, ya que no secar tus lágrimas, contenerlas al menos un instante: además no dudaba que tendría autoridad para despertar tu alma, si sacudía mi letargo; y en último lugar temía que, no venciendo a la fortuna, venciese ella a alguno de los míos. Así es que quería con todas mis fuerzas, poniendo la mano sobre mi herida, arrastrarme hasta la tuya para cerrarla. Pero otras cosas venían a retrasar mi propósito. Sabía que no se deben combatir de frente los dolores en la violencia de su primer arrebato, porque el consuelo solo hubiese conseguido irritarlo y aumentarlo; así como en todas las enfermedades nada hay tan pernicioso como un remedio prematuro. Esperaba, pues, que tu dolor agotase sus fuerzas por sí mismo, y que, preparado por la dilación para soportar el medicamento, permitiese tocar y cuidar la herida. Además, al leer de nuevo las lecciones que nos dejaron los grandes genios acerca de los medios para contener y corregir la tristeza, no encontraba el ejemplo de alguno que hubiese consolado a los suyos, siendo él mismo causa de lágrimas para ellos. Con esta nueva duda, vacilaba y temía desgarrar antes tu alma que consolarla. ¿Acaso no necesitaba palabras nuevas, que nada tuviesen de común con los ordinarios consuelos del vulgo, aquel que, para consolar a los suyos, levantaba de la pira la cabeza? Y es muy natural que la intensidad de un dolor que excede de la medida común, prive de la elección de palabras cuando frecuentemente ahoga también la voz. Voy a intentar de la manera que pueda ser tu consolador, no porque confíe en mi ingenio, sino porque puedo ser para ti la consolación más eficaz. Al que nunca has negado nada, no te negarás ahora (aunque toda tristeza es contumaz), y espero poner término a tu pesar.

     II. Ya ves cuánto me prometo de tu indulgencia: no dudo ser más poderoso para contigo que el dolor, que es omnipotente con los desgraciados. Así, pues, lejos de trabar combate bruscamente con él, quiero ante todo defenderle y alimentarle: despertaré todas sus causas y abriré de nuevo todas las heridas. Dirase: «Extraña manera de consolar, la de recordar las penas olvidadas; colocar el corazón en presencia de todas sus amarguras, cuando apenas puede soportar una sola». Pero reflexiónese qué males bastante peligrosos para aumentar a pesar de los remedios, se curan con los medicamentos contrarios. Voy, pues, a rodear tu dolor de todos sus lutos, de todo su lúgubre aparato; esto no será aplicar calmantes, sino el hierro y el fuego. ¿Qué conseguiré? Que te avergüence, después de haber triunfado de tantas miserias, no saber soportar una herida sola en un cuerpo cubierto de cicatrices. Lloren largamente y giman aquellos cuyos delicados ánimos enervó prolongada felicidad, abatiéndoles la contrariedad más ligera que cae sobre ellos; pero aquellos cuyos años han trascurrido entre calamidades, soportan los dolores más intensos con inquebrantable y firme constancia. La asiduidad del infortunio tiene algo bueno, y es que, atormentando sin descanso, concluye por endurecer. La fortuna no te dio ni un solo día sobre el que no hiciese pesar la desgracia, ni siquiera exceptuó el de tu nacimiento. Apenas nacida, perdiste a tu madre, o más bien, al venir al mundo, y en cierta manera fuiste arrojada a la vida. Creciste bajo una madrastra, y por medio de la dulzura y cariño que pueden encontrarse en una hija buena, la obligaste a trocarse en madre; sin embargo, nadie hay que no haya pagado caro madrastra aun siendo buena. A tu tío, que tanto te quería, tan excelente y esforzado, lo perdiste cuando esperabas la hora de su llegada. Y como si temiese la fortuna herirte menos dividiendo sus golpes, treinta días después llevaste al sepulcro un esposo al que amabas tiernamente y que te había hecho madre de tres hijos. Llorosa como estabas, vinieron a anunciarte nuevos quebrantos con la ausencia de tus hijos: parecía que todos los males se habían puesto de acuerdo para caer a la vez sobre ti, para no dejarte donde reposar tu dolor. Omito tantos peligros y temores, cuyos ataques has soportado y que se sucedían sin interrupción. En otro tiempo, sobre el mismo seno que tus tres hijos acababan de dejar, recogías los huesos de tus tres nietos. Veinte días después de haber dado sepultura a mi hijo, muerto en tus brazos y entre tus besos, oíste que te era arrebatado yo: todavía te faltaba llorar por los vivos.

     III. La herida más grave de cuantas ha recibido tu pecho es esta última, lo confieso, porque no rasgó solamente la piel, sino que penetró en medio de tu corazón y de tus entrañas. Pero de la misma manera que los soldados bisoños vociferan a la herida más ligera, temiendo menos la espada que la mano del médico, mientras que los veteranos, aunque atravesados de parte a parte, se prestan pacientemente y sin gemir al filo del acero como si se tratase de cuerpo extraño; así también debes prestarte tú hoy a la operación. Rechaza de ti los sollozos, lamentos y agitadas manifestaciones que de ordinario lleva consigo el dolor de la mujer; porque habrás perdido todo el provecho de tantos males si no has aprendido aún a ser desgraciada. ¿Ves acaso que te trato con timidez? Nada he suprimido de tus males; todos te los he presentado ante los ojos, haciéndolo con resolución, porque pretendo triunfar de tu dolor y no atenuarlo.

     IV. Y creo que lo venceré, si primeramente te demuestro que nada sufro que pueda hacerme pasar por desgraciado, y menos aún para hacer desgraciados a los que me tocan de cerca; si hablando en seguida de ti, te pruebo que tu suerte no es tampoco más deplorable, puesto que depende por completo de la mía. Te diré en primer lugar lo que tu cariño tiene prisa por saber: que no experimento ningún mal; y si no te convenzo, te demostraré hasta la evidencia que no me son intolerables las penas de que me crees agobiado. Si no pudieses creerlo, mayor razón tendría para felicitarme al encontrar la dicha en medio de cosas que ordinariamente forman la desgracia de los demás. No creas lo que otros te digan de mí: para libertarte de inquietudes por opiniones inciertas, yo mismo te aseguro que no soy desgraciado. Y añadiré, para tranquilizarte más, que ni siquiera puedo llegar a serlo.

     V. Todos hemos nacido para la felicidad, si no salimos de nuestra condición. La naturaleza ha querido que para vivir felices no se necesite grande aparato: cada cual puede labrarse su dicha. Las cosas adventicias tienen poco peso, y no pueden obrar con fuerza en ningún sentido: la prosperidad no eleva al sabio, ni la adversidad puede abatirle, porque ha trabajado sin cesar en aglomerar cuanto ha podido dentro de sí mismo y en buscar en su interior toda su alegría. ¡Cómo! ¿quiero llamarme sabio? de ningún modo; porque si pretendiese serlo, no solamente negaría que soy desgraciado, sino que me proclamaría el más feliz de todos, siendo casi igual a Dios. Hasta ahora, y esto basta para dulcificar todos mis dolores, no he hecho más que entregarme en manos de los sabios: siendo demasiado débil para defenderme por mí mismo, he buscado refugio en el campamento de aquellos que fácilmente defienden su cuerpo y sus bienes. Estos son los que me han aconsejado permanecer constantemente de pie, como centinela; prever todas las empresas y ataques de la fortuna mucho antes de que se realicen. La fortuna agobia a aquellos sobre quienes cae de improviso: el que vigila constantemente la vence sin trabajo. Así el enemigo, al llegar, derriba a aquellos que encuentra desprevenidos; pero los que se prepararon antes de la guerra para la guerra próxima, dispuestos y ordenados, sostienen sin dificultad el primer choque, que es el más violento. Nunca confié en la fortuna, hasta cuando parecía que ajustaba paces conmigo. Todos los favores con que me colmaba, riquezas, honores, gloria, los he colocado en un paraje donde pudiese ella recobrarlos sin conmoverme. Intervalo muy grande he establecido entre esas cosas y yo, por cuya razón me las ha arrebatado sin arrancármelas. Los reveses solamente abaten al ánimo engañado por los triunfos. Los que se adhieren a los dones de la fortuna como a bienes personales y duraderos, y por ellos quisieron se les rindiera homenaje, se abaten y afligen cuando su alma, vana y frívola, que no conoce los placeres sólidos, queda privada de esos goces engañosos y pasajeros. Pero aquel a quien no hincha la prosperidad, no queda consternado por los reveses, oponiendo a la favorable y adversa fortuna ánimo invencible y probada firmeza, porque en la prosperidad ensaya sus fuerzas contra la desgracia. Por esta razón he creído siempre que no hay nada de verdadero en esas cosas que todos los hombres desean: las he encontrado vacías, adornadas con exterioridades seductoras y engañosas y sin tener nada en el fondo que correspondiese a las apariencias. En lo que llaman males, no encuentro todo lo espantoso y terrible con que me amenazaba la opinión vulgar. La palabra misma, tal es la preocupación sobre la cual todos están de acuerdo, llega con aspereza al oído, siendo cosa lúgubre que no se escucha sin horror: así lo quiso el pueblo; pero muchos acuerdos del pueblo los derogan los sabios.

     VI. Removido, pues, el juicio de la multitud, que se deja arrastrar por la primera impresión de las cosas, tales como aparecen, veamos qué es el destierro: en su última expresión, no es más que cambio de lugar. Parecerá que le suprimo sus angustias y que le quito todo lo que tiene de más doloroso, porque acompañan a este cambio cosas muy desagradables, la pobreza, el oprobio, el desprecio., Después contestaré a estos pretendidos males: entretanto quiero examinar primeramente la amargura que en sí encierra este cambio de lugar. «Intolerable es carecer de la patria». Considera esa multitud a la que apenas bastan las grandes mansiones de la ciudad. Más de la mitad de ella está fuera ete su patria. De sus municipios, de sus colonias, de todos los rincones del mundo afluyen aquí. Trae a los unos la ambición, a los otros los deberes de un empleo público, a aquéllos un cargo de embajadores, a éstos el libertinaje que busca una ciudad opulenta, cómoda para sus vicios; a esotros el amor a los estudios liberales; a algunos los espectáculos; atrayendo a otros la amistad, o la actividad que encuentra vasto teatro para mostrarse en todo lo que puede; traen unos su venal belleza y otros su venal elocuencia. No existe especie de hombres que no venga a esta ciudad, donde tan alto se aprecian las virtudes y los vicios. Manda que a todos ellos se les llame por sus nombres, y pregunta a cada cual de qué familia procede: verás que casi todos han abandonado su morada para venir a esta ciudad grande y bella sin duda, pero que sin embargo no es la suya. Ahora deja esta ciudad, que en cierta manera puede llamarse la patria común: recorre todas las otras; ni una existe cuyos habitantes no los forme, en su mayor parte, multitud extranjera. Después aléjate de esas orillas, cuyo encanto y delicia atrae a la muchedumbre; ven a estas desiertas playas, a estas islas salvajes, Sciathum y Seriphum, Gyarum y Córcega; no encontrarás ningún destierro donde no habite alguno por su gusto. ¿Dónde hallar paraje más desolado, más abrupto, que este peñasco? ¿más desprovisto de recursos, habitado por gentes más indómitas, erizado de asperezas más amenazadoras y bajo cielo más inclemente? Y sin embargo, aquí se encuentran más extranjeros que ciudadanos. Tan cierto es que el cambio de lugar nada tiene de penoso, que se abandona la patria para venir a esta isla. He conocido a algunos que dicen existir en el hombre cierta necesidad natural de cambiar de asiento y trasladar sus penates. Y verdaderamente, al hombre se ha dado alma inquieta y movediza; nunca permanece tranquila; extiende y pasea su pensamiento en todos los parajes conocidos y desconocidos, vagabunda, impaciente de reposo, aficionada a la novedad. No te admirará esto, si consideras su primer origen. No está formada de este cuerpo terrestre y pesado; desciende del espíritu celestial, y naturaleza es de todo lo celestial encontrarse siempre en movimiento y huir arrebatado por rápida carrera. Contempla los astros que iluminan el mundo; no hay uno que se detenga; sin cesar caminan y pasan de un punto a otro; a pesar de que giran con el universo, gravitan sin embargo en sentido inverso; sucesivamente atraviesan todos los signos, y siempre se mueven, siempre viajan. Todos los astros están en revolución continua, en continuo tránsito, y, según ha dispuesto la imperiosa ley de la naturaleza, en perpetua traslación. Cuando hayan recorrido sus órbitas, pasado el número de años que la misma naturaleza ha fijado, comenzarán de nuevo el camino que ya han seguido. Pues bien, considerando esto, no podrás creer que el alma humana, formada de la misma sustancia que las cosas divinas, soporta a disgusto los viajes y emigraciones, cuando la naturaleza de Dios encuentra en perpetuo y rápido cambio su placer y conservación. Pero dejando las cosas celestes, vuelve a las de la tierra. Verás que los pueblos y naciones han cambiado de patria. ¿Qué significan esas ciudades griegas en medio de países bárbaros? ¿qué significa esa lengua macedónica hablada entre la India y la Persia? La Scitia y toda esa región de naciones feroces e indómitas nos muestran ciudades de Acaya construidas en los litorales del Ponto. Ni los rigores de perpetuo invierno, ni las costumbres de los habitantes, tan salvajes como su clima, han impedido que trasladen muchos allí su morada. El Asia está llena de Atenienses; Mileto ha derramado ciudadanos en setenta y cinco ciudades diferentes. Toda la costa de Italia, bañada por el mar inferior, fue la Grecia mayor. El Asia reivindica a los Toscanos; los Tirios habitan el África; los Cartagineses, la España; los Griegos se han introducido en la Galia; los Galos, en la Grecia; los Pirineos no cierran ya el paso a los Germanos; la movilidad humana paseó por soledades impracticables y desconocidas. Estos pueblos llevaban consigo sus niños, sus mujeres y sus padres abrumados por la edad. Unos, después de perderse en grandes rodeos, no decidieron por elección el paraje de su morada, sino que se detuvieron por cansancio en el más inmediato; otros se apoderaron por las armas de las tierras ajenas; algunos que navegaban hacia playas desconocidas quedaron sepultados en el abismo, y otros, en fin, se fijaron en las riberas donde les depositó la falta de lo necesario. No tenían todos iguales razones para abandonar y buscar una patria. Algunos, después de la ruina de sus ciudades, escapando al hierro de sus enemigos, fueron arrojados a extrañas tierras, quedando despojados de lo suyo; a los otros les expulsaron disensiones intestinas; emigraron éstos para aliviar sus ciudades sobrecargadas de población; a los otros les arrojó la peste, los terremotos frecuentes u otro insoportable azote de una región desgraciada; el renombre de una comarca fértil y muy celebrada sedujo a los unos, y todos, en fin, abandonaron sus moradas por causas diferentes. Evidente es que nada permanece en el punto en que nació: el género humano se mueve continuamente, y todos los días cambia algo en este vasto conjunto. Échanse los cimientos de ciudades nuevas; otras naciones aparecen, cuando mueren o cambian de nombre las antiguas, incorporadas a los pueblos vencedores. Y estas traslaciones de los pueblos ¿qué otra cosa son que destierros públicos?

     VII. Mas ¿por qué te llevo por tan largo rodeo? ¿habré de citarte a Atenoro, que construyó a Patavium; a Evandro, que colocó en la orilla del Tíber los reinos de los Árcades; a Diomedes y a todos los otros a quienes la guerra de Troya, vencedores y vencidos a la vez, dispersó por ajenas tierras? El Imperio romano lo fundó un desterrado, que huyendo de su patria conquistada, y llevando consigo exiguos restos, en busca de lejano asilo, la necesidad y el miedo al vencedor lo arrojaron a las costas de Italia. Y más adelante, ¿cuántas colonias mandó este pueblo a todas las provincias? Donde el romano vence, habita: para estos cambios de domicilio se alistaban voluntariamente sus hijos, y abandonando su altar doméstico, les seguía al otro lado de los mares el anciano convertido en colono.

     VIII. No necesito para mi propósito mayor número de ejemplos; uno, sin embargo, añadiré porque salta a la vista. Esta misma isla ha cambiado muchas veces ya de habitantes. Para no remontarme a épocas que la antigüedad oscurece, dejando la Phocida, los Griegos que actualmente habitan Marsella se establecieron en las orillas de esta isla. Ignórase quién les obligó a ello; si fue la insalubridad del clima, el formidable aspecto de Italia o la índole de un mar impetuoso. Debe creerse que no fue causa de su partida la ferocidad de los naturales, puesto que vinieron a mezclarse con los pueblos que eran entonces los más rudos e indómitos de la Galia. Después vinieron a esta isla los Ligurios; los Españoles llegaron después, como atestigua la semejanza de costumbres; conservando hoy de los Cántabros el gorro con que se cubren la cabeza, el calzado y algunas palabras; porque todo su idioma primitivo está alterado por el comercio con Griegos y Ligurios. Más adelante vinieron dos colonias de ciudadanos romanos, una con Mario y otra con Sila. ¡Tantas veces ha cambiado la población de este peñasco espinoso y árido! En fin, difícilmente encontrarás una tierra que esté habitada aún por sus indígenas: todas las cosas se han mezclado y están amontonadas unas sobre otras; unos pueblos han sucedido a otros. Este ha deseado lo que desdeñaba aquél: el uno fue desterrado de donde lanzó al otro. El hado ha dispuesto que nada en la tierra pudiese fijar para siempre la fortuna. Para soportar estos cambios de lugar, descartando los demás inconvenientes que lleva consigo el destierro, Varrón, el más docto de los Romanos, juzga que nos basta gozar, donde quiera que nos encontremos, de la naturaleza misma. Según M. Bruto, es suficiente para aquellos que parten para el destierro poder llevar con ellos sus virtudes. Si se cree que cada remedio de éstos, considerado separadamente, no es bastante eficaz para consolar al desterrado, necesario es confesar que empleados a la vez tienen poderosa fuerza. ¡Qué poco vale lo que perdemos! Dos cosas excelentes nos seguirán a donde quiera que vayamos: la naturaleza que es común a todos, y la virtud que nos es propia. Así lo quiso, créeme, aquel, sea quienquiera, que dio la fortuna al universo; sea un Dios, señor de todas las cosas, sea una razón incorpórea, arquitecto de estas obras maravillosas, sea un espíritu divino repartido con igual energía en los cuerpos más grandes y en los más pequeños, sea un destino y encadenamiento inmutable de las cosas ligadas entre sí; así, pues, lo repito, lo ha querido, para no dejar caer en arbitrio ajeno otra cosa que lo más despreciable de nuestros bienes. Lo más excelente del hombre está fuera del poder humano; no se le puede dar ni quitar: hablo del mundo, la creación más bella y brillante de la naturaleza; de esta alma hecha para contemplar y admirar el mundo, del que ella a su vez es la parte más magnífica; esta alma que nos pertenece en propiedad y para siempre, que debe durar tanto como duremos nosotros. Marchemos, pues, contentos, erguidos y con paso firme a donde nos llevo el hado.

     IX. Recorramos todas las tierras; ni una sola encontraremos en el mundo que sea extraña al hombre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no se prive a mis ojos de este espectáculo de que no se sacian, con tal que se me permita contemplar la luna y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, interrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar durante las noches tantas brillantes estrellas, inmóviles unas, desviándose ligeramente otras, pero girando siempre en la órbita que tienen trazada, y en tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos deslumbran con un rastro brillante como si fuesen a caer, o vuelan arrastrando en pos inflamada cabellera; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle, en cuanto puede mezclarse el hombre, a las cosas del cielo; con tal que mi alma, aspirando a contemplar los mundos que participan de su naturaleza, se mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me importa lo que piso? Y sin embargo, la tierra en que me encuentro no es abundante en árboles fructíferos o umbrosos; no la surcan ríos anchos y navegables; no produce nada que vengan a pedirla los otros pueblos, bastando apenas para sustentar a sus habitantes: no se labran aquí piedras preciosas, ni se registran venas de oro y de plata. Estrecho es el ánimo al que encantan las cosas de la tierra: volvámonos hacia aquellos que aparecen igualmente en todas partes, que en todas brillan lo mismo, y persuadámonos de que las otras, con los errores y preocupaciones que engendran, son obstáculo para la verdadera felicidad. Cuanto más largos hayamos hecho nuestros pórticos, cuanto más hayamos elevado nuestras torres, extendido nuestros dominios, ahondado nuestras grutas de estío y más atrevida sea la techumbre que cubra nuestra sala de festines, más habremos hecho para ocultarnos el cielo. La suerte te ha arrojado a un país donde el edificio más grande es una cabaña. Débil será tu corazón y muy bajo buscarás consuelos, si para vivir animosamente en ese asilo necesitas pensar en la cabaña de Rómulo. Di más bien: Este humilde tugurio es asilo de virtudes; y superior en magnificencia será a todos los templos, cuando se vea en él la justicia con la continencia, la sabiduría con la piedad, la ordenada observancia de todos los deberes con la ciencia de las cosas divinas y humanas. Ningún paraje es estrecho cuando puede contener esta multitud de grandes virtudes: no es penoso ningún destierro, cuando se puede ir a él con este acompañamiento. Bruto, en el libro que escribió sobre la virtud, dice que vio a Marcelo en el destierro de Mitilena, viviendo con cuanta felicidad es compatible con la naturaleza del hombre, y entregado con más entusiasmo que nunca a los estudios elevados. Así añade que, cuando iba a separarse de él, parecíale partir él mismo para el destierro, antes que dejar un desterrado. ¡Oh Marcelo, más dichoso cuando merecías las alabanzas de Bruto, que cuando tu consulado recibía las de la república! ¡Cuán grande fue aquel hombre a quien no se podía abandonar en el destierro sin creerse desterrado uno mismo; que se hizo admirar por un hombre que fue admirado hasta por el mismo Catón! Bruto refiere también que C. César no quiso detenerse en Mitilena, porque no podía sostener la presencia de aquel noble infortunio. El Senado impetró el regreso de Marcelo con preces públicas; y al ver su luto y su tristeza, se hubiese dicho que aquel día todos participaban del sentimiento de Bruto, y suplicaban, no por Marcelo, sino por ellos mismos, desterrados si habían de vivir lejos de él: y sin embargo, el día más hermoso de su vida fue aquel en que Bruto no pudo abandonarle, cuando César no pudo verle en el destierro. Bruto se afligió, César se avergonzó de volver sin Marcelo. ¿Puedes dudar que aquel grande hombre se animó con estas palabras, para soportar tranquilamente el destierro: «Estar lejos de la patria no es una calamidad; te has imbuido bastante en la filosofía para saber que el sabio en todas partes encuentra su patria? ¿Cómo no? ¿el mismo que te desterró no estuvo por diez años privado de su patria? Verdad es que fue por ensanchar el imperio, pero no por eso dejo de estar privado de la patria. Helo ahora atraído por el África, que nos amenaza con nueva guerra; por España, que reaviva las partes vencidas y dominadas; por el pérfido Egipto, por el mundo entero atento para aprovechar nuestras conmociones. ¿Adónde acudirá primero? ¿A qué partido se opondrá? La victoria le paseará por toda la tierra. Que todas las naciones se postren para adorarle: tú vive contento con la admiración de Bruto». Marcelo soportó, pues, sabiamente su destierro, y el cambio de lugar no alteró nada en su alma, aunque tuviese por compañera la pobreza, en la que nada se encuentra penoso, cuando no se está cegado por esa locura que todo lo trastorna: la avaricia y el lujo. ¡Cuán poco basta, en efecto, para la conservación del hombre! ¿y qué puede faltar al que posee algo de virtud? Por lo que a mí toca, observo que no he perdido riquezas sino cuidados. Limitados son los deseos del cuerpo; quiere preservarse del frío, saciar con alimentos el hambre y la sed: todo lo que se apetece fuera de esto, es un trabajo que se toma para los vicios y no para las necesidades. No es indispensable registrar todos los Océanos, cargar el vientre con inmenso estrago de animales, ni arrancar conchas en las desconocidas orillas de los mares más remotos. Los dioses y las diosas confundan a aquellos cuyo desenfreno traspasa los límites de tan apetecido imperio. Quieren que se vaya a cazar más allá de Phaso para proveer a su ambiciosa cocina; atrévense a ir en busca de aves hasta entre los Parthos, de los que todavía no nos hemos vengado. De todas partes se hace venir lo que puede satisfacer las exigencias de su desdeñosa gula. De los últimos extremos del Océano se trae lo que apenas recibirá su estómago gastado por los placeres. Vomitan para comer; comen para vomitar: y desdeñan digerir los manjares que han pedido a toda la tierra. Al que desprecia todas estas cosas ¿qué daño le hace la pobreza? Y también aprovecha la pobreza al que la desea, porque cura a pesar suyo, y si no acepta los remedios que se ve obligado a tomar, al menos, durante este tiempo, lo que no puede hacer es como si no quisiera hacerlo. C. César, al que creo dio vida la naturaleza para mostrar lo que pueden los grandes vicios en la gran fortuna, comió en una sola cena diez millones de sextercios; y a pesar del auxilio de tantos genios inventivos, apenas pudo gastar en una comida la renta de tres provincias. ¡Desgraciados aquellos cuyo paladar no despierta sino con platos delicados, y no se los hace preciosos su sabor exquisito, ni nada de lo que agrada a las fauces, sino la dificultad de adquirirlos! Si recobraran la sana razón, ¿qué necesidad tendrían de poner tantas industrias al servicio de su vientre? ¿Para qué ese comercio? ¿Para qué ese estrago de bosques? ¿Para qué esos sondeos en los abismos? A cada paso se encuentran alimentos que la naturaleza ha sembrado en todas partes; pero como ciegos pasan a su lado; errantes van por todas las comarcas; cruzan los mares, y cuando con tan poco podían calmar el hambre, la irritan con grandes gastos.

     X. Decirles deseo: ¿Por qué lanzáis naves al mar? ¿por qué armáis vuestras manos contra los animales y contra los hombres? ¿por qué corréis con tanto tumulto? ¿por qué amontonáis riquezas sobre riquezas? ¿No queréis pensar en lo pequeño que es vuestro cuerpo? ¿No es la última locura y el error más grande tener tanta avidez cuando se tiene tan poca capacidad? Aunque aumentéis vuestro censo y ensanchéis vuestros límites, nunca, sin embargo, aumentaréis vuestro cuerpo. Que haya prosperado vuestro comercio, que la guerra os haya producido grandes utilidades, que se amontonen en vuestra mesa manjares traídos de todos los países, no tendréis donde colocar todo ese aparato. ¿Por qué correr en pos de tantas cosas? ¡Sin duda nuestros antepasados, cuya virtud forma todavía el vigor de nuestros vicios, eran muy desgraciados, puesto que con sus propias manos preparaban sus alimentos, tenían por lecho el suelo, sus techos no brillaban aún con el oro, ni centelleaban en sus templos las piedras preciosas! Pero entonces se respetaban los juramentos hechos ante dioses de arcilla, y por no faltar a su fe, el que los había hecho regresaba a morir al campo del enemigo. ¡Sin duda vivía menos feliz nuestro dictador, que prestaba oídos a los enviados de los Samnitas, condimentando por sí mismo en el hogar un alimento grosero, con aquella mano que más de una vez ya había derrotado al enemigo y colocado el laurel del triunfo sobre las rodillas de Júpiter Capitolino; menos dichoso que vivió en nuestros días aquel Apicio que, en una ciudad de donde en otro tiempo se expulsaba a los filósofos como corruptores de la juventud, puso escuela de glotonería, infestando su siglo con vergonzosas doctrinas! Pero conviene referir su fin. Habiendo gastado en la cocina un millón de sextercios y disipado en comidas los regalos de los príncipes y la inmensa renta del Capitolio, agobiado de deudas, viose obligado a examinar sus cuentas, y lo hizo por primera vez: calculó que solamente la quedaban diez millones de sextercios, y creyendo que vivir con diez millones de sextercios era vivir en extrema miseria, puso fin a su vida con el veneno. ¡Cuánto desorden el de aquel hombre para quien diez millones de sextercios eran la miseria! Considera ahora si es el estado de nuestro caudal y no el de nuestra alma el que importa para nuestra felicidad.

     XI. Alguien se encontró que tuvo miedo a diez millones de sextercios; y lo que otros piden con toda la fuerza de sus deseos, él lo huyó por medio del veneno: aquella poción fue, sin duda, la más saludable que tomó aquel hombre de alma tan depravada. El veneno lo comía y lo bebía cuando no solamente se deleitaba en sus inmensos festines, sino que se gloriaba de ellos, y cuanto más ostentaba sus desórdenes, más atraía toda la ciudad a la contemplación de su desenfreno, más invitaba a imitarle a una juventud naturalmente inclinada al vicio sin necesitar malos ejemplos. Esto sucede a los que no ordenan las riquezas por la razón, que tiene límites fijos, sino por costumbre perversa, cuyos caprichos son inmensos e infinitos. Nada basta a la avidez, y muy poco basta a la naturaleza. No es, pues, desgracia la pobreza en el destierro; porque no hay paraje tan estéril que no produzca abundantemente lo necesario para la subsistencia del desterrado. -¿Pero deseará un vestido, una casa? -Si solamente los desea para el uso, no le faltará seguramente lecho ni traje; porque se necesita tan poco para cubrirle como para alimentarle. La naturaleza, al imponer necesidades al hombre, no se las impuso onerosas. Si desea un vestido teñido de púrpura, tejido con oro, esmaltado con diversos colores, trabajado de diferentes maneras, no es a la fortuna sino a sí mismo a quien debe acusar de su pobreza. Aunque le devuelvas lo que has perdido, nada ganarías; porque después de esta restitución, más le faltará aún lo que desea, que le faltó en el destierro lo que poseía. Si desea brillantes vasos de oro, vajilla de plata ennoblecida con el sello de un artista antiguo; esos platos de bronce, considerados preciosos por el capricho de algunos; un rebaño de esclavos, capaz de hacer estrecho el palacio más grande, bestias de carga dispuestas con fingida gordura, pedrerías de todas las naciones; en vano reunirás todo esto para él, porque no conseguirá satisfacer su alma insaciable. De la misma manera, no bastará ninguna bebida para calmar un deseo que no nace de una necesidad, sino de un fuego que abrasa las entrañas; porque ya no es sed, es enfermedad. No acontece esto solamente con el dinero y los alimentos: igual carácter tienen todos los deseos que no proceden de la naturaleza, sino del vicio: por mucho pasto que les deis, no pondréis fin a la avidez, sino que le daréis un aliciente más. Cuando nos contenemos en los límites de la naturaleza se desconoce la miseria; cuando se traspasan, la pobreza nos sigue hasta en la cumbre de la riqueza. El mismo destierro basta para lo que nos es necesario, y los imperios mismos no bastarían para lo superfluo. El alma es la que hace la riqueza: ella es la que sigue al hombre al destierro, y la que, en los desiertos más áridos, mientras encuentra con qué sostener el cuerpo, goza y abunda en sus bienes. Nada importa la riqueza al alma, de la misma manera que a los dioses inmortales, cosas que admiran espíritus oscurecidos y demasiado esclavos de sus cuerpos. Esas piedras, ese oro, esa plata, esas mesas pulimentadas y de vastos contornos, productos son de la tierra, a los que no puede adherirse un alma pura y que tiene presente su origen: ligera y libre de todo cuidado, y dispuesta a remontar a las sublimes moradas, mientras espera este momento, no obstante el peso de sus miembros y de la ruda envoltura que la rodea, recorre el cielo con las rápidas alas del pensamiento. Así es que nunca puede condenarse al destierro esta alma libre, formada de la divina esencia que abraza los mundos y las edades. Su pensamiento recorre todo el cielo, el tiempo pasado y el venidero. Este cuerpo, prisión y lazo del alma, va agitado de aquí para allá: sometido está a suplicios, latrocinios y enfermedades, pero el alma es sagrada, es eterna, y no es posible que nadie ponga mano en ella.

     XII. Y no creas que para alejar los disgustos de la pobreza, penosa tan sólo para los que la imaginan, acudo exclusivamente a los preceptos de los sabios. Considera, en primer lugar, cuánto más numerosos son esos pobres que en nada verás más tristes ni más inquietos que los ricos; y lo que es más, ignoro si se encuentran tanto más alegres, cuanto menos cargado está de cuidados su ánimo. Pero dejemos a los pobres: vengamos a los ricos. ¡Cuántas veces en su vida se parecen a los pobres! En viaje tienen que reducir su saco, y cuando se ven obligados a caminar de prisa, tienen que despedir su numerosa comitiva. En guerra, ¿qué tienen de todo cuanto poseen, prohibiendo la disciplina militar todo aparato? Y no solamente la condición de los tiempos o la esterilidad de los parajes les pone al nivel de los pobres; ellos mismos tienen días en que, hastiados de sus riquezas, cenan en el suelo, comen en platos de barro, prescindiendo de la vajilla de oro o de plata. ¡Locos! lo que desean por algunos días lo temen para siempre. ¡Qué ceguedad! ¡qué ignorancia de la verdad! ¡Huyen de lo que imitan por placer! Por mi parte, cuando recuerdo los ejemplos antiguos, me avergüenzo de buscar consuelos contra la pobreza; porque en nuestro tiempo, de tal manera se ha exagerado el exceso del lujo, que hoy pesa más el equipaje de un desterrado que antes el patrimonio de un personaje. Homero solamente tuvo un siervo, tres Platón, ninguno Zenón, de quien procede la rígida y viril sabiduría de los estoicos; y sin embargo, ¿quién osará decir que vivieron miserablemente, sin hacerse considerar él mismo como el mayor miserable? Menenio Agripa, aquel mediador de la paz entre el Senado y el pueblo, fue sepultado a expensas del público; Atilio Régulo, mientras combatía a los Cartagineses en África, escribía al Senado que su esclavo había huido dejando abandonadas sus tierras; y el Senado, en ausencia de Régulo, las hizo cultivar a sus expensas. La pérdida de un esclavo le valió tener por colono al pueblo romano. Las hijas de Scipión recibieron su dote del tesoro público, porque su padre no les había dejado nada. Justo era sin duda que el pueblo romano pagase una vez tributo a Scipión, cuando anualmente recibía el tributo de Cartago. ¡Dichosos los esposos de aquellas hijas a quienes sirvió de suegro el pueblo romano! ¿Consideras más felices a los que casan a sus mímicos con un millón de sextercios, que a Scipión, cuyas hijas recibieron en dote del Senado, su tutor, una pesada moneda de cobre? ¿Despreciará alguien la pobreza que tan ilustres ejemplos tiene? ¿Se indignará porque algo le falte en el destierro, cuando falta dote a Scipión, mercenario a Régulo, y a Menenio dinero para sus funerales? Estos abogados no solamente hacen respetar, sino amar la pobreza.

     XIII. Podrán contestarme: «Procedimiento artificioso es el de separar desgracias que en singular pueden soportarse, y no pueden serlo reunidas. El cambio de lugar es tolerable, si efectivamente solo se cambia de lugar: la pobreza es tolerable si no lleva consigo la ignominia, que es la que puede abatir el ánimo». Si se pretende asustarme con la multitud de males, contestaré con estas palabras: Si tienes bastante fuerza en ti mismo para rechazar un ataque de la fortuna, debes tenerla también para rechazarlos todos: una vez que la virtud ha endurecido el ánimo, le hace invulnerable por todos lados. Si se libertó de la avaricia, el azote más pernicioso del género humano, no tardará en abandonarle la ambición. Si no consideras el último día como castigo, sino como una ley de la naturaleza, cuando hayas lanzado de tu corazón el temor a la muerte, no dará entrada a ningún terror. Si consideras que no se han dado al hombre los placeres sensuales para la voluptuosidad, sino para la propagación de la especie, el que no se encuentre manchado con este mal que tan hondamente penetra en nuestras entrañas, verá todas las demás pasiones deslizarse delante de él sin alcanzarle. La razón no rechaza separadamente cada vicio, sino todos a la vez, venciendo con un esfuerzo solo. ¿Crees que el sabio puede ser sensible a la ignominia, cuando encerrándolo todo en sí mismo se separa de las opiniones vulgares? Más aún que la ignominia es la muerte ignominiosa. Y sin embargo, considera a Sócrates, con aquel sereno rostro que en otro tiempo contuvo la insolencia de más de treinta tiranos, entra en su prisión, a la que también debía purgar de ignominia, porque no podía haber cárcel allí donde se encontraba Sócrates. El que tiene cerrados los ojos para contemplar la verdad, ¿por qué considera ignominioso para Catón haber sido rechazado dos veces, cuando pedía en una la pretura y en otra el consulado? La ignominia fue para el consulado y la pretura, a los que Catón hubiese honrado. Solamente es despreciado por los demás el que se desprecia a sí mismo. El ánimo vil y rastrero es el único que puede recibir esta afrenta; pero al que se hace superior a los reveses más grandes de la fortuna, al que domina las desgracias que abaten al vulgo, le protegen las mismas miserias como cintas sagradas: y puesto que así somos, nada debemos admirar tanto como un hombre desgraciado con valor. Llevaban en Atenas Arístides al suplicio: cuantos lo encontraban, bajaban los ojos y gemían como si se llevase a perecer no a un hombre justo, sino a la misma justicia. Sin embargo, uno hubo que le escupió en el rostro: Arístides podía indignarse, porque sabía que ninguna boca pura se hubiese atrevido a aquello; pero se enjugó el semblante, y dijo sonriendo al magistrado que lo acompañaba: «Advierte a ése que en adelante no escupa con tanta descompostura». Esto era afrentar a la misma afrenta. Bien sé que algunos consideran como lo peor de todo el desprecio, pareciéndoles preferible la muerte. A éstos diré que el mismo destierro está con frecuencia exento de todo desprecio. Si el hombre grande cae, grande es también caído, y no debes considerarle más despreciado que esas ruinas de sagrados templos, que se pisan, pero que las personas religiosas veneran como si todavía permaneciesen en pie.

     XIV. Así pues, madre querida, como en lo que a mí toca, nada hay que deba hacerte derramar eternas lágrimas, resulta que solamente tus propios sentimientos te hacen llorar. Estos pueden reducirse a dos: porque te afliges, bien porque crees haber perdido un apoyo, o porque no puedes soportar el dolor de su ausencia. En cuanto a lo primero, muy poco he de decir: conozco tu corazón, y sé que no amas a los tuyos más que por ellos mismos. Aléjense esas madres que ejercen el poder de los hijos con su impotencia femenil; que, porque su sexo las excluye de la vida de los hombres, son ambiciosas por medio de ellos, disipan y captan su patrimonio y fatigan su elocuencia en favor de los demás. Tú te has regocijado profundamente de la fortuna de tus hijos, usando parcamente de ella: tú impusiste siempre límites a nuestra liberalidad, mientras que no los ponías a la tuya: tú, en patria potestad aún, aumentabas el caudal de tus hijos, que ya eran ricos; tú te has mostrado en la administración de nuestro patrimonio tan activa como si hubiese sido tuyo, cuidadosa como si hubiese sido ajeno; nada recibiste de todos nuestros honores más que regocijo y gasto; tu cariño no pensó jamás en el interés. No puedes, pues, en ausencia de tu hijo, desear lo que en presencia suya nunca consideraste como tuyo.

     XV. Todos mis consuelos deben dirigirse hacia aquel lado de donde brota con toda su fuerza el dolor maternal: «Estoy privada de los abrazos de mi amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra: ¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde aquellos coloquios de que me mostraba insaciable? ¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más gusto que una mujer, con más familiaridad que una madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría infantil al ver a la madre?» Te representas aún los sitios de nuestros regocijos y expansiones, y no puedes olvidar las impresiones de nuestra reciente conversación, tan a propósito para oprimir tu alma. Porque la fortuna te reservaba todavía esta pena cruel: la de hacerte regresar tranquila y sin sospechar tu desgracia tres días antes de que descargase el golpe. Oportunamente nos había separado la distancia; oportunamente ausencia de muchos años te había preparado para este infortunio: regresaste, no para encontrar alegría al lado de tu hijo, sino para no perder la costumbre de los dolores. Si hubieses partido mucho tiempo antes, habrías sufrido menos; la distancia misma habría suavizado el sentimiento: si no hubieses partido, habrías tenido al menos como último consuelo el placer de ver a tu hijo dos días más. Hoy, gracias a la crueldad del destino, no has estado presente a mi infortunio y no has podido acostumbrarte a mi ausencia. Pero cuanto más terrible es esta desgracia, más indispensable te es recoger todo tu valor, mayor ardimiento necesitas para combatir, hallándote al frente de un enemigo conocido y frecuentemente vencido. No brota tu sangre de cuerpo intacto; has sido herida en tus mismas cicatrices.

     XVI. No necesitas buscar excusa en tu condición de mujer, a la que se permiten las lágrimas como por derecho, muy extenso sin duda, pero no ilimitado. Así es que nuestros mayores concedieron diez meses para llorar al esposo, para transigir por decreto solemne con la obstinación de las tristezas de las mujeres: no prohibieron el luto, pero lo limitaron. Porque dejarse abatir por dolor infinito cuando se pierde una persona querida, es loco cariño; no experimentar ninguno, es inhumana dureza. El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es experimentar el dolor y dominarlo. No has de tomar ejemplo de algunas mujeres, cuya tristeza, una vez nacida, no termina hasta la muerte; algunas has conocido que, después de la pérdida de sus hijos, no abandonaron ya el luto: pero una vida que se ha distinguido desde el principio con tanto valor, exige más de ti. No puede acudir a las excusas de mujer aquella que estuvo exenta de todos los defectos femeniles. La impureza, ese vicio dominante de nuestro siglo, no te confundió con la muchedumbre de las mujeres; no te sedujeron las perlas y piedras preciosas; no brillaron ante tus ojos las riquezas como los bienes más preciosos del género humano: cuidadosamente educada en casa antigua y severa, no pudo influir en ti el ejemplo de los malvados, tan peligroso hasta para la virtud. Jamás te avergonzó tu fecundidad como si fuese impropia de tus años: nunca, como las demás mujeres que no buscan otro mérito que el de la belleza, disimulaste el abultamiento de tu vientre como vergonzosa carga; tú abogaste en tu seno las esperanzas concebidas ya de tu posteridad. Nunca manchaste tu semblante con afeites de prostitutas; jamás gustaste de esos vestidos hechos de manera que todo lo dejen a la vista. Tu único adorno fue el más bello de todos, aquel que el tiempo no deteriora; tu único adorno fue la castidad. No puedes, pues, excusar tu dolor con tu condición de mujer: tus virtudes te han elevado más, y lo mismo debes alejarte de los vicios que de las debilidades de tu sexo. Ni las mismas mujeres te permitirán consumirte sobre tu herida; sino que, en cuanto hayas satisfecho al primer impulso de dolor legítimo, te mandarán levantar la cabeza, aunque no sea más que para contemplar aquellas mujeres a quienes su eminente virtud colocó entre los grandes hombres. Cornelia era madre de doce hijos; el hado los redujo a dos. Si quieres contar los muertos, Cornelia perdió diez; si quieres estimarlos, fueron los Gracos. Y sin embargo, cuando los que lloraban en derredor suyo execraban su destino, prohibioles acusar a la fortuna, que le había dado por hijos a los Gracos. De aquella mujer mereció nacer el que dijo en plena asamblea: «¿Te atreves a maldecir a mi madre, a la que me dio el ser?» Pero las palabras de la madre me parecen más animosas. Los hijos daban alto valor al nacimiento de los Gracos: la madre a su muerte. Rutilia siguió a su hijo Cotta al destierro; su cariño era lazo tan poderoso, que prefirió soportar el destierro a la separación, y no quiso volver a su patria sino con su hijo. Después de su regreso, llegando, a ser uno de los ornamentos de la república, le perdió con tanto valor como le había seguido; y después de los funerales de su hijo, nadie la vio llorar. En el destierro ostentó valor; en la muerte, prudencia: porque nada la separó de su piedad; nada la hizo persistir en loca o inútil tristeza. En el número de estas mujeres quiero verte colocada; y puesto que siempre viviste como ellas, bien harás en seguir su ejemplo para moderar y comprimir tu tristeza. Demasiado sé que no se encuentra esto en nuestro poder, que ningún sentimiento se deja dominar, y especialmente el que nace del dolor; porque este es enérgico y rebelde a todo remedio. Algunas veces queremos contener y ahogar nuestros suspiros, pero por nuestro rostro compuesto y fingido se ve correr el llanto. Algunas veces ocupamos nuestro ánimo en los juegos y combates del circo, pero en medio de estos mismos espectáculos que deberían distraerle, se siente abatido por oculta tristeza. Mejor es, pues, vencer el dolor, que engañarle; porque distraído por los placeres, rechazado por las ocupaciones, despierta muy pronto después de acumular en el reposo fuerzas para desencadenarse; pero el que obedece a la razón, se asegura perpetua tranquilidad. No te indicaré los medios que han usado muchos, tales como buscar el alejamiento en la duración de un viaje, o distracción en sus atractivos; emplear mucho tiempo en el examen de cuentas y administración de tu patrimonio; en fin, que te ocupes sin cesar en asuntos nuevos: todas estas cosas solamente sirven por breves momentos, no siendo remedios, sino aplazamientos al dolor: por mi parte, prefiero poner término a la aflicción, que engañarla. He aquí por qué te llevo hacia el refugio de todos aquellos que huyen de la fortuna, los estudios liberales; éstos curarán tu herida, éstos te librarán de toda tristeza. Aunque nunca hubieses tenido esta costumbre, hoy habrías de recurrir a ella; pero tú, en cuanto lo permitió la antigua severidad de mi padre, si no llegaste a poseer, al menos absorbiste los conocimientos nobles. ¡Ojalá, menos adherido a las costumbres de los antiguos, mi padre, varón tan virtuoso, te hubiese dejado profundizar, más bien que desflorar, las doctrinas de los sabios! No tendrías ahora que buscar auxilios contra la fortuna, sino que usarías tus armas. A causa de esas mujeres para quienes las letras antes son instrumentos de corrupción que de sabiduría, alentó tan poco mi padre tu afición a los estudios: sin embargo, merced a un genio penetrante, conseguiste más de lo que parecían permitirte las circunstancias, poniendo en tu alma los cimientos de todas las ciencias. Vuelve a ellas ahora, y te darán seguridad, consuelo y alegría: si verdaderamente han penetrado en tu alma, jamás tendrá cabida en ella el dolor, la inquietud, el tormento inútil de vana aflicción: a nada de esto se abrirá tu pecho, porque desde muy antiguo está cerrado a todos los vicios. Aquí tienes seguros guardianes, los únicos que pueden ponerte al abrigo de la fortuna; pero como antes de llegar al puerto que te prometen los estudios necesitas apoyos en que descansar, quiero mostrarte entre tanto los consuelos que te son propios. Mira a mis hermanos: mientras se encuentren en seguridad, no tienes derecho para acusar a la fortuna: en uno y en otro encontrarás encanto por sus diferentes virtudes: el uno ha conseguido los honores por sus conocimientos, y el otro, por su sabiduría, los ha despreciado. Goza de la grandeza del uno, de la paz del otro y del amor de los dos. Conozco los afectos íntimos de mis hermanos: el uno ha apetecido las dignidades para honrarte; el otro se ha recogido en vida de tranquilidad y reposo para dedicarse por completo a ti. La fortuna ha dispuesto admirablemente tus hijos para proporcionarte apoyo y deleite; puedes descansar en el favor del uno y gozar de los ocios del otro. Ambos rivalizarán en cariño hacia ti, y el amor de dos hijos compensará la pérdida de uno. Puedo asegurarlo con audacia: lo único que te faltará es el número. Fija en seguida los ojos en tus nietos: mira a Marco, ese amable niño a cuyo aspecto no puede resistir ninguna tristeza; no hay en el pecho herida tan profunda ni tan reciente, que no puedan dulcificar sus caricias. ¿Qué lágrimas no podría secarte su alegría? ¿Qué corazón contraído por la angustia no se ensancharía con sus gracias? ¿Sobre qué frente no traerían regocijo sus juegos? ¿Qué pensamientos obstinados no desaparecerían al escuchar su encantadora charla que no puede cansar? Ruego a los dioses le concedan sobrevivirnos. ¡Que la crueldad del destino se agote y termine en mí! ¡Que caigan sobre mí todos los dolores de la madre, y sean para mí también todos los de la abuela! Que todos los demás de la familia sean felices cada cual en su condición, y no me quejaré de mi soledad ni de mi suerte. Que sea yo la única víctima expiatoria de la casa que ya no tendrá que gemir. Abraza estrechamente contra tu seno a Novatila, que muy pronto debe darte biznietos: de tal manera me la había apropiado, tan íntimamente la había unido conmigo, que después de haberme perdido, aunque la queda un padre, puede muy bien pasar por huérfana: ámala también por mí. Hace muy poco que la fortuna le arrebató su madre; tu cariño puede hacer, si no que se consuele de esta pérdida, al menos que no la lamente. Vigila en tanto sus costumbres, en tanto su belleza: los preceptos se graban más hondos cuando se imprimen en tierna edad. Que se alimente con tu enseñanza, que se conforme a tu modelo: mucho le darás, aunque no la des más que el ejemplo. Este deber sagrado servirá de remedio a tus males; porque solamente la razón o una ocupación honesta pueden arrancar del ánimo las amarguras de piadoso dolor. Si tu padre no se encontrase ausente, también lo contaría entre tus grandes consuelos; considera sin embargo ahora según tu afecto qué sea lo más importante, y comprenderás cuánto más justo es conservarte para él que sacrificarte para mí. Siempre que en sus violentos accesos se apodere de ti el dolor queriendo dominarte, piensa en tu padre: sin duda que, dándole nietos y biznietos has cesado de ser su hija única; pero a ti sola pertenece conceder el último galardón a esa existencia tan felizmente llevada. Mientras viva él, es un crimen quejarte de vivir tú.

     XVII. Hasta ahora he callado tu consuelo más grande; tu hermana, ese pecho fidelísimo en el que depositas todas tus penas como en el tuyo; esa alma maternal para todos nosotros. Con ella has confundido tus lágrimas; sobre su corazón has recobrado la vida. En tus afectos se inspiró siempre, pero cuando se trata de mí, no se aflige únicamente por ti. En sus brazos fui a Roma; en su maternal seno convalecí de larga enfermedad; ella fue la que puso en juego su favor para conseguirme la cuestura; y la que no podía sostener sin timidez una conversación o saludo en voz alta, por su cariño hacia mí triunfó de su modestia. Ni su vida retirada, ni su cortedad, que podría llamarse campesina si se considera la petulancia de muchas mujeres, ni su quietud, ni la tranquilidad de sus costumbres apacibles y solitarias la impidieron mostrarse hasta ambiciosa por mí. He ahí, querida madre, el consuelo que puede confortarte: únete cuanto puedas a esa hermana y retenla en estrecho abrazo. Los entristecidos suelen huir de lo que más aman, para que nada turbe su dolor: tú debes refugiarte en ella y con todos tus pensamientos: ora quieras conservar el luto de tu alma, ora quieras despojarte de él, en ella encontrarás fin o compañera a tu dolor. Pero si conozco bien la prudencia de esa mujer perfectísima, no consentirá que te consumas en inútil aflicción, y te citará su propio ejemplo, del que yo fuí testigo. En medio de peligrosa navegación perdió a su amado esposo, nuestro tío, al que se había unido siendo virgen: sin embargo, pudo soportar a la vez el dolor y el temor, y triunfando de la tempestad, náufraga valerosa, salvó su cuerpo. ¡Oh, cuántas mujeres hay cuyas bellas acciones se pierden en la oscuridad! Si hubiese vivido en aquellas edades antiguas en que la sencillez sabía admirar las virtudes, ¡cuántos ingenios se hubiesen disputado la gloria de celebrar una esposa que, olvidando su debilidad, despreciando el mar, tan temible hasta para los más intrépidos, entrega su cabeza a los peligros por una sepultura, y ocupada completamente en los funerales de su espeso, no piensa en los suyos! Los poetas han ensalzado en sus versos a la que se ofreció a la muerte en lugar de su esposo; sin embargo, mayor mérito existe en buscar la sepultura con peligro de la vida: el amor es más grande cuando con igual peligro consigue menos. Que nadie se admire ahora por qué durante diez y seis años que su esposo gobernó el Egipto, jamás se presentase en público, jamás recibiese en su casa a nadie de la provincia, jamás solicitase nada de su marido, ni consintiera que la pidiesen nada a ella misma. Así aquella provincia locuaz e ingeniosa para ultrajar a sus prefectos, en la que aquellos mismos que evitaron las faltas no pudieron escapar a la difamación, le celebra como único modelo de perfección; y, lo que era más difícil aún para hombres que se complacen en los sarcasmos, hasta con peligro de la vida, reprimieran la intemperancia de su lengua, y hoy mismo deseen alguno que se lo parezca, aunque no se atreven a esperarlo. Mucho es haber obtenido durante diez y seis años la aprobación de aquella provincia; pero es mucho más haber sido ignorada. No refiero estos detalles para celebrar todos sus méritos, porque sería aminorarlos mencionarlos tan ligeramente; sino para hacerte apreciar la grandeza de alma de una mujer a la que, ni la ambición ni la avaricia, compañeras y azote de todo poder, consiguieron dominar; de una mujer a la que el temor de la muerte, cuando esperaba el naufragio en su desamparada nave, no impidió abrazarse al cadáver de su esposo y cuidar, no de cómo le salvaría, sino de cómo lo llevaría al sepulcro. Necesario es que muestres igual valor, sustraigas tu ánimo al dolor y obres de modo que nadie te suponga arrepentida de tu maternidad. Sin embargo, como a pesar de lo que hagas, tu pensamiento se dirigirá siempre hacia mí y ningún hijo tuyo se presenta con tanta frecuencia a tu memoria, no porque les ames menos, sino porque es natural llevar más veces la mano a la parte dolorida, he aquí cómo debes pensar de mí: me encuentro alegre y contento como en los mejores días: nuestros mejores días son aquellos en que el ánimo, libre de todo cuidado, emprende cómodamente los trabajos, y en tanto, encuentra placer en los estudios ligeros, en tanto ávido de verdad se eleva para contemplar su naturaleza y la del universo. Primeramente examina las tierras y su posición; en seguida las leyes del mar que las rodea, sus flujos y reflujos alternos; y después contempla el intervalo que media entre el cielo y la tierra, lleno de asombros, y ese espacio en el que estallan con fragor los truenos, los rayos, el soplo de los vientos y las nubes que lanzan la nieve y el granizo: después de pasear por las regiones inferiores, álzase a las superiores, goza del magnífico espectáculo de las cosas divinas, y recordando su eternidad, camina en medio de lo que fue y de lo que será en todos los siglos.

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