Escena I
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DOÑA MATILDE y BRUNO.
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DOÑA
MATILDE.-
¡Bruno! |
BRUNO.-
Jesús, señorita, ¿ya
se levantó usted? |
DOÑA MATILDE.-
Si no he podido
cerrar los ojos en toda la noche. |
BRUNO.-
Ya, se habrá
usted estado leyendo hasta las tres o las cuatro, según
costumbre... |
DOÑA MATILDE.-
No es eso... |
BRUNO.-
Se
le habrá arrebatado el calor a la cabeza... |
DOÑA
MATILDE.-
Repito que... |
BRUNO.-
Y con los cascos calientes
ya no se duerme por más vueltas que uno dé
en la cama. |
DOÑA MATILDE.-
Pero hombre, qué
estás ahí charlando sin saber... |
BRUNO.-
¿Con
que no sé lo que me digo? Y en topando cualquiera
de ustedes con un libraco de historias o sucedidos, de esos
que tienen el forro colorado, ya no ha de saber dejarlo de
la mano hasta apurar si Don fulano, el de los ojos dormidos
y pelo crespo, es hijo o no de su padre, y si se casa o no
se casa con la joven boquirrubia que se muere por sus pedazos,
y que es cuando menos sobrina del Papamoscas de Burgos: todo
mentiras. |
DOÑA MATILDE.-
¿Acabaste? |
BRUNO.-
No señora,
porque es muy malo, muy malo leer en la cama... |
DOÑA
MATILDE.-
¡Aprieta! |
BRUNO.-
Sin contar que el día menos
pensado nos va a dar usted un susto con la luz y la cortina.
|
DOÑA MATILDE.-
Mira, Bruno, que estás muy pesado.
|
BRUNO.-
Siempre las verdades pesan, señorita, y amargan
y se indigestan. |
DOÑA MATILDE.-
Qué disparate,
sino que anoche cabalmente ni siquiera hojeé un libro.
Buena estaba yo para lecturas. |
BRUNO.-
Estuvo usted mala,
¿eh? ¿Y cómo no quiere estar usted mala con ese maldito
té que a dado usted en tomar ahora en lugar del guisado
y de la ensalada, que todo cristiano toma a semejantes horas?
Yo no digo por eso que el té no sea a veces saludable...
Cuando duelen las tripas, o cuando... pero al cabo no pasa
de ser agua caliente; solo podía habernos venido de
Inglaterra, que como allí son herejes, ni tendrán
vino, ni bueyes, cebones, ni... ¿Qué está usted
curioseando por esa ventana? |
DOÑA MATILDE.-
Nada;
miraba si... ¿qué hora será? |
BRUNO.-
Las siete
dieron hace rato en San Juan de Dios. |
DOÑA MATILDE.-
¿Y no ha venido nadie? |
BRUNO.-
Nadie... ah, sí,
vino el aguador con su esportilla y su... |
DOÑA MATILDE.-
¿Qué tengo yo que ver con el aguador ni con su esportilla?
|
BRUNO.-
¿Esperaba usted acaso otra visita a las siete de
la mañana? |
DOÑA MATILDE.-
No.. Sí...
¡Válgame Dios qué desgraciada soy! (Sentándose.)
|
BRUNO.-
¡Desgraciada! ¿Qué dice usted? |
DOÑA MATILDE.-
¡Oh, muy desgraciada, muy desgraciada! |
BRUNO.-
Pues, señor, ¿qué ha sucedido... acaso su papá
de usted...? |
DOÑA MATILDE.-
No, papá duerme
todavía, y estará sin duda bien lejos de soñar
o de pensar que el terrible momento se aproxima en que va
a decidirse para siempre el porvenir de su hija única
y querida... ¡para siempre! ¡Ay, Bruno!, si tú pudieras
comprender toda la fuerza y la extensión de esta palabra
¡para siempre! |
BRUNO.-
¡Vaya, y qué tonto me hace
usted! ¿Conque no comprendo lo que quiere decir para siempre?
«Para siempre» es lo mismo que decir a uno «hasta que te
mueras». |
DOÑA MATILDE.-
Decía sólo
que si tú pudieras discernir bien y avalorar las sensaciones
de diferente naturaleza que semejante palabra excita, fomenta,
inflama... |
BRUNO.-
No, en efecto, todo eso para mí
es griego. |
DOÑA MATILDE.-
Y pone en combustión,
entonces es cuando estarías en estado de... ¿Pero
quién anda en la antesala? |
BRUNO.-
Será quizá
el gato que habrá olfateado ya su pitanza. |
DOÑA MATILDE
.-
Ell es, él es. |
BRUNO.-
¿Quién
había de ser? Minino, minino... ¡Desgraciada! ¿Qué
dice usted? |
Escena II
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DON EDUARDO, DOÑA MATILDE
y BRUNO.
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DOÑA MATILDE
.-
¡Eduardo! |
DON EDUARDO.-
¡Matilde! |
BRUNO.-
¡Calle, pues no era el gato!... |
DOÑA MATILDE
.-
Creí que no acababa usted de llegar nunca.
|
DON EDUARDO.-
Amanece todavía tan tarde... y a no
haber venido sin afeitarme... |
DOÑA MATILDE.-
¡Oh,
eso no! Hubiera sido imperdonable en un día tan solemne,
como lo es éste, el que usted se hubiera presentado
con barbas. |
DON EDUARDO.-
Y, sobre todo, hubiera sido poco
limpio. |
DOÑA MATILDE.-
Si usted hubiera tenido que
viajar en posta tres o cuatro días con sus noches...
como a otros les ha sucedido... para poder llegar a tiempo
de arrancar a sus queridas del altar en que un padre injusto
las iba a inmolar... ya era otra cosa... y aun cierto desorden
en la toilette, hubiera sido entonces de rigor; pero como
usted viene sólo de su casa... |
DON EDUARDO.-
Que
está a dos pasos de aquí, en la calle de Cantarranas.
|
DOÑA MATILDE.-
Por lo mismo ha hecho usted bien en
afeitarse y en... Mas a lo menos trataremos de recuperar
el tiempo perdido. ¿Bruno? |
BRUNO.-
¿Señorita? |
DOÑA MATILDE
.-
Anda y dile a papá que el señor don
Eduardo de Contreras desea hablarle de una materia muy importante.
|
BRUNO.-
No creo que el amo se haya despertado todavía.
|
DOÑA MATILDE.-
¿Qué sabes tú? |
BRUNO.-
Porque nunca se despierta antes de las nueve, y porque...
|
DON EDUARDO.-
Quizá valga más entonces que
yo vuelva un poco más tarde. |
DOÑA MATILDE
.-
No, no. ¿A qué prolongar nuestra agonía?
Anda, Brunito, anda, si es que mi felicidad te interesa.
|
BRUNO.-
Bueno, iré; pero lo mismo me ha dicho usted
en otras ocasiones, y luego la tal felicidad se vuelve agua
de borrajas. |
DOÑA MATILDE.-
¡Bruno! |
BRUNO.-
Iré,
iré, no hay que atufarse por eso. |
Escena III
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DOÑA MATILDE y DON EDUARDO.
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DOÑA MATILDE
.-
¡Estos criados antiguos, que nos han visto nacer, se toman
siempre unas libertades!... |
DON EDUARDO.-
En justo pago
de las cometas que nos han hecho, o de las muñecas
que nos han arrullado. Y éste me parece además
muy buen sujeto. |
DOÑA MATILDE.-
¡Oh, muy bueno!...
¡Si viera usted la ley que nos tiene... y lo que le queremos
todos! ¡Pobre Bruno! Cuando estuvo el invierno pasado tan
malo, ni un instante me separé yo de la cabecera de
su cama. |
DON EDUARDO.-
¡Con qué gusto oigo a usted
eso, Matilde mía! |
DOÑA MATILDE.-
Nada tiene
de particular; sin embargo, una cosa es que sus vejeces me
desesperen tal cual vez, y otra cosa es que... ¡Ay, Dios,
y qué temblor me ha dado! |
DON EDUARDO.-
¿Está
usted sin almorzar? |
DOÑA MATILDE.-
Por supuesto.
|
DON EDUARDO.-
Entonces es algún frío que ha
cogido el estómago y... |
DOÑA MATILDE.-
¿Entonces
también temblaría usted, porque es bien seguro
que tampoco habrá usted tomado nada? |
DON EDUARDO.-
Sí, por cierto; he tomado, según mi costumbre,
una jícara de chocolate, con sus correspondientes
bollos y pan de Mallorca. |
DOÑA MATILDE.-
¡Chocolate
y pan de Mallorca en un día como éste! |
DON
EDUARDO.-
¿Es requisito acaso el pedir la novia en ayunas?
(Sonriéndose.) |
DOÑA MATILDE.-
No; ciertamente
que no... con todo, hay ocasiones en que uno debe estar tan
absorbido que necesariamente olvida cosas tan vulgares como
el almorzar y el comer. A lo menos yo hablo por mí,
y puedo asegurar a usted que ni siquiera ha pasado esta mañana
por mi cabeza el que había cacao en Caracas. |
DON
EDUARDO.-
Así se ha llenado usted de flato. |
DOÑA MATILDE
.-
¡De flato! Vaya que viene usted hoy muy poco fino.
|
DON EDUARDO.-
Pero hija, ¿no puede usted tener flato? |
DOÑA MATILDE
.-
No, señor; no puedo tener flato. A mi edad,
con mi sensibilidad, y en las circunstancias tan terribles
en que me hallo, no se tiene nunca flato; y si una tiembla
es de inquietud, de zozobra, de miedo. ¡Ay, Eduardo, está
usted demasiado tranquilo! |
DON EDUARDO.-
No veo el por qué
había yo de estar fuera de mí cuando me lisonjeo
con la esperanza de que su padre de usted, que es íntimo
amigo de mi tío, me concederá esa linda mano,
en cuya posesión se cifra toda mi felicidad. |
DOÑA MATILDE
.-
¿Y si se la niega a usted? |
DON EDUARDO.-
Si usted
hubiera permitido alguna vez que la informara de mi posición,
de mi familia, como en varias ocasiones lo he intentado en
balde, comprendería usted ahora si tengo o no motivo
para no temer sobre el éxito de mi negociación;
pero nunca me ha dejado usted hablar en esta materia, no
sé por qué, y así... |
DOÑA MATILDE
.-
Porque ni entonces quise, ni ahora quiero oír hablar
de intereses ni parentescos. Eso queda bueno cuando se trata
de esos monstruosos enlaces que se ven por ahí, en
donde todo se ajusta como libra de peras, y en donde se quiere
averiguar antes si habrá luego qué comer, o
si habrá con qué educar los hijos que vendrán
o que quizá no vendrán. ¿Y yo había
de pensar en eso? No, Eduardo, no; yo le quiero a usted más
que a mi vida, pero sólo por usted, créame
usted, por usted sólo. |
DON EDUARDO.-
¡Matilde mía!
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Escena IV
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BRUNO y DICHOS.
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BRUNO.-
¡Vaya que estaba
su papá de usted como un tronco de dormido! |
DOÑA MATILDE
.-
¿Y qué ha respondido? |
BRUNO.-
Ni oste ni
moste: oyó mi relación, se sonrió y
echó mano a los calzoncillos. |
DON EDUARDO.-
¿Se sonrió?
|
BRUNO.-
¡Pues!, como quien dice «ya sé lo que es».
|
DOÑA MATILDE.-
Dios sabe, además, lo que tú
le dirías. |
BRUNO.-
Esta es otra que bien baila.
Le dije sólo que usted me había mandado le
anunciase que el señor don Eduardo... |
DOÑA MATILDE
.-
¿Ves cómo al fin habías de hacer
alguna de las tuyas? |
BRUNO.-
¿Con que usted no me mandó?...
|
DOÑA MATILDE.-
Sí, pero no había necesidad
de decir que era yo la que te enviaba, ni de añadir,
como sin duda habrás añadido, que había
hablado antes o me quedaba hablando con este caballero.
|
BRUNO.-
Ya se ve, que le dije también entrambas cosas.
Y ¿qué mal hubo en ello? |
DOÑA MATILDE.-
Que
ya papá no se sorprenderá, y que la escena
pierde por lo mismo una gran parte de su efecto. |
BRUNO.-
Ande usted, señorita, que desde aquí a la
hora de la cena, muchos fetos puede haber todavía.
|
DOÑA MATILDE.-
¡Jesús, qué hombre!
|
DON EDUARDO.-
En cuanto a mí, le protesto a usted,
Matilde, que me alegro mucho de que Bruno haya en cierto
modo preparado a su papá de usted para lo que voy
a decirle; porque ahora tendré menos cortedad y podré
desde luego entrar en materia. |
DOÑA MATILDE.-
Bueno...
Si a usted le parece así, mejor... |
BRUNO.-
Ya siento
al señor en la escalera. |
DOÑA MATILDE.-
¡Ay,
Dios... qué susto!... ¡No sé lo que por mí
pasa!... ¿Me he puesto muy pálida? Me voy, me voy
a mi cuarto... a suspirar, a llorar... a ponerme un vestido
blanco... Ven tú también, Bruno... y el pelo
a la Malibrán... ¡Oh, y qué crisis! Allí
esperaré a que mi padre me llame... ¡La crisis de
mi vida!... porque siempre me llama en tales casos. Ánimo,
Eduardo... valor... resignación... Si habrá
planchado anoche la Juana mi collereta a la María
Estuardo... Sobre todo confianza en mi eterno cariño.
(Vase, llevándose tras sí a BRUNO.) |
BRUNO.-
¡Señorita, señorita, que me desgarra usted
la solapa! |
Escena V
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DON EDUARDO y luego DON PEDRO.
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DON EDUARDO.-
¡Muchacha encantadora! Es lástima,
por cierto, que haya leído tanta novela, porque su
corazón... |
DON PEDRO.-
Buenos días, señor
don Eduardo muy buenos días, ¡y qué temprano
tenemos el gusto de ver a usted en ésta su casa!
|
DON EDUARDO.-
En efecto, señor don Pedro, la hora
es bastante inoportuna, y bien sabe Dios que no sé
cómo disculparme con usted. |
DON PEDRO.-
¿De qué,
amigo mío? |
DON EDUARDO.-
Por una visita realmente
demasiado matutina e inesperada. |
DON PEDRO.-
¿Y quién
le dice a usted que yo no esperaba esta misma visita? |
DON
EDUARDO.-
¿Que me es...? |
DON PEDRO.-
Hoy precisamente, no;
pero sí en una de estas mañanas porque ya había
yo notado ciertos síntomas... Ya se ve, a ustedes
los enamorados se les figura que un padre cuando juega en
un rincón al tresillo, o que una madre cuando está
más enfrascada en la letanía de las imperfecciones
de su cocinera, no piensa en otra cosa sino en el codillo
que le dieron o en las almondiguillas que se quemaron, y
de consiguiente que no notan las ojeadas de ustedes, ni oyen
los suspiros, ni se enteran de las peloteras... Pues no,
señor, están ustedes muy equivocados; ni el
padre ni la madre pierden ripio de cuanto va pasando...
|
DON EDUARDO.-
Nada más natural, ciertamente. |
DON
PEDRO.-
Y llevan también libro de entradas y salidas,
como si hubieran sido toda su vida horteras. |
DON EDUARDO.-
Así, señor don Pedro, usted habrá
ya observado... |
DON PEDRO.-
Sí, señor, ya
sé que usted está muy prendado de mi Matilde.
|
DON EDUARDO.-
Entonces adivinará usted también
que el objeto de mi visita es... |
DON PEDRO.-
El de pedirme
su mano. ¿No es ése? |
DON EDUARDO.-
Ese mismo.
Y si fuera yo tan dichoso que reuniera a los ojos de usted
aquellas circunstancias... |
DON PEDRO.-
Muchas reúne
usted, por vida mía, señor don Eduardo: nacimiento
ilustre, mayorazgo crecido, educación, talento, moralidad.
|
DON EDUARDO.-
¡Usted me confunde, señor don Pedro!
|
DON PEDRO.-
Y el ser sobre todo sobrino y heredero de mi
mejor amigo... De ahí, que yerno más a mi gusto
sería muy difícil que se me presentase. |
DON
EDUARDO.-
¿Entonces puedo esperar?... |
DON PEDRO.-
Pero mi
hija es la que se casa, yo no; ella es, pues, la que ha de
juzgar si usted... |
DON EDUARDO.-
¡Oh, señor don Pedro,
y qué feliz soy! La amable, la hermosa Matilde, me
corresponde, no lo dude usted, y está en el secreto,
y... |
DON PEDRO.-
Tanto mejor, amigo mío, y ahora
vamos a verlo, porque, con el permiso de usted, la haré
llamar, y en presencia de usted consultaremos su gusto y
su voluntad. |
DON EDUARDO.-
No deseo otra cosa, y cuanto
más pronto... |
DON PEDRO.-
Ahora mismo... ¿Bruno?
Que ella venga y se explique, y si dice que sí, entonces...
¿Bruno? |
BRUNO.-
Mande usted. (Desde adentro.) |
DON PEDRO.-
Porque si dice que no... ya ve usted... un buen padre no
debe nunca violentar la inclinación de sus hijos.
|
DON EDUARDO.-
Repito a usted que ella misma... |
Escena VII
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DON PEDRO y DON EDUARDO.
|
DON PEDRO.-
Pues, y como le iba a usted diciendo, señor
don Eduardo, yo soy demasiado buen padre para pretender...
Luego, ya voy a viejo, estoy viudo, no tengo más que
esta hija... a la que quiero como a las niñas de mis
ojos... No soy, además, amigo de lloros ni tristezas
dentro de casa, y en suma... |
DON EDUARDO.-
Sí, tiene
usted en todo mil razones. |
DON PEDRO.-
Y en suma, ella hará
lo que quiera, como lo hace siempre; aunque eso no quita
el que la chica sea muy dócil y muy bien criada y
muy temerosa de Dios... |
DON EDUARDO.-
¡Y es tan bonita!
|
DON PEDRO.-
Y el que es muy buena hija, y será muy
buena mujer propia. |
DON EDUARDO.-
¡Oh, excelente, excelente!
|
DON PEDRO.-
Y si llega a ser madre... |
DON EDUARDO.-
Por
supuesto ¿no quiere usted que llegue? |
DON PEDRO.-
Tendrá
hijos a su vez y será también muy buena madre,
no lo dude usted, señor don Eduardo... |
DON EDUARDO
.-
¡Qué he de dudar yo eso, señor don Pedro!
¡Poco enamorado estoy a fe mía para dudar ahora de
nada! |
DON PEDRO.-
Es que no crea usted que es el primero
a quien le digo yo todo esto, no señor, y otro tanto,
sin quitar ni poner, le dije a mi sobrino Tiburcio hará
ahora unos cuatro meses, cuando se quiso casar con su prima.
|
DON EDUARDO.-
Que fue sin duda la que se opuso al enlace,
¿eh? |
DON PEDRO.-
¡Quién había de ser! Y por
más señas que, aunque no estuvo el tal enlace
tan adelantado como el que seis meses antes tuvimos entre
manos, lo estuvo sin embargo lo bastante para dar después
mucho que hablar a la gente ociosa. |
DON EDUARDO.-
¿Y dice
usted que hubo otro seis meses antes que lo estuvo más?
|
DON PEDRO.-
Cien veces más, con el vizconde del Relámpago,
un caballero andaluz, maestrante de la de Ronda... con no
sé cuántos millares de pinares, pegujares y
lagares... hombre muy bien nacido, y que yo... |
Escena
VIII
|
|
DOÑA MATILDE y DICHOS.
|
DON PEDRO.-
Ven,
hija mía, y nos dirás si... |
DOÑA MATILDE
.-
¡Ah! ¡padre mío, y qué criminal debo de aparecer
a los ojos de usted! Ya sé que debía consultarle
antes de comprometerme; ya sé que debía después...
|
DON PEDRO.-
Cierto, muy cierto, mas ahora... |
DOÑA MATILDE
.-
Haber seguido humilde los consejos de su experiencia,
de su cariño; pero ¡ay!, que no pude, porque arrastrada
por una pasión irresistible... |
DON PEDRO.-
Si no
es eso... |
DOÑA MATILDE.-
Que como una erupción
volcánica... |
DON EDUARDO.-
Pero, Matilde, si su papá
de usted... |
DOÑA MATILDE.-
Calle usted; no me distraiga...
se apoderó de mi pobre corazón, que estaba
indefenso... que no había hasta entonces amado...
|
DON PEDRO.-
Si me dejarás meter baza... |
DOÑA MATILDE
.-
Con todo, padre mío, no crea usted que trato
de rebelarme contra su autoridad, y si el hombre de mi elección
no mereciese, como me temo, el sufragio de usted... |
DON
EDUARDO.-
Dígole a usted que... |
DOÑA MATILDE
.-
Entonces... no seré nunca de otro... eso no... pero
gemiré en silencio sin ser suya o iré a sepultarme
en las lobregueces del claustro. |
DON PEDRO.-
¡Tú,
quedarte soltera! ¡Jesús, qué desatino! Primero
te casaría con un bajá de tres colas, cuando
más que el señor don Eduardo es muy buen partido
por todos títulos... |
DOÑA MATILDE.-
¿Qué
dice usted? |
DON PEDRO.-
De familia muy noble... |
DOÑA MATILDE
.-
Eso para mí es tan indiferente como el que
fuera inclusero. |
DON EDUARDO.-
(Para mí, no.) |
DON
PEDRO.-
Y que será muy rico cuando herede a su tío...
|
DOÑA MATILDE.-
(¡Será rico! ¡Qué lástima!)
|
DON PEDRO.-
De quien supongo que heredará también
el título que aquél tiene de Alguacil mayor
de... |
DOÑA MATILDE.-
¡Alguacil mayor! ¡Elegante título
por vida mía! |
DON EDUARDO.-
¡Sí, señor,
si es de mayorazgo! |
DOÑA MATILDE.-
¡También
mayorazgo! |
DON PEDRO.-
Así, hija mía, puedes
tranquilizarte, porque elección más juiciosa,
más a gusto mío, más a gusto de todos...
|
DOÑA MATILDE.-
(¡Lo que engañan las apariencias!)
|
DON PEDRO.-
Vamos, era imposible hacerla mejor... y ya verás
lo que se alegra tu tía Sinforosa, y las primas Velasco
y tu padrino el señor Deán y... |
DOÑA MATILDE
.-
(¡Y todo el género humano, y sólo
porque es rico! ¡Gente sórdida!) |
DON EDUARDO.-
¡Ah!
¡Señor don Pedro, tanta bondad! ¿Cómo podré
yo pagar nunca...? |
DON PEDRO.-
Haciéndola feliz,
señor don Eduardo. |
DON EDUARDO.-
¡Lo será!
¿Cómo quiere usted que no lo sea? Adorada por su marido,
mimada por sus parientes, respetada por sus amigos, pudiendo
disfrutar de todo, sobrándole todo... |
DOÑA MATILDE
.-
(¡Y eso se llama ser feliz!) |
DON EDUARDO.-
¿Pero
qué tiene usted, Matilde mía? ¿Por qué
se ha quedado usted tan callada? |
DON PEDRO.-
La misma alegría
que la habrá sobrecogido... ¿No es eso, hija? |
DOÑA MATILDE.-
Pues... en efecto... y también ciertas reflexiones...
Ya ve usted, la cosa es muy seria... se trata de un lazo
indisoluble, de la dicha o de la desgracia de toda la vida...
|
DON PEDRO.-
Como ya obtuviste mi consentimiento, que era
lo que te tenía con cuidado... |
DON EDUARDO.-
Y queriéndote
tanto como nos queremos... |
DOÑA MATILDE.-
No digo
que no... y yo agradezco a usted infinito el que me quiera...
Ciertamente es una preferencia que me debe lisonjear mucho
y que... sin embargo, esto de casarse no es jugar a la gallina
ciega, y no es extraño que yo me arredre y titubee,
y... |
DON EDUARDO.-
Bien sabe Dios, Matilde, que no entiendo...
|
DON PEDRO.-
Vaya, vaya, esos escrúpulos se quitan
con señalar un día de esta semana para que
se tomen los dichos. |
DOÑA MATILDE.-
Perdone usted,
padre mío, yo no puedo en la agitación en que
estoy ni decidir ni consentir en nada... Quédese la
cosa así... Yo lo pensaré... Yo me consultaré
a mí misma... No digo por esto que este caballero
deba perder toda esperanza... no tal... aunque por otra parte...
en fin, dentro de tres o cuatro días saldremos de
una vez de este estado de incertidumbre... Entre tanto permítanme
ustedes que me retire... y... beso a usted la mano... (¡Mujer
de un alguacil mayor! ¡No faltaba más!) |
Escena
IX
|
|
DON PEDRO y DON EDUARDO.
|
DON EDUARDO.-
¡No sé
lo que pasa por mí! |
DON PEDRO.-
A la verdad que yo
no me esperaba tampoco... La niña, como le dije a
usted, es muy dócil, eso es otra cosa, y muy bien
criada, pero... |
DON EDUARDO.-
Pero señor, por la
Virgen Santísima, si ella apenas hace un cuarto de
hora... |
DON PEDRO.-
Se lo parecería a usted quizá,
señor don Eduardo, porque como ella es tan afable...
¿Quién sabe también si usted interpretaría?
|
DON EDUARDO.-
Eso es lo mismo que decirme que soy un fatuo,
presuntuoso, que... |
DON PEDRO.-
No, señor, cómo
había yo de decirle a usted eso en sus barbas, sino
que a veces los amantes... Vea usted, ni mi sobrino Tiburcio,
ni el marqués del Relámpago eran fatuos ni
presuntuosos, y también se imaginaron que Matilde...
|
DON EDUARDO.-
Ya, pero ellos no oirían, como yo oí
de sus propios labios... Vaya... lo mismo me he quedado que
si me hubiera caído un rayo. |
DON PEDRO.-
Así
se quedó cabalmente el marqués del Relámpago
cuando... |
DON EDUARDO.-
Y le juro a usted que si no la quisiera
tan sinceramente... |
DON PEDRO.-
Además, no está
todo perdido... Ella no ha dicho todavía que no, señor
don Eduardo. |
DON EDUARDO.-
Pero tampoco ha dicho que sí,
señor don Pedro. |
DON PEDRO.-
Es verdad, no lo ha
dicho, mas quizá lo diga... Tenga usted paciencia...
Tres o cuatro días se pasan en un abrir y cerrar de
ojos... y... Conque, señor don Eduardo, a la disposición
de usted... Bueno será que yo vaya a ver lo que hace
la chica. Y no dude usted que si puedo influir... |
DON EDUARDO
.-
Quede usted con Dios, señor don Pedro, y mil gracias
de todos modos. |
DON PEDRO.-
No hay de qué, amigo
mío, no hay de qué... (Vase.) |
DON EDUARDO.-
Ya sé que no hay mucho de qué... ¡Caramba
y qué chasco! Lo peor es que conozco que estoy enamorado
de veras. ¡Ah, Matilde!... y ¿quién pudiera presumir...?
En fin, ¡paciencia!... y esperaré a estar más
de sangre fría para determinar lo que me queda que
hacer... ¡Ah, Matilde, Matilde! |