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Contigo pan y cebolla

Comedia original en cuatro actos

Manuel Eduardo de Gorostiza



portada



PERSONAS
 
ACTORES
 
DON PEDRO DE LARASR. ELÍAS NOREN
DOÑA MATILDE,    su hija SRA. CONCEPCIÓN RODRÍGUEZ
DON EDUARDO DE CONTRERAS DON CARLOS LATORRE
BRUNO,    criado de Don PedroSR. ANTONIO GUZMÁN
La MARQUESA SRA. JOAQUINA BAUS
El CASERO SR. LUIS FABIANI
La VECINA SRA. RAFAELA GONZÁLEZ
 

La Escena pasa en Madrid; los tres primeros actos en una sala bien amueblada, aunque algo a la antigua, de la casa que habita DON PEDRO, y el último acto en un cuarto muy miserable, y en donde habrá solo una mala cama, dos o tres sillas de paja vieja, un brasero de hierro etéctera, etc.

 




ArribaAbajoActo primero


Escena I

 

DOÑA MATILDE y BRUNO.

 

DOÑA MATILDE.-  ¡Bruno!

BRUNO.-  Jesús, señorita, ¿ya se levantó usted?

DOÑA MATILDE.-  Si no he podido cerrar los ojos en toda la noche.

BRUNO.-  Ya, se habrá usted estado leyendo hasta las tres o las cuatro, según costumbre...

DOÑA MATILDE.-  No es eso...

BRUNO.-  Se le habrá arrebatado el calor a la cabeza...

DOÑA MATILDE.-  Repito que...

BRUNO.-  Y con los cascos calientes ya no se duerme por más vueltas que uno dé en la cama.

DOÑA MATILDE.-  Pero hombre, qué estás ahí charlando sin saber...

BRUNO.-  ¿Con que no sé lo que me digo? Y en topando cualquiera de ustedes con un libraco de historias o sucedidos, de esos que tienen el forro colorado, ya no ha de saber dejarlo de la mano hasta apurar si Don fulano, el de los ojos dormidos y pelo crespo, es hijo o no de su padre, y si se casa o no se casa con la joven boquirrubia que se muere por sus pedazos, y que es cuando menos sobrina del Papamoscas de Burgos: todo mentiras.

DOÑA MATILDE.-  ¿Acabaste?

BRUNO.-  No señora, porque es muy malo, muy malo leer en la cama...

DOÑA MATILDE.-  ¡Aprieta!

BRUNO.-  Sin contar que el día menos pensado nos va a dar usted un susto con la luz y la cortina.

DOÑA MATILDE.-  Mira, Bruno, que estás muy pesado.

BRUNO.-  Siempre las verdades pesan, señorita, y amargan y se indigestan.

DOÑA MATILDE.-  Qué disparate, sino que anoche cabalmente ni siquiera hojeé un libro. Buena estaba yo para lecturas.

BRUNO.-  Estuvo usted mala, ¿eh? ¿Y cómo no quiere estar usted mala con ese maldito té que a dado usted en tomar ahora en lugar del guisado y de la ensalada, que todo cristiano toma a semejantes horas? Yo no digo por eso que el té no sea a veces saludable... Cuando duelen las tripas, o cuando... pero al cabo no pasa de ser agua caliente; solo podía habernos venido de Inglaterra, que como allí son herejes, ni tendrán vino, ni bueyes, cebones, ni... ¿Qué está usted curioseando por esa ventana?

DOÑA MATILDE.-  Nada; miraba si... ¿qué hora será?

BRUNO.-  Las siete dieron hace rato en San Juan de Dios.

DOÑA MATILDE.-  ¿Y no ha venido nadie?

BRUNO.-  Nadie... ah, sí, vino el aguador con su esportilla y su...

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué tengo yo que ver con el aguador ni con su esportilla?

BRUNO.-  ¿Esperaba usted acaso otra visita a las siete de la mañana?

DOÑA MATILDE.-  No.. Sí... ¡Válgame Dios qué desgraciada soy!  (Sentándose.) 

BRUNO.-  ¡Desgraciada! ¿Qué dice usted?

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh, muy desgraciada, muy desgraciada!

BRUNO.-  Pues, señor, ¿qué ha sucedido... acaso su papá de usted...?

DOÑA MATILDE.-  No, papá duerme todavía, y estará sin duda bien lejos de soñar o de pensar que el terrible momento se aproxima en que va a decidirse para siempre el porvenir de su hija única y querida... ¡para siempre! ¡Ay, Bruno!, si tú pudieras comprender toda la fuerza y la extensión de esta palabra ¡para siempre!

BRUNO.-  ¡Vaya, y qué tonto me hace usted! ¿Conque no comprendo lo que quiere decir para siempre? «Para siempre» es lo mismo que decir a uno «hasta que te mueras».

DOÑA MATILDE.-  Decía sólo que si tú pudieras discernir bien y avalorar las sensaciones de diferente naturaleza que semejante palabra excita, fomenta, inflama...

BRUNO.-  No, en efecto, todo eso para mí es griego.

DOÑA MATILDE.-  Y pone en combustión, entonces es cuando estarías en estado de... ¿Pero quién anda en la antesala?

BRUNO.-  Será quizá el gato que habrá olfateado ya su pitanza.

DOÑA MATILDE .-  Ell es, él es.

BRUNO.-  ¿Quién había de ser? Minino, minino...

¡Desgraciada! ¿Qué dice usted?



Escena II

 

DON EDUARDO, DOÑA MATILDE y BRUNO.

 

DOÑA MATILDE .-  ¡Eduardo!

DON EDUARDO.-  ¡Matilde!

BRUNO.-  ¡Calle, pues no era el gato!...

DOÑA MATILDE .-  Creí que no acababa usted de llegar nunca.

DON EDUARDO.-  Amanece todavía tan tarde... y a no haber venido sin afeitarme...

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh, eso no! Hubiera sido imperdonable en un día tan solemne, como lo es éste, el que usted se hubiera presentado con barbas.

DON EDUARDO.-  Y, sobre todo, hubiera sido poco limpio.

DOÑA MATILDE.-  Si usted hubiera tenido que viajar en posta tres o cuatro días con sus noches... como a otros les ha sucedido... para poder llegar a tiempo de arrancar a sus queridas del altar en que un padre injusto las iba a inmolar... ya era otra cosa... y aun cierto desorden en la toilette, hubiera sido entonces de rigor; pero como usted viene sólo de su casa...

DON EDUARDO.-  Que está a dos pasos de aquí, en la calle de Cantarranas.

DOÑA MATILDE.-  Por lo mismo ha hecho usted bien en afeitarse y en... Mas a lo menos trataremos de recuperar el tiempo perdido. ¿Bruno?

BRUNO.-  ¿Señorita?

DOÑA MATILDE .-  Anda y dile a papá que el señor don Eduardo de Contreras desea hablarle de una materia muy importante.

BRUNO.-  No creo que el amo se haya despertado todavía.

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué sabes tú?

BRUNO.-  Porque nunca se despierta antes de las nueve, y porque...

DON EDUARDO.-  Quizá valga más entonces que yo vuelva un poco más tarde.

DOÑA MATILDE .-  No, no. ¿A qué prolongar nuestra agonía? Anda, Brunito, anda, si es que mi felicidad te interesa.

BRUNO.-  Bueno, iré; pero lo mismo me ha dicho usted en otras ocasiones, y luego la tal felicidad se vuelve agua de borrajas.

DOÑA MATILDE.-  ¡Bruno!

BRUNO.-  Iré, iré, no hay que atufarse por eso.



Escena III

 

DOÑA MATILDE y DON EDUARDO.

 

DOÑA MATILDE .-  ¡Estos criados antiguos, que nos han visto nacer, se toman siempre unas libertades!...

DON EDUARDO.-  En justo pago de las cometas que nos han hecho, o de las muñecas que nos han arrullado. Y éste me parece además muy buen sujeto.

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh, muy bueno!... ¡Si viera usted la ley que nos tiene... y lo que le queremos todos! ¡Pobre Bruno! Cuando estuvo el invierno pasado tan malo, ni un instante me separé yo de la cabecera de su cama.

DON EDUARDO.-  ¡Con qué gusto oigo a usted eso, Matilde mía!

DOÑA MATILDE.-  Nada tiene de particular; sin embargo, una cosa es que sus vejeces me desesperen tal cual vez, y otra cosa es que... ¡Ay, Dios, y qué temblor me ha dado!

DON EDUARDO.-  ¿Está usted sin almorzar?

DOÑA MATILDE.-  Por supuesto.

DON EDUARDO.-  Entonces es algún frío que ha cogido el estómago y...

DOÑA MATILDE.-  ¿Entonces también temblaría usted, porque es bien seguro que tampoco habrá usted tomado nada?

DON EDUARDO.-  Sí, por cierto; he tomado, según mi costumbre, una jícara de chocolate, con sus correspondientes bollos y pan de Mallorca.

DOÑA MATILDE.-  ¡Chocolate y pan de Mallorca en un día como éste!

DON EDUARDO.-  ¿Es requisito acaso el pedir la novia en ayunas?  (Sonriéndose.) 

DOÑA MATILDE.-  No; ciertamente que no... con todo, hay ocasiones en que uno debe estar tan absorbido que necesariamente olvida cosas tan vulgares como el almorzar y el comer. A lo menos yo hablo por mí, y puedo asegurar a usted que ni siquiera ha pasado esta mañana por mi cabeza el que había cacao en Caracas.

DON EDUARDO.-  Así se ha llenado usted de flato.

DOÑA MATILDE .-  ¡De flato! Vaya que viene usted hoy muy poco fino.

DON EDUARDO.-  Pero hija, ¿no puede usted tener flato?

DOÑA MATILDE .-  No, señor; no puedo tener flato. A mi edad, con mi sensibilidad, y en las circunstancias tan terribles en que me hallo, no se tiene nunca flato; y si una tiembla es de inquietud, de zozobra, de miedo. ¡Ay, Eduardo, está usted demasiado tranquilo!

DON EDUARDO.-  No veo el por qué había yo de estar fuera de mí cuando me lisonjeo con la esperanza de que su padre de usted, que es íntimo amigo de mi tío, me concederá esa linda mano, en cuya posesión se cifra toda mi felicidad.

DOÑA MATILDE .-  ¿Y si se la niega a usted?

DON EDUARDO.-  Si usted hubiera permitido alguna vez que la informara de mi posición, de mi familia, como en varias ocasiones lo he intentado en balde, comprendería usted ahora si tengo o no motivo para no temer sobre el éxito de mi negociación; pero nunca me ha dejado usted hablar en esta materia, no sé por qué, y así...

DOÑA MATILDE .-  Porque ni entonces quise, ni ahora quiero oír hablar de intereses ni parentescos. Eso queda bueno cuando se trata de esos monstruosos enlaces que se ven por ahí, en donde todo se ajusta como libra de peras, y en donde se quiere averiguar antes si habrá luego qué comer, o si habrá con qué educar los hijos que vendrán o que quizá no vendrán. ¿Y yo había de pensar en eso? No, Eduardo, no; yo le quiero a usted más que a mi vida, pero sólo por usted, créame usted, por usted sólo.

DON EDUARDO.-  ¡Matilde mía!



Escena IV

 

BRUNO y DICHOS.

 

BRUNO.-  ¡Vaya que estaba su papá de usted como un tronco de dormido!

DOÑA MATILDE .-  ¿Y qué ha respondido?

BRUNO.-  Ni oste ni moste: oyó mi relación, se sonrió y echó mano a los calzoncillos.

DON EDUARDO.-  ¿Se sonrió?

BRUNO.-  ¡Pues!, como quien dice «ya sé lo que es».

DOÑA MATILDE.-  Dios sabe, además, lo que tú le dirías.

BRUNO.-  Esta es otra que bien baila. Le dije sólo que usted me había mandado le anunciase que el señor don Eduardo...

DOÑA MATILDE .-  ¿Ves cómo al fin habías de hacer alguna de las tuyas?

BRUNO.-  ¿Con que usted no me mandó?...

DOÑA MATILDE.-  Sí, pero no había necesidad de decir que era yo la que te enviaba, ni de añadir, como sin duda habrás añadido, que había hablado antes o me quedaba hablando con este caballero.

BRUNO.-  Ya se ve, que le dije también entrambas cosas. Y ¿qué mal hubo en ello?

DOÑA MATILDE.-  Que ya papá no se sorprenderá, y que la escena pierde por lo mismo una gran parte de su efecto.

BRUNO.-  Ande usted, señorita, que desde aquí a la hora de la cena, muchos fetos puede haber todavía.

DOÑA MATILDE.-  ¡Jesús, qué hombre!

DON EDUARDO.-  En cuanto a mí, le protesto a usted, Matilde, que me alegro mucho de que Bruno haya en cierto modo preparado a su papá de usted para lo que voy a decirle; porque ahora tendré menos cortedad y podré desde luego entrar en materia.

DOÑA MATILDE.-  Bueno... Si a usted le parece así, mejor...

BRUNO.-  Ya siento al señor en la escalera.

DOÑA MATILDE.-  ¡Ay, Dios... qué susto!... ¡No sé lo que por mí pasa!... ¿Me he puesto muy pálida? Me voy, me voy a mi cuarto... a suspirar, a llorar... a ponerme un vestido blanco... Ven tú también, Bruno... y el pelo a la Malibrán... ¡Oh, y qué crisis! Allí esperaré a que mi padre me llame... ¡La crisis de mi vida!... porque siempre me llama en tales casos. Ánimo, Eduardo... valor... resignación... Si habrá planchado anoche la Juana mi collereta a la María Estuardo... Sobre todo confianza en mi eterno cariño.  (Vase, llevándose tras sí a BRUNO.) 

BRUNO.-  ¡Señorita, señorita, que me desgarra usted la solapa!



Escena V

 

DON EDUARDO y luego DON PEDRO.

 

DON EDUARDO.-  ¡Muchacha encantadora! Es lástima, por cierto, que haya leído tanta novela, porque su corazón...

DON PEDRO.-  Buenos días, señor don Eduardo muy buenos días, ¡y qué temprano tenemos el gusto de ver a usted en ésta su casa!

DON EDUARDO.-  En efecto, señor don Pedro, la hora es bastante inoportuna, y bien sabe Dios que no sé cómo disculparme con usted.

DON PEDRO.-  ¿De qué, amigo mío?

DON EDUARDO.-  Por una visita realmente demasiado matutina e inesperada.

DON PEDRO.-  ¿Y quién le dice a usted que yo no esperaba esta misma visita?

DON EDUARDO.-  ¿Que me es...?

DON PEDRO.-  Hoy precisamente, no; pero sí en una de estas mañanas porque ya había yo notado ciertos síntomas... Ya se ve, a ustedes los enamorados se les figura que un padre cuando juega en un rincón al tresillo, o que una madre cuando está más enfrascada en la letanía de las imperfecciones de su cocinera, no piensa en otra cosa sino en el codillo que le dieron o en las almondiguillas que se quemaron, y de consiguiente que no notan las ojeadas de ustedes, ni oyen los suspiros, ni se enteran de las peloteras... Pues no, señor, están ustedes muy equivocados; ni el padre ni la madre pierden ripio de cuanto va pasando...

DON EDUARDO.-  Nada más natural, ciertamente.

DON PEDRO.-  Y llevan también libro de entradas y salidas, como si hubieran sido toda su vida horteras.

DON EDUARDO.-  Así, señor don Pedro, usted habrá ya observado...

DON PEDRO.-  Sí, señor, ya sé que usted está muy prendado de mi Matilde.

DON EDUARDO.-  Entonces adivinará usted también que el objeto de mi visita es...

DON PEDRO.-  El de pedirme su mano. ¿No es ése?

DON EDUARDO.-  Ese mismo. Y si fuera yo tan dichoso que reuniera a los ojos de usted aquellas circunstancias...

DON PEDRO.-  Muchas reúne usted, por vida mía, señor don Eduardo: nacimiento ilustre, mayorazgo crecido, educación, talento, moralidad.

DON EDUARDO.-  ¡Usted me confunde, señor don Pedro!

DON PEDRO.-  Y el ser sobre todo sobrino y heredero de mi mejor amigo... De ahí, que yerno más a mi gusto sería muy difícil que se me presentase.

DON EDUARDO.-  ¿Entonces puedo esperar?...

DON PEDRO.-  Pero mi hija es la que se casa, yo no; ella es, pues, la que ha de juzgar si usted...

DON EDUARDO.-  ¡Oh, señor don Pedro, y qué feliz soy! La amable, la hermosa Matilde, me corresponde, no lo dude usted, y está en el secreto, y...

DON PEDRO.-  Tanto mejor, amigo mío, y ahora vamos a verlo, porque, con el permiso de usted, la haré llamar, y en presencia de usted consultaremos su gusto y su voluntad.

DON EDUARDO.-  No deseo otra cosa, y cuanto más pronto...

DON PEDRO.-  Ahora mismo... ¿Bruno? Que ella venga y se explique, y si dice que sí, entonces... ¿Bruno?

BRUNO.-  Mande usted.  (Desde adentro.) 

DON PEDRO.-  Porque si dice que no... ya ve usted... un buen padre no debe nunca violentar la inclinación de sus hijos.

DON EDUARDO.-  Repito a usted que ella misma...



Escena VI

 

BRUNO y DICHOS.

 

BRUNO.-  ¿Llama usted?

DON PEDRO.-  Sí. ¿Dónde está la niña?

BRUNO.-  En su cuarto... representando, a lo que parece, algún paso de comedia.

DON PEDRO.-  ¿Qué entiendes tú de eso?... Dile que venga.

BRUNO.-  O de tragedia, ¿qué me sé yo?... Ello es que se la oye hablar alto... que está sola... y que a no haber perdido la chaveta...  (Yéndose.) 



Escena VII

 

DON PEDRO y DON EDUARDO.

 

DON PEDRO.-  Pues, y como le iba a usted diciendo, señor don Eduardo, yo soy demasiado buen padre para pretender... Luego, ya voy a viejo, estoy viudo, no tengo más que esta hija... a la que quiero como a las niñas de mis ojos... No soy, además, amigo de lloros ni tristezas dentro de casa, y en suma...

DON EDUARDO.-  Sí, tiene usted en todo mil razones.

DON PEDRO.-  Y en suma, ella hará lo que quiera, como lo hace siempre; aunque eso no quita el que la chica sea muy dócil y muy bien criada y muy temerosa de Dios...

DON EDUARDO.-  ¡Y es tan bonita!

DON PEDRO.-  Y el que es muy buena hija, y será muy buena mujer propia.

DON EDUARDO.-  ¡Oh, excelente, excelente!

DON PEDRO.-  Y si llega a ser madre...

DON EDUARDO.-  Por supuesto ¿no quiere usted que llegue?

DON PEDRO.-  Tendrá hijos a su vez y será también muy buena madre, no lo dude usted, señor don Eduardo...

DON EDUARDO .-  ¡Qué he de dudar yo eso, señor don Pedro! ¡Poco enamorado estoy a fe mía para dudar ahora de nada!

DON PEDRO.-  Es que no crea usted que es el primero a quien le digo yo todo esto, no señor, y otro tanto, sin quitar ni poner, le dije a mi sobrino Tiburcio hará ahora unos cuatro meses, cuando se quiso casar con su prima.

DON EDUARDO.-  Que fue sin duda la que se opuso al enlace, ¿eh?

DON PEDRO.-  ¡Quién había de ser! Y por más señas que, aunque no estuvo el tal enlace tan adelantado como el que seis meses antes tuvimos entre manos, lo estuvo sin embargo lo bastante para dar después mucho que hablar a la gente ociosa.

DON EDUARDO.-  ¿Y dice usted que hubo otro seis meses antes que lo estuvo más?

DON PEDRO.-  Cien veces más, con el vizconde del Relámpago, un caballero andaluz, maestrante de la de Ronda... con no sé cuántos millares de pinares, pegujares y lagares... hombre muy bien nacido, y que yo...



Escena VIII

 

DOÑA MATILDE y DICHOS.

 

DON PEDRO.-  Ven, hija mía, y nos dirás si...

DOÑA MATILDE .-  ¡Ah! ¡padre mío, y qué criminal debo de aparecer a los ojos de usted! Ya sé que debía consultarle antes de comprometerme; ya sé que debía después...

DON PEDRO.-  Cierto, muy cierto, mas ahora...

DOÑA MATILDE .-  Haber seguido humilde los consejos de su experiencia, de su cariño; pero ¡ay!, que no pude, porque arrastrada por una pasión irresistible...

DON PEDRO.-  Si no es eso...

DOÑA MATILDE.-  Que como una erupción volcánica...

DON EDUARDO.-  Pero, Matilde, si su papá de usted...

DOÑA MATILDE.-  Calle usted; no me distraiga... se apoderó de mi pobre corazón, que estaba indefenso... que no había hasta entonces amado...

DON PEDRO.-  Si me dejarás meter baza...

DOÑA MATILDE .-  Con todo, padre mío, no crea usted que trato de rebelarme contra su autoridad, y si el hombre de mi elección no mereciese, como me temo, el sufragio de usted...

DON EDUARDO.-  Dígole a usted que...

DOÑA MATILDE .-  Entonces... no seré nunca de otro... eso no... pero gemiré en silencio sin ser suya o iré a sepultarme en las lobregueces del claustro.

DON PEDRO.-  ¡Tú, quedarte soltera! ¡Jesús, qué desatino! Primero te casaría con un bajá de tres colas, cuando más que el señor don Eduardo es muy buen partido por todos títulos...

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué dice usted?

DON PEDRO.-  De familia muy noble...

DOÑA MATILDE .-  Eso para mí es tan indiferente como el que fuera inclusero.

DON EDUARDO.-  (Para mí, no.)

DON PEDRO.-  Y que será muy rico cuando herede a su tío...

DOÑA MATILDE.-  (¡Será rico! ¡Qué lástima!)

DON PEDRO.-  De quien supongo que heredará también el título que aquél tiene de Alguacil mayor de...

DOÑA MATILDE.-  ¡Alguacil mayor! ¡Elegante título por vida mía!

DON EDUARDO.-  ¡Sí, señor, si es de mayorazgo!

DOÑA MATILDE.-  ¡También mayorazgo!

DON PEDRO.-  Así, hija mía, puedes tranquilizarte, porque elección más juiciosa, más a gusto mío, más a gusto de todos...

DOÑA MATILDE.-  (¡Lo que engañan las apariencias!)

DON PEDRO.-  Vamos, era imposible hacerla mejor... y ya verás lo que se alegra tu tía Sinforosa, y las primas Velasco y tu padrino el señor Deán y...

DOÑA MATILDE .-  (¡Y todo el género humano, y sólo porque es rico! ¡Gente sórdida!)

DON EDUARDO.-  ¡Ah! ¡Señor don Pedro, tanta bondad! ¿Cómo podré yo pagar nunca...?

DON PEDRO.-  Haciéndola feliz, señor don Eduardo.

DON EDUARDO.-  ¡Lo será! ¿Cómo quiere usted que no lo sea? Adorada por su marido, mimada por sus parientes, respetada por sus amigos, pudiendo disfrutar de todo, sobrándole todo...

DOÑA MATILDE .-  (¡Y eso se llama ser feliz!)

DON EDUARDO.-  ¿Pero qué tiene usted, Matilde mía? ¿Por qué se ha quedado usted tan callada?

DON PEDRO.-  La misma alegría que la habrá sobrecogido... ¿No es eso, hija?

DOÑA MATILDE.-  Pues... en efecto... y también ciertas reflexiones... Ya ve usted, la cosa es muy seria... se trata de un lazo indisoluble, de la dicha o de la desgracia de toda la vida...

DON PEDRO.-  Como ya obtuviste mi consentimiento, que era lo que te tenía con cuidado...

DON EDUARDO.-  Y queriéndote tanto como nos queremos...

DOÑA MATILDE.-  No digo que no... y yo agradezco a usted infinito el que me quiera... Ciertamente es una preferencia que me debe lisonjear mucho y que... sin embargo, esto de casarse no es jugar a la gallina ciega, y no es extraño que yo me arredre y titubee, y...

DON EDUARDO.-  Bien sabe Dios, Matilde, que no entiendo...

DON PEDRO.-  Vaya, vaya, esos escrúpulos se quitan con señalar un día de esta semana para que se tomen los dichos.

DOÑA MATILDE.-  Perdone usted, padre mío, yo no puedo en la agitación en que estoy ni decidir ni consentir en nada... Quédese la cosa así... Yo lo pensaré... Yo me consultaré a mí misma... No digo por esto que este caballero deba perder toda esperanza... no tal... aunque por otra parte... en fin, dentro de tres o cuatro días saldremos de una vez de este estado de incertidumbre... Entre tanto permítanme ustedes que me retire... y... beso a usted la mano... (¡Mujer de un alguacil mayor! ¡No faltaba más!)



Escena IX

 

DON PEDRO y DON EDUARDO.

 

DON EDUARDO.-  ¡No sé lo que pasa por mí!

DON PEDRO.-  A la verdad que yo no me esperaba tampoco... La niña, como le dije a usted, es muy dócil, eso es otra cosa, y muy bien criada, pero...

DON EDUARDO.-  Pero señor, por la Virgen Santísima, si ella apenas hace un cuarto de hora...

DON PEDRO.-  Se lo parecería a usted quizá, señor don Eduardo, porque como ella es tan afable... ¿Quién sabe también si usted interpretaría?

DON EDUARDO.-  Eso es lo mismo que decirme que soy un fatuo, presuntuoso, que...

DON PEDRO.-  No, señor, cómo había yo de decirle a usted eso en sus barbas, sino que a veces los amantes... Vea usted, ni mi sobrino Tiburcio, ni el marqués del Relámpago eran fatuos ni presuntuosos, y también se imaginaron que Matilde...

DON EDUARDO.-  Ya, pero ellos no oirían, como yo oí de sus propios labios... Vaya... lo mismo me he quedado que si me hubiera caído un rayo.

DON PEDRO.-  Así se quedó cabalmente el marqués del Relámpago cuando...

DON EDUARDO.-  Y le juro a usted que si no la quisiera tan sinceramente...

DON PEDRO.-  Además, no está todo perdido... Ella no ha dicho todavía que no, señor don Eduardo.

DON EDUARDO.-  Pero tampoco ha dicho que sí, señor don Pedro.

DON PEDRO.-  Es verdad, no lo ha dicho, mas quizá lo diga... Tenga usted paciencia... Tres o cuatro días se pasan en un abrir y cerrar de ojos... y... Conque, señor don Eduardo, a la disposición de usted... Bueno será que yo vaya a ver lo que hace la chica. Y no dude usted que si puedo influir...

DON EDUARDO .-  Quede usted con Dios, señor don Pedro, y mil gracias de todos modos.

DON PEDRO.-  No hay de qué, amigo mío, no hay de qué...  (Vase.) 

DON EDUARDO.-  Ya sé que no hay mucho de qué... ¡Caramba y qué chasco! Lo peor es que conozco que estoy enamorado de veras. ¡Ah, Matilde!... y ¿quién pudiera presumir...? En fin, ¡paciencia!... y esperaré a estar más de sangre fría para determinar lo que me queda que hacer... ¡Ah, Matilde, Matilde!




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