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ArribaActo cuarto


Escena I

 

DOÑA MATILDE y DON EDUARDO.

 

DOÑA MATILDE.-  ¡Lo que tarda en encenderse esta lumbre!

DON EDUARDO.-  Si no soplas derecho...

DOÑA MATILDE.-  Será culpa del fuelle.

DON EDUARDO.-  Mira cómo se va el aire por los lados.

DOÑA MATILDE.-  ¡Ay, que no puedo más!

DON EDUARDO.-  ¡Vaya, se conoce que éste es el primer brasero que enciendes en tu vida!... Dame, dame el fuelle.

DOÑA MATILDE.-  Tómalo, enhorabuena... y despáchate, por Dios, que me siento muy débil.

DON EDUARDO.-  Ya lo creo; no cenaste anoche.

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué descuido el tuyo!... No tener siquiera un bocado de pan en casa.

DON EDUARDO.-  Como nunca tienes apetito en semejantes días...

DOÑA MATILDE.-  Ya, pero... ¿y tú?

DON EDUARDO.-  ¡Oh!, lo que es por mí no te inquietes, y si no te enfadaras te confesaría...

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué?

DON EDUARDO.-  Que por lo que podía tronar, me forré el estómago con un buen par de chuletas antes de ir a buscarte.

DOÑA MATILDE.-  ¡Pues estuvo bueno el chiste!

DON EDUARDO.-  Ya pienso que puedes arrimar la chocolatera al fuego.

DOÑA MATILDE.-  ¡Y qué enorme armatoste!

DON EDUARDO.-  ¿Sabrás hacer chocolate?

DOÑA MATILDE.-  Creo que se echa primero el chocolate partido a pedazos...

DON EDUARDO.-  No me parece que es eso...

DOÑA MATILDE.-  Entonces echaré primero el agua...

DON EDUARDO.-  Tampoco.

DOÑA MATILDE.-  Pues no hay más que echar las dos cosas a un tiempo.

DON EDUARDO.-  Dices bien... y una onza entera, otra partida... así podemos errar de mucho... pon más agua.

DOÑA MATILDE.-  ¡Si le he puesto cerca de un cuartillo!

DON EDUARDO.-  ¡Y qué es un cuartillo para dos jícaras!... Llena la chocolatera, llénala.

DOÑA MATILDE.-  ¡Hombre!

DON EDUARDO.-  Llénala, y no empecemos con economías.

DOÑA MATILDE.-  Ya lo está.

DON EDUARDO.-  Divinamente. Y volviendo a lo de anoche. ¿Creerás, Matilde, que todavía me río al recordar lo asustada que estabas durante la ceremonia?

DOÑA MATILDE.-  Pues mira, mayor fue si cabe mi congoja al subir esta eterna escalera a tientas, al tardar diez minutos en acertar con el agujero de la llave, al encontrarme después sola y sin luz en este aposento desconocido y frío, sin atreverme a dar un paso por no tropezar con algún mueble, hasta que volviste con el candelero que te prestó la vecina...

DON EDUARDO.-  ¡Bendita vecina!... Por ella nos escapamos anoche sin un chichón cada uno cuando menos, y a fe que hubiera sido de mal agüero.

DOÑA MATILDE.-  Ya empieza a hervir el agua.

DON EDUARDO.-  Y también deduzco del gesto que hiciste involuntariamente al entrar yo con la luz y recorrer tú con la vista el cuarto en que te hallabas, que te sorprendió en gran manera su pelaje.

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué disparate!

DON EDUARDO.-  Vaya, la verdad. ¿No esperabas hallar otra cosa?

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh!, lo que es eso...

DON EDUARDO.-  ¿No esperabas el que los muebles, aunque pocos y sin embutidos, fueran siquiera de caoba y nuevos? ¿El que hubiera cortinas de muselina blanca, aunque sin guarniciones ni flecos?

DOÑA MATILDE.-  No, eso no... Ya sé yo que la caoba y la muselina no se han hecho para casas pobres... pero hay muebles bastante bonitos de cerezo o de nogal... hay cortinas muy baratas de percal o de zaraza... Y si juntas a eso unas paredes recién blanqueadas, unos pisos muy fregados, unas ventanas con sus correspondientes tiestos de flores, y otras bagatelas semejantes que cuestan poco o nada, resultará de todo cierta elegancia en la misma pobreza, que...

DON EDUARDO.-  Dime, Matilde, ¿has entrado en muchas casas pobres?

DOÑA MATILDE.-  En la de la vieja de la Alameda...

DON EDUARDO.-  Ya me lo sospechaba yo...

DOÑA MATILDE.-  Y además he leído mil descripciones muy verídicas y por ellas...

DON EDUARDO.-  ¡Que se va el chocolate!

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué dices?

DON EDUARDO.-  Quítalo presto de la lumbre.

DOÑA MATILDE.-  ¡Ay!

DON EDUARDO.-  ¿Te quemaste?

DOÑA MATILDE.-  Todo el dedo meñique.

DON EDUARDO.-  ¡Qué desgracia!

DOÑA MATILDE.-  No es eso lo peor, sino que como me dolía solté la chocolatera, y...

DON EDUARDO.-  ¿Y se habrá apagado el fuego?

DOÑA MATILDE.-  Completamente.

DON EDUARDO.-  ¡Cómo ha de ser! En encendiéndolo otra vez...

DOÑA MATILDE.-  ¡Otra vez!

DON EDUARDO.-  Aquí tengo las dos onzas restantes...

DOÑA MATILDE.-  ¡Pero eso de soplar otra hora y media!...

DON EDUARDO.-  ¿Qué remedio tienes? A menos que no prefieras el que cada cual se coma cruda la onza que le corresponde...

DOÑA MATILDE.-  Ello todo es chocolate.

DON EDUARDO.-  Y en bebiendo luego un buen vaso de agua...

DOÑA MATILDE.-  Así tendremos también más lugar para hablar de nuestras cosas.

DON EDUARDO.-  Para establecer desde luego nuestro método de vida.

DOÑA MATILDE.-  Y el empleo de las horas del día.

DON EDUARDO.-  Y de la noche... hasta que nos vayamos a acostar.

DOÑA MATILDE.-  Ea, pues, venga mi onza, y sentémonos.

DON EDUARDO.-  Tómala y sentémonos... ¿En qué piensas?

DOÑA MATILDE.-  En nada... en que papá estará ahora desayunándose, y...

DON EDUARDO.-  También nosotros... más frugalmente... pero...

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh!, lo que es por eso... en estando a tu lado... y la ventaja de no tener criados que nos murmuren ni sibaritas que nos importunen con sus visitas...

DON EDUARDO.-  ¿Qué habíamos de tener?

DOÑA MATILDE.-  Disfrutando en cambio de independencia y de tranquilidad.

DON EDUARDO.-  Por supuesto.

DOÑA MATILDE.-  Y esto de vivir tranquilos, Eduardo, esto de que nadie venga a desencantarnos con su odiosa presencia en uno de aquellos momentos deliciosos.

DON EDUARDO.-  ¡Calla! ¿Llamaron?

DOÑA MATILDE.-  Creo que sí.

DON EDUARDO.-  Habla bajo.

DOÑA MATILDE.-  Pero ¿qué...?

DON EDUARDO.-  Más bajo.

DOÑA MATILDE.-  ¿Quieres que abra?

DON EDUARDO.-  No, no... pero ve de puntillas y mira si por la rendija puedes atisbar quién es.

DOÑA MATILDE.-  Voy... Es un viejecito barrigoncito, con calzones de pana y medias rayadas.

DON EDUARDO.-  ¡Él es!

DOÑA MATILDE.-  ¿Quién dices?

DON EDUARDO.-  ¡El diablo!

DOÑA MATILDE.-  ¡Jesús mil veces!

DON EDUARDO.-  O el casero, que es lo mismo... ¿Dónde me esconderé?

DOÑA MATILDE.-  ¡Esconderte!

DON EDUARDO.-  Allí... debajo de la cama... y tú abre luego y dile que he salido muy temprano y que no volveré hasta la noche.

DOÑA MATILDE.-  ¡Eduardo!...

DON EDUARDO.-  Abre ya... antes que nos rompa la puerta.  (Al meterse debajo de la cama.) 

DOÑA MATILDE.-  Pero, Eduardo, no entiendo...

DON EDUARDO.-  Abre, abre.  (Se mete enteramente.) 

DOÑA MATILDE.-  ¡Dios mío! ¿Qué querrá decir esto?



Escena II

 

El CASERO y DICHOS.

 

CASERO.-  ¡Vaya, y qué dormida estaba usted!

DOÑA MATILDE.-  No señor, sino que...

CASERO.-  ¿Y el señor don Eduardo?

DOÑA MATILDE.-  Acaba de salir...

CASERO.-  ¡Calle! Y me había prometido que me pagaría por la mañana el mes adelantado!

DOÑA MATILDE.-  Es que...

CASERO.-  ¡Mal principio... muy malo, a fe mía! ¿Y cuándo estará de vuelta?

DOÑA MATILDE.-  Me dijo que volvería al anochecer, y que luego...

CASERO.-  ¡Al anochecer!¡... Salir en un día de tornaboda a las ocho de la mañana y no volver hasta el anochecer, dígole a usted que no me da buena espina.

DOÑA MATILDE.-  Puede que vuelva más pronto, y...

CASERO.-  Pues no crea que a mí me ha de traer como a un zarandillo... Y lo que son los trastos no valen ni treinta reales.

DOÑA MATILDE.-  Caballero, mi marido es incapaz de...

CASERO.-  ¡De pagar a su casero, eh!

DOÑA MATILDE.-  No digo eso, sino que aunque somos pobres somos personas de honor y que...

CASERO.-  Sí, sí, personas de honor sin dinero... Eso es lo que yo me temía... y ésos son los peores inquilinos.

DOÑA MATILDE.-  (¡Qué insolencia!)

CASERO.-  Pero repito que no se juega conmigo... Dígaselo usted así, y que si esta noche no me baja los tres duros, mañana pongo a ustedes en la calle con todos sus cachivaches...



Escena III

 

DOÑA MATILDE y DON EDUARDO.

 

DOÑA MATILDE.-  ¿Tratar de ese modo a una señora?

DON EDUARDO.-  ¡Matilde! ¿Se fue ya?  (Asomando la cabeza.) 

DOÑA MATILDE.-  Ya se fue.

DON EDUARDO.-  Pues entonces prosigue aquello que decías  (Saliendo de debajo de la cama.) , de que era gran cosa el poder vivir tranquilos y sin que nadie...

DOÑA MATILDE.-  Sí, buena es la tranquilidad que vamos disfrutando por cierto.

DON EDUARDO.-  ¡Toma, ya te desanimas!

DOÑA MATILDE.-  No, pero sí extraño cómo has tenido paciencia para oír tanta grosería.

DON EDUARDO.-  En efecto, merecía el gran vinagre que le hubiera tirado los tres duros a la cabeza.

DOÑA MATILDE.-  Y ¿por qué no lo has hecho?

DON EDUARDO.-  En primer lugar porque no tenía los tres duros.

DOÑA MATILDE.-  Podías haberle castigado de otro modo.

DON EDUARDO.-  No, hija, que para castigar con dignidad a un acreedor que se insolenta hay siempre que empezar por pagarle.

DOÑA MATILDE.-  ¡Siempre!

DON EDUARDO.-  ¿No ves que si no, se puede creer que uno ha querido zafarse a un mismo tiempo del acreedor y de la deuda?



Escena IV

 

La VECINA y DICHOS.

 

VECINA.-  Buenos días, vecinita... ¿Qué tal se ha dormido?... ¿Oyeron ustedes los truenos a eso de las cuatro?... La encajera que vive en la guardilla dice que ha caído un rayo en Santa Bárbara... pero yo no lo creo... porque basta que la encajera diga una cosa para que yo no la crea...

DOÑA MATILDE.-  Nosotros no hemos oído...

VECINA.-  Ya lo supongo... ¡qué habían ustedes de oír!... si es una grandísima embustera... muy tonta y muy presumida... sin que yo sepa en qué se funda... porque al cabo ¿qué ha sido antes de casarse? ¿Doncella en casa de un consejero? Y bien, también yo he sido doncella, si vamos a eso... en casa de un covachuelista... y un consejero y un covachuelo allá se van... Los dos tienen usía... Conque diga usted, vecina, ¿acabó usted con mi candelero?

DOÑA MATILDE.-  Sí, señora, aquí está... y muchas gracias...

VECINA.-  Jesús, señora, no hay de qué... entre vecinas y amigas, hoy por ti, mañana por mí... ¡Y nosotras que vamos a ser tan amigas!... como que vivimos en el mismo piso... porque aquí en esta casa, como en todas, con el vecino de al lado es con quien se trata... y nadie quiere bajarse... ni subir escaleras... Muy bien hecho... cada oveja con su pareja... la marquesa con el canónigo en el piso principal... en el tercero, el agente de negocios con la viuda del coronel... Así en los demás pisos... Por eso también nadie trata con la encajera... Verdad es que no hay más guardilla que la suya... y luego ya le dije a usted que es muy necia y muy vana... Pero voyme corriendo, que dejé la sartén a la lumbre, no sea que se me queme la salchicha...  (A don EDUARDO.) , porque ha de saber usted que mi marido almuerza todos los días salchicha.

DON EDUARDO.-  ¡Hola!

VECINA.-  Como usted lo oye... y a fe que lo acierta... Para eso es casi un empleado... con siete reales y lo que cae... guarda de a caballo, para servir a usted y a Dios... Ea, quédense ustedes con él.

DON EDUARDO.-  ¿Con su marido de usted?

VECINA.-  No, señor, con Dios... decía que se quedasen ustedes con Dios... Vaya, que según veo me parece usted pieza... Ah, vecina, se me olvidaba, ¿necesita usted de una lavandera?

DOÑA MATILDE.-  Precisamente iba yo...

DON EDUARDO.-   (Bajo a DOÑA MATILDE.)  Di que no.

DOÑA MATILDE.-  No, señora, ya tenemos una...

VECINA.-  Lo siento, porque mi hermana lava muy bien... como que lava a todas las colegialas de Loreto... y si no fuera por cierta desgracia que tuvo... ya se lo contaré a usted otro día... porque ahora estoy de prisa... agur... ¿Pues no me huele a salchicha quemada?



Escena V

 

DOÑA MATILDE y DON EDUARDO.

 

DON EDUARDO.-  ¡Qué maravilla!

DOÑA MATILDE.-  ¡Y qué mujer tan ordinaria!

DON EDUARDO.-  ¡Así hablas de tu amiga!  (Sonriéndose.) 

DOÑA MATILDE.-  ¡Pobre de mí si no tuviera otras amigas!

DON EDUARDO.-  ¿Cuáles?  (Ídem.) 

DOÑA MATILDE.-  Toma, las mismas que tenía anteayer.

DON EDUARDO.-  ¿Viven todas ellas en quinto piso?  (Sonriéndose.) 

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué sabe esa mujer lo que dice? Amigas tengo yo, con quienes me he criado en las Salesas, que si me vieran pidiendo limosna...

DON EDUARDO.-  Te la darían quizá.  (Ídem.) 

DOÑA MATILDE.-  Se gloriarían entonces de llamarse tales, más que si me vieran habitando en palacios de cristal.

DON EDUARDO.-  O, lo que es lo mismo, en casa de un vidriero.  (Ídem.) 

DOÑA MATILDE.-  Ya, si no crees tampoco en aquellas amistades que se engendran en la edad preciosa...

DON EDUARDO.-  En que no se sabe todavía lo que se quiere.

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué terrible estás, Eduardo!

DON EDUARDO.-  ¿Pero no conoces que te estoy embromando? ¿De otro modo pudiera yo contradecirte en materias tan evidentes?

DOÑA MATILDE.-  Eso era lo que me confundía... pero ahora que me acuerdo... ¿por qué me hiciste responder a la vecina que no necesitábamos de su lavandera?

DON EDUARDO.-  Porque como no nos había de lavar de balde...

DOÑA MATILDE.-  Alguien ha de lavar lo que emporquemos, sin embargo.

DON EDUARDO.-  Preciso... pero lo harás tú.

DOÑA MATILDE.-  ¡Yo!

DON EDUARDO.-  ¿Quién quieres que lo haga en tanto que no tengamos con qué pagar a otra mujer?

DOÑA MATILDE.-  Se me pondrán las manos partidas.

DON EDUARDO.-  Es más que probable.

DOÑA MATILDE.-  ¡Y se me llenarán de grietas!

DON EDUARDO.-  Como que no hay cosa peor que el jabón y el agua caliente... Mas puedes estar segura, Matilde mía, que con la misma ilusión con que tu Eduardo te besa ahora esta mano tan suave y blanca, con la misma te la besará cuando la tengas áspera como una lija y colorada como un tomate.

DOÑA MATILDE.-  No lo dudo, Eduardo; pero... pero ello de todos modos es muy desagradable... ¡Y mi pobre papá que tenía tanta vanidad con mis manos!... ¿Qué buscas?

DON EDUARDO.-  Di, Matilde, ¿has visto por ahí algún cepillo?

DOÑA MATILDE.-  ¿Para qué?

DON EDUARDO.-  Quisiera cepillarme un poco antes de salir, porque el polvillo del carbón...

DOÑA MATILDE.-  ¿Que vas a salir?

DON EDUARDO.-  Ya te dije que el apoderado de mi tío, que es escribano del consejo, me ha ofrecido emplearme en su despacho como copiante... Cuando tenga qué copiar, se entiende... y voy a ver si me adelanta cien reales, a cuenta de mis futuros garabatos, para pagar al casero y para ir viviendo.

DOÑA MATILDE.-  Y ¿qué me he de hacer yo entretanto, sin libros, sin piano...?

DON EDUARDO.-  En efecto, no tienes hoy mucho que trabajar...

DOÑA MATILDE.-  ¡En que trabajar!

DON EDUARDO.-  Sólo levantar la cama, barrer el cuarto y... pero lo que es desde mañana, ya me dirás si te queda tiempo para fastidiarte.

DOÑA MATILDE.-  ¿También tendré que barrer mañana?

DON EDUARDO.-  Todos los días ¡a ti que te gusta tanto la limpieza! Y tendrás asimismo que guisar, fregar, jabonar, planchar, coser, remendar y hacer, en fin, todo aquello que hace una mujer casada sin criada.

DOÑA MATILDE.-  ¡Ay, Eduardo! ¿Sabes que es dinero muy bien gastado el de los salarios?

DON EDUARDO.-  ¿Quién dice que el dinero no sirve alguna vez de algo? Pero no muy a menudo... y si uno va a considerar todos sus inconvenientes, crees tú que... ¿No son éstas que dan las nueve? ¡Cáspita y qué tarde!... Con esto y con que haya salido ya mi escribano y nos quedemos también sin comer... ¡Adiós, vida mía, abrázame!

DOÑA MATILDE.-  Anda con Dios.

DON EDUARDO.-  ¡Otro abrazo... otro... es tanto lo que te quiero! Adiós.



Escena VI

 

DOÑA MATILDE.

 

  ¡Ay, no sé lo que tengo... pero... no, no me siento muy buena!... ¡Ay! ¡Si se pudiera lavar con guantes de encerado! ¡Qué se ha de poder! ¡Luego cásese usted para estar todo el día sola! ¡Paciencia! ¡Pícaros autores, dejarse precisamente en el tintero lo que las pobres habían tenido que trabajar entre sus cuatro paredes!... Y ello, ninguna tenía criada... como yo... y habían tenido todas que empezar cada mañana por levantar sus camas... como yo voy a levantar la mía... Porque si yo no la levanto... vamos allá... ¡Aquella Juana sí que despachaba en casa estas cosas en un santiamén! Como que estaba acostumbrada... y yo, desgraciadamente, no lo estoy... ¡Lo que pesa el colchón!  (Lo pone en el suelo.)  ¡Pues el jergón!...  (Ídem.)  ¡Ay, descansemos un poco!  (Se sienta sobre uno de ellos.) 



Escena VII

 

La MARQUESA y DICHA.

 

MARQUESA.-  ¿Vive en este cuarto una mujer que lava encajes?... Pero ¿qué ven mis ojos? ¡Matilde!

DOÑA MATILDE.-  ¡Clementina!

MARQUESA.-  ¡Tú aquí!

DOÑA MATILDE.-  ¡Oh, qué gusto tengo en verte!

MARQUESA.-  ¡Y yo!... Pero ¿qué haces en este desván?

DOÑA MATILDE.-  Ya te diré... es que... Y tú ¿estás todavía en las Salesas?

MARQUESA.-  ¡Qué, si me casé hace cinco meses y vivo precisamente en el cuarto principal de esta misma casa!

DOÑA MATILDE.-  Cuánto me alegro... así estaremos todo el día juntas y... pues me habían dicho que era una marquesa la que...

MARQUESA.-  Esa soy yo.

DOÑA MATILDE.-  Entonces no te has casado con aquel cadete de Algarbe...

MARQUESA.-  ¡Qué disparate! Una cosa es hacer telégrafos por entre las ventanas y otra cosa es casarse.

DOÑA MATILDE.-  Pero supongo que siempre te habrás casado enamorada de tu marido.

MARQUESA.-  No lo creas... ni le vi hasta que todo estaba tratado y firmado.

DOÑA MATILDE.-  ¿Y eres dichosa?

MARQUESA.-  Así, así... Tengo coche... dos mil reales al mes de alfileres... y en cuanto a mi marido... es como todos los maridos, ni feo, ni bonito, ni... Tu suerte, Matilde, es la que no me parece muy envidiable.

DOÑA MATILDE.-  Al contrario... Ayer me casé con el hombre que adoraba.

MARQUESA.-  ¡Calla! ¿Serías tú acaso la novia que estuvo a pique de acostarse anoche a oscuras?

DOÑA MATILDE.-  Verdad es que...

MARQUESA.-  ¡Ja, ja!... y que no tuvo qué cenar...  (Riéndose.)  ¡Ja, ja!... Vaya, quién me hubiera dicho cuando las criadas me contaban al desnudarme tu fracaso, ¡ja, ja!...

DOÑA MATILDE.-  ¡Clementina!

MARQUESA.-  Perdona, Matilde, pero es un lance tan gracioso... ¡Ja, ja! ¡Tan inesperado!

DOÑA MATILDE.-  Inesperado no, y acuérdate que siempre te juré que no me casaría sino a gusto mío, y con quien no tuviera nada.

MARQUESA.-  Sí, es cierto... También yo lo juré, si mal no me acuerdo, y ya ves cómo lo he cumplido... ¡Pobre Matilde!

DOÑA MATILDE.-  ¡Me compadeces!

MARQUESA.-  Criada con tanto regalo y obligada ahora a tener que ganar tu vida cosiendo o bordando, o... Porque algo tendrás que hacer para ayudar a tu marido... que por su parte también trabajará sin duda...

DOÑA MATILDE.-  Un escribano le ha dicho que le dará qué copiar... cuando tenga.

MARQUESA.-  Pues... a dos reales el pliego... y tres o cuatro pliegos al día escribiendo corrido... ¡Buena ocupación, por vida mía!... Pero dime, y tu padre, ¿está furioso, eh?

DOÑA MATILDE.-  Ya ves habiéndome casado sin su consentimiento...

MARQUESA.-  Y tiene mucha razón... Ningún padre puede aprobar el que su hija se case con un perdulario.

DOÑA MATILDE.-  ¡Perdulario mi Eduardo! ¡y se ha dejado desheredar de diez mil ducados de renta a trueque de casarse conmigo!

MARQUESA.-  Entonces tu Eduardo es un loco de atar, porque...

DOÑA MATILDE.-  Basta, Clementina... tu marquesado no te autoriza para que me insultes porque me ves ahora pobre... y mucho más cuando nada pienso pedirte.

MARQUESA.-  Harás muy mal... que si no se pide a las amigas cuando no se tiene qué llevar a la boca, no sé yo cuándo se ha de pedir... y yo lo he sido tuya, Matilde... no de las íntimas... pero... pero siempre te he querido bien... ya lo sabes... y te lo voy a probar ahora mismo... Allí tengo en casa cuatro docenas de camisas de batista sin hacer del agua, y te las enviaré...

DOÑA MATILDE.-  No, Clementina, mil gracias, pero...

MARQUESA.-  Sí, te las enviaré... para que las bordes... y para que... lo que había de ganar otra... Tú bordabas muy bien.

DOÑA MATILDE.-  (¡Qué humillación!)



Escena VIII

 

La VECINA y DICHAS.

 

VECINA.-  Vecinita, perdone usted que me entre así de rondón... como la puerta estaba abierta y como somos uña y carne quería enseñar a usted cierta cosa... ¡Mas oiga! Si tendré telarañas... ¡Su señoría la marquesa aquí! ¡Subir una marquesa ocho tramos de escaleras!

MARQUESA.-  ¿Quién es esta buena mujer?  (A DOÑA MATILDE.) 

DOÑA MATILDE.-  Es una vecina que...

VECINA.-  Soy la Nicolasa, señora... la mujer del guarda de a caballo... que vive en ese otro cuarto... Ya se ve... su señoría no se acordará de mí... porque nunca me ha visto... o por mejor decir nunca me ha mirado a la cara, cuando me ha encontrado al subir o bajar del coche... aunque yo saludo siempre... Pero doña Manuela, la doncella, me conoce muy bien... y le habrá hablado de mí a su señoría... Toma si le habrá hablado muchas veces... como que por ella me tomó su señoría el otro día aquella pieza de batista.

MARQUESA.-  ¡Ah! Ya caigo... usted es la que suele proporcionar ropa y géneros de lance.

VECINA.-  Cabalito... como mi marido es guarda...

MARQUESA.-  ¿Y tiene usted ahora algo de nuevo?

VECINA.-  Sí, señora, y de bueno... A eso venía, a enseñar a la vecinita un corte de vestido de punto de Flandes... como es recién casada... y como nada cuesta el ver... pero, con permiso de su señoría, cerraré la puerta... no sea que la encajera lo olfatee y vaya con el chisme... porque la tal encajera es capaz de todo... y si yo fuera a contar...

MARQUESA.-  No, no; mejor será que veamos ese corte.

VECINA.-  Aquí está... ¡cosa superior! Y por un pedazo de pan... ochocientos reales... ni un ochavo menos.

DOÑA MATILDE.-  ¡Qué bonito!

MARQUESA.-  ¡Precioso!

DOÑA MATILDE.-  ¡Y qué punto tan igual!

MARQUESA.-  ¿Y la cenefa?... También es de mucho gusto.

DOÑA MATILDE.-  Y de las más anchas...Sobresaldrá mucho sobre un viso caña... ¿No te parece?

MARQUESA.-  En efecto, y me irá muy bien, como tengo bastante color... y luego como tú... en tus circunstancias, no puedes soñar en comprarlo...

VECINA.-  ¡Oh, es caro bocado para un estudiante!

MARQUESA.-  No te debe importar el que yo lo tome... y que al fin lo tomaré... ¿Qué he de hacer? Son tentaciones que...

VECINA.-  ¿Y para qué es el dinero, señora, sino para gastar?... Como dijo el otro... y Dios le dé a su señoría mucho... porque lo sabe emplear y porque no regatea... como otras usías de medio pelo que conozco yo, y que...

MARQUESA.-  Así, Nicolasa, baje usted y le haré dar los cuarenta duros... Adiós, Matilde, ya nos veremos... Ya te avisaré alguna vez cuando esté sola... y diré que te suban entretanto las camisas.

DOÑA MATILDE.-  No, Clementina, no... te lo agradezco... pero no tengo tiempo ahora.

MARQUESA.-  Como quieras... por ti lo hacía... mas si lo tienes a menos... ¡Pobrecilla, me da mucha lástima!  (A la VECINA.)  Ella siempre fue un poco tiesa... pero ya amansará, ya amansará....



Escena IX

 

DOÑA MATILDE, y luego BRUNO.

 

DOÑA MATILDE.-  ¡Sueño por ventura! ¡Es ésta aquella Clementina tan sentimental, de cuya amistad estaba yo tan segura! ¡Cómo me ha tratado con su aire de protección!... ¡Peor que el casero con su grosería! Y compró el vestido sólo por darme en ojos... porque vio que me gustaba y que... ¡Ah, si yo hubiera tenido ochocientos reales! Sí, ¿cuándo volveré yo a tener ochocientos reales? Lo que tendré serán trabajos... y humillaciones... y enjabonaduras... ¡Ah, Eduardo, mucho te quiero, muchísimo, pero si hubiera sabido!...

BRUNO.-  ¡Señorita!

DOÑA MATILDE.-  ¡Bruno!  (Corre a abrazarle.) 

BRUNO.-  ¡Pobrecita mía! ¡Metida en esta pocilga!

DOÑA MATILDE.-  ¿Y papá? ¿Cómo está papá? Pobre papá, ¡cómo le he ofendido!

BRUNO.-  Está bueno... No tenga usted cuidado... Y él es quien me ha dicho dónde vivían ustedes.

DOÑA MATILDE.-  ¡Papá! Pues ¿cómo sabía...?

BRUNO.-  ¿Qué sé yo?... algún duende... Lo cierto es que ahora me llamó y me dijo que le siguiera hasta aquí... que subiera solo... y que le avisara si don Eduardo estaba fuera de casa, para que su merced entonces...

DOÑA MATILDE.-  ¡De veras! ¿Será posible que me quiera ver?

BRUNO.-  Si estaba desde anoche como si tuviera hormiguillo... Y aunque no descosía sus labios, se le conocía a la legua que... pero voy a abrirle.

DOÑA MATILDE.-  Sí, corre, despáchate. ¿Adónde vas? Por allí está la escalera.

BRUNO.-  No hay necesidad de que yo baje... que su merced se quedó de centinela en la puerta principal de los Basilios, y así con una seña que yo le haga desde aquella ventana con el pañuelo...

DOÑA MATILDE.-  Con el pañuelo no, que quizá no lo advierta... toma esta sábana...

BRUNO.-  Venga.  (Vanse los dos a la ventana.) 



Escena X

 

DON EDUARDO y DICHOS.

 

DON EDUARDO.-  Apretemos otro poco el tornillo.  (Al salir y aparte.)  ¡Maldito sea el primer escribano que pisó los consejos! ¡Negarme a mí la miseria de cien reales!  (Sale ahora, tira el sombrero, y se pasea como muy agitado.)  Es una infamia.

DOÑA MATILDE.-  ¡Válgame Dios! ¿Qué es esto?... ¿Qué te ha sucedido?  (Quitándose de la ventana.) 

DON EDUARDO.-  ¡Déjame en paz!... ¡Bribón!... ¡tunante! Estoy por volver y por...

DOÑA MATILDE.-  Pero, Eduardo... tranquilízate, por la Virgen.

DON EDUARDO.-  ¡Te digo que me dejes!

DOÑA MATILDE.-  Mira que te va a dar algo.

DON EDUARDO.-  No será indigestión a buen seguro; pero, mujer, ¿qué has hecho en todo este tiempo? ¿Cómo tienes todavía así el cuarto? ¡Vaya, que no es mala porquería!

DOÑA MATILDE.-  Yo... si... ¡ay, Eduardo, cómo te puedes enfadar tanto conmigo!  (Llora.) 

DON EDUARDO.-  No, Matilde mía, yo no me enfado contigo... ¿Cómo había yo de enfadarme contigo? Vamos, no llores... ¿quién no tiene un momento de mal humor? Sobre todo cuando vuelve uno a su casa sin una blanca y...

BRUNO.-  Y por eso se dijo que casa donde no hay harina...  (Quitándose de la ventana.) 

DON EDUARDO.-  ¡Calle!... ¿Aquí estaba Bruno?



Escena XI

 

DON PEDRO y DICHOS.

 

DON PEDRO.-  ¡Hija de mis entrañas!

DOÑA MATILDE.-  ¡Papá, papá de mi vida...!  (Se quiere arrodillar.) 

DON PEDRO.-  ¿Qué haces? Levántate.

DON EDUARDO.-  (¡Qué pronto ha venido este demonio de hombre!)

DOÑA MATILDE.-  No, señor, déjeme usted que le pida de rodillas que me perdone.

DON PEDRO.-  Todo está ya perdonado y olvidado con tal que me jures que no nos volveremos a separar en la vida.

DOÑA MATILDE.-  Oh, nunca, nunca.

DON PEDRO.-  ¿Y qué, no me abraza usted, señor don Eduardo? Ea, déme usted uno bien apretado y salgamos pronto de este camaranchón... que se me va la cabeza sólo de acordarme...

DON EDUARDO.-  Pero, señor don Pedro, me parece que usted no ha comprendido bien a Matilde... Ella se alegra, como buena hija, de que la vuelva a su gracia... pero... por lo demás, está muy satisfecha con su suerte, ahí donde usted la ve... y lejos de querer dejar su casa...

DON PEDRO.-  No, no; vivirán ustedes conmigo.

DOÑA MATILDE.-  Sí, sí, con usted, papá, con usted.  (A su padre en voz baja.) 

DON EDUARDO.-  Y si no... con permiso de usted, señor don Pedro. Oye, Matilde.  (Se la lleva a un lado de la escena.)  ¿No es cierto que lo que a ti te acomoda es vivir tranquila en un rincón como éste, y comer conmigo un pedazo de pan y cebolla?

DOÑA MATILDE.-  Si la cebolla no me recordara siempre que la como... luego, Eduardo, hazte cargo... ¿Podemos acaso desairar a papá cuando se muestra tan bondadoso?

DON EDUARDO.-  Según eso te resignarías y...

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué hemos de hacer?

DON EDUARDO.-  El caso es que cada cual tiene su amor propio... y para mí... la verdad... no puede ser plato de gusto el entrar en tu familia como un pobretón.

DOÑA MATILDE.-  ¿Qué importa eso?

DON EDUARDO.-  A mí mucho... y se me caería la cara de vergüenza.

DOÑA MATILDE.-  Pero, hombre, ¿no ves que tu tío te tiene, por fuerza, que perdonar también pronto?

DON EDUARDO.-  Y ¿crees tú que me volverá a nombrar su heredero?

DOÑA MATILDE.-  Como tres y dos son cinco.

DON EDUARDO.-  Es que entonces tendríamos la dificultad del alguacilazo y...

DOÑA MATILDE.- 

Tanto mejor, es un título muy distinguido... casi tanto como maestrante.

DON PEDRO.-  Vaya, hijos, ¿qué sale de esta consulta?

DOÑA MATILDE.-  Que nos vamos con usted.

DON PEDRO.-  ¡Alabado sea Dios!

DON EDUARDO.-  Y que mi Matilde, sólo por vivir con su padre y por disfrutar a su lado de las ruines comodidades de la vida, sacrifica magnánima todos los placeres de la indigencia, que por más que digan aquéllos que los han conocido sin buscarlos... ni merecerlos... tienen con todo mucho mérito a los ojos de... las jóvenes de diecisiete años que leen novelas.





 
 
FIN