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Contra esto y aquello

Miguel de Unamuno




ArribaAbajoPrólogo a la segunda edición

Los artículos que componen esta colección no son propiamente ensayos críticos, ni pretende su autor que lo sean. Tan sólo son notas de un lector. En rigor, un pretexto para ir el autor entretejiendo sus propias ideas con las que le dan aquellos otros escritores a los que lee.

Escritos a vuelapluma y para satisfacer exigencias de labor periódica, no se enderezan a llevar a cabo un trabajo de erudición, que debe quedar para otros ingenios mejor dotados a tal respecto. El autor de estos ensayos no lee para citar lo leído, sino más bien para encender y enriquecer su propio pensamiento.

Hay, además, en la colección ésta algunos trabajos que no se refieren expresamente a obra alguna literaria, sino que son reflexiones generales sobre temas literarios y uno sobre la crítica. En éste trata el autor de sincerarse en cierto modo para que no se le tome por un crítico, por lo que se llama correctamente un crítico, a cuyo oficio renuncia, lo mismo que al de erudito, por no sentirse con aptitud para ninguna de esas dos tan inútiles y tan nobles funciones.



Poco tendría que añadir a lo que aquí hace ya dieciséis años dije si no hubiera pasado en tanto la terrible galerna, y a la vez terremoto, de la guerra mundial y sobre mí otra galerna que me tiene ya más de cuatro años y medio desterrado de mi patria, tiempo en que, merced sobre todo a trece meses de habitación en París, he podido rectificar ciertos juicios que acerca del espíritu francés, y más concretamente parisiense, había formado y publicado entonces. Pero no quiero tocar nada de lo que entonces dije, quiero respetar los juicios, equivocados o no, del que fui hace más de dieciséis años. Si algo rectificaría habrían de ser algunos vituperios, jamás los elogios, aunque respecto a éstos haya cambiado algo alguna vez.

Porque al releer, por primera vez, estos ensayos, me he percatado de que hay aquí más elogios y alabanzas que vituperios y denigraciones, y de lo equivocado, por tanto, del título que di a este libro: Contra esto y aquello. Título que ha podido contribuir a cuajar y corroborar en torno mío, envolviéndome y deformándome al conocimiento de los demás, una cierta leyenda que yo, tanto como los otros, he contribuido a formar. La leyenda de ser yo un escritor atrabiliario, siempre en contradicción, no satisfecho con nada ni con nadie y dedicado más a negar y destruir que a afirmar y reconstruir. Lo cual es falso.

Claro está que para reconstruir, y sobre el viejo solar, pues no hay otro, lo primero es desescombrar, y yo me he dedicado sobre todo a la tarea del desescombro. No ha de reconstruirse sobre ruinas tambaleantes y resquebrajadas.

Acaso ese prestigio -praestigium quiere decir engaño- y sugestivo título de Contra esto y aquello haya contribuido a poderse haber llegado a la segunda edición, pues un título es muchísimo para el suceso de una obra -tal con mi novela Nada menos que todo un hombre y con mi L'agonie du christianisme-, pero cuando es equivocado, como en este caso, lleva el inconveniente de que el lector juzgue de la obra de un autor no por lo que la obra misma dice, sino por lo que éste declara que dice o quiere decir. Y no debería ser así. El lector avisado debe hacer poco caso del juicio que el autor haga de su propia obra.

A este respecto he de aducir que, cuando al publicar mi novela Niebla inventé la palabreja aquella de nivola, echáronse sobre ella no pocos lectores a quienes la tal palabreja les alentaba, en su pereza mental, a juzgar la novela como tal novela, y nada menos que toda una novela, que es.

Y dicho esto, en descargo de la impropiedad de este título de Contra esto y aquello, y del estropicio a que me conduce de aparecer como un contradictor de menester o poco menos, tengo que renunciar a rehacer juicios contradictorios que sobre hombres y cosas aquí aparezcan. Tiempo y lugar espero haber de tener, y aun a pesar de mis años, para hacerlo cumplidamente.

Y vuelvo a dejaros, lectores, con el Unamuno de nuestra leyenda, la vuestra y la mía, que os saluda ya hermanal, ya paternalmente, desde el destierro fronterizo de Hendaya, hoy 11 de octubre de 1928.

MIGUEL DE UNAMUNO.






ArribaAbajoAlgo sobre la crítica

No me gusta recoger las alusiones que se me dirigen ni protestar de los juicios que sobre mi valor se vierten. Los que escribimos para el público debemos ser sufridos. Pero como, por otra parte, tampoco me gusta someterme a rígidas normas de conducta, alguna vez quebranto el propósito de no comentar los comentarios que sobre mi obra se hagan. Y ésta es una de las veces. Le quebranto a propósito de una página que en el número 2 de la Verdad, revista mensual de arte, ciencia y crítica, que se publica en Santiago de Chile, me dedica el señor don Ernesto Montenegro.

Chile es hoy, después de la Argentina, el pueblo americano en que con más y mejores amigos cuento; en cada correo me llegan expresiones de aliento y de simpatía. Es uno de los pueblos en que creo contar con más lectores, y dentro de su número tal vez con los más atentos y los más reflexivos. Claro está que no todos los que de allí me escriben aplauden sin reservas mi labor, sino que con frecuencia me oponen reparos y censuras de buena fe; así es y así debe ser.

Hace pocos años, muy pocos, mis relaciones epistolares con chilenos eran escasísimas; hoy son muchas. Y esto lo he logrado «con unas cuantas lanzadas del género crítico», como dice el señor Montenegro; con unos ensayos ásperos y duros, tal vez despiadados, sobre las obras de dos escritores chilenos. «Entre nosotros -añade el señor Montenegro- es casi un hombre célebre, y sólo por sus diatribas contra algunos de nuestros compatriotas célebres. Esto ha bastado para sustraer su nombre al silencio; ese respetuoso silencio en que se trasmiten al oído un nombre de maestro sus admiradores, y hoy llevan el suyo de boca en boca con más curiosidad que cariño las gentes de camarilla literaria o le rebajan su prestigio los periódicos para vengar pasiones de banderías».

Esto es la pura verdad -debo declarar «con la modestia que me caracteriza» y empleando esta frase que he aprendido en Sarmiento, aquel noble y desinteresado egotista- y yo me tengo la culpa, si es que la hay, por haberme metido en corral ajeno. Y es que el ejercer la crítica a tanta distancia tiene el mal de que quien la ejerce ignora la actuación pública de los criticados, y los prestigios literarios suelen muchas veces no ser más que reflejos de prestigios de otro género.

Añade luego el señor Montenegro que hay quienes me estiman crítico rabioso porque desconocen mis obras. ¿Rabioso yo? Así Dios me perdone mis demás pecados, pero hombre más blando y más condescendiente dudo que lo haya.

«Para nosotros los que de veras le estimamos -sigue diciendo el señor Montenegro- no puede ser un mérito más su campaña devastadora, que tanto parece complacer a los envidiosos y fracasados, y a esa casta especial que, no pudiendo hacer nada serio, vive para burlarse del trabajo ajeno».



Tengo que dar las gracias al señor Montenegro por esta noble declaración, y declarar yo, por mi parte, que tampoco a mí me parece que me añade mérito esa que llama mi campaña devastadora y que lamento el que complazca envidias. No lo hice para eso.

Es, sin duda, una de las amarguras que acibaran el ánimo de cuantos combaten por la verdad y por la justicia y por la cultura el encontrarse con que se tergiversa el sentido de su labor. Las mezquinas pasiones de los hombres lo convierten todo en sustancia venenosa. Yo fui en cierta ocasión solemne de mi vida ruidosamente aplaudido por ciertas duras reconvenciones que dirigí a quienes más quiero, y lo triste fue que el espíritu que movió las más de aquellas manos a aplaudirme fue un espíritu contrario al que sacaba mis palabras de mi corazón a mi boca. Y algo así puede haberme pasado en Chile.

«También este Chile -agrega el señor Montenegro-, tan maltratado en su patrioterismo por el fogoso libelista, le da un buen contingente de adeptos. De los que comulgan en su ferviente idealismo somos nosotros». Lo creo, y creyéndolo espero de ellos la justicia de que me crean que es un interés real y vivo, que es una profunda simpatía hacia ese Chile, que tanto se parece en espíritu a mi pueblo vasco, lo que me ha movido en más de una ocasión a fustigar la irreflexiva patriotería de algunos de sus hijos, como fustigo siempre que se presenta la coyuntura la patriotería ciega de mis paisanos.

Los escritores chilenos, cuyas obras he tratado de desmenuzar sin compasión alguna hacia el escritor -el hombre merece mis respetos-, son de esos escritores que ponen en ridículo a su propio país. Y bueno es advertir que a los hijos de esas jóvenes naciones que prosperan en riqueza y en cultura y adoptan, desde luego, los mejores progresos de Europa, no les vendría mal en ciertas ocasiones una más discreta moderación de juicio al compararse con otros pueblos. La cultura es algo muy íntimo que no puede apreciarse tan sólo en un paseo por las calles de una ciudad, y tal la hay que teniéndolas mal encachadas, llenas de baches y tal vez de fango, y careciendo de refinamientos, de comodidad y de policía, puede encerrar formas de espíritu de muy elevada y muy noble prosapia.

La patriotería -lo que los franceses llaman «chauvinismo»- es una especie de enfermedad del patriotismo, cuando no un remedo de éste, y en Chile, donde el patriotismo sano, el normal, o si se quiere llamarle, forzando la metáfora, fisiológico, tiene tan hondas, fuertes y viejas raíces, es en uno de los países en donde menos debían consentir los patriotas que los patrioteros explayasen su manía.

En la ocasión solemne de mi vida a que antes me he referido, dije a mis paisanos que «gran poquedad de alma arguye tener que negar al prójimo para afirmarse», y esta mi sentencia de entonces, con lamentablemente harta frecuencia suelo tener ocasión de repetir. La repito siempre que algún patriotero cree necesario, para exaltar a su patria, deprimir alguna o algunas otras patrias; le repito siempre que me encuentro con patrioterías por exclusión, siendo así que el sano patriotismo es inclusivo. Ejemplo de éste tenemos en aquel soberano final del discurso de la bandera del gran Sarmiento, cuando llamaba a los pueblos todos de la tierra, empezando por los más afines, a construir la futura República Argentina.

No; yo no he maltratado jamás a Chile en su patriotismo -esto sería, además de una mezquindad, una locura y una injusticia-; lo que sí he hecho ha sido arremeter, en la medida de mis fuerzas, contra la patriotería de algún chileno, sobre todo cuando ésta iba, de rechazo, en desdoro y rebajamiento de otros pueblos.

«Estos artículos que han venido a revolver la bilis de unos cuantos -sigue el señor Montenegro- más bien quisiéramos no conocerlos». Y yo más bien quisiera no haber tenido que escribirlos. Haber tenido que escribirlos, digo, porque al leer ciertas cosas no suelo poder resistir la tentación de arremeter contra ellas. ¿De qué me serviría predicar a los cuatro vientos el evangelio de don Quijote, si llegada la ocasión no me metiese en quijoterías por los mismos pasos por que él se metió? Encontrarse él con algo que le pareciese desmán o entuerto y arremeter, era todo uno.

«El autor de la Vida de don Quijote y Sancho, el admirable revelador del símbolo caballeresco, se basta para merecer toda nuestra admiración. Lo demás de su obra que ha llegado hasta nosotros lo es de pasiones momentáneas, y como ellas, pasa sin dejar rastro». Yo siento mucho, claro está, que fuera de mi Vida de don Quijote no haya llegado a manos del señor Montenegro, cuyos son también esos dos párrafos, otra cosa que los frutos que en mí hayan podido dar pasiones momentáneas; pero espero que, tanto él como aquellos de sus paisanos que como él sientan a mi respecto -honrándome con ello no poco-, habrán de comprender que quien predica el quijotismo quijotice.

¿Y por qué -me preguntarán acaso- has venido a dar precisamente contra los escritores chilenos? Aparte de que más de una vez he tratado con igual dureza, si no en tan prolongado ataque, a otros escritores no chilenos, la pregunta tiene una fácil contestación. He ido a topar precisamente contra escritores chilenos por la razón misma que suele aquí combatir de preferencia los que creo defectos de mis paisanos: por interés. De otros, o no me entero, o si me entero me encojo de hombros.

Don Quijote salía por los caminos a busca de las aventuras que la ventura del azar le deparase, y jamás dejó una con el fin de reservarse para más altas empresas. Lo importante era la que de momento se le presentase. Hacía como Cristo, que yendo a levantar de su mortal desmayo a la hija del Jairo, se detenía con la hemorroidesa. No seleccionó el caballero sus empresas. Y no gusto yo de seleccionarlas.

Tal es la razón de que haya ido dejando el oficio de crítico, sin renunciar a la crítica por ello. Imponerme la obligación de hacer crítica de estas o las otras obras con regularidad, a plazos fijos, por vía de profesión, me parece algo así como si me impusiera la obligación de escribir un soneto o una oda cada sábado. Eso me obliga a leer para criticar, y me gusta más bien criticar por haber leído, atento a aquella sutil a la vez que profunda distinción establecida por Schopenhauer entre los que piensan para escribir y los que escriben porque han pensado.

Esta razón por una parte, y por otra la de que una crítica suelta de una obra aislada rara vez tiene valor permanente, me han ido apartando del oficio de crítico en que estuve a punto de caer, y hoy me reservo el ir leyendo las obras americanas que caen en mis manos para hacer más adelante un trabajo de conjunto sobre la literatura contemporánea hispanoamericana, en que todas ellas sean examinadas en relación y colectividad, prestándose luz mutua y sirviendo cada una, según su respectivo mérito, de ejemplo de una tendencia o de un valor generales.

Pero esto no empece el que si alguna vez un libro americano me llama poderosamente la atención, o siquiera me sugiere algunas consideraciones, rompa mi propósito y le dedique algunas cuartillas.

En los dos ataques de crítica agresiva, según el señor Montenegro la llama, que he dirigido a dos chilenos, fue que ambos me tocaron en dos de mis puntos doloridos, en dos que estimo dos fatales errores de no pocos hispanoamericanos, y no sólo chilenos. Es el uno la fascinación que sobre ellos ejerce París, como si no hubiese otra cosa en el mundo y fuera el foco, no digo ya más esplendente, sino único, de civilización. Es manía que he combatido muchas veces, encontrando para ello fuerza en la manía contraria de que acaso estoy aquejado. Pues no he de ocultar que padezco de cierto misoparisienismo, que reconociendo lo mucho que todos sabemos en el orden de la cultura a Francia, estimo que lo parisiense ha sido, en general, fatal para nosotros.

Y el otro error y más que error injusticia, que estallaba en el otro libro a que embestí sin compasión, es el de creer que los pueblos llamados latinos son inferiores a los germánicos y anglosajones y están destinados a ser regidos por éstos. Es menester que acabemos con esa monserga de inferioridad y superioridad de razas, como si la hubiese genérica y permanente y no fuera más bien que quien en un respecto supera a otro le cede en otro respecto, y quien hoy está encima estuvo ayer debajo y tal vez volverá a estarlo mañana para encumbrarse de nuevo al otro día. Acaso lo que hace a unos menos aptos para el tipo de civilización que hoy priva en el mundo, sea eso mismo lo que les haga más aptos para un tipo de civilización futura. Cuando se nos moteja a los españoles de africanos, suelo recordar que africanos fueron Tertuliano, san Cipriano y san Agustín, almas ardientes y vigorosas.

Los autores de esos libros a que tan sin compasión traté, me son, como escritores, indiferentes y sólo me sirvieron como casos de dos enfermedades generales. Ellos me servían para ejemplificar doctrina y a la vez como representantes de la patriotería irreflexiva. Si mis ataques les han dolido, lo siento, porque no gozo en molestar a nadie; pero es el caso que las censuras en abstracto, al modo de los moralistas que tronaban contra los vicios, tienen poca eficacia. La cosa es triste, bien lo veo; pero una censura a un vicio apenas tiene valor sino especificándola en un vicioso. Y lo mismo sucede con los vicios intelectuales. Don Quijote pudo haber tronado en la plaza pública contra los amos que tratan mal a sus criados, pero prefirió socorrer al de Juan Haldudo el Rico, y en todo hizo lo mismo. La campaña dreyfusista en Francia ha sido mucho más eficaz que habrían sido predicadores sin base de aplicación individual.

Lo malo es cuando se ataca a uno por pasiones personales, por mala voluntad, por ganas de hacer reír a su costa o per mezquindad de espíritu o envidia, no tomándole como un mero caso de ejemplificación. Y he aquí por qué en las líneas que el señor Montenegro me dedica, tan benévolas, tan respetuosas y desde el punto de vista en que se coloca tan justas, sólo hay una cosa que me desplace y de la que he de protestar, y es lo de llamar a esas mis duras críticas «panfletos a lo Valbuena». No; no quiero parecerme a Valbuena, ni quiero que mi crítica tenga nada de la suya. Yo podré ser duro, pero hago esfuerzos por no ser grosero y burdo, y sobre todo, nunca he buscado hacer reír a los papanatas con chocarrerías sacristanescas y a costa del prójimo. No; nunca me he inspirado en el bachiller Sansón Carrasco, patriarca de los Valbuenas, ni he hecho de mi incomprensión la medida de las cosas. Muchos serán mis defectos, pero el caer en crítico a lo Valbuena consideraría como una de las mayores desgracias que pudiera afligirme.

En todo lo demás debo confesar que estoy mucho más de acuerdo con el señor Montenegro de lo que pudieran creer los que me tengan por un crítico displicente y rabioso.




ArribaAbajoLeyendo a Flaubert

Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, dijo el gran Perogrullo, que es uno de mis clásicos, y a quien acaso -o sin acaso, como él diría- se le ha calumniado más de lo debido. Hace años ya, cuando empezaba a escribir para el público, dije que «repensar los lugares comunes es el mejor modo de librarse de su maleficio», y un semanario madrileño, el Gedeón, que por entonces me distinguía con sus frecuentes cuchufletas, dijo que la tal sentencia era una paradoja enrevesada que no había modo de entender. Como el que se empeñaba en no entender eso y otras cosas tan claras como ello se murió, yo no sé si sus compañeros que hoy quedan lo entenderán o no. A mí sigue pareciéndome tan claro como cuando lo formulé, hace años. Y ese viejo lugar común perogrullesco de que todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pierde el maleficio de todo lugar común, que es el de fomentar nuestra pereza de pensamiento sustituyendo una idea por una frase, si volvemos a pensar en él.

El vivir, como yo vivo, en una antigua y retirada capital de provincia, apartado de las grandes vías de comunicación y donde es relativamente fácil aislarse, metiéndose en casa, tiene sin duda sus inconvenientes, pero creo que sus ventajas son mayores aún.

Nunca le falta a uno la media docena de amigos con quienes departir; en buenos días de vacaciones están el campo, la sierra, el encinar, y hay luego los chismes de ciudad y las cosas del Ayuntamiento. Y francamente, vale más hablar de ellas que no de los problemas nacionales e internacionales, sobre todo cuando éstos apestan. Y queda en todo caso, y más en estos días cortos, destemplados y lluviosos del otoño, el meterse en casa a vivir con los propios hijos y con los muertos. Con los grandes muertos; con los genios de la humanidad.

Y así hago ahora. Leo a Tucídides, leo a Tácito, para no enterarme de lo que está pasando en Europa. Dejo el periódico que me habla de las negociaciones franco-alemanas, de la güera turco-italiana o de la revolución en China, para enterarme de la expedición de los Atenienses a Sicilia o de la muerte de Germánico. Así he leído últimamente la Historia de la República Argentina, de Vicente P. López, a la que debo no pocas enseñanzas, cuyo efecto alguna vez saldrá en estas correspondencias.

El buen lector debe leer a la vez tres, cuatro o cinco libros, descansando de cada uno en la lectura de los otros. Así estos días, a la vez que leo a Jenofonte, a Tácito, una historia de la religión cristiana, alemana, un libro portugués, un libro de historia del gran historiador norteamericano Parkman, he leído y releído a Flaubert. Sobre todo, los cinco volúmenes de su correspondencia.

Flaubert es una de mis viejas debilidades. Porque yo, que no pienso volver a leer ninguna novela de Zola, he leído hasta tres veces alguna de Balzac, repetiré acaso alguna de los Goncourt y he repetido las de Flaubert. Y es que Zola, como hace notar muy bien Flaubert, apenas se preocupó nunca del arte, de la belleza. La pretensión de hacer novela experimental y su cientificismo de quinta clase le perdían. Tenía una fe verdaderamente pueril en la ciencia de su tiempo, sin acabar de comprenderla. Pero este Flaubert, este enorme Flaubert, este puro artista, está henchido de entusiasmo por el arte y a la vez de escepticismo, de íntima desesperación.

He releído L'Education Sentimentale, los Trois Contes, me propongo releer Madame Bovary, ayer terminé Bouvard et Pecuchet. ¡Pero, sobre todo, la Correspondance! Aquí está el hombre, ese hombre que dicen -lo decía él mismo- que no aparece en sus obras. Lo cual no es cierto, ni puede serlo tratándose de un gran artista.

Sólo en obras de autores mediocres no se nota la personalidad de ellos, pero es porque no la tienen. El que la tiene la pone dondequiera que ponga la mano, y acaso más cuanto más quiera velarse. A Flaubert se le ve en sus obras, y no sólo en el Federico Moreau de La Educación Sentimental, sino hasta en la misma Emma Bovary, y en san Antonio y en Pecuchet mismo. Sí, en Pecuchet.

Él, Flaubert mismo, decía que el autor debe estar en sus obras como Dios en el Universo, presente en todas partes, pero en ninguna de ellas visible. Hay, sin embargo, quienes aseguran ver a Dios en sus obras. Y yo aseguro ver a Flaubert, al Flaubert de la correspondencia íntima, en muchos personajes de sus obras.

¡Cómo me atraía estos días seguir las vicisitudes sentimentales de este hombre de altos y bajos, de entusiasmos y abatimientos, de eterna decepción y desencanto! Hay una cosa sobre todo que siempre me ha atraído hacia él, y es lo que sufría de la tontería humana.

Sí, comprendo, más que comprendo, siento ese sentimiento que en Bouvard y Pecuchet le hace decir: «Entonces se les desarrolló una lamentable facultad ("une faculté pitoyable"), la de ver la estupidez y no poder ya tolerarla». En francés tiene más fuerza la palabra «bêtise». Y en 1880 escribía a su amiga Madame Roger des Genettes: «He pasado dos meses y medio absolutamente solo, como el oso de las cavernas, y, en suma, perfectamente bien; verdad es que no viendo a nadie no oía decir tonterías. La insoportabilidad de la tontería humana ha llegado a ser en mí una "enfermedad", y aun me parece débil la palabra. Casi todos los humanos tienen el don de "exasperarme" y no respiro libremente más que en el desierto». Lo comprendo, y aun diré más, aunque se me tome a petulancia: conozco esa enfermedad.

Ello es doloroso, muy doloroso, bien lo comprendo, y acaso no es bueno; tiene una raíz de soberbia, de lo que se quiera, pero me ocurre lo que al pobre Flaubert; no puedo resistir la tontería humana, por muy envuelta en la bondad que aparezca. Dios me perdone si ello es algo perverso, pero prefiero el hombre inteligente y malo al tonto y bueno. Si es que caben bondad, verdadera bondad, y tontería, verdadera tontería, juntas, y no es más bien que todo tonto es envidioso, necio y mezquino. Su tontería le impide acaso al tonto hacer mal, pero no desea bien.

Antes perdono una mala pasada que se me juegue, que una ramplonería o una sonora vulgaridad que se me diga como algo que vale la pena de ser oído. La mediocridad y la rutina mentales me duelen hasta físicamente. Hay amigos a quienes he dejado de frecuentar por no oírles los mismos eternos y sobados lugares comunes, ya sean católicos o anarquistas, creyentes o incrédulos, optimistas o pesimistas. Y la vulgaridad más moderna, la de moda, me molesta más que la antigua, la tradicional. El lugar común de mañana me es más irritante que el de ayer, porque se da aires de novedad y de originalidad. Por eso la tontería anarquista me es más molesta que la tontería católica.

Ese libro de las simplezas y las decepciones de Bouvard y Pecuchet es un libro doloroso. Hasta su manera de estar escrito, seca, cortada, a saltos, con feroces sarcasmos de vez en cuando, es dolorosa. Y hay en esos dos pobres mentecatos -no tan mentecatos, sin embargo, como a primera vista parece- algo de don Quijote, que era uno de los héroes y de las admiraciones de Flaubert, algo de Flaubert mismo.

Y como don Quijote y Sancho, Bouvard y Pecuchet -inspirados en parte, no me cabe duda, por aquéllos-, no son cómicos sino a primera vista, y sobre todo a los ojos de los tontos, cuyo número es, según Salomón, infinito, siendo en el fondo trágicos, profundamente trágicos.

El Quijote era una de las grandes admiraciones de Flaubert. En 1852, a sus treinta y un años, escribía a Luisa Colet, la Musa: «Lo que hay de prodigioso en el Don Quijote es la ausencia de arte y la perpetua fusión de la ilusión y de la realidad, que hace de él un libro tan cómico y tan poético. ¡Qué enanos todos los demás al lado de él! ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío, qué pequeño!». El Quijote dejó indeleble marca en el espíritu de Flaubert; su producción literaria es profundamente quijotesca. Cervantes era, con Shakespeare y Rabelais, con Goethe acaso, el genio que más admiraba. Y fue acaso Cervantes quien lo llevó a contraer aquella «enfermedad de España», de que en una de sus cartas habla: «Je suis malade de la maladie de l'Espagne». No acabó nunca, en cambio, de sentir bien al Dante, a este formidable florentino, que es una de mis debilidades. Pero me lo explico por lo mismo que sentía hacia Voltaire una admiración de que no puedo participar, aun reconociendo toda su grandeza. Es cuestión de sentimiento, o mejor dicho, de educación, y la de Flaubert no fue muy católica.

Pero sentía la fuerza del catolicismo. En 1858 escribía a la señorita Leroyer de Chantepie, una mujer trabajada por inquietudes religiosas -«¡rara avis!»- diciéndole: «De aquí a cien años Europa no contendrá más que dos pueblos: los católicos de un lado y los filósofos del otro».

Y él, el pobre Flaubert, no podía irse ni de un lado ni del otro. Le faltaba la fe religiosa, pero no era tampoco uno de esos espíritus simples que pueden entusiasmarse con la filosofía, la ciencia, el progreso o la ingeniería. Comprendo su posición; ¡no la he de comprender! Mejor aun, la siento; ¡no he de sentirla!

En 1864 escribía a la señora Roger des Genettes: «La rebusca de la causa es antifilosófica, anticientífica, y las religiones me desagradan aún más que las filosofías porque afirman conocerla. ¿Qué es una necesidad del corazón? ¡De acuerdo! Esta necesidad es lo respetable, y no dogmas efímeros». ¡Cuántas veces he dicho lo mismo!

Pero oíd este otro párrafo de una carta de 1861, a la misma señora: «Tiene usted razón; hay que hablar con respeto de Lucrecio; no le encuentro comparable sino a Byron, y Byron no tiene su gravedad ni la sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda que la de los modernos, que dejan entender todos más o menos la inmortalidad más allá del "agujero negro". Pero para los antiguos este agujero era el infinito mismo; sus ensueños se destacan y pasan sobre un fondo ébano inmutable. Nada de gritos, nada de convulsiones, nada más que la fijeza de un rostro pensativo. Los dioses no existían ya y Cristo no existía aún, y hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único, en que el hombre se encontraba solo. En ninguna parte halla esta grandeza, pero lo que hace a Lucrecio intolerable es su física, que da como positiva: ¡Es débil porque no ha dudado bastante; ha querido explicar, concluir!». ¿Veis al hombre? Yo no sólo lo veo, lo siento, y lo siento dentro de mí.

Y este hombre, a quien se ha creído impasible y hasta frío por aquella añagaza artística de la impersonalidad, este hombre escribía en 1854, ¡a sus treinta y tres!, a la Colet: «¡Creo que envejecemos, nos enranciamos, nos agriamos y confundimos mutuamente nuestros vinagres! Yo, cuando me sondo, he aquí lo que siento hacia ti: una gran atracción física, ante todo; después, una adhesión de espíritu, un afecto viril y asentado, una estimación conmovida. Pongo el amor por encima de la vida "posible" y no hablo nunca de él en uso propio. Has abofeteado delante mío la última noche, y abofeteado, como una burguesa, mi pobre ensueño de quince años, acusándole una vez más de "¡no ser inteligente!". Estoy seguro, ¡vaya si lo estoy!, ¿es que no has comprendido nunca nada de lo que escribo?, ¿no has visto que toda la ironía con que en mis obras me ensaño contra el sentimiento, no era sino un grito de vencido, a menos que no sea un canto de victoria?». Grito de vencido, sí, grito de vencido, ¡y no canto de victoria!; grito de vencido, del que cinco años más tarde, en 1859, escribía a Ernesto Feydeau, con ocasión de haber éste enviudado:

«No te revuelvas ante la idea del olvido. ¡Llámala más bien! Las gentes como nosotros deben tener la religión de la desesperación. Hay que estar a la altura del destino, es decir, impasible como él. A fuerza de decirse: "Ello es, ello es", y de contemplar el agujero negro, se calma uno». ¿Se calma? ¿De veras se calma? No, no se calma. Lo que hay que hacer es sacar de la desesperación misma esperanza y mandar a paseo a todos esos estúpidos cientificistas que os vienen con la cantilena de que nada se aniquila, sino que todo se transforma, de que hay un progreso para la especie, y otras necedades por el estilo.

Leed la correspondencia de Flaubert y veréis al hombre, al hombre cuya terrible ironía era un grito de vencido; al hombre que sufrió con Madame Bovary, con Federico Moreau, con Madame Arnoux, con san Antonio, con Pecuchet... Veréis al hombre cuya religión era la de la desesperanza y cuyo odio era el del burgués satisfecho de sí mismo, que cree conocer la verdad y gozar la vida, y os suelta una necedad cualquiera, a nombre de la fe o a nombre de la razón, amparándose en la religión o amparándose en la ciencia. ¿Es extraño que un hombre así, como el hombre Flaubert, el solitario de Croisset, padeciese la dolencia de insoportabilidad de la tontería, de la «bêtise» humana? Y para no tener que soportarla se enterraba entre libros, a desahogar su dolencia en sus inmortales obras.

¡Y le dolían los males de su patria, vaya si le dolían! No hay sino leer sus cartas de 1870, cuando la invasión prusiana y el sitio de París. Llegó a decir que creía era el único francés a quien de veras le dolía Francia. Y se encerraba en Croisset a cumplir el que estimaba su deber, a trabajar en sus obras. Creyó hacer en La Educación Sentimental una obra altamente patriótica, y la hizo. Más, mucho más que tantos otros que peroraban en el Parlamento. Hizo una obra de profunda política, él, que detestaba eso que comúnmente se llama, por antonomasia, política. ¿Y cómo no va a detestar la política el que sufre de insoportabilidad de la tontería humana?

¿Cómo voy a salir de casa estos días? ¿A qué? ¿A ponerme malo de oír la tontería monárquica o la tontería republicana, la conservadora o la liberal, la carlista o la socialista? ¿Voy a salir a oír el consuelo del tonto creyente que nunca ha dudado, o el del no menos tonto librepensador que tampoco duda? ¡No, no, no; mejor meterme en casa a fortificarme contra el destino, leyendo a los grandes desengañados y a los grandes engañadores, a los apóstoles de la desesperación y a los de la inmortal esperanza, a los que quieren dejar de ser y a los que quieren ser siempre! Y que los «vivos», entre tanto, se burlen de los locos; ¡que siga el «macaneo» de los que se creen avisados!

¡Oh, santa soledad!




ArribaAbajoLa Grecia de Carrillo

Tengo aquí, a la mano, el libro Grecia, de Gómez Carrillo, con el cual, a la vez que he dado una vuelta por la Grecia de hoy, he refrescado mis estudios clásicos. En una de sus páginas, el autor me pide perdón -no puedo dar lo que no tengo- por si dice una herejía al traducir la prudencia griega por don de mentir o virtud de engañar. De hecho los griegos se jactaban de engañar al enemigo; su moral no era, ciertamente, la moral caballeresca.

Pero, ¿por qué Carrillo se dirige especial y señaladamente a mí? Sin duda por ser yo un catedrático de lengua y literatura griegas. Sí, lo soy, como lo fue -y Carrillo lo recuerda- Nietzsche; pero no soy un erudito helenista. Y aun hay más, y es que por esa erudición siento una mezcla de repugnancia y de miedo. Para un erudito que conozca yo con alma, conozco veinte que no la tienen. Si en la oficina en que se está comentando a Homero entrara de pronto Homero mismo redivivo, cantando en lengua moderna, lo echarían de allí por importuno.

No es esto, sin embargo, desdeñar la erudición, no. Carrillo dice una vez en su libro, hablando de la geografía, que es una demoledora de leyendas, casi tan absurda como la filología. Pero es que la filología ha creado tantas o más leyendas que ha tratado de destruir. Sucede como en todos los problemas: de la solución de uno cualquiera de ellos surgen nuevos. La filología nos ha dado una nueva antigüedad helénica, pero no menos legendaria que la antigua. Y ¡qué suma de poesía no se ha puesto muchas veces en doctos comentos filológicos! Tanta cuanta ha podido poner, y no es poca, Carrillo en sus notas de viaje.

Y él, el mismo Carrillo, ha ido provisto de sus eruditos guías, de sabios comentaristas, ¿cómo no?, y a través de ellos ha visto Grecia. A través de ellos y a través de su propio temperamento.

Esos comentaristas que le han servido de guías son, y es natural, franceses los más, y así resulta que la Grecia de Carrillo está vista y sentida a las veces muy a la francesa, pero no menos también a la española otras veces, y muy a la española. Y siempre muy a lo Carrillo. Cada cual ve, dondequiera que va, aquello que más le preocupa, y propende a no fijarse en lo que no le interesa.

Dejo para más adelante el discernir la parte de francesidad que haya en esta nueva obra de Carrillo, y voy a lo otro, a lo personal.

Carrillo es un curioso, curioso como un griego; un hombre que recorre países y tierras a la busca de nuevas sensaciones, de visiones nuevas, de novedades, en fin. Y ésta fue siempre una pasión, una verdadera pasión de los griegos: la pasión del conocimiento, el ansia de saber. La hermosa, la hermosísima palabra «filosofía», amor del saber y no estrictamente sabiduría, sólo en Grecia pudo nacer. Leed los poemas homéricos, y allí veréis con qué complacencia se detienen los héroes a contar y oír contar historias. Recréanse con ello como con la comida. Parece como que el fin de la vida es para estos hombres hablar de ella y comentarla.

En el discurso -los héroes homéricos hablan en discurso todos- que Alcinoo, el rey de los feacios, dirige a su corte, luego que Ulises se delata al oír a Demódoco cantar las hazañas del caballo de madera por aquél ideado, dice que los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres para que los venideros tengan argumento de canto. Las calamidades, las guerras, las hazañas, todo ocurre para que de ello se hable. El fin de la acción es su conocimiento, pero su conocimiento poético. Pasan siglos, muchos siglos, y al contarnos el autor del libro de los Hechos de los apóstoles la visita de san Pablo a Atenas, nos dice que los griegos pasaban el tiempo en hablar de la última novedad. ¿Y no es ésta acaso la labor de Carrillo, al contarnos la última novedad, aunque esta novedad parezca antigua? ¿No es convertirlo en novedad todo y entretenernos de la vida y de la muerte, como se entretenían aquellos héroes homéricos?

Y esto, que podrá parecer a algún espíritu vulgar y mentidamente serio algo fútil, algo superficial, es, sin embargo, una de las cosas más profundamente serias, porque puede ser una cosa profundamente apasionada. La pasión por el conocimiento era avasalladora entre los griegos.

Recordad la hermosa leyenda de las sirenas: «Es la mala sirena que atrae a los náufragos de la voluntad para envenenarlos con el perfume de su seno; es la diabólica divinidad de la lujuria y del engaño», dice el Remo de la Galatea de Basiliadis, de que Carrillo nos habla. Y, sin embargo, las dos sirenas de la Odisea, las sirenas homéricas, no envenenan con el perfume de su seno, no es la lujuria su aliciente. Las sirenas no le llaman a Ulises ofreciéndole deleite carnal, sino que le dicen: «Ven acá, famoso Ulises, gloria de los aqueos; detén la nave para oír nuestro relato. Nunca pasó nadie por aquí de largo en su negra nave sin haber antes oído el dulce canto de nuestras bocas, recreándose con él y marchándose sabiendo más de lo que sabía. Sabemos cuánto sufrieron los argivos y los troyanos en la ancha Troya, por decreto de los dioses; sabemos cuanto ocurre en la fecunda tierra». Para un griego, para Ulises, la tentación era terrible; ¿cómo pasar de largo sin detenerse a oír cuanto ha sucedido en la tierra? Fue una de sus mayores proezas ésta de vencer la tentación del conocimiento, la curiosidad, la terrible curiosidad, que es la principal fuente del pecado.

Por curiosidad cayó Eva, por curiosidad más que por lascivia caen las más de sus hijas. La caída de nuestros primeros padres en el paraíso de la inocencia fue por probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Seréis como dioses, sabedores del bien y del mal -les dijo, tentándolos, el demonio-. Y por anhelo de saber, por ardiente curiosidad, pecaron, cayendo en la «feliz culpa», según la llama la Iglesia misma en su liturgia.

Y esta ardiente curiosidad, este anhelo de ver, de oír, de saber cosas nuevas, de atesorar cuentos y leyendas, esto llevó a Carrillo a Grecia.

Y él, el cronista, el curioso, el amante de novedades, fue a dar en ese pueblo eternamente curioso, perennemente joven, siempre charlatán. «Ser orador, parecer ser orador -nos dice Carrillo- es más honroso que ser hijo de un general ilustre o nieto de un héroe legendario». «Toda la vida de Atenas -nos cuenta Carrillo que le decía un griego- está en el café, y toda nuestra energía mental se disipa en diálogos de café... La palabra, entre nosotros, es la más fuerte bebida, el opio más poderoso, la morfina más alucinante». De aquí, de este pueblo, salió el místico platonizante, que en el proemio del cuarto Evangelio escribió aquello de que en el principio era la palabra, el verbo, que estaba junto a Dios, y la palabra era Dios y por ella se hizo todo. ¡La palabra era Dios!

Los griegos son, según decía Stanley, retóricos y filósofos, no lógicos y juristas como los romanos; los griegos hicieron con retórica, con oratoria, dialogando libremente, en dialéctica, la filosofía, así como los romanos hicieron el derecho. Los griegos fueron los verdaderos filósofos amantes del saber; amantes, mejor dicho, de la raza del saber. En los inmortales diálogos del divino Platón se siente el placer de perseguir la verdad más aún que el de sorprenderla; la inteligencia goza de la gimnasia de sus facultades. «Porque de lo que se trata no es -como nos dice Carrillo- de hallar la verdad, sino de correr tras ella para no alcanzarla nunca».

¿No recordáis aquellas tan mentadas palabras de Lessing, el germano helenizante, uno de los tudescos más empapados en el alma helénica? Decía: «Si Dios tuviera encerrada en su mano derecha toda la verdad y en la izquierda no más que el siempre vivo anhelo de la verdad, aunque con el añadido de errar por siempre, y me dijese: "¡escoge!", caería yo, humilde, ante su izquierda, y le diría: "¡Padre, dame esto!; la pura verdad no es más que para Ti solo"». Era, sin duda, el temor de que la pura verdad le matase. «Quien a Dios ve, se muere», dicen las Escrituras.

Esta pasión, esta desenfrenada pasión por la caza de la verdad, más aún que por la verdad misma; este loco amolde jugar la inteligencia, consumía a Sócrates. Aquello de «viejo pedante que todo lo razona y nada siente», que Carrillo nos cita, es una calumnia de Piladelo, como lo de «hombre-teoría» es otra calumnia de Nietzsche, que era maestro en ellas, pues se pasó la vida calumniando. Calumnió a Sócrates, lo mismo que calumnió a Cristo, él, que quiso ser un Sócrates y un Cristo.

El griego fue siempre un curioso. Y tengo para mí que, si Helena siguió a París, provocando la guerra de Troya, fue arrastrada, más que por Afrodita, la diosa del deleite, por la misma Atena, la diosa del saber, de la curiosidad, así como de la prudencia. Cuando Ulises entró a hurtadillas, disfrazado de mendigo, en Troya, a ejercer espionaje y maquinando sus tretas, Helena fue la única que le conoció. Revelole el héroe sus propósitos, bajo juramento que ella prestó de no revelarlos, y cuando metieron los aqueos el caballo de madera, ¿qué hizo Helena? ¿Qué iba a hacer? Ir, verlo, dar tres vueltas en derredor de él, llamando a los héroes, a comprometer el éxito de la treta. Y no más que por curiosidad.

¡Curiosidad, divina fuente del saber desinteresado!, ¡madre de la filosofía! También el estómago, la necesidad de vivir, engendra ciencia; pero esta ciencia que brota del estómago es abogacía, no filosofía. La filosofía es saber por el saber mismo.

¿Y esto no satisface? No, no satisface.

Carrillo nos confiesa su desilusión ante el Acrópolis de Atenas. Recordando la famosísima oración ante el Acrópolis de aquel eterno curioso que fue Renán, de aquel goloso de saber, escribe Carrillo un capítulo, el último de su obra, que se titula así: «La oración en el Acrópolis». Y allí nos cuenta su desilusión:

«Aun las almas románticas, en efecto -dice Carrillo- sienten, al encontrarse en presencia de la diosa ateniense, una infinita inquietud y un infinito malestar. ¿Es esto?, parecen preguntar. ¿Es esto nada más?». Y yo digo: Las almas románticas, las almas apasionadas, más aún que las otras. Y nos cuenta Carrillo la frialdad de Chateaubriand, de Lamartine, de Gautier ante la Acrópolis.

«Entre el Acrópolis y nosotros, en efecto -añade Carrillo- hay muchos siglos y muchas ideas». Lo que hay entre el Acrópolis y nosotros es el cristianismo, la terrible verdad del cristianismo, la desesperación resignada del cristianismo. Entre nosotros y la Razón helénica está la Cruz, la sublime locura de la Cruz.

A esa Atena, a esa Razón, «nadie la ve de repente -dice Carrillo, añadiendo-: La cordura no surge cual una aparición. Suavemente, paso a paso, sin prisas, sin sobresaltos, va acercándose. El hombre la ve venir, y duda, y no la reconoce. ¿Una divinidad esa dama altiva que no se esconde entre velos y agita palmas enigmáticas? Más bien parece una estatua animada. Poco a poco la estatua se trueca en imagen. Y la imagen continúa su camino tranquila hasta que, después de mucho tiempo, pone en nuestra frente su dedo níveo, y nos sonríe. Entonces volvemos la vista atrás. El Acrópolis aparece de nuevo ante nuestros ojos llenos de luz. Una magnífica apoteosis alumbra el templo blanco. De nuestros labios, al fin, brota la oración definitiva».

Muy sereno, ¿no es así? Muy gracioso. Y, sin embargo, no; esa oración no nos brota del corazón mismo. La cordura surge cuando vamos a morir; la cordura es la muerte. Nuestro señor don Quijote se volvió cuerdo para morir. El Caballero de la Fe, si hubiera llegado al Acrópolis, habría entrado lanza en ristre a desencantar a la pobre Atena, allí presa del número, la proporción, el ritmo y la medida.

¡Atena, Minerva, la de los ojos de lechuza! Penetra, sí, con su mirada en lo oscuro; pero no llega a las entrañas de las cosas, donde se asienta el misterio. La razón no llega al misterio. La razón es inhumana.

Llevo ya veinticuatro años en trato con los antiguos genios de la Grecia, oyendo la voz de su sabiduría; llevo más de veinte explicándolos en la cátedra. Me aquietan, me serenan, me apaciguan; cada vez creo comprenderlos mejor, pero no me satisfacen. Y lo que en ellos más me gusta es la inquietud, la eterna inquietud que a cada paso no pueden menos que dejar descubrirse. Al fin eran hombres. Y así llegó el Cristo y le bautizaron, brotó su más íntima naturaleza.

No es verdad que no tuvieran «vanos temores (¿vanos?, ¿por qué vanos?) de tenebroso más allá»; no es verdad que aceptaran «la idea divina sin vanas angustias».

«Entre todos los pueblos del mundo, éste es el menos místico» -escribe Carrillo-. Y el misticismo cristiano nació en Grecia, no en Palestina; el misticismo cristiano procede de Platón más que del Evangelio. ¿Qué, no es místico el pueblo de Plotino, de Porfirio, de Proclo, de Jámblico, de san Clemente, de Orígenes, de tantos otros? Me dirán que muchos de éstos no eran griegos, aunque en griego escribían. De esto habría mucho que hablar.

Hay algo en que me parece que Carrillo ha penetrado menos que en lo demás, y es tal vez por no interesarle gran cosa, y es en lo que a la religiosidad helénica se refiere. Y, sin embargo, la teología católica es casi toda ella de origen griego. Precisamente cuando me puse a leer la Grecia de Carrillo acababa la lectura de las lecciones de Penrhyn Stanley sobre la Iglesia ortodoxa. Si Carrillo se hubiese alguna vez interesado por problemas teológicos, habría visto en Grecia, de seguro, muchas cosas que no vio.

Hay en el libro que me sugiere estas líneas un capítulo titulado «El alma pagana», que merece especial comento. Es tanto lo que se habla de paganismo y de alma pagana, que conviene detenerse un poco de cuando en cuando a esclarecerlo en lo posible. Carrillo no cae en los errores y precipitaciones de otros, no; y por eso, por ser lo suyo más comedido, más razonable, más sereno que cuanto de ordinario dicen los paganizantes, por eso merece comentarlo.

Pero esto merece especial atención y más especial tratado. Bueno será, pues, dejarlo. Pero antes de cerrar estas líneas quiero decir que, para mí, un libro que me sugiere reflexiones, así sean contrarias a las del autor de él, es un libro bueno, y cuantas más reflexiones me sugiera es el libro mejor. Y Carrillo, con su Grecia, me ha hecho viajar, no tan sólo por Grecia misma, lo que vale mucho, sino por mis propios reinos interiores, lo que vale mucho más.




ArribaAbajoJosé Asunción Silva

Alguna otra vez he hecho notar el hecho de que mientras los americanos todos se quejan, y con razón, de lo poco y lo mal que se les conoce en Europa y de las confusiones y prejuicios que respecto a ellos por aquí reinan, se da el caso de que no se conozcan mucho mejor los unos a los otros y abriguen entre sí no pocas confusiones y prejuicios.

Lo vasto de la América y la pobreza y dificultad de sus medios de comunicación contribuye a ello, ya que Méjico, v. g., está más cerca de España o de Inglaterra o de Francia que de la Argentina.

Me refería hace poco un escritor argentino, Ricardo Rojas, que de los ejemplares que remitió de una de sus obras desde Buenos Aires a lugares de las «tierras calientes», apenas si llegó alguno a su destino.

Por otra parte, el sentimiento colectivo de la América como de una unidad de porvenir y frente al Viejo Mundo europeo, no es aún más que un sentimiento en cierta manera erudito y en vías de formación. Hubo, sí, un momento en la historia en que toda la América española, por lo menos toda Sudamérica, pareció conmoverse y vivir en comunidad de visión y de sentido, y fue cuando se dieron la mano Bolívar y San Martín en las vísperas de Ayacucho; pero pasado aquel momento épico, y una vez que cada nación sudamericana queda a merced de los caudillos, volvieron a un mutuo aislamiento, tal vez no menor que el de los tiempos de la Colonia.

En ciertos respectos sigue todavía siendo Europa el lazo de unión entre los pueblos americanos, y el panamericanismo, si es que en realidad existe, es un ideal concebido a la europea, como otros tantos ideales que pasan por americanos.

Todo esto se me ocurre a propósito de la reciente publicación, en un volumen, de las Poesías del bogotano José Asunción Silva, que acaba de editarse en Barcelona.

Apenas habrá lector de estas líneas, con tal de ser algo versado en literatura americana contemporánea, que no haya leído alguna vez alguna de las poesías de Silva que andaban desparramadas y perdidas por antologías y revistas. Hasta hay alguna, como el Nocturno, que ha llegado a hacerse famosa en ciertos círculos.

Si hablamos de eso que se ha llamado modernismo en literatura, y respecto a lo cual declaro que cada vez estoy más a oscuras acerca de lo que sea, preciso es confesar que de Silva, más que de ningún otro poeta, cabe aquí decir aquello de que fue quien nos trajo las gallinas. Se ha tomado de él, más acaso que de otro alguno, no tan sólo tonalidades, sino artificios, no siempre imitables.

Silva se suicidó en su ciudad natal, Bogotá, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años y medio, sin que hayamos podido averiguar los móviles de tan funesta resolución. Aunque leyendo sus poesías se adivina la causa íntima, no ya los motivos del suicidio. Pues sabido es con cuánta frecuencia los motivos aparentes a que se cree obedece una determinación grave, y a los que la atribuyen los mismos que la toman, no son sino los pretextos de que se vale la voluntad para realizar su propósito. La voluntad, en efecto, busca motivos. Y hay voluntad suicida, voluntad reñida con la vida. O que tal vez huye de esta vida por amor a una más intensa.

Leyendo las obras de los escritores suicidas se descubre casi siempre en ellas la íntima razón del suicidio. Tal sucede entre nosotros con Larra, en Francia con Nerval y en Portugal con Antero. Y tal sucede con Silva.

A Silva, de quien no cabe decir que fuese un poeta metafísico, ni mucho menos, le acongojó el tormento de la que se ha llamado la congoja metafísica, y le atormentó como ha atormentado a todos los grandes poetas, cuyas dos fuentes caudales de inspiración han sido el amor y la muerte, de los que Leopardi dijo que


   «Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte,
ingenerò la sorte».



La obsesión del más allá de la tumba; el misterio detrás de la muerte, pesó sobre el alma de Silva, y pesó sobre ella con un cierto carácter infantil y primitivo. No fue, creo, que peso resultado de una larga y paciente investigación; no fue consecuencia del desaliento filosófico, sino que fue algo primitivo y genial. La actitud de Silva me parece la de un niño cuando por fin descubre que nacemos para morir.


   «Al dejar la prisión que las encierra,
¿qué encontrarán las almas?»



se preguntó el poeta, pero se lo preguntó como un niño.

Un ambiente de niñez, en efecto, se respira en las poesías de Silva, y las más inspiradas de ellas son a recuerdos de la infancia, o mejor dicho, es a la presencia de la infancia a lo que su inspiración deben. Basta leer las cuatro composiciones que en ésta, la primera edición de sus Poesías completas, figuran bajo el título común de «Infancia».

Tal vez se cortó Silva por propia mano el hilo de la vida por no poder seguir siendo niño en ella, porque el mundo le rompía con brutalidad el sueño poético de la infancia. Y aquí cabe recordar aquellas palabras de Leopardi en uno de sus cantos: ¿Qué vamos a hacer ahora en que se ha despojado a toda cosa de su verdura?

Cuando Silva, saliendo de la niñez fisiológica, pero siempre niño de alma, como lo es todo poeta verdadero, se encontró en el duro ámbito de un mundo de combate, presa debió de sentirse su alma delicadísima, como se encontraría un Adán al verse arrojado del Paraíso. Fuera del Paraíso y a la vez con la inocencia perdida.

Y esa angustia metafísica se expresa en los versos de Silva del modo más ingenuo, más sencillo, más infantil y hasta balbuciente, no con las frases aceradas con que se manifiesta en los esquinosos sonetos de Antero de Quental, llenos de fórmulas que acusan la lectura de obras filosóficas.

No digo que Silva careciera de cultura, antes más bien se ve claro en sus poesías que era un espíritu cultísimo; pero dudo mucho de que su inteligencia se hubiese amaestrado en una rígida disciplina mental. Sus estudios universitarios, nos dice Gómez Jaime que fueron breves, y luego parece se dio a leer por su cuenta, y sospecho que más que otra cosa literatura, y literatura francesa. No parece, sin embargo, que careciese de un cierto barniz de cultura filosófica, y tengo motivos para suponer que había leído a Taine, por lo menos, y algo a Schopenhauer, a quien cita en una de sus composiciones llamándole su maestro.

Y no digo que Schopenhauer le suicidase o contribuyera a hacerlo, porque estoy convencido de que no son los escritores pesimistas y desesperanzados los que entristecen y amargan las almas como la de Silva, sino que más bien son las almas desesperanzadas y tristes las que buscan alimento en tales escritores.

En la poesía titulada «El mal del siglo», es Silva mismo quien nos habla del desaliento de la vida que nacía y se arraigaba en lo íntimo de él, del mal del siglo; el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, «un cansancio de todo, un absoluto desprecio por lo humano, un incesante renegar de lo vil de la existencia..., un malestar profundo que se aumenta con todas las torturas del análisis». Y a esto le responde el médico:

«Eso es cuestión de régimen; camine de mañanita; duerma luego; báñese; beba bien; coma bien; cuídese mucho; ¡lo que usted tiene es hambre!».



Y hambre era, en efecto; hambre de eternidad. Hambre de eternidad, de vida inacabable, de más vida, que es lo que a tantos los ha llevado a la desesperación y hasta el suicidio.

Porque es cosa curiosa el observar que es a los más enamorados de la vida, a los que la quieren inacabable, a los que se acusa de odiadores de la vida. Por amor a la vida, por desenfrenado amor a ella, puede un hombre retirarse al desierto a vivir vida pasajera de penitencia en vista de la consecución de la gloria eterna, de la verdadera vida perdurable, y por hastío de la vida, por odio a ella, se lanza más de uno a una existencia de placeres. Podrá estar equivocado el anacoreta, y o no existir para nosotros vida alguna después de la muerte corporal, o aun en caso de que exista, no ser el camino que él toma el mejor para conseguirla feliz; pero acusarle de odiador de la vida no es más que una simpleza.

El paganismo, el hoy tan decantado paganismo por los que hacen profesión de anticristianos, vino en sus postrimerías a dar en un hastío y desencanto de la vida, en un tétrico pesimismo. Y si la religión de Cristo prendió, arraigó y se extendió tan pronto, fue porque predicaba el amor a la vida, el verdadero amor a la verdadera vida y la esperanza de la resurrección final. Más agudo y perspicaz era Schopenhauer al combatir el cristianismo por optimista, que aquellos espíritus ligeros que le acusan de haber entenebrecido la vida. La esperanza de resurrección final fue el más poderoso resorte de acción humana, y Cristo el más grande creador de energías.

Ese amor a la vida, mamado por Silva en el apacible remanso de Bogotá, en aquella encantada Colombia, la de los días iguales y la perenne primavera, la de costumbres arraigadas; ese amor debió de padecer sobresaltos, merced al sosiego mismo y a las brisas heladas que desde Europa le llegaban.

Hay una circunstancia, además, que nos explica el que se exacerbara su tristeza ingénita, y es que un año antes de haberse despojado voluntariamente de la vida, en el naufragio de L'Amerique, ocurrido en las costas de Colombia en 1895, se perdieron los más de los escritos de Silva, tanto en verso como en prosa. Se puede, pues, decir que el libro ahora editado es el resto de un naufragio. Y es menester haber pasado años vertiendo al papel lo mejor de la propia alma para comprender lo que haya de afectarle a uno al verse de pronto sin ello.

Hay un fragmento en prosa de Silva, el titulado «De sobremesa», que nos hace sospechar si acaso no presintió a la locura y para huir de ella se quitó la vida. Concluye así:

«¿Loco?... ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas... ¿Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas?».



En este párrafo hay, entre otras cosas significativas, una que lo es mucho, cual es la de llamar a Baudelaire el más grande «para los verdaderos letrados» de los poetas de los últimos cincuenta años, cuando en esos años hubo en Francia otros poetas a quienes suele ponerse por encima de Baudelaire. Y digo en Francia, porque de los poetas de otros países, ingleses, italianos, alemanes, escandinavos, rusos, etc., no era cosa de pedir a Silva, dado el ambiente americano de su tiempo, un regular conocimiento. Es muy fácil que de Browning o de Walt Whitman, pongo por caso, no conociera ni el nombre -no andaban, ni anda aún más que en parte uno de ellos, traducido al francés- y de Carducci acaso poco más que el nombre.

Y fue lástima. Porque es seguro que de haberlos conocido, de haberse familiarizado algo con la maravillosa poesía lírica inglesa del pasado siglo -tan superior en conjunto a la lírica francesa, en el fondo lógica, sensual y fría- habría encontrado tonos. ¿Qué no le hubieran dicho a Silva Cowper, Burns, Wordsworth, Shelley, lord Byron -a éste lo conocía-, Tennyson, Swinburne, Longfellow, Browning, Isabel Barret Browning, Cristina Rossetti, Thomson (el del pasado siglo, no el otro), Keats, y, en general, todo el espléndido coro lírico de la poesía inglesa del siglo XIX? Es muy fácil que le hubieran levantado el ánimo tanto como Baudelaire se lo deprimió y abatió.

¡Pobre Silva!




ArribaAbajoLa imaginación en Cochabamba

Hoy vuelvo al precioso libro Pueblo enfermo, del boliviano Alcides Arguedas. Ya os dije que este libro, rico en instrucciones y en sugestiones, había de darme pie para más de una de estas conversaciones, que no otra cosa son estas mis correspondencias.

En el capítulo III de su obra, capítulo que se titula «Psicología regional», nos dice, el señor Arguedas, hablando del pueblo cochabambino, que lo que se observa en él, «desde el primer momento que se le estudia, es un desborde imaginativo amplio, fecundo en ilusiones, o mejor, en visiones de carácter sentimental». Es esta afirmación de ser los cochabambinos imaginativos la que voy a estudiar y a rectificar con datos que el mismo señor Arguedas ha de proporcionarnos.

Necesito, ante todo, establecer un principio, y es el de que, generalmente, se confunde la imaginación con la facundia, con la memoria o con la vivacidad de expresión. Imaginación es la facultad de crear imágenes, de crearlas, no de imitarlas o repetirlas, e imaginación es, en general, la facultad de representarse vivamente, y como si fuese real, lo que no lo es, y de ponerse en el caso de otro y ver las cosas como él las vería. Y así resulta que llaman imaginativos a los individuos y a los pueblos que no lo son.

Aquí, en España, pongo por caso, es corriente oír decir que los andaluces tienen mucha imaginación, y, sin embargo, todos os cuentan los mismos cuentos y chascarrillos, y de la misma manera, y si les quitáis el gesto, la mímica, el acento, apenas os queda cosa de sustancia imaginativa. Sus poetas, pareciéndose en esto a los arábigos, están dándoles vueltas siempre a las mismas metáforas, las del acervo común.

Hay quien dice que Zorrilla era un poeta de poderosa imaginación, y yo os invito a que lo leáis todo entero, si es que tenéis paciencia para tanto, y veáis cuántas imágenes creó aquel hombre en tantas estrofas, y tan hojarascosas y palabreras, como compuso en su vida. Sus metáforas son, por lo común, las del común acervo.

Es más aún, y es que en este pueblo que se cree imaginativo, porque es redundante y palabrero, la imaginación cansa y molesta. Difícilmente se resiste el más genuino producto de la imaginación: la paradoja. La monotonía y ramplonería en el pensar son aplastantes.

Y ahora volvamos a Cochabamba, ya que esta remota ciudad boliviana me parece para el caso una ejemplificación de la América española.

Porque también los hispanoamericanos presumen de imaginativos, a mi parecer, sin gran fundamento. Son, en general, como nosotros los españoles, más palabreros que imaginativos.

Dice Arguedas que los cochabambinos aman la música de fácil comprensión, «de giros suaves, lacrimosos»; es decir, añado yo, la que exige menor esfuerzo imaginativo, menos colaboración activa del que oye. Luego habla de pueblos de «imaginación seca, meditativos y observadores». ¡Aquí está el punto! ¡Imaginación seca! ¡Seca! Siendo seca, muy seca, puede ser mucho más imaginación que la mojada, que la hojarascosa. Lo seco no se opone a lo imaginativo. Seca y ardiente es la imaginación robusta, y no húmeda y fría. La poesía seca, escueta, sobria, concentrada, exige mayor esfuerzo de imaginación que no la húmeda, ampulosa y exuberante... ¡Pueblos meditativos y observadores!... Meditar es cosa di imaginación y observar también. Los pueblos que no saber recogerse a meditar y expansionarse a observar, es por falta de imaginación, no por sobra de ella.

En Cochabamba más que en ningún otro pueblo se observe la intemperancia religiosa, nos dice el señor Arguedas, añadiendo: «Las masas, enteramente devotas, no consienten ni aceptan ninguna creencia fuera de la suya; adoran sus dogmas con enérgico apasionamiento y les parece que, consintiendo la exteriorización de otros, ofenderían gravemente su divinidad. Son fáciles a exaltarse enfrente de los disidentes y los indiferentes. Aun las elevadas clases sociales son intolerantes». ¿Y esto qué es sino pobreza imaginativa? ¿De dónde sino de falta de imaginación proviene la intolerancia? El intolerante lo es, no porque se imagine con gran vigor sus propias creencias, no porque se las imagine con tanto relieve que excluya las demás, sino por ser incapaz de ponerse en la situación de los otros y ver las cosas como ellos las verían. El poderoso dramaturgo siente con igual fuerza las situaciones más opuestas; el autor de un diálogo polémico ahora opina esto y luego lo contrario. Los más grandes imaginativos son los que han sabido ver el fondo de verdad que hay en las más opuestas ideas. Los dogmáticos lo son por pobreza imaginativa. La riqueza imaginativa le lleva al hombre a contradecirse a los ojos de los pobres en imaginación.

Luego el autor nos habla de los jóvenes cochabambinos, «cuya especialidad consiste en el aprendizaje casi inmemorial de las disposiciones de los códigos»; jóvenes que «hablan siempre con absoluta seguridad de lo que dicen», jóvenes «aficionados a evocar épocas remotas, citar nombres de héroes griegos o romanos y narrar con sus detalles los culminantes detalles de la Revolución Francesa». Y todo esto, ¿qué es sino pobreza imaginativa? Pobreza imaginativa es aprenderse códigos de memoria, y obra también de memoria, y no de imaginación, es evocar nombres y fechas gloriosas.

«Además, en Cochabamba -sigue diciéndonos Arguedas-, por su situación aislada, poco cambian las costumbres, y no se renuevan casi nunca». ¿Para qué les sirve entonces la imaginación? «Los hombres crecen y se desarrollan bajo una modalidad uniforme, y para ello es casi un crimen romper, de hecho, con lo tradicional...». Es decir, falta de imaginación. Y a falta de imaginación y no a otra cosa que a falta o pobreza de ella hay que atribuir el que el cochabambino «no conciba otro cielo mejor, otro clima más bondadoso, otros aires más puros que el cielo, el clima y los aires de Cochabamba». No es, en rigor, que no lo conciba; es que no se lo imagina. Y no se lo imagina por falta de imaginación, que no por sobra de ella. Los pueblos que se creen los mejores suelen ser pueblos imaginativos.

«Cochabamba es pueblo esencialmente mediterráneo: procede de la raza quechua, raza soñadora, tímida, profundamente moral, poco o nada emprendedora...». ¿Soñadora? ¿Qué quiere decir eso de soñadora? ¿La raza quechua es que soñaba o que dormía? Y además, hay muchas maneras de soñar, y hay pueblos, pueblos imaginativos que se pasan la vida soñando, pero siempre el mismo sueño y de la misma manera. Para el imaginativo la vida es sueño y es para él la vida sueño porque el sueño es vida, porque sus sueños tienen realidad de cosas vivientes. El imaginativo sueña, reproduce, reconstruye, hace propio lo mismo que ve y es emprendedor. Un hombre de negocios emprendedor sueña los negocios, y en cambio no puede decirse que sueña el que se tiende sobre la hamaca a fumar pensando en los ojos de su novia. No hay nada más pobre, desde el punto de vista de la imaginación, que la poesía erótica.

Nos dice luego el autor, hablándonos, no ya de Cochabamba, sino de Chuquisaca, que «un joven chuquisaqueño sabe cuándo está bien hecha la raya de su pantalón, y para él es cosa grave y trascendental el saber partir en dos, matemáticamente, su cabellera». Y esto no es tampoco más que falta de imaginación.

Al final del capítulo dice el autor: «Todo lo de aspecto pomposo, sinuoso, festoneado, enguirnaldado, bonito, fácil de comprender, nos seduce y entusiasma. En arquitectura, lo rococó; en música, la melodía sentimental; en pintura, los paisajes o escenas de caza o guerra, si no el desnudo; en escultura, de igual modo, el desnudo, pero no el clásico, sereno y púdico. La simplicidad de rasgos o de líneas jamás nos dice nada. En medio de esta civilización europea, permanecemos impasibles por falta de comprensión, y sólo sentimos entusiasmo por esas brillantes exterioridades que se ofrecen a la sensualidad y son comprensibles sólo en su grosera apariencia, y aun esto por poco tiempo, pues despierta en nosotros el espíritu tartarinesco, y... ¡adiós entusiasmo!, ¡adiós admiración!, permanecemos irreductibles, firmemente convencidos de que por acá podrá haber todo menos un "cielo" como aquél, un "aire" tan puro, ni "bosques" tan frondosos, ni "aves" tan pintadas, ni "ríos" tan caudalosos, ni "montañas" tan elevadas».

Acabé de leer esto, y me dije: ¿Pero es que esto se escribe sólo en Bolivia? Y luego me fijé en aquello de que buscan lo «fácil de comprender» y más adelante en lo de permanecer impasibles por «falta de comprensión». Yo pondría lo «fácil de imaginar» y «falta de imaginación». Es falta de imaginación, en efecto, lo que hace que uno permanezca impasible ante los exquisitos tesoros artísticos en que ha cuajado la historia y delante de un templo romántico no piense sino en la incomodidad del empedrado.

En el capítulo V, y bajo el título de «Una de las enfermedades nacionales» -¿de Bolivia sólo?-, trata el autor de la megalomanía e inserta fragmentos de un folleto titulado La Palabra, que en 1906 publicó un candidato a diputado por la ciudad de La Paz. «Hombre torrente» le llama el autor, y este hombre torrente, palabrero y altisonante revela la mayor pobreza imaginativa. Todo eso de que la voz del pueblo es como el rugido de los leones en el desierto, y que si se encoleriza brama en grandes oleajes que se levantan rugiendo espirales tremendas y caen mugiendo en las rocas de los mares; todo lo de la caverna de Eolo, donde se oye «el rugir vertiginoso de los grandes huracanes», todo eso se ha dicho miles de veces, todo eso es una mera repetición de los decrépitos lugares comunes que vienen hace siglos rodando de pluma en pluma y de boca en boca; todo eso arguye pobreza imaginativa. La poderosa imaginación es sobria, ceñida, precisa.

«La oratoria es preocupación general -añade Arguedas-; se ha visto que la palabra eleva y da prestigio; hoy son oradores todos. Faltan ideas, pero desborda el verbo». Y si faltan ideas y desborda el verbo, es porque falta imaginación, de donde las ideas brotan y sobra memoria, donde las palabras se almacenan.

En otro pasaje dice el señor Arguedas de sus paisanos que son ágiles de cerebro. Y yo pregunto: ¿Ágiles de cerebro o ágiles de lengua? Porque la agilidad de cerebro no se compadece en el apego a la rutina que, según el mismo autor, les caracteriza.

No; en esto de la imaginación reinan grandes confusiones. Se toma por imaginación lo que no es sino facundia y una perniciosa facilidad de hablar o de escribir. La afluencia de palabra no supone imaginación. Ahí en esa América española, como aquí, en muchas regiones de esta nuestra España, apenas hay cierta edad joven que no haya perpetrado algunas rimas a su novia, a su madre o a unos supuestos primeros desengaños; pero eso no arguye imaginación, eso no arguye más que una funestísima facilidad para rimar palabras con todos los lugares comunes de la entre nosotros llamada poesía. No creo que haya una tal facilidad entre los jóvenes ingleses, y, sin embargo, es dudoso que haya una poesía lírica más verdaderamente imaginativa que la poesía lírica inglesa, que la poesía lírica de ese pueblo al que muchos de nuestros papanatas tienen por poco imaginativo. Para descubrir las leyes de Newton, para inventar la máquina de vapor o el telar mecánico hace falta enormemente más imaginación -imaginación, así como suena, imaginación y no sólo ciencia ni paciencia- que para escribir las oquedades fonográficas del folleto La Palabra. Si no tenemos ni filosofía ni ciencia propias, es por no tener imaginación suficiente para hacerlas, y por esta insuficiencia imaginativa es tan hueca, tan vacíamente sonora, tan vulgar, tan monótona, nuestra literatura de lugares comunes.

No es sólo en Cochabamba, en casi toda la América española, en casi toda España se dice que tiene mucha imaginación un caballero que se sabe todos los más retumbantes y los más floridos -con flor de trapo- lugares comunes retóricos y los zurce con gran facilidad en un momento dado. Pero cuando surge algo verdadera y hondamente imaginativo, algo que nos obliga a detenernos para imaginarlo, casi todos estamos prontos a denigrarlo como extravagancia o paradoja.

No; ni el verboso y rimbombante es imaginativo, ni el vivo, el listo, es inteligente. Hay que temer a los hombres de comprensión rápida; los que parecen comprender algo pronto, lo comprenden casi siempre mal. Entre nosotros, y creo que ahí más aún, sustituye a la sana comprensión, a la que es fecunda en simpatía humana, una cierta malicia. Somos pueblos maliciosos, recelosos, propensos a la burla, siempre con miedo de que se nos tome de primos, siempre temiendo una emboscada o un engaño. Nuestra preocupación ante un desconocido es buscarle el flaco. Y luego el empeño de no admirarnos. El admirarse es cosa de patanes.

¿Que viene acá X, una celebridad allá en su tierra? Vamos a oírle; es decir, vamos a verle. Lo mismo da que sea un gran químico que un gran filósofo, que un literato, que un tenor, que una bailarina, que un trapecista; lo que importa es poder decir que se ha visto al oso blanco. Y ver si es rubio o moreno y si viste mejor o peor, y cómo lleva la corbata, y qué tal acciona, y qué tal voz tiene. ¿Lo que dice?, y eso, ¿a quién le importa? A lo sumo, como lo diga. Pero sobre todo y ante todo, poder decir que le hemos tenido aquí, contratado, al famoso «divo», sea de la ciencia, sea del arte, sea de la religión. Y luego, en el fondo, no hay que admirarse. Eso de admirarse es cosa de pobres provincianos. El que tiene que admirarse es él, el «divo», de que le hayamos traído y le hayamos escuchado y le hayamos aplaudido. Y que no se crea que nos sorprende. No, no hay que dejarse sorprender; el dejarse sorprender es cosa de ingenuos, y la ingenuidad...

A nada hay más miedo entre nosotros, que a pecar de ingenuo. Desde niños nos educan a ser maliciosos, a ser suspicaces. Y pasa por más vivo, por más listo, el más suspicaz y más malicioso. Se admira un artículo felino, reticente, en que el autor procuró reventar a alguien con las más corteses formas. Esa indecente y repugnante costumbre de lo que aquí llamamos tomar el pelo, del choteo, del macaneo o como queráis llamarlo -todo lo indecoroso tiene muchos nombres-, esa costumbre es un estigma.

Un muchacho que había pasado tres años en un colegio inglés venía maravillado de la ingenuidad, de la simplicidad de los muchachos ingleses. «Son de lo más infantiles -me decía-; cada uno de nosotros, a los doce años, les damos cien vueltas: no sospechan que se les esté tomando el pelo; lo creen todo, les falta malicia». Y al oír a este joven español estas cosas, pensé en esa poderosa e íntima lírica inglesa, tal vez el más rico tesoro de imaginación de los tiempos modernos.

Hay que desacreditar esa imaginación que, según el señor Arguedas, distingue a los cochabambinos, y hay que repetir una y mil veces que eso no es imaginación; hay que desacreditar esa viveza de nuestros vivos y de vuestros vivos; esa viveza hija de malicia y que florece en burlas y en tomaduras de pelo. La verdadera imaginación es seria y grave; la más honda inteligencia desconoce las burlas hábiles y las habilidades felinas. Esa torpe viveza, hija del recelo y de la envidia, es productora de mala fe, de donde fluyen las perfidias. Y no quiero aquí recordar las terribles palabras de Bolívar, que el señor Arguedas estampa al principio del capítulo IX de su obra.

Ahora quiero hablaros de otro vicio de que el autor del libro Pueblo enfermo nos habla varias veces, de otro vicio que no deja de tener íntimas afinidades con esa viveza maliciosa, de un vicio de que habló terriblemente, en Chile, Lastarria; de un vicio que carcome a los pueblos habladores e imaginativos. Me refiero a la envidia, a la terrible envidia, compañera inseparable de la vanidad.




ArribaAbajoDe cepa criolla

Cuando me disponía a ordenar las notas que sobre la religión y la religiosidad griegas fui tomando mientras leía la tan sugestiva Grecia de Gómez Carrillo, hete aquí que viene a dar en mis manos el libro de Martiniano Leguizamón que lleva por título el mismo que esta correspondencia: De cepa criolla.

Hace años que conozco a Leguizamón como escritor, y cuando publicaba en La Lectura, de Madrid, notas bibliográfico-críticas sobre libros hispanoamericanos, publiqué alguna sobre algunos de sus libros.

Una circunstancia especialísima hizo que me fijase en él, y fue su apellido. Este apellido Leguizamón, que creo recordar es también de un gaucho famoso que figura o en la historia de Juan Moreira o en otra análoga -pues escribo esto sin tener los libros delante-, es uno de los apellidos más genuinos de mi tierra vasca. Los Leguizamón figuran entre los más célebres banderizos que ensangrentaron con sus luchas fratricidas a Vizcaya, allá en las postrimerías de la Edad Media, y aun hoy quedan restos de la antigua casa-torre de los Leguizamón a orillas del río Nervión o Ibaizábal, el que atraviesa Bilbao, y no lejos de esta mi villa nativa. Y es, por cierto, el rincón solariego de los Leguizamón uno de los más apacibles y más recogidos rincones de que en los alrededores de Bilbao puede gozarse.

Este atractivo de su nombre me ha hecho leer los libros de Martiniano Leguizamón, y la lectura de ellos me ha movido a leer este nuevo. Y además, lo mucho que me interesa eso que llaman criollismo.

En las breves y algo dispersas notas que van a seguir, he de recalcar forzosamente sobre conceptos que antes de ahora he expuesto en estas mismas columnas; pero soy de los que creen que la repetición es lo único eficaz en la vida, ya que la vida misma no es sino repetición.

Si bien se mira, se observará que los escritores y pensadores que más profunda traza han dejado sobre el espíritu humano han sido, por lo general, hombres de muy pocas, pero muy hondas y arraigadas ideas, y que sus obras giran en derredor de unos cuantos, muy pocos, conceptos fundamentales, aunque conceptos muy comprensivos. Y por algo enseñaba santo Tomás que, según se asciende en la escala de las inteligencias, se comprende el universo con menos ideas, hasta llegar a Dios, que lo ve en una sola: la de sí mismo.

Me he propuesto, pues, siempre reducir mis concepciones a unas pocas ideas, y de aquí el que tienda a una cierta monotonía y repetición de conceptos.

Y dejando todo esto, voy a ir pasando en revista algunas de las afirmaciones de Leguizamón, en su libro De cepa criolla.

Hablando del lenguaje de Hidalgo, nos dice Leguizamón (pág. 12) que aunque el tal lenguaje no nuevo ni original, por derivar del antiguo romance castellano, no puede negarse que el asunto regional ya le da una fisonomía distinta y que la adopción de modismos del país -en que el guaraní, el quichua y el araucano contribuyeron con gran aporte de voces nuevas- ha concluido por marcar diferencias entre el lenguaje popular en la madre patria y el del criollo rioplatense. Y en la página siguiente añade que, «como eran diametralmente diversas las tendencias del criollo y del peninsular, no podía ser idéntico su lenguaje».

¿Diametralmente diversas? ¿Pero es que acaso Leguizamón conoce bien al campesino peninsular? ¿Es que ha estado alguna vez en España -y no sólo en Madrid- y ha estudiado al pueblo de que procede el pueblo criollo? Pues yo le digo que quien quiera encontrar en la literatura criolla algo profundo y netamente español, debe ir a buscarlo, como yo lo he hecho, en Hidalgo mismo, en Ascasubi, en Estanislao del Campo, en José Hernández. Todo ello es profunda e intensamente español, incluso el lenguaje. Como dije en un estudio que hace ya años dediqué al Martín Fierro, parece que, al encontrarse los españoles ahí en condiciones sociales y de luchas análogas a las que aquí produjeron nuestros viejos romances, el alma del romancero resucitó.

Cierto es que el mismo Leguizamón llama poco antes a la guitarra «guitarra nacional», y llamarle en la Argentina nacional a la guitarra es un desahogo del mismo género que llamarle idioma nacional al idioma castellano o español que en ella se habla.

Sí, nacionales son una y otro, ambos argentinos, pero es porque ambos son españoles. Me figuro que en los Estados Unidos llamarán lengua inglesa a la lengua que allí se habla.

Y cuanto más se estudia el habla criolla, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quichua o araucano, son genuinamente españoles. Y son voces y giros que no están anticuados en España en el habla popular de los campos, diga lo que quiera el Diccionario de la Academia, al cual nadie le hace aquí más caso que en América pueda hacérsele. No, «ramada», v. g., en el sentido en que Leguizamón nos la presenta, no es voz anticuada en España. La he oído yo.

Recuerdo que hablando un día en mi cátedra de gramática histórica de la lengua española -oficialmente se le denomina de «filología comparada de latín y castellano- de la voz "brincar", indiqué cómo en portugués significa "jugar o juguetear con algo" y se llama "brinco" a un juguete, siendo su acepción primitiva la de pendiente de la oreja o arracada, derivándose del latín vinculu, que con pérdida de la vocal postónica interna dio vinclo, con el tan frecuente cambio de 1 en r vincro, y con la no menos frecuente metátesis de la r, "brinco"». Y añadí: «si la palabra latina vinculu, lazo, atadero, y su plural neutro vincula hubieran pasado al castellano, habrían tomado la forma vincho, vincha, como cingulu dio cincho, trunculu troncho, mancula (y no macula) mancha, conchula concha, etc.». Y agregué: «y no podemos decir que la tal palabra, con algún sentido derivado del sentido del vinculu latino, no subsista en alguna parte». Y poco después la leía en el hermosísimo libro de Ricardo Rojas En el país de la selva, y cuando aquí estuvo Rojas hablé con él del caso.

Y por cierto, ya que he citado a Rojas, he de decir que este intensísimo escritor, con Lugones, con Larreta -el autor de La gloria de don Ramiro, admirabilísima pintura de la España de Felipe II, y de la que os hablaré- y con otros, al marcar una tendencia hacia el casticismo castellano, no sólo no renuncian a lo castizo criollo, sino que lo realzan y ahondan. Es que las raíces de uno y otro son comunes y no hay nada de eso de lo «diametralmente» diverso. Si Leguizamón viajara por pueblos y lugares de España, y sobre todo de Andalucía y Extremadura, se convencería de ello.

«¿Charamuscas?... palabra insurgente, barbarismo criollo, exclamará con desdén el lector español», nos dice Leguizamón. No amigo, no; el lector español no exclamará semejante cosa, y menos con desdén. Y además, el lector español lo que no dirá es lo de «insurgente», porque esta palabra, que por lo demás está muy bien y es muy correcta, no la usa el pueblo español ni creo que la use el pueblo argentino y sí sólo los escritores. Y es en esto, en los neologismos que inventan los escritores, no en los del pueblo, en lo que se distinguen un poco, muy poco y nada diametralmente, el español que se escribe en España y el que se escribe en la Argentina. Es la lengua de la política, de la banca, del deporte, la lengua de las clases acomodadas, la que se distingue un poco más.

Esa voz charamusca tiene una fisonomía muy netamente castellana y no me extrañaría que se conservase aún por acá -aunque yo no la he oído- y parece haber nacido de una acción de influencia analógica entre las voces «chamarasca» y «chamuscar», lo mismo que aquí, en Salamanca, la voz «uña» ha influido en «arañar», convirtiéndola en «aruñar». Y respecto a la metátesis de «chamarasca» no hay sino recordar entre otros casos, que «chiribitil», pasando por «chibiritil» deriva en «chibitiril», que es diminutivo de «chibitero», que es como llaman los campesinos, por lo menos los de esta tierra al cobertizo en que se guardan los chivos.

«Ella -es decir, la Real Academia- sigue encastillada en sus vetustas interpretaciones, sorda a toda voz que venga de más allá de las fronteras peninsulares; mientras nosotros, desde que nos "independizamos" -dando vida a este verbo insurgente, como dice con no poca gracia Ricardo Palma- no nos cuidamos mucho en averiguar si tal o cual locución, está en el diccionario, bastándonos saber que es de uso corriente y que responde a una necesidad idiomática, para emplearla». Así escribe Leguizamón.

Aquí hay dos cosas. La primera es la de que la Real Academia Española se haya resistido a incluir en su diccionario voces americanas, y esto es inexacto. Más oído ha prestado a voces venidas de más allá de las fronteras peninsulares que no a voces regionales y locales de España misma; más vocablos de uso americano acogió en su última edición, que no provincialismos españoles. Y así sucede que algunas de esas voces o algunas de esas acepciones, que como americanas registra, son voces y acepciones corrientes en alguna región de España, aunque la Academia lo ignore.

Lo segundo es eso de que los americanos de lengua española no se cuiden mucho en averiguar si tal o cual locución está en el diccionario. En esto no están solos: nos sucede lo mismo a nosotros. Tampoco los españoles -fuera de algunos mentecatos, cada vez menos, por fortuna-, cuando hablamos o escribimos, nos cuidamos de averiguar si la Academia ha sancionado o no las voces de que nos servimos.

Eso de la Academia es para muchos un coco, algo así como la inquisición o el jesuitismo o la intolerancia. Y el caso es que, hoy por hoy, España es uno de los países menos inquisitoriales y menos académicos de Europa; desde luego, mucho, muchísimo menos que Francia.

Acaban de pasar por esta ciudad de Salamanca cuatro distinguidos profesores de la Universidad de Burdeos, y entre ellos su rector, M. Thamin. Y una de las cosas de que más se ha sorprendido es de la grande, de la grandísima, de la casi ilimitada libertad de que goza el catedrático español en su cátedra. En la vecina república se cuidará muy mucho un profesor oficial de combatir en su cátedra las instituciones fundamentales del Estado o de explicar la historia de Francia con tendencias legitimistas, y cosas análogas se hacen aquí sin peligro alguno. Al rector de la Universidad de Burdeos le sorprendió ver fijado en la esquina de una calle un cartel convocando a una reunión para el día de hoy -11 de febrero- para conmemorar el aniversario de la proclamación de la república española en 1873. «Pero es que no hay monarquía en España?», preguntaba, añadiendo: «¿Y cómo consiente esto el Gobierno?». Y hube de explicar cómo en España lo más liberal que hay son los Gobiernos, incluso los conservadores -y acaso éstos no menos que los otros-, es el Estado. Si alguna intolerancia hay -y es mucha menos de lo que se dice- será en las costumbres: en la aplicación de las leyes reina el espíritu de más amplia libertad.

Y en cuanto al academicismo, dudo que haya país menos académico. Y la reacción contra la ampulosidad lírica quintanesca, de que también nos habla Leguizamón, no fue en España menor que en América. Cuando el quintanismo dominaba en España, dominaba también, y no con menos fuerza, en la América española, y es difícil encontrar aquí un poeta más quintanista que Olmedo, pongo por caso de poeta hispanoamericano.

Los movimientos literarios han sido sincrónicos en España, y en la América española. Cuando aquí se quintanizaba, se quintanizaba allí; cuando Larra hacía aquí furor, Alberdi le imitaba en la Argentina: Núñez de Arce reinó algún tiempo en uno y otro hemisferio. Y más recientemente, la influencia de Rubén Darío no ha sido aquí menos que allende el Océano. El mismo afrancesamiento de las letras americanas -mucho menor y mucho más superficial de lo que se cree comúnmente- ha sido un afrancesamiento mediato, a través de traducciones y de imitaciones españolas.

Y ahora, para concluir «por ahora» con esto, he de permitirme dirigir, más que un consejo, una indicación al autor de De cepa criolla. Y es que, cuando quiera hacer comparaciones entre las cosas de su tierra y las cosas de España, buscando diametrales divergencias entre ellas, ni haga gran caso de lo que lea en los más de los escritores españoles que se dirigen a los lectores americanos - el lector dirá: ¡pues tú eres uno de ellos!- ni de lo que oiga a los emigrantes. Que no haga gran caso de lo que lea en los corresponsales españoles de diarios americanos, porque los españoles tenemos, con raras excepciones, la manía de calumniarnos y de creer que son peculiares nuestros males y de exagerarlos. Y que no haga gran caso de lo que oiga a los emigrantes, porque éstos no proceden, por lo común, y esto no es denigrarlos, de las clases más cultas. El emigrante, sea donde fuere, no es el que mejor representa a su patria.

Es más que probable que si alguna vez se encuentra un criollo con un español, le critique un vocablo o un giro genuino y castizamente español. Corren en boca del pueblo argentino muchedumbre de vocablos y de giros de origen andaluz o extremeño que no habrá oído en su vida un vasco, un asturiano, un montañés, un gallego o un catalán. Precisamente hasta hace poco la emigración a la América partía, sobre todo, de las regiones españolas en que no tiene tradición el lenguaje castellano, de las regiones en que aun se conserva el vascuence, el bable, el pasiego, el gallego u otra habla no genuinamente castellana. Y esta emigración se encontraba con un pueblo cuya más primitiva y más genuina cepa popular era, sobre todo, de origen andaluz y extremeño, como procedente de aquellos tiempos en que era de Sevilla de donde partían los más de los aventureros que se embarcaban para las Indias Occidentales. Y esta primitiva cepa criolla, la cepa andaluza y extremeña, no ha sido borrada en mucho tiempo por los sucesivos aluviones de gentes del litoral cantábrico.

Créame Leguizamón: cuanto más leo a los escritores americanos que critican el criollismo, más me convenzo de que en ese criollismo entra lo español andaluz, extremeño y castellano casi por todo, casi por nada lo guaraní, quichua o araucano. Aunque tampoco me extrañaría que hubiese secretas e íntimas afinidades entre andaluces, extremeños y castellanos de un lado y de otro lado guaraníes, quichuas y araucanos. Muy representativos me parecen aquel Almagro hijo, el mestizo, que tanto papel jugó en las primitivas guerras civiles del Perú, y aquel historiador Garcilaso de la Vega, mestizo también como él y que narró sus hazañas. Uno y otro tan españoles como indios.




ArribaAbajoEducación por la historia

Tengo aquí, a la vista, el último libro de Ricardo Rojas, La restauración nacionalista. Informe sobre Educación; siento necesidad íntima de hablar sobre él, o mejor dicho, de hablar sobre los problemas que suscita y sobre la manera de suscitarlos, y no sé, ciertamente, por dónde empezar. ¡Son tantas las cosas que este libro contiene y de tanto alcance todas ellas! Veamos, sin embargo.

El presidente de la República Argentina comisionó a Rojas para que estudiase el régimen de los estudios de historia en Europa, y de esta comisión ha salido el libro.

Debo empezar por declarar que mi gusto por la historia es muy tardío; me ha ido entrando con los años. Siendo yo mozo tenía una decidida afición por los estudios filosóficos y por la literatura, pero la historia me hastiaba. Y me hastiaba sin haberla realmente probado. Abrigaba en contra de ella todas las prevenciones que han abrigado otros muchos, entre ellos Schopenhauer. Creía con éste que la historia nos enseña a conocer más bien a los hombres que no al hombre; nos da noticias empíricas respecto a la conducta de los unos para con los otros, más bien que una visión de su esencia, y que quien ha leído a Heródoto no tiene mucho que aprender de la historia. La historia nos muestra más bien sucesos que no hechos: tal era mi noción.

Leía, sin embargo, a los historiadores artistas, y sobre todo a los que nos presentan retratos de personajes. Me han interesado siempre las almas humanas individuales mucho más que las instituciones sociales. Un historiador como Oliveira Martins, verbigracia, gran pintor de almas, o como Carlyle -a quien he traducido- me encantan.

Empecé después a comprender que la historia nos da materiales para eso que se llama la sociología, pero a esta tan decantada y asendereada sociología le tengo una fuerte manía. Apenas hay para mí cosa más insoportable que los libros llamados de sociología, conjunto de perogrulladas y vaciedades, mezcladas con síntesis fantásticas por lo general. Me figuro que dentro de medio siglo caerá sobre esta llamante sociología un descrédito tan grande como el que hoy pesa sobre la filosofía de la historia desde hace medio siglo.

Se me hacían y siguen todavía haciéndoseme insoportables esos eruditos de historia a que Rojas se refiere en la nota de la página 20 de su obra, eruditos que se limitan a publicar textos, ateniéndose a la letra y fingiendo desdeñar la imaginación, ya que no les ha sido concedida. Esta pedantería vino, como otras muchas pedanterías, de Alemania.

Pero según he ido entrando en años, y eso que no soy viejo, he ido poco a poco aficionándome a la historia, y ahora los libros históricos forman una buena parte de los que leo. Son los que mejor me hacen matar el tiempo. Si son buenos, quiero decir, artísticos, los prefiero con mucho a las novelas. Las obras históricas de Taine, de Michelet, de Saint-Beuve (su Port-Royal), de De Barante, de Gaston Boissier, para no atenerme ahora más que a los franceses, me resultan mucho más entretenidas que cualquier novelista de los suyos, y no digo de Zola, porque las novelas de éste tienen mucho más de historia mala que de novela buena.

Y he comprendido, por fin, cuán profunda verdad encierra la sentencia, expresada también por Rojas, de que la historia es educativa, no instructiva. «Decir que no pueden extraerse de ella principios permanentes de conducta -escribe Rojas- es sólo decir que la historia no es la moral».

Y como Rojas parece que se preocupa, con excelente acuerdo, de la educación cívica más bien que de la instrucción técnica de su pueblo, de ahí que exalte la importancia de la enseñanza adecuada de la historia.

Mi joven amigo, ese tan hondo y tan noble y tan penetrante patriota argentino, me parece que ve en esto muy claro. Conozco hombres nada escasos de instrucción técnica -que es la que da dinero- en el ramo a que profesionalmente se dedican, y aun en otros, y los conozco también que no carecen de una cierta ilustración general, principalmente literaria, y de las novedades en moda, que les permite hacer regular papel en sociedad, pero faltos unos y otros de sólida educación humana, de íntima religiosidad de la vida, de elevadoras preocupaciones. Son gentes, como Rojas dice de las nuevas generaciones argentinas, de un innoble materialismo que les lleva a confundir el progreso con la civilización. Yo diría más bien con la cultura. Y sin esa nueva idea -como dice muy bien mi noble amigo, vuestro gran patriota- «no conseguiremos ni fundar una patria ni servir con nuevos dones a la humanidad».

¿Cómo no he de aplaudir estas predicaciones idealistas de Rojas yo, que apenas hago aquí otra cosa que predicar idealismos?

¿Y cómo no he de aplaudir su nacionalismo yo, que, como él, he hecho cien veces notar todo lo que de egoísta hay en el humanitarismo? He de repetir una vez más lo que ya he escrito varias veces, y es que cuanto más de su tiempo y de su país es uno, más es de los tiempos y de los países todos, y que el llamado cosmopolitismo es lo que más se opone a la verdadera universalidad.

El tan decantado cosmopolitismo bonaerense creo sea el mayor obstáculo para la universalización de la patria argentina, para que ésta llegue a cumplir una misión en la historia humana. No me parece que se deban tomar muy a la letra las palabras de Sarmiento en su discurso de la bandera.

Los verdaderos y buenos patriotas se entienden mejor a través de sus respectivas patrias que no los antipatriotas, los humanitaristas de una humanidad abstracta y utópica. Así Rojas y yo, él radicalmente argentino y radicalmente español yo, nos entendemos muy bien.

He aquí unas palabras de él, de Rojas, que hago mías: «El cosmopolitismo en los hombres y las ideas, la disociación de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla -cuanto define la época actual- comprueban la necesidad de una reacción poderosa en favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles».

¡Bien, amigo Rojas, bien, muy bien! Y si la ironía canalla se ceba en usted, como alguna vez se ha cebado en mí, y en una u otra forma le llaman macaneador, lírico o cristo, mejor para usted. No haga caso a la envilecida malicia metropolitana. Aspiremos a que se nos ponga bajo el «divino nombre de Quijote». Bien, muy bien, amigo Rojas, y firme y duro en la pelea, que siempre se gana.

No pocos de esos males que Rojas señala en las páginas 88 y 89 de su obra, los padecemos también por acá, donde no hace menos falta que ahí una restauración nacionalista. Los destrozos de toda clase de anarquismo -y el peor es el de los poderosos y bien acomodados, que rechazan el nombre, pero abrigan la cosa- han sido y siguen siendo aquí enormes. Aquí, como ahí, una literatura plebeya y una filosofía egoísta, que disimulaba bajo manto de filantropía su regresión hacia los instintos más oscuros, ha causado algún daño, en estos últimos tiempos, a la idea de patriotismo; aquí como ahí, el innoble veneno, profusamente difundido en libros baratos por ávidos editores, ha contaminado a las turbas ignaras y a la «adolescencia impresionable». Tiene mucha razón Rojas al decir que «ha sido una de las aberraciones democráticas de nuestro tiempo y de nuestro país que la obra de alta y peligrosa filosofía circulase en volúmenes económicos, más asequible que el libro nacional o que los Manuales de escuela».

¡Cuánto no vengo yo predicando contra esas malas bibliotecas baratas, de obras mutiladas y pésimamente traducidas, que aquí explotó sobre todo un ávido editor no español y creo que de ninguna otra patria tampoco! Pobres obreros, que ignoran los rudimentos de las ciencias, que desconocen el teorema de Pitágoras y la ley de la caída de los graves, que no distinguen los pistilos de los estambres, ni el páncreas del bazo, y se meten a leer libros, no de ciencia, sino de seudofilosofía seudocientífica, en que se nos afirma muy seriamente que ya no hay en el universo enigmas, ni misterios, ni alma, ni patria, ni Dios.

Sí, tiene razón Rojas: «se hace necesario proclamar de nuevo la afirmación de los viejos ideales románticos» y decir que «en las condiciones actuales de la vida esa fórmula, contraria a la patria, implica sustituir el grupo humano concreto por una humanidad en abstracto, que no se sabría cómo servir». Y véase lo que son las cosas: el más conspicuo y saliente de los ácratas o anarquistas españoles no hace todavía muchos años, anda haciendo ahora de... ¡catalanista! Después de haber combatido las patrias todas en nombre de la humanidad, se entretiene ahora en trazar ridículos y desatinados paralelos entre los castellanos y los catalanes. Y he conocido otros anarquistas así, llenos de prejuicios localistas y de campanario.

Hay en la pintura que Rojas traza del estado actual de su patria una observación en que me he detenido, porque responde a una de mis más arraigadas preocupaciones, y es donde dice que falta a los argentinos aquella aptitud metafísica que salvó del desastre a los alemanes.

Sin entrar a tratar ahora si fue o no la aptitud metafísica lo que a los alemanes salvara, aunque conforme en el fondo de ello con Rojas, sí he de hacer notar que siempre me ha llamado la atención el desvío, disgusto o poca aptitud, no ya sólo de los argentinos, sino de los hispanoamericanos todos para con los estudios metafísicos y genuinamente filosóficos. La filosofía que por ahí priva suele ser una filosofía dilettantesca, con más de literatura que de filosofía, o uña cierta seudofilosofía cientificista y no científica. Se conoce mejor a Spencer que a Stuart Mill, y se lee más a Nietzsche que a Kant o a Hegel. Y así sucede que un hombre como el doctor Carlos Vaz Ferreyra, el profesor de filosofía de Montevideo, uno de los hombres de pensamiento filosófico más penetrante, hondo y robusto que yo conozco, apenas tenga el prestigio y el predicamente que merece, mientras privan otras lucubraciones más agradables tal vez, más amenas o más brillantes, pero en exceso literarias y vagas.

Y me he preguntado muchas veces si esa falta de aptitud metafísica de que nos habla Rojas no tendrá una cierta relación con el escaso interés que me parece despiertan ahí los eternos problemas religiosos, el de la finalidad última del universo, el de la persistencia de la conciencia, el de la inmortalidad del alma, el de la comprensión de Dios.

Por mi parte, no acierto a explicarme un sólido patriotismo sin una cierta base religiosa. Claro está que no quiero decir precisamente base dogmática de una Iglesia determinada, sino que no me explico una patria que sea tal, un pueblo que tenga un cierto vislumbre de su misión y papel en el mundo no siendo que su conciencia colectiva responda, aunque sea por manera oscura, a los grandes y eternos problemas humanos de nuestra finalidad última y nuestro destino. Lo que da más fuerza al ardiente y místico patriotismo de un Mazzini, pongo por caso, es su fuerte base religiosa. El problema religioso fue el que más le preocupó siempre.

No digo yo que este problema no preocupe ahí a nadie. Precisamente estos días he estado repasando las obras de Francisco Bilbao, el chileno, el entusiasta de Lammenais y de Edgardo Quinet, y en él se ve bien clara la preocupación religiosa. Ni creo tampoco que sea tan aislado el caso del sacerdote peruano Vigil. Pero se me antoja que todo esto es por ahí mucho más caro que en estos pueblos europeos. Así como se me antoja también que alcanza ahí mucha más extensión que aquí lo de confundir el progreso con la civilización -según la fórmula de Rojas- y un cierto supuesto positivismo práctico a base de cientificismo barato y de última edición popular, que cree pisar en firme terreno de realidades concretas. Un estudio del pensamiento del gran Sarmiento nos ilustraría mucho a este respecto.

Y he aquí otra razón por que me parece laudable y fecunda la labor por Rojas emprendida. El patriotismo de éste tiene una cierta exaltación, aunque serena y contenida, y a las veces frisa con una especie de religión de la patria. Descansa en cimiento de fe. Se ve en él un constante anhelo de dar a conciencia la americanidad -permitidme esta palabra, que no equivale a americanismo, voz que lleva esa fea coleta del ismo-, un esfuerzo por hacerla consciente.

Toda su labor conspira a eso, a fundar la verdadera y durable independencia de su pueblo, la independencia espiritual. Independencia relativa, claro está, ya que, en rigor, no hay nadie independiente. Todos vivimos dependiendo los unos de los otros; he aquí un incontrovertible lugar común. Pero llamamos independiente a aquel que se apropia y asimila lo que los otros le dan, que lo toma como alimento, que en propia sustancia y a imagen y semejanza de ella lo elabora. Y es un pueblo espiritualmente independiente el que crece orgánicamente, por asimilación de materia, y no mecánicamente por yuxtaposición de ella.

Con las ideas ocurre como con los hombres, y es que, así como un país puede crecer por inmigración de gentes, poco orgánicamente, por aporte de elementos extraños que no se asimila del todo, así un espíritu con las ideas. Y así también un espíritu colectivo. El que la Argentina, pongo por caso, no acabe de asimilarse todas estas «colonias» que acuden a explotarla, no me parece que es mal mayor que el mal de que el espíritu colectivo de su clase ilustrada no acabe tampoco de asimilarse las colonias de ideas -algunas de desecho- que acuden ahí. Me parece que dice muy bien Rojas al decir: «Vivimos a la espera del barco de ultramar que antes venía cada tres meses con noticias de Cádiz, y que ahora llega cada día con noticias de Francia o de Inglaterra».

Y Rojas ha tomado el problema por donde debe tomársele: por la enseñanza pública. Quiere que las escuelas sean nacionales, propias, y que en ellas se fragüe la «argentinidad» espiritual. Mas como esta voz es de mi cosecha, y aun me queda no poco que decir, lo dejaré para otro artículo.




ArribaAbajoSobre la argentinidad

En mi correspondencia anterior, primera de las que dedico al libro de Ricardo Rojas La restauración nacionalista, libro henchido de sugestiones, usé de dos palabras que ignoro si han sido o no usadas ya, pero que ciertamente no corren mucho. Son las palabras americanidad y argentinidad. Ya otras veces he usado la de españolidad y la de hispanidad. Y los italianos emplean bastante la voz «italianitá».

Fue leyendo al gran historiador y psicólogo portugués Oliveira Martins como me hirió la imaginación la voz «hombridade», que aplica a los castellanos. Tenemos, es cierto, la voz hombría en el giro «hombría de bien», pero hombridad me pareció un hallazgo. No es lo mismo que humanidad, voz que, siendo de origen erudito, se halla estropeada por aplicaciones pedantescas y sectarias. Y no es tampoco uno de esos terribles terminachos que huelen a secta y a doctrina abstracta. Hombridad es la cualidad de ser hombre, de ser hombre entero y verdadero, de ser todo un hombre. Decir, pues, de uno que tiene hombridad, equivale a decir de él que es todo un hombre. ¡Y son tan pocos los hombres de quienes pueda decirse que sean todo un hombre!

Al hablar, pues, de americanidad o de argentinidad, quiero hablar de aquellas cualidades espirituales, de aquella fisonomía moral -mental, ética, estética y religiosa- que hace al americano americano y al argentino argentino. Y si no me engaño, a eso tiende la labor de Rojas: a sacar a flor de conciencia colectiva la argentinidad, para que se robustezca y defina y acreciente al aire de la vida civil y de la historia.

Rojas, continuador de la obra de los Sarmiento, Alberdi, Mitre y otros grandes conductores de su pueblo, cita aquellas palabras del primero de éstos: «¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello».

Y aquí un alto.

Es fácil que alguno de mis lectores criollos, sobre todo alguno de los que están tocados de la «ironía canalla» de que Rojas nos habla, imaginándose que estoy macaneando, me interrumpa por lo bajo, diciéndome: «Pero, ¿y a usted quién le da vela en este entierro?», o en el giro correspondiente que ahí se use. A usted -se dirá-, ¿qué le va ni le viene en este pleito? Voy a ello.

Aquí podría yo, en propia apología, presentar los memoriales que me acreditan como uno de los pocos, de los poquísimos europeos que se han interesado por el conocimiento de las cosas de América, y algunos de esos memoriales podría sacarlos de la obra misma de Rojas, que me sirve de tema para estos mis actuales comentos.

Tiene mucha razón Rojas cuando acusa a los europeos de poca curiosidad cosmopolita, y cuando, no sin cierto dejo de modestia, se queja de que por acá, por Europa, haya gentes que pasan por cultas, que apenas si saben hacia dónde cae Buenos Aires. Esto es muy cierto, y es tanto más cierto cuanto el país europeo sea más adelantado.

Puede asegurarse que en ciertos respectos el máximo de ignorancia alcanzan las clases medias, la burguesía de la cultura en París, Londres y Berlín. La incipiencia del parisiense de buena cepa, respecto a lo que pasa más allá de Batignolles, es proverbial. Lo reconocen ellos mismos y hasta se jactan de semejante cosa.

Creo ser una excepción a esa incuriosidad europea. No sólo me han interesado y me interesan las cosas de toda América, sino que soy una de las excepciones a la profunda ignorancia que aquí reina respecto a la historia, literatura y arte de Portugal. Ésta mi incurable plurilateralidad de atención, este espíritu curioso por todo lo que en todas partes pasa, me llevó a aprender danés -o noruego, que es lo mismo- para poder leer sobre todo a un hombre, a Kierkegaard, y he estado a punto de aprender rumano para leer a otro. Y de cada país me interesan los que más del país son, los más castizos, los más propios, los menos traducidos y menos traducibles.

Hay, por ejemplo, poetas ingleses que han llegado a hacerse poetas cosmopolitas, por así decirlo, a quienes se traduce e imita; tal, en primer lugar, lord Byron. Y con él, aunque menos, se habla de Shelley y de Tennyson, y de otros. Pero yo prefiero a los más indígenas, a los más propios, a los de más anglicanidad. Debo confesar que una de las cosas que más me llevó a engolfarme en Wordsworth es el que apenas se le cita fuera de Inglaterra, y, sobre todo, el que los franceses que conocen literatura inglesa sientan un cierto desvío hacia él. Y me recrea Browning, a pesar de sus oscuridades.

Y así, de los escritores y pensadores argentinos he buscado, no a esos sociólogos traducidos, o a esos poetas en un tiempo modernistas, y hoy no sé qué, que me dicen mejor o peor -generalmente peor- lo mismo que estoy harto de oír aquí, sino a aquellos más de la tierra, más verdaderamente nativos, pero nativos de verdad, y no tampoco por moda de criollismo literario y macaneante, a aquellos que me revelan la argentinidad latente. Y he aquí por qué he sido tan devoto lector y tan entusiasta panegirista de Sarmiento. Sin mucha eficacia aquí.

Sin mucha eficacia, repito. A raíz de una conferencia que di en el Ateneo de Madrid, y en que hablé como suelo siempre hacerlo del gran Sarmiento, surgió entre algunos jóvenes ateneístas la idea de dirigir a la Junta de aquel Centro de cultura una instancia pidiendo que adquiriera para su biblioteca las obras de aquél. Y no debieron de haberse adquirido, por cuanto al ir a dar, uno o dos años después, una conferencia en aquel mismo Centro Rojas, tuvo que procurarse el Facundo, los Recuerdos de provincia y los Viajes de mi librería particular, pues en Madrid no pudo obtenerlos. Hace pocos días ha pronunciado un discurso en ese mismo Centro Belisario Roldán: ha sido estrepitosamente aplaudido, y la Prensa toda se ha deshecho en elogios a su elocuencia. En ese discurso habló de Sarmiento, según mis noticias, con la conmovida devoción con que debe hablar todo argentino de aquel genio a quien tantas veces se le trató de loco en vida por la ironía canalla. Pues bien, os aseguro que no ha conseguido Roldán el que uno solo de sus oyentes se haya decidido a pedir una siquiera de las obras de Sarmiento.

Además -y vaya esto por vía de digresión-, es tan difícil encontrar aquí libros americanos... Y la gente que no se molesta. Por recomendación mía ha habido quienes han buscado en las librerías de Madrid las Conferencias y discursos del gran poeta-orador Zorrilla de San Martín y el libro Ideas y observaciones del gran pensador y pedagogo Vaz Ferreyra, orientales ambos, y al no encontrarlos, no han hecho gestión alguna ulterior para procurárselos.

Ahora sí, parece como que aquí escritores, políticos, literatos y artistas agitan un poco más eso de la fraternidad hispanoamericana y hablan de la comunidad de raza, pero no les hagáis caso. Conozco a mi gente. En el fondo se trata de egoísmos mercantiles. Dicen que aquí hay campo; dicen que tal o cual se ha traído tantos y cuantos miles de pesos; dicen que nuestros dramaturgos y saineteros empiezan a cobrar trimestres de América; dicen que ése tiene que ser nuestro mercado de libros; dicen que lo que importa es calzarse alguna corresponsalía en un diario americano, que son los que pagan. Y de todo eso de la confraternidad, la mitad es macaneo.

Y esto os lo digo yo, yo, que por lo que hace a mi pluma, vivo más de la América que de Europa, y os lo digo con este noble cinismo y con esta que dicen mi displicencia, que me ha rodeado de una protectora muralla de antipatía; os lo digo yo, el egoísta según los otros. Y os lo digo porque estoy harto de farsas ahí, aquí y en todas partes.

Y volviendo a mi tema -si es que le tengo y no es esto una sarta de reflexiones sin cuerda-, os diré que la argentinidad me interesa porque mi batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro, y me interesa además como español recalcitrante y preocupado de mantener aquí la españolidad.

Al fin del informe que me pidió Rojas, y que en su obra inserta, informe en que hacía yo constar que ahí, en la Argentina, empiezan a dar fruto gérmenes que siendo muy castizos y peculiares nuestros, aquí se han malogrado y en que decía cómo estoy convencido de que cuando se quiera ver la historia en argentino, en nativo, se acabará por verla en español; al final de este informe escribe Rojas: «Cree el señor Unamuno que cuando los argentinos veamos nuestra propia historia en argentino concluiremos por verla en español, y yo creo que cuando los españoles la vean con esa clarividencia terminarán por verla en argentino, coincidiendo unos y otros en sus apreciaciones». Conformes de toda conformidad.

Lo que Rojas escribe sobre la pedagogía de las estatuas es acertadísimo. Es verdad, las estatuas de Garibaldi y de Mazzini -y lo mismo diría si se tratase de las de Castelar o de Riego- parecen decir a sus paisanos: «no venís a una patria, sino a una colonia» (Son palabras de Rojas). Y luego tiene mucha razón al añadir que «en cuanto a Garibaldi y Mazzini, su significado es actual y político, grande dentro de Italia, pero fuera de Italia depresivo para nosotros, o reducido a las proporciones de una época o de un partido». Y tiene razón, mucha razón, en decir que como testimonio de fraternidad correspondíale ese honor al Dante, «símbolo de la Italia nueva y de la vieja y de la italianidad imperecedera». Y todo lo que luego escribe Rojas sobre Garibaldi y sobre Mazzini -y cuenta que éste es uno de los hombres a quien más admira- es de una gran justeza. Pero es que el Dante está por encima de los entusiasmos sectarios; es que el Dante fue católico, en el más noble, más alto, más imperecedero y más hondo sentido de la catolicidad. Fue católico y gibelino.

¿Y nosotros, los españoles? Como homenaje de fraternidad debería bastarnos con la estatua de Cervantes, el creador del Quijote, que es tan americano como español. Y luego, con que se cumpliese el voto de Rojas de que sobre el pedestal en que hoy se alza ahí Mazzini se alzase Juan de Garay, ¿para qué queríamos más? Porque Garay fue español y muy español, doblemente español por ser de sangre vasca, no es de colonia, sino que es el nexo entre la españolidad y la argentinidad, que en su fondo primitivo ha brotado de aquélla.

Todo cuanto Rojas escribe de la necesidad de argentinizar a la Argentina frente a las colonias es de una justicia evidente. Yo lo traduzco a nuestro problema español y veo su justicia. Las palabras del inspector general don Víctor M. Molina, dirigidas al ministro Wilde, y que en la página 317 de su obra reproduce, son acertadísimas.

Y muy bien, muy bien, muy bien, lo que sobre la limitación de la libertad de enseñanza en provecho de los altos intereses patrios escribe. Es también aquí mi batalla; es mi constante predicación. Y creo haber contribuido no poco a una cierta reacción en sentido estadista, de suprema imposición del Estado, que aquí entre los liberales empieza a notarse, a una reacción en favor del Estado docente.

Aquí, aunque mucho menos que en la Argentina, dada nuestra homogeneidad, también es la escuela privada factor de disolución nacional, en cuanto lo es de fanatismo, sea católico, sea laico.

La restauración nacionalista con que Rojas sueña, como toda restauración nacional -y aquí la nuestra, la española, tan amenazada por lo torcidamente que se entiende eso de la europeización-, tiene que empezar por la escuela, la escuela debe ser ahí la cuna de la argentinidad, como la escuela debe aquí ser la cuna de la españolidad.

Y en la argentinidad es donde tiene que buscar la Argentina su universalidad. «No olvidemos -escribe Rojas- que si el país ha abierto sus puertas al extranjero ha sido por un doble movimiento de patriotismo y de solidaridad humana: necesitábamos crear económicamente la nacionalidad, cuya conciencia ya existía en tiempos de la Constitución, y entregar, en generosa compensación, la tierra virgen al trabajo humano. Pero nosotros no abrimos las puertas de la nación al italiano, al francés, al inglés, en su condición de italiano, de francés, de inglés; se las abrimos en calidad de "hombre" simplemente. Cuando ese hombre que invoca sentimientos de solidaridad humana al llamar a nuestras puertas conviértese, después de haber entrado, en campeón de sus prejuicios políticos de italiano, de francés o de inglés, ese hombre traiciona nuestra hospitalidad». Esto está muy bien, muy bien, muy bien. Y nótese que lo que moralmente no le es lícito ni al italiano, ni al francés, ni al inglés, ni al español, es convertirse ahí en campeón de los prejuicios políticos de su país, no de su italianidad, galicanidad, anglicanidad o españolidad en lo que éstas tienen de eternas, de culturales y no de políticas. El fuerte contingente italiano de la República Argentina ha podido y debido llevar algo de la italianidad eterna a la argentinidad, pero habrá de llevarlo en argentino. En argentino, tanto en lengua como en espíritu.

Aun quedan en las obras de Rojas otros puntos que merecen ser dilucidados, como es el referente al estudio de la lengua y su gramática. Pero éste merece capítulo aparte.




ArribaAbajoUn filósofo del sentido común

Entre los libros que formaban la modestísima, pero no mal escogida biblioteca de mi padre, estaban las obras de Jaime Balmes, el centenario de cuyo nacimiento se celebrará dentro de pocos días en su pueblo nativo, Vich. Y siendo yo un mozo, a mis catorce años, cuando estudiaba en el Instituto de este mi Bilbao la asignatura de psicología, lógica y ética, dediqué no pocas horas a la lectura y estudio del publicista catalán. No puedo, pues, negar que Balmes contribuyera tanto o más que otro cualquiera a despertar mi curiosidad filosófica.

Cierto es que no cabe formarse una regular idea de lo que fueron los portentosos sistemas de Kant, Hegel, Fichte, Schelling, etc., por lo que de ellos nos dice Balmes en su Filosofía fundamental. Balmes no los comprendió, ni podía en rigor comprenderlos. Pero a través de sus pálidas traducciones, deformadas casi siempre, se adivina al original. ¡Qué de vueltas no les di yo en aquellos mis años juveniles a las para mí entonces misteriosas fórmulas de Fichte, A = A y yo = yo! Mi pobre espíritu andaba peloteando entre tautologías y paradojas.

Después no volví a leer a Balmes hasta que, a mis veinticinco años, fui a opositar una cátedra de psicología, lógica y ética. Y entonces lo leí, más para atemperarme al ambiente intelectual de los que habían de juzgarme, que por otra cosa. Y luego no he vuelto a leerle. No es autor cuya lectura se repite.

Y ahora, en la proximidad de su centenario, tengo aquí, a la vista y a mi mano, y en este mismo cuarto en que hace más de treinta años los leía, los libros de Balmes, que fueron compañeros de las melancolías trascendentales de mi pubertad de cuerpo y de espíritu.

De todas estas obras de Balmes era su Filosofía fundamental lo que más me inquietaba, pugnando por penetrar en sus entonces para mí sublimes oscuridades, pero era su libro El Criterio el que más me encantaba. Todo aquello del tintorero y el filósofo, el jugador de ajedrez, Sobieski en el sitio de Viena, las víboras de Aníbal, los cambios políticos de don Marcelino, las pinturas del aborrecido, el arruinado, el instruido quebrado y el ignorante rico, el cotejo entre el orgullo y la vanidad, el hombre riéndose de sí mismo, las mudanzas de don Nicasio en breves horas..., todo esto hacía mis delicias por lo anecdótico.

Se ha dicho muchas veces que uno de los mejores modos de conocer a una persona es por los pasajes que subraya y señala en las obras que lee, y esta observación me ha guiado a no subrayar ni señalar pasaje alguno en mis libros para quitar al que los lea luego asideros por donde juzgarme. Pero ahora aquí me encuentro con los pasajes que señaló en este libro de Balmes aquel que fui yo hace más de treinta años. Y es significativo para mí encontrar que mi antepasado -es decir, yo mismo a mis catorce o dieciséis años- señaló este pasaje del párrafo I del capítulo XXI de El Criterio, donde dice: «La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfrutaba de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá, por experiencia, lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida». ¡Qué «mío» era ese mi antepasado que señaló ingenuamente, en sus preocupaciones juveniles, este pasaje!

Pero después, como digo, no he podido volver a leer a Balmes. Cuando lo he intentado me ha saltado al punto a la vista la irremediable vulgaridad de su pensamiento, su empacho de sentido común. Y el sentido común es, como dicen que decía Hegel, bueno para la cocina. Con sentido común no se hace filosofía.

«Sentido común, he aquí una expresión sumamente vaga», dice el mismo Balmes al empezar el capítulo XXXII, dedicado al criterio del sentido común, del libro primero de su Filosofía fundamental. ¡Y tan vaga! Pero luego entra Balmes en el análisis de este sentido de que tanto usó y abusó, y nos dice que sentido excluye reflexión, excluye todo raciocinio, toda combinación, que «cuando sentimos el espíritu se halla más bien pasivo que activo, nada pone de sí propio; no da, recibe; no ejerce una acción, la sufre». Y añade que hay que separar del sentido común todo aquello en que el espíritu ejerce su actividad, y que con respecto al criterio de sentido común el entendimiento no hace más que someterse a una ley que siente, a una necesidad instintiva que no puede declinar. Y luego dice: «común: esta palabra excluye todo lo individual e indica que el objeto del sentido común es general a todos los hombres». Y por último, concluye definiendo así: «yo creo que la expresión sentido común significa una ley de nuestro espíritu, diferente en apariencia según son diferentes los casos a que se aplica, pero que en realidad, y a pesar de sus modificaciones, es una sola, siempre la misma, y consiste en una inclinación natural de nuestro espíritu a dar un ascenso a ciertas verdades no atestiguadas por la conciencia, ni demostradas por la razón, y que todos los hombres han menester para satisfacer las necesidades de la vida sensitiva, intelectual y moral».

Fijémonos en esta tan característica definición y en el análisis que le precede y veremos cómo Balmes, el filósofo (??) del sentido común, sentía todo lo que de instintivo y pasivo, todo lo que de irreflexivo e irracional tiene ese sentido que se endereza a satisfacer necesidades; es decir, a un fin pragmático. ¿No dijo acaso este mismo sacerdote católico catalán que al mundo real hay que considerarle y tratarle tal como es en sí, positivo, prosaico? (El Criterio, capítulo XXII, libro III).

Yo diría, y lo he dicho antes de ahora, que el sentido común es el que juzga con los medios comunes de conocer y en vista de una finalidad práctica, y que así en un paraje donde sólo un sujeto conociese y usase el telescopio y el microscopio rechazarían los demás sus afirmaciones, por contrarias al sentido común, juzgando ellos a simple vista, y que, por otra parte, el sentido común demuestra o cree demostrar todo lo que nos hace falta para vivir.

Entre los ejemplos que Balmes presenta de sentido común es el de que, si uno pretendiese sacar de un gran montón de arena un grano muy pequeño que en él se hubiese metido, revolviéndolo luego, los circunstantes se mirarían desconcertados, exclamando: ¡qué despropósito!, ¡no tiene sentido común! Y aquí, como se ve, no se trata sino de un caso de probabilidad, sujeto a cálculo, de la probabilidad de sacar un número dado entre uno, dos, tres o mil millones.

Aquí tenemos a Cournot, el gran matemático especialista en el cálculo de probabilidades, agudo economista y sutil y profundo pensador francés; a Cournot, cuyo crédito parece que ha vuelto a entrar en alza. Oigámosle lo que en su libro: Consideraciones sobre la marcha de las ideas en los tiempos modernos nos dice acerca del sentido común.

En el capítulo V del libro III de esta penetrante obra, hablando de la psicología, escribía Cournot: «Privado de este medio de comprobación, confinado en el estudio de una especie única en su género y hasta a menudo de una variedad única, el psicólogo se ve reducido a apelar en todo caso ("opportune, importune") a la opinión común. Pero el sentido común dice que la ballena es un pez, o por lo menos que se parece más a un pez que no a un cuadrúpedo, y en esto el sentido común se engaña: la ciencia que se llama zoología lo demuestra. El sentido común le encontrará a un baobá más analogía con una encina que con una yerba como la malva, y la botánica condenará aquí la opinión del sentido común. Que se nos cite un caso en que la psicología corrija así al sentido común y creeremos en la psicología científica».

Acaso hoy podrían citársele a Cournot casos de estos que pide, y hasta cuando escribía eso, hacia 1870, podía haberlos encontrado. Pero véase cómo para Cournot lo característico de la ciencia es corregir al sentido común. Hay que hacer notar, sin embargo, que si el sentido común afirma que la ballena se parece más a un pez que no a un cuadrúpedo, no se equivoca al afirmarlo. Exteriormente, en lo que con los sentidos comunes apreciamos, así es. No es posible que nadie afirme que la ballena, que no tiene patas, se parece más a un cuadrúpedo que a un pez. Cournot anduvo torpe al decir cuadrúpedo donde debió decir mamífero, que no es lo mismo. El error del sentido común sería concluir que la analogía externa a la interna. Como es exacto que el baobá y la encina son ambos lo que llamamos árboles y la malva no lo es. Pero aun con estas exageraciones paradójicas, el criterio dominante en Cournot me parece más profundamente filosófico que el criterio dominante en Balmes, esta especie de escocés-catalán.

He dicho exageraciones paradójicas. Y es que lo que llamamos paradoja es el más eficaz correctivo de las ramplonerías y perogrulladas del sentido común. La paradoja es lo que más se opone al sentido común, y toda verdad científica nueva tiene que aparecer como paradoja a los del sentido común en seco.

En el Segundo Congreso Científico de Ginebra de 1905 presentó G. Vailati una memoria sobre «El papel de la paradoja en el desarrollo de las teorías filosóficas», de la cual es el siguiente párrafo: «La paradoja es siempre el efecto de una definición más exacta de los conceptos, definición que introduce un desacuerdo entre estos conceptos y la significación equívoca del término correspondiente en el lenguaje común».

En el lenguaje común... El lenguaje común, en efecto, es el del sentido común, formado por las necesidades prácticas de la vida y enderezado a servirlas. No es cosa suya la precisión científica. Por lo cual tiene la ciencia que empezar por formarse un lenguaje propio y hasta una especie de álgebra, como la de la química, con sus fórmulas. Entre la palabra corriente y usual bencina y la fórmula química con que se la representa media un abismo.

Pero es claro que el sentido común tiene su campo, como lo tiene el suyo la paradoja. Cuando un bachiller pedante enuncia gravemente que el frío no existe, no hace sino soltar una enorme tontería, porque el pueblo, al hablar del frío, no supone teoría alguna ni menos que su causa es contraria a la del calor, sino supone sencillamente una sensación y una causa, sea la que fuere, de esta sensación.

El sentido común tiene, sin duda, su campo, que no es precisamente el filosófico; pero la paradoja tiene también el suyo. Y si aquél es lo colectivo, lo común, éste es o empieza por ser lo individual, lo propio. La paradoja es el más genuino producto del sentido propio. Y es, por lo tanto, el más eficaz elemento del progreso, ya que por lo individual se progresa. El cambio es siempre de origen individual; una masa, en cuanto masa, no cambia sino de posición respecto a otras masas.

La historia toda del pensamiento humano podría reducirse al conflicto y juego mutuo entre el sentido común y el propio, entre la perogrullada y la paradoja, entre el instinto práctico y la razón especulativa.

Y hay también una paradoja práctica y moral. Y si el cristianismo fue un escándalo para los paganos, según san Pablo, es porque fue una enorme paradoja. Y a medida que ha ido desparadojizándose, acomodándose al sentido común moral, ha ido descristianizándose, como lo vio muy bien aquel terrible danés que se llamó en vida Kierkegaard.

Muchas veces se ha hecho notar lo profundamente paradójico del cristianismo. Y sin entrar en lo de «credo, quia absurdum», en el mero campo moral es muy exacta la observación del profesor Bousset, de Gotinga, de que no entenderemos bien ciertas palabras de Jesús mientras no nos demos cuenta de que, tomadas unilateralmente, a la letra, son paradójicas. ¿Qué, sino paradoja, es aquello de que si el ojo derecho te hace tropezar, te lo saques? ¿Y lo de presentar la otra mejilla al que nos golpeare en una? ¿Y lo de ser más difícil entrar un rico en el reino de los cielos que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, o enhebrar por éste un calabrote (según se traduzca)? ¿Y aquello otro de que no puede ser discípulo de Cristo el que no odie a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas?

El honrado P. Scio, en las notas que puso a su traducción castellana de la Biblia, dice, al llegar a este último pasaje (Lucas, XIV, 26), que «aborrecer a sus parientes no quiere decir quererlos mal, sino detestar sus máximas y su conducta, cuando son opuestas al Evangelio». Nota henchida, sin duda, de sentido común, pero en la que no resplandece, ciertamente, una gran comprensión del terrible sentido de las palabras de Jesús, pronunciadas cuando se esperaba el próximo fin del mundo. Y la terribilidad de ese sentido es una terribilidad permanente, porque el fin del mundo está de continuo inminente para cada uno de nosotros. De donde el principio de no apegarnos a los afectos de la carne, los que la muerte rompe.

¡Adonde me ha traído el comentario de Balmes! El cual, por cierto, jamás se dejó llevar a semejantes terribilidades. Su fuerte dosis de sentido común, práctico catalán, le apartó de todo misticismo. No había en él la estofa de un san Juan de la Cruz, el castellano. Vich no es Fontiveros. No hay sino leer, en el capítulo XXVIII de la ética de su Filosofía elemental, las páginas que dedica a la inmortalidad del alma y los premios y penas de la otra vida. Todo es del más sosegado sentido común: falta el soplo del misterio. Es una disertación retórica, y hasta elocuente. «La inmortalidad nos encanta», dice con encantadora sencillez. Oídle: «Y este deseo inmenso que vuela a través de los siglos, que se dilata por las profundidades de la eternidad, que nos consuela en el infortunio y nos alienta en el abatimiento; este deseo que levanta nuestros ojos hacia un nuevo mundo, y nos inspira desdén por lo perecedero, ¿sólo se nos habría dado como una bella ilusión, como una mentira cruel, para dormirnos en brazos de la muerte y no despertar jamás? No, esto no es posible: esto contradice a la bondad y sabiduría de Dios; esto conduciría a negar la Providencia, y de aquí al ateísmo». Ved en este párrafo, que no carece de una cierta elocuencia vulgar y de lugares comunes -los propios del sentido común-, el instinto sustituido a la razón para servir a las necesidades prácticas del orden moral. Se busca consuelo más que verdad.

El hombre, al tratar de esto, se exalta. «¿Quién nos mece con tantas esperanzas, si no hay para nosotros otro destino que la lobreguez de la tumba? ¡Ay, qué triste fuera entonces el haber visto la luz del día, y el sol inflamando el firmamento, y la luna despidiendo su luz plácida y tranquila, y las estrellas tachonando la bóveda celeste como los blandones de un inmenso festín, si al deshacerse nuestra frágil organización no hay para nosotros nada, y se nos echa de este sublime espectáculo para arrojarnos a un abismo donde durmamos para siempre!... Entonces el mundo no sería una belleza, no el «cosmos» de los antiguos, sino el caos: una especie de fragua donde se elaboran, en confusa mezcla, los placeres y los dolores; donde un ímpetu ciego lo lleva todo en revuelto torbellino; donde se han reservado para el ser más noble, para el ser inteligente y libre, mayor cúmulo de males, sin compensación ninguna; donde se han reunido, en síntesis, todas las contradicciones: deseo de luz y eternas tinieblas; expansión ilimitada y silencio eterno; apego a la vida y muerte absoluta; amor al bien, a lo bello, a lo grande y el destino a la nada; esperanzas sin fin, y, por dicha final, un puñado de polvo dispersado por el viento». Y acaba estas nobles páginas últimas de su ética, henchidas de la elocuencia del sentido común, diciéndonos que la existencia de otra vida la enseña la razón -lo que es dudoso-, nos lo dice el corazón -lo que es muy cierto-, lo manifiesta la sana filosofía -¿cuál es la sana?-, lo proclama la religión, y así lo ha creído siempre el género humano. Esto último, que debe ser lo de más fuerza para un filósofo de sentido común, es algo que la historia desmiente.

Pero, ¡con qué íntima y recogida emoción, con qué palpitaciones de corazón y de espíritu leía yo estas elocuentes consolaciones allá, en los melancólicos albores de mi mocedad, en este mismo cuarto en que ahora escribo estas líneas!




ArribaAbajoLa vertical de Le Dantec

Libro más divertidamente cómico y a la vez más representativo que éste de Félix Le Dantec, encargado de cursos de la Sorbona, sobre el ateísmo -L'Atheísme-, no espero poder volver a leerlo en mucho tiempo.

Y no es que me escandalice el ateísmo del señor Le Dantec; ¡muy lejos de eso! Es muy libre de ser ateo, y allá Dios se las entienda con él. Ni voy a hablar de su ateísmo, que es como el ateísmo de otra porción de ateos; y muy respetable, sin duda. Voy a hablar del cientificismo de este formidable biólogo señor Le Dantec, a quien no le faltan -¡y cómo habían de faltarle!- admiradores. Pero dejemos los juicios para después de nuestro examen.

Empecé a leer este libro para distraerme y matar el rato. Todo iba bien mientras el autor nos explica cómo él es ateo y no puede menos de serlo y lo es de nacimiento, casi ab ovo, por una especie de determinismo biológico. Lo cual es muy ameno, y no sé si discutible. Pero hete aquí que, al llegar a la página 27, me encuentro con este párrafo:

«Descartes, que era matemático, sabía, sin embargo, que ciertas cantidades pueden crecer indefinidamente sin pasar jamás de un límite dado, o si se prefiere, que ciertas curvas tienen una asíntota (asymtota) horizontal». ¡Asíntota horizontal! -me dije-. Creía no leer bien. ¡Asíntota horizontal!

Invito a cuantos sepan matemáticas a que me indiquen en qué se diferencia una asíntota horizontal de una vertical o que viene de sesgo. Sin duda alguna, el libro en que el formidable señor Le Dantec estudió geometría analítica tenía pintada alguna rama de hipérbole con su asíntota representando la horizontal respecto a la posición en que se coloca el lector. No tenía sino haber dado un cuarto de vuelta al libro y hete ya la misma asíntota representada vertical.

Pero lo divertido no es esto. Lo divertido es que este publicista de biología, profesor de la Sorbona, formidable ateo y más formidable cientificista -lo cual no quiere decir hombre de ciencia, ni mucho menos- ignora, así, ignora que las nociones de horizontalidad y verticalidad, así como las de arriba, abajo, delante, detrás, a la derecha y a la izquierda no son nociones geométricas ni de ellas se necesita en geometría. Son nociones que más bien podrían llamarse fisiológicas; dicen relación al espectador. Cualquier chiquillo, aunque no sea biólogo ni ateo ni determinista ni haya estudiado en la Sorbona, sabe que aquello que tenemos ahora a la derecha, con sólo dar media vuelta, se nos pone a la izquierda.

«¡Pues si es precisamente lo que luego dice Le Dantec!» -exclamaría algún lector que le haya leído-. Y yo le replico: no, no es eso lo que dice. El señor Le Dantec supone al vulgo de los mortales unas nociones que no posee; el señor Le Dantec es uno de esos pedantes que andan diciendo que el frío no existe. Vamos a verlo.

«¿Diréis que el color existe, que existe el sonido?» -pregunta el ateo-. Y yo respondo: claro que sí, pues que veo el uno y oigo el otro. Y me contesta: «Os responderé que el color resulta del encuentro de ciertas condiciones ambientes y de un ser vivo capaz de ser impresionado, pero que es preciso que haya dos factores para que el color exista, a saber: un estado particular de lo que los físicos llaman el éter y un hombre que vea. Ahora bien, tenemos una idea tan absoluta del color que no podemos imaginar al color como no existente, aun cuando todos los seres vivos se destruyeran». ¿Puede darse superficialidad más ramplona? Llámele usted a la causa objetiva o externa del color como usted quiera, y crea usted en el éter más que en lo que ve, o en Dios, siendo así que el éter es, por lo menos, tan hipotético como Él, siempre resultará que la sensación existe y que la tal sensación es tan real, y hasta tan objetiva, como el supuesto éter. ¿O es que yo no soy objeto y no es objeto lo que en mí pasa? Y como si los seres vivos se destruyeran podría continuar esa causa, continuaría el color. Otra cosa equivaldría a afirmar que, destruida -si es que su total y absoluta destrucción cabe, cosa que no lo sé- la conciencia, se destruiría todo lo que en ella se refleja. ¿Quién sabe cómo es la realidad exterior, en sí, fuera y aparte de nuestra representación de ella? El formidable biólogo ateo no ha pasado por Kant; su cientificismo es de lo más infilosófico, es decir, de lo más grosero que cabe.

La tontería -porque no es más que una tontería- es del mismo género que aquella otra de que el frío no existe y parte de la gratuita suposición de que el vulgo cree que el frío es una cosa objetiva, independiente en absoluto de nosotros y opuesta a otra que se llama calor. Y no hay tal cosa. El vulgo -es decir, el vulgo no cientificista y ateo- no supone nada de eso. Se limita a decir que hace frío cuando lo siente y cuando siente calor a decir que lo hace; y tiene razón, y no hay que calumniar al vulgo. ¿Que el frío resulta de una disminución en tales o cuales movimientos moleculares o como sea? Bien; lo mismo da. Es como si yo dijese que el hielo no existe; que no es más que agua congelada. Pero hay que seguir con Le Dantec, porque ahora viene lo bueno.

Ahora entra en su incomparable ejemplo de la vertical. ¡Oído a la caja! Habla de la vertical absoluta. ¿Absoluta?, ¿qué es esto? Yo no lo sé, y creo que Le Dantec tampoco. Veamos primero; ¿a qué llamamos vertical? Llamamos vertical a la línea de la plomada, a la de un grave cuando cae. No es, pues, una noción geométrica, sino física, o más bien fisiológica. La vertical dice relación a la posición normal del espectador, cuando está de pie. Es una cosa que se siente. Y llamamos todos vertical a la trayectoria de un grave que cae sin obstáculo, y a todas las que le sean paralelas en el espacio. Ni más ni menos. Volvamos a Le Dantec.

«Tengo la idea innata de esta vertical» -nos dice-. ¿Innata? Luego este formidable biólogo cree en las ideas innatas. Bueno es saberlo. Pero, ¿qué entenderá por idea innata? Él mismo prevé la dificultad, y nos dice que si no queremos disputar sobre esto, si esa idea no le es innata, esto es, si no le viene por herencia de un error ancestral largamente acreditado, ha nacido en él, naturalmente, por la constatación errónea de la superficie plana de la Tierra.

¡Qué de cosas, Dios mío! (Perdón por haber invocado a Dios en este caso.) ¿Qué tendrá que ver la noción de verticalidad con si la Tierra es plana o es redonda? El bueno de Le Dantec cree, sin duda, que para las gentes la noción de verticalidad viene de la de horizontalidad, que estimamos ser vertical la perpendicular a un plano horizontal. ¡Pedantería, pedantería, pedantería!

Sea redonda, como parece ser que es, sea plana la Tierra, siempre será para cada uno de nosotros vertical la línea de la plomada y siempre serán horizontales el plano y las líneas de este plano perpendiculares a la vertical o que con él forman ángulo recto, siempre será horizontal todo plano, como el de una mesa de billar, donde el nivel lo señale. Y ese plano horizontal es un plano ideal. El plano ideal del mar, el que formaría si estuviese en perfecta y absoluta calma, es el de una superficie curva, convenido; pero tenemos, no ya sólo la noción, sino el sentimiento de una superficie plana, tangente al punto de la curva terrestre en que nos hallamos, y a esto le llamamos horizontal.

Y ello es tan real y tan objetivo como cualquier noción rigurosamente geométrica.

«Tal vez hay gentes -escribe el formidable biólogo- que no conciben la vertical absoluta, como hay ateos». Pero si la vertical se siente, señor Le Dantec, ¡se siente!

Y Dios también se siente. Lo que hay es que el señor Le Dantec ni sabe bien lo que es una vertical, ni menos sabe lo que es Dios. Porque esto es lo que de su libro resulta: que no tiene la más remota idea de qué es lo que llamamos Dios muchos de los que en Él todavía creemos.

«Ahora bien -prosigue-; la idea de la vertical absoluta es matemáticamente absurda; hay tantas verticales como puntos hay en la superficie de la Tierra...». ¡Evidente! Para cada observador hay una vertical, y todas las líneas, que son infinitas, a ella paralelas. ¿Y por eso no es absoluta? ¿Qué es eso de absoluto? Por ese procedimiento me comprometo a demostrarle que nada real es absoluto. Todo es, pues, relativo. Convenido; pero, ¿y la relatividad misma, no es también relativa? ¿No estamos, llevados por estos cientificistas pedantes, jugando con las palabras?

Pero lo gordo es lo que sigue a los puntos suspensivos que dejé arriba, y es esto: «La (vertical) de mi antípoda es contraria a la mía». ¡Estupendo! El formidable biólogo divide las verticales, a lo que parece, en verticales que van de arriba abajo y verticales que van de abajo arriba. Ya lo sé para en adelante, gracias a este amenísimo ateo; tengo en mi casa dos escaleras contrarias, aquellas por las que bajo y aquellas otras por las que subo. A lo cual podrá decirme cualquier Le Dantec de aun menor cuantía que la escalera de mi casa es algo real, concreto, tangible y visible, mientras que la vertical o línea trayectoria de un grave que cae sin obstáculo no es sino una línea ideal. Tanto más en mi favor. El grave cae de arriba abajo, claro está; pero la línea ideal que recorre, ni cae ni sube, ni va de arriba abajo, ni de abajo arriba.

Casi me da vergüenza, lectores míos, de entrar en estas explicaciones, y no lo haría si no supiese los estragos que hace el cientificismo, sobre todo en los que no tienen una sólida educación científica y en los que no han disciplinado su mente con una seria y austera filosofía, con aquella filosofía perenne de que habló, creo que Leibnitz, y viene viviendo y acrecentándose, juntamente con la idea de Dios, a través de los siglos. Y da pena ver gentes que hurtan su espíritu a las fecundas fatigas del trato con esa filosofía perenne, y se prendan de cualquier pincharranas que nos hable de asíntotas horizontales y no más que porque va contra Dios y contra las más seculares y probadas concepciones humanas. Al tan famoso odium theologicum hay un odium antitheologicum o contratheologicum que se le contrapone. Pero volvamos a Le Dantec.

El cual dice más adelante, en la página 31: «Aun admitiendo que se pudiera demostrar que no hay Dios, como se ha demostrado que no hay vertical absoluta...». Y esto se me aparece como lo que suelen hacer los predicadores jesuitas -especie de Le Dantec de la otra banda- después que disparan un argumento, y es que añaden: «Queda, pues, evidentemente demostrado que, etc.», por si acaso el oyente no lo había advertido. Lo mismo que el pintor famoso que puso al pie de un bicharraco mal pergeñado: Esto es un gallo.

Me he propuesto no seguir al formidable biólogo descubridor de las asíntotas horizontales en su tesis central de ateísmo. ¿Para qué, si empiezo por decir que el señor Le Dantec no tiene apenas idea de qué es lo que entienden por Dios los creyentes ilustrados? Con que hubiera dicho: «no sé qué es eso de Dios», y ello es verdad que no lo sabe, se habría ahorrado todo el libro. El formidable biólogo no sabe qué es Dios, pero sabe, en cambio, que «la conciencia moral está más desarrollada en las abejas o en las hormigas que entre los hombres, a juzgar cuando menos por el orden perfecto de su vida social» (página 34). Cuéntase que oyendo un discípulo de Plinio decir a éste que el elefante ve crecer la yerba, exclamó: o Plinio ha sido elefante o algún elefante se lo ha contado a Plinio. Y este formidable Le Dantec, que del orden perfecto (¿ ?) de la vida social de las abejas y las hormigas deduce que tienen una conciencia moral más desarrollada que la del hombre, como de los movimientos de los planetas podría deducir que éstos conocen las leyes de Copérnico; este mismo descubridor de las dos verticales, la que baja y la que sube, nos dice poco más adelante (página 56) que sus hermanos creyentes «rehúsan a las hormigas, que son tan pequeñas, la idea misma de Dios». ¿A quién se le ocurre ni rehusar ni atribuir a las hormigas ni esa ni otra idea alguna? Pero de estas imputaciones gratuitas está lleno el libro del horizontal biólogo, que se finge unos creyentes fantásticos o sólo tiene en cuenta los pobres aldeanos cándidos e ignorantes de su nativa Bretaña. Tiene buen cuidado en decirnos que es bretón, paisano de Chateaubriand, de Lamennais, de Renán...

¡Qué idea tiene de los creyentes! «Orar es la más importante ocupación de los creyentes», nos dice poco después, y hace seguir a esta formidable afirmación unas líneas en que demuestra ignorar qué es y qué significa la oración para los creyentes que no sean los aldeanos sus coterráneos sobre cuya mentalidad no le ha elevado su biología toda.

Y más vale dejar todo lo que sigue, y entre ello lo de que no cree que el tigre tenga la idea de Dios, y otras amenidades del mismo calibre. ¿Para qué seguir?

Pues de estos formidables cientificistas están hoy llenas nuestras bibliotecas económicas y de avulgaramiento. No hace mucho que en un artículo, largo como suyo, nos hacía saber el señor Morote que no existen ni la idea del tiempo ni la del frío, que son... ¡anticientíficas! Y como es de creer que nuestro fecundo publicista quisiese decir lo que dijo, esto es, que no existen las «ideas» de tiempo y de frío, pues que de ellos hablamos, habrá querido decir, supongo, que no existen ni el frío ni el tiempo, lo cual es más ameno y más «ledantequesco» todavía. Ya Marinetti, el futurista, mató no hace mucho, en un célebre manifiesto -amenísimo también- al tiempo y al espacio, diciendo así: ¡Ayer murieron el tiempo y el espacio! Con que ahora maten a la lógica ya quedamos libres de los tres tiranos del espíritu, pues eso de que no pueda uno estar a la vez en dos partes, que no pueda vivir a la vez ayer, hoy y mañana, y que no pueda sacar de un principio la conclusión que más le agrade, es decir, que no podamos ser infinitos, eternos y absolutamente libres, es bien fuerte cosa. Pero no, a la lógica no pueden matarla, y por bien clara razón.

¿Todo esto es sólo ameno y ridículo? No: todo esto es triste, muy triste. Debajo de ese cientificismo nada científico, debajo de toda esa gárrula y ramplona pedantería asoma bien claro el odium antitheologicum, no menos dañino que el odium theologicum, y, en realidad, la misma cosa que él.

Con estas patochadas con disfraz de ciencia se está envenenando a los pobres espíritus ansiosos de saber y halagando malas pasiones. Y todos esos biólogos horizontales, ya sea Le Dantec, ya sea Haeckel -que aunque algo más serio tampoco lo es mucho ni menos ignorante de lo que trata de combatir, como puede verse por su archisuperficial libro sobre Los enigmas del Universo- forman una especie de asociación o masonería internacional, con aduanas en las fronteras, se traducen y celebran los unos a los otros y pretenden cerrar el paso al conocimiento de los pensadores serios y bien intencionados, libres de sectarismos y de rabias -sea la rabia teológica o sea antiteológica-, a los filósofos que se adhieren a la filosofía perenne. Y así hay quien se extasía con Haeckel y apenas si conoce a Darwin, y admira a Le Dantec sin haber estudiado debidamente a Claudio Bernard. Verdad es que ni Darwin ni Claudio Bernard se propusieron nunca, que yo sepa, demostrar que no hay Dios o que le hay.

Estos cientificistas metidos a filósofos y teólogos -o antiteólogos, que es igual- están haciendo un vulgo cientificista y horizontal, más vulgo aún que el otro. Porque el vulgo sencillo y a la buena de Dios dice que hace frío cuando le siente y que se va el tiempo, y no se mete en filosofías respecto a lo que sean o no sean objetivamente el frío y el tiempo, mientras que el otro vulgo, el vulgo adulterado por malas lecturas pésimamente digeridas, cree creer en el éter más que en sus propias sensaciones y se traga cualquier cosaza, más o menos horizontal, de cualquier biólogo, con tal que confirme sus prejuicios y sus supersticiones, tanto o más supersticiosas que las del otro vulgo y sin disculpa de las de éste.

¡Y qué cándido es este vulgo adulterado por el cientificismo! De vez en cuando recibo alguna carta de algún incógnito lector cientificista en que me dispara, empleando tal vez para ello una docena de pliegos, los más resobados y asendereados lugares comunes de la ciencia y la filosofía más baratas. «No es posible que este señor piense así y diga estas cosas sino porque ignora todo esto», deben de pensar. Porque hay personas tan candorosas que, cuando se encuentran con alguien que no piensa como ellas en un punto dado, suponen que es porque no tiene los datos y conocimientos que tienen ellos sobre el tal punto y no se les pasa por las mientes la idea de que acaso tengan todos esos datos y conocimientos y otros más. Y si llegan a sospechar tal cosa, al punto le piden a uno que les ilustre, como si fuese posible dar todo un curso. El teorema 121 se apoya en el 120, éste en el anterior y así sucesivamente, y hay veces en que habría que explicar los 120 teoremas. Y hay quienes escriben obras doctrinales de conjunto y hay quienes hacemos ensayos sueltos, más para suscitar y sugerir problemas que para desarrollarlos.

Y conviene decir, por conclusión, que si hay una biología, y una fisiología, y una geometría, y una sociología, hay también una teología, tan ciencia en su método como otra cualquiera. Y que tan absurdo es que un Le Dantec cualquiera se meta a escribir del ateísmo sin haber saludado la teología, como que un teólogo se meta a hablar del plasma germinativo o de la herencia biológica sin haber saludado la biología.

Ocasiones sobradas tendré, por desgracia, de volver sobre este mismo tema, uno de mis favoritos. Y los horizontales todos, biólogos y no biólogos, quedan libres de decir que no soy más que un redomado retrógrado, un jesuita disfrazado, ¡como ellos saben lo que piensan las hormigas!...




ArribaAbajoEl Rousseau de Lemaître

Acabo de leer, con grandísimo interés por cierto, las diez conferencias que dedicó, creo que en la Sorbona, Julio Lemaître a Juan Jacobo Rousseau (Jules Lemaître, Jean Jacques Rousseau. París, Calmann-Lévy).

Sabido es que las tales conferencias tuvieron un gran éxito, y que han dado lugar a no pocas polémicas.

En el fondo, las tales conferencias han tenido tanto de político como de literario, y han sido un acto más de la reacción discreta y razonada contra los últimos excesos del jacobinismo francés.

Debo declarar que me es muy poco simpático este jacobinismo, y que pareciéndome muy bien la labor de un Combes, un Waldeck-Rousseau y hasta la de un Clemenceau, me causan pena declaraciones como las que lanzó desde la tribuna el ministro Viviani, jactándose de que se le hubiera arrancado al pueblo la fe en otra vida ultraterrena.

Pero si el dogmatismo racionalista, la ridícula fe en que la Ciencia y la Razón bastan y la falta de espiritualidad del jacobinismo me son poco simpáticos, no me lo es más el conservadorismo archidiscreto y el escepticismo elegante del neocatolicismo literario francés. Me repugnan esos católicos volterianos y nacionalistas que defienden el catolicismo porque va ligado a las grandes figuras de la literatura francesa, y sobre todo, porque el protestantismo les parece germánico. No creo posible mayor mezquindad de punto de vista.

He querido siempre a Rousseau; le he querido tanto como me ha sido odioso Voltaire. He querido siempre al padre del romanticismo, y le he querido por sus virtudes evidentes y hasta por sus más evidentes flaquezas; he querido siempre a esa pobre alma atormentada, que a pesar de profesar, por defensa propia, el optimismo, es el padre del pesimismo. Y en este punto no se para Lemaître, ni me parece haber visto bien que, a pesar de las apariencias, Rousseau, el padre espiritual de Obermann, fue siempre un sombrío pesimista, un negador del valor de la vida.

Lemaître juzga a Rousseau con gran severidad, hasta con dureza, y le carga en cuenta casi todos los que él estima males que han asolado a Francia. Y en el fondo, ¿sabéis cuál es la acusación principal que contra él dirige? La de ser extranjero. No lo dice expresamente así más que dos o tres veces; pero se lee entre líneas.

«Esta sinrazón -dice en la conferencia décima-, esta subordinación total del juicio a la sensibilidad, le coloca en un lugar único en nuestra literatura. Comparadle, no digo con los grandes escritores del siglo XVII, sino con Voltaire, con Montesquieu, con Buffon, hasta con el aventuroso Diderot. ¡Qué sensatos se os aparecerán! ¿Por qué no decirlo? Innumerables páginas de Rousseau desbordan de un absurdo ingenuamente insolente. Os he hecho ya notar que sus más decididos partidarios se ven a menudo obligados a interpretarlo y a confesar que lo interpretan; no hay que considerar, dicen, lo que se dice, sino lo que ha querido significar, y que es profundo o sublime. Ahora bien: Rousseau es el único de nuestros clásicos (si es que puede dársele este nombre) que necesite de una interpretación tan complaciente y tan radicalmente transformadora del texto. Los demás pueden engañarse; dicen lo que dicen y no otra cosa. Entre sus audacias o sus caprichos les queda su razón. Se mantienen en la tradición francesa. Rousseau, este interruptor de tradiciones; Rousseau, este extranjero, inserta en nuestra historia un fenómeno, un monstruo».



Y más adelante, al final de su última conferencia, dice: «He adorado el romanticismo, he creído en la Revolución. Y ahora pienso con inquietud que el hombre que no sólo ciertamente, pero más que nadie, creo, resulta haber hecho o preparado entre nosotros la Revolución y el romanticismo, fue un extranjero, un perpetuo enfermo, y por último, un loco».

¡Un extranjero! He aquí el mayor delito para este francés francisante. Un extranjero, es decir, ¡un bárbaro! Y además, un loco. Y un loco en cuanto extranjero.

¿Qué? ¿Os choca esto último que digo? Pues oíd al mismo Lemaître, que os dice que las partes más sanas de Rousseau son aquellas en que hubiera reconocido a sus abuelos parisienses y católicos. Es decir, que la locura de Rousseau le venía de lo que tenía de no francés. Sabido es, en efecto, que la razón es un privilegio de la raza francesa -M. Pierre Lessere os dirá que es privilegio del francés ser entusiasta sin hacer el primo, sin ser «dupe»-, y que los demás pueblos no gozan de ella sino en cuanto se dejan influir por el espíritu francés.

Y estos hombres, henchidos de la más ridícula petulancia colectiva, petulancia que se nutre de la ignorancia de los demás y hasta de la incapacidad de comprenderlos; estos hombres nos hablarán del orgullo de Juan Jacobo.

M. Lemaître se cuida del lugar que Rousseau ocupa en la literatura francesa y duda de si puede o no llamársele un clásico de ella; pero no se le ocurre pensar cuál sea su lugar en la literatura universal, y si es posible que signifiquen muy poco o no signifiquen nada en ella tal o cual clásico francés, su Bossuet, verbigracia, que a los no franceses nos resulta sencillamente insoportable.

Al final de su séptima conferencia dice Lemaître: «Pues este hombre, que ha escrito él solo más tonterías, mucho más que todos los demás grandes clásicos juntos, es también el que ha abierto a la literatura y al sentimiento más caminos nuevos...». Y es natural. Leed entre los maravillosos ensayos de William James («The will to believe and other essays») el titulado Los grandes hombres y su ambienteGreat men and their environment»), y veréis cómo os explica que la absurda física de Aristóteles, y su lógica inmortal fluyen de la misma fuente. En cambio no he encontrado ni una sola tontería en las diez conferencias de Lemaître; pero, en cambio, tampoco me ha abierto una sola senda y no me ha servido más que para admirarme de cómo el «bon sens» puede ahogar todo profundo sentido de comprensión íntima.

En otro pasaje nos dice que sí, que Rousseau estaba loco, sin duda, y en seguida añade con su buen sentido habitual: «¡Y cuántos hombres no lo estarían a nuestros ojos, Dios mío, si los conociéramos, si escribieran libros y si entre su desvarío tuvieran algún genio!». Y he aquí por qué no se le puede conocer a Lemaître su locura: porque no tiene ni un átomo de genialidad.

Leéis las diez conferencias, rebosantes de «bon sens», y no podéis por menos de ir diciendo; ¡es verdad, tiene razón este señor profesor; pero al concluirlas y traer a vuestra memoria al Rousseau de vuestros años juveniles, exclamáis: ¡e pur si muove!».

Cuando Lemaître quiere explicarse cómo Rousseau, a pesar de sus contradicciones, de sus paradojas, de sus absurdos, despertó el entusiasmo de tantos y llegó a ser un ídolo como no pudo serlo el antipático y razonable Voltaire; cuando ve todo esto no se le ocurre sino acudir a la estupidez, a la «bêtise» humana, que no se entusiasma ni con Bossuet ni con Augusto Comte, que parecen ser dos de los santones de Lemaître y sus congéneres. Y esto de la «bêtise», o de la estupidez, es una explicación de una conformidad inaudita; es una explicación sencillamente «bête».

¡Pobre Rousseau! En el fondo de los ataques que a este protestante ginebrino dirige el profesor parisiense y catolizante -no me atrevo a llamarlo católico-, no hay sino un horror a la pasión y un culto a la razón. Aunque el buen hombre proteste de lo primero y nos quiera hacer ver que la sensibilidad no es la sensiblería romántica, ni la pasión el desenfreno.

Siempre en el seno del catolicismo ha habido dos tendencias. Una, la genuinamente religiosa, la cristiana, la mística si se quiere, la no pervertida por el moralismo mundano, la que floreció en los jansenistas, en Francia -en aquellos nobles, profundos y santos jansenistas-, la que muestra el lado por donde el catolicismo puede entenderse y concordarse con las demás confesiones cristianas, y de otra parte la tendencia política, la específicamente católica, la escéptica. Los católicos de la primera tendencia han sentido simpatía por Rousseau, aun deplorando los que estiman sus horrores y aversión a Voltaire mientras que los católicos de la segunda tendencia han temido a Rousseau y se han recreado con las «polissoneries» de Voltaire.

M. Lemaître parece acercarse a este segundo y horrendo catolicismo volteriano, resucitado por motivos políticos, y sobre todo por francesismo, a este catolicismo nacionalista que es la ruina de toda verdadera piedad. Y este catolicismo se está poniendo de moda en Francia.

Cuando hace poco, en respuesta a la «enquête» que ha abierto el Mercure de France sobre si asistimos a una disolución o a una evolución de la idea y del sentimiento religioso, vi que el poeta Francis Jammes contestaba: «Asistimos a la disolución de todo lo que no es el catolicismo», no se me ocurrió sino exclamar: «¡farceur!, ¡poseur!» Y en el mismo número -en el cual iba también mi respuesta- contestaba Lemaître: «Confieso que no sé nada de ello». Lo cual puede ser verdad y puede ser «pose» de escepticismo.

Por supuesto, a pesar de estos «dilettanti» de catolicismo y de estos execradores del romanticismo y de la Revolución, la obra del «affaire», la obra de la separación de la Iglesia y del Estado, la obra de la Revolución, en fin, sigue. Y en esa obra alienta el espíritu del ginebrino, del descendiente espiritual de la Revolución, y a esa obra han contribuido los hijos de la Reforma, esa animosa y austera minoría de nietos de hugonotes que son la sal del espíritu religioso francés. Y es de esperar que salvarán a Francia del catolicismo escéptico y del racionalismo agnóstico y que Francia será cristiana.

La lectura del Rousseau de Lemaître, la lectura de Le romanticisme français, de Laserre, que Lemaître recomienda, me han llenado el ánimo de tristeza y de irritación; de tanta tristeza y tanta irritación como me llena la lectura de cualquiera de los libros de Jules de Gaultier o de otro de la secta. Es el nihilismo católico que avanza, y un nihilismo frío, seco, raciocinante. La suprema preocupación de estos desdichados parece no ser «dupes», no dejarse coger de primos.

Y me acuerdo de nuestro don Quijote, de aquel glorioso Caballero de la Fe, honrosísimo blanco de todas las burlas, ludibrio de las gentes todas y a quien un niño podía engañar; de aquel prodigio de valor que supo arrostrar impávido el ridículo.

Cuando el temor de hacer el ridículo se apodera de un individuo o de un pueblo, están perdidos para toda acción heroica.

Pilatos quiso hacer un sainete del juicio de Jesús de Nazaret, y convertir su pasión en farsa, le puso cetro de caña y manto y le presentó al pueblo, diciéndole: «¡He aquí el hombre!». Pero el pueblo necesitaba tragedia, y aulló: «¡Crucifícale!». Y Pilatos es hoy la execración de las gentes.

Las conferencias de Lemaître están henchidas de ironías fáciles, pero no hay en ellas un solo acento de profunda indignación o de profunda piedad, de odio verdadero o de verdadero amor. Y se ve desde luego que el buen señor es capaz de todo menos de sentir a Rousseau el extranjero.

¡El extranjero! Sí, el extranjero fue el principal promotor de la Revolución. Y así sucede siempre, la vida se nos viene de fuera. Incluso a los franceses.



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