Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Contradicciones en la obra de Quevedo

Domingo Ynduráin


Universidad Complutense de Madrid



A mi manera de ver las cosas, uno de los aspectos que caracteriza la obra de Quevedo es la abundancia de contrastes, o de contradicciones, si se prefiere; esto hasta el punto de que se pueda afirmar la organización dual de su pensamiento. No me refiero, aquí y ahora, a un enfrentamiento simple en el que un término excluye automáticamente a otro, como realizaciones o posibilidades positiva y negativa de la misma realidad, ya que en este tipo de oposiciones uno de los elementos puede aparecer sin referencia al otro, y funcionar de manera aislada, autónoma y autosuficiente. No es esto, sin embargo, lo que sucede en el planteamiento que me interesa mostrar ahora: aquí la presencia de uno de los términos implica, inevitablemente, la de su contrario, pues el sentido del uno depende de su relación con el otro; de este modo, entre ellos se establece una relación de mutua dependencia, al mismo tiempo que de oposición.

Se puede decir que los miembros enfrentados son complementarios en cuanto sólo la integración de la pareja puede dar cuenta de la realidad total o completa. O, en formulación diferente, nos encontramos ante una relación estructural, ante parejas de oposiciones bilaterales, aunque yo no me atrevería a afirmar que el conjunto forme una red, un sistema, ni siquiera haces correlativos, pero sí se establecen, creo, una serie de correspondencias y paralelismos. Me parece que en la obra de Quevedo hay siempre una relación dialéctica, como oposición de contrarios más que de distintos. La tendencia hacia la síntesis existe pero Quevedo rara vez la alcanza; en la mayor parte de los casos, el resultado es la paradoja, incluso como mero hallazgo verbal.

Lo apuntado hasta ahora, de manera harto esquemática, necesitaría matizaciones y distingos que no estoy en condiciones de hacer. Sí señalaré -sin insistir en ello- que el planteamiento descrito no excluye la acumulación simple de elementos, la enumeración caótica. Este procedimiento acumulativo presenta al menos dos posibilidades: una es el amontonamiento de unidades heterogéneas, como en el tenderete de un bazar (Spitzer), es la más sencilla; la otra consiste en una especie de parodia o inversión de la llamada teoría de la selección, me refiero al procedimiento mediante el cual Zeuxis logró pintar una figura perfecta combinando y componiendo las partes más bellas de cinco o siete doncellas. Pero Quevedo rara vez aspira a la perfección ideal, su intento suele dirigirse a lograr la figura más ridícula y grotesca posible: como es lógico, el principio constructivo que acumula partes o elementos disformes, desmesurados, acaba formando un conjunto inarmónico, desproporcionado y, en definitiva, también caótico, más caótico e inarmónico que la acumulación de bazar por el efecto de contraste de los elementos entre sí y del conjunto con el canon. En cualquier caso, y en relación con lo que planteaba al principio, puede entenderse que estos conjuntos, cualquiera que sea su génesis, funcionan como uno de los términos en las oposiciones del tipo señalado, lo cual, por supuesto, no excluye que en el interior de esos conglomerados puedan producirse tensiones menores o parciales.

Dicho esto, vamos a ver algunas manifestaciones de este principio constructivo (que no se refiere al esquema verbal solamente). Empezaré por la pareja Virtud/Vicio, quizás la más evidente.

El maestro Eugenio Asensio escribe al respecto, en Itinerario del entremés:

A veces Quevedo juega con esa ambigüedad como en El alguacil endemoniado, donde el diablo por boca del alguacil, replica a la pregunta de Hay reyes en el infierno? con malignidad equívoca: «Todo el infierno es figuras, y hay muchas, porque el sumo poder, libertad y mando les hace sacar las virtudes de su medio y llegar los vicios a su extremo». Aquí, a la vez que apunta a los más altos naipes de la baraja del mundo, identifica figura con vicio apoyándose en el concepto peripatético de que la virtud consiste en el medio entre dos excesos viciosos.


En efecto, el valor de la virtud se establece en relación con los vicios: el bien o el mal no son conceptos absolutos, sino que sistemáticamente establecen una dependencia respecto de lo otro, de su contrario, es la opinión recibida. Quevedo explica esto con claridad en su Marco Bruto:

Puede el hombre con ardimiento y con bondad ser valiente y virtuoso; mas faltándole el estudio no sabrá ser ni virtuoso ni valiente. Mucho falta al que es lo uno y lo otro si no lo sabe ser. La valentía mal empleada se queda en temeridad, y la virtud necia hace mal en el bien que no sabe hacer; y es a veces peor la virtud viciosa y la valentía desatinada que la cobardía cuerda y el vicio considerado, cuanto es mejor lo malo que se enmienda que lo bueno que se empeora. Poco se diferencia el hacer mal con lo bueno, por no saber hacer el bien, y el aprovechar el malo con lo malo, porque sabe hacer bien y mal. [...] El que dijo que las virtudes consistían en medio no consideró el medio de la geometría, sino el de la aritmética, que resulta de lo bastante, entre lo falto y lo demasiado: de la manera que la religión está con majestad entre la herejía menguada y la superstición superflua. Contrarios de la virtud son quien le quita números y quien se los añade, como el número siete lo deja de ser bajando a cinco y creciendo a nueve.


Notemos que, según Quevedo, la religión no se opone al ateísmo, sino a la herejía. En general, el Vicio (el mal) no es ausencia de Virtud (bien), sino deformación, insuficiencia o sobra de bien. De pasada habría que señalar la «objetividad» del planteamiento, pues no se trata de una moral subjetiva, basada en la intención, sino que sólo se valoran los resultados, los efectos, según la circunstancia, el momento, etc. Es un resultado inevitable, dado el punto de partida; pero, en cualquier caso, esto lleva a la inversión de los valores morales, aunque se mantenga la oposición dialéctica, que es, precisamente, lo que define el sistema:

Sea fruto útil a las repúblicas, temeroso a los monarcas, y de enseñamiento a los súbditos, el saber recelarse del tirano que tiene algo de bueno en que se disculpa y se desfigura; y del celoso que tiene algo malo en que se pierde. Yo afirmo que lo bueno en el malo es peor, porque ordinariamente es achaque y no virtud, y lo malo en él es verdad, y lo bueno mentira. Mas no negaré que lo malo en el bueno es peligro y no mérito.


(Marco Bruto).                


donde se puede ver con toda claridad el cruce y paso de las oposiciones virtud/vicio y verdad/mentira.

En algún caso excepcional, una virtud puede presentarse aislada, por ejemplo la Justicia: «Esta virtud -dice Quevedo- que entre todas anda con mejores compañías, o con menos malas, pues sola ella no está entre dos vicios», y, sin embargo, a renglón seguido, podemos leer: «siendo la que gobierna y continúa y dilata el mundo, quiere ser tratada y poseída con tal cuidado y moderación como aconseja el Espíritu Santo cuando dice: Noli nimium esse iustus: pecado en que incurren los que tienen autoridad en la república y son vengativos; que de la justicia de Dios hacen venganza y afrenta y arma ofensiva» (Política de Dios y gobierno de Cristo). Y es que el vicio participa, en alguna manera, de la naturaleza de la virtud, en una lucha equivalente a la relación dialéctica amo-criado, o señor-vasallo, de tanta importancia en la obra de nuestro autor.

Si el señor se define por ser señor de vasallos, y acaba dependiendo de ellos, los vasallos, que dependen del señor, intentan suplantarle. Así, los vicios disimulan y ocultan su verdadera naturaleza para suplantar a las virtudes, cuyo valor es, precisamente, someter a los vicios, manteniéndose alejados de ellos, como los viles adoptan la retórica de los nobles y de los virtuosos. Dentro de este sistema, el padre de Pablos, por ejemplo, era de oficio barbero, pero «eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así», y esconde su verdadero oficio bajo una denominación falsa. Es este el procedimiento habitual, el recurso al disfraz, a la hipocresía; dice Quevedo: «Yo hago el oficio de espejo, que le hago ver en sí lo que en sí no pueden ver. Ninguno puede ver en su rostro la fealdad que en él tiene», y más lejos continúa: «Ninguno ve la cara de su pecado que no se turbe. Por eso, cauteloso, no la descubre él cuando lo intentan, sino cuando le han cometido. Para introducirse en la voluntad, que sólo quiere lo bueno, y lo malo debajo de la razón de bueno, se pone caras equívocas con las virtudes. Es el pecado grande representante: hace con deleite de quien le oye infinitas figuras y personajes, no siendo alguno de ellos. Es hijo y padre de la hipocresía, pues primero para ser pecado es hipócrita, y es hipócrita luego que es pecado» (Marco Bruto). También la envidia se presenta de la misma manera en Política de Dios:

Siempre entendí que la envidia tenía honrados pensamientos; mas viéndola embarazada con ansia de cuatro hojas mal borradas de este libro mío, conozco que su malicia no tiene asco pues ni desprecia lo que apenas es algo, ni reverencia lo sumo de las virtudes. Por esto ha llegado el ingenio de vuestra maldad a inventar envidiosos de pecados, y hipócritas de vicios.


La pareja Virtud/Vicio puede conectarse con la que forman Realidad y Apariencia, cuyo denominador común es la hipocresía; en este sentido, la obra de Quevedo «desarreboza los disfraces con que la hipocresía introduce enmascarados los vicios», como él mismo escribe en La cuna y la sepultura. Pero notemos que el problema planteado no reside tanto en la oposición verdad/mentira cuanto en la hipocresía, es decir, la imitación de la verdad virtuosa, en la apariencia o, como gusta decir nuestro autor, en las figuras, entendiendo por tales no los tipos, a la manera costumbrista, sino como, siguiendo a San Pablo (1, Cor., 7, 31), las definen Alejo de Venegas, el P. Niremberg o fray Luis de Granada; este último dice: «Las cosas de esta vida tienen poco ser, pues el Apóstol no las quiso llamar cosas verdaderas, sino solamente figuras, que no tienen ser, por donde aún son más engañosas», pensamiento que nuestro autor expresa de muy diferentes maneras y en todo tipo de obras, por ejemplo en Cómo ha de ser el privado, dice:


Vuestras dos señorías vean
por cual les da parasismo,
que, en retratos, es lo mismo
que se digan o que sean.

esto es, da igual que se diga que son de una persona o que lo sean de verdad.

En la práctica literaria, Quevedo obtiene copioso fruto de esa pareja, hasta tal punto que se podría presentar como esencial en todo tipo de escritos. Así, rufianes y bravos, alcahuetas y tomajonas ofrecen toda la retórica de la honra que corresponde a la clase noble, a las personas honradas: al hacer depender las formulaciones socialmente válidas de los hechos y las personas innobles que las sustentan, surge una nueva figura, síntesis de los extremos que, en este caso, serían, por un lado, la realidad reprobable y, por otro, los vocablos vacíos de contenido: son dos vicios que ya no flanquean una virtud, se trata de una nueva realidad viciosa que se opone, en bloque, a la verdadera nobleza, interior, horra de retórica, pues no se basa en las palabras sino en comportamientos.

En el plano de la vida civil, del mundo «de tejas abajo» (expresión condenada por Quevedo como frase hecha, pero concepto ampliamente recibido desde el Renacimiento), las actitudes particulares o los comportamientos individuales pueden entrar en la dinámica que he señalado mediante el proceso de intensificación generalizadora a que los somete Quevedo, lo cual excluye el sentimiento, el patetismo, etc. Pero las implicaciones sociales excluyen la abstracción conceptual que intemporalizaría el razonamiento, la exposición. Por ello, cuando Quevedo trata de presentar un valor eterno, una realidad permanente, no lo saca fuera del tiempo, lo hace triunfar de él: se afirma contra el tiempo, será necesario recordar los poemas en que el amor triunfa de la muerte, ni aquellos otros basados en la pareja presencia/ausencia.

Ya Dámaso Alonso, al estudiar lo que él llama el desgarrón afectivo de Quevedo, veía las composiciones primerizas como «poesía aun petrarquesca, pobre de motivos y pobre también en la estructura formal. Los contrarios, rebotados desde Petrarca, saltan por todas partes, en especial la pareja hielo-fuego y también ganado-perdido. Esta constante tendencia del pensamiento a bifurcarse, que fragua una y otra vez en dualidades, contrastadas o no, es el signo más evidente de la larguísima tradición del petrarquismo», pero junto a estas oposiciones encontramos otras que se mueven siguiendo la línea temporal, me refiero a la ya señalada, permanencia/cambio, y a su equivalente vida/muerte, organizadas de manera que cambio y vida se identifiquen y correspondan, lo mismo que permanencia y muerte. Recordaremos que, para Quevedo, lo mudable es algo negativo, rechazable; de este modo se establecen una serie de tensiones y contrastes, más o menos complejos entre la serie de términos; veamos, por ejemplo, lo que escribe nuestro autor en una epístola: «Ya que no puedo valer para el acierto de la perfección de la vida, que, inculpable en los buenos, hace hermosa la muerte, me valdré de las miserias que en los distraídos y delincuentes hace aborrecible la vida. Por diferentes caminos, el pecado y la virtud alivian el temor de la muerte: aquél con el fastidio de lo pasado, ésta con la esperanza de lo futuro». Lo que aquí, como en lo ya dicho, me interesa señalar es que en nuestro autor no se produce una oposición excluyente vida-muerte, sino que una incluye a la otra, y esto no sólo porque, como tantas veces se ha dicho, la vida lleve en sí la perspectiva de la muerte, sino porque también la muerte es resumen y cifra de la vida. De estas dos posibilidades, la primera es tan frecuente en Quevedo que bastará tomar un solo ejemplo, sacado de De los remedios de cualquier fortuna: «Morirás. Fuera verdad entera si dijeras: Has muerto y mueres. Lo que pasó lo tiene la muerte; lo que pasa lo va llevando. Morirás. Desde que nací lo sé; por eso lo espero y no lo temo. Morirás, no dices bien; di que acabaré de morir y acertarás, pues con la vida empecé la muerte». Menos frecuente es la formulación alternativa en la que, desde una perspectiva complementaria, Quevedo reduce el cambio a la unidad de lo permanente, en Marco Bruto leemos: «Breve es la vida; antes ninguna en aquel que olvida lo pasado, y desperdicia lo presente, y desprecia lo porvenir. Y solamente es vida y tiene espacio en aquel varón que junta todos los tiempos en uno», casi versiones en prosa del soneto que acaba «soy presentes sucesiones de difunto», reducción temporal y acabamiento que no excluye la permanencia personal.

En todo lo anterior he querido mostrar cómo uno de los principales recursos de Quevedo es la organización de la realidad en parejas de términos y conceptos entre los que se establece una implicación bilateral. Ahora bien, es necesario dejar bien sentado que las parejas así construidas no funcionan aisladas, sino dentro de un contexto, de un sistema de valores claramente definido; de esta manera no es posible sacar de su lugar una serie de afirmaciones o negaciones, contradictorias, para presentar el pensamiento de Quevedo como un manojo de sarmientos, desprovisto de sustancia, útil para afirmar o negar cualquier posibilidad ideológica. Lo cierto es que los términos en cuestión forman sus parejas en un sistema que podríamos llamar de doble articulación, de tal manera que si un concepto, en un plano del sistema, se opone a otro y adquiere así un significado concreto, en otro plano puede oponerse a otro término y definir un significado (y un valor) radicalmente diferente del que tenía en el primer caso. No tener esto en cuenta, permite a algunos críticos hacer que la obra de Quevedo diga cualquier cosa, convertirla en un caos. El sistema de doble articulación, perfectamente conocido y aceptado, por otra parte, lo podemos ejemplificar con el término honra, término cuyo valor y sentido depende del plano en que se sitúe. En efecto, «de tejas abajo» sirve a la oposición nobles/innobles, y da lugar a inversiones características, como la de los bravos y coimas que viven guardando honra, donde el valor del término, a pesar de las apariencias, resulta avalorado, precisamente por ser falsificado; ahora bien, cuando Quevedo sitúa su obra en un plano trascendente, entonces honra se opone (o se identifica, según los casos) con virtud de manera que la oposición noble/plebeyo se neutraliza: aquí, el desprecio de la honra y otros oropeles mundanos no puede presentarse como prueba de su rechazo en el contexto social; tampoco se trata de la teoría de la doble verdad, ya que, para Quevedo como para Calderón, no hay más que una verdad, situada, eso sí, en diferentes niveles o planos de la realidad. Lo dicho sobre la honra se puede decir de muerte, concepto que funciona unas veces en relación con vida pero que otras lo hace en oposición a vida eterna, lo que altera su significación y, naturalmente, su valor.

Con todo esto quiero señalar que si el conjunto de la obra de Quevedo quizá no forma un sistema coherente, cerrado y completo, parece seguro que no es rosario o sarta de frases y proposiciones inconexas y arbitrarias.





Indice