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- VI -

Con distintos fines e intenciones, pero de manera muy sostenida y expresiva, Pérez de Ayala parece necesitar, una y otra vez, para encauzar, sostener y dar sentido a su novelar, de unos soportes literarios que glosar, deformar o parodiar. Por eso se habrá observado que en no pocas novelas de Pérez de Ayala, y en momentos significativos de las mismas, aparece como personaje un libro, sean Las moradas, de Santa Teresa, en el citado caso de Troteras, sea el Otelo, de Shakespeare, en otro famoso capítulo de la misma novela, el titulado Verónica y Desdémona. Alberto Guzmán asiste a la curiosa experiencia que la lectura del drama shakespiriano supone para Verónica, que va identificándose sucesivamente con los distintos personajes (Yago, Otelo, Desdémona, etc.) hasta vivir con enorme angustia el desenlace. Un equivalente de este episodio se encuentra en El curandero de su honra, a propósito del efecto que provoca, en la tierna sensibilidad de Carmina, una representación del calderoniano Médico de su honra:

De retorno del teatro, Carmina iba como fuera de sí, haciendo eses, sollozando y mascullando frases a media voz.

-Pobrecita doña Mencía... Pero él, ¿qué iba a hacer, si se creía engañado?

-Anda, mozuela -cortó doña Mariquita-. ¿No ves que todo ello eran majaderías inventadas para pasar el rato?



Un papel semejante -en lo que a vivificador de pasiones, a lectura vivida se refiere- al que Otelo desempeña con relación a Verónica, lo supone en Luna de miel, luna de hiel, la lectura de El final de Norma para Urbano, que reacciona en adolescente, fascinado, arrebatado por la disparatada aventura alarconiana:

Todos los libros eran ahora para él libros prohibidos; esto es, libros seductores, ocasiones de peligro. Además, insatisfecho en su apetito de vida verdadera, quería alimentarse de vida imaginaria. Subió al gabinete; escogió un libro titulado El final de Norma. Comenzó a leer. Es éste un libro de amorosas aventuras y lances extraordinarios, tan cabalmente cándido y limpio de toda alusión sensual que lances y aventuras más parecen acontecer entre espíritus puros que entre seres de carne y hueso. Desde las primeras líneas, Urbano experimentó una sutil metamorfosis; dejó de ser él y fue sucesivamente cada uno de los personajes del libro. A poco, por una especie de polarización, no se sintió incorporado sino en algunos personajes, los buenos y los simpáticos, y el otro grupo de personajes, los antipáticos y malos, le inspiraban una aversión terrible. Cuando tenía que dirigirse a uno de estos personajes odiosos, leía las frases en voz alta y ronca. En pasajes angustiosos, detenía la lectura para tomar aliento y suspirar. Al final de una escena satisfactoria, dejó el libro y comenzó a dar brincos. No acertando a desahogar el exceso de emoción, como viese, por ventura, un piano en la estancia, lo abrió y estuvo algunos momentos descargando manotazos sobre las teclas y rugiendo una canción improvisada y bárbara.

Cuando, al caer de la tarde, después de buscarle y gritarle por todas partes, Simona le encontró leyendo, él la despidió, casi con malos modos.

No se presentó en el comedor sino concluida la lectura, ya promediada la cena.

-¿Qué leías, que así te retuvo? -preguntó don Cástulo-. ¿Algún novelón?

-Sí, señor; una novela.

-De seguro una novela desmoralizadora -prosiguió don Cástulo.

-El final de Norma -declaró Urbano.

-Yo la he leído -atajó doña Rosita-, y es puro aguachirle. No comprendo, niño, cómo te has engolosinado de ese modo leyéndola.

-Es que la lectura de la primera novela -elucidó don Cástulo- es un pequeño ataque de locura, una breve enajenación.



El episodio es perfectamente alineable junto al de Verónica, arrastrada hasta las lágrimas y la plena identificación con la tragedia de Desdémona, y ambos suponen una muy bella glosa del lugar común que alude al poder e influencia de los libros sobre los lectores ingenuos, apasionados, sencillos, como lo son Verónica y Urbano. En cierto modo, la breve enajenación que para este último supuso la lectura de una novela nos trae al recuerdo lo que en 1925 decía Ortega y Gasset acerca del hermetismo de este género. Y, en definitiva, tras todo este influir de los libros sobre sus lectores, tras todo ese proceso de locura momentánea, de metamorfosis e identificación del lector con lo leído, está el recuerdo del Quijote cervantino como el más expresivo spécimen de cuán grande puede ser la presión de lo libresco en la vida real.

Desde esta perspectiva se comprenderá el sentido e importancia que tienen en la obra de Pérez de Ayala los muchos ecos literarios en ella rastreables. Así, Quevedo proporciona hipérboles, como la de asimilar un zapato del P. Alesón -en Berlamino y Apolonio- a los «del dómine Cabra, una tumba de filisteo». No menos hiperbólico es, en la misma novela y a propósito del mismo personaje, lo que de él se dice al describir cómo abandona un sillón. Es una caricatura casi más dickensiana, sin embargo, que quevedesca:

Y el voluminoso fraile se levantó de un asiento que antes se creyera que era un butacón, ya que el Padre lo llenaba de brazo a brazo; pero así que se hubo levantado, resultó ser un sofá, y no de los pequeños.



También cabría recordar, a propósito de Quevedo, aquel impresionante pasaje de El sueño de las calaveras, en el que el autor imagina prolongadas más allá de la muerte las humanas perspectivas y pasiones; al oír la trompeta del Juicio Final:

Y assí al punto començó a moverse toda la tierra, y a dar licencia a los huessos, que anduviessen unos en busca de otros. Y passando tiempo (aunque fue breve), vi a los que havían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra. A los avarientos, ansias y congoxas, rezelando algún rebato. Y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caça.



Una idea semejante, aunque sólo sea parcialmente, y sin que ello implique necesaria dependencia quevedesca, se encuentra al final de Belarmino y Apolonio, a propósito de los viejos de un asilo que, casi con un pie ya en la tumba, se comportan, ante Colignon, según sus inveteradas aficiones: la bebida, el tabaco, el viejo que fue lechuguino, el glotón. Esto equivale a un allegar a la muerte, más allá de ella, los más empecinados vicios y manías de los años mozos.

Cuando, al comienzo de Prometeo, pide ayuda el narrador a las musas, a la usanza clásica, encarnadas aquí en la «diosa cominera de estos días plebeyos», la de los noveladores, la califica de «chismosa y correveidile», utilizando el mismo término que Leandro Fernández de Moratín aplicó, en La derrota de los pedantes, a Mercurio, «el correveidile de los dioses».

Con prescindencia de los ecos que en Luna de miel y en su continuación se encuentran de Rousseau -más citas de Virgilio, Quintiliano, Sófocles, Eurípides, etcétera-, puede que ofrezca más interés la existencia de un -que yo sepa- desapercibido recuerdo calderoniano en la tan calderoniana novela El curandero de su honra. En uno de los monólogos de Tigre Juan -precisamente en la parte en que su vida fluye paralela al lado de la de Herminia- se encuentra un eco del famoso primer monólogo de Segismundo en La vida es sueño. La barroca comparación que el príncipe privado de su libertad va haciendo con el ave, el caballo, el pez, el arroyo, se concentra aquí en la que Tigre Juan establece con el sol:

Sólo aspiro, Señor, a dejar concluida en un hijo mi obra de hombre; obra duradera, que viva por mí y yo viva en ella, cuando mis huesos sean ya polvo. La jornada de mi dicha está todavía en la primera mañana, como ese sol niño y rosado que allí se me manifiesta, reclinándose perezoso aún sobre la verde cuna de aquellas colinas. Privado de albedrío, el sol llegará al final de su jornada. A mí me concediste albedrío, Señor. ¿De qué me sirve la libertad de pensar y querer, si pensar no es lograr ni querer es poder?



Si Calderón, pese a la lejanía temporal, es recordado, no puede extrañarnos que el que fue maestro de Pérez de Ayala, el gran narrador asturiano Leopoldo Alas, Clarín, proporcione también motivos de inspiración o de coincidencia a su discípulo. Sin que el Anselmo Novillo de Belarmino y Apolonio tenga demasiado que ver con el Álvaro Mesía de La Regenta, es evidente que se aproximan en algún rasgo, según quedó ya apuntado. Por otra parte, como también se dijo ya, en el mismo Belarmino la figura de D. Celedonio de Obeso -«ateo declarado y republicano agresivo, en el fondo un pedazo de pan, un zoquete»- trae al recuerdo la de aquel otro desdichado ateo oficial de Vetusta, en La Regenta, cuyo entierro da lugar a algunas de las más impresionantes páginas de la obra clariniana. Al igual que este ateo y otros avanzados vetustenses, D. Celedonio se expresa así ante la criada de su pensión:

Le habrás dicho a la señora que yo no me someto a esa asquerosa farsa de la vigilia, y en estos santos días de Semana Santa quiero comer carne y pescado. Yo promiscuo, o promiscúo, que no sé a ciencia cierta cómo se pronuncia.



Todo lector de Clarín recordará el bello comienzo de La Regenta:

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas, que se rasgan al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo, se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes, hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de su escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica.



¿No cabría comparar tal obertura novelesca con la de La pata de la raposa?:

Una tarde de principios de septiembre. Declinaba el estío mansamente. El inflamado crepúsculo hacía presentir el otoño y su melancolía de fruto demasiado madurecido.

Pilares, la decrépita ciudad, centenario asilo de monotonía y silencio, yacía al sol poniente, más callada y absorta que nunca. De vez en vez la voz medieval e imperecedera de las campanas sacudía, como errante escalofrío, la modorra de aquel pétreo organismo. La ciudad parecía respirar un vaho rojizo y grave.



El especial énfasis literario que todo esto supone -es decir, la continuada y repetida presencia de recuerdos literarios en las novelas de Pérez de Ayala- se relaciona con la tan manejada técnica del contraste, en cuanto ésta supone la consideración de dos planos, de una doble perspectiva.

El problema de la invención novelesca adquiere así una especial configuración, al necesitar ésta de esos marcos, apoyaturas y trasfondos, perceptibles en muchos novelistas; no exclusivos, claro es, de Pérez de Ayala, pero presentes en él con una continuidad, sentido y alcance realmente reveladores.

Piénsese que el minoritarismo asignado a las novelas de Pérez de Ayala, su escasa capacidad para conquistarse los grandes públicos lectores, tienen tal vez su origen en el fenómeno que estamos describiendo. Pues si imaginamos al lector elemental de novelas, que gusta de hundirse en ellas como en un algo compacto, unitario y sin hendiduras, será fácil imaginar también la inevitable decepción de ese lector ante unas novelas tan elaboradas, llenas de resonancias, de ecos y motivos literarios como para, en cierto modo, escamotearle la ilusión de lo que vive con autonomía, en la medida que se encuentra a cada paso con la presencia irónica, culta, burlona, del narrador.

Salvadas las distancias -y son grandes-, Pérez de Ayala me recuerda a veces el caso de D. Juan Valera, y no porque sus creaciones novelescas sean allegables en temas, técnica o estilo, sino por esa última y especial coincidencia que supone, en nuestras letras, lo que podríamos llamar, con más o menos rigor, un novelar desde supuestos humanísticos o, al menos, desde una perspectiva cultural no demasiado frecuente en la historia del género. Si Valera emplea deliberados y muy graciosos anacronismos de lenguaje a la hora de relatar historias como la de El bermejino prehistórico, Pérez de Ayala, en otro plano, se sirve también, a efectos de parodia, con propósito irónico, de un lenguaje que resulta burlesco, precisamente por la inadecuación.

La importancia que Pérez de Ayala concede a lo heroico-cómico es algo que no habría que perder de vista nunca, pues ese contraste explica muchos personajes, temas, situaciones y hasta obras enteras del gran escritor asturiano. Recuérdese, por citar un ejemplo muy expresivo, el cuento Éxodo de la colección Bajo el signo de Artemisa. Se trata de un pequeño poema heroico-cómico o épico-burlesco, en el que lo minúsculo -en este caso, una invasión de pulgas- adquiere proporciones colosales, de acuerdo con una estimativa irónica, muy propia de este género; la que está al fondo de poemas como La secchia rapita, de Tassoni; Le Lutrin, de Boileau; El rizo robado, de Pope, etc. Henchir de contenido dramático una minúscula anécdota, por un procedimiento de ampliación, de agigantamiento de lo insignificante, es un viejo recurso literario del que se sirve Pérez de Ayala en ese cuento en el que todo tiene un aire bárbaro, desmesurado; el aire casi propio de los relatos bíblicos del Antiguo Testamento. Aquí, la peregrinación, el éxodo de toda una comunidad -el tremendo señor poco menos que feudal, con su familia, su servidumbre, sus enseres, sus ganados-, está descrito en términos que, por su movimiento y colosalismo, encajarían bien en el tono épico. Como el lector sabe, ab initio, que tras todo ese énfasis épico no hay más que unas pulgas, aunque sean en proporción de bíblica plaga, la tensión especial que el relato alcanza es más irónica que dramática.

Si de esto descendemos al lenguaje, veremos cómo en Pérez de Ayala se da con frecuencia el recurso de la ironía, entendida y manejada como un desajuste deliberado de perspectivas, por virtud del cual lo elevado y lo vulgar entrecruzan y confunden sus acentos. Los grandes humoristas de todos los tiempos -bastaría recordar el caso de Dickens- han sabido extraer considerables efectos de esas inadecuaciones expresivas. En Pérez de Ayala la ironía, manejada en ese sentido, es algo más que una tradicional figura retórica; es un indicio más que sumar para la obtención de la imagen dualista, perspectivista, que de su obra estamos trazando.

Recuérdese, por ejemplo, en las páginas dedicadas a D. Amaranto, en Belarmino y Apolonio, la utilización de un lenguaje riguroso y hasta pedante al servicio de un fin burlesco:

Condumios y viandas eran los primeros harto fluidos, y las otras de estructura demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana.



O cuando D. Amaranto habla del Ática, «ostentando didácticamente un tenedor de peltre, al modo de férula». Toda la teoría sobre las casas de huéspedes que, en boca de tal personaje, ofrece Ramón Pérez de Ayala, serviría de elocuente ejemplo de su manejo de la ironía.

Recuérdese, asimismo, como pasaje enormemente significativo en el mismo Belarmino, el referente a los gallos de pelea que prepara Apolonio:

A todos sus animales les impuso nombres mitológicos y legendarios: Aquiles, giro; Ulises, colorado; Héctor, gallino; Hércules, negro; Roldán, dorado; Manfredo, cenizo; Carlomagno, negro también, etc. En las otras galleras abundaban los nombres de toreros.



En cierto modo, todo un relato, Prometeo, está narrado de acuerdo con esta fórmula. De lo heroico se pasa a lo trivial bruscamente, y el lenguaje se hace eco una y otra vez de ese doble plano, de esa intención irónica, v. gr.:

Tal era la mansión de Kalypso, quien, dicho sea de paso y en honor a la verdad, no se llamaba Kalypso, que se llamaba Federica Gómez, y era viuda de un indiano rico y estéril. [...] Después de cenar, Odysseus dijo que salía al jardín a fumar un pitillo [...]. Sin embargo, detúvose en una taberna a comprar varias botellas de rojo néctar y cristalina ambrosía, que el tabernero, hombre lego en asuntos mitológicos, denominaba vino y aguardiente.



Ese continuo oscilar -propio de la parodia- entre el plano de la expresión noble, de los motivos mitológicos, y el de la expresión vulgar y cotidiana, permite a Pérez de Ayala degradar burlescamente a los héroes homéricos:

Nausikaá se llamaba Perpetua Meana. Cuando Marco supo su nombre y apellido, celebró el primero, reputándolo muy bello y significativo, y le hizo ascos al segundo, por carecer de eufonía y por otros motivos.



Tan repetido manejo de antítesis y dualidades da lugar, incluso, a alguna especie de chiste casi sainetesco :

Don Tesifonte Meana (nombre que Marco reputó muy bello y eufónico) era extremeño y, sin duda, descendía de casta de conquistadores, porque las horas que no estaba en la oficina las dedicaba exclusivamente a la conquista de las criadas de servir.



Lo cómico parece rondar siempre a lo heroico en el novelar de Pérez de Ayala, de acuerdo con su concepción de la tragicomedia, tan próxima a la de Ortega, según quedó apuntado en el anterior ensayo. El que las cosas resulten serias o risibles no depende más que de un simple efecto de perspectiva. Esto se ve claro en Belarmino y Apolonio, cuando Novillo lleva el drama de Apolonio al bufo Celemín, director de una compañía de zarzuela:

Espíritu superficial, como todos los hombres consagrados exclusivamente a dar que reír a los demás, Celemín vio al punto que la obra, representada convenientemente en tono de farsa, sería el mayor éxito de risa.



Mudada la perspectiva, con sólo un desplazamiento de la misma, una tragedia se convierte en farsa; el llanto se trueca en risa. En el prologuillo que va al frente de El ombligo del mundo, al hablar Pérez de Ayala de la enemistad de signo político (romanonismo y anti-romanonismo) de Espumadera y de Vocina, dice:

Dramas de este orden, por cuestión de parecido, nos han servido de asunto para alguna de las presentes narraciones. Pero se engañaría el lector si presumiera que son ejemplos para reír. Como se engañaría si los tomase como cuentos para llorar. Todo lo que sucede en el Congosto y en el mundo es justamente para reír y para llorar. Lo cómico y lo dramático dependen de la perspectiva.



¿No cabría relacionar esta afirmación con aquel poema La comedia del saber, del también asturiano Ramón de Campoamor, en el que presenta a Heráclito y Demócrito?:

HERÁCLITO
-Es duelo todo.
DEMÓCRITO
-Todo es juego.
[...]
(El pueblo a la conclusión
Muestra, al partir tristemente,
Aire de duda en la frente,
Y angustia en el corazón.)
   (Dice éste al irse:) -¡A pensar!
(Y aquél murmura:) -¡A sentir!
(Uno:) -¡A reír! ¡A reír!
(Y otro:) -¡A llorar! ¡A llorar!


No se trata, claro es, de extraer consecuencias de una posible comparación Campoamor-Pérez de Ayala, puesto que para establecerla apenas podríamos echar mano de otra cosa que no fueran parecidas opiniones en torno al relativismo de las cosas humanas, es decir, a las visiones que de un mismo asunto se obtienen desde diferentes perspectivas.




- VII -

Llegamos así al que considero punto clave o eje del presente ensayo: la presencia en las narraciones de Pérez de Ayala de un bien explícito perspectivismo, lo suficientemente rico y matizado como para justificar su análisis, y su estrecha relación estructural o intencional con todos esos efectos de dualismos, de contrastes, parodias, etc., que se han descrito en las anteriores páginas.

Las que ahora vamos a dedicar al perspectivismo ayalino parecen reclamar del lector una contrastación con las que figuran al comienzo de este libro sobre el perspectivismo de Larra, Cadalso y Mesonero Romanos. Aunque éste no sea el momento de reseñar, ni aun sucintamente, las muy distintas variedades en que, a lo largo de los siglos, ha ido encarnando el perspectivismo literario -y sobre este punto espero volver en otras ocasiones-, parece obvio que tal procedimiento, manejado por Pérez de Ayala, no presenta los mismos caracteres con que lo hemos visto empleado en las Cartas marruecas o en los artículos de Larra y Mesonero. Y no es que varíe sólo la formulación, el lenguaje y los motivos suscitadores del efecto perspectivístico. Es -también- que el uno es fundamentalmente social, nacional (crítica de un país, de unas costumbres), en tanto que, como hemos de ver en seguida, el de Pérez de Ayala es sustancialmente psicológico y estético.

Del enfrentamiento y contraste de diferentes y aun opuestas perspectivas, se sirve Pérez de Ayala en sus narraciones en todas las épocas. Así, en El Anticristo, el careo y oposición de perspectivas, define la ingenuidad y falta de mundo de unas pobres monjitas:

-Verdaderamente -habló la Llavera-, todo lo que he oído de la magnificencia de estos navíos que llaman trasatlánticos se queda corto. Este Pío IX no es un navío, es un palacio flotante. Habrá observado usted que las escaleras que bajan al comedor tienen linóleum y que los camareros sirven a la mesa con guantes blancos.

En esto se acercó el marido de la señora, el cual comenzó a echar pestes contra el buque:

-Es una indecencia. Y la Compañía, una ladronera, y la mayor parte del pasaje, gentuza. Si yo sé esto, maldito si me embarco en esta Compañía, siendo como es el mismo precio que en las Compañías inglesas e italianas.

-¿Quiere usted decir -preguntó la Llavera- que éste es un mal buque?

-Una indecencia, señora. Es una chocolatera del año de la nanita. Es un barco coetáneo de las carabelas de Colón. ¿Qué digo? Coetáneo del arca de Noé, sólo que le han puesto una chimenea. Eso como no sea la misma arca, a juzgar por la cantidad de chinches, cucarachas y toda clase de bichos que aún se conservan dentro de él.

-Pues, lo que son las cosas -agregó la Llavera-, como nosotras estamos hechas a vivir con tanta estrechez y humildad, nos parecía un palacio. Habrá observado usted que las escaleras que bajan al comedor tienen linóleum y los camareros sirven a la mesa con guante blanco.

-Con todo eso, señora, el barco es una porquería.

-Narciso, no seas exagerado -interpuso la dama, benévolamente-. Como tú ya has hecho una travesía en el Mauritania...



Con el contraste de perspectivas, a la vez que el narrador define la simplicidad de la monja (obsérvese que ésta siempre insiste en los mismos detalles, que a ella le parecen reveladores de la magnificencia del barco), traza también el retrato de uno de esos españoles quejosos, sólo pagados de lo extranjero, hiperbólicos en sus críticas de lo nacional, que enlazan con ciertos tipos y motivos de nuestra literatura costumbrista del XIX, e incluso con las Cartas marruecas.

Que una misma cosa pueda parecer seria o ridícula depende de la perspectiva que frente a ella se adopte. Por eso, en Los trabajos de Urbano y Simona, cuando D. Leoncio habla del amor a su hijo, le dice:

-Todos los amores son ridículos...

-Papá...

-No me has dejado concluir. Son ridículos para quienes no participan del amor. Es como ver bailar sin oír la música; una cosa extravagante y cómica. Por eso, todos los enamorados dan que reír a los demás.

-Algo semejante oí a don Cástulo, pero en un estilo más culto; la luz que despiden las antorchas del Himeneo es invisible para quien no sacrifica en el ara del dios.



Obsérvese que el contraste perspectivístico de lo serio o ridículo del amor queda acrecido con el efecto que supone el recuerdo, por Urbano, de una comparación de D. Cástulo.

En algún caso, el perspectivismo cristaliza en franco relativismo temporal. Un personaje de El ombligo del mundo dice:

En mi tiempo o en mi hogar, una hora me dura un siglo. En la mesa de juego, varias horas las aprieto entre mis manos como un limón, las condenso, las reduzco a una gotita de zumo intenso; no me duran arriba de un breve segundo.



Cabría relacionar este motivo con formulaciones semejantes, perceptibles en la obra de Azorín: «¡Esos interminables minutos de los pueblos!», se lee en La Voluntad.

Pero aún más interesante es comprobar, en la misma obra de Pérez de Ayala, cómo la pasión del juego, capaz de reducir horas a segundos, moviliza una serie de cambiantes opiniones, las formuladas por los Escorpiones a propósito de la ruleta:

Uno de ellos, deleitante de la Estética, decía:

-En dictamen de Kant, el arte, comparado con el trabajo, es un juego. Por tanto, el juego es un arte.

Hablaba después del spiel-trieb, o impulso hacia el juego, de Schiller; del impulso-vida y del impulso-forma; del arte fútil, único arte genuino, y otras zarandajas e ingeniosidades.

Otro Escorpión, alumno de la Ciencia Matemática, disertaba sobre la teoría de las probabilidades y las particiones, moderna entropía sobre la cual se basan las teorías recientísimas del quantum y cinética, en la Física; mencionaba el teorema de Fermat, la matemática de Rieman, las coordenadas de Gauss, el espacio curvo y la relatividad de Einstein; prometíase llegar a predecir las boladas de la ruleta, gracias a cierta ley de periodicidad, con tanto desembarazo y aplomo como se dispone la fecha de un eclipse. Este Escorpión hacía muchos cálculos antes de poner una peseta a un número de la ruleta, y al salir otro número, exclamaba:

-No puede ser; la ruleta se ha equivocado. La matemática no puede errar. La esencia del cosmos es el número, como ya adivinó Pitágoras.

Otro Escorpión, curioso de la Biología, asentía a eso de la ley de periodicidad, hasta en los organismos, que él describía como sujetos a un ritmo vital. Un sabio berlinés estaba ya anotando cierto ritmo vital en varias generaciones de ratas de laboratorio, y otro sabio inglés había comprobado el ritmo en el desove de los crustáceos del mar Rojo. Este Escorpión, además, había extendido el certificado de defunción a la hipótesis evolucionista.

Otro Escorpión, propenso a la Sociología, intervenía así:

-No hay periodicidad, o sea fatalismo, en la línea vital de cada individuo, sino arbitrio y acaso. En el individuo todo es aleatorio. No cabe formular leyes sino tocante al grupo; leyes históricas y sociológicas. El próximo número de la ruleta jamás habrá nadie que lo prediga científicamente. Pero en un millón de boladas anticipamos con exactitud matemática que saldrán tantos rojos como negros, tantos pares como impares, y ningún número particular sacará ventaja a otro. O bien tiremos una bolada en un millón de ruletas a la vez. Con idéntica exactitud, anunciamos el resultado. Supongamos ahora este millón de ruletas, y en cada una de ellas un millón de boladas. Si antes pudo haber alguna variación, nunca mayor que la proporción de 36 a 37, con el último arreglo es ya absolutamente imposible. Pues esto es la sociología.



Con prescindencia del alcance humorístico de estas páginas -de un humorismo allegable al de Aldous Huxley-, lo que en ellas importa señalar es cómo un mismo objeto, en este caso la ruleta, suscita una multiplicidad de perspectivas, antagónicas en algún caso. El procedimiento es el mismo que en el XIX empleó Balzac para describir a Madame Firmiani, en la novela corta de este título:

El vocabulario de nuestro idioma es hoy tan extenso como variedad de hombres existe en la gran familia francesa. Tanta verdad hay en esta afirmación que resulta curioso y agradable oír las diferentes acepciones dadas a un mismo vocablo y la versión distinta que alcanza un hecho cualquiera explicado por un parisiense, cuando es parisiense el llamado a popularizarlo. Figurémonos, para concretar, que se pregunta a cualquier sujeto de los positivistas: ¿Conoce usted a la señora Firmiani? Y el hombre describiría el carácter de la dama con los rasgos siguientes: Hermoso hotel, situado en la calle de la Barca; salones regios, cuadros notables, renta de cien mil libras, sin gravamen, y un marido que era en otro tiempo procurador general del distrito de Montenotte. Y dicho esto, el positivista, señor cuadrado, grueso, casi siempre con ropa negra, hace una mueca de satisfacción constante, levanta su labio inferior hasta cubrir el superior, y mueve la cabeza a uno y otro lado, como si expresara: 'He ahí gentes de peso y de las que nada se puede decir'. No le preguntéis más nada. Los positivistas se expresan por números, y hablan de rentas y de los bienes que se poseen a la luz del día, frase que forma parte de su vocabulario.

Pregúntese al de la derecha, a ese que pertenece a la serie de callejeros desocupados, y contestará: '¿La señora Firmiani? ¡Ah, sí, vaya que la conozco! Como que asisto a sus reuniones. Recibe los miércoles: casa respetable'. Y he ahí ya que la señora Firmiani se convierte en edificio, y que no se trata de un conjunto de piedras superpuestas arquitectónicamente, nada de eso: no, la palabra resulta, en boca de estos paseantes, idiotismo intraducible. El tal hombre, seco, de agradable sonrisa, de conversación superficial, pero entretenida, con más erudición que talento, habla al oído y dice intencionadamente: 'Nunca he tropezado con el señor Firmiani. Sus ocupaciones conocidas consisten en la administración de bienes que posee en Italia; pero la Firmiani es francesa y gasta sus rentas como si fuese parisiense. El té que ofrece es excelente. Se trata de una de las casas, rarísimas hoy, donde puede uno divertirse y donde todo cuanto se da es exquisito. ¡No crea usted que es tan hacedero el conseguir la presentación! Como que lo más granado de la sociedad frecuenta sus salones'. Y dicho esto, y a guisa de comentario, toma gravemente un polvo de rapé; absórbelo pausadamente y parece indicar: 'Yo soy visita de la casa, pero no confíe usted en que le presente'.

Posee la señora Firmiani, para los desocupados, algo así como una posada, sin muestra que lo indique.

-¿A qué diablos vas a ir a casa de la Firmiani? Lo mismo se aburre uno allí que en el patio de su hogar. ¿Para qué tener talento si no sirve para huir de salones donde se leen baladas sentimentales?

Esta respuesta la da uno de los amigos clasificados entre los ergotistas, que desearían guardar el universo entero bajo llave y que nada se hiciera sin su permiso. Les hacen daño todas las satisfacciones ajenas y no perdonan sino a los viciosos, a los que caen, a los enfermizos, tratando siempre de figurar como protectores. Aristócratas por su índole, dan en el partido republicano por despecho, y sólo porque así creen hallar gentes de más baja y humilde condición en sus círculos.

-¡Oh! La señora Firmiani, querido, es una de esas mujeres adorables de que se vale la naturaleza para hacerse perdonar el error de haber creado a las feas. ¡Es encantadora! ¡Es buena! Si me gustara llegar al poder, y ser príncipe, y disfrutar de millones, sería para... (Aquí dos o tres frases dichas al oído.) ¿Quieres que te presente?

Es este joven de la clase de los escolares, conocido por su atrevimiento en público y su excesiva timidez a puertas cerradas.

-¿La señora Firmiani? -añade otro dando vueltas al junquillo-. Te diré lo que pienso de ella: mujer de treinta a treinta y cinco años; cara que ha perdido su frescura; ojos bellísimos; talle vulgar; voz de contralto gastada; mucho ringorrango; no poco colorete, y formas distinguidas, eso sí: en suma, querido, ruinas de una hermosa mujer, que vale, no obstante, la pena de que uno se enamore aún.

Este juicio es de uno que pertenece al género de los fatuos que acaban de almorzar, que no mide el alcance de sus palabras y que se prepara a montar a caballo. En tales circunstancias, los fatuos son implacables.

-Posee una galería de cuadros magníficos -os contesta otro-. No he visto nada tan bello.

Os habéis dirigido a uno de los aficionados al arte. El tal os deja para ir a casa de Perignon o a casa de Tripet. Para él, la señora Firmiani no es más que una colección de telas pintadas.

Una mujer. -¿La señora Firmiani? Os prohíbo ir a su casa.

En esta frase está la más preciosa de las interpretaciones. ¡La señora Firmiani!, ¡mujer peligrosa!, ¡una sirena!, sabe presentarse y tiene buen gusto; quita el sueño a las damas. La interlocutora pertenece al género de las chismosas.



La descripción de tal señora se prolonga aún bastante. Es un extenso pasaje, que constituye uno de los más ingeniosos procedimientos perspectivísticos de Balzac.

En el caso de Pérez de Ayala, la visión prismática y cambiante de la ruleta se relaciona claramente con lo que D. Amaranto dice en las primeras páginas de Belarmino y Apolonio, al contraponer el mundo clásico al actual :

En un árbol, si era un laurel, un antiguo veía a Dafne, sentía el contacto invisible de Apolo, y empleaba las hojas para guisar y para coronar los púgiles y los poetas. ¿Qué más necesitaba saber? En la edad científica, un solo árbol se multiplica en tantos árboles como ciencias, y ninguno es el árbol verdadero. El botánico le pone un mote; el matemático le da ciertas dimensiones, en relación con la circunferencia del ecuador, ¡atiza!, el arquitecto lo considera como una viga maestra; el ingeniero naval, como una cuaderna o un mástil; el telegrafista, como un poste de telégrafo; el economista, como un valor cotizable; el ingeniero agrónomo, como un orden de cultivo; el médico, como una especie terapéutica; el químico, como una retorta en cuyo seno se efectúan ciertas reacciones; el biólogo, poco menos que como una persona, y así sucesivamente. La mosca tiene la retina tallada en millares de facetas, con que ve lo externo reproducido en millares de imágenes. Leí en un ensayista francés: '¡Quién poseyera la retina de la mosca! ¡Qué formidable panorama de la creación le ha sido otorgado a la mosca y negado al que llamamos rey de la tierra!...' Pues con penetrar un poco en todas las ciencias, así puras como aplicadas, se descompone al punto una imagen en millares de imágenes, como ya he esbozado en el paradigma del árbol.



No sería difícil relacionar este pasaje con algún otro semejante de Ortega, máximo teorizador del perspectivismo en nuestras letras. Recuérdense, por ejemplo, aquellas consideraciones en el prólogo a Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes (1942), acerca de las distintas visiones de un mismo paisaje:

El agricultor sólo se atiene a lo que es bueno o malo para que granen sus cereales o maduren sus frutos; lo demás queda fuera de su visión y, en consecuencia, queda él fuera de la integridad que es el campo. El turista ve a lo ancho los grandes espacios; pero su mirada resbala, no prende nada, no percibe el papel de cada ingrediente en la arquitectura dinámica de la campiña. Sólo el cazador ve todo y ve cada cosa funcionando como facilidad o dificultad, como riesgo o amparo.



Sirviéndose precisamente de ese prólogo, Julián Marías pudo escribir Un ejemplo de lo que es la razón vital. Después de transcribir unas frases de Ortega, comenta Marías:

Las cosas son vividas como facilidades y dificultades, como ingredientes con los cuales y frente a los cuales tiene el hombre que hacer aquella porción de su vida, por tanto, aparte de toda interpretación o teoría acerca de ellas. Una roca no es un sólido geométrico de cuarzo y feldespato; es una opacidad que oculta a la pieza, o bien una inmovilidad que asegura la puntería de mi rifle. Un árbol no es un organismo vegetal, sino lo que determina una desviación de la res fugitiva, o lo que me protege del ardor solar. Cada cosa es, pues, literalmente, muchas; no tiene un ser en sí, sino lo que va recibiendo de las múltiples funciones vitales que va asumiendo. La realidad se fluidifica; no hay en rigor hechos; sólo hacerse2.



Una misma cosa cambia, pues, según la perspectiva desde la que es contemplada, según la condición, oficio e intereses vitales del contemplador, en coincidencia con lo dicho por D. Amaranto respecto de un árbol.




- VIII -

También en La pata de la raposa se encuentra un curioso efecto perspectivístico referido a un tema tan de Pérez de Ayala como el ya visto de la relativización de lo serio y lo ridículo. El pasaje en cuestión, muy expresivo, se encuentra en una de las cartas que Alberto Guzmán escribe a su amigo D. Juan Halconete, contándole su vida con los titiriteros a quienes se ha agregado:

Quinto Curcio, historiador de Alejandro Magno, cuenta que cuando este conquistador recorría la India, se le presentó un juglar, el cual poseía la más peregrina maña para arrojar a gran distancia guisantes sobre una aguja, y los espetaba todas las veces sin errar golpe. Alejandro, que era un borracho y se paraba poco en inquirir la verdadera importancia de las cosas, como lo atestigua la solución que dio al nudo gordiano, pensó que la del juglar era habilidad superflua, y por mofa ordenó que se le diese por toda recompensa una mata de guisantes; y luego, con ironía fácil, le alentó a que continuase cultivando su arte. Si no recuerdo mal, Juan de Timoneda modifica algo el cuento, y lo atribuye a Carlos V. En lugar de una aguja, pone un cántaro de angosta boca; y lo que allí eran guisantes son ahora garbanzos. El emperador dice, desdeñosamente: 'Dénsele de premio dos hanegas de garbanzos'.

Me parece que tanto Alejandro como Carlos pecaron de estolidez supina. A la larga (una larga que siempre será muy corta), la propia importancia tiene el conquistar el mundo antiguo, como hizo Alejandro, o imponer el papismo al antiguo y al nuevo, como pretendió Carlos, que clavar guisantes en una aguja o meter garbanzos en un cántaro. Con una diferencia en disfavor de entrambos soberanos, y es que sus empresas fueron ridículas; porque el ridículo no es otra cosa que un desacuerdo entre el esfuerzo y el resultado, entre lo que se piensa que se va a hacer o se cree que se está haciendo y lo que realmente se hace. Alejandro y Carlos, persiguiendo una finalidad trascendente dentro de un mundo perecedero, se situaban en un ridículo cósmico. El de los guisantes y el de los garbanzos, no; no perseguían finalidad alguna, sino que cultivaban la destreza por la destreza, desdeñando usarla en altos empleos. Alejandro y Carlos creyeron triunfar de la muerte, pasando a la historia. ¡Menguada historia la que por fuerza tiene limitado y fatal cómputo de páginas! Pero el de los guisantes y el de los garbanzos sí que triunfaron de la muerte, porque triunfaron de la vida misma, comprendiendo muy cuerdamente que no morir es ignorar el mañana, exaltar todas las facultades y ponerlas en el presente eterno de un esparcimiento arbitrario y sin propósito final.



La perspectiva de Alberto Guzmán supone un deliberado efecto de inversión, del mundo al revés, por elevar a trascendente lo lúdico y desmontar, mediante la clásica doctrina de la muerte y del desengaño, el retablo imperial de Alejandro o Carlos V. No se olvide, para mejor situar la perspectiva de Alberto Guzmán, que se trata de un artista, de un hombre de vida irregular, bohemia y antiburguesa. Se explica que, con tales supuestos, Alberto guste de alterar las tradicionales escalas de valores para acomodarlas a su talante y a su visión del mundo.




- IX -

En el caso del D. Amaranto, de Belarmino, ese perspectivismo conduce a una conclusión escéptica, según se ve a través de las humorísticas observaciones que tal personaje hace a renglón seguido de las del árbol:

Pero ya que uno es docto en toda ciencia y mira el objeto en todos sus visos y desde todos los sesgos, ¿es esto saber más, ni siquiera saber algo? Eso es dar vueltas en un tío-vivo, alrededor de un objeto. Frontera a mí, en la mesa redonda, come una linda muchacha. Yo cabalgo en un paquidermo del tío-vivo imaginario y científico, y me lanzo a observar la hermosa criatura, girando en torno de ella. Comienzo a observarla en un soslayo o escorzo, el fisiológico. Penetro la arcana alquimia que se está operando en su estómago a tiempo que deglute; sé cómo las proteínas, grasas y carbohidratos, almidones y azúcares de los alimentos que delicadamente va introduciendo en el precioso estuche de su boca se truecan al final en tejido orgánico; y no quiero profundizar más en estas observaciones entrañables, porque llegaría a términos lastimosos. Hago un cuarto de rotación sobre el giratorio paquidermo, y ahora observo a la niña desde otra perspectiva: la filológica. Por ciertas voces y matices ortológicos sé, con certidumbre, que esta muchacha es galaica, y precisamente de Mondoñedo. Como por encantamiento, la niña acaba de decir que es de Mondoñedo, y nacida en agosto. Mi paquidermo da un bote hacia adelante, y ya estoy en otra línea de observación: la de los horóscopos y astrologías, que es ciencia no por olvidada menos respetable. Esta joven, como nacida en agosto (Napoleón Bonaparte nació en agosto), es apasionada, ardiente, muy proclive a gratificar a Venus, dicharachera, y debe cuidar de los dolores de cabeza (Napoleón no consumó la batalla de Borodino porque aquel día le aquejaba una fluxión nasal). Si yo fuera joven, no seguiría adelante, porque ¿qué vale toda la ciencia ante estos dos hechos tan sencillos: que esta joven es bonita y que se rinde a ciertas proclividades? Pero, puesto que si no soy senil soy senescente, me sobrepongo a las flaquezas de la carne, completo el giro y examino a la muchacha desde los cuatro puntos cardinales. A la postre, estoy donde estaba. ¿Qué he conseguido saber sobre esta muchacha? Nada. Nada. Nada.



En relación con tal escepticismo están los efectos perspectivísticos que dependen del lenguaje, instrumento engañador y subjetivo, según se pone de manifiesto en Belarmino, a propósito del peculiar lenguaje de éste, cuando es discutido por Yagüe y el Aligator:

Usted cree saber al dedillo lo que significan las palabras intuición, espíritu, voluntad, extensión..., ¿no es verdad?

-Desde luego, para satisfacer las necesidades de mi pensamiento.

-Pues bien, cada una de esas palabras tiene en los diferentes filósofos un significado distinto y tal vez opuesto, y todo porque estos filósofos querían, lo mismo que usted, satisfacer las necesidades de su pensamiento.

-Saco en consecuencia que la filosofía no sirve para nada, como no sea para remendar zapatos y andar mal vestido.

-Por lo menos, a Belarmino su filosofía le ha servido para ser un santo. En esto estaremos todos conformes.

-Pues para hacerse uno santo -replicó el dentista, con aire avieso, pensando que la objeción que ahora se le había ocurrido era irrefutable- no es menester inventar un idioma distinto e ininteligible.

-Los santos -respondió el Aligator-, oralmente y en acción, hablan un idioma distinto, que no entienden los que no son santos. Cada hombre que es una cosa de veras, habla un idioma distinto, que no entiende el que no es esa cosa, porque tienen alma distinta. El chalán habla su idioma, el contrabandista el suyo, el suyo también el político, y el artista, y el ferretero, y el soldado y el dentista. El mundo es como una gran lonja, llena de sordos que aspiran a verificar sus transacciones; todos gritan, hay un horrendo rebullicio, pero como no se oyen los unos a los otros, no se concluye ningún trato.



La tesis del Aligator recuerda, en cierto modo, la de esos lingüistas que consideran que hay, realmente, tantos dialectos como individuos, puesto que cada uno de ellos posee su dialecto particular. Por eso, en Tigre Juan oímos hablar a este personaje en lenguajes distintos, según la perspectiva en que le hace situarse la condición de su interlocutor:

Tigre Juan atemperaba su lenguaje a la inteligencia, estado y estilo del interlocutor. Con las personas educadas procuraba hablar por lo retórico. Con Nachín de Nacha, el aldeano, empleaba voces y giros del dialecto popular.



Este perspectivismo lingüístico es el que, llevado a sus últimas y burlescas consecuencias, explica el porqué de escapársele a Apolonio versos y asonancias en su hablar, como resultado de la perspectiva fundamentalmente teatral, dramática, desde la que contempla y entiende el mundo. El peculiarísimo lenguaje de Belarmino revela también la existencia de un mundo mental propio, en el que vive sumido el zapatero filósofo. Carente del misterio y encanto de ese mundo, pero allegable a él en algún punto, es el del D. Medardo de La pata de la raposa, el cual habla un poco a lo Belarmino, incorrectamente, pero con incorrecciones de extraño sentido:

-¿Qué duda coge? Y con educación. Oye, ¿qué te parece si llegara a casarse con Leonor? Un joven tan higiénico. -¿Qué misterioso sentido tenía en labios de don Medardo la palabra higiénico?



Recuérdese asimismo el lenguaje lleno de retruécanos, asonancias, paronomasias, etc., de D. Sincerato Gamborena, en Tigre Juan, como reflejo de su estrambótico carácter.




- X -

Más interés ofrece, sin embargo, estudiar la muy peculiar configuración que Pérez de Ayala da a lo que pudiéramos llamar un perspectivismo estético, cardinal dentro del conjunto de una obra, impregnada en todas sus manifestaciones y géneros, de un profundo y apasionado amor a la belleza. Porque ésta es esencial para el crear, para el novelar de Pérez de Ayala, el perspectivismo estético que en ciertas páginas cabe advertir, resulta tan interesante como revelador.

Y si tenemos en cuenta que alguno de esos efectos perspectivísticos está asociado a la figura de Alberto Guzmán, el personaje novelesco con tantos rasgos del propio Pérez de Ayala, de sus inquietudes, de sus opiniones, se comprobará que no hay hipérbole en el hecho de destacar tales efectos como muy significativos.

En La pata de la raposa, cuando Alberto pasea su mirada por el interior de un humilde chigre (una taberna), todo queda transmutado en un conjunto de exquisiteces en virtud de la especial óptica, de la peculiarísima y deformadora perspectiva que tal mirar supone:

Alberto se sentía en plena ingenuidad, frescura y barbarie de espíritu. Cuanto le rodeaba le producía el deleite de la emoción estética. Sus nervios estaban en una tensión musical y sutileza sensible que nunca había experimentado hasta entonces. Como claro espejo o quieto caudal de agua viva veíase colmado con las bellas virtudes pasivas de la mera y exquisita recepción.

El cuadro de la taberna, en donde momentáneamente vivía Alberto, era Jordaens o Teniers, pero con vida íntegra y acción gustosa sobre todos los sentidos. Por el abierto portón de la huerta, al fondo del lagar, entrábase olor a rosas, a malvas y a tierra húmeda. De vez en vez, a la luz de un relámpago, se encendía el paisaje con un resplandor azul intenso y violeta; y era la aparición subitánea de esas creaciones de Patinir, con su diafanidad diamantina de paisajes contemplados en lo hondo de un lago de aguas durmientes y delgadísimas.

Desde una habitación vecina llegaba la canturria humilde de un acordeón. Una voz moza cantaba. Era un aire de austera melancolía, labriego, como las romanzas de Grieg y de Rimski-Korsakof.

En esto, Remedios, hija del chigrero, que era la que estaba cantando, salió y vino a sentarse al lado de Alberto. Era carillena, lechosa de color, pelo de caoba, muy encendida de labios, ojos negros y rubias las pestañas. Sugería el recuerdo de esas hembras pingües y fáciles que en las kermeses de Rubens dejan, sin asombro, los senos al aire para que los sobe la mano venosa y cetrina de un flamenco beodo. Su falda era añil muy vivo, casi glorioso, semejante a los añiles de Fra Angélico, que siempre había conmovido inefablemente a Alberto, y el abundoso vuelo de la tela caía rígido en innumerables y menudos pliegues. Tales fueron las imágenes que resbalaron por la memoria sensible de Alberto.



En cuanto al dueño del establecimiento,

Estaba cruzado de brazos, con el gesto entre socarrón y hierático del escriba egipcio que hay en el Museo del Louvre.



Alberto reflexiona después acerca de este fenómeno: el de verlo, el de sentirlo todo sub specie artística, bajo forma de recuerdo plástico o musical:

He aquí que me apercibo a gozar por primera vez de las cosas como si hubieran sido creadas sólo para mí. Y ¿qué ha sucedido? Que no veo con mis ojos ni oigo con mis oídos. La realidad permanece ajena y misteriosa para mí. Entre ella y yo se interponen las imágenes y las sensaciones experimentadas por otros sentidos que no son los de mi cuerpo. No he visto la taberna, ni el paisaje, ni a los mineros, ni al chigrero; tampoco he oído el canto de la moza con la música del acordeón. Los han visto y oído por mí Jordaens, Teniers, Verrochio, Lysipo, Grieg, Rimski-Korsakof, y por ahí adelante.



Sería legítimo relacionar un pasaje como éste con aquellos en que Marcel Proust describe fenómenos parecidos. Hay un personaje proustiano, Swann, caracterizado por la manía de descubrir parecidos entre seres reales y personajes de viejas pinturas. Por eso, en el episodio Unos amores de Swann, Odette

chocó a Swann por el parecido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores no sólo los caracteres gemelos de la realidad que nos rodea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de generalidad, es decir, los rasgos fisionómicos individuales de personas conocidas nuestras. Y así reconocía en la materia de un busto del dux Loredano, de Antonio Rizzo, los pómulos salientes, las cejas oblicuas de su cochero Rami, con asombroso parecido.



Swann, con la sensibilidad siempre alerta para el hallazgo de un recuerdo plástico, ve así a unos lacayos de la marquesa de Saint-Euverte:

Había uno de aspecto particularmente feroz, muy parecido al verdugo de algunos cuadros del Renacimiento donde se representan suplicios, que se adelantó hacia él con aspecto implacable para coger su abrigo y su sombrero [...] Unos pasos más allá, un mozarrón de librea soñaba, inmóvil, estatuario, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que en los cuadros más tumultuosos de Mantegna está meditando, apoyado en su escudo, mientras que a su lado se desarrollan escenas de carnicería; apartado del grupo que atendía a Swann, parecía terminantemente decidido a no interesarse en aquella escena, que iba siguiendo vagamente con la mirada, como si fuera la degollación de los Inocentes o el Martirio de Santiago.



La manía de Swann era trasunto de la del propio Proust. André Maurois, en su biografía del gran novelista, ha dicho:

Otro método favorito de Proust consiste en evocar lo real mediante la interpretación de las obras de arte. Proust no era músico, ni pintor, pero la pintura y la música le proporcionaban grandes alegrías [...] Muy pronto adquirió la costumbre de buscar, entre los personajes de los lienzos y los de la realidad, ciertas semejanzas -al principio por gusto de la generalización-, y le complacía encontrar toda una muchedumbre parisiense en los cortejos de Benozzo Gozzoli, la nariz de un Palancy en un Ghirlandaio y el retrato de Mahomed II, por Bellini, en el perfil de Bloch3.



Pero, prescindiendo ahora de esa comparación Proust-Pérez de Ayala, merece la pena considerar cómo en Troteras y danzaderas se repite, con distinta modulación, un efecto de perspectivismo estético próximo al de La pata de la raposa. Para intensificarlo, Pérez de Ayala suma al motivo perspectivístico el del contraste. Se trata de aquel episodio en que Rosina va a visitar el Museo del Prado acompañada del poeta Teófilo. La visión que de su más próximo contorno tiene Rosina es de signo distinto, según se la considere antes o después de su paso por el Museo.

Rosina, ilusionada y contrariada, se encontraba como se había encontrado en otras ocasiones: que habiéndole caído una mancha en un vestido sin estrenar, la mancha parecía haber herido la retina, y adonde quiera que volvía los ojos la mancha flotaba en el aire, oscureciendo la realidad. Ahora todas las cosas las veía feas: el cielo, los árboles, particularmente los mendigos y los campesinos manchegos que pasaban a la vera de sus mulas en reata. La poseía ese pesimismo placentero, a flor de piel, de las personas ociosas, el cual constituye una buena preparación espiritual para el esteticismo.



La perspectiva se ha invertido al salir del Museo. Todo le parece hermoso a Rosina, incluidos los pobres, los carreteros. Teófilo asiente.

A mí se me figura que lo veo por primera vez.

Rosina tomó el brazo de Teófilo.

-Usted lo ha dicho, con cuatro palabras, lo que yo sentía y no era capaz de expresar. Parece que se ve por primera vez como si lo hubiera acabado de hacer Dios y no pudiera ser de otra manera que como es. Todas estas personas y cosas, que antes me parecían tan miserables y feas, cansada como estaba de haberlas visto tantas veces, creí verlas una vez más en los cuadros del Museo, y por eso me emocionaban los cuadros, porque me recordaban las cosas de veras, y esas mismas cosas, después de verlas en los cuadros, me parecen ahora hermosas, maravillosas, como si hubiera aprendido a verlas; como si ahora las viese por primera vez. ¿Hay nada más curioso?

Detuviéronse junto a una de las fuentes del Paseo del Botánico.

Al pie de ella, unos obreros municipales habían levantado una hoguera con ramazón seca y hojarasca. Agua y fuego cantaban a su modo.

-¡Qué hermosa es el agua! ¡Qué hermoso es el fuego! -suspiró Rosina.



Fue muy aficionado Pérez de Ayala a estas lecciones de estética, de teoría literaria, de psicología o sociología, disueltas o a medio disolver en sus novelas. En la misma Troteras y danzaderas se encuentra el ya comentado y extenso episodio del efecto que la lectura de Otelo provoca en Verónica. El tono de lección estética que tal episodio supone queda subrayado al presentar Pérez de Ayala a Alberto en charla con Antón Tejero:

-Para mí, el hecho primero en la actividad estética, el hecho estético esencial es, yo diría, la confusión (fundirse con) o transfusión (fundirse en) de uno mismo en los demás, y aun en los seres animados, y aun en los fenómenos físicos, y aun en los más simples esquemas o figuras geométricas: vivir por entero en la medida de lo posible las emociones ajenas, y a los seres inanimados henchirlos y saturarlos de emoción, personificarlos.

-Hay sus más y sus menos; pero, en fin, ese es el concepto que domina hoy toda la especulación de la estética alemana, el Einfühlung. Se ve que ha leído usted algo acerca de ello.

-No he leído nada.

-¿Que no? Pues ¿quién se lo ha enseñado a usted?

-Hombre, la cosa es bastante clara por sí...; pero quien me lo ha hecho penetrar más cabalmente ha sido... una prostituta.



En la misma novela, la desventura de Teófilo al ser abandonado por Rosina, que huye con su primer amante, un titiritero, da lugar a una nueva lección de estética literaria, que es también una lección de perspectivismo. Teófilo y Alberto discuten los efectos de la catarsis, teorizan acerca del espíritu lírico y del dramático -es muy significativo que alguna de las más brillantes páginas de teoría literaria de cuantas escribió Pérez de Ayala se refieran al drama y no a la novela; es lo que ocurre en Troteras-, para finalizar Teófilo refiriéndose al drama que podría escribir, extraído de su desgracia amorosa. Alberto le recomienda que, precisamente por ser un drama, trate de objetivar su desventura. Teófilo replica:

Según tú, he de presentar los tipos de la mujer pérfida y del titiritero brutal de tal suerte que todas las mujeres y todos los hombres piensen: 'Yo hubiera hecho lo mismo en el caso de ellos'.

-Exactamente.

-Y al poeta, al que debía simbolizar lo más noble y elevado en la vida, que lo parta un rayo. ¡Estaría bueno!... -exclamó Teófilo, sonriendo aceradamente-. Pues yo creo, por el contrario, que el arte es caracterización, síntesis, y que los buenos, a través de la obra de arte, aparecen mejores y los malos aparecen peores.

-Supón por un momento que esa mujer pérfida tiene tanto talento literario como el poeta, y que se le ocurre escribir el mismo drama. Sería un drama diferente, ¿verdad?

-Claro está.

-Y, sin embargo, es el mismo drama.

-Otro sofisma. Es como si colocas a veinte pintores alrededor de un modelo. Todos pintan lo mismo y cada cuadro es diferente, porque han sido diferentes los puntos de vista.

-No, porque el pintor se limita a pintar lo que ve y como lo ve. Otra cosa sería si el que pinta la figura de espaldas, por completarla, añadiera la misma figura de frente, imaginada o en caricatura.






- XI -

Parece evidente que la motivación perspectivista es algo más que un rasgo circunstancial o episódico en las novelas de Pérez de Ayala. Recuérdese que en la misma Troteras hay unas muy expresivas páginas en que se ofrecen al lector los Puntos de vista de D. Sabas, de Rosina, de Pajares, de Rosa Fernanda. El de esta última, una niña de corta edad, es, posiblemente, el más interesante:

Como el de todos los niños, era a ras de tierra. Podía ver la parte inferior de los muebles, la arpillera que les forraba la panza, un intestino de estopa saliendo por debajo del diván y a Sesostris debajo del piano. En circunstancias normales, las personas no existían para ella sino desde las rodillas a los pies. Teófilo y su indumentaria le parecían más pintorescos que don Sabas. La parte baja de los pantalones de Teófilo, con flecos y raros matices, pero, sobre todo, las botas, la tenían encantada. La afición que los niños muestran a los mendigos es tan sólo el gusto de lo pintoresco. En una de las botas de Teófilo había una larga goma, como un gusanillo negro, colgando del elástico. Rosa Fernanda hubiera dado cualquier cosa por arrancarla o ir a jugar con ella.



El enfrentamiento de distintos puntos de vista en esas páginas novelescas expresa bien hasta qué punto el procedimiento era grato a Pérez de Ayala, capaz de obtener, con su manejo, diferentes efectos, bien de índole lingüística o estética, psicológica, etc.

Transportado el efecto perspectivístico de Rosina -antes y después de su visita al Museo- a otro plano de más amplio alcance, cabría ver ahora cómo para Tigre Juan el mundo se transforma y colorea según la pasión que le domina. Recuérdese aquel episodio en que Tigre Juan conoce a Herminia en la tertulia de D.ª Marica y del cura Gamborena:

A Tigre Juan, con los sentidos anublados y la imaginación enrarecida por la serie de violentos choques emocionales que le traían zarandeado como bola de cascabel, le empezó a entrar la duda de si aquel sitio donde se hallaba y aquellas dos personas a uno y otro lado suyo existían de veras o eran acaso una alucinación. Desde luego, así Gamborena como doña Marica, se le ofrecían bajo una óptica novísima y extraña, como si él y ellos estuvieran en el limbo o en el valle de Josafat. Eran dos esqueletos, vestidos de máscaras, que bailaban por resorte y emitían una risa artificial y rechinante. De súbito, la vida humana se le antojó a Tigre Juan tan triste y absurda que, contaminado de la algazara estrepitosa de sus contrincantes de tute, se volcó en un carcajada gigantesca, de metálico retumbo.



Con gran talento analiza Pérez de Ayala ese perspectivismo psicológico, por virtud del cual el mundo se deforma y desrealiza para Tigre Juan cuando éste cree ver a Engracia, su mujer muerta, rediviva en Herminia:

Tal vez el lejano recuerdo de Engracia, recientemente reconstituido por Tigre Juan, no era ya imagen auténtica, sino más bien figura genérica, en la cual pudiera coincidir e inscribirse cualquier mujer joven, trigueña, agraciada y con ojos de oliva. En el estado de semialucinación en que Tigre Juan se hallaba no le era hacedero acomodar los sentidos a la realidad de fuera; antes por el contrario, deformaba y transformaba los datos del mundo externo a fin de incorporarlos al espejismo de su visión interior.



Se trata de un mecanismo psicológico semejante, en cierto modo -y en otro plano-, al descrito por Stendhal al analizar el amor como un proceso de cristalización; en definitiva, de acomodar a la imagen interna que nos hemos forjado del ser amado la externa que éste nos ofrece.

El efecto perspectivístico provocado por la pasión amorosa hace que Tigre Juan vea el mundo bajo una nueva y brillante luz:

Salió de madrugada al campo a recoger hierbas curativas. Todas las cosas le seducían; era llevado hacia ellas por un modo de amor, nacido de la comprensión. Todo era hermoso. Todo era útil. Todo era bueno. Las mismas hierbas venenosas, ¿no son medicinales: unas tónicas, que otorgan fuerzas al flaco; otras anodinas, que apagan el dolor? ¡Qué linda, qué grácil, aquella colina, con su contorno de seno femenino! Apetecía estrecharla contra el pecho como una esposa. Su falda, de dorado velludo, estaba moteada de flores. Hacia allí fue Tigre Juan a cogerlas.



Todo eso se desploma, todo se hunde y oscurece, cuando Herminia abandona a Tigre Juan. Una nueva perspectiva se abre para éste:

Tigre Juan, lanzado, por la violencia del dolor, desde la realidad hasta la alucinación, contemplaba ahora, sub specie aeterni, la realidad como un sueño evanescente. Como si de sus ojos emanase un agente corrosivo, Tigre Juan, mirando al mundo exterior, percibía que, involucrados unos en otros los elementos, el mundo se desintegraba y fluía, fluía, con fugitivas mudanzas, de tal suerte veloces que a Tigre Juan le causaba vértigo.

Tigre Juan (reviviendo unas frases del Otelo, que había representado alguna vez en el Teatro de la Fontana): 'Tan pronto como dejo de amarla, el mundo se convierte en un caos.'



Obsérvese que, en este caso, el efecto perspectivístico queda refrendado con un recuerdo literario, revelador, una vez más, de la fidelidad de Pérez de Ayala a ciertos procedimientos y motivaciones, que han quedado estudiados anteriormente. La relación de lo libresco con los efectos de perspectivismo, así como la conexión de todo ello con el sistema de dualidades y contrastes, se nos presenta como algo muy compacto, muy trabado; algo que no es el resultado de hallazgos casuales, sino la consecuencia y la expresión de un arte de novelar, en lo que éste tiene de reflejo de una concepción del mundo.

En el conocido capítulo II de Belarmino y Apolonio, el titulado Rúa Ruera, vista desde dos lados, sobre ofrecernos Pérez de Ayala unas de las mas vivas y penetrantes páginas que sobre perspectivismo quepa encontrar en cualquier tiempo; viene casi a identificar el arte de novelar con el de contemplar el mundo desde, al menos, una doble perspectiva. D. Amaranto teoriza en tales páginas sobre lo que él llama visión diafenomenal:

El novelista, en cuanto a hombre, ve las cosas estereoscópicamente, en profundidad; pero en cuanto artista, está desprovisto de medios con qué reproducir su visión. No puede pintar: únicamente puede describir, enumerar. La misión de ver con mayor profundidad, delicadeza y emoción, y enseñar a los otros a ver de la propia suerte, le toca al pintor. La maldición originaria del novelista cífrase en que necesariamente se ha de extender sobre sinnúmero de objetos. El pintor, por el contrario, escoge un objeto, o, si toma varios, los agrupa en reducido espacio, los concentra y sensibiliza.



Al narrador que pregunta a D. Amaranto, cómo describiría la Rúa Ruera, le contesta este:

No describiéndola. Busca la visión diafenomenal. Inhíbete en tu persona de novelista. Haz que otras dos personas la vean a propio tiempo desde ángulos laterales contrapuestos.



Y eso es lo que hacen los guiñolescos Juan Lirio -al que la calle le parece hermosísima- y Pedro Lario -a quien le resulta horrible-. El diálogo entre ambos actúa como de obertura capaz de dar al lector el tono con que va a ser modulada toda la obra, Belarmino y Apolonio, novela de estructura dialéctica, perspectivística. Si los dos zapateros, el filósofo y el dramaturgo, suponen dos perspectivas de la realidad, dos visiones del mundo, es por lo que éste tiene de trágico-cómico, de heroico-cómico. Tigre Juan es fiera en su apariencia, un cordero en la realidad. El donjuanismo de Vespasiano Cebón es pura cáscara, falsa apariencia, radical cobardía. Las vidas de Tigre Juan y de Herminia parecen fluir separadas, pero no es así. En medio de una juerga erótica en las cumbres montañosas, al producirse un eclipse físico, sobreviene uno espiritual, una profunda ansia en el alma de Alberto Guzmán. Los ideales amores del falso Odysseus y de la falsa Nausikaá cristalizan, por contraste, en el engendramiento de una criatura monstruosa, así como los ideales de Arias, en La caída de los Limones, se despeñan por la violencia y el crimen. Ormuzd y Ahrimán, el bien y el mal entremezclados. La noche y el día, lo grande y lo minúsculo -un gigantesco Éxodo provocado por unas pulgas-, lo serio y lo ridículo... Hay un perspectivismo de las insignificancias y otro de las extremosidades.

A este perspectivismo extremo alude D. Amaranto en Belarmino, al decir, a propósito del simbolismo de los dos zapateros:

Para elevarse al concepto y la emoción del bosque, o alongarse de él y tomarlo en conjunto, o sumirse dentro de él; en las lindes, y a corto trecho, los árboles estorban ver el bosque. Para ascender al concepto y la emoción de la vida, o situarse en el punto de vista de Sirio, como hace el filósofo, o zambullirse con todas las potencias en los dramas individuales. El drama y la filosofía son las únicas maneras de conocimiento.



También a Ortega -el gran coincidente con Pérez de Ayala en el concepto de la novela como tragicomedia-, en las Meditaciones del Quijote, los árboles le estorbaban ver el bosque. El perspectivismo y la razón vital son conceptos relacionables dentro del sistema ideológico orteguiano, como dentro del sistema estético de Pérez de Ayala contraste y perspectivismo vienen casi a dar forma, estructura y sentido a las que el autor consideraba novelas.

Claro es que el alcance del perspectivismo en Pérez de Ayala no es sólo estético, psicológico, sino también ético. Casi al final de El curandero de su honra, cuando D.ª Iluminada interviene en una discusión entre Tigre Juan y Colás, encontramos una formulación poco menos que pirandelliana, por lo relativista. Es una muy nítida y hasta muy tradicional motivación perspectivista:

-Señora... -exclamó Tigre Juan, estupefacto-. Si yo digo blanco y Colás dice negro, ¿cómo puede ser que usté diga...?

-¿Qué he de decir yo sino blanco y negro? Porque existe lo blanco, ¿dejará de existir lo negro? Y al contrario. Colás me señala lo negro y dice negro. Conforme, respondo. Y usté, señalándome lo blanco, dice blanco. Conforme, tengo que responder.

-Pero lo mío es lo blanco, y lo de Colás, lo negro.

-Pecata minuta. Lo blanco y lo negro existen, y entrambos son verdad. Dejemos a cada cual con su verdad, siempre que sea de buena fe, aunque nuestra verdad sea más noble y bella.



He subrayado Dejemos a cada cual con su verdad por su sabor pirandelliano, por lo que supone de lección de tolerancia puesta en boca de un personaje cuyo nombre es, en cierto modo, simbólico: D.ª Iluminada.

Una formulación semejante a ésta, pero de más crecido perspectivismo aún, es la que se encuentra al final de Belarmino y Apolonio. La oposición entre los dos zapateros ha desaparecido con el paso del tiempo, con la vejez y la muerte. El conflicto entre la filosofía y el drama, entre las dos perspectivas aparentemente antagónicas, se ha resuelto al fin. La discusión, sin embargo, se reproduce entre D. Amaranto y Escobar, como si con ello nos quisiera dar a entender Pérez de Ayala la vitalidad de esa oposición, su perennidad o inmutabilidad. Se trata, en definitiva, de una discusión interminable, precisamente por su índole perspectivística :

Tan verdad puede ser lo de don Amaranto como lo de Escobar; y entre la verdad de Escobar y la de don Amaranto se extienden sinnúmero infinito de otras verdades intermedias, que es lo que los matemáticos llaman el ultracontinuo. Hay tantas verdades irreductibles como puntos de vista4. Yo he querido presentar acerca de Belarmino y Apolonio los puntos de vista de don Amaranto y de Escobar, porque entre ellos cabe inscribir todos los demás, ya que, por ser los más antitéticos, son los más comprensivos.



La configuración filosófica que ahora adquiere el perspectivismo de Pérez de Ayala -Hay tantas verdades irreductibles como puntos de vista-, permitiría, una vez más, aproximar su obra a la de Ortega. Pero, naturalmente, no se trata aquí de establecer tal cotejo en un plano ideológico. De todas las, quizá, prolijas páginas que he dedicado al tema del contraste y perspectivismo en Pérez de Ayala, lo que parece desprenderse es fundamentalmente una consecuencia de orden estético, literario: para Ramón Pérez de Ayala el novelar está ligado a un proceso como de doble visión, traducido en una serie de dualidades, contrastes, juegos perspectivísticos que -repitámoslo de nuevo- son algo más que efectos formales, son casi la esencia misma de lo que la novela era para este excepcional escritor. Ni dentro ni fuera de la misma, Pérez de Ayala unas veces es capaz de apasionarse con el destino y la fortuna de sus criaturas novelescas; contempladas, otras, desde lejos, fría, intelectual e irónicamente.

Por la ironía se filtra el escepticismo de Pérez de Ayala en lo que atañe a su posición frente al género novelesco. No lo desprecia rotundamente, como un Paul Valéry pueda hacerlo en nombre de la poesía, del arte; pero tampoco lo acepta con la decidida seriedad con que lo aceptaría un novelista tradicional, es decir, un novelista del XIX (que no fuese Valera, naturalmente). Entiéndase bien que cuando hablo de la no seriedad, no quiero decir que Pérez de Ayala tome el género en broma. La nota trágica y doliente de tantas páginas suyas, la severa requisitoria social que otras suponen, la honda problemática española que en tantas de ellas se percibe, serían más que suficientes para impedir todo equívoco a ese respecto. Lo que quiero solamente apuntar es cómo el enfoque decididamente intelectual -y hasta muy peculiarmente poético o poemático- desde el que Pérez de Ayala aborda el género, provoca en su caso el problema de la identificación o no identificación con lo que se está novelando. No es ni un problema de autobiografismo ni de objetividad frente a subjetividad. Es más bien un problema que atañe a la elección de un tono narrativo, ya se ponga éste al servicio de temas relativamente autobiográficos -como los que pueda suponer la presencia de Alberto Guzmán en la primera época novelesca del autor, desde AMDG a Troteras y danzaderas-, ya al de invenciones tan novelescas -en el más tradicional y usual sentido de la palabra- como Los trabajos de Urbano y Simona. Se trata -todo lector puede percibirlo- de un tono no realista, por más que la materia de los relatos y hasta su lenguaje a veces incidan en el realismo de más castiza ascendencia, el picaresco, por ejemplo, como quería Galdós, a propósito de Tinieblas en las cumbres.

Por tono no realista de las narraciones de Pérez de Ayala, tampoco entiendo un mantenido o constante tono poético, por más que éste se dé con significativa frecuencia. No; ese tono no realista, por difícil que resulte su definición, es la consecuencia del radical perspectivismo que hay al fondo de todo el novelar del autor. Se diría que la más pura modalidad de novela, la redundantemente llamada novelesca, exige de su cultivador una pasión y entrega poco menos que totales; en contraste con ese otro modo de novelar más cerebral y complicado, en que la entrega es sólo parcial, por cuanto el novelista no abandona del todo su acostumbrada perspectiva. Una perspectiva que, por intelectual, supone un enfoque crítico, desde el que las cosas y los hechos no son aceptados sin análisis previo. Esto se traduce no sólo en una cierta actitud de distanciamiento, sino también en la presentación sui generis de los hechos novelescos. Cuando éstos pertenecen casi al ámbito de lo desmesurado o fantástico, Pérez de Ayala no sólo no silencia ese tono, sino que lo pone de manifiesto al allegar, como hace, por ejemplo, en Los trabajos de Urbano y Simona, ciertas páginas del relato a las de un cuento de hadas. El designio paródico de bastantes páginas de Pérez de Ayala no es algo que se perciba insinuado o sugerido, sino, por el contrario, algo muy explicitado, con burlesco énfasis. Lo mismo ocurre en cuanto a la condición tragicómica o heroico-cómica de individuos, episodios y aun relatos enteros. El lector capta ese tono, no sólo porque la obra en cuestión se ajusta a él, sino porque el autor alude paladinamente a ello. Los interludios intelectuales de las novelas se nos ofrecen sin ningún disfraz, presentados como tales interludios y hasta precedidos -es lo que ocurre en La pata de la raposa- de una advertencia o invitación del autor al lector para que se salte, si así lo desea, esas páginas, sin que ello suponga detrimento de la acción propiamente novelesca. La intercalación de poemas viene a estar en la misma línea.

Una novelística así construida supone en quien la crea un radical perspectivismo. Se está dentro y fuera del relato con plena conciencia de ello, y hasta con especial aviso al lector de tal doble juego, perceptible posiblemente en todo novelista, pero revestido de un particular énfasis en el caso de Pérez de Ayala.

Su causticidad, su intelectualismo, su ironía y capacidad críticas, hasta su depurado esteticismo, parecen dejar su marca, su presencia en ese amplio repertorio de dualismos, contrastes, efectos perspectivísticos, etcétera, de que aquí nos hemos ocupado. Todos esos rasgos, agrupados, considerados unitariamente, nos dan la imagen de un novelista frente al que uno siempre se planteará una pregunta, posiblemente sin respuesta: ¿habrá sido la novela, para Ramón Pérez de Ayala, un género demasiado limitado o demasiado amplio? En cualquier caso, lo que sí parece evidente es que, ya le resultara cómodo o incómodo ese instrumento literario, el gran escritor desaparecido supo con él expresar algunas de las más bellas, considerables e imperecederas creaciones novelescas de todos los tiempos.