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Prosigamos en la descripción del altar mayor.

Debajo del sagrario se encuentra el depósito, que no es el antiguo con sus dos puertas exteriores chapeadas de plata con sus calados y su   —132→   interior todo de chapa de plata y en cuyo fondo se encontraban cuatro serafines de madera en marco plateado y una lámina de San José, sino otro muy inferior al antiguo, que no tiene más gracia que su puerta chapeada de filigrana de plata, al medio un corazón de María y encima un escudete con la siguiente inscripción: «Soy de Cantuña».

Todo este conjunto del nicho central del calvario, del sagrario y de depósito se halla bordeado de un gran arco decorado con ricas aplicaciones de ornamentos de plata, que antes se hallaban adosadas a espejos, como en el sagrario y hoy, rotos y desaparecidos ellos, se destacan miserablemente sobre el fondo de papel de relumbrón dorado. En el centro del arco se conserva todavía un Espíritu Santo de madera en medio de rayos de espejos.

Flanquean este arco dos columnas salomónicas por lado, que sostienen un entablamento tan profusamente decorado, que la vista lo distingue con dificultad. Sobre ese entablamento se eleva el cuerpo alto del retablo, que es su mejor parte, ya por la forma amplia de sus líneas, y por la claridad y finura del detalle. La composición de este segundo cuerpo es magníficamente bien resuelta. Ocupa su centro un Padre Eterno y corona el primoroso encaje con que termina el último arco del retablo un escudo de dos corazones en medio de rayos.

Llama la atención que tan retablo, que fue adornado profusamente con espejos de diversas clases, apenas conserve los del sagrario. Antes se contaban por una parte 31, y por otra uno «grande al medio llamado morado, ocho brillantes, dos lucernas, dos pilares con seis espejos cada uno, seis largos, dos chureados, cuatro en forma de tocadores, dos chicos cuadrados y des medianos». Parece que esa ausencia obedeciera a consigna; como que hasta el frontal de cinco espejos con sobre frontal de madera dorada con cinco láminas, que tenía la mesa del altar para las grandes fiestas, no existe.

En los costados del altar mayor hay unas hornacinas: dos grandes bajas para las estatuas de San Pedro de Alcántara y San Pedro, apóstol; dos pequeñas encima para unas estatuillas de San Basilio y San Pedro mártir. Junto a las columnas salomónicas hay también dos nichos de cada lado, para dar cabida a cuatro ángeles: dos grandes con alas y guirnaldas de madera y dos pequeños. Estos ángeles no son los únicos que decoran el retablo: en todo él están distribuidos algunos otros y concurren a su belleza.

La mesa del altar luce un antipendium tallado y dorado de la misma manera que el retablo, no tiene sus paredes rectas, sino siguiendo el estilo del conjunto, ofrece más bien la forma de una enorme ménsula. A sus lados y decorando la mesa que sostiene el retablo, se encuentran dos cuadros curiosísimos en sus respectivas molduras doradas y que forman parte de toda una colección de ocho, de la que no han quedado sino seis: estos dos fiel altar mayor y cuatro que están era la sacristía. En la mesa del retablo habían cuatro; pero dos han desaparecido, no existen sino las molduras vacías. Estos cuadros sobre cartón, son curiosos por la graciosa y extraña combinación con que se han representado sus escenas. Todo lo que es carne se ha ejecutado al óleo y todo lo que son fondos y vestidos, se han representado por medio de hilos de seda, de diversos colores. No hay que suponer que con los hilos de seda se ha bordado sobre la tela; aquello tuviera poca gracia. Se les ha pegado con cola bien fuerte al cartón, acomodándoles y dirigiéndoles de manera de obtener resultados verdaderamente   —[Lámina XLI]→     —133→   sorprendentes en la representación de las arrugas de los ropajes, de las medias tintas de un paisaje o de las sinuosidades de las montañas o las nubes. Realmente constituye una curiosidad artística, tanto por lo bien ejecutado del trabajo, cuanto por su originalidad.

Capilla de Cantuña

Quito. Convento de San Francisco. Capilla de Cantuña. Uno de los curiosos cuadros ejecutados con hilos de seda de colores pegados sobre cartón.

[Lámina XLI]

A los lados del altar mayor y en el mismo presbiterio se encuentran dos retablos: el de San Lucas y el del Señor de los Remedios. Antes estos retablos formaban parte de un altar; pero ahora se les ha cercenado la mesa del altar que antes tenían y en la cual se celebraba la misa. Ambas son pintadas de blanco y doradas. El de San Lucas tiene dos cuerpos; el inferior con su nicho al medio en el cual antes estaba la estatua de este evangelista y hoy se encuentra la Virgen de las Angustias, imagen, vestida a la española y sentada sobre su silla gestatoria de madera, tallada y dorada, con una cruz de espejos en el espaldar. En su cabeza tiene una diadema de plata, la única joya que le ha quedado de su antigua riqueza; pues tenía desde rosario de lapizlázuli hasta puñal de acero con puño de oro y piedras preciosas y varias diademas de oro y plata, amén de una enorme colección de preciosos vestidos. A uno y otro lado de este nicho hay dos telas que representan, la una, San Lucas en actitud de pintar a la Virgen y la otra, San Juan Evangelista en la isla de Patmos, escribiendo el Apocalipsis. En el cuerpo superior, se le han colocado tres telas: dos que representan a los evangelistas San Marcos y San Mateo, a los lados cae una que figura a la Virgen de pie con el Niño en brazos y que ocupa en el centro de ese cuerpo en el retablo, otro nicho que, correspondiente al de abajo, queda obturado con esa tela. Este nicho está flanqueado por dos embutidos que sostienen todo el entablamento y remate del retablo.

Como dejamos dicho, este altar fue dedicado a San Lucas, cuya estatua, íntegra de madera, ocupaba el nicho inferior, que tiene su concha y es bien dorado. En el nicho superior del segundo cuerpo, se encontraba una pequeña estatua de San Bruno en su sitial de madera colocado sobre una gradilla colorada y a sus lados dos angelitos de madera en arcos de vidrio. Adornaba el retablo tres espejos con sus correspondientes molduras.

El altar del Señor de los Remedios es muy parecido al anterior en su disposición y pintura del retablo, puro su cuerpo superior, que descansa sobre dos ménsulas, tiene una línea arquitectónica más decorativa que el retablo del altar de San Lucas. Su cuerpo inferior tiene tres nichos: el del centro ocupa la estatua de San Juan Nepomuceno y las de los flancos, las de Santa Isabel Reina de Hungría y Santa Rosa de Lima. En el cuerpo superior del retablo hay un solo nicho, que lo ocupa una estatua muy grande del Salvador del mundo; a los lados, ya en los extremos del retablo, las estatuas de San Antonio, a quien le falta el niño, y San Ignacio.

Antes se encontraba en este retablo, en el nicho central inferior, la preciosa estatua del Señor de los Remedios, clásica escultura de la imaginería religiosa española, a la que describiremos luego. A los dos lados, en sus respectivos nichos se hallaban San Antonio y San Ignacio, las estatuas que hoy se encuentran arriba del retablo: el primero tenía en la una mano, un Niño «vestido con raso sajón y sombrerito con pluma» y en la otra, un bastón jaspeado de marfil y carey, puño y contera de plata. En la parte superior del retablo estaba un calvario completo y la cruz del Crucificado tenía cantoneras de plata. A los lados del Calvario se encontraban   —134→   San Juan Nepomuceno y Santa Rosa de Lima de treinta a treinticinco centímetros de alto. El retablo estaba, además, adornado con cinco espejos, dos lucernas y dos pilares de espejo. Tenía también tres rejillas de filigrana de plata delante de cada nicho del cuerpo inferior.

Comparando épocas, vemos claramente el descuido contemporáneo y la solicitud de tiempos anteriores; ésta, que había hecho de cada retablo una joya, aquel, que los ha convertido en girones de miseria.

Bajando al centro de la iglesia, llama la atención el púlpito: una masa singular de madera, ricamente labrada y dorada que se sustenta sobre insignificante columna y se destaca sobre tan cielo pintado sobre una tabla y en el que aparece el Espíritu Santo. Rodea a la tabla, preciosa y rica moldura tallada y dorada, que lleva un copete magnífico del mismo estilo de ella, que se encorva hacia adelante, a manera de concha para reemplazar al portavoz.

A continuación del púlpito e inmediato a él, está el altar llamado de Señor de la Resurrección, cuyo retablo es el más precioso de la capilla después naturalmente del altar mayor, ya por la calidad de la línea arquitectónica, ya por la riqueza de la ornamentación. Toda la abertura de la pared destinada al retablo se encuentra íntegramente decorada, de la archivolta del arco hasta sus paredes interiores; con arabescos, follajes, florones, sarmientos, frutas, ángeles y nichos fingidos que dan cabida a apreciables telas de la legítima primitiva escuela quiteña. El nicho central lo ocupa hoy la imagen del Señor de los Remedios, obra profundamente española en la que está representado el Hijo de Dios con su manto de púrpura, su corona de espinas, sus tres potencias de plata y sus sandalias de terciopelo realzado de hilo de oro y plata. Es el Cristo realista de los imagineros españoles del Renacimiento, todo él policromado y talvez contemporáneo del Cristo de Montañés que se halla, en San Lorenzo, en Sevilla. Sentado en una silla gestatoria íntegramente chapeada con plata y que es una obra primorosa de orfebrería por la belleza del dibujo y lo bien ejecutado del trabajo, tenía ante en la ruano, una caña con seis hojas y remate de cristal con urea flor de plata. Su altar propio, como ya dijimos estaba en el presbiterio, al lado del Evangelio; en el cual se halla ahora el Señor de la Resurrección, cuya imagen está en el nicho de la parte superior del retablo. Decoran las paredes laterales del altar dos preciosos lienzos: el Buen Pastor y la Divina Pastora, obras genuinas de pintura quiteña, muy bien encuadradas en sus nichos fingidos, cuya parte superior adornan dos ángeles rampantes sobre volutas decorativas. A los flancos del nicho hay también otras dos telas que representan pasajes de la vida de Cristo y al pie otras dos pequeñas: la una que figura un corazón y la otra, la Virgen. Encima del depósito hay un crucifijo de marfil y, coronando el retablo, un nicho muy pequeño, de interior de espejos, y el del fondo con un monograma de María. El nicho lleva en su parte superior dos angelitos con los brazos extendidos. Fuera del nicho, una estatuita de San Felipe Benicio.

Frente a este altar está el de San Francisco cuyo retablo llena casi completamente la gran obra del indio Caspicara: el bajo relieve que representa la impresión de las llagas en el cuerpo del Seráfico Patriarca San Francisco de Asís. Esté magnífico bajo relieve en madera y policromado, es una de las obras maestras del célebre escultor quiteño. Cinco figuras llenan el cuadro. En la esquina izquierda superior un pequeño Cristo crucificado, el clásico y muy conocido Cristo de esta escena, con su cruz   —[Lámina XLII]→     —135→   alada y cuyas plumas las ha pintado nuestro artista con los colores blanco, rojo y azul. En la esquina derecha superior un ángel, que vuela en medio de un grupo de nubes, compañero sin duda, aunque se halle desnudo, de los dos que se encuentran en tierra, sosteniendo el cuerpo de San Francisco, que desfallece de dolor. Excusado es decir que son estas tres figuras las que ocupan toda la atención del espectador. El grupo es magnífico. San Francisco, perfecto de expresión, tiene su cara echada hacia atrás, en un movimiento tan natural y al mismo tiempo tan noble, que sólo ello bastaría para que la obra de Caspicara sea lo que es: una maravilla de arte. Pero a esto hay que añadir la perfección del rostro, de las dos manos y sobre todo del pie izquierdo (el único que asoma): partes todas de ese cuerpo, admirablemente resueltas y esculpidas, y, además, los pliegues del hábito del Santo, apenas superados por los del ropaje del ángel de la izquierda: pliegues de amplitud verdaderamente magistral. Es preciso conocer las dificultades del bajo relieve para valorizar en su justo precio esta obra del artista quiteño. Hay que celebrar que la policromía lo conserve intacta, esa policromía brillante con que enlucían y enlucen hasta ahora tocaos nuestros escultores en madera, sus estatuas. El Santo lleva cordón y rosario naturales. Diseminadas en el nicho encuéntranse algunas pinturas en tabla: la Virgen, Jesús, Sábana Santa, la Flagelación, la Entrada a Jerusalén el Domingo de Ramos, la Oración en el Huerto, el Ecce Homo, Cristo con la Cruz a cuestas, etc. Encima del retablo, un nicho pequeño con la estatua policromada de un santo, y a los lados, dos ángeles rampantes sobre volutas decorativas.

Bajo relieve en madera

Quito. Convento de San Francisco. Capilla de Cantuña. Manuel Chili (a) Caspicara. Bajo relieve en madera. La impresión de las llagas de San Francisco.

[Lámina XLII]

Al lado del altar del Señor de la Resurrección se encuentra el de San Felipe Benicio, cuyo nicho principal, que antes lo ocupaba la estatua en madera de este Santo; se halla hoy con la de Nuestra Señora de la Guía, vestida a la española, con hábitos de raso y que lleva en su brazo izquierdo un Niño vestido de verde. Tanto la Virgen como el Niño tienen su corona de plata sobre sus cabezas con pelo natural. La Virgen lleva además en su mano derecha, un cetro de plata. De resto, el retablo es insignificante, apenas si hace gracia la decoración que lleva el zócalo del nicho central, compuesta con siete cabecitas de ángeles que sostienen otras tantas candelejas. Tiene cuatro pinturas de escaso mérito: la Educación de la Virgen, la Presentación del Niño Dios en el Templo, San Estanislao y San Luis Gonzaga. Corona el retablo la figura del Padre Eterno.

Al frente de éste, se encuentra el altar de San José, en cuyo gran nicho con puerta moderna de vidrios, está la estatua del Santo con hábito y manto de raso de seda. Fuera del nicho, cuyo interior es hermosamente tallado y decorado con seis grandes cabezas de querubines, no hay nada que llame la atención; pues todo el retablo es tosco de dibujo y de factura, sin más línea arquitectónica agradable que su remate, en mitad del cual se ha colocado un precioso espejo en su correspondiente moldura dorada.

Seguía al altar de San José uno dedicado al arcángel San Miguel, que ha sido eliminado. En su lugar ocupa el nicho de la pared un cuadro del Señor con la cruz a cuestas. Sin duda se lo quitó para mayor comodidad de la entrada y subida al coro, que se halla precisamente en ese lugar. En ese altar, que era poco interesante, se hallaba el arcángel San Miguel vestido de velillo y manto amarillo, y tenía en su siniestra su escudo bordado. En la parte superior del retablo había un cuadro de la Virgen de Chiquinquirá.

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Frente a este altar estaba antes el de las almas, y que hoy, desde hace pocos años se halla consagrado a San Antonio. Ocupaba el centro del retablo un cuadro de la Virgen del Tránsito y debajo de la mesa del altar se hallaba una urna de vidrios que contenía un Cristo yacente, que el realismo de los fieles le hacía descansar sobre una verdadera cama, con colchón, tres almohadas, dos sábanas y una de seda con franja plateada o dorada. El retablo estaba adornado con diez y siete espejitos, dos Niños en sus respectivos sitiales y cuatro telas pintadas: dos a los flancos del cuadro de la Virgen en el fondo mismo del retablo y dos en sus paredes interiores laterales. Hoy, si es verdad que el retablo no se ha cambiado, el altar es otro, muy distinto del antiguo, feo y disonante con el estilo del retablo, y ni siquiera dorado, sino pintado de blanco. El nicho central lo ocupa, unas meces la estatua, otras veces el cuadro de San Antonio de Padua. En el remate del retablo esta una pequeña estatua de la Virgen. El Cristo yacente ha desaparecido. Se halla hoy en sacristía, retirado de la veneración de los fieles y sin comunicar ya ese carácter austero y singular que debió dar a la antigua capilla, su presencia.

En el cuerpo de la iglesia hay distribuidos siete cuadritos de las siete casas o estaciones de Roma; mas ya no se encuentran otros once cuadros de diferentes tamaños que se hallaban sobre los arcos de los altares y seis más, grandes, entre los altares.

Al coro le adorna un antiguo jube de madera y un Cristo crucificado al medio.

En la sacristía y demás dependencias de ella no se encuentran sino ligeros restos de la primitiva riqueza de la capilla: una espléndida cómoda y un armario para guardar ornamentos, los cuatro cuadritos con fondos y figuras vestidas con hilos de seda, un espléndido Señor de los azotes, que recuerda mucho al Ecce Homo de Juan de Juanes, del Museo del Prado, una estatua de San Francisco, verdadera maravilla, cine sólo la sacan para representar en la iglesia la impresión de las llagas, y algunas otras esculturas, pequeñas y, grandes, que se hallan amontonadas hasta que se destruyan. No hemos encontrado ni las «dos custodias de reliquias», ni las «tres cabezas de santos jesuitas», ni el San Miguel, ni el San Isidro labrador, ni el Divino Pastor y el cuadro de Santa Rosa que decoraban la sacristía exterior; menos aún hemos visto en la interior, «los cuadros de San Antonio, Santa Rosa, San José; la Virgen, Santa María Magdalena y dos Marías de dos varas, un San Francisco Solano con sus americanos en sus respectivas molduras», según rezan los antiguos inventarios hasta 1853. Apenas si ha quedado el Señor de los Azotes, que pertenecía a esta colección.

No sabemos la fecha fija en que se comenzó a edificar esta capilla; ni aquella en que se la terminó; pero es fácil determinar aproximadamente, teniendo en cuenta el año de la muerte de su fundador Cantuña, 1574, y la fecha fijada en el retablo del altar de San Francisco, 1669. Recibida la herencia por los religiosos, si es verdad que fueron estos los albaceas del indio, de lo cual no hay más comprobante que el hecho de que aquellos han sido siempre los que a su cargo han tenido el cuidado material y el culto en esa capilla hasta que, fundada allí la orden tercera de Penitencia, pasó el primero a cargo de ésta, es natural suponer que el trabajo principiaría inmediatamente, tanto más cuanto que Cantuña dejó herederos, que debieron supervigilar (si es que ellos no fueron los directamente encargados de levantar esa capilla) el exacto y rápido cumplimiento de la   —137→   voluntad del testador, herederos que hasta 1669 colocaban el retablo del altar de San Francisco en esa misma capilla, y que después se enterraban en la bóveda que en ella tenían. Así, pues, podemos fijar como fechas de la construcción de aquella iglesia 1575-1625, tomando como plazo mayor para su conclusión cincuenta años, lo que nos parece demasiado. Claro está que todo el ornato de la capilla no se terminó en esa fecha, desde el hecho que el altar de San Francisco lo hicieron los herederos de Cantuña, probablemente, por encargo especial de éste, en fecha posterior, 1669, como reza la inscripción puesta al pie de ese retablo. El techado y la bóveda de la capilla, no son los primitivos. Éstos se destruyeron en 1735 y se rehicieron de 1735-1738, período del provincialado de fray Clemente Rodríguez115, como hoy existen.

Mucho dinero gastaron los religiosos en la conservación de la capilla y en sostener allí el culto con el lujo especialísimo, que solían desplegar los franciscanos en la época de la Colonia, en todos sus conventos, iglesias y colegios, por pequeñas y escasas que hubieran sido las rentas de que alguna vez pudieron disponer. Y así hicieron de Cantuña un verdadero relicario de primores artísticos, entre los que se encontraban joyas de valor no escaso. Escapularios de oro, rosarios de perlas, relicarios de oro, diademas, atriles, guirnaldas, molduras de plata, coronas de este mismo metal, una de las cuales era recamada de esmeraldas, rubíes, amatistas y perlas, vasos sagrados entre los que se distinguía un rico copón con hiedras preciosas, y tantas otras joyas de valor material y de valor artístico116.

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Algunas de las mismas alhajas de San Francisco obsequiaron los religiosos a esta Capilla. Así se explica que se encuentre en ella, en reemplazo de la antigua, la custodia que hoy posee y que fue del Convento Grande. Esta, que si como joya material es en realidad inferior con mucho a la misma custodia de San Francisco, que describimos en el capítulo anterior, como obra de arte es infinitamente superior. El orfebre que trazó el modelo de esa custodia debió tener un sentimiento artístico de excepcional delicadeza y un amor a su arte tan grande que no le importó nada el trabajo material que se imponía ante el deseo de realizar lo que soñó. La línea general del conjunto es de noble sobriedad: con ella se ha trazado una base aparentemente sólida, un fuste de seis piezas diferentes y superpuestas de mayor a menor, unidas con gracia delicada y justa, y un sol que deslumbra por su hermosa sencillez. El todo es un conjunto armónico de elegantes proporciones dentro de las más grande variedad de figuras que pueden nacer en el complicado trabajo de filigrana. Porque toda la custodia es puro resultado del tejido maravilloso y, delicado de finos hilos de plata y oro entrelazados y soldados. La base y el fuste, sobre todo, son calados y festones de perfiles sumarios, que no lo hicieron mejores los orfebres de la filigrana de los siglos XI, XII, XIII. Aumenta la hermosura de esta peregrina pieza de la orfebrería colonial quiteña, el contraste que hay entre la manera como están hechos la base y el fuste de la custodia y el sol: aquellos que son el resultado del entrelazamiento infinito de líneas delicadas, y ésta la consecuencia única y exclusiva de la pureza de unas pocas líneas concéntricas trazadas con sencillez exquisita. El sol es muy ligeramente calado y los rayos y estrellas de su contorno extremo no tienen la finura de la más gruesa de las líneas que componen el fuste y la base. El sol tiene apenas doce esmeraldas regulares en su primer círculo y seis gruesas piedras falsas en la unión del segundo círculo con los rayos. La cruz terminal lleva también sus piedras falsas y las veinte estrellas, otras tantas chispas de diamantes. Los rayos y ciertas partes de la base y fuste son esmaltados de azul mediante vaciados hechos a buril, que es el procedimiento generalizado entre los orfebres. Esta es la joya más hermosa que tiene la Capilla de Cantuña, como un resto de su riqueza primitiva.

***

He aquí descrito el monumento franciscano de Quito, cuya grandeza no ha venido a menos por más que los siglos y los hombres se han empeñado en destruirla. Formaban parte de este conjunto, dos pilas que estaban, la una, grande, en media plaza y la otra, pequeña, junto al pretil, en la esquina de Cantuña y a la cual la llamaban indistintamente Pila del pretil o Pila de Cantuña. Ésta existió hasta hace un siglo, más o menos, en que se la destruyó, sin duda por los perjuicios que causaba su acueducto a las Capillas de Cantuña y San Buenaventura, por las cuales pasaba y que solía humedecer «con sus continuas y repentinas reventasones».

Pero aquellos buenos religiosos que con tanta solicitud enriquecieron y cuidaron el convento de su Orden en esta ciudad, no se conformaron con arreglar y cuidar el interior de su casa y de la casa de Dios, sino que se preocuparon de las calles que las rodeaban. Ellos, en efecto, arreglaron   —[Lámina XLIII]→     —139→   las tres calles que circundan las murallas del convento, que no eran muy cómodas y transitables que se diga. Durante su provincialato, fray Agustín Marban (1759-1762) las hizo nivelar y empedrar, gastando de las rentas del convento la no despreciable cantidad de dos mil cien pesos117.

Cristo en la cruz

Quito. Convento de San Francisco. Cristo en la Cruz.

[Lámina XLIII]

Y aquí terminamos la parte de nuestro trabajo consagrado al convento franciscano de Quito, es decir a la dependencia principal de los religiosos de la Orden seráfica. Luego veremos su convento de San Diego y procuraremos reconstituir el de la Recolección de Pomasqui, cuya desaparición la hemos casi presenciado, para terminar con una ligera ojeada a las demás casas que tuvieren y aún tienen en la república aquellos simpáticos religiosos, a quienes se debe en gran parte la creación y conservación de tanta obra artística que hoy constituye legítimamente, un orgullo nacional. Y en esto de la conservación no exageramos. Nos consta por los documentos que hemos revisado con solícito cuidado, el especial empeño que en toda época tuvieron aquellos frailes por la integridad   —140→   de toda lo que pertenecía a su convento. Las disposiciones de los guardianes eran fiscalizadas severamente por los capítulos provinciales, y los inventarios, no menos severamente cotejados, y tanto, que en veces se mandó a enjuiciar a los culpables por faltas que se notaban o denunciaban. Lo que se ha perdido se debe, ya a la acción del tiempo que ha destruido algunas rosas, ya a la ignorancia de algunos religiosos que mandaban a dañar rana cosa para hacer otra, ya a robos y descuidos en las calamitosas épocas de la relajación religiosa, ya, en fin, a abusos de las autoridades civiles de la época colonial o a nuestras revueltas políticas. El, así como, por ejemplo, el presidente Mourgeon entró al convento en varias ocasiones y se llevó una vez cuatro arrobas y libras en alhajas de plata; otra vez seis mariolas de plata dejando el recibo al guardián; y otra, tres lámparas de plata, según corista del certificado de los Oficiales, Reales118.

  —[Lámina XLIV]→  

Monasterio Franciscano

Quito. Monasterio Franciscano de San Diego. 1626.

[Lámina XLIV]