Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

La imagen tiene, pues, fecha conocida; pero no sabemos decir cuál sea el ingenioso autor de obra tan peregrina. La Virgen se halla al centro con el Niño Jesús en el brazo izquierdo, y en la mano derecha un rosario. A su diestra está San Antonio de Padua con un libro cerrado en la mano izquierda sobre el que está de pie un Niño Jesús con el   —[Lámina LI]→     —155→   mundo en la mano; en su derecha lleva el Santo una palma. A la izquierda se encuentra San Andrés, apóstol, vuelto hacia la Virgen, pero en actitud de leer un libro que tiene abierto en la mano derecha, mientras debajo del brazo izquierdo lleva la cruz en que se le martirizaron. El cuadro no se diferencia del original en los personajes representados y su distribución, excepto en el detalle de la capucha de San Antonio, que no la lleva calada como la puso en su cuadro el pintor Alonso de Narváez cuando Antonio de Santa Ana le encomendara pintar el cuadro para la capilla que había levantado en Suta (Colombia), a mediados del XVI. Pero si el cuadro original es al temple y sobre una manta de algodón, el que hizo nuestro artista quiteño es mucho más original en su factura. En efecto en dicho cuadro todos los ropajes, desde la toca blanca de la Virgen hasta las túnicas de los santos, son de tela endurecida y pintada. Con ésta ha formado el artista un verdadero bajo relieve en el que ha hecho gala de las arrugas, multiplicadas en demasía y sin razón alguna. Las cabezas y las manos son pintadas al óleo y pegadas a la tabla sobre que se despliega el cuadro. Tal modo de tratar la composición artística, nos parece sumamente original, tanto más cuanto que obras de esta naturaleza no encontramos fuera del convento de San Diego, que, además de éste, tiene otro que representa el Tránsito de la Virgen. Verdad es que hay en la misma sacristía de la iglesia de San Diego otra variante del cuadro de la Virgen de Chiquinquirá, que no es la trascripción fiel del verdadero original del artista colombiano, pero que es tan original como el de la capilla sandiegana. En él, hallamos que la Virgen y los dos santos que le acompañan, tienen la cabeza y manos esculpidas a todo relieve sobre la madera en que se desarrolla el cuadro, los vestuarios de San Antonio y San Andrés, pintados y dorados, mientras a la Virgen y al niño, que tiene en sus brazos, se les ha sobrepuesto verdaderos vestidos de lujosa seda; túnica blanca al Niño; túnica, manto y toca a la Virgen. Este cuadro (llamémosle así) lleva una firma, pero indescifrable porque se compone de sólo una abreviatura del nombre y apellido del autor: J.e M.ª M. No sabremos afirmar que el autor de los dos primeros cuadros, lo sea también de este último: son algo diversos y sobre todo no hay entre ellos un punto de comparación, excepto la singular ocurrencia de mezclar la pintura con la escultura y con detalles en los que se ha empleado cuerpos extraños como la tela, brocados y libros.

La Virgen de Chiquinquirá

Quito. Sacristía de la Iglesia de San Diego. La Virgen de Chiquinquirá. (El vestido de la Virgen y el Niño son de tela, las caras y las manos de las tres figuras, de madera y el resto, pintado).

[Lámina LI]

El cuadro de la Virgen de Chiquinquirá se halla en un retablo primoroso dividido en tres cuerpos y que ocupa todo el testero de la capilla que, por otra parte es baja de techo. El cuerpo central ocupa la Virgen y los laterales, dos preciosas estatuas de San Joaquín y Santa Ana en sus respectivos nichos. El retablo es un puro calado, dorado y verde, en el que predomina el estilo rococó. La parte baja del cuerpo central conserva aún nueve molduritas que antes dieron cabida a espejos y cuadritos en cobre que, cierto día los vimos rodar por entre los libros de la biblioteca sandiegana. Todo este retablo estaba un tiempo cubierto de grandes vidrios, a manera de relicario. Se conserva aún el inmenso marco dorado que los sostenía desde el techo hasta la mesa del altar. Junto al retablo se conserva también un interesante cuadro que en los inventarios antiguos figura como del «milagro, aparición y entrada del cuadro de esta Capilla de la cumbre del Pichincha». No hemos podido conseguir datos acerca de él, se ha perdido la tradición completamente; pero el cuadro es   —156→   interesante, a pesar de su retoque de 1841, pues en él figura la iglesia de San Diego tal cual se conserva hoy con ligeras variantes entre las que debemos anotar la techumbre del cuerpo de la iglesia que hoy es de teja española y tiene dos linternas y en el cuadro figura de ladrillo vidriado en contraposición a las cubiertos del presbiterio y del coro, que son de teja. La entrada a la iglesia no tenía entonces pretil y en el nicho rectangular del frontón de la entrada figuraba una escultura, que no es la actual de la Virgen que, como, hemos dicho, data sólo de 1880, sino tal vez la de San Diego. Las ventanas del presbiterio son dos y de reja, mientras hoy no tiene sino una. El cuadro figura la entrada de una procesión en la iglesia de San Diego y es todo un recuerdo típico de la época, pues en él se ha retratado una parte de la vida y costumbres de la Colonia. Los acompañantes a la procesión visten el traje de etiqueta: peluca blanca, chaqueta y pantalón corto de brocado, media de seda y zapato bajo con hebilla de plata, los hombres, y falda larga y pantalón de Manila con largo fleco, las señoras, fuera de otra clase de vestidos masculinos y femeninos que acostumbraba usar la burguesía rica invitada a honrar ceremonias religiosas.

Pero la joya más preciada de la iglesia es el púlpito. Conocemos la fecha en que fue hecho; pues el provincial fray Francisco Blanco del Valle, en las cuentas presentadas y aprobadas el 8 de febrero de 1736, dice en una de sus últimas partidas: «Quedan empoder del Cíndico de San Diego, Mill y quatrosientos pesos paralaobra deun Sagrario por ser mui yndesente el que tiene dha. recolección, y hacer un Púlpito, deque se hiso cargo dho. Cindico y aydo supliendo el Dinero para dhas. obras, por aver thomado asu cargo los dhos pesos enlibransas»138.

Desgraciadamente no conocemos al autor de esta preciosa obra de filigrana en madera; pero quien la mira, no puede menos de inclinarse ante el talento artístico del autor desconocido que, como tantos otros, no se preocupó de revelar su nombre a la posteridad, sino de servir magníficamente a la causa del arte y a la gloria de Dios. Anotemos ante todo; que la composición es sencilla y su simbolismo, claro. El púlpito semeja un cáliz, el vas electionis de San Pablo, pero un cáliz hermoso por su forma y proporciones.

El sustentante de la copa está formado de siete figuras superpuestas en un fuste, todas distintas y unidas con tal gracia que su continuidad la explica fácilmente la más distraída imaginación. La copa es un primoroso conjunto de ornamentación, cincelado como hiciera un orfebre la más delicada joya y está unida al fuste por un sólido asiento en el que las delicadezas de los cordones y molduras que lo circundan realzan las seis ménsulas de serpeantes puertas allí de puro adorno, pero bien consultadas para dar mayor volumen a esta parte del cáliz y comunicar mayor elegancia a la figura toda. Viene luego un pequeño cuerpo intermedio a   —[Lámina LII]→     —157→   formar la base sobre que se asientan seis columnas retorcidas de capitel compuesto, y rodeadas y cubiertas de pámpanos y de uvas, columnas que, al mismo tiempo que sostiene el pasamano del púlpito, formando por ligera moldura, dan lugar a cinco preciosos nichos de los que se ostentan otras tantas estatuillas de cinco santos de la orden franciscana. Los nichos están formados por una rica repisa de hojas y flores muy bien estilizadas y dos columnas salomónicas que soportan un arco de medio punto, cuyas ricas molduras, formando un solo conjunto con la concha interior del nicho, están a su vez coronadas por ricos adornos tallados de la misma clase y en el mismo estilo que los del resto del púlpito. Encima se destaca airoso el tornavoz, dividido en cinco partes, cada una de las cuales la constituye una moldura decorada de la que pende, a manera de fleco, un encaje de madera y lleva encima tres remates pequeños a manera de lumbreras. Estas cinco partes, convergen en el centro del tornavoz y se unen arriba en sus bordes por medio de gruesos nervios, que son volutas floronadas, terminan en su parte inferior en un piñón colgante y forman en la superior la base de un pequeño pedestal sobre el que se ve una estatua de San Buenaventura en actitud de predicar. Este tornavoz se halla unido a la tribuna por medio de un pequeño retablo fijo a la pared, en el que se ha puesto un bajo relieve de San Diego, entre dos columnas, iguales a las seis de la copa del púlpito, que sostienen un frontón interrumpido por una pequeña repisa sobre la que se destaca el Espíritu Santo. Al púlpito se asciende por una escalera, cuyo pasamano es toda una maravilla de dibujo ornamental y de tallado. Este pasamano se apoya en un pilar cuadrado de graciosa construcción y se divide en dos paneles iguales, apenas separados por un ligero reborde decorado. Dos frisos corridos completan la decoración del pasamano, que forma, como todo el resto de esta admirable pieza artística, un conjunto único, lo mismo por el dibujo que por sus detalles arquitectónicos y sus adornos escultóricos, para los cuales se ha usado de un mismo elemento decorativo: las hojas serpeantes estilizadas y las uvas. El púlpito de San Diego, con los de San Francisco, la Compañía y Guápulo, son y serán siempre verdaderas maravillas del arte nacional ecuatoriano, distinguiéndose el primero por la simpatía de su línea, la unidad de su conjunto y la perfección de sus detalles, entre los que es preciso anotar los cinco santos que ocupan los nichos del cuerpo principal del púlpito, que no son las estatuillas desproporcionadas del púlpito de Guápulo, sino preciosas y acabadas obras de escultura en madera. Todo en él, hasta su forma, concuerda más que en otro alguno, con el estilo plateresco, en el que se han hecho todo los púlpitos antiguos de las iglesias quiteñas. El de San Diego es, como dijimos, un cáliz, y un cáliz es tema propio de orfebrería, cuyo estilo es el de los escultores españoles del siglo XVI. Permita el cielo que esta obra se conserve y perdure por infinitos siglos, no sólo por ser artística joya, sino también por llevar consigo el recuerdo histórico de aquel numen de la elocuencia sagrada, fray José María Aguirre, quien ocupó en nuestra época, durante muchos años y por espacio de cinco semanas continuas anualmente, esa simbólica copa, para llenarla hasta desbordarse con la sagrada unción de su palabra y algunas veces, con su propia sangre, que se la sacaba con punzantes y horribles disciplinas, para dar ejemplo de humildad y penitencia a sus oyentes. Cuantas veces estamos delante de esa preciosa cátedra, no podemos prescindir de evocar la augusta figura de aquel santo fraile, cuyos rasgos   —158→   fisonómicos recordaban los de Savonarola. Aún le vemos erguirse para predicar, quitándose, previamente, la capa y depositándola sobre el pasamano, al mismo tiempo que en devoto ademán colocaba un Cristo crucificado en la mano desnuda que el escultor enclavó en el púlpito, junto a la pared, para sostén del farol antiguo, en el que una macilenta luz bastaba para los servicios religiosos de los primitivos monjes, y que armonizaba más con el ambiente sandiegano que el moderno foco de luz eléctrica, cuyo cordón se desliza ahora desde los pies de la estatua de San Buenaventura, por encima del tornavoz. Pero volvamos a nuestra tarea.

Iglesia de San Diego

Quito. Iglesia de San Diego. El púlpito (1736).

[Lámina LII]

La escalera del púlpito se asentaba directamente sobre la plataforma del primitivo presbiterio; pero reducido éste al espacio actual a fin de aumentar el sitio para los fieles, cuando esa iglesia llegó a ser, muy concurrida por los católicos quiteños y hasta la obligada para las exequias de los nobles y ricachos colonos, hubo que crear los cuatro escalones de piedra sillar sobre los que hoy se asienta. Pero no es la escalera el único medio de acceso a la cátedra; hay otro que señala la pequeña puerta de una sola hoja y tarjeta de vidrio, que comunica con el claustro superior del convento y que se muestra junto al retablo de San Diego que une o el púlpito con el tornavoz. Esa puerta está hoy cubierta con dos cuadritos en sus respectivas molduras doradas.

El coro de la iglesia se levanta sobre bóveda y es bastante espacioso. Se encuentra en él un precioso facistol dorado con taraceas, de aquellos que el Renacimiento compuso para tener cuatro libros abiertos a la vez, que remata en un cimborio cuadrangular bajo el cual se halla una estatuilla de la Inmaculada. Y se muestra también un Cristo crucificado de tamaño natural, de hermoso aspecto, y al que la tradición señala como a partícipe en la leyenda histórica del Padre Almeyda, de la que hablaremos algo luego, ya que no es posible desligar esa tradición del convento sandiegano. La sillería del coro la componen 25 sitiales altos y 16 sillas bajas, de cedro, faltando el espaldar del sitial del centro. Los respaldos elevados de sitiales son pobres, ligeramente decorados con pequeños columnas, que, con las molduras del zócalo y de la cornisa, forman espacios rectangulares en los que se han pintado muy sumariamente a tres o cuatro tintas, al óleo, varios santos en medio de escudos o cartelas de conchas, de dibujo caprichoso que recuerda el estilo Luis XIV. En el conjunto prevalecen el rojo y el azul. De las paredes del coro penden varios cuadros: un San Francisco, un San Sebastián, una Santa con báculo pastoral en la mano y una Inmaculada con su túnica y manto dorados, sumamente interesante.

Debajo del coro, hay varios cuadros: dos magníficos que representan el uno a San Francisco, en actitud de dejarse examinar por fray León su mano estigmatizada, y el otro a Santo Domingo, a quien, tras sangrienta disciplina, limpia las espaldas un hermano de la orden. Las preciosas molduras en las que hasta hace poco estaban encuadrados, han sido sustituidas por otras de horrible aspecto. Hay otros dos pequeños que representan a dos santos, y que nos parecen del mismo autor de los cuadros que se hallan en el locutorio; pero el que más llama la atención es el de la Piedad que se encuentra al lado izquierdo de la puerta de entrada, dentro de un rico marco de madera, tallado y dorado, con ligeros visos verdes. El grupo, de Cristo en brazos de su Madre, acompañada de la Magdalena, San   —[Lámina LIII]→     —159→   Juan y un ángel, es bien compuesto, la ejecución técnica, de un maestro y la expresión y carácter de todo el cuadro revelan la calidad de un gran pintor.

Cruz alta de plata

Quito. Sacristía de la Iglesia de San Diego. Una Cruz alta de plata.

Cimborio de madera

Quito. Sacristía de la Iglesia de San Diego. Un cimborio de madera.

[Lámina LIII]

La sacristía es hoy muy pobre y miserable. Destruida por el terremoto de 1858, ha desaparecido su bóveda, de la que no queda sino la parte del pequeño y angosto corredor que la une con la iglesia. Su techo deja ver todo el maderamen que sostiene los claustros superiores y hasta dos inmensos pilares de piedra se oponen al paso del transeúnte por ese sitio que antes de precioso rincón pintado y deposito de no pocas joyas de la pintura, escultura y orfebrería quiteñas.

La sacristía tenía quince láminas de buena pintura, de las cuales diez eran grandes; cuatro hermosos sitiales de madera dorada, de los cuales uno con la efigie de la Virgen sentada y San Pedro y San Pablo, otro con un Cristo y la Dolorosa y otro, el mejor de ellos, que los inventarios apellidan el principal; un crucifijo pintado; dos escritorios con taraceas de carrey y marfil; dos Cristos: el uno de la columna y el otro de la sentencia, de mediano tamaño y una Magdalena139; dos baúles grandes con taraceas140; tres láminas con los marcos embutidos de carey y marfil, nueve pequeñas con molduras de ojilla de plata, una cruz alta de plata «por la una cara tiene la efigie de San Diego y por la otra la de un Cristito, el pedestal tiene 12 serafines y 12 marisquitos de plata todo de fundición, el mástil tiene tres canutos de plata cada uno de media vara de largo»141; una custodia que no aparece sino en los inventarios hechos el 16 de junio de 1829 y cuya descripción consta en la siguiente forma: «Una custodia de plata sobredorada con dos cercos de la misma clase, que cada uno tiene once esmeraldas de mayor a menor; es decir que estos cercos son los piscis que resultan ser de oro: tiene un espíritu santo sobre él, padre eterno también de plata y pintados, de remate tiene una corona imperial de oro, y sesenta y dos perlas gruesas en toda ella, la cruz del remate es de oro con 16 esmeraldas; bajo del relicario tiene una esmeralda grande engastada en oro: el cerco donde nacen lo rayos, por la una parte tiene 101 perlas y por el respaldo 92, todas iguales y medianas, y en este respaldo tiene también espíritu santo y padre eterno todo de plata la cruz tiene tres perlas, y un aguacate de esmeralda pendiente de la corona»142.

En 1837, como la custodia viniere a menos con el uso y se hubieran desprendido algunas de las piedras preciosas que la adornaban, se la arregló   —160→   , según dicen los documentos, quedando «la cruz de la custodia puesta la esmeralda larga que se hallaba suelta y la otra reemplazada la falta anterior, con la que queda completamente asegurada y en los cercos algunas rosas de mano»143. En este mismo año quedaron en la sacristía de la iglesia «dos láminas de jaspe: la una de la Presentación de la Virgen en el Templo y la otra de S.n Joaquín, Sta. Ana y la Niña María, ambas con molduras doradas y vaciadas de filigrana de largo de más de vara y de una de ancho intactas y buenas»144. Todo esto y mucho más se encontraba en la sacristía de la iglesia de San Diego, amén de «muchos palos dorados que pueden servir para algunos remiendos» que se hallaban en los depósitos dependientes de dicha sacristía y que, sin duda alguna, provenían de los restos de los retablos que cubrían las paredes del presbiterio de la iglesia. Aquellos restos debieron ser muy interesantes para figurar como figuraban en los inventarios del convento en 1829, sin que conste, por otra parte la causa por la cual fueron arrancados de su sitio, la cual, como lo dijimos, fue tal vez la humedad o el fuego, que destruyó buena parte del retablo del altar mayor.

Además, a la entrada de la puerta principal de la sacristía existían cuatro cuadros y «en el aguamanil dos lienzos y un Cristo en tabla». La puerta que sale al altar mayor tenía una preciosa cortina «de macana azul con cenefa de la misma».

Y no se conoce lo que hubo antes de 1826; pues los inventarios de San Diego, existen en el archivo, no arrancan sino desde este año; pero existieron otros anteriores, según lo comprueba una acta de corte y tanteo suscrita por fray Herdozain, provincial que fue de la Orden, en octubre de 1804.

Muchas de las obras de arte que existieron en San Diego ya no existen, entre ellas la custodia, algunas estatuas y lienzos, los sitiales de madera tallada y dorada, inclusive, el de la Virgen de Dolores que en 1841 se lo puso en la celda de oficio145. Con algunos de los «muchos palos dorados» que figuran en los inventarios, como útiles para remiendos, se han hecho una capilla dedicada a la Virgen en la sacristía y otro precioso y enorme retablo en la capilla del claustro, alto consagrada a la Virgen de Monserrat y que, mientras los frailes hicieron allí vida de comunidad, la dedicaron al servicio del noviciado. Hoy este retablo ha sido trasladado al noviciado de las monjas que ocupan el convento, en donde se lo ha armado convenientemente. Es uno de los más hermosos e importantes de los retablos de San Diego, no sólo por su tamaño, sino también por la gracia de su escultura y la riqueza de su ornamentación. Este retablo se lo hizo el mismo año de 1841; pero ya antes de esa fecha existía la Capilla de Monserrat, que daba su nombre al claustro en donde se encontraba, según lo demuestra muy claro en las disposiciones que por ese año presenta el guardián al capítulo.«Se compuso, dice, la cubierta del claustro de la Capilla de Monserrat y a la Virgen se la colocó en una capillita   —[Lámina LIV]→     —161→   (léase retablo) y se hizo mesa de madera para formar el altar y en esta es que reza la comunidad el rosario por la noche»146.

Cristo de marfil

Quito. Sacristía de la iglesia de San Diego. Cristo de marfil (escultura italiana).

[Lámina LIV]

Ahora la sacristía encierra muy pocas cosas. En ella se conservan: un Cristo crucificado, de tamaño natural, en actitud de muerto, con la corona de espinas y tres potencias de plata en la cabeza: magnífica escultura, de acentuado realismo que contrasta con el idealismo místico de un precioso crucifijo de marfil, de procedencia italiana y que es otra de las joyas artísticas de la iglesia sandiegana; la cruz alta de plata con las efigies de San Diego y de Cristo crucificado en cada uno de sus frentes, cuya factura y decoración recuerdan las de los estuches en cuero repujado de la Edad Media española, como aquel que contenía la cruz que se dice llevó el arzobispo don Rodrigo en la Batalla de las Navas de Tolosa y que se muestra en el Real Monasterio de las Huelgas147; un tabernáculo de madera tallada, con cuatro columnas: los fustes de las dos delanteras son angelitos alados y los de las que se hallan atrás son retorcidos y decorados con uvas, pera lo mejor de esta pieza es la parte superior, muy bien compuesta y coronada de una concha de hermosísimo dibujo; un atril de plata con la inscripción S. DIEGO; el cuadro curioso de la Virgen de Chiquinquirá, que ya lo describimos; y unos doce lienzos en sus respectivas molduras talladas y doradas, de los cuales el más interesante es el de un San Juan Evangelista en la isla de Patmos, que hoy está retocado, pero que aún conserva intactos un pie en escorzo y una mano derecha, detalles que nos revelaron la bondad de la obra. El pie es dibujado magistralmente y la mano tiene la modelación concienzuda y la línea definida de un Holbein. ¿Cómo estará tratado el resto de la figura? Ya nos lo revelará el restaurador. De los demás cuadros, a excepción de dos o tres, anotamos sólo sus molduras que exhiben gran riqueza y preciosa ornamentación.

Existe también en la sacristía una rejilla de plata de cinco piezas, pero ya no conserva su María de metal amarillo y las lunas de cristal con las siete candelejas de lata plateadas por debajo y doradas arriba, que se puso allí por el año de 1850, junto con la cómoda grande de tres cajones, dos alacenas y dos llaves, «adjudicada a San Diego de los expolias del P. Reyes»148. Y se conserva igualmente la custodia que perteneció a la Capilla de la Virgen de Chiquinquirá, pobre como joya, pero apreciable ejemplar de la orfebrería quiteña.

En el callejón que une la sacristía a la iglesia, hay una puerta en la pared derecha que conduce a una pequeña capilla dedicada a la Virgen de Illescas cuyo retablo debe también ser, como dijimos, hecho con los restos de los retablos que cubrían las paredes laterales del presbiterio. La capilla como el callejón aquel, cubiertos de bóveda, son partes integrantes de los corredores del tercer claustro, y revelan como dijimos más arriba lo que fue la arquitectura con la que se edificó todo el convento.

Además de este conjunto de edificios que forman el convento de San Diego, existía antiguamente en la parte superior de sus dominios una   —162→   ermita, construida en tiempo inmemorial para devoción de los religiosos que querían retirarse al espeso monte, que cubría entonces esos lugares, a orar con fervor y recogimiento. Esta ermita se halla hoy en ruinas. Ya a principios del siglo XIX, fue ese recinto víctima de los ladrones, que lo saquearon; por lo cual los religiosos decidieron abandonarla, no sin conservar lo que buenamente se pudiera149. En el camino que conduce a la ermita, existen aún los restos de una preciosa fuente hecha de piedra por los religiosos, a la que descendían las aguas regaladas por el Cabildo de Quito.

***

He aquí descrito brevemente lo que fue y lo que es hoy el convento de San Diego de Quito. Tal como quedó a raíz de las mejoras que realizó el padre Larrea, debió de ser una joya artística, ya por la arquitectura, sencilla pero correcta de sus claustros y dependencias, todos de bóveda, ya por las riquezas que en pintura, escultura y orfebrería encerró hasta mediados del siglo pasado. Lo que aún subsiste, apenas son débiles muestras de su primitiva grandeza. La comunidad franciscana nada ha podido hacer, por su excesiva pobreza, para restaurar el edificio a su anterior estado, lo que les habría sido muy fácil, si a raíz del terremoto de 1868, hubieran tenido una pequeña parte de los recursos con que contaron durante la Colonia. La reedificación que hicieron fue muy pobre; nada de lo que se destruyó se repuso. Por eso vemos los claustros sin las bóvedas, la sacristía mostrando su esqueleto, gran parte de las viejas habitaciones, abandonadas por inservibles, los antiguos pasamanos de las escaleras de piedra, sirviendo de pilastras para sostener horribles construcciones, el presbiterio de la iglesia casi desnudo, y lo que es peor, la amenaza constante de una ruina total. Y pensar que con poco dinero se lograría salvar esa preciosa joya colonial, y aún restituirla, en parte, ¡a su primera y legítima forma!...

Hace un siglo lo conoció Stevenson, aquel escritor inglés que sirvió de secretario al conde Ruiz de Castilla, en los últimos días de la dominación española en el Ecuador y arrancó a su pluma de hombre frío calculador y flemático, la siguiente pátina que no hubiera podido escribirla mejor el hombre más impresionable:

El Convento de retiro de San Diego, que pertenece a los Franciscanos, está, por su situación en una barranca de los arrabales de la ciudad, casi oculto en medio de los árboles y de las rocas. Este retrete es de los más románticos. Se ha puesto especial cuidado en que este edificio aparezca en todos sus detalles, como una ermita aislada, lo que   —163→   atrae la atención del extranjero. Es tal vez, en todo el Nuevo Mundo, la morada que más conviene al retiro religioso. El aspecto pintoresco de las montañas circunvecinas, que se elevan por encima de las nubes, la risueña verdura de sus bases contrastan con las nieves eternas que coronan sus cabezas encanecidas. Un riachuelo serpentea, que se ve primero saltar de una roca y deslizarse luego por lo bajo de la barranca en busca de su nivel, interrumpido de cuando en cuando en su carrera por súbitas vueltas, macizos de árboles o montones de piedras y como diciendo: Hombre, tu carrera por el sendero de la vida, se asemeja a la mía: pueden presentarse obstáculos que parezcan prolongar por algunos instantes la peregrinación que debe para ti terminar en la tumba; pero tu estadía sobre la tierra es corta, tu vida semeja a mi corriente sobre la inclinación de esta montaña, continuamente se desliza hacia su término, y, después de haber experimentado todas las vicisitudes de este viaje, no te quedará tal vez remordimientos de no haber sido suficientemente sabio para aprovecharlo.



Todos los deberes de la vida monástica se observan en este convento con la mayor severidad: los monjes, de una palidez que atestigua la austeridad de su vida, visten de gris, llevan cilicios, y ligeras sandalias apenas garantizan sus pies semidesnudos; su silencio habitual, su aire compungido, todo, todo habla por la santidad de un lugar, donde hombres reunidos en comunidad, no parecen vivir, sino prepararse a mejor vida. Con frecuencia he recorrido estos claustros a la caída de la tarde, prestando el oído atento a los lejanos sones del órgano de la iglesia y a los cantos solemnes de los religiosos, con tal respeto y recogimiento que no he experimentado jamás en ningún otro lugar150.



Hoy ha perdido un poco ese carácter con la ausencia de los religiosos; pero subsiste el ambiente místico descrito por Stevenson, que impresiona más a medida del mayor abandono en que se halla el convento, lleno de recuerdos y lleno también de leyendas. La imaginación más calmada se exalta y el espíritu más tranquilo es arrebatado hacia la Edad Media, o a los desiertos de la Tebaida o revive las páginas admirables en que describe la vida de los monjes el Conde de Montalembert. Dan pábulo a la imaginación los blancos pergaminos, diseminados en las paredes de los claustros sandieganos, que invitaban a los religiosos a la disciplina y mortificación con la palabra «SILENCIO» y a la continua meditación de las vanidades del mundo con sentencias como esta:


A Dios, Rey de lo creado
a Dios, Madre de piedad
con Dios, ángeles, quedad
que yo me voy condenado
llorad a este desdichado
gane al infierno va a habitar.
Ay Jesús del alma mía
si me tengo de salvar.