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II

Al hablar de nuestra escultura colonial durante los siglos XVI, XVII y XVIII y, considerando que la iglesia de la Compañía es en verdad un relicario de la escultura quiteña, no sólo por las magníficas tallas de sus retablos y revestimientos y por la bella estatuaria que posee, sino también por su riquísima decoración y su admirable fachada de piedra labrada, hicimos una ligera descripción del templo, que debe ser ampliada ahora que nos ocupamos de esa obra con la extensión digna de ella. Vamos, pues, a detallar esa descripción, ya para dar una idea más completa del edificio, ya para perpetuar su recuerdo, si acaso las vicisitudes del tiempo o la injuria de los hombres mermaran o destruyeran su grandeza.

La planta de la iglesia jesuítica de Quito derivada de la del «Gesú» de Roma, como todas las demás iglesias jesuíticas del mundo, y copia de la de San Ignacio, de la misma ciudad, es la de cruz latina inscrita en un rectángulo. Es de tres naves y crucero: alta la central; bajas las laterales: aquélla cubierta con bóveda de cañón y éstas, con cupulines. Tiene dos cúpulas: la del crucero, alta y con tambor apeado sobre pechinas; la del presbiterio, rebajada. La bóveda central se eleva sobre arcos de medio punto, inscritos sobre pilastras de planta cuadrada en las cuales descargan su fuerza los arcos fajones. Espaciosos lunetos dan luz a la nave. Las capillas laterales se hallan cubiertas con cupulines y alumbradas con pequeñas linternas caladas, por las cuales cuela débil y misteriosa la luz del sol ecuatorial. Grandes arbotantes descargan el empuje de la bóveda central sobre los fuertes muros exteriores de cal y piedra que delimitan el templo. El material empleado es la piedra para los muros y pilastras, y el ladrillo para la arquería y el abovedamiento. El tipo de la iglesia es el de salón, usado mucho en Cataluña y en el norte de España, y llevado a Roma por San Francisco de Borja, general de la Orden desde 1566 hasta 1572, para imponerlo allí en la iglesia de San Ignacio, cuya copia viene a ser el templo jesuítico de Quito. Es curioso que San Francisco de Borja haya logrado imponer en Italia el tipo español en las iglesias jesuíticas, mientras el «Gesú» era el modelo de ellas en suelo de España, y tanto que los catalanes, no sólo construyeron según él sus nuevas iglesias, sino que transformaron las existentes, modificando el altar de acuerdo con las exigencias del rito.

Para explicarnos bien el modelo jesuítico del templo católico tengamos en cuenta las innovaciones que introdujeron los jesuitas en la organización de las iglesias.

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Fiel al espíritu del Concilio de Trento, la Regla que dio a la Compañía San Ignacio de Loyola aprecia y aplaude el arte como un tributo de los pueblos a la iglesia y nada más. Por tal razón el Capítulo General de la Orden, celebrado en 1573, prescribió sólo el canto llano y eso, cuando buena y cómodamente lo pudieran ejecutar las comunidades sin recurrir a extraño auxilio. Esta consideración por una parte, y por otra la de que el objeto y fin de la Orden era conducir a los fieles a Dios, antes que por la sola mortificación, por los sacramentos, por la misa diaria, por el culto y, sobre todo, por la predicación y el libro, hicieron que los jesuitas eliminaran el coro con sus órganos, usado en el centro de la iglesia reservado hasta entonces exclusivamente para el clero y conservado aún en todas las antiguas iglesias catedrales y de corte en España. ¿Para qué debía subsistir el coro, si San Ignacio quitó a sus afiliados el rezo en común de las horas canónicas, porque ello les restaba tiempo para sus principales ocupaciones?

El centro de la iglesia, aún más, toda la iglesia debía ser principalmente para que los fieles y los laicos ocuparan a toda hora, la llenaran durante los oficios divinos, celebraran allí sus procesiones y, sobre todo, oyeran la predicación. Afuera, pues, órganos, coros y rejas, y venga en su lugar el púlpito. Bien se podía relegar el órgano al pie de la iglesia, y para el clero construir unas tribunas a lo largo de sus naves. Y así nació el «Gesú»: iglesia de cruz latina, de una sola nave con capillas laterales, púlpito y tribunas corridas a lo largo de las capillas, cuya altura es inferior a las de las iglesias catalanas: tribunas que en España llegaron a ser corredores espaciosos que ocupan extensiones varias de la nave central. Organizada de este modo, la iglesia jesuítica llegó a ser la iglesia típica de Corte, cuya traza impone la división entre el pueblo y las dignidades, así eclesiásticas como civiles. Ejemplos de este tipo son en España la iglesia del Seminario Conciliar de Salamanca, la de San Isidro el Real de Madrid, la de San Juan Bautista en Toledo: todas de jesuitas, y la Basílica del Real Monasterio del Escorial, la más grande y más grandiosa iglesia de corte en todo el mundo, en la cual su amplia tribuna corre por todo el perímetro del templo y encima de las capillas laterales, lo que impide a los religiosos y cortesanos asistir a las ceremonias y practicar sus devociones con comodidad en esas capillas. Este defecto se halla corregido en las iglesias jesuíticas de Barcelona.

Pero los jesuitas crearon también en España otros tipos de iglesias procesionales y de predicación. La de Murcia ha realizado, como ninguna, la idea de una iglesia procesional católica con las ventajas de las de predicación, gracias a su planta en escuadra; y la de Nuestra Señora de Belén, en Barcelona, que reúne en sí la iglesia de corte, la de predicación y la procesional, gracias al curioso deambulatorio para las procesiones, construido entre la nave central y las capillas laterales, y sobre el cual y el primer tramo de la   —16→   nave mayor corre por todo el perímetro de la iglesia, una tribuna apoyada sobre sus pilares18.

Como puede verse, esta digresión era necesaria para comprender mejor la organización arquitectónica de la iglesia de Quito y lo será más aún para explicarnos muchas cosas de capital interés que iremos exponiendo.

La iglesia de la Compañía de Jesús de Quito, según esto, si en su planta se deriva del modelo del «Gesú», en su alzado no se le parece; pues si ésta tiene una nave, y tribunas a lo largo de las capillas laterales, aquélla carece de esas tribunas. En lo único que se asemejan es en la cúpula sobre el crucero de las bóvedas que cubren las naves de la cruz latina. En cambio es el trasunto de la iglesia de San Ignacio, el más perfecto ejemplar de iglesia jesuítica, al decir de los críticos, que rivaliza con el «Gesú» por la grandiosidad arquitectónica y, en parte, aún por el lujo de su decoración. Como aquélla, la de Quito, es también dedicada a San Ignacio («Divo Parenti Ignatio Sacrum») dice la cartela de dedicación del templo quiteño y ambas, en su interior de cruz latina, se hallan divididas en tres naves, decoradas con gran riqueza, lujo de formas y colorido, y carece de tribunas sobre las capillas laterales. En resumen: la iglesia de San Ignacio de Quito es, en su organización, la iglesia de San Ignacio de Roma. Son idénticas en este punto, sólo que los arcos formeros de la iglesia quiteña descansan sobre pilastras y no sobre columnas acantonadas, como la romana.

La planta de la iglesia pertenece al tipo italiano de cruz latina, admitido sin excepción alguna en la segunda época del Renacimiento. Tiene, pues, un solo ábside, y rectangular por añadidura. No nos referimos a la horrible capilla absidial que hace poco se ha añadido junto al crucero izquierdo, pues nuestro estudio se relaciona con la iglesia tal como fue creada por su autor. Sobre esa planta se levanta el edificio compuesto de muros exteriores construidos de mampostería, para la que se ha utilizado toda clase de piedras, sin consideración a su altura y longitud, lo que hace al despiezo desigual en la altura de las hiladas. No faltan, además, algunas hiladas de ladrillos. Sin duda, no se puso atención en la mampostería porque las partes visibles de los muros debían forrarse con sillares de piedra formando almohadillas, como lo hicieron los mismos jesuitas en su antiguo convento de la ciudad de Ibarra. Desgraciadamente, el decreto de expulsión dictado por Carlos III contra aquella comunidad, impidió la ejecución de ese detalle, por lo cual el muro sudoeste de la iglesia aparece horriblemente descarnado.

Las tres naves se separaron con dos filas de pilastras, en las   —[Lámina IV]→     —17→   que descansan arcadas y sobre éstas, los muros de la nave central con las ventanas necesarias para la iluminación. Los techos de la nave central y de las del crucero son de bóveda de cañón reforzados con arcos fajones. En todos los ladrillos, como son también la cúpula central, y las que cubren el ábside y las capillas de las naves laterales.

Las cubiertas de la bóveda central y de la del crucero son a dos vertientes, de ladrillo vidriado, y asentada directamente sobre éstas. Como con esta clase de construcción de la cubierta aumentaba su empuje, grandes contrafuertes, aparentes como en la arquitectura románica, descargan el de la bóveda central hacia los muros exteriores del edificio. La bóveda del crucero está suficientemente sostenida en los sólidos muros sobre los cuales se apoya.

Las cúpulas por el exterior aparecen aplastadas, porque no se las peraltó doblando el casquete, como fue costumbre muy usada por los arquitectos de la segunda época del Renacimiento. Sin embargo, la del crucero se muestra airosa sobre su tambor calado de ventanas de arco zigzagueado separadas por pilastras gemelas jónicas, coronada de su elegante linterna de doce luces y destacándose sobre una azotea adornada de barbacanas, curiosa reminiscencia medioeval muy usada en la arquitectura quiteña en los siglos XVII y XVIII, cuando en España no se la recordaba.

Altar de San Ignacio

Altar de San Ignacio

[Lámina IV]

La capilla mayor está organizada según el tipo español. Un gran retablo de elegante barroquismo llena completamente el fondo del presbiterio, cuyos muros laterales visten también riquísima ornamentación de madera tallada. El retablo tiene tres cuerpos superpuestos, que se corresponden perfectamente en su construcción arquitectónica, y cada cuerpo, tres secciones: la del eje y las de los flancos. El cuerpo inferior tiene en su eje un gran sagrario, convexo de traza, flanqueado de dos nichos aconchados: uno frontal y otro lateral. Ocho columnas salomónicas distribuidas convenientemente separan los nichos: los dos laterales, ocupados por las estatuas de Santo Domingo y San Francisco y los centrales, cegados ahora sin razón.

Encima de cada uno de estos nichos hay otros circulares trazados sobre una repisa y que llevan una venera en su parte superior: dentro de ellos curiosos relicarios, a manera de bustos. Flanquean a los nichos inferiores, encima de su arco semicircular, dos cabecitas de ángeles y al sagrario, dos embutidos en ademán de sostener abierta una cortina simulada. Todo este cuerpo del retablo descansa sobre precioso estilóbato decorado con riquísimas cartelas y remata en magnífico entablamento apoyado sobre las columnas y coronado por un cornisón de ricas molduras. La decoración fina del friso está acentuada con cabecitas de querubines y la de la cornisa, con piñas pendientes de cada uno de los ángulos formados por las diversas salientes de la quebrada línea arquitectónica que caracteriza el exagerado barroquismo del altar. Encima de esta cornisa se levanta el segundo cuerpo muy semejante al descrito anteriormente; sus columnas salomónicas no son estriadas en su   —18→   tercio inferior como las anteriores, y se han eliminado los nichos circulares sobre las grandes hornacinas que se reproducen en ese cuerpo exactamente como los encontramos en el cuerpo inferior del retablo. En lugar de aquellos nichos se han colocado repisas a la manera de los derrames de un frontón, sobre las cuales se extienden dos figurillas rampantes destacándose sobre el fondo de una ventana.

El sagrario del primer cuerpo se halla reemplazado en éste con un gran nicho cuya bóveda pasa hasta el tercero, en donde es flanqueada por cuatro pequeños nichos ovalados, ocupados los dos con los bustos de Jesús y de María, representación curiosa e inédita en la iconografía cristiana. Sobre este último cuerpo, que viene a ser como una preparación, de veras magnífica, para el gran coronamiento, viene éste sobre la cornisa final que sirve de imposta para el doble frontón interrumpido dentro del cual un grupo de ángeles sostiene entre sus manos una enorme corona. El gran nicho central del retablo lo ocupaba antes una imagen de la Virgen del Pilar y hoy un moderno grupo de la Sagrada Familia, obra del escultor quiteño Severo Carrión.

Los muros laterales del presbiterio se hallan como ya lo dijimos forrados de preciosos revestimientos de madera y tienen dos tribunas caladas sobre medias pilastras que flanquean las puertas de salida; todo ello lleno de profusa decoración floral estilizada. Encima de las tribunas se ha figurado una abertura de arco semicircular dentro de la cual se dejan ver varios elementos arquitectónicos formando un pórtico de frontón interrumpido, sobre el cual se halla un ojo de buey que ilumina el presbiterio. Entre este conjunto y el retablo se hallan a lo largo del muro catorce cuadros al óleo con los bustos de Jesús, María y los doce apóstoles, formando parte integrante de la decoración del revestimiento. La cúpula que cubre el presbiterio está decorada a estuco. Advertimos, para sacar las debidas consecuencias, que toda la decoración del presbiterio tiene unidad completa en su variedad de formas, habiéndose usado como principal motivo los follajes serpeantes y de acanto que con tanta preferencia y extremada delicadeza se trataron en la época del Renacimiento. Igualmente consignemos cómo el frente de las columnas salomónicas del segundo cuerpo el retablo tiene seis espirales, lo que indica una observancia estricta de los preceptos, entonces flamantes, de Viñola; en cambio las del primer cuerpo tienen siete, si se han de contar con las estriadas.

Las capillas laterales del crucero son dos ejemplares de un mismo modelo y, por tanto, exactamente iguales en sus formas arquitectónicas, sin más variantes que las de las cuatro medias tallas policromadas que las decoran con pasajes alusivos a la vida del santo al cual están dedicadas. La del lado del Evangelio está consagrada a San Ignacio de Loyola y la del lado de la Epístola, a San Francisco Javier. Quedan naturalmente las variantes ocasionadas por la diversidad lógica del desarrollo de los motivos ornamentales.   —19→   Examinando sus detalles, se ve que los artistas han procedido con entera libertad en la decoración.

Levántanse estos retablos sobre un estilóbato de tableros formado al nivel del altar. Un enorme nicho decorado en su interior con filetes y roleos flores entre los cuales se destacan cuatro ángeles, sirve de fondo a la estatua del santo al cual van dedicados. El nicho exteriormente adornado con preciosas molduras, se halla flanqueado por cuatro columnas salomónicas que descansan sobre una alta base rectangular ornamentada a paneles. Las columnas salomónicas interiores se unen por medio de un arco de molduras débilmente acusado, que se destaca bajo el remate o coronamiento del retablo construido sobre las dos columnas exteriores, remate que es un frontón angular, cuyos dos planos apoyados y terminados sobre las pilastras formadas encima de las columnas salomónicas, se han quebrado más arriba de su mitad: las partes que han quedado encima de las pilastras han tomado entonces la figura de una S y los extremos de las que quedaron formando el vértice del remate se han alargado, colgándose como festones hasta unirse a la moldura de la cornisa de las pilastras y forman una línea cóncava de agradable aspecto. En el interior de este frontón, dos ángeles sostienen un escudete con un querubín y corona por remate. De las pilastras se desprenden dos cuerpos que los italianos llaman di raccordo y que describiendo en su línea externa una curva ligera, descansan sobre el plano formado por la cornisa del entablamento. Adornan estos cuerpos, dos ángeles sentados.

Los retablos se destacan sobre un nuevo decorado magníficamente y con acierto. A los lados se han colocado dos largos tableros en que se encuentran representados pasajes de la vida de San Ignacio y San Francisco Javier en artísticos bajorrelieves. Encima de los tableros corre un friso de riquísimo y complicado follaje, el mismo que, naciendo en el presbiterio, da la vuelta al perímetro del templo por la nave central. Luego viene otro cuerpo a rematar esta decoración. Mas como en éste la realidad del problema era la decoración de un tímpano semicircular con una ventana que da luz a la nave, el artista dividió muy sabiamente ese tímpano en tres partes: la central de la ventana que la decoró con pilastras salientes de delicado efecto, haciendo de ellas un nicho muy simpático y adornando las dos laterales con bajorrelieves a color que representan pasajes alusivos a la vida de los santos a quienes estaban consagradas las capillas. Todo esto lo apoyó sobre un basamento decorado, en el centro, con una ménsula entre dos veneras y, en los lados, con una teoría de siete juguetones angelitos sobre una hilera de volutas de hojas de acanto. La decoración toda es de gran riqueza y enorme efecto.

Esta capilla tiene dos detalles dignos de atención: las tribunas y el revestimiento de los arcos de entrada a las naves laterales. Las tribunas, colocadas en la pared del crucero que hace frente a las naves laterales, son dos piezas riquísimas de verdadera orfebrería en madera. Colocadas allí, no para que sirvan a los religiosos   —20→   en su asistencia a los oficios divinos, sino para la música de los días festivos en las capillas laterales, han sido labradas como elementos decorativos para integrar las magníficas formas con que se presentan revestido el templo. Sobre una ménsula de hojas entabladas, cuya extremidad la han cortado desgraciadamente, falta de respeto inexplicable, se apoya una base acanalada de forma convexa, ornada de filetes perlados que soporta un cubo rectangular coronado de amplio entablamento y un remate. Ese cubo se halla forrado de preciosa reja de pura ornamentación floral, calada y distribuida en tres paneles formados por pilastras del mismo estilo de toda la decoración: tres paneles grandes cuadrados y tres chicos angostos y rectangulares en su frente, y un panel grande y otros chicos iguales a los anteriores en cada uno de los costados del cubo. Termina la tribuna en una rica cartela renacentista sumamente decorada flanqueada por dos remates.

El revestimiento de los arcos de entrada a las naves laterales en estas capillas del crucero es también otro detalle digno de toda atención, ya por la calidad de la talla, ya por ser tal vez de los ornamentos primitivos del templo. Este revestimiento abarca el trasdós de los arcos y el espacio comprendido entre el trasdós y el arquitrabe que, apeado sobre las pilastras, corre por toda la nave central y del crucero del templo. El trasdós de los arcos se hallan ocultos por lujosa y ancha moldura, encima de la cual están dos ángeles sentados a cada lado de un motivo decorativo que forma el centro de otro mayor encerrado en triple moldura: muy sinuosa la interior, rectangular la siguiente y en forma recta pero con un pequeño saledizo peraltado en el medio, la exterior. Sobre este saledizo se halla un remate calado de frondas al rededor de una palmeta. Análogas palmetas entre dos remates sueltos decoran los planos bajos de esta moldura. Todo este espacio entre el arco y las molduras exterior está decorada profusamente con roleos y serpeantes, frutas, mascarones y querubines labrados con excepcional buen gusto y delicadeza. Debemos advertir que las formas decorativas, en apariencia semejantes en los revestimientos de ambos arcos, son completamente distintos, como que la una tiene todo el carácter del siglo XVII y la otra, todo el del siglo XVIII, a pesar de que parecen ser ambos de mediados del XVII, según lo veremos a su debido tiempo.

Las naves laterales están formadas por ocho espacios de planta cuadrada, abovedados y con cúpulas rebajadas sobre pechinas, comunicados entre sí por grandes arcos. Los dos primeros espacios tienen dos inmensos cuadros que representan el Infierno y el Juicio Final; pintados por el hermano Hernando de la Cruz, pero desgraciadamente retocados; los otros lucen retablos: los del lado del Evangelio dedicados a la Virgen del Loreto, a la Inmaculada Concepción y a San Estanislao de Kostka; y los de la Epístola, a San José, Cristo Crucificado y a San Luis Gonzaga. Todos ellos son del más exagerado churriguerismo y semejantes en su distribución arquitectónica: dos cuerpos, uno inferior sobre gran estilóbato y compuesto   —21→   de un nicho central flanqueado a cada lado por una columna salomónica; y otro superior con nicho central flanqueado también por dos columnas salomónicas y dos hornacinas laterales o un panel cualquiera decorativo: todo ello de una profusión de adornos sorprendente. No hay espacio por pequeña que fuere, que no se hallase cubierto con una labor ornamental, el mismo interior de los nichos es un emporio de follajes; los entablamentos, un conjunto de molduras realzadas con filetes perlados, huevos, flores, dardos, gallones, guirnaldas y mil filigranas, las columnas salomónicas un puro enrejado de sarmientos de uva y algunas de ellas, asidero de aves, como las de los altares de San José y de la Virgen de Loreto, en donde se las ha esculpido. Pero este enorme conjunto de formas, este escalofriante serpenteo de líneas, en la manera como se halla en los altares a que aludimos, no deja de ser encantadora, sin duda alguna, porque la presentación de todo ese aparato decorativo, exagerado y todo, es de un afiligranado tal que solo suaviza la aspereza de las formas arquitectónicas, sin destruirlas, ni absorberlas. A nosotros nos hace el efecto de que todo aquel adorno es una inyección de nueva y calurosa sangre a los fríos miembros de la escueta arquitectura, que si tiene su vida gloriosa y efectiva al aire libre, se resfría y entumece en el ambiente obscuro y melancólico del templo, comunicando al hombre su tristeza. Nosotros (lo confesamos francamente) amamos todo ese barroquismo y creemos que es el estilo verdaderamente apropiado al culto católico, tan teatral como pomposo.

Es igualmente del siglo XVIII la mampara de la iglesia cuyas pilastras, a las que van adosadas seis columnas salomónicas apeadas sobre precioso basamento con modillones, sostienen sobre su elegante entablamento el coro. Justa de proporciones, es también noble de líneas. En la mitad de su decoración superior lleva un nicho que aloja el grupo de un niño y una oveja, no sabríamos decir si como símbolo de Cristo o de San Juan Bautista, sobre una repisa o modillón. Todo esto lo mismo que los recuadros de las puertas, labradas a paneles, se hallan muy ornamentadas, con la misma riqueza de detalles que encontramos en los retablos de las capillas laterales. El antepecho del coro es una rejilla de grandes rosetones de serpeantes separados entre sí por estatuillas policromadas que representan niños desnudos y limitados en su parte inferior, por una greca de arabescos y en la superior, por una doble cornisa.

Y ahora vengámonos al púlpito, la pieza que por su primor completa la magnificencia de este templo. Tiene, vista de la entrada de la nave central, la forma de una copa de pequeño fuste. Se levanta la cátedra sobre un asiento de grandes volutas que soporta un fuste adornado con cabecitas de querubines artísticamente bien dispuestos: unos tantos embutidos salen del fuste hacia adelante, combando su espalda para amoldarse a la convexidad de la superficie   —22→   del primer cuerpo, a cuya ornamentación contribuyen otras cabecitas de ángeles alados circunscritas por discos de hermosa moldura colocada entre esos embutidos; un pequeño zócalo de guirnaldas une este cuerpo con el segundo, ornamentado de estatuas alojadas en preciosas hornacinas de frontón interrumpido y arco semicircular sobre columnas retorcidas, separadas entre sí por cariátides de embutidos, que soportan un entablamento de gracioso friso de diminutos angelitos entre flores y guirnaldas y elegante cornisa, que forma el pasamano de la cátedra. Todo este segundo cuerpo se extiende en pretil curvilíneo con tres nichos, pero sin cariátides, apeado sobre columna estriada de curiosísimo capitel de hojas de palma para unirse al pasamano de la escalera, forrado de dos paneles de rica talla entre molduras y pilastras. El tornavoz, que con sus juegos de volutas y espirales, sus roleos serpeantes y mascarones, forma una peaña rematada por querubines, sobre la cual se destaca la estatua de San Pablo, se halla unido a la cátedra por un nicho flanqueado de columnas báquicas con ligera enredadera de uvas entre sus vueltas de espiral y cariátides de embutidos orantes, en donde se aloja una imagen de la Virgen en medio relieve, y deja caer a manera de encaje sus guardamalletas. El púlpito de la Compañía conserva la forma hexagonal en boga desde el período ojival (siglo XIV) en que apareció por primera vez en el mobiliario eclesiástico y, aunque no es el mejor de los púlpitos quiteños, es elegante y magnífico, macizo en la parte de la cátedra y fino en el tornavoz. No sabríamos decir a qué se debe la belleza de trazo de todos los púlpitos quiteños, pero es lo cierto que tienen una forma, unas líneas de contorno y unas proporciones en su organización que se encuentran rara vez en los púlpitos europeos. Principalmente el tornavoz, inventado sólo en el siglo XVI, lo supieron resolver los artistas quiteños de manera insuperable. Como que en nada sienta mejor el barroco churrigueresco que en los púlpitos, sobre todo cuando se los ejecuta en madera tallada. Los púlpitos de mármoles y bronces, por ricos que sean, siempre aparecen fríos y secos ante la mirada de quienes estamos acostumbrados a un trono de oro, en donde la luz se quiebra entre los vericuetos de la estupenda decoración geométrica y floral, animada y arquitectónica de cada uno de los púlpitos que, por sí solos, llenan de gloria las iglesias ecuatorianas.

La decoración de las bóvedas, cúpulas, arcos, muros y pilastras del templo es verdaderamente espléndida y ejecutada en la segunda mitad del siglo XVII. El carácter de ella es francamente moruno: sus labores son variantes originales y felices de las lacerías persas y moriscas de las que los musulmanes dejaron estupendos ejemplos en España. En las nervaturas formadas por las dovelas de los arcos fajones que refuerzan las bóvedas, sus ajaracas están inspiradas en la escritura morisca cúfica de los mahometanos, pudiendo decirse que esos trazos decorativos recuerdan las poesías, aleyas y suras del Corán, impresas en las mezquitas musulmanas, o los elogios de los sultanes en los palacios de la Alhambra.

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El resto de la decoración de la bóveda es también de lazo morisco mezclado con meandros y salpicada de la clásica quinquefolia. Aun en los lunetos, la decoración, a pesar de sus filetes perlados y sus follajes y molduras renacentistas, pueden muy bien considerarse como una variante del ataurique árabe, como el que decora la galería occidental del Patio de los Leones, en la Alhambra. En la bóveda del crucero, la decoración varía y lo morisco de sus lacerías es todavía más acentuado y puro. Como los arcos fajones van pareados, se los ha separado con una greca de rombos alternados entre chicos y grandes de forma característica. Descansan las bóvedas sobre un entablamento verdaderamente magnífico, cuyo friso son frondas, serpeantes y guirnaldas, sostenidas y llevadas por niños. Sobre la cornisa corre una preciosa balaustrada de madera, que, por otra parte, hace un efecto desastroso al conjunto arquitectónico; pues prolongando el muro de los arcos hacia arriba resta esbeltez a la bóveda, la que aparece vaída en vez de cañón o medio punto. Quítese con la imaginación ese organismo o prolónguese las líneas de la bóveda hasta la cornisa del entablamento y se verá cómo y cuánto ganan en buen efecto las líneas arquitectónicas del interior del templo. Bajo el arquitrabe corre una greca, que se repite en las arquivoltas de los arcos y a lo largo de los flancos de las pilastras, decoradas con características lacerías, típicos e ingeniosos trazados moriscos, variaciones de losanges y meandros, que contrastan agradablemente con las hojas de acanto y volutas de sus capiteles y la decoración renacentista del intradós de los arcos formeros, cuyos pilares, lo mismo que aquéllos en que se apoyan los arcos de las capillas laterales, llevan preciosos mascarones, espejos y lacerías, cartelas y otras tracerías relevadas, llenas de encanto y originalidad. Los tímpanos de los arcos formeros se hallan historiados con pasajes de la vida de Sansón y del bíblico José, ejecutados deliciosamente en medio relieve y policromados y el intradós de cada uno de los arcos laterales que flanquean las dos capillas del crucero, con cabezas policromadas de santos jesuitas, repartidas y colocadas en adecuada decoración. Las claves tenían hasta hace poco unas hermosas figuras de niños, cuya desnudez parece que escandalizó a quien ordenó quitarlos. ¿Cuándo se los repondrá?

La cúpula central, que es magnífica en sus proporciones y ornamentación, tiene diez metros sesenta centímetros de diámetro. Arranca de un tambor que descansa sobre cuatro pechinas, adornadas con roleos que circundan grandes medallones elípticos de moldura trenzada; dentro de los cuales se ha representado en madera y en medio relieve la imagen policromada de los cuatro evangelistas. Un friso de serpeantes de uva y otro dividido en paneles limitados por una trenza pequeña y compuesto de un mascarón entre dos águilas de alas abiertas, ligan con las pechinas y los arcos con una balaustrada de madera apeada sobre una cornisa que corre encima del tambor, en el cual doce amplias ventanas dan luz a la cúpula y permiten admirar su decoración. El arranque de la cúpula se halla ornamentado con las figuras pintadas de doce enormes ángeles   —24→   y sobre este primer círculo decorativo, corre otro compuesto con los retratos en busto de los cardenales de la Compañía anteriores a la construcción de la iglesia y tres de sus primeros arzobispos. Son por orden cronológico los padres Toledo, Belarmino, Lugo, Palavicini, Pazmani, Hithard, Cienfuegos y Casimiro rey de Polonia, con el padre Andrés Oviedo, patriarca de Etiopía, su coadjutor el padre Melchor Carneyro y el padre Roz, arzobispo de Tragancor. Tanto las figuras de los ángeles como los retratos de los jesuitas que nombramos se hallan enmarcados en molduras de estuco: elípticas las de los primeros y redondas las de los segundos. Cada retrato de jesuita se apoya en una cabeza de querubín y encima del círculo que forma su conjunto, corre otro, también de cabecitas aladas que limitan la decoración en estuco de la bóveda. Los intersticios que dejan estos detalles, han sido llenados con otros motivos ornamentales. Remata esta bóveda con una hermosa linterna de doce luces, y su unión con ella se marca con una greca circular de ondas sencillas y los rayos que circundan el emblema jesuítico, pintados sobre la bóveda y en el arranque mismo de la linterna.

Sin embargo de todo lo descrito, la ornamentación de la bóveda no corresponde a la magnificencia de la iglesia, ni está en armonía con la extraordinaria de sus demás partes. Aparece descentrada y sobre todo fría; defectos que suben de punto cuando se compara aquella bóveda con las de los cupulines de las capillas laterales, que cubren los hermosísimos retablos que hemos descrito, en los cuales el estilo jesuítico ha hecho mil combinaciones de líneas y grotescos alrededor de precisos nichos u hornacinas, que ostentan primorosas muestras de la escultura policromada quiteña y destacan las colmenas retorcidas del rito báquico, siempre corolíticas, cubiertas de hojas, sarmientos, uvas y hasta de aves, formando un conjunto único de originalidad y riqueza. Estas bóvedas se han dividido en gallones y llevan una riquísima decoración de inspiración morisca y sus pechinas tienen grandes carteles, también agallonados de la época renacentista. Volvemos a repetirlo: la decoración exuberante, preciosa y perfecta en su variedad inmensa de formas, que tienen las cúpulas de las capillas laterales, coloca, a la seca, fría, pobre e inarmónica de la cúpula del crucero, en situación sumamente desventajosa. Sin duda alguna, la decoración de la cúpula se dejó para el último y al último se la trató mal por cualquier razón, no fuera sino por el cansancio que se apoderó de sus ejecutantes, si éstos no faltaron.

Ahora bien: todas esas grecas y esas frondas, todos esos follajes, fajas y espirales, todos esos filetes y roleos, todas esas lacerías y almocárabes, tallos, ondas y palmetas, guirnaldas y más labores ejecutadas en estuco, que forman verdadero encaje, de finísimo oro, se hallan realzadas sobre fondo rojo oscuro, diríamos más bien ocre rojo y llevan unas pocas cintas blancas y rosadas, oportuna y delicadamente distribuidas entre las lacerías de las pilastras, a lo largo del arquitrabe del entablamento de la nave central y bajo las impostas de los pilares de las naves laterales. Cuando se entra en   —[Lámina V]→     —25→   aquella iglesia, la impresión que se recibe es extraordinaria. Parece una ascua de oro, dice en su Relación el padre Recio. Y así es, en efecto, hasta ahora: ascua de oro fundida en un crisol de arte exquisito.

Las pilastras llevan como parte integrante de su decoración, una de las joyas más ricas de la pintura quiteña: los diez y seis profetas pintados por Goríbar, artista que floreció en la segunda mitad del siglo XVII, acerca del cual hablaremos en capítulo subsiguiente. Además de estos cuadros, que fueron hechos especialmente para decorar, adosadas al muro, las pilastras del templo, hay algunos otros del mismo autor, tan excelentes como los primeros: una que representa la muerte de San José, que no sin razón se atribuye a Rafael, una buena repetición de la Inmaculada de Murillo, un San Francisco Javier, que si no supiéramos que es de Goríbar, la atribuiríamos a Zurbarán, dos inmensos cuadros del Infierno y del Juicio Final del hermano Hernando de la Cruz, pintor panameño de principios del siglo XVII y otros más muy interesantes, que se hallan en los sitios que antes ocuparon los espejos, a que aluden las antiguas descripciones de la iglesia.

Entre las esculturas que posee son notables el Calvario y las estatuas de San Ignacio y San Francisco Javier del padre Carlos, escultor celebérrimo quiteño del siglo XVII, a quien hicimos conocer en nuestro libro La escultura en el Ecuador durante los siglos XVI, XVII y XVIII.

Altar de San Luis

Altar de San Luis

[Lámina V]

La iglesia poseía muchas otras obras de pintura y escultura, de las que fue despojada cuando la expulsión de los jesuitas. Las autoridades españolas que de ellas se incautaron, contentáronse con sólo dejar su lista y un dibujo de la famosa custodia de plata, oro, diamantes y esmeraldas, que, enviada a Carlos III y entonces avaluada en 870.000 dólares, fue destinada a la Capilla Real del Escorial. Todos los empeños que hemos hecho para averiguar su paradero han resultado infructuosos. Las muchas peripecias que han pasado los conventos e iglesias españolas durante el siglo pasado, pudieron haber influido en la pérdida probable e ignorada de esa joya. Se perdió tanto que aquella custodia debió ser un grano poco perceptible. Había sido trabajada en Inglaterra y llevaba esta marca: «M. S. Londres 1721».

La imafronte de esta iglesia completa sus maravillas. Es toda íntegra de piedra gris de los Andes ecuatorianos. Las columnas, las estatuas y las grandes decoraciones fueron ejecutadas en la misma cantera que los jesuitas tenían en una de sus fincas: la hacienda de Yurac, en la parroquia de Píntac. Aún se hallan en esa mina de piedra muchos trozos de columnas y estatuas esbozadas, que yacen por el suelo, en medio de la maleza o abrazadas por la hiedra. El resto del material se trajo de una cantera que tenían los jesuitas en la falda occidental del Panecillo, junto a Quito.

La fachada, tal como ha llegado hasta nosotros, tiene más del barroco italiano que del plateresco español y, en las pilastras altas, con cierto acento del barroco francés. La fachada tiene fecha   —26→   conocida y aun se sabe quiénes la ejecutaron en calidad de arquitectos. Muy claramente lo dice la lápida conmemorativa colocada hoy junto a la iglesia.

Tratemos ahora de describir este peregrino detalle de la iglesia.

Flanquean a la puerta principal de entrada seis hermosas columnas salomónicas de cinco metros de altura, derivadas de las del Bernini en el altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro, y a las puertas laterales, dos pilares de estilo romano-corintio: todas ellas colocadas sobre un estilóbato a paneles de decoración renacentista. Las columnas salomónicas son estriadas en sus tercio intermedio. Sobre el arquitrabe corre un friso decorado con flores, estrellas y riquísimo follaje y sobre el friso, la cornisa adornada con hojas de acanto, no sólo sigue dócil los resaltos de la fachada, sino, plegándose al capricho del arquitecto, se estira en arco semicircular para proteger un nicho formado sobre un frontón interrumpido que, soportado por cuatro querubines corona la puerta principal y da cabida a una imagen de la Inmaculada Concepción rodeada de ángeles y querubines. En la parte superior del nicho otro frontón más pequeño con el Espíritu Santo en su símbolo de paloma. En las albanegas de la puerta, dos palmetas decorativas de exquisita y complicada ejecución.

Domina este primer cuerpo, el segundo, compuesto de enorme ventana central adornada de un frontón entrecortado para recibir una gran cartela de conchas y de frondas con la dedicación del templo a San Ignacio; DIVO PARENTI IGNATIO SACRUM. El frontón está apeado sobre modillones de hojas de acanto y entre ellos, una tarjeta ornamental de gusto plateresco concluye primorosamente la composición de la ventana. Flanquean a esta riquísimas pilastras (cuyo capitel tiene una sola fila -la superior- de hojas de acanto) decoradas y compuestas a la manera como componían y decoraban los muebles y objetos preciosos los orfebres y ebanistas franceses del siglo XVIII con estrías horizontales y grandes espejos decorados en su centro, corre sobre ellas un entablamento que recuerda el del primer cuerpo y remata el conjunto en un tímpano semicircular entrecortado para encajar un gran modillón en el centro, sobre el cual se destaca la cruz jesuítica de bronce brillante sobre característico espigón de la crestería. Defiende a la imafronte una techumbre forrada de azulejos de medio mogote.

Cuatro estatuas de gran tamaño adornan el frente de esta fachada: en el cuerpo inferior, las de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, y en el superior, las de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka. Los nichos son hermosos y tienen todos sus modillones de concha y su frontón adornado; los superiores, semicirculares y los inferiores, triangulares, con dos ángeles en sus derrames. En las paredes del flanco, junto a la ventana, se hallan las de San Francisco de Borja y San Juan Francisco Regis, y junto a la puerta principal, los bustos de San Pedro y San Pablo, en preciosas hornacinas decoradas en el interior y sus contornos con sin igual   —27→   delicadeza; principalmente las de los apóstoles, que son verdaderas maravillas del tallado en piedra tosca. Esos grupos simbólicos de que se les ha rodeado, tan bien compuestos con diversidad de objetos menudos y hasta insignificantes, como la red del pescador, el gallo de la Pasión, la mitra obispal, la tiara pontificia, el báculo y la cruz, las llaves y el vas electionis de San Pablo, diciendo están en alta voz que los que trabajaron los detalles escultóricos de la fachada eran artistas de fuste en toda la extensión de la palabra.

No concluiremos esta descripción sin subrayar el valor y la hermosura de un detalle arquitectónico que por estar aislado, pasa desadvertido: la cruz que antes estuvo unida a la iglesia por un hermoso pretil que cerraba el atrio. La base de esa cruz con sus estupendas molduras y sus magníficas proporciones hacen de ella un verdadero monumento arquitectónico, digno de contemplación y estudio.

Con razón al hablar de la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito, el ilustre artista italiano, Giulio Aristide Sartorio, dice: «Monumentos completos como la Compañía de Jesús en Quito, son raros aún en el Viejo Continente». Y así es, en efecto: conjunto de bellezas, relicario de joyas, amalgama de primores de arte que se imponen y dominan al más indiferente, que atrae y anonadan al que más los comprende.

La sacristía no corresponde a la magnificencia de la iglesia, pues es pobre de líneas y moderna de arreglo. Además es poco interesante y no conserva de su antiguo y rico mobiliario sino apenas el retablo del testero con curiosas columnas de estrías retorcidas y al pie de él, entre las bases de aquellas columnas, una caja con incrustaciones de marfil y carey, que no es tampoco una maravilla.

El techo es abovedado y con el estuco se han fingido sobre él, lunetos y jarrones con enormes ramos de flores sin estilización alguna, y un encasetonado sobre la base de circunferencias distribuidas en cuadrícula y adornadas con cabezas de querubines y florones: todo ello formidablemente pesado y destituido hasta de gracia. Trozos de arquitectura mucho mejores guarda la Compañía en el interior de su convento y su misma puerta de entrada es de precioso estilo, a pesar de su extraño remate. No nos ocuparemos de ello por no ser ése nuestro propósito.

La torre sí debió corresponder a la grandeza de la iglesia. Desgraciadamente destruida por un terremoto en 1859 y recompuesta luego, otro terremoto, en 1868, la cuarteó tanto que no hubo más remedio que deshacerlo hasta la altura de su hermosa barbacana. Era la más alta de la ciudad. Medía 180 brazas19.