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III

Los fustes estriados en espiral fueron muy conocidos desde los primeros tiempos del Cristianismo y empleados en diversas formas en el período románico. Otro tanto podemos afirmar de la columna llamada salomónica, conocida y empleada por los romanos hasta con la ornamentación de pámpanos y vides, siendo la más célebre de las que han llegado hasta nosotros, la que hoy se conserva en la capilla de «La Pietá», en Roma, traída del Oriente y se decía haber pertenecido al templo de Salomón, de donde tomó su nombre, no faltando hoy eruditos que la crean proveniente más bien del templo de Herodes Antipas. De todas maneras estas columnas son de origen clásico y dedicadas al culto de Baco. Diez y ocho adornaron la pérgola de la antigua basílica de San Pedro, y once de las cuales se conservan esparcidas en la nueva. Cuando Lorenzo Bernini levantó el gran baldaquino de bronce sobre la Confesión, no copió éstas, pero sí la de «La Pietá», pudiendo considerarse a ésta como a la madre de todas las posteriores que desde entonces se conocen.

Antes de que el Bernini, Rafael las copió en su cartón de la Curación del leproso (1515), realizada en piedra con carácter funcional, la vemos en la fuente de la Villa d'Este, en Tívoli (1573) y más tarde empleada por Rubens en su cuadro de Santa Elena (1602). Bernini la usa por primera vez en la Loggia di Longino y luego en el baldaquino de San Pedro (1627-1632), donde la columna salomónica quedó consagrada como elemento decorativo de la arquitectura barroca. Después, muchos fueron los maestros que la emplearon sobre todo en la pintura: Rafael en sus tapicerías, Pablo el Veronés, en la Apoteosis de Venecia del Palacio Ducal; Rubens en gran parte de su inmensa obra pictórica y el padre Andrea Pozzi, jesuita, pintor y arquitecto, los adaptó en gran escala y las convirtió en sello de las construcciones jesuíticas.

De Italia vino a España. Pero ya antes las columnas torsas tenían su tradición en la arquitectura española, como lo demuestran las de las Lonjas de Palma de Mallorca y Valencia, del siglo XV y las casi salomónicas de los patios del Palacio del Duque del Infantado en Guadalajara y de San Gregorio, de Valladolid, sin contar con las del «manuelino portugués». La columna salomónica se usó mucho desde el siglo XVI en obras de madera y en la orfebrería. Pero fue, al parecer, Rubens quien hizo conocer la verdadera columna salomónica en España, cuando en su cuadro de Santa Elena copió la de la basílica vaticana, en 1602, y siguió pintándola   —[Lámina VI]→     —29→   en los fondos decorativos de sus telas y las derrochó en 1620 en los cartones que trazó para los tapices de las Descalzas que representan los triunfos de la Eucaristía. Los tapices llegaron a España en 1636 y los cartones, en 1648 y no cabe duda que debieron impresionar a los artistas españoles, dada la enorme influencia que en España llegó a tener Rubens, en esa época.

Pero las primeras columnas salomónicas en madera que aparecen hasta ahora en España son las del retablo de la Capilla Mayor de la Compañía, en Granada, ejecutadas en 1660 por el hermano Francisco Díaz del Ribero (1592-1670). Luego, en Sevilla, en el retablo del Hospital de la Caridad las encontramos ejecutados por Bernardo Simón de Pineda en 1670 y, probablemente, de fecha algo anterior las vemos en el retablo de Nuestra Señora de la Mayor, en la Catedral de Sigüenza, ejecutadas en mármol negro por Juan de Lobera y Pedro de Miranda.

El púlpito

El púlpito

[Lámina VI]

En Madrid hay muchos ejemplos de la columna salomónica de la basílica vaticana. La encontramos pintada en la techumbre de la escalera de las Descalzas Reales, por el año de 1660 y en San Antonio de los Portugueses y dibujada, en multitud de proyectos de fray Juan Ricci y Francisco Ricci. De éste se conserva en la Biblioteca Nacional un proyecto de decoración para el Teatro Real del Buen Retiro, no sólo con columnas salomónicas sino con pilastras salomónicas, y Ponz y Llaguno dan noticias del retablo de San Ginés de Madrid y del monumento de Semana Santa de la Catedral de Toledo, obras de Ricci, en las cuales empleó también la columna salomónica. Probablemente, y a estar por lo que insinúa en sus noticias Palomino y Velasco, sobre el arco triunfal que Alonso Cano construyó para el recibimiento de doña Mariana de Austria en 1649, es de creer que empleó las columnas salomónicas.

Mucho debió extenderse en el siglo XVII en España, el uso de la columna, cuando Juan Caramuel en la Architectura civil Recta y oblicua, editada en 1678, da la fórmula para el buen trazo de la columna salomónica y consejos para la mejor presentación y belleza de su fuste, en lo que se relaciona lo mismo con la dirección de sus espirales, como con su ornamentación. En efecto, Francisco de Herrera el Mozo la usó con maestría en el retablo de la iglesia, ya desaparecida, de Montserrat, en la plaza de Antón Martín de Madrid, que la conocemos por el celo investigador de A. García Bellido que tan sabrosas páginas dedicó hace algún tiempo a los Estudios del Barroco español, y en las cuales reveló su descubrimiento, con la documentación y fotografías de este eslabón interesante en la genealogía del retablo español que había de llamarse «churrigueresco» por el impulso que cobró en las manos y en el espíritu de don José de Churriguera, el único retablista de ese período que tanto influyó en la arquitectura americana. Ese retablo cuyas columnas salomónicas se encuentran como las mejores de la más adelantada época, rodeadas y cubiertas de pámpanos y vides, fue, sin duda alguna el que inspiró toda su obra a José de Churriguera, que lo vio ejecutar precisamente a su padre y abuelo que fueron los que se llevaron la obra entre ocho ensambladores que concursaron   —30→   su ejecución. Años más tarde, este arquitecto debía hacer, según este modelo su admirable y estupenda creación en el retablo de San Esteban en Salamanca, de 30 metros de alto, elegante, maravilloso y grandioso en su concepción y proporciones y que había de tener su réplica pocos años más tarde, en el retablo mayor y dos de las capillas laterales de la iglesia del Salvador de Leganés, en las cercanías de Madrid. Luego Churriguera se impone con sus retablos llenos de vibración, movimiento, color, variedad y vida, trabajados con ese conocimiento del ensamblaje y la carpintería que tenía por educación y herencia de su padre y de su abuelo, hasta llegar a un verdadero virtuosismo, lleno de recursos y de una técnica sabia, insuperable.

El retablo churrigueresco vino en hora oportuna para América, carente de mármoles y bronces, pero rica en madera, el natural de larga tradición española, y más rica todavía en ambiente propicio para el trasplante del barroco, que los americanos lo consideraron siempre como el reflejo de su maravillosa Naturaleza. La tradición carpinteril española tuvo, por eso, su terreno propicio para el desarrollo del barroco; pero de ese barroco de Churriguera. La ampulosidad decorativa y la exaltación pomposa encantaron a los americanos. Y, precisamente, ese barroquismo con sus libertades e individualismo, con sus rebeldías a normas y escuelas, hizo florecer en América tantas novedades en arquitectura y ornamentación que hoy visten a su arte con una ya no negada originalidad.

Vamos a ver lo que América hizo en el proceso hispánico de la columna salomónica.

Fueron los jesuitas, y los jesuitas italianos los que introdujeron la columna salomónica en América y fue Quito el lugar al que la trasplantaron para que diera sus frutos. Traída por los italianos a principios del siglo XVIII, se extendió muy pronto por todas las iglesias de Quito en los retablos de los altares y pasó a otras naciones americanas. Vino también, es cierto, en retablos trabajados en Sevilla; pero el influjo de estos fue débil para el desarrollo que cobró la columna salomónica y el desarrollo que tuvo en Quito.

Probado como está el origen italiano de la iglesia de la Compañía de Quito, no cabe duda que la columna salomónica vino por ese conducto a América. Basta ver que los retablos del crucero son copia de los análogos de San Ignacio en Roma, dibujados por Andrea Pozzi y que las columnas del primer cuerpo del retablo mayor tienen su tercio inferior estriado, detalle copiado de la columna vaticana y no usado jamás en el retablo churrigueresco español, y sobre todo, basta considerar que las columnas salomónicas de la fachada son copia, casi exacta, de las del Bernini en el altar de la Confesión, para no dudar del origen de las columnas salomónicas en Quito.

La columna salomónica apareció en Quito en su verdadero aspecto, como no apareció en el retablo español.

Pero lo interesante es que en Quito se ensayó, por primera vez, la columna salomónica como elemento funcional verdaderamente arquitectónico, sacándolo del retablo a la fachada de la iglesia   —31→   de la Compañía. Churriguera, tan individualista, tan libre, tan ingenioso y valiente en su barroquismo, nunca trazó una columna salomónica sino para la madera. Cuantas veces tuvo que diseñar un retablo en materia dura, eliminó, ante todo, esa columna y la sustituyó por las sencillas de frente liso y pulido, y le quitó toda ornamentación floral. Los retablos de Churriguera para la iglesia de San Martín, en Madrid y para los de Nuevo Baztán, por ejemplo, que debían ejecutarse en mármol son obras que bien podríamos llamarlas neoclásicas por su severidad y sencillez. Churriguera, pues, el príncipe del Barroco español, que hizo las fachadas del Palacio de Nuevo Baztán, la primitiva de la Academia de San Fernando, y las de San Cayetano y Santo Tomás Madrid, sin emplear la columna salomónica, ni la serpeante hojarasca del retablo, no pudo influir en el triunfo de la columna salomónica en el barroquismo americano que obtuvo en Quito en la fachada de la iglesia jesuítica. Aun Ribera, que hizo magníficas fachadas barrocas, como la del Hospicio de Madrid, no se atrevió a lucir en ellas la columna salomónica.

Este movimiento arquitectónico tuvo inmediato desarrollo. Bien pronto la columna salomónica informó las fachadas, no sólo de las iglesias americanas, sino también de las casas y palacios, de todo el Continente, enriqueciendo así el barroquismo americano. De América pasó a España y a Francia. En Andalucía se hicieron muchas portadas de palacios con la columna salomónica y los jesuitas la pusieron en la portada de su iglesia en Palma de Mallorca.

El ocaso del siglo XIV ve surgir la reacción contra las formas paganas del Renacimiento introducidas en la iconografía cristiana, y en ese período de elaboración en que el arte italiano se transforma para llegar a ser el arte clásico, período marcado con el título de «arte de la contra reforma», asoma en arquitectura el estilo llamado barroco, ajustamiento de líneas en combinaciones especiales hasta entonces inéditas, que producen ritmos desconocidos con tendencia a una mayor expresión por su carácter pintoresco y eminentemente decorativo. Es Italia el centro del movimiento y Roma el foco en donde se forma y fija el patrón arquitectónico, abandonando el purismo frío del Bramante por la sensibilidad fantástica de San Gallo y Miguel Ángel, de Giacomo della Porta y Fontana. Pero lo que estos hicieron en la Basílica de San Pedro, no pudo constituir, por excepcional, el tipo que debía imponerse en la arquitectura cristiana. Fueron, en cambio, las formas del «Gesú», creadas a inspiración de los jesuitas por Vignola, las que, adoptadas por toda Italia, iban a ser el modelo de las iglesias cristianas, invadiendo primero la Francia de María de Médicis y Luis XIII.

¿Cómo es este modelo? El «Gesú» es una iglesia de nave única, de bóveda de cañón, bordeada de capillas laterales, con un crucero sobre el que se levanta una cúpula y un coro en cuyo fondo está el altar mayor. De esta iglesia nace el tipo clásico de la iglesia cristiana del siglo XVII, con la siguiente organización característica: planta de cruz latina, bóveda en plena cintra en la que   —32→   penetran las ventanas de la nave y que apea sobre un entablamento soportado por pilastras encastradas en el muro que flanquean las naves, una cúpula sobre el crucero, y la fachada constituida por la superposición de los órdenes clásicos. Este tipo, cuya formación se acusa a iniciativa de los jesuitas, fue el que éstos eligieron para difundirla por el mundo, como el modelo de la arquitectura cristiana y, presentándolo con lujo extraordinario para impresionar por la riqueza, el color, la prodigiosa grandiosidad de su decoración y la finura de sus infinitos detalles, imponer el «Gesú» como el más grande ejemplar del nuevo estilo. Y como para difundirlo era preciso aprovechar de la propagación de la nueva orden religiosa fundada por San Ignacio de Loyola bajo auspicios favorables, ordenaron que todos los planos de todas las iglesias que trataren de construir los jesuitas en cualquier punto del universo, fuesen sometidos al visto bueno del general de la Compañía, sin cuya aprobación no podrían ser ejecutados. Este celo llegó a veces a mayor grado con el nombramiento de una especie de inspector de obras, como lo fue Etienne Martillange a principios del siglo XVII, que vigiló las construcciones de casas, iglesias y colegios en Francia y levantó en París la capilla del Noviciado y la iglesia de San Luis.

Este arte y este estilo elaborados, como dijimos, en las postrimerías del siglo XVI, llegó a su apogeo en el siglo XVII, permaneciendo Italia como la escuela oficial de esa arquitectura decorativa cuyos mayores representantes fueron Maderna y Bernini: Maderna, convirtiendo en 1607 en planta de cruz latina la planta de cruz griega de la Basílica de San Pedro y ornamentando lujosamente con estucos y relieves su pórtico, las capillas del Coro y la del Santísimo Sacramento, marcó la ruta que luego el Dominiquino, en 1625, había de seguirla, llevando el tipo jesuítico del «Gesú» a su mayor grado de excelencia en la iglesia de San Ignacio; y el Bernini la afirmó con su trabajo durante tres pontificados, dando al tipo de sus predecesores en San Pedro una nueva fisonomía, decorando la gran nave con figuras en relieve recortadas en las enjutas de los arcos, adornando las pilastras con placas de mármoles de color y medallones sostenidos por ángeles, introduciendo el mosaico en la ornamentación general, comunicando al altar de la Confesión una importancia notable con su baldaquino gigantesco de columnas báquicas y dando a la Basílica, como atrio, la gran plaza cercada con una primorosa columnata.

Todo este barroquismo que había de ser mimado por los jesuitas para presentar a los cristianos el templo católico convertido en teatro de culto pomposo, llegó a su colmo en Italia con el epiléptico Borromini (1599-1677), el reformador de la nave de San Juan de Letrán, que animó la arquitectura moviéndola con líneas ondulantes, con columnas salientes, cornisas y frontones encorvados y coronamientos rotos o interrumpidos por estatuas; con Longherra, el constructor de la preciosa iglesia de la Salute en Venecia; con Buzi que elevó la pintoresca fachada de la Catedral en Milán; con el padre Guarini, autor de la Consolata, la capilla del Santo Sudario y San Lorenzo en Turín; y, sobre todo, con el padre Pozzi que   —33→   con su altar de San Ignacio en el «Gesú», estupendo por su arte y su riqueza, afirma el lugar preponderante que en el nuevo estilo tiene y reclama la Compañía de Jesús.

Pero el sistema impositivo con el que los jesuitas trataban de divulgarlo no hacía caso de las tradiciones nacionales, por lo cual en España se cerraron durante algún tiempo las puertas a este estilo jesuítico que, en resumen, apareciendo como una variación monástica del estilo barroco, era repudiado por la tradición arquitectónica española y en Francia se le introdujeron reformas de acuerdo con la tradición del país.

Luego en Francia continuó durante todo el siglo XVII imponiéndose más y más el estilo jesuítico en las construcciones religiosas, aunque siempre con acento particular. Ahí están las iglesias de Val-de-Grace, de la Sorbona y otras de planta y estructura italianas, paro de austera desnudez interior, elevadas por Mansard, Le Mercier, Le Muet y Le Duc hasta llegar a dominar el país en la segunda mitad de esa centuria en la que el barroco italiano realiza maravillas en el Louvre, los Inválidos, Versalles, San Sulpicio, el Colegio Mazarino y Mansard lo lleva en hombros desde la Catedral de Blois (1671) hasta la capilla absidial de San Roque en París (1707).

Dijimos que España rechazó en un principio este estilo. En efecto, el arte oficial de Felipe II, encarnado en el Escorial, ni el nacional que estaba en sus agonías, compuestos de elementos musulmanes y góticos del arte español, podían dar cabida al Barroco. Tan cierto es esto que aún el puro Renacimiento de Herrera y de Toledo tuvo que adoptar en el plan de la iglesia del Escorial, creado en forma de cruz griega como el San Pedro del Bramante, dos elementos netamente españoles: la capilla mayor que domina la nave y el coro encima del nártex. Durante mucho tiempo el Escorial fue la escuela de la arquitectura civil y religiosa española. Recordemos un poco -pues es necesario hacerlo- este período del arte español que va del purísimo de Herrera al barroco pictórico de Churriguera, del Escorial a la fachada del palacio de San Telmo en Sevilla.

Con Francisco de Mora termina la escuela rígida de Juan de Herrera. Él y otros arquitectos fieles a las máximas herrerianas, como Baltasar Álvarez, Juan Más, Nicolás Vergara, Bautista Monegro son los últimos baluartes de la severidad del maestro del Escorial; pues Juan Gómez de Mora, a pesar de ser sobrino y discípulo de Francisco, ya no llevó a sus edificios de San Gil, los Recoletos Agustinos, la Encarnación de Madrid, el colegio e iglesia de la Compañía en Salamanca, el de las Recoletas Bernardas en Alcalá de Henares la sencillez pura de Francisco de Mora, sin una cierta libertad de líneas y ornamentación que pugnan con la pureza del grecorromano. Desde mediados del siglo XVII el estilo herreriano decayó notablemente por el estado social de España y el contagio del mundo italiano y francés en el que penetró la pompa del ornato, que hizo revestir las formas arquitectónicas grecorromanas de follaje, frisos y decorados entrepaños. La delirante arquitectura   —34→   de Borromini se dejó al fin notar a mediados del siglo XVII cuando se comenzaron a levantar monumentos derivados de la escuela llamada borrominesca. España ya estaba decadente desde el eclipse del último monarca de la Casa de Austria y no pudo resistir más tiempo el empuje de Roma, por más bien cimentada que apareciere la obra de Herrera que destruyó la escuela nacional del plateresco, del borrominesco italiano se desprendió el churrigueresco español, de duración escasa, pero fecunda hasta el primer tercio del siglo XVIII, en que reaccionó la arquitectura en el reinado de Felipe V con los italianos Juvara y Sachetti y más tarde con el español Ventura Rodríguez.

Juan Gómez de Mora es considerado con razón el padre del Barroco en España. Su primera obra, el Real Convento de la Encarnación en Madrid (1611-1616) tiene la planta de cruz latina, cúpula en el crucero y el coro frente al altar mayor, pero todavía imita la sencillez severa de Herrera.

Luego hace el Colegio de jesuitas de Salamanca (1617-1750) concluido por Juan de Matos, y al que José Churriguera puso las torres y el frontón, según se dice. La planta del colegio es eminentemente jesuítica: una cruz latina invertida en un rectángulo con capillas laterales unidas entre sí y encima unas tribunas unidas por un balcón corrido; pero a pesar del carácter severo que ofrece el conjunto del templo, la elevación del tambor, la gallardía de la bóveda, la decoración de sus lunetos, las cartelas en cuadro que ornamentan las pechinas y el rico friso que la circunda, delatan ya el adorador del Barroco.

Por la misma época construía Vergara el Ochavo de Toledo (1628) y Zumarresta la iglesia de Rentería (1625) proyectada por Mora, mientras este trabajaba la torre y casa de campo en el bosque del Escorial (1621), las casas del Marqués de la Laguna en la plaza de Santiago de Madrid y la de don Rodrigo de Herrera en Alcalá (1628) después de haber participado en la ejecución del Panteón del Escorial (1619) obra de Crescenzi, el autor del edificio del Ministerio de Estado (1629-1643) y del destruido palacio del Buen Retiro (1631). Crescenzi trató con más libertad la decoración, como puede verse en las enjutas de los arcos del Ministerio de Estado; pues luego apareció fray Francisco Bautista, coadjutor de la Compañía de Jesús, que fue más lejos aún que Crescenzi en esa libertad, como se ve en la Catedral de Madrid y en San Isidro el Real (1626-1651) donde aparece el capitel dórico con follaje corintio. Esta iglesia está también edificada según el modelo del «Gesú» de Roma, con su planta de cruz latina, cúpula alta en el crucero y capillas laterales. Sobre las capillas, en contorno de la iglesia corren las tribunas. No tiene coro ni tuvo órgano, de acuerdo con las prescripciones jesuíticas que, según ya lo dijimos, prefieren la predicación a la música. El retablo actual es restaurado por Ventura Rodríguez. Según algunos críticos, la iglesia de San Isidro (antes San Francisco Xavier) por su monumental tamaño y el dominio ingenioso y juguetón de todas las dificultades arquitectónicas, pertenece al número de las más sobresalientes producciones   —[Lámina VII]→     —35→   del arte jesuítico. Bautista construyó también la iglesia del Salvador, que fue antes noviciado de los jesuitas. Es del mismo modelo, aunque reducido, y después San Juan Bautista de Toledo, hermana de las anteriores.

Todas las iglesias y más aún la de Toledo son del tipo de las de predicación, sin coro para el órgano y sin el coro colocado en la nave central, típico de las iglesias parroquiales. En cambio tiene todo aquello que puede atraer a los fieles no por medio de un culto refinadamente artístico, sino mediante la riqueza ornamental y la subyugadora grandiosidad elevada por el empleo de la escala natural para las figuras. Las iglesias del Salvador y de San Juan Bautista de Toledo se parecen por sus atrevidas y ricas quebraduras, penetraciones y entrecruzamientos de los perfiles en los guarnecidos de las naves, la grandeza de carácter, el vigor en el tratamiento de los órdenes de columnas.

Una de las naves

Una de las naves

[Lámina VII]

Alonso Cano por la misma época hace los planos de la fachada de la Catedral de Granada, que luego ejecuta Maeda en 1639, y la iglesia de Santa María Magdalena en la misma ciudad, de un barroquismo pronunciado, con lunetos en las pechinas. Luego viene Sebastián de Herrera Barnuevo, discípulo de Cano, autores ambos de los monumentos provisionales levantados en Madrid para el recibimiento de María Ana, esposa de Felipe IV, en cuyos arcos y adornos se manifestaron libres hasta el exceso para imitar los modelos italianos (1648) de creación borrominesca. El arco del Prado se atribuye a Alonso Cano y el de la puerta de Guadalajara a Herrera Barnuevo: aquél fue más atrevido y separado de toda forma tradicional arquitectónica. Se le apellidó el «delirio artístico».

Pero en concepto de Schubert, nada contribuyó más eficazmente a la expansión del Barroco en España como los altares de Sebastián de Herrera Barnuevo, que decoró tan barrocamente la capilla de San Isidro en la iglesia del Santo (1657-1669) y la iglesia de San Andrés: ambas en Madrid. Mas Felipe Berrejo es de los primeros que resucita las columnas retorcidas, ya usadas muy anteriormente en Granada, en la ornamentación arquitectónica de la fachada de la iglesia de la Pasión en Valladolid (1666-1672) y Francisco Ricci (1617-1684) construye el notable altar mayor de la iglesia parroquial de San Ginés en Madrid y hace el célebre monumento para la Semana Santa en la Catedral de Toledo, obra borrominesca con columnas retorcidas, follajes y una exuberancia de ornamentación como sólo se encuentra en Cano, Herrera y Berrejo, mientras Francisco Herrera el Mozo (1622-1685) lleva la teatralidad de la construcción a su mayor límite, pintando los frescos de San Felipe el Real, de San Hermenegildo y de las Descalzas Reales de Madrid y de Nuestra Señora de Atocha, con los medallones y ornamentos de los nichos y paredes de su presbiterio; y José Jiménez Donoso (1628-1690), educado en Roma en la pintura al fresco y la perspectiva del estilo borrominesco pinta el Vestiario de la Catedral de Toledo, reconstruye la Panadería de la Plaza Mayor de Madrid, el claustro del Colegio de Santo Tomás y la portada de la   —36→   iglesia de San Luis también en Madrid, construida por Tomás Ramón (1679-1689), según el modelo jesuítico del «Gesú».

Pero entre tanto y a mediados del siglo, precisamente en 1650, había nacido José Churriguera (1650-1723), artista de poderosa imaginación que iba a llevar el barroco de Borromini al último límite y a dar su nombre a todo un estilo, mezcla de gótico barroco y plateresco, que arraigado en España, saltaría a América para crear el arte hispano-colonial uniéndose con elementos indígenas del Nuevo Mundo y volvería a su cuna, a informar la arquitectura religiosa en Cádiz, Sevilla y Granada.

José Churriguera, inspirándose según Schubert, en las obras del padre Guarino Guarini, estilizó sus ideas y formas produciendo en la arquitectura nacional española algo más de lo que se ve en el llamado estilo churrigueresco: el amontonamiento rebosante de formas decorativas. Se dedicó primero a fundir los estilos de ornamentación góticos y barrocos en un todo armonioso en la sacristía de la Catedral de Salamanca y a crear un estilo que es pariente del plateresco tan inmediato que en muchos casos es amalgama de los dos estilos, es difícil distinguirlos, como pasa en la fachada de San Marcos de León, comenzada según el plateresco en 1537 por Juan de Badajoz y arreglada en la reconstrucción que la hizo en 1715-1719 Martín de Suinaga según el churrigueresco. Churriguera, después de haber visto que no le fue mal en la mezcla del gótico y del barroco, cuya fusión fue la primera determinante de su arte, vio la posibilidad de hacerla mejor entre el plateresco y el barroco, sobre todo en los altares y monumentos de madera tallada y dorada. «Caracteres comunes a todos estos altares son: el predominio de su sistema rigurosamente arquitectónico, las columnas salomónicas, puestas con frecuencia unas delante de otras, con los entablamentos interrumpidos con los apoyos; las cornisas voladas, las figuras ricamente guarnecidas, las cartelas en relieve y el exuberante follaje que cubre toda la construcción, arrollándose a las columnas y ejecutado en escala mucho más reducida que el resto de la obra, lo que produce un efecto de la elevación de las dimensiones del conjunto y rompe los reflejos de los dorados; en suma la exaltación de todos los motivos hasta entonces conocidos, hasta ser más ricas y últimas consecuencias, predominando siempre el sentimiento arquitectónico»20.

A Churriguera se debe la posición del cimborio encima o delante del tabernáculo tan característica en el arte americano. Muchos y bellos edificios civiles y eclesiásticos construyó Churriguera; pero sus discípulos, despreciando más que su maestro las exigencias constructivas, crearon como nueva la idea de que construir era adornar: concepto que ya venía imperando a la escuela española desde antes de sus maestros. Entre esos discípulos llegaron a lo culminante: Rivera levantando la fachada del Hospicio Provincial de Madrid, cuya puerta es de una grandiosidad teatral de veras ingeniosa y bien resuelta, y Narciso Tomé en el transparente de la   —37→   Catedral de Toledo, admirable conjunto armónico de las tres artes, llevado a cabo con ingenio, delicadeza y perfección técnica.

El motivo de la portada en su remate puramente decorativo usado con felicidad por los discípulos de Churriguera en la Universidad de Valladolid (Tomé) en el Hospital de Madrid (Ribera), en San Martín Pinario de Santiago de Compostela (Mateo López) llega a su perfección en la del Palacio de San Telmo en Sevilla (Antonio Rodríguez y de Figueroa).

Las columnas salomónicas las usa Miguel de Figueroa en la iglesia jesuítica de San Luis de Sevilla, concluida en 1731, en cuyo interior las vemos lisas en el tercio inferior y retorcidas en el resto y en el cuerpo superior de la fachada, adornadas en los tercios inferiores y superiores, salomónicas en el medio y ornamentadas con flores.

España muestra por todas partes muchos altares churriguerescos, siendo los más bellos entre todos los que hasta ahora hemos visto, el altar mayor de Santa María del Mar en Barcelona, obra de Salvador García, el de San Martín Pinario de Santiago de Compostela, atribuidos a Casas y Novoa, aunque a Schubert le parece obra del escultor Miguel Romay y el de San Lesmes de Burgos. Ceán Bermúdez habla del famoso altar del Sagrario de la Catedral de Sevilla terminado por Jerónimo Barbás, escultor y arquitecto de las cercanías de Cádiz (1709), altar churrigueresco que costó 1.277.390 y que fue destruido cuando la reacción purista. «El tamaño es grandísimo -dice Ceán- y el adorno de que está cargado, incomprensible. Sin sujeción a ninguna regla de arquitectura, la imaginación del autor obró a su libertad y según su mal gusto». Pero Francisco Hurtado supera a Barbás. Maestro mayor de Córdoba en 1705, lleva su atrevimiento y habilidad al Sagrario de la Cartuja de Granada (1714-1720) construido con columnas salomónicas de mármol rojo y negro de la Cartuja del Paular (1719), obra tan atrevida que Ponz dice que ante ella eran paladianos Churriguera y Tomé. Con el influjo de Hurtado hace Pedro Cornejo (1677-1757) la sillería de la Catedral de Córdoba y José de Bada el trascoro de la Catedral de Granada, de puro churriguerismo (siglo XVIII).

Pero ya en el siglo XVIII se dejan notar en Andalucía influencias del arte hispano-colonial, no sólo en la arquitectura civil, sino en la ornamentación arquitectónico-escultórica de los retablos de sus iglesias. No son sólo y simplemente churriguerescas las varias formas que encontramos en la iglesia del Carmen de Cádiz (1703-1760) y en la preciosa capilla de San José de Sevilla, en la sacristía de la Cartuja de Granada (1730-1760), por ejemplo. Es la reacción de las formas americanas sobre el barroco andaluz sensible a quien está acostumbrado a verlas en América y no las puede confundir fácilmente. Anotamos esta influencia, digna de más detenido estudio e interesante para la historia del arte hispano-colonial, influencia explicable, desde luego, dadas las intensas relaciones comerciales entre América y Andalucía, que no las tuvieron, por ejemplo, Valencia y Barcelona, en donde el churrigueresco,   —38→   aunque más acentuado que en el norte de España, no presenta ninguna huella del ultrabarroco indo-mejicano, ni del indo-oriental de los retablos quiteños. Porque nos íbamos olvidando ya de anotar que el espíritu cristiano español fue tan sensible al churrigueresco que en el siglo XVIII corrió por todas partes de España y de la América Española una verdadera fiebre contagiosa que destruyendo los altares y retablos góticos, platerescos o puristas de sus iglesias, levantaron una cantidad considerable de retablos y altares a veces del más exaltado churrigueresco. Por eso es que las más respetables y antiguas catedrales como las de Burgos, Sevilla, Toledo, Granada, León y la misma de Santiago de Compostela los ostentan en medio de las esplendideces del gótico o de las maravillas del románico. La invasión del italianismo y del churriguerismo en España trajo consigo una especie de locura estética cansada, sin duda, por las maravillas que labraba por todas partes este arte teatral y deslumbrador. Y ya no sólo la talla escultórica, sino el fresco y el estuco entraron en la transformación total de iglesias y capillas21.

Y se reformaron las iglesias medievales de España, como la Catedral de Valencia, obra de los siglos XIII y XIV, a la cual, en 1682, pone Pérez de Cascante la clásica envoltura y en 1731, Gilabet las columnas salomónicas en la Capilla Mayor, esas columnas salomónicas que las viera ser colocadas antes por Juan Bautista Viñas en la decoración de la torre de Santa Catalina de Valencia (1688-1705).

Hasta los mismos artistas extranjeros se contagian de esa fiebre y de esa locura en cuanto pisan la tierra española. ¿No vemos cómo Jaime Bort, arquitecto holandés, levanta la teatral fachada de la Catedral de Murcia con una magnífica combinación de motivos holandeses y españoles empleados magistralmente hasta llegar al límite de la riqueza borrominesca, como no lo llegó ninguna de las demás fachadas de las iglesias y fachadas españolas? ¿Y no vemos también cómo la Compañía de Jesús, española de origen, la misma que venció al italianismo, imponiendo en Italia con el «Gesú» y «San Ignacio», las formas de la iglesia clásica cristiana, encarga en 1686, tres años antes que Churriguera viniera a Madrid, al arquitecto español Carlos Fontana, la fábrica del Santuario de Loyola que, en 1738, se consagra, aunque sin terminar, apareciendo el edificio que debió ser el colmo de las ideas arquitectónicas jesuíticas con las más avanzadas obras del churriguerismo, como el lazo de unión entre el arte español y el italiano?