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Conversación con Rafael Azcona y Manuel Vicent

«Nos vamos a ir cuando está empezando el baile»

Ángel S. Harguindey



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     Entre los dos dominan tres oficios: la literatura, el periodismo y el guión cinematográfico. Conocen este país y a sus gentes como las palmas de sus manos. En esta ocasión hablan distendidamente de los cambios en los usos y costumbres culturales del último cuarto del siglo XX.

     La primera pregunta surge de una frase dicha antes de grabar: «Lo jodido de esto es que nos vamos a morir cuando empiece el baile». ¿Podrían comentarla con más amplitud?

     Rafael Azcona. Yo parto de que eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor es una falacia: lo que sucede es que la humanidad tardaba siglos en enterarse de sus males, y cuando se enteraba de alguno, como la cosa ya no tenía remedio, se olvidaba como si no hubiera sucedido... Pero ahora que nos enteramos de todo en caliente cabe la posibilidad, o al menos la esperanza, de que el mundo se arregle. Y eso es lo que me fastidia: que no lo voy a ver arreglado.

     Manuel Vicent. La sensación que a mí me da es la de aquella famosa canción «Los tiempos están cambiando», ¿no?, que la vida ha cogido una aceleración muy fuerte. Ahora estamos viendo crecer la yerba. La impresión es que llegamos tarde a todo, que no sabemos adónde va todo esto. Estamos viendo cómo la historia se hace y se deshace cada día, cómo las generaciones se superponen, cómo los hábitos que antes se tenían a los cuarenta años ahora se tienen a los treinta o a los veinte. Las campeonas y campeones de tenis tienen catorce años...

     A. S. H. Y ya en el terreno de la cultura de estos últimos veinticinco años, desde la muerte de Franco por poner una fecha emblemática, ¿les da también esa sensación de vértigo?

     R. A. Por fuera: Franco se pasó cuarenta años velando por nuestra ignorancia, un poco como se dice en aquel refrán italiano: «Al contadino nos far sapere, como è buono il formaggio con le pere» («al campesino no hay que decirle lo bueno que es el queso con las peras»). Y, claro, con el freno de mano echado, todo tardaba más en saberse.

     M. V. También creo que esta angustia actual se debe a que el miedo viene más de lo que sabemos que de lo que ignoramos. Es decir, que antes el miedo lo producía lo que ignorábamos, mientras que la angustia moderna se deriva de lo que la humanidad empieza a saber. Por ejemplo, hasta que el genoma se articule por completo va a haber una fase terrible: la de que el ser humano sabrá de qué va a morir, cuándo va a morir, cuánta cuerda tiene su fisiología y, sin embargo, todavía no se va a descubrir el remedio. V a haber conocimiento de tu fin, de tus límites, pero no solución para esos límites. Ésa es, digamos, la textura de la angustia moderna. Dicho esto creo que uno de los fenómenos más significativos de estos últimos años en el plano cultural es el aumento del poder de la televisión. Hace veinticinco años había una televisión única y recuerdo que, por ejemplo, el Parlamento era una cosa absolutamente viva, llena de energía. Allí se estaba fabricando la Constitución. La gente conocía a los diputados, a todos los parlamentarios que sonaban, a los políticos que tenían una importancia, a los ministros... A medida que el fenómeno mediático ha ido engordando, he visto que la capacidad política se ha ido reduciendo, la capacidad cultural ha ido disminuyendo, y ese fenómeno mediático, como un hongo, ha venido a ocupar todo lo demás. Por otra parte, el mercado ha desdibujado todo el fenómeno cultural. Hoy se publica para que las máquinas no se paren. Lo que manda ahora no es el editor, ni el autor, ni siguiera el librero: es el engranaje, el mercado.

     A. S. H. ¿Creen que hay una relación entre el mayor grado de conocimiento, la mayor capacidad industrial de oferta, y la posible banalización, o no, de lo que entendemos por cultura?

     R. A. Bueno, es un riesgo. El mismo o parecido al que se corre cuando se trata de la carne de pollo: hace unos años el pollo era de granja, pero lo comía una minoría y sólo los domingos; ahora es de fábrica, pero lo come todo el mundo a diario.

     A. S. H. Pero la pregunta es: ¿eso supone una degradación de lo escrito?

     R. A. Pues sí, puede ser que las exigencias del mercado lo banalicen, pero parece que cada día hay menos analfabetos. Algo es algo. Todo se banaliza cuando pierde dramatismo. Espera, que te cuento lo que me dijo Manolo que oyó hace unos días en un bar de Denia: «Oye, no sé si sabes que a tu mujer se la folla toda Denia», y el otro, pelando una gamba, responde: «Ya. Pero yo no hago cola». Banalización del adulterio; eso, en los tiempos de Calderón, para bien o para mal, hubiera sido impensable.

     M. V. Mira, hay una historia que sé que es cierta, y conozco a los protagonistas. Un padre, alto ejecutivo, que viene de Milán, llega a las dos del mediodía a casa y la mujer le dice: «Psss, no hagas ruido, porque la niña está en la habitación. Está durmiendo porque ha venido tarde y con un chico». «¿Qué tal es?», le dice el gran ejecutivo. «Parece buen chico, mejor que el de la semana pasada». He aquí que se hacen las tres, se pone el Telediario, y empiezan las bombas, guerras, miserias, accidentes de automóvil, atascos, inmigrantes ilegales, ovejas degolladas, incineradas... A este gran ejecutivo le parece que eso que está sucediendo en la habitación de su hija empieza a ser maravilloso. Llega un momento en que la mujer le dice: «Nosotros vamos a comer; ellos ya se levantarán si quieren». Y, efectivamente, en el segundo plato aparece un señor con una coleta, desgreñado, bostezando y rascándose la espalda..., y sale la chica, feliz también, con su bata o su pijama. Se sientan a la mesa. Para empezar, saludan mínimamente, y ese joven desconocido se come las raciones más grandes de carne que hay en la mesa, que eran para el padre, pero a la vez empiezan a hablar de filosofía o de ingeniería genética, y resulta que ese tipo sabe muchísimo más que el padre... Tiene unas ideas clarísimas del mundo, del porvenir, de la sociedad, de las injusticias sociales, etcétera. Le da una lección y, a los postres, le dice a su hija: «Bueno, vamos a echarnos una siestecita».Y se van otra vez a la habitación. [15]

     R. A. Y ya no es pecado, claro; porque la moral, como la legislación, cambia en función del cincuenta y uno por ciento: si el cincuenta y uno por ciento admite que los solteros se pueden meter en la cama sin casarse, se habla de vida prematrimonial y listo.

     A. S. H. En todo ese cambio de hábitos, ¿qué influencia pudo tener la imagen, lo audiovisual?

     R. A. Desde el punto de vista estético, toda. Por lo que se ve en un estupendo álbum publicado por la SGAE, Mujeres de la escena, 1900-1940, en aquel tiempo a Ava Gardner no la hubieran contratado ni de telonera.

     M. V. Y ahí está el fenómeno de las televisiones, que también son imágenes. Cuando sólo había la televisión única, la persona que salía en la pantalla era un héroe. Había unos mitos, unas estrellas, unos divos, pero cualquier cara, cualquier busto de televisión era adorado por el público. Si esa mitología de las imágenes nutría a la gente, por otra parte le servía de adormidera o de ilusión. Hoy, ese espectáculo cutre, todos estos personajes deleznables, miserables, que salen en esos programas basura, creo que están sirviendo a la sociedad de adormidera, pero en un sentido contrario, es decir, para que cualquier individuo de la base, de clase media baja, se sienta superior a las personas que salen en la pantalla.

     R. A. A mí lo que más me ha sorprendido en estos años es ese cambio que ha dado la derecha en relación con la cultura, incluso con la de izquierdas. Se deja caer que García Lorca murió víctima de un lamentable error; se lamenta que Antonio Machado, el pobre, se exilió sin causa justificada, y uno tiene la impresión de que a Aznar lo destetaron leyendo a Azaña, a don Manuel Azaña, porque ahora se le da el don. Parece como si de repente la derecha se hubiera dicho: «Oye, ¿y a nosotros qué nos cuesta hacernos cargo de los ideales de la izquierda?». Otra cosa es que los lleve a la práctica; ahí la derecha es irreductible: «Siempre ha habido ricos y pobres, y siempre los habrá», sostiene. Bueno, la verdad es que no sé por qué me sorprende tanto ese cambio, si ha derechizado hasta a las revoluciones; a lo peor la derecha tiene razón, y todo, incluida la izquierda, es suyo.

     M. V. Hablando de imágenes y de cultura, hay dos hechos fundamentales. Primero, tal vez las revoluciones están hechas para ser fotografiadas, es decir, que las revoluciones son maravillosas en las fotos. Nada hay más maravilloso, nostálgico, evocador, que aquellas fotografías de Lenin en la estación de ferrocarril, los barbudos bajando de Sierra Maestra, el icono del Che Guevara, el Mayo del 68. Es decir, esas fotografías son, digamos, una evocación estética maravillosa de las revoluciones. Una vez fotografiadas, las revoluciones desaparecen, se derechizan, se hacen iglesia, se esclerotizan. Y, después, hay otra visión de la cultura a través de la imagen, lo que hablaba antes Rafael, y es la de que la derecha, si puede, asume los valores de la izquierda. Pero hay valores de la izquierda que la derecha no puede asumir, porque no los huele y, sobre todo, porque no sabe poner la cara. Concretamente en Arco: cuando entraban los socialistas en Arco, y entre ellos había gente que no tenía la más mínima idea de arte, ni de arte moderno, ni de últimas tendencias, ni de nada, tenían en cambio una especie de sentimiento natural para estar entre estas obras de arte abstracto, ultramoderno, con naturalidad. Una de las cosas más exóticas que se pueden ver es una inauguración de Arco con gente de la derecha ante una escultura moderna, ante una escultura abstracta, ante un cuadro de últimas tendencias. Esa cara que pone Álvarez del Manzano ante una supertrasvanguardia, esa cara no se puede disimular. Sin embargo los socialistas sabían poner la cara; no entendían nada de eso, pero ponían la cara. Es como nuestro buen amado Rey que por mucho..., es campechano y tal, pero qué le vamos a hacer si solamente le gusta Amapola. Cuando va a un concierto, sí, se duerme y solamente se despierta cuando cantan O sole mio los tres tenores, los tres borrachos. Quiero decirte que eso...

     A. S. H. Eso está muy bien visto.

     M. V. ... o, por ejemplo, Aznar, que va a la Residencia de Estudiantes, que ha vampirizando a Azaña, a Manuel Altolaguirre, a Prados, que le come a todo el que le echan, a la generación del 27 entera, etcétera, pero sin embargo lo que no puede evitar es la cara. Yo una vez vi una foto de Aznar contemplando no una cosa de la última vanguardia, sino de Picasso..., la cara que ponía. Estaba transmitiendo eso de: «Este mamarracho lo pinta mi hijo», ¿comprendes? Y no digamos ante un miró. Y a eso la izquierda le sabe poner cara. Yo creo que lo fundamental hoy de la cultura es saber poner la cara, saber poner el gesto, el gesto cultural. Comentaba un día con Gutiérrez Aragón cómo Madrid había podido soportar, sin dinamitarla, La violetera, situada en la mejor esquina del reino de España, y me contó que en una reunión con el alcalde le dijo: «Alcalde, ya sin hablar de derechas o de izquierdas, ¿por qué no quitáis esa cosa de La violetera?». Y le contestó: «Yo es que no soy iconoclasta».

     R. A. Es que este señor, como alcalde, es muy confesional. He oído o leído que hasta desfila sin capirote delante de una cofradía. Pero lo increíble es que una agrupación socialista, madrileña, aunque no recuerdo su nombre, lo ha acusado de no promocionar como es debido las procesiones de Semana Santa. Menos mal que, según se dice, va de embajador a la Santa Sede. Supongo que él estará encantado. Y yo también, claro.

     M. V. A mí me parece más surrealista todavía que el ministro de la Guerra haya hecho de costalero a una virgen de Murcia y que, a la pregunta de «¿qué le ha pedido usted a la virgen?», contestara con una casa de obseso: «Que en España, un día, podamos fabricar misiles».

     A. S. H. ¿De verdad o se lo está inventando?, porque luego se publica y después llega una carta al director desmintiéndolo.

     M. V. Eso lo he leído yo. Y para hacer una breve apostilla a lo que se comentó, antes de comenzar a grabar esta conversación, sobre cómo se ha pasado de los oficios religiosos a las visitas a los museos, realmente más que al museo adonde se va es a los grandes almacenes. Hoy los grandes almacenes están dispuestos como iglesias. Fíjate y verás cómo tienen una nave central donde la gente entra, sale, y tal, y unas capillas laterales, que son marcas. Es decir, antes estaba san Roque y ahora está Armani. Antes estaba la virgen de la Milagrosa y ahora está Yves Saint Laurent. Bien. Entonces, ¿qué pasa? Que la gente no va a comprar, la gente, mayormente, va a salvarse. Se pone delante de la vitrina de Armani deseando esa ropa, ese vestido, esa camisa o esa chaqueta, con la misma fe y la misma ilusión que antes miraba a san Roque para que le curara una llaga.

     A. S. H. ¿Pero le va a explicar lo que es El Corte Inglés a Azcona?

     R. A. Oye, que yo me he roto un brazo por ir corriendo a las rebajas.

     M. V. ¿Tú no sabes que para ir a las rebajas hay que tener cinturón negro?

     R. A. Yo quería decir algo.

     A. S. H. Me temo que estamos tratando de ser ocurrentes.

     M. V. No, ocurrentes, no. Otra cosa fundamental que hay que poner ahí, es la contestación del lenguaje que hacen los jóvenes a través de la pantallita del móvil. Ahora para decir «por qué» te dicen «XQ». El otro día, iba al cine Alphaville, vi a dos niñas de catorce años diciendo: «plaza cubos», es decir, ya no decían «luego nos vemos en la plaza de los Cubos»; sino que se gritaban «plaza cubos». Otra cosa. Hace poco, como Azcona, que no tienen ninguna idea abstracta, que todo es concreto y...

     R. A. Tú me lo has enseñado; recuerda lo que me contaste del bar de Denia respecto a los cambios de mentalidad de los españoles.

     M. V. Bueno, pero quiero decirte que el otro día, en un bar, vi a cuatro señoras de media edad, de estas madres jóvenes un poco mayores, que se nota que se han reunido para charlar y en un momento determinado, las cuatro, que tenían sus cafés allí, estaban hablando con el móvil con una persona distinta fuera de la conversación.

     R. A. Según una audióloga de la Universidad de Dakota del Sur -lo acabo de leer en el periódico-, la capacidad de la mujer para procesar sonidos es superior a la del hombre y por eso están mejor dotadas para atender a varias cosas a la vez; si es así, el móvil les sirve para disfrutar más de la confusión general. En cualquier caso, yo estoy a favor del móvil y de cualquier invento que me facilite la existencia: ahora mismo estoy esperando que el novio de mi suegra me envíe de Estados Unidos un aparato que le ha ayudado a superar las múltiples fracturas que sufrió en una caída: mi suegra, viuda, tiene ochenta y tantos años, y el novio en cuestión, que ya tiene noventa, ha vuelto a montar en bicicleta. Digamos las cosas com son: en la Edad Media uno se rompía el brazo y era para siempre. No seamos derrotistas, coño.

     M. V. Ahora tú deberías titular esto: «Nos vamos a ir cuando esté empezando el baile». Nos vamos ahora que está empezando el baile.

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