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Conversación con Raúl Zurita

Edgardo Dobry





En mayo de 2013, Raúl Zurita estuvo en Alicante, en cuya Universidad los profesores José Carlos Rovira y Eva Valero coordinaron un seminario sobre su obra. Nos vimos en esa ocasión y, unos días después, nos reencontramos en Barcelona, donde Zurita dio -en Casa Amèrica Catalunya- una de sus memorables lecturas de poesía, en este caso de su monumental Zurita (libro de casi 800 páginas publicado por la Universidad Diego Portales, en Chile, 2011; y por la editorial Delirio, en España, 2012). En los fragmentos de conversación que pudimos tener en esos días surgieron algunas de las cuestiones que se han retomado en este diálogo: la relación entre escritura y performance; las complejas formas de enmascaramiento o escenificación entre Zurita poeta y Zurita poema; el lugar que ocupan en su obra los elementos no estrictamente textuales, como las fotos y las escrituras en el cielo de Nueva York y en desierto de Atacama, las formas que adquieren en él las relaciones entre los elementos biográficos y el poema. Zurita habla también, aquí, del Parkinson que padece, de su compleja y permanente relectura de la obra de Dante, de la tradición chilena, de lo lírico y lo épico, de los poetas de hoy en América Latina...

Edgardo Dobry: La última vez que nos vimos me contaste que estabas traduciendo el Inferno de Dante. Me pareció interesante porque es evidente que Dante es una referencia a lo largo de toda tu poesía, y creo que incluso Zurita puede leerse como tu propio Inferno. Pensé, en ese momento, que habías escrito, en cierto modo, toda tu obra para llegar por fin a Dante, a la propia Comedia, que ahora estás traduciendo. ¿Por qué ahora, precisamente? ¿Por qué Dante? ¿Se trata, quizás, al menos en parte, de que después de escribir una obra tan exigente y ambiciosa como Zurita tenías que volver a una suerte de fuente de la que alimentarte?

Hablamos, en aquella ocasión, de lecturas o interpretaciones de la Divina Comedia, hablamos de De Sanctis, de Croce, de Eliot, y recuerdo claramente que me dijiste. «No me gustan las lecturas alegorizantes». Quisiera que me explicaras un poco mejor eso, si te referías a las lecturas, digamos, católicas de Dante, o si crees que hay una lectura «literal» frente a la «alegórica». Y, si se puede expresar de alguna manera, por qué Dante sigue siendo nuestro contemporáneo, qué nos dice solo él, en qué medida podemos buscar todavía en él.

Raúl Zurita: Complicado asunto, Edgardo, porque los Pedante Alighieri son legión y buena parte se encuentra entre los que hablan precisamente de la alegoría en Dante, pero qué diablos, a estas alturas un sobrenombre más puede ser hasta un motivo de gratitud, así que adelante. Creo que gran parte de la grandeza de la Divina Comedia está en el hecho de que sobrevivió a la tentación alegórica. Es decir, sobrevivió a aquella lectura donde, sea cual sea la alegoría, lo que siempre está representando es el triunfo de la voluntad de quien escribe por sobre la voluntad de la lengua. Dante representa así al hombre, Virgilio a la razón, Beatriz a la fe, y es así punto, y cuando no se sabe, como anota Croce, ya llegarán los Pedante Alighieri a sacamos de la ignorancia. El problema es que esa ignorancia es exactamente lo que hoy llamamos literatura y lo primero que nos muestra Dante contra la lectura alegórica, seiscientos años antes que Lacan, es que no existe más inconsciente que el inconsciente del lenguaje, y que por lo tanto si un texto sobrevive a sus alegorías es porque la voluntad de la lengua triunfó sobre la voluntad de quien escribe. Todo texto literario es siempre el resultado de la colisión de esas dos voluntades: la voluntad del poeta y de lo que éste desea expresar por medio de la lengua, y la voluntad de lo que la lengua quiere expresar a través de quienes la escriben. Son dos fuerzas opuestas y la lucha es a muerte. Los malos poemas son casi invariablemente aquellos en que se impone la voluntad de quien los escribe, sus emociones privadas, su sentimentalismo, su angustia personal. Los grandes poemas, también casi sin excepción, son el resultado de la victoria de la voluntad de la lengua, por eso son impredecibles.

[...]

Estoy traduciendo la Divina Comedia, no siempre le he sido fiel porque me agobia, pero espero retomarla pronto. El problema es trasladar el sonido de una lengua. Una lengua es el sonido de todos los que la hablan y de todos los muertos que la han hablado, la lengua que hablamos es la permanente reinterpretación de la partitura que nos va dejando la lengua que hablaron los muertos. Todo lo que escuchamos y decimos es la reinterpretación permanente que los vivos van haciendo de la sinfonía que han ejecutado los muertos. La música de un idioma es eso y esa música lo cubre y lo integra todo, el poema del Mío Cid, Góngora, Cantinflas, lo que estamos conversando ahora, todo y un porno-artefacto de Nicanor Parra tiene al menos la misma abismante complejidad y tanta o más riqueza sonora que el más barroco de los poemas de Lezama Lima o de José Kozer. Todas las sílabas, cada una de ellas, son permanentemente desbordadas por las infinidades de difuntos que reviven en cada partícula de las lenguas que hablamos. Traducir es encontrar el mar común en el que van a desembocar dos ríos de difuntos: el de la lengua del traductor y el de la lengua desde la que se traduce. En el mar general de las hablas, cada palabra es la resurrección y la vida. En un poema como la Divina Comedia que atraviesa la muerte, el sonido es fundamental porque es la lengua de sus muertos. El sonido de la Divina Comedia y los sujetos que en ella comparecen son exactamente lo mismo. El sonido es la ética del poema.

E. D.: Creo que existe un cierto consenso acerca de que eres un poeta con una las más importantes performances de las últimas décadas, quiero decir: un gran lector de tus propios poemas, alguien que hace de cada lectura un acontecimiento, no una mera vocalización de lo escrito. Por la Red circulan videos de lecturas tuyas que son realmente impresionantes. Cuando te oí leer partes de Zurita tuve la certeza de que, en alginas zonas del poema, lo que en el papel parece casi prosa, en tu lectura se vuelve cadencia pura, letanía por momentos, liturgia, ritmo. Cuando escribes, ¿tienes en cuenta esa futura «oralidad» del texto? ¿Escribes, digamos, cantando lo que escribes o esa cadencia se le agrega al texto en la performance?

R. Z.: Lo primero que te quiero decir es que, con la excepción de Vittorio Gassman leyendo la Divina Comedia o Sir Lawrence Olivier leyendo los Sonetos de Shakespeare (e imagino que habrá una o dos excepciones más por lengua), no existe ningún ser en el universo que lea poesía en voz alta peor que los actores. No hay nada que pueda alejarte más de un poema que su actuación, que intentar representar sus emociones porque esas emociones no son representables. La poesía es la esperanza de lo que no tiene esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna posibilidad, es el amor de lo que no tiene amor, y leer para mí en voz alta es mostrar aquello que contra todo, sin tener ninguna esperanza de ser, fue. Para mí leer y escribir es exactamente lo mismo, quizás la única diferencia es que escribir es una lectura sin público y leer en público es un acto íntimo, es la soledad de tu escritura. Nada había en mí, en este tipo que tiene un nombre que es el mío, que tiene unos rasgos que asombrosamente otros reconocen, que tiene dificultades de movimientos que otros advierten con alivio y orgullo («He is not in good condition -le decía con ínfula detrás de mí un poeta surcoreano a una joven escritora- look at me, I'm only two years younger, and see how I am») que hiciese que esa página que estoy leyendo fuese escrita y sin embargo fue escrita, fue escrita con esa cadencia, con ese tono, con exactamente ese ritmo. No le he agregado nada ni le he quitado nada, no he preparado nada especial salvo elegir que leeré, prever el tiempo. Entonces subo, espero mi tumo a veces con sueño y empiezo, sé que es una oportunidad de reencontrarme con aquello que está extraviado entre los meandros de la vida cotidiana. Si me reencuentro con el momento de su escritura saldrá todo, la humanidad que encamo, mi engreimiento y narcisismo, como mi odio, mi timidez, mi capacidad de sufrir y de humillarme, entonces no importa que me falte el aire, que no pueda pronunciar algunas palabras como «ese asesinato», que se me pierdan las hojas o que cada vez más los temblores me impidan sostenerlas, nada de eso importa, todo para mi irá bien. Mi preparación no consiste en modular o adaptar un tono, no invento nada allí, mi preparación consiste en cosas mínimas, en escuchar mentalmente una canción, en asegurarme que lo que leeré está acorde con el tiempo que debe durar, elegir la base de una secuencia. Ahora, si no me conecto, si de pronto tengo la sensación de que me estoy pasando con el tiempo, entonces todo es un espanto y se transforma en una tortura porque comienzo a fingir y miento, miento, miento. Y esa mentira es toda mi mentira, toda mi falsedad real, es todo lo que no he amado, son todas mis traiciones. La experiencia me destroza, casi no puedo soportarla. Qué diablos, nunca seré un profesional. Una lectura de poesía no tiene una segunda oportunidad, la única diferencia con la escritura es que no tiene corrección.

No soy un espectador de mí mismo, pero a veces cuando escribo he sentido esa conjunción con los otros, estoy completamente solo, pero la he sentido. Arte y poesía son términos intercambiables y para mí el arte es hacer de tu enfermedad, de tu ruina, de tu precariedad, de tu egoísmo y miseria, una obra maestra. Solo los enfermos, los débiles, los miserables son capaces de crear obras maestras. Quien no ha sentido en el fondo de sí mismo el latido del asesino, quien no ha estado al borde de matar a otro no será jamás un artista. Pero aquel que ha cruzado ese borde y ha matado a otro es solo un asesino. El borde es la medida de toda poesía y de todo arte. O soy un enfermo o soy Miguel Ángel, no hay más alternativas.

[...]

Soy un cursi, a quien el pálido espectáculo de carecer cada vez más de fuerza física, de movilidad y de prestancia (¿se puede decir caminar a cómo avanzo, a los pasos que doy echado para adelante, sin mover los brazos, teniendo que detenerme cada dos metros?), lo hace llorar de pena, de belleza y de auto celebración. Cuando de verdad no pueda moverme y la baba me empape la hoja que intento leer, entonces me diré, por fin, ahora sí que es de verdad ¡wooowww!

E. D.: Respecto de la cuestión de lo textual, una de los aspectos más sorprendentes de tu obra es la extensión del concepto de escritura o de inscripción a las formas más diversas, desde autoflagelaciones en la cara a aviones que trazan versos en el cielo o gigantescas letras en el desierto. En Zurita, además, están las fotos de los acantilados del Pacífico chileno. ¿Es una forma de decir que la transmisión tradicional del texto no basta? ¿Lo consideras una parte central de tu obra o es, como de otro modo tus lecturas, una parte de la performance del texto?

R. Z.: Yo trabajo con mi vida Edgardo, y trato, al menos trato, de que eso no sea una consigna. Las acciones autoflagelantes como las llamas no fueron performances, fueron actos absolutamente solitarios, sin fotógrafos, y al menos la primera de ellas, sin que supiera en el momento muy bien qué diablos estaba haciendo allí, encerrado en un baño, quemándome la cara con un fierro calentado al rojo. Fue en 1975, en mayo o junio. Horas antes una patrulla de soldados me detuvo por mi aspecto imagino y estuvieron un rato indefinible sometiéndome a esas humillaciones en las que son diestros, no pasó a mayores y finalmente me dejaron ir. Entonces me acordé de esa frase del evangelio sobre que si te golpean en una mejilla pon la otra, y fui y quemé la mía. Después supe que allí había comenzado algo e imaginé la secuencia: Purgatorio, Anteparaíso, La Vida Nueva.

En 1980 intenté cegarme, fue dos años antes de las escrituras en el cielo. Lo hice porque quería que el único que no pudiese ver el poema que imaginaba trazándose en el cielo, o sea, en lo más visible del mundo, fuese yo. Era una demencia y afortunadamente no resultó. Sin embargo, hay un par de ideas de todo eso que no me abandonan. Pensaba que cegarse era volver a tocar ese instante inmemorial, anclado en lo más hondo de uno, en que algo pasa a ser alguien, porque comprende que el cielo que está mirado permanecerá allí cuando él ya no esté y que lo que está mirando entonces es la imagen de su muerte. Era en plena dictadura, e intentar cegarme tenía también que ver con eso. Lo intenté de verdad, me sujeté los ojos abiertos pegándome los párpados con telas adhesivas y me lancé amoníaco puro. Después de hacerlo, terminé en un hospital, la fuerza del instinto fue más fuerte y alcancé a cerrar los ojos haciendo saltar las telas adhesivas, pero el vapor del amoníaco puro me asfixió. Tenía los párpados quemados pero al abrirlos me di cuenta que veía. No hubo fotógrafos, solo el testimonio de un amigo, imagino el parte que estará en la Asistencia Pública y el testimonio de la que entonces era mi mujer, Diamela [Eltit], escrito en la última página de Anteparaíso. Imaginar aviones escribiendo en el cielo y bulldozers escribiendo frases en el desierto fue mi modo de sobrevivencia. Mi modo de no sucumbir. Las imaginé después de quemarme la cara y la foto de la cicatriz de la mejilla quemada es la portada de Purgatorio, publicado en 1979. En una relación de simetría, pensé en un poema que se viese desde la tierra al cielo y en su anverso, un poema que se viese desde el cielo a la tierra. En el último poema de La Vita Nuova, Dante promete decir de aquella bienaventurada lo que no ha sido dicho jamás de mujer alguna. Muchos años después concluyó el Paraíso, pero para eso su amor tuvo que morir. En medio de ese desierto que era Chile me imaginé un recorrido inverso para pasar no de la promesa al trabajo, no de La Vita Nuova a la Commedia, sino pasar de la Comedia a la Vida, del trabajo a la promesa, del Viejo al Nuevo Mundo. Cuando tracé la frase «ni pena ni miedo» sobre el desierto de Atacama pensaba en eso, en terminar con una promesa, y efectivamente la fotografía de esa escritura de más de tres kilómetros, cierra lo que había comenzado veinte años antes encerrado en un baño. El último libro, La Vida Nueva, fue publicado en 1994. Con eso se cerró una idea. Todo buena o malamente forma una sola cosa; las dos acciones, los tres libros, las fotografías del cielo escrito, la fotografía final de la frase en el desierto concluyendo La Vida Nueva. El pintor Sammy Benmayor, al ver el surco de las letras en el desierto, me dijo que eran iguales al surco de la cicatriz en mi mejilla quemada cuya fotografía es la portada de mi primer libro. Bueno por lo menos lo había intentado.

[...]

Hay otro aspecto; Mallarmé dice en uno de sus ensayos que «la página es el revés del cielo estrellado» (claro, es un cielo blanco y las letras son las estrellas negras), y posiblemente los poemas en el cielo son su consecuencia más extrema. En todo caso si hubiesen habido aviones en el siglo XIX tal vez Mallarmé lo habría hecho. Pero no; faltaban aún cien años y la idea ocupar el cielo y la tierra no nació de Mallarmé sino del sueño y de la desesperación, en el año 1975, en la época más dura de la noche chilena. Imaginarlos fue mi forma de sobrevivir. Pensar en escribir poemas en el cielo o trazar un poema sobre el desierto fue mi forma de no morirme, no fue un gesto artístico, fue un acto de sobrevivencia. Al mismo tiempo no podía ponerme límites, es tonto porque no pasará un segundo e igual vendrán los otros a ponértelos; que eso es imposible, que eso no es poesía, etc. Yo con la misma nitidez con que imaginaba poemas, me imaginaba estas escrituras trazándose en el cielo y otras que solo pudiesen ser vistas desde el cielo. Las imaginé en un segundo, pero hacerlas me tomó años, ocho años los poemas sobre Nueva York y dieciocho trazar la inscripción sobre el desierto. Esas escrituras son mis poemas más íntimos, por muchos años ellas vivieron solo dentro de mí. El haberlas realizado no fue más que monumentalizar un instante de locura.

[...]

E. D.: Quería volver por un momento a Dante, desde otro rodeo. Es notorio el hecho de que en la edad moderna, con el surgimiento del concepto literatura, la poesía, que durante siglos era el todo dividido en géneros, se restringe fuertemente al ámbito de lo lírico. A tal punto es así que, hoy, decir poesía lírica resulta repetitivo. La epopeya se convirtió en novela; el drama, en teatro. Los grandes dramaturgos franceses del XVII (Racine, Corneille) son los últimos, prácticamente, en utilizar el verso; del Paradise Lost de Milton, el Doctor Johnson dijo que «solo es representable en el teatro de la mente». Novela y teatro son hoy exclusivamente ámbitos de la prosa. A partir del romanticismo hay toda una política del yo en el poema; el caso más notorio es el de Wordsworth, no solo en las varias y sistemáticas versiones del Preludio sino en el breve «I wandered lonely as a cloud», que generaciones de lectores (y no lectores) supieron de memoria. Sin embargo, tengo la impresión de que en tu poesía, y en particular en Zurita -que, en cierto modo, es tu Preludio, si no me equivoco-, se rescata, de un modo inesperado, el aliento épico de la Commedia, sin renunciar a lo lírico ni a la política del yo. Quiero decir que ahí el yo ya no es románticamente asimilado a la voz de la verdad (frente a la novela y el teatro, que son necesariamente ficción) sino construido como máscara, pero como una máscara que ya no es discerniole del rostro (por eso te preguntaba antes por la autoflagelación del rostro como forma de escritura: porque la autoflagelación -en la foto de Purgatorio, que vuelve gesto público el acontecimiento privado- sutura el rostro, digamos, anatómico, a la máscara poética). No sé si todo esto te parece pertinente o lo vez completamente fuera de foco. En todo caso, me interesaría saber si, en la escritura de Zurita, fuiste consciente de ese aliento épico que, por otra parte, de distinto modo, está en la tradición de Chile como en ninguna otra de América Latina, no solo en el remoto Ercilla sino, más cerca de nosotros, en Altazor de Huidobro y en el Canto general de Neruda.

R. Z.: Lo que dices no solo no me parece una locura sino que toca el punto central de toda la literatura: ¿quién habla? En lo que a mí concierne es un asunto crucial que está en el fondo de lo que precariamente he intentado hacer e intentaré respondértela con la mayor honestidad de la que sea capaz. Me temo Edgardo, ojalá que no sea así, que no seré breve, pero contestarte con una mínima coherencia me es demasiado importante; importante frente a ti por supuesto, pero también frente a mí mismo, independiente de lo que hagamos con esta conversación. Nunca he compartido mucho el concepto de máscara, esa idea de la literatura como máscara, la idea de enmascararse no me funciona bien, sino que creo que una imagen más cercana a la literatura, siguiendo con el ejemplo del teatro, es la de escenario. La razón creo que no reviste grandes misterios pero lo cruza todo, comenzando con el hecho mismo de escribir, y es ésta: desde el Gilgamesh y la Odisea hasta tu Pizza Margarita, sean cuales sean los puntos de vista que adopte una obra literaria; el de un narrador omnisciente, el de la tercera persona o el indirecto libre, nombrando lo que me acuerdo del colegio, y sean cuantos sean los personajes que intervengan en ella; muchedumbres enteras como en La guerra y la paz y 2666, o uno solo como en la poesía de Ungaretti; toda obra literaria es siempre un monólogo.

Creo que es lo que hace visible la famosa K de Kafka. Le comentaba hace poco a Ilans Stavans que eso para mí ha sido decisivo. Kafka quiso dejar el registro de su existencia, de que estuvo vivo, no el Franz Kafka que nosotros vemos en la tapa del libro sino él, él mismo, como yo digo yo ahora, y creo que cuando le pidió a Brod que destruyera su obra es porque lo más humillante de su vida era pedir que notasen que estuvo vivo. Leo El castillo y El Proceso y sé, lo sé con una certeza que nada puede desmentir, que estoy leyendo exactamente lo que Kafka pensó al llamar K a su personaje. Veo su soledad, su asfixia, su imposibilidad; veo al ser dañado que se cubre con las vendas de la escritura con la única esperanza de que alguien que viene de afuera, un ser difuso e improbable, el lector, viera esa soledad, viera esa asfixia, viera esa imposibilidad y, rompiendo la venda de las palabras, le tocara el corazón, abrazándolo. Todos al escribir somos esa K de Kafka. Al leer K, veo esa vida real entre las palabras y entiendo entonces que la obra de Kafka más que desarrollar unos relatos, lo que construyó es un escenario para una vida, la de quien escribe, y donde nosotros, cada lector, al leer somos la trascendencia de esa vida, el cielo que soñó, como lo sueñan todos aquellos a quienes les cuesta vivir, todos aquellos desdichados, llorosos, incompletos, que aunque sea sólo con la mente, le escriben una carta a su padre. El Zurita que aparece desde el inicio en todo lo que he publicado es esa K.

Por otra parte, Edgardo, creo que no habría escrito ni la letra «o» si no tuviera la ilusión de volver a reunir lo que en un momento se escindió y que tú relatas tan lúcidamente. Y, por favor amigo querido, no veas arrogancia en lo que sigue (puedo serlo cuando me hieren, pero nunca lo he sido con los que quiero), mi sueño fue precisamente suturar ese punto de ruptura, no para volver al absolutismo de la poesía, sino porque creo que es ya en la agonía de la escritura tal como la hemos entendido lo que una obra como la que yo me he planteado, muestra es la existencia de un nuevo género. Pero tampoco es tan extraño porque creo que la escritura no hace distingos entre épica y lírica y hasta donde puedo entenderme creo que la historia de la poesía chilena, desde Emilia por supuesto, pero sobre todo con Neruda, Huidobro que citas, a los que agregaría Pablo de Rokha y al proyecto más totalizante de todos: la antipoesía de Nicanor Parra, consiste en desconocer la fisura que mencionas. Al escribir, como al leer, se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte, es algo concreto, si estás preocupado porque te van a rematar la casa no escribes, por lo que lo único que existe es la simultaneidad de todas las escrituras, el momento en que escribes es exactamente el momento en que está escribiendo Homero, Shakespeare, el poeta Carrera, mi contemporáneo Roberto Bolaño, Idea Vilariño, Edgardo Dobry, todos. No se trata de la intertextualidad de la Kristeva ni de la angustia de las influencias siguiendo a Harold Bloom, no existe un antes ni un después. Tu escritura es todo lo que has leído y la escritura de cada uno de lo que has leído es a su vez la escritura de lo que cada uno de ellos han leído y así, en un instante, al escribir una sola palabra se moviliza la totalidad de lo escrito.

Abro un paréntesis. Por supuesto que todo esto es algo que ignoran esos agentes de la SS que en la Feria del Libro de Guadalajara se le fueron encima a Bryce Echeñique acusándolo de plagio. Todo es escrito por todos y lo único que existe es el mar general del habla del cual todo surge: Platón, la Divina Comedia, Cantinflas, la conversación de dos lavanderas a la orilla de un río, el Ulises, este mismo diálogo, y al cual todo vuelve. En sociedades como éstas obsesionadas hasta el delirio con el dogma de la propiedad, acusar a alguien de plagio es tan abyecto como acusar a un judío en la Alemania nazi o de comunista a alguien en la época del machartismo. Pero hacerlo además en nombre de valores bien pensantes como la «honestidad» (que en esto vale un pepino, un escritor honesto o es un bodrio o es un latero) equivale a una autodelación y muestra la distancia insalvable que separa a un gran escritor de un mal escritor: un gran escritor es alguien que plagia todo lo que se debe plagiar, un mal escritor es alguien que plagia todo, menos lo que se debe plagiar.

Pero me he desviado y ya este mail se alarga mucho. Te agradezco desde el fondo del alma la atención que me prestas e intentaré responderte la pregunta mejor de lo que aquí he farfarullado. Me ha pasado algo con Borges, me he pasado casi cuarenta años intentando llevarle la contra y he cedido. De una editorial, LOM, me venían pidiendo con insistencia que les entregara algo y armé un pequeño libro para ellos que acaba de salir; son un grupo de textos que están en Zurita que creo forman una unidad independiente. Tiene poco más de 100 páginas y se llama Nuevas ficciones. Es un homenaje, claro, a Ficciones, y algo más. Tu pregunta me ha hecho volver a pensar en qué es ese algo más.

Es algo de eso, pero con angustia me doy cuenta que no es esto lo que te quería decir. Lo intentaré nuevamente. Tengo que hablarte mucho más concretamente de la máscara, tu pregunta es precisa, tengo que hablarte mucho más concretamente de lo épico, tengo que hablarte del postfacio que Ignacio Echavarría en la primera edición de 2666: si en lugar de limitarse a consignar su existencia, 2666 hubiese efectivamente terminado con la nota que dejó Bolaño para poner al final de 2666, habría cambiado la historia de la literatura y todo lo que yo te digo estaría demás. Pero ya, no sigo.





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