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ArribaAbajoCuestiones literarias

-Hay dentro de su obra un recurso literario que han usado otros escritores contemporáneos -recuerdo ahora a Jorge Luis Borges-. Me refiero a la ficcionalización del autor. Usted lo emplea en forma explícita en el prólogo de Los usurpadores y en El rapto. ¿Cree usted que en cierta forma el autor está siempre presente como personaje de ficción dentro de sus propias obras?

-Fue Cervantes quien primero y de un modo decisivo hizo eso en el Quijote, modelo que hoy día están siguiendo algunos como si inventaran algo muy nuevo. Cervantes no sólo asoma en sus prólogos, donde se ficcionaliza (el de la primera parte presenta una escena cuyo personaje principal es precisamente Miguel de Cervantes, autor del Quijote), sino que, además, dentro del cuerpo de la obra hay un momento, cuando se suspende la batalla entre don Quijote y el vizcaíno, en que, abierta una pausa, surge Miguel de Cervantes revolviendo papeles y encontrando unos cartapacios de su interrumpida historia; así que esto no es ninguna novedad. Los que a la fecha de hoy lo usan como mero recurso para lucirse, ¡lucidos están! En otro aspecto, y respondo a la última parte de su pregunta, creo que sí, que el autor en cuanto tal, entra en la estructura de la obra. La obra literaria atrae a su seno al autor, y también al lector, ficcionalizándolos. Esto he procurado explicarlo en un ensayo mío sobre «La estructura narrativa» que anda por ahí. El hombre real, y eminentemente efímero, que escribe el libro deja ficcionalizada en su volumen una especie de proyección de su realidad contingente que, desde allí, se dirige a un lector incorporado de igual modo en la obra.

-Mi pregunta anterior estaba sugerida por un hecho concreto. La lectura de «A las puertas del Edén» nos da la impresión de una pieza donde se han reunido las más finas técnicas literarias para suscitar en el lector la idea de la inocencia infantil y del paraíso perdido; pero cuando se publicó El tiempo y yo en 1978 tuve ocasión de leer esas pequeñas viñetas que usted escribiera en 1948, mientras vivía en Buenos Aires, sin intención de publicarlas entonces, y deduzco de ellas que ese relato tiene como base un hecho real de su niñez...

-Sí, es cierto; aunque por supuesto aquel episodio ha sido intensamente reelaborado. En efecto, hay en su fondo una remota anécdota que me sirvió de base para potenciar la tristeza o el desengaño vital frente a una pequeña traición o minúsculo episodio de malevolencia surgido dentro del infantil mundo paradisiaco.

-Pasando a otro aspecto: se ha dicho que el humor en sus narraciones es, para unos, quevedesco; cervantino para otros. ¿Podría hablarnos un poco acerca de esto?

-Muy bueno sería para mí que pudiera calificarse con verdad mi humor de cervantino o de quevedesco; en fin, me conformo con tener el mío propio.

-¿Quisiera entonces hablarnos de «su sentido del humor» dentro de su creación literaria?

-En mis relatos el humor suele ser implícito, y está más en las situaciones que en las palabras. O mejor: las palabras, los juegos de palabras o de ingenio se dan incorporados a una situación como expresión propia del personaje que los profiere; expresión consciente o inconsciente por parte suya. Recuerde, por ejemplo, el lenguaje de don Luisito, en Muertes de perro. Su vocabulario, su estilo de elocución, es toscamente adoptado y adaptado por el secretario Requena, su discípulo, y de ahí derivan una pluralidad de detalles humorísticos en que el mismo estilo verbal resulta revelador de dos personalidades muy diferentes.

-Ayala, recuerdo que en una de mis clases, se fijaron mis estudiantes de manera muy particular en el tono del humor que se observa en una pieza como «Gaudeamus», que forma parte de los Diálogos de amor...

-Ahí el humor es áspero, agrio, brutal. Fíjese en que ese diálogo está situado como en dos planos temporales, pues su localización es actual, y el vocabulario, igualmente actual, y coloquial; y sin embargo, el ambiente apunta a las francachelas medievales. Con referencia a «Gaudeamus» (ya su título está sugeriéndolo), sí podría hablarse de literatura goliárdica, pues la obra se halla intencionalmente situada en esa dirección.

-Usted se refirió al humor con algún ejemplo de su novela Muertes de perro, pero yo encuentro mayor variedad humorística en El fondo del vaso...

-Sí, las situaciones de esa novela muestran bastante diversidad en cuanto al tipo de humor empleado. Con frecuencia, lo grotesco se lleva más allá que en Muertes de perro. Y hay ironías quizá muy difíciles de percibir en una lectura apresurada, como es el hecho de que la imaginación perversa de los periodistas convierta en cámara de placeres pompeyanos la más bien sórdida piececita que el personaje-narrador ha reservado para sus entrevistas eróticas con la secretaria.

-Se ha dicho que en sus obras narrativas abundan elementos satíricos e irónicos. ¿Podría explicar qué papel cumplen esos elementos dentro de sus obras?

-Lo irónico y lo satírico pertenecen al ámbito de la comedia. Yo creo que la novela es comedia, o es en parte comedia, y lo que le da calidad literaria a la vida cotidiana sobre la cual discurre la comedia es precisamente la inflexión cómica, al introducir el elemento de inteligencia que la comicidad hace destellar en una realidad de otro modo gris.

-Algunas de sus obras se han calificado como cuentos y como novelas; más de un crítico ha discutido si son lo uno o lo otro, pero lo que realmente ha llamado la atención de muchos son los Diálogos. ¿Cómo catalogaría usted sus diálogos?

-El tratar de situar las obras literarias genéricamente es legítimo y deseable; pero también es deseable el tratar de probar formas que salgan de lo establecido. Yo no sé dónde podríamos situar esos diálogos.

-De hecho, algunos de ellos se han representado...

-Sí, inclusive uno de ellos ha sido pensado y escrito teniendo en cuenta la posibilidad del disco o la radio; es decir, son obras en las que no existe sino la voz de los que hablan, en este sentido son dramáticas; pero no se da el movimiento sino que éste está implícito en el diálogo. Tampoco se da muy marcada la caracterización de los personajes, con lo cual ellos mismos han de caracterizarse por las inflexiones de sus voces. Son obras que, bien recitadas, en disco, radio o cinta magnetofónica adquirirían un relieve mucho mayor del que tienen en la mera lectura, aunque -claro está- perdiendo la nota de ambigüedad que me parece hay en ellas. Por ejemplo, «The party's over» presenta a dos personajes que forman una pareja, pero no se sabe si es una pareja heterosexual u homosexual, y si en este último caso se trata de dos hombres o de dos mujeres, todo podría ser; si se recitara para radio o cinta magnetofónica ya habría que hacer una decisión a este respecto. ¿Emplearíamos voces femeninas o masculinas? Lo mismo ocurriría con «Un Ballo in Maschera». Al tener que definir las voces se perdería una ambigüedad que está deliberadamente puesta allí. Pero en cambio adquirirían otros valores suplementarios. Claro que de hacerse esto tendría que intervenir el autor; de otro modo, quedaría librado a las posibles interpretaciones como una partitura musical.

-¿No cree usted que también «Las Noticias» adquirirían mayor relieve si en lugar de leerlas pudiéramos escucharlas?

-Sí, aunque en este caso sería otro tipo de grabación el que habría que hacer; la de una fingida lectura, lectura que, claro está, debería introducir tonos cómicos, ligeros subrayados irónicos.

-¿Cuál de los «Diálogos de amor» se representó?

-Se representó «Memento mori», y también el Diálogo entre el amor y un viejo.

-¿Sabe usted que cuando se publicaron «Las Noticias» y sus «Diálogos de amor» se dijo que Francisco Ayala era un escéptico? ¿Qué comentario se le ocurre?

-Bueno, estas cosas se dicen siempre. La cuestión es: ¿escéptico frente a qué? Como concepción del mundo yo no soy un escéptico; pero tampoco me gusta adoptar frente a su espectáculo una actitud de papanatas.

-Desearía preguntarle ahora sobre los títulos de sus obras. Observo que usted presta muy especial atención al título de cada una de sus narraciones. ¿Cómo procede para titularlas? ¿Surge primero el título y de ahí el relato, o viceversa?

-Por lo general, el epígrafe nace de la obra ya concluida, y pretende dar expresión sintética, y si es posible en forma polivalente, a su contenido. Cada caso particular me plantea un particular problema, que a veces me cuesta mucho trabajo resolver. Entiendo que el título de una obra es elemento integrante de ella, y elemento de gran importancia. Las soluciones que yo he encontrado son muy diversas. Hay casos en que el título es, al mismo tiempo que epígrafe, el comienzo del texto. Así ocurre en El jardín de las delicias con «Mientras tú duermes», palabras tomadas de una rima de Bécquer, que al mismo tiempo inician el relato; éste continúa «yo te estoy mirando». A veces el título es un retruécano, un chiste, que el texto aclara, como ocurre en El As de Bastos o en «Una boda sonada»... Incluso en algún caso he modificado el título tras de su primera publicación. «Un ballo in maschera» se llamaba al aparecer en Sur «Baile de máscaras».

-¿Y por qué hizo este cambio?

-Como usted ha puntualizado en su libro sobre las alusiones literarias, ése es el título de una conocida ópera de Verdi. Lo he adoptado para acentuar el carácter de farsa, de cosa teatral, que tiene este diálogo, pensado y concebido, más que para la lectura, para oírlo por radio o en alguna otra grabación, con fondo musical.

-Ya que hablamos de sus títulos, muchos se han preguntado acerca de Muertes de perro, por ejemplo...

-Ese título ha parecido a algunos un poco extraño gramaticalmente. Casalduero vino a verme una vez y me dijo con gran alborozo que había encontrado en el Sancho Saldaña de Espronceda, literalmente, la expresión «muertes de perro». Para traducir la obra al inglés se vieron en la dificultad de encontrar un título significativo y fue un acierto, creo, Death as a way of life.

-Y sobre un título como El fondo del vaso...

-El fondo del vaso en cambio no ha causado perplejidades. Ha resultado un título poco atractivo para los lectores en general, pero tiene el valor de apuntar en varias direcciones. Es el fondo del vaso literalmente; y además todos esos juegos de palabras que se hacen al final de Muertes de perro están recogidos en el título de la novela subsiguiente: El fondo del vaso. Se trata en definitiva de la experiencia humana de tocar fondo, tal como ocurre al protagonista en las últimas páginas del libro; y en este sentido se trata también del vaso de la amargura, el cáliz que debe apurarse hasta las heces.

-Uno de sus libros de ficción aparece titulado con el de una obra clásica de la pintura: El jardín de las delicias.

-Me pareció que ese título venía muy bien como expresión de lo que el libro es, y que procura dar al lector un agarradero para ponerse en situación desde el comienzo, para entender lo que el libro es. Esos títulos ya establecidos son de propiedad común, y no hay por que retroceder ante ellos. El título El jardín de las delicias lo es del cuadro del Bosco y es también el que Saura le dio a una de sus películas. Son títulos que están a la disposición de quien los quiera usar; están en la mente de todos. Recuerdo a propósito que hace ya muchos años escribí yo un ensayo que se llamaba «La invención del Quijote» y un amigo mío ya difunto, Rivas Cherif, me vino a reprochar que yo hubiera usado el título de un ensayo de su cuñado, Azaña. El título no es de Azaña ni es de nadie, sino un título común. Es como si alguien viniera a decirme: Pero ¿cómo le pone usted a su libro Tratado de Sociología, que ya lo lleva el de Fulano, y el de Mengano? Son esos títulos bienes mostrencos.

-Varias de las narraciones de El jardín de las delicias contienen frases o citas en lengua inglesa. ¿Considera que ello se debe al influjo de la cultura norteamericana sobre usted, tras los años que lleva viviendo en este país?

-Pienso que no. Cierto es que en mis escritos aparecen ocasionalmente frases o palabras de otros idiomas, pero no siempre es el inglés el idioma que suministra esas voces, esas frases. Recuerde que en el mismo libro está esa narración titulada «San Silvestre», donde las palabras extranjeras son alemanas, ya que es Alemania el lugar donde la acción se sitúa; otras veces son palabras francesas, alguna vez italianas. La finalidad de introducir esas palabras varía según The last supper la intención de cada relato. Por ejemplo, en el que se titula «», de Historia de macacos, tenemos el título mismo puesto en inglés, ¿por qué?, porque se trata de una marca de un insecticida que había sido elegida por sus virtudes comerciales, y como quiera que en ese momento el insecticida van a introducirlo en los Estados Unidos, lo que era «La última cena» para la propagación del producto en América Latina ahora se convierte en «The last supper». En ese mismo relato una de las interlocutoras -pues son dos mujeres las que hablan- se refiere a Milán en la forma italiana, dice a Milano, en lugar de en Milán; y quiero sugerir con eso su condición de políglota tan frecuente entre los judíos. Nunca se dice expresamente que sean judías, pero ello puede deducirse de diferentes claves. Por otra parte, no olvidemos que hoy día la lengua inglesa es la lengua imperial; todo el mundo la estudia, todo el mundo la habla mejor o peor; y en todas las otras lenguas se están introduciendo barbarismos procedentes del inglés, anglicismos, igual que antes ocurrió con el francés y aún antes con el español. En el lenguaje corriente de muchas personas hay palabras inglesas que se han adoptado y se difunden, y que quién no conoce.

Cuando yo llegué a Puerto Rico en el año cincuenta la gente empleaba allí el verbo chequear, y a mí me pareció que esto provenía de la relación política con los Estados Unidos, como piensan en general los puertorriqueños cuando creen que su idioma se está deteriorando por efecto de esa relación, en lo cual se equivocan, pues se trata de un fenómeno universal; actualmente esa palabra, «chequeo», se emplea en España, en la Argentina, en todas partes, y ha desplazado en ciertos usos a la palabra que subsiste, sin embargo, en otras conexiones, la palabra reconocimiento. Todo el mundo hoy va a hacerse un «chequeo médico», nadie habla de hacerse un reconocimiento médico; y no es que faltase la palabra española correspondiente, no se trata de ninguna novedad que por serlo, requiera también la introducción de un nombre propio; se trata del influjo, la moda, el prestigio que va unido al poder. En cuanto a mí mismo, como quiera que las personas que tienen conciencia idiomática son las más refractarias a dar entrada a esas innovaciones, a esos barbarismos, y mantienen una vigilancia mayor sobre su propio idioma, no creo de ningún modo que pueda haber influido la circunstancia de estar viviendo en este país y el usar el inglés con más frecuencia que otros idiomas sobre el hecho de que haya metido palabras o locuciones inglesas en mis escritos. Esto se debe a lo dicho antes, a que las palabras están introduciéndose con abundancia en el torrente de las demás lenguas, y entonces, si yo las uso es, bien por aceptar lo que constituye uso idiomático en el ambiente que quiero representar, o bien, simplemente, por dar una caracterización del personaje, o de una situación determinada, y a veces, incluso, con una inequívoca inflexión satírica.

-Muchos autores hacen uso del seudónimo. ¿Ha empleado usted alguna vez el seudónimo para firmar sus creaciones literarias?

-No, no he empleado nunca el seudónimo. Yo no sé lo que pueda haber de motivación psicológica en la adopción de seudónimos, en ese ocultamiento. Claro que a veces la razón es muy obvia. Por ejemplo, los nombres de Fernán Caballero o George Sand se proponen contrapesar la desventaja que en aquel entonces podía presentar el ser mujer la escritora, la autora de libros, aunque tal vez esta explicación no baste. En otros casos, ¿por qué el seudónimo? Personas cuyo nombre es tan corriente que quizá piensan no ayuda a su imagen pública el llamarse, por ejemplo, José Martínez Ruiz. Pero Rafael Pérez y Pérez, autor de novelas rosa, adquirió la popularidad sobre la base del Pérez y Pérez, mientras Azorín se escondió detrás del nombre de un personaje suyo después de haberse ocultado detrás de otros seudónimos; probablemente es un deseo de autoeliminación lo que lleva a la gente a refugiarse en un seudónimo. Yo la verdad es que nunca he tenido el deseo de tapar mi nombre con otro fingido o de crearme una personalidad distinta a la que pueda tener andando por la calle o en cualquier otra circunstancia.

-Puesto que no sólo el Diálogo entre el amor y un viejo, sino también otras de sus obras: Fragancia de jazmines, El rapto, responden a modelos clásicos, quisiera llamar su atención sobre el tema de la originalidad literaria. Hay muchos autores que se muestran a tal punto celosos de la originalidad literaria de sus obras que basta que un crítico señale el posible influjo de determinadas lecturas para que nieguen de inmediato el haber leído las obras en cuestión. Usted en estas novelitas y en otras, en contraste con la mayoría de sus compañeros de profesión en nuestra época, no sólo ha recreado obras clásicas, establecidas, sino que nos refiere a ellas...

-Lo que yo he hecho en esos casos particulares es lo que siempre se ha hecho en literatura; tomar temas que estaban ya ahí y ofrecer una visión personal de esos mismos temas; porque la originalidad no consiste, no puede consistir en el tema; consiste en la visión del mundo transmitida al tratar ese tema con una sensibilidad personal; así, pues, lo hecho por mí es precisamente lo que siempre se ha hecho en literatura. Ese concepto de originalidad al que usted se refiere es bastante fútil. No se puede obtener una originalidad por el camino de encontrar argumentos nuevos. Lo que con razón puede molestar a un escritor, porque eso sí sería una muestra de falta de personalidad propia, es el que se le acuse de reflejar en su obra la de otro, es decir, una influencia decisiva y visible, no en cuanto a los argumentos ni a los recursos retóricos utilizados, sino en el modo de ver el mundo, de estar instalado en la vida. Cuando un caso así se produce, entonces el pobre escritor influido no es sino una especie de fantasma de otro espíritu más poderoso, dentro de cuyo círculo mágico se encuentra encerrado. Las influencias en un sentido amplio y general, suelen resultar siempre discutibles y dudosas; y no son en verdad cosa mala, sino una relación fecunda y hasta indispensable, porque el autor que se proponga crear en la ignorancia de la literatura existente correrá el riesgo muy cierto de descubrir mediterráneos.

-En un artículo publicado en Ínsula, llamaba yo la atención sobre las íntimas conexiones que parecen existir entre Pantaleón y las Visitadoras de Vargas Llosa y su libro El fondo del vaso. ¿Qué puede usted decirnos?

-Lo que yo diría es que ese artículo de usted está escrito con mucho tino y cautela como para mostrar una conexión productiva y eficaz que no perjudica a la originalidad de Vargas Llosa. Esa novela suya se conecta con las anteriores de su pluma, sin perjuicio de que presente puntos de coincidencia con El fondo del vaso. Lo curioso es que Mario ha reconocido en una interview la influencia sobre el tono que prevalece en Pantaleón de otro escritor que nada, o muy poco, tiene que ver con él. Pero, como digo, coincidencias del tipo de las que usted señala en su artículo entre esa novela y la mía en nada atentan contra la originalidad de cada escritor. El otro día estaba yo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y observaba de nuevo algo que ya había recogido hace años en un ensayo: muy astutamente, han puesto allí juntos dos cuadros de la época cubista, uno de Picasso y otro de Braque. Son muy semejantes, por supuesto en el tema, pero también en lo que más importa: en la composición, el colorido, el sentido de la obra. Pese a ello, cada uno se integra en la línea evolutiva del respectivo artista, explicándose por sus precedentes y explicando los subsiguientes; y ello, digo, sin perjuicio de la evidente confluencia que los hace tan parecidos.

-Establecen estas respuestas suyas una relación entre su creación artística y sus opiniones críticas. Me refiero específicamente a su ensayo «Experiencia viva y creación poética», donde usted nos lleva al planteamiento de «Un problema del Quijote»: al de la conexión de cierto famoso episodio con otro que figura en la Miscelánea de don Luis Zapata...

-Sí, seguramente que sí; yo creo que en ese ensayo y en algún otro, como en un estudio que hice sobre Le Malentendu de Camus, está planteado el problema de la relación entre la experiencia viva y la creación poética, haciendo entrar en la experiencia viva incluso las lecturas que un autor haya hecho.

-Ayala, cuando usted escribe sus obras de ficción ¿tiene presente en algún momento la relación autor-lector?

-En el mero hecho de escribir está ya implícita la presencia del eventual lector, pero este lector es una configuración que el autor cumple a través de la obra; quiero decir que no está pensando el escritor en un lector concreto o un grupo de lectores, o en una cierta clase de lectores, sino que escribe para el lector ideal, quizá inexistente, adecuado a su intención artística. El escribir con la vista puesta en un determinado grupo real de lectores es algo que está justificado sólo cuando se trata de literatura didáctica, o bien cuando se trata de una literatura no poética, sino de intención práctica.

-Su respuesta anterior contesta hasta cierto punto la pregunta de varios críticos acerca del escritor exiliado, y en el caso suyo, tal pregunta podría formularse concretamente con referencia a obras como La cabeza del cordero y Los usurpadores. ¿Cómo ese señor desconectado del más directo destinatario de sus escritos, o sea, del público español peninsular, escribió...?

-Para empezar, una gran cantidad de españoles que habían vivido la experiencia de la guerra estaban fuera de España y eran alcanzables a través del libro, de modo que siempre tenía éste un cierto público inmediato y natural al que podía llegar. En segundo lugar, los no españoles pero si hispanoparlantes de toda América habían participado, emocionalmente al menos, en la lucha civil española, y ello de modo muy intenso. A decir verdad, también esos eran lectores posibles de mi obra. Pero aunque no hubiera habido efectivamente ninguno, siempre se piensa en ese lector ideal que puede no existir, pero que es el destinatario hipotético de la comunicación en que toda obra literaria consiste. Recordemos por ejemplo que Stendhal pensaba que sus contemporáneos no estaban preparados para acoger sus obras, y hasta indicó una determinada fecha futura en que estas obras podrían encontrar su público..., pecando en su cálculo, por cierto, de pesimista, pues hizo un calendario demasiado cauteloso. En cuanto a Los usurpadores y La cabeza del cordero, han llegado por fin, como usted bien sabe, al público español.

-Usted establece así muy bien la relación autor-lector en lo que se refiere a las obras de ficción, pero su labor como escritor ha tenido dos direcciones, la del novelista y la del sociólogo. En cuanto a autor de ensayos ¿ha tenido usted en mente a un posible público o lector inmediato?

-Sí, en ese aspecto sí; pero las condiciones de nuestro tiempo, y aquellas en que especialmente los españoles de mi generación hemos tenido que desenvolvernos, han sido bastante irregulares y precarias, con lo cual no todos los escritos de ese tipo han alcanzado la eficacia que hubieran podido tener en circunstancias más propicias. Estoy pensando concretamente, como ejemplo máximo de tal eficacia, en un libro, La rebelión de las masas, que apareció primero, bajo la forma de folletones sucesivos, publicado en un periódico diario, causando ya desde el primer momento un impacto que todavía continúa sintiéndose hoy a través de sus ediciones sucesivas. Eran momentos de gran sensibilidad pública, y de una comunicación muy fluida en España, circunstancia que después no ha vuelto a repetirse. Si he de contestar en términos personales a su pregunta, me referiré a un par de casos concretos capaces de hablar por sí mismos. En cierta oportunidad la UNESCO me pidió un estudio sociopolítico sobre las condiciones y problemas del mundo que surgía de la segunda guerra mundial. Escribí un ensayo donde sostenía posiciones, hacía observaciones y proponía soluciones que por entonces todavía nadie había adelantado, y el trabajo fue publicado en francés e inglés en una revista de la entidad, vehículo ciertamente pobre en lo que se refiere a la difusión de ideas. Yo lo incluí en su versión original española en alguno de mis libros, y hoy figura en la colección de mis ensayos publicada por Aguilar. Mis ideas cayeron en el vacío más completo, sin que ocasionaran la menor adhesión ni impugnación, a pesar de tocar a cuestiones vivas entonces, y de urgencia suma. Por otro lado, en cambio, mi Tratado de Sociología, que ha tenido muy buena aceptación y está considerado como una obra importante, me proporcionó alguna experiencia curiosa. Como le digo, publicado en Buenos Aires el año 1947, se vendió muy bien en todas partes, inclusive en España donde hoy sigue editándose. Una nueva generación de españoles vino a conocer mi nombre a través de ese libro que ya probablemente en la edición de Aguilar se estudiaba en las universidades. Para esos jóvenes, Francisco Ayala era un sociólogo; mientras sus padres, los padres de esos estudiantes, recordaban mi nombre como escritor de ficciones.

-Insistiendo en el tema de la doble dirección seguido por usted dentro de su actividad como escritor, ¿piensa usted que alguna vez la tarea del ensayista o sociólogo haya interferido con la del autor de ficciones?

-Interferido propiamente no, no creo que haya interferido. ¿Me pregunta usted en cuanto se refiere al estilo...?

-En lo que se refiere al estilo y al contenido.

-En lo que se refiere al estilo creo que no. Verdaderamente uno adopta en cada caso la inflexión estilística que corresponde a sus necesidades expresivas, a la índole de la obra que quisiera escribir; y así como dentro de las invenciones literarias mías hay una adaptación de la prosa al propósito de cada una de ellas, en su conjunto responden en este aspecto a las exigencias de la creación poética frente a las de aquello que es discurso intelectual. En cuanto al contenido, no sólo no ha interferido en un modo negativo sino que puede haber contribuido a enriquecer el contenido de las ficciones. He leído los trabajos de un joven profesor americano, Nelson Orringer, quien ya había publicado un estudio sobre La cabeza del cordero y que escribió después sobre Muertes de perro desde el punto de vista de su base sociología, y los encuentro atinados. Los elementos sociológicos ahí están, en el libro, pero incorporados literariamente; no añadidos o pegados. Ocurre con eso como con lo discursivo. Mis novelas han sido calificadas de novelas intelectuales, pero la verdad es que lo intelectual de ellas se encuentra funcionalmente integrado en la acción. Por ejemplo, aquel breve relato titulado «Un cuento de Maupassant», o bien, «El colega desconocido». En ellos está tratado el problema de la vida literaria, discutido por escritores ficticios que hablan entre sí. Pero las opiniones emitidas por cada uno de ellos son caracterizadoras del personaje, y así, lo que ellos dicen pertenece a su imaginaria experiencia vital, porque claro está que también las actividades intelectuales, usted lo sabe igual que yo, son parte de la vida, y para nosotros los que nos dedicamos de alguna manera a las letras son una parte esencial de nuestra vida. Para el tendero o para el abogado puede que no lo sean en igual medida, pero para nosotros sí, pues nuestra vida es eso, está constituida en gran parte por las preocupaciones de orden intelectual, y éstas no se pueden excluir sistemáticamente de la creación literaria. La cuestión, es que en la obra literaria estén absorbidos estos elementos dentro de la trama, y no adheridos de un modo externo.

-Mi pregunta anterior obedecía a un hecho concreto. Hace muy poco un novelista amigo se me quejaba de que su obra narrativa -la de él-, había sido calificada en varias ocasiones de demasiado ensayística, mientras que se maravillaba y sorprendía mucho de que la crítica no dijera lo mismo de usted, cuando a Francisco Ayala sí se le podía considerar como sociólogo y a él no. ¿Qué piensa usted sobre esto?

-Yo pienso que precisamente por ser sociólogo, o por ser lo que se llama un intelectual, es por lo que, teniendo conciencia de serlo, integro dentro de las ficciones literarias ciertos elementos teóricos, en lugar de colgarle acaso a mis personajes las ideas que me rondan la mente, como otros hacen, no atreviéndose, quizá por no estar demasiado seguros, a suscribirlas directamente. Se las regalan entonces a un personaje para poder lavarse las manos eventualmente de tales o cuales opiniones. Cuando -no es que se hace discutir a dos personajes, uno sosteniendo las que son del autor, y otro, torpe y destinado a la derrota final, las contrarias. En fin, yo creo haberme librado de caer en tan ineptos recursos. Sin embargo, quizá en algún sentido menos obvio merezco el reproche de intelectual. Recuerdo que preparé una conferencia sobre Thomas Mann y la comencé con una referencia al reproche que en cierta ocasión me hizo Antonio Tovar cuando comentaba la aparición de mis Obras Narrativas Completas. Echaba de menos en ellas algo que, según él, también falta en Thomas Mann: lo que llama, con frase de Goethe, la inocencia del acontecer, en el sentido de que, en mis narraciones como en las de Mann, cada gesto, toda palabra, está explicada, es decir, remitida a sus orígenes. Si tiene razón o no en esto el crítico, yo no lo sé. Acaso la tenga; pero, por otra parte, ¿sería ello motivo de reproche? No lo sé, digo.




ArribaAbajo Mirada retrospectiva

-¿Cuál de sus obras narrativas ha logrado mayor éxito, y por qué? ¿A qué lo atribuye?

-El éxito depende siempre de circunstancias muy accidentales, y en gran medida de la pura casualidad; en muchas ocasiones, del aparato de ventas de la editorial que publica el libro; algunas veces, hasta de algo tan accesorio como el aspecto de la cubierta, para no hablar de factores sociológicos muy condicionantes, como el momento y la oportunidad, la estructura del mercado, y tantas otras cosas. A este respecto, una de las más deliciosas ironías que pueden pensarse es el destino de la finalmente famosa sonata de Vinteuil en À la recheche du temps perdu -para mencionar un caso ficticio donde tantos reales pudieran aducirse-. Quiero indicar con esto que el éxito mayor o menor de un libro dice poco, aunque algo dice, acerca de sus cualidades intrínsecas. Entre los míos, han sido Muertes de perro y El jardín de las delicias los más celebrados y vendidos, aunque también pudiera añadir La cabeza del cordero. El éxito de Muertes de perro se debe en parte al equívoco suscitado por su argumento. La gente ha visto en mi novela una obra política, de sátira contra la dictadura, y este interés de índole extraliterario, aunque sin duda legítimo, es el que ha atraído a muchos hacia su lectura. Incluso han querido verse en sus personajes y situaciones el retrato o caricatura de personas reales y de situaciones ocurridas en tal o cual país, cuya existencia afecta emocionalmente a muchos eventuales lectores. Yo he procurado, sin embargo, aclarar los problemas literarios que subyacen bajo esas pretendidas y precipitadas identificaciones... Lo de La cabeza del cordero es otra historia. Y en cuanto al éxito obtenido por El jardín de las delicias, pienso que puede agradecerse a la aparente facilidad, variedad de tonos y contrastes internos que caracterizan su composición, junto al hecho de que haya sido señalado al público español por el Premio de la Crítica, que tuve la fortuna de que se le otorgara.

-Sí, yo pienso, en cuanto lectora, que la atracción de este libro consiste sobre todo en que dentro de sus dos partes, tan distintas, hay una apelación a muy diferentes sensibilidades. Y ¿cuál de sus obras ha tenido menos éxito?

-¿Menos éxito de crítica, o de venta?

-De venta; de aceptación por parte del público comprador.

-No sé. Habría que examinar las liquidaciones de las editoriales. Historia de macacos podría servir como ejemplo de lo que antes dije. La primera edición, publicada en España por la Editorial Revista de Occidente en el año 1955, una edición escasamente copiosa, cayó en el vacío más completo, hasta el punto de que ha tardado años y años en venderse. ¿Razones? Diversas. Quizá el público de esa editorial no espera obras de imaginación, sino de pensamiento; quizá fue mal distribuida; quizá -y principalmente- el ambiente público en España no era propicio en aquellos tiempos para libros como ése. Porque publicada más tarde por Seix Barral, la obra se vende muy bien. Y -claro está- es exactamente la misma obra.

-Una cosa que me ha llamado la atención es que El fondo del vaso, novela que a mí me parece literariamente superior a Muertes de perro, sea mucho menos conocida y, supongo, menos vendida que aquella. ¿A qué obedecerá esto?

-Es cierto. Muertes de perro, con su popularidad, ha oscurecido a la otra, que es secuencia suya, y que novelescamente no presenta menos atractivos para la imaginación y la curiosidad del lector que su precedente. Sin embargo, y aunque se vende bien, no iguala su éxito. ¿Por qué? Apenas podría decirlo. Quizá influya su título. Hay títulos atractivos, y títulos que operan más bien en el sentido de inhibir al comprador. ¡Qué sé yo!

-Las ediciones de sus ensayos que publicó la editorial Seix Barral han tenido gran difusión en las universidades norteamericanas. ¿Han tenido la misma aceptación en España?

-Mis estudios literarios estaban dispersos en revistas y diarios, o bien reunidos en libros muy voluminosos y caros, como el tomo de Aguilar titulado Los Ensayos: Teoría y crítica literaria, pero no eran fácilmente accesibles al estudiante , y al público general. Esas ediciones de Seix Barral, muy atractivas, los han puesto al alcance de todo el mundo y están teniendo aceptación en España como fuera de España. La verdad es que esa parte de mi obra había tenido una difusión muy desigual.

-En su último libro publicado, El jardín de las delicias y El tiempo y yo, reúne usted obras muy breves y diversas. ¿Por qué decidió que aparecieran en un solo volumen?

-En todas esas obritas tanteo una particular manera de ver la realidad que les presta unidad, tal como ocurrió con la primera versión de El jardín de las delicias. Ya señalé en Confrontaciones, que puede compararse a los retablos de las iglesias donde cada una de las imágenes tiene autonomía y acaso ha sido concebida sin pensar en la posibilidad de su inclusión posterior; pero que el retablo constituye una unidad más amplia, de modo que cada elemento tiene su autonomía, pero el conjunto es a su vez una obra única. En cuanto a la inclusión, o adición, de El tiempo y yo en el mismo volumen, está cumplidamente justificada en el prólogo que para la edición escribiera Carolyn Richmond.

Como señala ella en su excelente estudio, los trabajos que componen este libro son complementarios, desde el punto de vista de la experiencia viva que glosan o comentan, de las invenciones literarias a que esa experiencia había dado lugar, integradas en El jardín de las delicias, de modo que vienen a funcionar a continuación de éste como el revés de la trama, sirviéndole al lector curioso para que pueda atisbar el proceso creativo.

-En sus obras maneja usted con excelente maestría el diálogo. ¿No ha pensado nunca en cultivar el teatro?

-Sí, pensarlo, lo he pensado; pero me ha echado atrás siempre, hasta ahora, mi temor a tener que bregar con las dificultades inherentes a la representación. Me conozco, conozco mi carácter, y sé que no soy apto para cierta clase de luchas. Ya es bastante el tener que tratar con los editores, que al fin y al cabo toman el libro o no lo toman, y si lo toman, lo publican más pronto o más tarde, y cuando lo han publicado, si pagan los derechos de autor procuran retrasar lo más posible la dolorosa operación. Pero ¿bregar con el ambiente teatral? Sin embargo, en cierta ocasión un amigo me persuadió a que tradujera un drama alemán para cierto actor que se proponía llevarlo a la escena y, sin mucha convicción y más que nada para complacer a ese amigo mío, llevé a cabo la tarea de la que esperaba obtener algún fruto económico. Todo quedó en agua de borrajas. Y no podrá decirse en este caso que de los escarmentados nacen los avisados, pues avisado estaba yo por mi propio consejo de antemano... Sólo el escritor que, como un Lope o un Shakespeare, tenga agallas para alzarse con el cetro de la monarquía cómica, o al menos para poder respirar en las aguas turbias del mundillo teatral, deberá arriesgarse a dividir su tiempo entre la creación poética y los trajines escénicos. De otro modo, estará entregado a las manos de los zaraguteros.

-¿Tiene usted costumbre de releer sus obras una vez publicadas?

-Prefiero no releerlas; siento una especie de repugnancia a leer mis escritos pasados, y me resisto cuanto puedo. A veces necesito hacerlo para corregir pruebas de nuevas ediciones, pero siempre que puedo evitarlo, lo evito; no me causa ningún placer. Por lo demás, en tales casos, lo que leo me da la impresión de ser cosa ajena; está desprendido ya de mí y apenas si me pertenece. A este propósito recuerdo que una amiga mía, la escritora chilena María Luisa Bombal, autora de una novela justamente famosa, solía decir -en broma, claro es; pero las bromas revelan siempre algo-, decía, -digo- que tenía su propio libro en la mesita junto a la cama, y todas las noches leía un poco de él antes de dormirse, pues «¿qué mejor va a leer una?». A mí el leer mis propios libros no me ocasiona tal placer; a lo sumo, en ocasiones cierta curiosidad, por eso de que los percibo como si fueran ajenos.

-¿A qué idiomas se han traducido sus obras?

-Se han traducido poco. Al italiano se tradujeron las novelas Muertes de perro y El fondo del vaso; al inglés Muertes de perro y otras cosas breves que están en antologías; al alemán, ese ensayo titulado España a la fecha, que despertó una cantidad enorme de comentarios, en su casi totalidad favorables; y en antologías y periódicos han aparecido varias cosas en alemán, y también en francés. Se han hecho contratos para publicar novelas mías en Polonia, en Rumanía, en varios países comunistas. La verdad es que no sé si han hecho todas esas ediciones, no me he enterado; supe de los contratos, pero hasta dónde llegaron los proyectos, no lo sé. En Varsovia han publicado recientemente Los usurpadores y otros libros míos.

-En el transcurso de su carrera literaria, ¿qué acontecimientos recuerda usted con mayor satisfacción?

-En el tiempo de la juventud constituye una gran ilusión el ver publicados los escritos propios, el verse en letra de molde. Así, la aparición de mis primeros libros, y antes de eso, de mis primeros trabajos en revistas, en periódicos, era ocasión de emociones bastante intensas: expectativa, alegría, y también fastidio por los retrasos, por las erratas... Pero todo eso se agota bien pronto, o por lo menos pierde vibración. Las verdaderas, profundas satisfacciones que me ha traído la vida en relación con mi cultivo de las letras han consistido en encontrarme, como bastantes veces me ha sucedido, con un estudio critico sagaz y perceptivo. Entonces el escritor se siente justificado; halla una confirmación objetiva de que su obra tiene sentido, y merece respuesta. Volviendo atrás la vista, pienso cuánto hubiera complacido a un Valle-Inclán, a un Pérez dé Ayala, leer algunos de los estudios de su obra publicados después de su muerte.

-¿Le causó a usted sorpresa o satisfacción el Premio de la Crítica española discernido a El jardín de las delicias en 1972?

-Sí, fue una sorpresa, porque no tenía el más ligero barrunto de que tal cosa pudiera suceder. Una sorpresa muy grata.

-¿Ha presentado usted alguna vez obras suyas a algún concurso?

-No, jamás.

-En un ensayo titulado «Nota sobre la novelística cervantina» señala usted que la actitud fundamental de Cervantes frente a la actividad literaria era la de una continua experimentación evitando repetir incluso aquellas soluciones que el mismo había alcanzado inventivamente. ¿No podría decirse otro tanto de usted mismo? Lectores y críticos hay que, ante el éxito librero de Muertes de perro, se han preguntado y acaso le han preguntado a usted por qué no insistir sobre la misma línea, cosa que usted no ha hecho.

-Y que, en efecto, hubiera sido fácil; quizá demasiado fácil. Sí, tal como usted sugiere, yo no tengo ni he tenido nunca el deseo de hacer carrera de escritor. La profesionalidad de las letras tiene ventajas, que no desconozco (las ventajas del acicate, de la autoexplotación, muchas veces espiritualmente productiva); pero yo he preferido siempre, por una especie de respeto, tal vez excesivo, al arte poética, eludir la profesionalidad. (A lo mejor, se me ocurre ahora, no ha sido tanto por ese respeto como por una repugnancia íntima que hay dentro de mi ser hacia la autodefinición, en la que temo siempre reconocer un paso hacia la fosilización.) Sea como fuere, nunca me he considerado un profesional de la literatura. Y dado que mis medios de vida provienen de otras fuentes, no le encuentro sentido cuando escribo a reiterar los caminos trillados, ni siquiera los que yo mismo pueda haber abierto. Tan pronto como le he sacado a una cierta fórmula todo el partido de que yo sea capaz, la abandono, y cada vez que me pongo a escribir lo hago con ánimo de tantear un nuevo problema expresivo.

-Con lo dicho, al advertir que usted no ha vivido de la pluma, roza el tema de los recursos económicos de que un escritor se mantiene. Voy a hacerle una pregunta muy personal: ¿hubiera usted podido acaso dedicarse a actividades meramente lucrativas, al mundo de los negocios? Le pregunto eso porque al hombre de letras se lo ve tradicionalmente, o él mismo se pretente, incapaz de todo sentido práctico, y hasta inepto para manejar sus propias finanzas, aun en un plano modesto.

-Interesante pregunta. Por supuesto, usted que conoce bastantes escritores sabe demasiado bien que muchos de ellos muestran un eficiente espíritu de lucro y admirable inteligencia administrativa. La imagen del escritor desinteresado de las cosas materiales es, claro, una construcción como tantas otras, construcción que tiene su historia; encuentra su raíz en la idea del escritor como vate, como inspirado; y responde en fin, a la concepción romántica del poeta, tal como aún persiste. Raíz antigua pues, y con cierta base real, pero, como todas las construcciones, efectúa una cierta simplificación falsificadora de donde resulta el consabido estereotipo. Los escritores somos, como el resto de la gente, muy diferentes unos de otros, individualidades: muy distintas entre sí, y por eso las actitudes que pueden tenerse frente al mundo de las relaciones económicas varían mucho también. Por ejemplo, Voltaire se sustentó y creo que hasta se hizo rico poniendo una fábrica de jabones; y como ese caso, se podrían mencionar tantísimos otros de escritores que han creado o mantenido empresas productivas. Algunos han convertido en tales, y con muy lucrativo resultado, sus actividades literarias mismas. Yo por mí no soy particularmente hábil para los negocios, pero tampoco me parece que sea absolutamente negado (alguna vez los he hecho con resultado positivo), de modo que si me hubiera dedicado a ellos ¿por qué no hubiera podido levantar una fortuna como otra gente lo ha hecho? No es una cosa que me parezca repugnante ni indigna, pero elegí otro camino en la vida, el que me pareció más compatible con mi vocación de escritor; y así, mis medios de subsistencia han sido básicamente sueldos devengados por mis servicios como funcionario durante unos años y, luego, sobre todo, como profesor universitario, lo que es también una manera de ser funcionario.

-Entre los escritores contemporáneos que en vida han logrado mayor reconocimiento es usted sin duda alguna uno de los autores peninsulares más destacados; sus obras cuentan con numerosos estudios. ¿Cree usted que los críticos han sabido comprender y valorar sus obras?

-Creo que sí. He tenido una suerte extraordinaria en este aspecto. Se han escrito muchas cosas de calidad muy excelente en cuanto a interpretación de mis obras, de mis ficciones literarias, y yo diría incluso (lo que me parece es un elogio extraordinario de la perspicacia del crítico) que no ha faltado quien me descubra aspectos de mi propia obra de los que yo no tenía conciencia, señalando conexiones que posiblemente reposan en el plano subconsciente del escritor, y que el crítico en su análisis ha traído al plano de la conciencia.

-Entonces a usted le interesa conocer la opinión de sus críticos...

-La opinión de mis críticos me interesa muchísimo. Es como mirarme en un espejo para tratar de ver quién soy yo. La crítica inteligente me interesa mucho; y la crítica equivocada, cuando la ha habido, me interesa también, pues en ella observo en qué se equivoca el crítico según me parece a mí, y cuáles son las cosas que pueden haberle inducido al que yo considero error.

-Las opiniones críticas sobre su obra, ¿le interesan hoy tanto como antes, más, menos...?

-Me han interesado siempre, porque al fin uno escribe para los demás, y desea comprobar la eficacia de la comunicación, el reflejo de la propia obra en la mente y la conciencia ajenas.

-A propósito de los numerosos estudios críticos dedicados a sus obras, la bibliografía preparada hace pocos años por Andrés Amorós evidencia, en efecto, cuántos han sido. ¿Revela eso un particular éxito de sus escritos?

-Eso revela más bien que las circunstancias de la época actual me han favorecido, como han favorecido a otros escritores contemporáneos. Me refiero al desarrollo expansivo de las actividades académicas y, en general, al crecimiento de la sociedad, fomentado por una holgura económica sin precedentes. Cuando pienso que escritores tan grandes como, por ejemplo, los de la generación del 98, no llegaron a ver en vida estudios completos e inteligentes de sus obras (estudios que, después de su muerte, ahora, sí se han hecho), y comparo con los artículos y aun libros que cada día aparecen sobre autores actuales de mediana talla, o acaso verdaderos pigmeos, reconozco en ello una injusticia de la suerte contra aquellos gigantes. Es un fenómeno de la sociología literaria.

-La publicación en España de La cabeza del cordero produjo en algunos lectores y hasta en más de un crítica una especie de decepción política. ¿Cómo explicaría usted esa decepción?

-La decepción resulta perfectamente explicable. Cuando el lector se enfrenta por fin con un libro que ha sido constantemente prohibido durante un periodo de más de veinte años, espera ¿qué sé yo?, encontrar ahí una especie de diatriba contra el régimen que tan celosamente se lo ha prohibido; y al comprobar que no hay nada de eso, ocurre la decepción. Si lo buscaba para leer cosas truculentas experimenta cierta desilusión -que le devuelvan su dinero-. Pues mi libro es muy otra cosa.

-¿Cómo se explica, entonces, la obstinada resistencia de la censura a dejarlo circular?

-La historia de ese libro en relación con la censura española no deja de ser curiosa, dado que no existe en él una manifiesta posición política. Sin embargo, eso mismo es lo que acaso ha producido una mayor resistencia. En lugar de llevarse el problema al plano político se le lleva ahí al plano moral. Varias personas durante el verano del setenta y cuatro en Madrid me señalaban coincidencias entre mi obra y la película de Saura La prima Angélica, que también ha despertado gran desazón y hostilidad por parte, no esta vez del Gobierno, pero sí de grupos o sectores de extrema derecha, a pesar de que la película en sí no es combativa como otras de Saura sino simplemente expositiva. La neutralidad misma, la presentación objetiva y cabal de los hechos, acaso permite sacar conclusiones más devastadoras sobre una situación política. Los hechos hablan por sí solos.

-¿Por qué en esta edición no se incluyó el relato «La vida por la opinión» que ya aparecía en la segunda edición hecha en Buenos Aires?

-Ese relato, como usted implica, no aparecía en la primera edición de Buenos Aires. Fue escrito después, y luego añadido a la segunda. El motivo de no incluirlo en la primera edición española fue que tanto el editor como yo deseamos ofrecer el mínimo de blanco a los disparos de la censura; por eso no se incluyó «La vida por la opinión». En la edición de 1978 que usted preparó para Cátedra, incluimos esa narración, que completa el libro, aunque, como bien sabe usted tiene un tono diferente. Pero su tema es congruente con la obra.

-Para la primera edición española de La cabeza del cordero hizo usted un prólogo donde al mencionar que a su autor se lo considera hoy como un clásico, soslaya el asunto y hasta se refiere a ello con un cierto dejo de ironía...

-Me alegro de que aluda usted a ese prologuillo, porque eso me permite hacer unas precisiones quizá convenientes. Al lector desprevenido, aquellas líneas pueden darle la sensación de envanecimiento por parte mía. Lo cierto es que las escribí por sugestión del editor, que se había resuelto a publicar la obra sin someterla a aprobación previa, con lo cual su venta quedaba condicionada a la autorización del Ministerio. El objeto era señalar, llamando la atención del censor (no de los lectores eventuales), el hecho de que era ya una obra reconocida, «establecida» en el mundo entero, para ver si de esa manera se podía propiciar la autorización de su venta. Con eso y todo, no se permitió por entonces su difusión en España, aunque sí fuera de sus fronteras, hasta que, dos años más tarde, un cambio en la orientación del Ministerio dio lugar a que se permitiera ¡por fin! su acceso al público lector de la Península. El prólogo va ahí, y que piense el lector lo que quiera, si no se da cuenta de que consiste en un alegato frente a los censores.

-Por cierto, en ese breve prólogo insiste usted en destacar, como lo había hecho en El rapto, que la guerra civil española es ya «historia», cosa del pasado, y como tal sólo objeto de estudio para las nuevas generaciones...

-Historia es. Pasa el tiempo, y las generaciones humanas van sucediéndose; y para aquel que no haya vivido un acontecimiento, ese acontecimiento es sólo historia. Por razón de edad, cada vez somos menos, y menos, los que hemos vivido la guerra civil. Si he insistido tanto en ello ha sido porque el régimen de Franco seguía viviendo políticamente de ella, quiso explotarla hasta el final, y todavía hay gentes interesadas en mantenerla viva para sobrevivir con ella.

-Ayala, usted ha cumplido setenta y cinco años. Desde esta altura de su vida ¿considera completa su obra?, ¿terminada?

-Si yo me hubiera propuesto como objetivo de mi vida hacer una obra literaria podría quizá a estas fechas declararla cerrada, o bien declararla incompleta. Hay escritores en efecto a quienes angustia el cumplimiento de una labor literaria que estiman ser la finalidad y justificación de su existencia. No es ése mi caso. Para mí la operación literaria es una operación de mi vivir, y la obra aparece así como una excrecencia. Por eso no puedo decir o predecir si en los años que me queden de vida produciré más obras o no las produciré. Es algo totalmente impredictible. Yo supongo que de continuar en el estado de ánimo en que ahora me encuentro, podrían surgir estímulos que me hagan escribir nuevas ficciones. Realmente no lo sé, no estoy seguro de nada.

-Como hombre ¿se siente usted satisfecho con su vida?

-Esta pregunta que usted me hace no es precisamente de carácter literario, sino que va mucho más allá y pide casi una reflexión sobre la propia vida vivida. Es muy difícil de contestar, porque si uno dice «sí, estoy contento de mi vida» parece estar expresando una especie de satisfacción con lo realizado; mientras que si dice «no, no estoy contento con mi vida», expresa una actitud de frustración, y tanto lo uno como lo otro corresponde a un plano superficial. Yo entiendo su pregunta como referida a un plano más hondo: el de la relación de uno mismo con el mundo, ese mundo que él no ha elegido sino que le ha sido dado, pero que es el único con que puede contar. Hay quien se coloca en perpetua rebelión contra la realidad y hay quien la acepta plenamente dejándose llevar con placidez como los corchos que flotan encima de la corriente. Éstas son actitudes extremas para mí igualmente inapropiadas. Entiendo yo que la realidad del mundo al que uno ha venido debe aceptarse como un desafío, apoyándose en ella para realizar su personalidad combativamente y crearse a sí mismo. En este sentido yo diría que sí, estoy satisfecho de mi vida a pesar de que no ha sido parva la cantidad de sufrimientos y perturbaciones que las circunstancias me han traído. Pero frente a cada situación he sabido reaccionar, creo yo, con el menor daño posible para mi integridad espiritual y moral, en cuyo sentido creo que he cumplido el deber esencial de todo ser humano: realizarse a sí mismo con la máxima plenitud que le ha sido dado alcanzar. Diría inclusive que no he respondido mal a otro tipo de seducciones que el Mundo, posiblemente aliado con el Diablo, ofrece: las seducciones del éxito que inducen a la vanidad y hacen perder el control de la situación, es decir, el equilibrio entre la responsabilidad y el mundo. Acaso porque ciertos reconocimientos han llegado bastante tarde a mi vida, quizá porque no he puesto nunca un aprecio excesivo en ciertas cosas, la verdad es que me parece no haber sucumbido a este tipo de tentación diabólica que es la de envanecerse. Envanecerse, como la palabra lo indica en su etimología, es vaciarse de contenido, o como se dice en lenguaje popular, ponerse hueco.

-¿Piensa usted alguna vez en la muerte?, ¿le teme a la muerte?

-La muerte para todo ser humano consciente es una perspectiva que no puede nunca dejar de estar a la vista. Hay que vivir sobre la perspectiva de la muerte, sabiendo que uno se va a morir y actuando sobre ese saber. Aceptado esto, que es precisamente la piedra angular de la situación del ser viviente en el mundo, o sea, el desafío básico que la vida nos ofrece, no tiene mucho sentido el miedo a la muerte. Claro que es una perspectiva desagradable, temible; pero una vez aceptada su inevitabilidad no hay por qué estar aterrado de un modo continuo o de un modo esporádico; sino aceptar de antemano el hecho de que uno se tiene que morir. Pienso que esa angustia perpetua de Unamuno, con todo su valor inmenso como fuente de una filosofía y de una actitud frente al universo, lo que hace es conducir a un plano trascendente algo que en el fondo no era sino el miedo animal a morirse.

-¿Le preocupa a usted el perdurar? ¿Ha pensado en alguna ocasión en la vida futura o perenne de sus libros?

-Esta pregunta se encuentra en relación con la anterior; diría un poco lo mismo. Ciertamente que se quiere seguir viviendo y se quisiera perdurar después de la muerte física, siquiera en el recuerdo ajeno, sea de una manera o de otra. Es la persecución de la fama uno de los grandes motivos de la actividad humana, pero el afán de perduración debe estar templado por la conciencia de que ésta no puede ser eterna sino en todo caso muy efímera. ¿Quién va a hacerse ilusiones y apostar a la fama con la baza de unos libros escritos en lengua española, cuando se mira a la expansión actual en el planeta de las viejas y multitudinarias culturas orientales? ¡Pero no haya cuidado!: también ellas sucumbirán.

-Ayala, ¿le gusta a usted en este momento de su vida conocer gente nueva?, ¿siente curiosidad por conocer nuevas personas, o prefiere por el contrario mantener sus relaciones con viejos amigos?

-Me agrada conocer gente nueva. Yo tengo una gran curiosidad por el ser humano; no la curiosidad fría del entomólogo, sino una curiosidad activa, viva, con espíritu de simpatía. Nunca me canso de observar a las personas que se me ponen al alcance, y trato de comprenderlas, de entenderlas, de penetrar de alguna manera en su mundo interior.

-Mucha gente desea conocer hoy personalmente a Francisco Ayala. Yo sé que de vez en cuando se le acercan personas atraídas por la popularidad de un nombre conocido. ¿Cómo se siente usted ante esas situaciones?

-Cuando estas situaciones se presentan me coloco en actitud de expectativa. Si uno tiene un cierto grado de popularidad, y es aunque sea en medida mínima lo que se llama una celebridad pública, se está expuesto a la trivialidad curiosa que no pasa de la superficie; pero ¿cómo saberlo de antemano? Puede adivinarse acaso por el tono del requerimiento, pero es prudente mantener abierta la expectativa para ver si realmente hay un interés genuino por lo que pueda ser uno y no simplemente por la imagen pública que está a la vista de todos.

-¿Cómo se siente usted, pues, ante el hecho de su fama?

-Pues, ya lo ve; más bien escéptico, y a veces avergonzado. Porque la fama implica un equívoco siempre; se es famoso quién sabe por qué motivo o sobre qué base; así, por un lado me divierte ese equívoco, y por otro, como digo, puede avergonzarme. No hace mucho tiempo, en un congreso de literatura española, un profesor norteamericano que me presentaron, se sintió muy honrado de conocer por fin al famoso escritor Pérez de Ayala, de quien había leído una novela de dos zapateros, Bernardino y Celedonio.

-Para terminar estas conversaciones quiero hacerle una pregunta precisamente sobre las entrevistas. A usted le han hecho muchas para la prensa, la radio, la televisión, ¿es cosa que le molesta, le agrada, le ha resultado alguna vez desagradable?

-No, no me molestan las entrevistas; al contrario, me parece que son ocasión de estímulo; y aunque algunas veces las preguntas que se le hacen a uno resultan improcedentes por una razón u otra, siempre está en el preguntado la posibilidad de evadir la cuestión impertinente o negarse a contestarla. Cuando las preguntas que se me hacen son inteligentes y oportunas tengo mucho gusto en contestarlas. Preguntas insensatas, tontas, agresivas, también las ha habido algunas veces, pero ello no me perturba en absoluto.





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