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Convivir con humor: Entretrés (1996), de Tricicle

Juan A. Ríos Carratalá





El bastón de Charles Chaplin es un objeto multiusos. Cada vez que veo sus películas me sorprende alguna nueva utilidad de un elemento imprescindible para su caracterización. Al igual que el bombín y la chaquetilla, siempre escasa de talla como mandan los cánones del humor. Resulta difícil imaginar al entrañable Charlot con otra imagen. Pronto echaríamos de menos sus juegos malabares con un bastón fino y flexible, capaz de ser útil en las más insólitas situaciones. Forma parte de su cotidianidad y, al mismo tiempo, el ingenio del cómico inglés, su mirada creativa, le aporta una comicidad que pocos habrían imaginado al observarlo.

Los cómicos suelen necesitar algún tipo de bastón. Es decir, objetos que configuren una imagen inequívoca y peculiar, caracterizada también por una notable capacidad de adaptación a situaciones imprevistas. La pipa de Jacques Tati permanece siempre en un tipo al que recordamos de perfil, con un llamativo grado de inclinación que le obliga a andar como si fuera de puntillas. Neutraliza así el efecto de su estatura, poco adecuada para un actor cómico. También sabemos que su gabardina le puede ser tan necesaria en invierno como en verano. No es una cuestión de temperatura, sino de creación de una imagen con tendencia a permanecer, que pretende abrirse un hueco en el imaginario del espectador.

En estos casos lo hasta cierto punto extraordinario se convierte en cotidiano. La utilización de un bastón o una pipa es fácil de justificar e insertar en la cotidianidad. No tanto cuando el sujeto anda sin problemas o no fuma. Ocurre así en los ejemplos citados, donde dos geniales cómicos nos demuestran las posibilidades de unos objetos que pronto pierden su utilidad común, la aceptada por todos. Ellos les aportan otras nuevas e imprevistas, gracias a una mirada que transforma lo cotidiano en la base de una comicidad que no necesita ir lejos en su búsqueda de motivos para propiciar la risa.

Lo extraordinario casi nunca me produce miedo o terror. Queda lejos y esa distancia me da sensación de seguridad, sólo quebrada cuando cedo a la habilidad de quienes me lo presentan al margen de lo racional. La más exótica enfermedad, por ejemplo, puede ser motivo de angustia para una población que apenas repara en los problemas sanitarios que afectan a su experiencia cotidiana. Si, además, algún periodista acierta a denominarla con un nuevo nombre de uso más fácil que el científico, entonces es una de las antesalas que dan a parar al Apocalipsis. Lo podemos comprobar como espectadores de los servicios informativos de cualquier cadena. Son, en buena medida, ficciones capaces de crearnos infundadas angustias o temores, mientras permanecemos confiados ante cualquier peligro cotidiano. Actúan a veces como las películas de terror, con sus monstruos y bichos que nunca los encontraremos a la vuelta de la esquina. Contribuyen así a una gratificante enajenación mental, pues preferimos pensar que lo terrorífico se circunscribe a un espacio y un tiempo enmarcados en la ficción, previsible y controlable como tal, aunque sea la de un espacio informativo. Y hasta crea en nosotros una especie de adicción masoquista bien dosificada por los estrategas de la información, mientras rechazamos la posibilidad de que los motivos del terror o el pánico puedan insertarse en nuestra más prosaica cotidianidad.

Ocurre algo similar con el humor. Me molestan y hasta aburren las caricaturas excesivas, lo grotesco por acumulación y la búsqueda de un absurdo que, llevado hasta sus últimas consecuencias, equiparo a la nada de un mero juego mental. Disfruto, sin embargo, con quienes utilizan la mirada para convertir lo cotidiano en motivo de sonrisas. Me parece más inteligente y, al mismo tiempo, útil. Evita lo obvio, revela una enorme capacidad de transformación de cualquier realidad y, como espectador, me enseña a proceder con esa misma mirada. No sólo pretendo sonreír en un momento predeterminado y pactado, sino que intento extender esa circunstancia más allá del marco de la ficción. Y lo que me encuentro cuando dejo de ser espectador es la cotidianidad. Me interesan, pues, quienes me hablan de peligros reales y próximos para calibrar las imprescindibles dosis de temor y, por la misma razón, disfruto con los humoristas que crean a partir de una cotidianidad, distorsionada para producir un efecto cómico, pero nunca alterada en lo sustancial u olvidada.

Me producen indiferencia las alambicadas e ingeniosas comedias que dan varias vueltas de tuerca a cualquier argumento. Deparan una sonrisa elegante en el satisfecho espectador capaz de captar las sutilezas o el “toque” del creador, pero prefiero a quienes juegan con su bastón, transforman la pipa en un apéndice y nos muestran las más insólitas utilidades de los objetos que nos rodean. Esa sonrisa no aporta prestigio en mundos tan canónicos como el académico. Tampoco precisa de argumentaciones complejas donde el crítico pueda lucir su ingenio, o el «toque» que comparte con algún sofisticado creador. De acuerdo, pero es una sonrisa que necesito para afrontar mi experiencia cotidiana, caracterizada por un conjunto de situaciones que distan mucho de formar parte de un alambicado argumento que funcione como un mecanismo de relojería. Además, no hay desenlace y apenas menudean las sorpresas. La cotidianidad es una infinita tragicomedia donde todo anda mezclado, sin el orden y la homogeneidad que sólo la más absoluta ficción es capaz de imaginar.

Este largo preámbulo viene a propósito de una reflexión metateatral incluida en el espectáculo Entretrés (1996), de Tricicle1. Al final del mismo, un desesperado Paco Mir, que ha fracasado en sus reiterados intentos de escribir historias de pistoleros con exóticos nombres y que se disparan en un callejón de alguna ciudad extranjera, encuentra la clave para iniciar el relato que acabamos de ver dramatizado. La tiene delante de sus narices: dos compañeros de piso que se levantan por la mañana con una inexcusable necesidad y pugnan por entrar en el único cuarto de aseo. Es decir, la cotidianidad de unos individuos que comparten domicilio en un ámbito que nos resulta próximo e identificable2.

Tricicle jamás ha cultivado el costumbrismo, concepto a menudo asociado a la cotidianidad. Su mirada no pretende documentar y recrear una realidad cercana, sino extraer de la misma una amplia gama de posibilidades cómicas. La urgencia de una necesidad matinal es tan habitual como desprovista de comicidad en sí misma. Pero cuando se multiplica por la de tres individuos, que gesticulan con desesperación mientras guardan cola delante de la puerta de un servicio que no está ocupado, ya se ha convertido en el motivo central de una serie de gags. Pronto se añadirá el antídoto del yoga para relajarse a la espera del turno, la tentación de la pecera y otros recursos que explotan las posibilidades de una situación tan sencilla. No lo es, en el sentido de pobre para el espectáculo cómico, gracias al ingenio de Tricicle, que tendrá una fructífera continuidad en el resto del espectáculo.

Entretrés es un auténtico curso práctico para quienes pretendemos explicar algunos de los recursos fundamentales de los humoristas. La expectativa frustrada, por ejemplo, la encontramos en los reiterados y fracasados intentos de Paco Mir como escritor. Ruidos insistentes hasta llegar a lo exasperante, compañías molestas y falta de imaginación se confabulan en una carrera de obstáculos, cada vez más elevados, que llevan a la frustración al protagonista que se enfrenta a la página en blanco. Carles Sans obtiene parecidos resultados en su faceta de amante a la espera de Cuca, que no termina de llegar y a la que ni siquiera esperamos porque sabemos que esos encuentros nunca culminan en una obra cómica. Ninguna carcajada estalla cuando dos amantes se besan tras una larga y conflictiva espera, pero resulta divertido contemplar al galán que prepara una estrategia abocada al fracaso: la estudiada postura en la que Fede recibirá a Cuca, la música con que ambientará el salón, el imaginado baile que incluye escarceos eróticos…, todo es pura imaginación sin posible confirmación en un próximo futuro. Lo sabemos gracias a nuestra memoria de espectadores y, por eso mismo, disfrutamos con una frustración que no resulta dolorosa. Siempre hay un teléfono, el 888888888, al que llamar en busca de compañía virtual, interrumpida por dos sonámbulos que terminan por arruinar una noche que prometía ser de amor, sexo y pasión, es decir, nada cómica. También el personaje de Joan Gràcia ve frustradas sus ansias de adelgazar. Una insobornable báscula se lo recuerda constantemente, incluso en números romanos. Sus esfuerzos serán baldíos, aunque se imagine con el maillot amarillo mientras pedalea en una bicicleta estática. Tampoco le servirá su fuerza de voluntad para rechazar suculentos platos ofrecidos por quienes le jalean en su onírica escalada, acompañada por extravagantes tipos que nos recuerdan a los vistos en tantas retransmisiones. No nos importa que adelgace o no, tampoco es una cuestión dramática. Lo risible es la frustración de una expectativa concreta y verosímil, basada en la imagen de Joan Gràcia y potenciada por una circunstancia recurrente que depara varios gags.

La aparición de esta recurrencia no es un rasgo aislado. En un espectáculo dividido en cinco episodios al modo de las series televisivas y con decenas de gags, resulta imprescindible la utilización de varios que giren en torno a una circunstancia recurrente. La báscula, con su impertinente vocecita lo es, pero también desempeñan la misma función el cuadro abstracto que se cae de la pared en reiteradas ocasiones o el frigorífico, verdadero cajón de sastre que rompe la cadena lógica como mandan las leyes del humor. Los tres objetos se comportan como personajes. Adquieren vida propia y son capaces de entrar en relación con los individuos que habitan la casa. Sus intervenciones responden a una calculada progresión que alienta las expectativas del espectador. La sonrisa de éste es la de quien permanece atento a las cada vez más imprevistas prestaciones de un frigorífico que rememora el camarote de los Hermanos Marx, expectante ante la próxima caída del cuadro y confiado en que la báscula no se dejará engañar por las argucias de Joan Gràcia. Son gags que remiten a otros anteriores. Aportan unidad y coherencia a un espectáculo que, por carecer de un rígido hilo argumental, podría ser disperso. El desafío es no caer en la repetición. En cada intervención de los citados objetos se añade algo nuevo para evitarla y sorprender al espectador, que acaba disponiendo de un conjunto de referencias fijas en su percepción del espectáculo.

Si antes hemos hablado de la lucha de Joan Gràcia contra la obesidad como una expectativa frustrada, debemos recordar ahora que la calvicie de Paco Mir también da mucho juego cómico. Los miembros de Tricicle siempre han sido conscientes de las posibilidades y las limitaciones de sus propios físicos. Son, en esencia, mimos, y como tales saben de la importancia de unos cuerpos que nunca han tratado de ocultar o modelar para dar una imagen más canónica. Es más sencillo, y cómico, aceptarlos para subrayar aquellos rasgos sobre los cuales se puede verter una mirada humorística. Joan Gràcia nos hace sonreír cada vez que le vemos con una desaborida carlota, sin ningún condimento, que nos recuerda su lucha contra el peso. Paco Mir siempre admite varias bromas en torno a su calvicie o las protagoniza él mismo. Incluso le vemos batirse contra un viento que mece sus cabellos, los de la imaginación gestual. Carles Sans, por su parte, sabe de la ductilidad de su imagen personal. En este espectáculo le sirve para encarnar tipos tan distintos como el amante frustrado y la mujer de la limpieza, verdadero torbellino que no deja en paz al escritor protagonizado por Paco Mir. Su adaptable físico aporta credibilidad a ambos tipos, que siempre resultarían más caricaturizados en el caso de ser encarnados por sus compañeros. No hay en Tricicle una distribución fija de los papeles en función de los respectivos físicos, pero a lo largo de su trayectoria han pulido una imagen que, por su propia evolución, ha determinado un conjunto de elecciones a partir de una evidencia: el cuerpo es el signo más poderoso y significativo en sus espectáculos3.

Las apariencias engañan y, en un espectáculo teatral con una impronta televisiva y actual, podemos observar recursos anclados en los orígenes de la comicidad escénica. Un ejemplo es el desfile de tipos, que siempre se da en las creaciones de Tricicle. Entretrés no constituye una excepción y lo encontramos en la ya aludida escena del ciclista y en la que se desarrolla en los andenes del metro, donde el personaje de Joan Gràcia trabaja como estatua viviente. La técnica es similar a la utilizada desde el primer espectáculo del grupo: Manicòmic (1982), donde veíamos cómo diferentes tipos depositaban las bolsas de basura en un imaginado contenedor. Catorce años después, los miembros de Tricicle han desechado las máscaras que delataban sus orígenes en el arte del mimo. Su empleo resultaría inapropiado en un espectáculo que funde lo teatral con lo televisivo, pero para el citado desfile siguen necesitando los elementos que propician una rápida identificación de los tipos por parte del espectador. Vestuario, mímica y algunos objetos, bien seleccionados, bastan para que veamos a un pueblerino capaz de lanzar muchas monedas a una estatua obligada así a improvisar un frenético movimiento, un ladrón dispuesto a llevarse la recaudación de Joan Gràcia o una ama de casa con intenciones poco confesables. El trabajo en el andén de un metro puede deparar continuas sorpresas, como la de contemplar a la estatua viviente peleando con un payaso para mantener su espacio y la recaudación. Los citados y otros más son tipos compuestos a gran velocidad con el objeto de mantener el ritmo, esencial en estos desfiles como en tantas otras manifestaciones de lo cómico. Si recordamos numerosos entremeses del Siglo de Oro, encontraremos desfiles similares, que también buscaban la respuesta de un público satisfecho y divertido al identificar a los tipos. El proceso obliga a actualizarlos, a buscarlos entre un conjunto de referencias compartidas con los espectadores. Pero, al margen de la actualización y los medios técnicos que ahora permiten un fregolismo más espectacular, no dejamos de asistir a la renovada eficacia de un recurso anclado en los orígenes del teatro cómico.

La tradición y la innovación se dan la mano en Entretrés gracias a la imaginación que pone en juego Tricicle. La misma nos permite ver, por ejemplo, el comportamiento de dos cubitos de hielo en un vaso. El arte mímico del grupo nunca ha aspirado a una perfección estilística en un sentido clásico, sino a la eficacia cómica, conseguida en este caso con una original recreación de tan insólitos personajes que nos sorprende y despierta una inevitable sonrisa. La que también provoca un sketch más convencional: el protagonizado por Carles Sans como intérprete de los instrumentos de percusión en una orquesta de música clásica. ¿Cuántas veces lo hemos visto? Da igual, funciona siempre que se le añada alguna circunstancia peculiar con una voluntad de contraste. En Entretrés es la presencia del repartidor de pizzas, que provoca un final imprevisto y, sobre todo, altera la solemnidad de la interpretación musical. El humor es un eficaz antídoto contra lo ritual y solemne, convertido en ridículo cuando aparece alguien ajeno a ese ámbito presidido por una convención que desconoce o no respeta. Este papel lo desempeña dicho repartidor; también el producto que vende. No extraña, pues, que la pizza pase a un primer plano en el momento culminante del sketch. Se da así una serie de gags encadenados con una progresión que busca el estallido final de la risa, coincidente con la sorpresa del desenlace. Lo vemos de nuevo cuando Carles Sans va a desayunar. Coge una naranja, que sin mediar instrumento alguno se parte en dos mitades ante nuestros ojos atónitos. Exprime la primera sin más ayuda que el ruido producido por el propio intérprete. En la segunda, lo exprimido no es sólo la naranja, sino también una mano y hasta el brazo, que se pierden en un fondo del cual no surge el zumo, sino el mismo ya en un vaso y listo para su consumo. Este encadenado de sorpresas lo volvemos a encontrar cuando Paco Mir procede a repartir la comida a una verdadera fauna que habita en la casa y alrededores: peces, ratones y hasta un elefante del que se había olvidado. Mejor relación parece mantener con los pájaros, con quienes entabla conversación en un extraño lenguaje que nos termina resultando familiar. Recuperados de la sorpresa deparada por tan singular conversación, reímos ante la extrañeza que algún término pronunciado por un pájaro parlanchín produce en su humano interlocutor. Siempre debe darse una continuidad imprevista: Paco Mir consulta su ornitológico diccionario para encontrar, con júbilo, la solución y terminar la conversación. Subimos una especie de escala donde una sorpresa da paso a otra todavía más singular. Ese encadenado requiere un ritmo rápido, alcanzado gracias a la seguridad del intérprete y la pertinencia de los recursos utilizados para recrear lo insólito introducido en una cadena lógica. Apenas hemos asimilado la sorpresa y ya estamos esperando una nueva, que no tarda en llegar. Es una cuestión de ingenio y ritmo, una circunstancia que no debe olvidar el guionista o el creador de este tipo de espectáculos humorísticos.

El humor tiende a relativizar el valor de cualquier frontera, también la de una verosimilitud que estalla en mil pedazos en un espectáculo de estas características. Lo común de numerosas situaciones coexiste con la ruptura de las imposiciones derivadas de la lógica, de lo previsible, gracias a una imaginación siempre atenta a sacar partido de cualquier motivo. El personaje de Paco Mir decide, por ejemplo, tomar una infusión, pero no encuentra a mano una taza y tiene prisa. Hasta ahí lo común, aquello que nos permite una rápida identificación. Lo sorprendente es la solución adoptada: sus hinchados carrillos hacen el papel de la ausente taza y de su boca cuelga el hilillo de la bolsita. El problema es la sacarina, aunque también acaba agitada en el interior de una boca multiusos. Todos hemos tomado infusiones, pero a pocos se les habrá ocurrido semejante solución. Sin embargo, hasta cierto punto resulta creíble. Tal vez porque se basa en una lógica disparatada que nunca queda al margen de la observación, de la captación de algunos detalles. Recreados sobre el escenario, consiguen que el espectador acepte unas imágenes que en otro contexto resultarían absurdas y hasta ridículas. Carles y Joan, por ejemplo, se convierten en unas insoportables moscas dignas de los versos machadianos. Utilizan una caracterización sencilla y estilizada, sólo imaginable en un medio como el teatral. Nunca pretenden dar credibilidad a lo imposible, sino sugerir la presencia de las moscas, verdaderamente molesta para un Paco que acaba desesperado. Lo consiguen sin que jamás nos olvidemos de los intérpretes, con una serie de rasgos forzosamente limitada, pero eficaz gracias a las dotes de observación tantas veces comprobadas en los espectáculos de Tricicle. Reconozco que, ni siquiera en una calurosa tarde veraniega, me he dedicado a observar el «rostro» de alguna mosca, pero el de Carles resulta creíble como tal. No digamos ya su revoloteo y su insistencia en posarse sobre la calva del sufrido compañero. Y, como en anteriores ocasiones, el sketch propicia gags encadenados en una progresión que nos permite sonreír al ver unas moscas borrachas y hasta escritoras, aunque con un lenguaje de zumbidos plasmado sobre un folio que lee un sorprendido Paco Mir.

La observación siempre está en la base de un humor fundamentalmente mímico como el de Tricicle. Sus integrantes deben recrear numerosas situaciones y tipos con un número limitado de rasgos, prescindiendo de un lenguaje oral que podría completarlos y matizarlos. No importa si la selección es la adecuada, condición que sólo se puede dar a partir de una atenta observación acompañada, supongo, de una innata capacidad para la imitación. Son mimos, y no lo han olvidado, pero su búsqueda de un humor propio -Tricicle más que un grupo teatral es un estilo- les ha llevado por caminos donde esa imitación no supone un alarde de técnica, fría como tal y poco rentable desde la perspectiva cómica. Prefieren el subrayado rápido, cada vez más estilizado gracias a unos recursos gestuales que nunca han parado de mejorar en sus espectáculos. Necesitan así escasos rasgos para la recreación, pero consiguen un efecto que no provoca la admiración, sino la sonrisa. Y es lo que pretenden.

Esos subrayados rápidos a menudo ocultan un sinnúmero de detalles, propios de una elaboración concienzuda y rigurosa. Sus espectáculos asumen el riesgo de trabajar al borde del precipicio, al que podrían caer si no funcionara con precisión la luna que aparece en el cielo cuando se la necesita, la máquina de escribir que se traga los folios, la gabardina que se queda colgada del perchero y un largo etcétera que también nos habla de una ingente y cuidadosa labor de producción. La risa teatral necesita una maquinaria bien engrasada y sin la posibilidad de las repeticiones que proliferan en las grabaciones televisivas o cinematográficas. Las “tomas falsas” serían desastrosas en un escenario. El riesgo sólo puede asumirse desde una profesionalidad contrastada en el caso de los miembros del grupo, cuyo dominio de la expresión corporal con la consiguiente precisión en todo tipo de movimientos consigue dar la apariencia de sencillez a lo que, en realidad, es complejo.

El humor suele tener fecha de caducidad. También cuenta con sus clásicos, capaces de hacernos sonreír al margen de una contemporaneidad que parece no afectarles. Pero, si hacemos un repaso de las obras y espectáculos que en un momento determinado provocan nuestra sonrisa, comprobaremos hasta qué punto predomina un presente capaz de actualizar técnicas y recursos a menudo anclados en la tradición cómica. Entretrés es un buen ejemplo de una constante que percibimos en las producciones de Tricicle, sobre todo una vez superados sus inicios con Manicòmic, donde mostraron el aprendizaje de una tradición mímica que pronto les quedó estrecha. La solución era optar por motivos relacionados con un presente compartido con el público, que disfrutaría al identificar en clave humorística numerosos aspectos de una realidad próxima. Las esperas en los aeropuertos (Exit, 1984), el mundo de los deportes (Slastic, 1986), los parques temáticos y las películas de terror (Terrrific, 1991)…4 forman parte de un conjunto de experiencias que casi todos podemos compartir. Esta circunstancia es fundamental en el marco comunicativo de un espectáculo humorístico, donde la cuarta pared no debe suponer un distanciamiento. Tricicle nos lo recuerda siempre bajando al patio de butacas en algún momento de la representación, una circunstancia que permanece desde su primer espectáculo, pero sobre todo mediante un conjunto de alusiones y guiños que propician un marco donde la comunicación es también complicidad.

La presencia de lo contemporáneo no se traduce en motivos de posible polémica en los espectáculos de Tricicle. Jamás encontramos alusiones a personas concretas o recreaciones de cuestiones políticas, ideológicas o religiosas: «Intentamos mostrar una visión no cruel, no árida y no crítica del ser humano» (Ya, 26-III-1996). Sus obras están repletas de pequeños detalles que forman parte de nuestra experiencia cotidiana: la novedad, por entonces, de los teléfonos eróticos, la dificultad para abrir el envoltorio de un CD, el zapeo para salir del sopor… aportan esa sensación de proximidad compartida, sin adentrarse en aquello que pudiera ser molesto o polémico para un público que, en su caso, es tan amplio como heterogéneo. Tricicle siempre se ha mantenido lejos de la sátira o la crítica. No por una cuestión de indiferencia o despreocupación de sus integrantes, sino por coherencia con una opción donde su peculiar sentido del humor encuentra un marco adecuado. Esta actitud la extienden a sus escasas manifestaciones públicas al margen de los escenarios. En las entrevistas, sólo hablan de sus espectáculos y del humor que les caracteriza. Nunca han pretendido manifestarse sobre otros temas, cuyo interés circunscriben a lo individual sin afectar a su proyección como artistas.

¿Humor blanco y escapista? Acepto el primer término, pero nunca me ha gustado el segundo, sobre todo porque el escapismo se contradice con esa mirada creativa que, para propiciar la sonrisa, los integrantes de Tricicle lanzan sobre la realidad. Escapar es negar o enajenarse, a menudo mediante una mistificación. El grupo catalán opta por transformar esa realidad, aunque de manera explícita quede reducida a unos objetos cotidianos que, en sus manos, cobran insospechadas posibilidades humorísticas. Cuando escribí mi libro La memoria del humor (Alicante, 2005) lo intenté explicar haciendo referencia a uno de los momentos cumbre de la trayectoria del grupo: el capítulo de Entretrés dedicado a una aburrida tarde de domingo, que deja de serlo gracias a la imaginación de los integrantes de Tricicle. Con tan sólo unos pocos objetos, algunos tan prosaicos como las tapaderas de tres inodoros, son capaces de convertir esa melancólica velada en una plena de diversión y alegría. Atracciones de feria, películas, viajes galácticos, aventuras… son posibles mediante una imaginación desbordante que nos sorprende y, sobre todo, nos recuerda que la corporeidad de los objetos nunca es un límite, sino una posibilidad. Ya lo habían demostrado en anteriores espectáculos y siguen en esa misma línea hasta la actualidad, pero si ahora saco a relucir este rasgo fundamental de su trabajo es por una reflexión que siempre me ha surgido al escuchar o leer comentarios sobre el supuesto escapismo de este tipo de humor. La imaginación, cuando es una mirada creativa volcada sobre una realidad circundante, puede ser contagiosa. Propicia la sonrisa del espectador, pero también le invita a jugar, a manipular algún objeto cercano dándole una utilidad imprevista. Esa sensación es, fundamentalmente, lúdica y como tal hay que valorarla. Ahora bien, al mismo tiempo siembra la semilla de una libertad, la de aquellos sujetos que no se conforman con acatar lo dictado por el sentido común, la utilidad socialmente aceptada de cada objeto, el carácter unívoco de cada situación. El humor de Tricicle, como el de los grandes maestros en los que se basa, nos demuestra que el bastón sirve para todo, menos para apoyarse. Y quien juega con el bastón está en disposición de afrontar otros juegos aparentemente más complejos, pero siempre regulados por una misma normativa: la de una imaginación puesta al servicio de la creatividad y la sonrisa. Suena ingenuo, sus resultados son difusos, pero funciona desde hace siglos.

Entretrés surgió tras varias y exitosas experiencias televisivas protagonizadas por Tricicle. Se percibe en numerosos detalles y hasta en la misma estructura del espectáculo. Constituye, pues, un nuevo ejemplo de una escena capaz de asumir influencias de otros medios hoy más poderosos. Pero lo curioso es que, apenas una década después, sólo en el teatro es imaginable ver una serie con aires televisivos tan frescos e imaginativos como los de Entretrés. Sobre todo si nos movemos en el campo del humor, reducido a lo más rancio y verbal en muchas de las programadas en la actualidad a la espera, supongo angustiosa, de sobrevivir a los índices de audiencia. Cada vez soporto peor la frase ocurrente, el chiste fácil o la réplica ingeniosa en un continuo diálogo con tendencia a la verborrea. Puede funcionar bien, tener momentos felices, pero nunca deja de ser el recurso socorrido cuando se trabaja deprisa y en equipo. Las propias series de Tricicle, basadas en un tipo de gags visuales ahora en retirada, también han padecido las limitaciones que supone trabajar en televisión, al menos desde el punto de vista creativo. Son compensadas por otras ventajas, pero hay que volver a los escenarios para encontrar un tiempo de creación y maduración, que busca el gag oportuno y depurado gracias a una reiterada interpretación capaz de pulir los detalles. Los detalles, sí, lo que apenas vemos en un marco televisivo de premuras, índices de audiencias y recursos al alcance del espectador más lerdo. No lo son quienes acuden, con probada fidelidad, a los espectáculos de Tricicle desde hace casi tres décadas. Saben que van a contemplar un producto bien terminado, un humor donde lo tradicional no se convierte en previsible y una sonrisa propiciada por sorpresas que nos recuerdan la libertad de la lógica en que descansa lo cómico. Son alicientes que nos satisfacen y que, al salir a la calle, nos recuerdan que siempre puede haber a mano algún bastón y que nosotros, por fortuna, no lo necesitamos para apoyarnos. ¿Seremos capaces de convertirlo en un objeto multiusos?





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