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Córcega vista por los jesuitas andaluces expulsos

José A. Ferrer Benimeli


Universidad de Zaragoza



Cuando Carlos III decidió y puso en marcha, la noche madrugada del 2 al 3 de abril de 1767, la expulsión de los jesuitas de todos sus dominios, tenía una idea muy clara, a saber, que dichos jesuitas debían ser embarcados para su transporte, lo más rápido posible, a los Estados del Soberano Pontífice. Pero Carlos III, que recibió el apoyo sincero de gran parte de los obispos españoles, así como de las cortes de Portugal y Francia, no esperaba que la reacción del Papa a su proyecto fuera tan tajante y negativa, pues declaró que en ningún caso recibiría a los jesuitas españoles en sus Estados.

A partir de este momento uno de los objetivos prioritarios que va a ocupar durante semanas y meses a la diplomacia española será encontrar un país y lugar donde desembarcar a los más de 5.000 jesuitas que el Papa rechazaba. Negociaciones que se llevaron a cabo cuando ya los jesuitas expulsos metropolitanos se dirigían en 56 barcos hacia tierras italianas ajenos por completo de lo que allí les esperaba1.

Aunque Córcega pertenecía a la República de Génova desde 12742, sin embargo, la isla sufrió una gran inestabilidad política pasando por varias manos. En 1420 se apoderó de ella Alfonso V de Aragón. De 1533 a 1559 pasó a manos de los franceses, pero en 1559 Francisco II de Francia devolvió Córcega a la República de Génova. Los genoveses no lograron vencer la anarquía dominante en la isla y en el siglo XVIII las rebeliones adquirieron gran importancia. En 1730 una sublevación general, acaudillada por Luigi Giofferi, triunfó, y una asamblea general corsa reunida en Corte, en 1735, proclamó la separación de Córcega y Génova. Poco después un aventurero alemán, el barón Teodoro de Neuhof, con ayuda inglesa, se proclamaba rey con el nombre de Teodoro I. Los genoveses acudieron de nuevo a los franceses en 1738 para recuperar la isla. Pero la intervención francesa no trajo la paz deseada, ya que poco después la isla se vio perturbada por la agitación de Pasquale Paoli que poco a poco fue ganando terreno siendo expulsados los genoveses que sólo lograron conservar algunas plazas en la costa; plazas que por el Tratado de Compiègne, de 1764, Francia se comprometió a defender con sus tropas. Y es precisamente en este momento delicado cuando Carlos III añade un nuevo problema a la isla intentando desembarcar en ella a unos tres mil jesuitas españoles rechazados de los Estados Pontificios, a los que deberían añadirse, poco después, otros dos mil procedentes de América3.

Por aquellas fechas se calcula que había en Córcega entre mil y mil doscientos miembros del clero regular para una población estimada de 150.000 almas, lo que hacía un religioso por cada 150 personas más o menos. Si a esto añadimos la presencia de otros dos mil sacerdotes, esta vez seculares, podemos imaginar lo que suponía el que de golpe llegaran a la isla alrededor de 5.000 nuevos religiosos4.

La soberanía de Génova sobre Córcega y la presencia allí de soldados franceses son las razones por las que la diplomacia española se vio forzada a jugar la doble baza genovesa y francesa, e incluso la del propio rebelde Paoli, a pesar de que de hecho era Francia la dueña de parte de la isla, y acabaría siéndolo jurídicamente de toda ella unos meses después cuando los genoveses hartos de la situación corsa cedieron la isla a Francia, en 1768, por dos millones de francos5. A este escenario de guerra e inestabilidad política pensó Carlos III enviar a los jesuitas expulsos de sus dominios.

Esta solución del desembarco y establecimiento de los jesuitas en Córcega constituye un capítulo mal conocido de la expulsión. Capítulo que se inició con la concentración de todos los jesuitas españoles en diferentes depósitos interinos o casas; después con la reunión final en cuatro puntos de embarque de donde saldrían las flotillas correspondientes rumbo a Italia, a saber Ferrol para los de la provincia jesuítica de Castilla, Cartagena para los de Toledo, Salou y Mallorca (Palma) para los de Aragón, y por lo que respecta a la provincia jesuítica de Andalucía, que estaba integrada por Andalucía y Canarias, fueron designados dos puertos de embarque: Puerto de Santa María para los que habitaban los reinos de Córdoba, Jaén y Sevilla, a donde debían llegar también los de Canarias y los de Extremadura6, y Málaga para los del antiguo reino de Granada7.

Para la protección de los jesuitas andaluces se destinó el navío Princesa que disponía de 70 cañones, y que contaba con 15 oficiales mayores y una dotación de 538 hombres entre soldados y marinería, al mando del capitán de fragata Juan Manuel Lombardón, que debía velar por la seguridad de los mercantes fletados en la bahía de Cádiz y en Málaga, de posibles acciones de corsarios norteafricanos. Aunque la Secretaría de Marina sugirió que, para abaratar gastos, fuera desembarcado un tercio de la tripulación del navío Princesa, para que así pudieran caber más jesuitas8. Sin embargo prevaleció el parecer del marqués de la Victoria quien advirtió al ministro de marina, Arriaga, que sería más gravoso desembarcar una tercera parte de la tripulación del Princesa que reducir flete de una embarcación. Además se fletaron cinco navíos, cuatro suecos y uno holandés, capaces para albergar hasta un total de 660 religiosos. Como finalmente sólo fueron 455 los jesuitas que llegaron a Cádiz9 se prescindió del navío holandés y de uno de los suecos ya fletados. Los jesuitas fueron distribuidos en tres grupos de 155, 150 y 150, siendo embarcados respectivamente en los navíos General Vankaulbaes y Blas Kolmen, y en la fragata La Paz, al mando de los capitanes suecos Carlos Magnus Stolpe, Carlos Baltasar Weldan y Venet Kcouck.

Por su parte el Comisario embarcado en el Princesa, fue el oficial primero de la Contaduría de Marina, D. Francisco de Huidobro Sarabia, que dispuso de 8.000 pesos para atender cualquier emergencia. Para ayuda de dicho Comisario se previno que en cada Buque debían acompañar a los jesuitas ocho criados, un cirujano con caja de medicamentos, y un piloto para evitar que el buque se apartara de la derrota prevista y mantuviera unido el convoy junto al navío de guerra que lo escoltaba.

El embarque de provisiones y ganado, iniciado el 28 de abril, tuvo que ser suspendido a causa del fuerte viento que duró varios días, no pudiendo procederse tampoco al embarque de los jesuitas hasta el día 2 de mayo, pues tenían que llegar en pequeñas barcas j hasta los navíos. Una vez dispuestos para la salida se invirtieron las condiciones metereológicas y esta vez por falta de viento no pudieron salir a alta mar hasta el día 4.

En Málaga aguardaban 139 jesuitas para los que se habían fletado cinco embarcaciones mercantes (dos españolas, una francesa, una inglesa y una holandesa)10. Las provisiones de rancho, siguiendo las instrucciones de Madrid, se hicieron calculando un máximo de los meses de navegación.

Aunque el viaje no tuvo incidentes de importancia, el temor al mar, los mareos y vómitos fueron los protagonistas de unos jesuitas poco o nada acostumbrados a la navegación, según recoge el interesante Diario que el P. Diego de Tienda, del Colegio de San Hermenegildo de Sevilla, escribió a lo largo del viaje11.

También el P. Luengo, con su característico humor cáustico, describe cómo la mayoría de los jesuitas era la primera vez que subían a un barco, y debido al viento y mal estado de la mar, los mareados -que eran muchos- pasaron «ansias y agonías de muerte, tirados por los rincones del barco12 o arrojados encima de las colchonetas, sin oírse más que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos con unas convulsiones que parece iban a dejar allí hasta el cuarto apellido».

La falta de espacio en los barcos era tanto mayor y molesta cuanto que había que compartirlo no sólo con las dotaciones de soldados, oficiales y marineros, sino, sobre todo, con los víveres, consistentes en gran parte en animales vivos: bueyes, carneros, cerdos, gallinas, etc.13, tanto más si tenemos en cuenta que la orden recibida era de que las provisiones de rancho de cada barco se calculara para 50 ó 60 días de navegación, que, en realidad, resultaron muy cortas pues hubo jesuitas que permanecieron embarcados, sin poder saltar a tierra durante 163 días, es decir hasta cinco meses, tres meses más de los previstos14.

Del 2 de mayo, en que los jesuitas andaluces embarcaron en Puerto de Santa María, al 31 de mayo que llegaron a Civitavecchia, se pueden seguir día a día -y en algunos casos hora a hora- las peripecias marítimas de los jesuitas andaluces, gracias al «Diario de la Navegación de los jesuitas de la provincia de Andalucía desde el Puerto de Santa María y Málaga hasta Cività Vecchia» del P. Tienda que se conserva en el Archivo Municipal del Ayuntamiento de Sevilla15. Este Diario se cierra con 4 notas, de las que las dos primeras pueden servir de curiosidad y a modo de síntesis de lo que por su extensión no es posible tratar aquí:

Nota 1.ª: Todo este negocio se ha comenzado, continuado y seguido en días de viernes, por lo que hace a sus principales pasos. En Viernes de Pasión fue la intimación del extrañamiento a los jesuitas de Sevilla y toda Andalucía; Viernes de Dolores fue la salida de estos de Sevilla; Viernes Santo la intimación a los coadjutores si querían quedarse. Vísperas de la Cruz se embarcó. Viernes 29 de mayo avistaron a Cività Vecchia. Viernes 10 de julio la noticia última de su desembarco en la infelice Córcega.

Nota 2.ª: Aunque las provisiones hechas por el Comisario Don Francisco Saravia han sido abundantes en todo por orden del Sr. Arrriaga, Secretario de Marina, en carta al Intendente de Cádiz, ordenándole que en todo dispusiese el viaje en la inteligencia de que en cada jesuita iba su persona propia señalando por el Rey siete reales y medio por día para el plato de cada individuo, con todo, no ha dejado de haber mucho que tolerar y ofrecer a Dios en la estrechez, estando por ejemplo, los 154 jesuitas que venían de Sevilla en el General Van Kaulhang en 35 pasos de largo, 15 de ancho y 2 varas de alto puestos los sitios de las camas como andén de gusanos de seda: en la calidad y hora de la comida; en el desaseo indispensable en tan poco sitio para tantos, causa de plaga de animalillos que a poco se extendió por todos; finalmente en otras mil cosas que se omiten y solo se dejan a Dios para que las sepa para premiarlas16.



Ante la prohibición de desembarcar en el puerto pontificio, el Diario se reabre con una «Continuación» del mismo que va del 1 de junio al 14 de julio, en que resueltos todos los problemas diplomáticos pudieron finalmente desembarcar en Córcega. Este mes y medio no previsto, de navegación fue mucho más duro que el transcurrido desde el Puerto de Santa María a Cività Vecchia. De él quisiera extractar algunas frases relativas a Córcega. Así, el día 2 de junio, anclados todavía en Civitavecchia, sin poder desembarcar, recibieron varias cartas de Roma por las que supieron que el P. General tenía entendido del Papa «que habíamos de ir a vivir a la isla de Córcega, a unos villages o aldeas que la República de Génova tiene allí (dicen que en número de 12, de las que vendrán a caber 3 a la Provincia de Andalucía)»17.

El día 6 se permite el P. Tienda un curioso comentario sobre Córcega:

Una tierra a quien los mapas y geógrafos hacen de aire grueso y poco sano, inculto y sin aquellas providencias necesarias para la subsistencia aun en lo más preciso; unos lugarcillos compuestos de casas de paja, y esos pocos por el número de soldados franceses que allí hay y por el de los casi 3.000 jesuitas que se les llegan; fronteros a la tierra de los rebeldes de Córcega que están en guerra con la República de Génova y que a pie llano podrán entrar quando quieran en nuestras casas o casillas y entrar a saco quanto tengamos; tierra fría para cuyo reparo no llevamos otro defensivo que el poco mueble de nuestra ropa, de la que, el que más, solo trae la de vestirse, con su colchón y algunos cobertores, sin más cortina, tablas ni tarimas que solo esperan sea el suelo y las paredes18.



Y todavía añade para completar el siniestro cuadro que Córcega era

tierra enteramente sin comercio con otras de Europa, por lo que ni esperamos tener en ellas ni aquel consuelo que en otras, del Estado Eclesiástico, de tener con quien tratar, por quien saber de nuestra España, y por quien los nuestros o padres, o parientes o amigos sepan de nosotros...



tierra tan apartada de todo comercio y puesta en medio de estos mares en la qual a más de lo dicho fuera de la notable incomodidad de vivir en casas o chozas infelices de dos en dos o cuatro en cuatro mal acomodados tendremos el singular desconsuelo de no haber de poder decir misa los más de los sacerdotes, por la falta de ornamentos que suponemos en una Iglesia de aldea, en que cuanto más habrá un cáliz, si lo hay...19



Esta especie de premonición, que luego resultó real, fue de una especial dureza debido a las circunstancias que concurrieron con los curas de los lugares que les negaron los ornamentos para luego poderles cobrar su uso, como recoge pormenorizadamente el P. Isla en su Memorial. La situación llegaría a tal extremo que el propio Carlos III ordeno enviar ornamentos a los jesuitas de Córcega para que pudieran celebrar la Misa20.

El día 8 los jesuitas andaluces se encontraron con una nueva sorpresa y fue que el capitán del Blas Kolmen o como correctamente escribe el diarista Tienda -el Blest Kolm al no haber querido concertarse con el comandante español de la expedición en el precio por su transporte a Córcega, decidió volver a su país, con lo que los 151 jesuitas con todo su equipaje tuvieron que transbordar a la Capitana, el navío de guerra Princesa que ya transportaba una dotación de 538 hombres entre soldados y marinería, sin contar los 15 oficiales mayores21.

Hasta el día 20 no divisaron las tierras de Córcega y la primera impresión no fue del todo negativa. Conforme se acercaban a Bastia

apareció una población no pequeña y bastante divertida y amena en una especie de altura dominante a el mar, a la falda de las montañas, que por este lado se ven pobladas de diferentes lugaritos ya en los repechos, ya en la legua del agua, todos vistosos por su situación y por lo ameno y frondoso de aquellas montañas o faldas parecidas a las de la costa de Málaga22.



Finalmente el día 2 de julio supieron los jesuitas andaluces que su destino era Calvi y Ajaccio, debiendo ocupar en principio los cuarteles que dejaban desocupados los soldados franceses

que son unas malas casas, cayéndose, sin techos, ni abrigo; sin aseo, y tales que los cuarteles de España se pueden tener por palacios respecto de estas, en que será menester estar tan estrechos e incómodos como los soldados, si no más por ser más el número de jesuitas que les suceden que el de los soldados que salen23.



Por otro lado, tanto Ajaccio como Calvi -escribe el P. Tienda- «eran poblaciones tan pequeñas que no pueden compararse con San Juan de Alfareche junto a Sevilla».

El día 7 seguían anclados en San Fiorenzo esperando el consentimiento de Francia para el desembarco final. Y fue entonces cuando el comandante francés dio permiso a algunos jesuitas andaluces para saltar a tierra y entrar en San Fiorenzo

donde observaron por menor todas sus calles y casas aquella mañana; con que también entraron en la Iglesia, que en su pobrísimo adorno y fábrica, no merecía compararse con la más pobre ermita del lugar más infeliz de Andalucía; apenas tendrá 20 varas de largo y cinco o seis de ancho. El todo del lugar muy corto, es de lo más desdichado que puede explicarse, ni aun concebirse. Aun no se explica bien con decir que todo él es un conjunto de chimeneas, que tales son sus casas, en las quales pobrísimas, ridículas, negrísimas, se puede decir que todo es chimenea, porque en ellas no hay otras por donde salga el humo sino la ventana y puerta con lo que todas ellas de alto a bajo están como la chimenea de la casa más desdichada y del más triste cortijo. El vecindario no puede llegar a 150 vecinos y con todo es ciudad en que hay obispo, y mejor que la de Calvi, y Algayola, que son dos de las tres destinadas para nuestro desembarco; y aun con todo no se explica con todo esto el dictamen que se formó de este pueblo por los que lo vieron; por lo que hicieron juicio que aun después de tanto como hemos padecido desde el 3 de abril, todo ello es nada respecto a la infelicidad que aprehendieron sería y podía ser el vivir en semejante población24.



Población en la que faltaba de todo, y las casas de alojamiento

con ser tan malas e incómodas, muchas no serán capaces de más de un sujeto, por lo chicas, ridículas e indignas de compararse con la choza de un cortijo de Andalucía, no ya con la más vil del lugar más infeliz de España25.



Finalmente el día de julio recibieron la confirmación de que el lugar destinado a los jesuitas andaluces y castellanos era Calvi y Algayola, en tanto que Ajaccio y San Bonifacio lo era para los de Toledo y Aragón.

Calvi donde fueron desembarcados los andaluces el 14 de julio, es descrito así por el P. Isla en su Memorial:

Es Calvi una reducida plaza, más fortificada por la naturaleza que por el arte. Elévase sobre un peñón tan escarpado, que casi la hace inaccesible, y por lo mismo está más expuesta al cañón y al bombardeo, tanto que en pocas horas la pueden reducir a cenizas, especialmente estando dominada de diferentes padastros que la sujetan, siendo fácil apoderarse de ellas cualquiera enemigo. Su población será como de 300 a 400 vecinos, entre la ciudad y el burgo, nombrado vulgarmente la Marina, viviendo dos o tres en cada casa. Estas por lo común son muy altas y muy estrechas, compuestas de estancias tan reducidas como irregulares, a excepción de siete u ocho que tienen algunas piezas decentes y bastante capaces. Cuando nosotros desembarcamos, las ocupaba casi todas la guarnición francesa, que se componía de 200 hombres; y los Padres Andaluces que se habían retirado de Algayola, estaban apoderados de las del burgo o arrabal.

En este estado de cosas, los Padres Castellanos apenas encontraron donde meter la cabeza. Vélaseles andar desde las nueve de la mañana hasta muy entrada la noche cargados de sus colchones, sus catres, los pocos que los tenían, y sus atillos, trepando por el asperísimo peñasco que guía a la ciudad, expuestos al rigor del sol, que fue ardentísimo en aquel día 19 de julio, cubiertos de polvo y sudor, buscando de calle en calle y de casa en casa algún albergue donde recogerse. En esta faena iban iguales el joven y el anciano, el sacerdote más autorizado y el coadjutor más humilde, el débil y el robusto: espectáculo que sacó muchas lágrimas aún a los mismos corsos, siendo así que no es la gente de más blando ni más dulce corazón. A la verdad, el Comandante francés despachó algunas boletas para sus alojamientos: pero, ¿qué alojamientos? Aquellos precisamente que no habían querido los mismos franceses por su estrechez, por su indecencia y por su incomodidad. En un cuarto donde apenas cabían dos personas, se pretendía que se acomodasen ocho o diez; y una casa donde vivían tres o cuatro con el mayor ahogo, se destinaba para un Colegio de 30 ó 40 Padres. Finalmente, con esta imponderable desconveniencia, se alojaron como pudieron los cuatro o cinco días que tardaron los franceses en evacuar la plaza, habiéndose acomodado como hasta 400 jesuitas en el pobre y reducido Convento de San Francisco, extramuros de la ciudad, con tanta apretura, que fue preciso durmiese la mayor parte en la iglesia, tendida toda de camas y colchones, después de retirado el Santísimo Sacramento26.



De sola la provincia de Castilla murieron en Calvi en el espacio de cinco meses 16 jesuitas. Por lo que respecta a la provincia de Andalucía, desde el desembarco en Calvi hasta septiembre de 1768 en que fueron de nuevo expulsados, esta vez de Córcega por los franceses -al pasar esta isla a formar parte del reino de Francia- fallecieron en Córcega 25 jesuitas (sacerdotes 14, y coadjutores 11). En el mismo período de tiempo, sólo de la provincia de Andalucía, hubo 84 secularizaciones (42 sacerdotes, 11 estudiantes y 31 coadjutores)27.

De Ajaccio se conserva una curiosísima descripción, del andaluz P. Marcos Cano -quien se secularizaría un año después, el 29 de octubre de 1768- de la ciudad y de sus habitantes que rezuma no se sabe si realismo o misoginia, pues la visión que nos da de las mujeres no puede ser más acerada y al mismo tiempo rica en detalles sobre su forma de ser y vestir28:

Tendrá poco más de 700 vecinos; está cerrada de murallas fuertes, con un Burgo fuera de ellas. Está situada al pie de un collado con bastante amenidad; mira al medio día y desde el mar presenta una vista agradable. En una punta que sale al mar tiene una ciudadela muy fuerte rodeada de un foso de agua del mismo mar. Los edificios todos altos, con tres y cuatro viviendas; la fábrica nada primorosa, muchas ventanas y ninguna reja; parece ser el hierro género aquí prohibido; casi todas las casas son tiendas y parece preciso se vendan unos a otros los tenderos para que haya quien compre.

Los mercaderes a los sastres, estos a los zapateros, y estos a los carpinteros y así a los demás.

Tiene una catedral de fábrica moderada y de poca extensión. Su obispo por las guerras de Paoli se ha puesto en seguridad en Génova. Los canónigos tendrán hasta 100 pesos de renta al año, de modo que los jesuitas que allí han llegado pueden ser otros tantos canónigos y racioneros los coadjutores29. Hay conventos de San Francisco y de Capuchinos y Colegio de la Compañía; todos de fábrica reducida y en corta comunidad. Una Iglesia con sus sacerdotes para los griegos que componen parte del vecindario.

En este, los hombres mantienen aún las propiedades que en ellos notó Séneca, quien también tuvo la desgracia de ser desterrado a esta isla. Prima le vleisci; secunda vivere raptu; tertia mentiri; cuarta non colere Divo. Son vengativos y de esto hacen pública profesión. El que ha recibido alguna injuria no se quita la barba hasta haberla vengado. El hurto es arte liberal, que todos aprenden, conjugan a rapus rapis hasta por el infinitivo. Es consiguiente el engaño, de que pocos se libran, principalmente los forasteros; ya se infieren cuales serán sus costumbres; son ociosos, sólo se ocupan en cazar y el demás trabajo lo dejan a las mujeres.

El común de estas no es fácil pintarlas ni darlas a conocer; sólo tendrá la fortuna de conocerlas el que tuviera la desgracia de condenarse. En viendo los diablos en el infierno las verán tan retratadas al vivo que les parecerán ellas mismas; son feísimas, porquísimas, asquerosísimas, furiosísimas y de estos superlativos admiten todos los posibles. Al desembarcarse los jesuitas había en el muelle una multitud innumerable de ellas, descalzas de pie y piernas, retratos perfectos de la indecencia, se arrojaron furiosas a las barcas a apoderarse de los muebles para conducirlos, se dieron sus puñadas unas a otras por llegar primero, qual cargaba con una cama, qual con un baúl con tanto desembarazo y pujanza como el montañés más forzudo; parecíales a los jesuitas que eran despojos; pero al pagarles el porte fue la confusión; ellas gritaban con un desentono furioso; ellos no las entendían y fue la mayor parte el trabajo de aquel día el pagarlas a su gusto; de aquí se puede venir en conocimiento de lo demás.

Las de segunda clase (que son pocas por componerse la mayor parte del vecindario), quando salen a la calle traen dos pares de enaguas azules, las unas cobijadas sobre la cabeza sirven de manto y las de abajo de zaya; así andan por las calles y así asisten en la Iglesia. Las que no han podido juntar las dos enaguas azules usan por zayas otra de otro color y a veces las blancas.

Las de primera clase son poquísimas; salen a la calle en cuerpo gentil; en juntando un andriel o bata de indianilla se juzgan con derecho de señoría. En este traje salen de sus casas solas campando por su cuenta. Asisten en las Iglesias y se presentan en todas las partes del pueblo para ser vistas. Las mujeres de los griegos visten de diverso traje, todas de azul; en el ruedo de las enaguas traen dos listas encarnadas de tres dedos de ancho, entre ellas una randa o encaje blanco, una chupa de paño azul hasta las rodillas, chinelas encarnadas, medias de pelo natural y en la cabeza un casquete de palo encarnado en forma de redecilla; una toalla blanca y larga al cuello por delante los dos remates tirados a la espalda y para tocarse dejan una punta sobre la espalda hasta más abajo de la cintura, tirada con un aire que encanta y la otra punta la ponen en la cabeza para cubrirse. Éste es el traje riguroso de gala que usan, que junto con ser feas y sin garbo, pueden ser presente para el diablo. Pues díganme sus sacerdotes: traen sotana negra, una chupa larguísima azul sobre ella, barba larga hasta la cintura, pelo tendido hasta media espalda y sombrero de tres picos. Es visión que hiere la fantasía.

El país es mísero de dinero poquísimo: los frutos no muchos, pero buenos y de buen gusto. El fruto dominante es la castaña; éste es el principal y casi único alimento de todos y en el interior de la isla se hace de ellas el pan; son pequeñas pero de buen gusto. La vaca abundante; el carnero no tanto; pero una y otra carne de buena calidad y no cara.





 
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