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Río de Janeiro, 1 de mayo de 1853.

Mi querido Heriberto: Sin leer y considerar atentamente tu poema del Proscrito, te escribí el mes pasado, no la crítica concienzuda que me pediste, sino la impresión que la obra hizo en mí a la primera rápida lectura. Ahora, con más espacio y reflexión, te voy a dar mi parecer franco y leal, y a discutir contigo a la larga, por mil puntos que tocan y atañen, en cierto modo, al particular de que tratamos. No tengo que rogarte que no te ofendas, aunque me muestre severo y aun injusto, que bien lo puedo ser por ignorancia, con tus producciones. El criticarlas yo es prueba de que las aprecio, pues a juzgarlas malas no las criticaría. Lo que sí te pido es que prevengas paciencia para leer la dilatadísima carta que voy a escribir, y tolerancia para mis opiniones, que acaso no sean de tu agrado; pero tú mismo me has puesto en el resbaladero, y yo no he de ser hipócrita contigo. Y así empiezo por asegurarte que tu Alfredo me gusta, y que di al cabo con la unidad que buscaba; pero no apruebo esa furia constante contra los malos literatos, los cuales, al ver que te ocupas de ellos, dirán, como las lagartijas: «Valemos mucho.» Bueno es que satirices en prosa, cuando venga muy a pelo, las necesidades y absurdos de ciertos dramas; mas, por lo mismo que ellos son tan ruines, no han de entrar ni con sambenito en un poema. Y aún sería mejor que te llevases bien con esos señores poetas y comediantes. Acuérdate, ya que piensas vivir de la poesía, de lo que dijo un antiguo camarada: Quod non dant proceres, dabit histrio. Esto lo pongo aquí como de paso. No quiero predicarte un sermón de moral utilitaria. Si le predicara, pondría por texto:


... circunspicit et stimulat vos,
materiamque sibi ducis indulgentia quoerit.

Pues ya que la hay, no entiendo que te desdores en aceptarla y aun en pretenderla; cuando lo que en algunos pensionados es verdadera indulgencia, en ti sería justicia, como lo ha sido en Baralt, Valladares y otros buenos ingenios. Estar pensionado no es estar vendido; si lo fuera, no te lo aconsejaría yo. Harto sabes que en mis otras cartas, a propósito de tus versos, elogié tu noble carácter, y que creo que el hombre elocuente debe ser vir bonus.

Leo en el prólogo del Proscrito que piensas publicar una serie de leyendas, animadas todas de la misma idea y encaminadas al mismo fin, por manera que vengan a formar un vasto poema humanitario, o si tus fuerzas no alcanzaren a tanto, el embrión al menos de la grande epopeya. Cuando escribí mi carta el mes pasado, no conocía yo esta determinación tuya, y nada de lo que dije de Balzac se dirigía a ti. Creo que tienes talento poético y estilo propio, y que tu alma se puede derramar en una serie de obras, reproduciendo en cada una de ellas alguna de sus fases y conservando siempre su originalidad y su unidad. Con lo cual y con la grandeza de tus conceptos pondrás el sello de la vida en esos poemas, y por lo que tu alma tiene de semejante con las otras almas humanas, los harás simpáticos y hasta humanitarios, puesto que la palabrilla está de moda.

Interpretada así tu pretensión, se ve que es muy alta, pero no imposible ni exagerada. Al conjunto de las obras de Byron o de Goethe, da unidad el alma misma de los autores, y humanitarismo lo que tienen ellos de humanos. Lo que no hay, ni ha de haber en el día, es una fórmula suprema, una idea que contenga en sí todas las otras ideas, sentimientos y fantasmas que existen en la mente humana. Buscar esta fórmula y esta idea es aún más absurdo que buscar la ciencia trascendental, y no se ha de suponer que, sin esta fórmula suprema, sin esta idea comprensiva (que para los creyentes existe sólo en Dios y para los incrédulos que no desatinan mucho no existe en parte alguna) sea dado a nadie escribir un poema que responda, en la época presente, a lo que fue la Iliada en los tiempos de cándida ignorancia. Mientras más se dilata el círculo de nuestras ideas, más difícil es abarcarlas todas en una. Por eso el cristianismo, que es más grande que el paganismo, no ha tenido un poema que sea también más grande que el de Homero. Hubo un tiempo en que el poema católico (digo católico en toda la extensión de la palabra) pudo nacer: este tiempo pasó y no volverá nunca. La fórmula suprema de que he hablado existía para nosotros, aunque en realidad no existiese, y era justamente la que tú quieres emplear, la redención por el amor, síntesis de la imaginación y del sentimiento, a la cual la razón se hallaba sometida entonces. Los judíos y los griegos, el Oriente y el Occidente, levantaron de consuno esta máquina. Y no es un hombre solo quien le da forma y traza, sino que, poco a poco, van dibujándola, engrandeciéndola y añadiendo perfecciones. Cristo crece y se levanta en la conciencia de la Humanidad, que al cabo junta en él, lo humano y lo divino, y produce el mito portentoso. Mito más profundo que el de Prometeo que el de Elías y Henoc, que el de Rama y todos los avatares indianos. El pueblo es quien inventa estas grandes cosas, y las leyendas populares las conservan. Los evangelios, apócrifos y auténticos, son leyendas populares. Si hubieran parecido en una época menos culta, acaso un grande ingenio se hubiera apoderado de ellas y dado a la luz el vasto poema; pero los grandes ingenios de entonces, por mucha fe que tuviesen, no estaban ciegos para ver que había otras mil cosas en la mente humana que, ya que no se aceptasen, se habían de reconocer por fuerza, al menos para combatirlas; y así, en vez de escribir el gran poema, escribieron apologías y libros de controversia. Lo mismo sucede en el día a los cristianos; y aun los que imaginan que escriben un poema escriben controversia sin querer.

En la gran batalla de la civilización antigua con el cristianismo, venció éste al cabo, y, con el auxilio de los bárbaros, mató la ciencia enemiga, y la poca que se salvó quedó esclava de la teología. Y la teología imperó sobre el mundo con imperio absoluto, explicó lo visible y lo invisible, gobernó lo temporal y lo eterno, y se hizo tan grande y maravillosa, que parecía, en verdad, de origen divino. Entonces pudo darse el poema, y no se dio porque Dante llegó tarde. Marco Polo había ya viajado en Oriente; Santo Tomas, San Buenaventura, San Bernardo, Abelardo, etcétera, habían escrito, y los judíos, los árabes y los griegos nos habían transmitido la ciencia y la incredulidad antiguas. Lo sublime y vario del argumento no cabe ya en La Divina Comedia, y el poeta, sin atreverse a tratarlo directamente, lo trata de una manera subjetiva, haciéndose el centro del poema, e introduciendo, en medio de todas aquellas grandezas, sus pequeñeces, miserias, rencores, envidias y disgustos; los cuales, si bien nos interesan, porque somos hombres y compadecemos, y porque el poeta es altísimo e interesante, todavía no se ha de negar que disminuyen, si no aniquilan, la comprensibilidad deseada.

Vino después el Renacimiento, vino la Reforma y se rompió la unidad. Volvieron los dioses del Olimpo a luchar con el del Calvario. La razón empezó a analizar y a desenterrar las antiguas doctrinas; luego descubrió otras nuevas filosofías, y la imprenta, y otros continentes en la Tierra, e infinitos espacios en el cielo, y estrellas y soles, y mundos sin fin. Y rechazando de todas partes la presencia inmediata y enérgica de Dios en el tiempo y en el espacio, y explicando humana y racionalmente las leyes del movimiento, de la vida y de la armonía cósmicas, Dios se quedó allá, muy lejos, o reducido a una abstracción inerte y escondida, cuando antes lo teníamos por dondequiera, obrando maravillas. Como Dios se había escondido, nos pusimos a buscar a Dios o algo que le reemplazase, y hacinamos sistemas sobre sistemas, unos con fe, otros sin ella; unos negando a Dios, otros la razón humana; otros confundiéndolos en uno y añadiendo el universo mundo a tan peregrino compuesto; otros conciliando torpe y neciamente la razón y la fe, y otros admitiendo los descubrimientos que no se oponen a la fe y desechando los que se oponen, y otros martirizando y estirando la fe para que quepa en ella la ciencia. Estos dicen, por ejemplo, que los seis días de la creación no fueron seis días, sino seis periodos inmensos, y que la creación mosaica no fue la creación del Universo, sino un arreglo y confección de nuestra mezquina vivienda; y prueban patológicamente que Cristo sudó sangre y jurídicamente que se pudo interponer recurso de nulidad contra su sentencia, y hasta examinan, no ya con los dedos, como el apóstol, sino con la ciencia anatómica, la herida del costado de nuestro Salvador, para convencerse de que murió y resucitó de veras. Y esto lo prueba el Papa y lo sostienen cardenales y obispos, y otros obispos y cardenales sostienen cosas diferentes, por manera que es imposible entendernos. Y tampoco nos entendernos en moral ni en política, ni en arte poética, cuando hay quien imagine que puede concordar tanta confusión, abarcar y armonizar este caos y dar luz a estas tinieblas palpables. Y sin lograr esto, ¿cómo se ha de componer un vasto poema humanitario? ¿Llevaba trazas de serlo El diablo mundo? ¿Lo es el delirante Ashaverus, de Quinet, a quien no se le ha de negar la ciencia profunda y la filosofía que a Espronceda pocos le conceden?

Y no es sólo la ciencia por sí misma y por su variedad y extensión la que se opone a entrar en la poesía, sino que la nomenclatura y el método científico se oponen también. ¿Quién desconoce que la geogonía es sumamente poética? Y, sin embargo, Mamiani, al querer ponerla en verso, la hace fastidiosa y prosaica, y hasta el pterodáctilo y el megalosauro andan aburridos de verse en coplas. Y si, para evitar este tropiezo, se escribe el poema en prosa, se cae en otro peor, porque, como dice Kant, los poemas en prosa son prosa de delirio, y el de Quinet lo está manifestando a las claras. Si, por otro lado, no tocamos en nuestro vasto poema humanitario sino los grandes resultados de la ciencia y sólo hablamos de las ideas predominantes, ¿quién nos asegura que estas ideas son verdaderamente las que predominan? ¿Cómo, al hacer el cuadro sinóptico de lo que se sabe, no dar en la oscuridad o en la trivialidad? Natural es que nos acontezca lo que a la vieja, que siempre que le preguntaban: «Madre, ¿qué ha dicho el cura en el sermón?», respondía: «Que seamos buenos», y no salía de ahí.

Aún existe otra imposibilidad mayor para escribir el vasto poema, a saber: un asunto que circunscribía y en el que encajen y se amolden bien las cosas que van indicadas, porque encajarlas sin ton ni son en digresiones no me parece acertado; es hacer de lo accesorio principal y, por tanto, algo de monstruoso. El duque de Rivas sostenía con mucha gracia y juicio que el Don Juan, de Byron, era un cuento menos ingenioso y divertido que El baroncito de Faublas, y atestado de discursos impertinentes al asunto. Espronceda, aunque en las digresiones le imita y hasta le copia, en lo más esencial le vence y sobrepuja, y es anglomanía y falta de patriotismo creerle en todo inferior a su modelo, o, por mejor decir, a su parecido. La introducción y el primer canto de El Diablo Mundo son admirables, y el gigante de fuego, estupendo y magnífico mientras llora y calla; pero apenas habla se transforma casi en el abate Lista explicando filosofía a los muchachos del colegio. Espronceda era poco filósofo, y la filosofía no cabe ya en versos.

Es curiosa la manía que se ha enseñoreado de todos los artistas. Quieren meterse a doctores, y a doctores de la ciencia universal que está por descubrir aún. Y, sin embargo, hasta los maestros de música la ponen en solfa, y los pintores en pintura... Yo deduzco de todo esto que los que quieren ensalzar el arte plantándolo en zancos sobre la ciencia no logran achicarlo. Lo someten a la forma silogística y a que demuestre algo, cuando basta que cree la belleza, hermana de la verdad y tan grande como ella. La música crea la belleza en el tiempo, y la arquitectura en el espacio, sin que tengan necesidad de imitar un objeto determinado. Los sonidos y las líneas arquitectónicas dicen poco o no dicen nada distintamente, y los sentimientos que se despiertan en nuestra alma al ver un templo o al oír una ópera están en nosotros, en el argumento de la ópera o en el fin a que el tiempo se destina. La música y la arquitectura los despiertan y avivan con su belleza, pero no los contienen. La pintura y la escultura imitan objetos determinados, esto es, se valen de los tipos ideales de estos objetos para producir la belleza, dándoles cuerpo sensible con la virtud plasmante de la fantasía. Cuando un artista se mete a demostrar variedades que no son del arte, lo echa todo a perder.

A propósito de esto, te diré que cuando estuve en Roma, Vilches, escultor malagueño, trabajaba para Salamanca la friolera de cincuenta estatuas, y entre ellas se contaba la de Patroclo moribundo. Y como Vilches hubiese leído y averiguado (no sé cómo ni dónde) que Patroclo murió de una lanzada, recibida de tal manera que no podía menos de haber muerto con su pene en erección, se lo quería poner derecho como un huso en la estatua. No sé si le quitaron de la cabeza esta diabólica idea o si efectivamente salió el amigo del Pelide tan obsceno de entre sus manos.

Pero, volviendo a la poesía, como el elemento de que se sirve es la palabra, y la palabra contiene clara y determinadamente todas las líneas y sentimientos humanos, resulta de aquí que todos ellos son objeto de la poesía; mas digo y repito que el único fin de este arte, así como de los otros, es la belleza. ¿Quién negará la hermosura, primor y elegancia y hasta grandeza del Orlando, de Ariosto? Y, sin embargo, ¿no se le puede decir al poeta lo que se cuenta que le preguntó Bembo: Signor Ludovico: Dove avete trovatto tutte queste coglionerie? ¿Hay alguna sustancia en todo aquello? No hay más que la forma, esto es, la belleza, que vale tanto y más que la verdad científica.

Por sabido se calla que para crear esta belleza es menester una ciencia, pero no la universal. Es menester que los caracteres sean verdaderos y sostenidos, que la acción sea interesante y bien desenvuelta; en fin: todas aquellas cosas que, con variantes mínimas, recomienda Aristóteles, Horacio, etcétera, etc., y muchos por instinto e inspiración, adivinan a veces sin haber leído ni a Horacio ni a Aristóteles. Estos señores conceden al poeta amplia facultad de mentir, con tal que sean sus creaciones conformes a los tipos ideales de las cosas y que los sentimientos no sean falsos. Yo, sobre todo, no consiento mentiras en punto a sentimientos. ¡Qué ridículas niñerías nacen de ellas! Don Francisco Martínez de la Rosa es de los que mienten más por sensiblerie. Es una desvergüenza notable que asegure que en París no hay flores, y una tontería que nos afirme que bajó a lo hondo del Vesubio y que allí dentro se puso a gritar: «¡Granada! ¡Granada!», y que luego, para refrescarse, apuró una botella de Falerno a la salud de Horacio, al cual, como nadie ignora, hace cerca de dos mil años que le están achicharrando en las calderas de Pedro Botero. Yo no admito en poesía tales sandeces, pero tampoco admito la enciclopedia.

En los tiempos primitivos, cuando la princesa Nausícaa iba a lavar la ropa, la filosofía, las leyes, la religión y la economía social se confundían en una sola ciencia y se encarnaban en una sola persona, que era a la vez legislador, poeta, profeta, guerrero, cocinero y sacerdote; porque al mismo que pillaba en la guerra le asaba en honor de los dioses (holocausto) y se lo comía después. Entonces pudo exclamar: Dicta per carmina sortes, et vita mostrata via est. Mas ahora, con esta nueva torre de Babel, ha venido la dispersión de las doctrinas y cada una anda por su lado, y hay en ellas, como en la industria fabril, lo que llaman los economistas división del trabajo. Y la poesía debe y puede encargar al buen gusto que escoja y se aproveche de estos trabajos para formar con ellos cosas bonitas, pero no para meterse a bachillera, y mucho menos para formar un conjunto monstruoso.

Barbara Pyra midum sileat miracula Memphis.

Calle Menfis sus bárbaros milagros, y perdona que siga yo con los míos. No tengo aquí con quién charlar; sírvame esto de disculpa. Digo calle Menfis porque vendríamos a parar de nuevo, con nuestra comprensibilidad y simbolismo, a una especie de arte egipcíaco; a fabricar pirámides llenas de jeroglíficos, y esfinges e ídolos con mil tetas, cuernos y caras, que no darían gusto y darían acaso menos ciencia que el Catón cristiano, La doctrina, de Ripalda, o el Libro de los niños.

Cuando todos los hombres eran niños, tenían razón los poetas de meterse a pedagogos y los pedagogos a poetas. Orfeo, Museo, Lino, Hesíodo, Minos, Tales, Pitágoras y otros mil, que sería nunca acabar enumerarlos, dieron lecciones en verso a la Humanidad, y lecciones poéticas, porque en la Edad de Oro la poesía y la ciencia iban unidas. Verdad es que aún hay una poesía que llaman didáctica; pero, o no es didáctica o no es poesía. Plutarco está conmigo y no cree en la poesía que no es fabulosa y embustera.

Aristóteles afirma otro tanto, y añade que Empédocles no tiene de poeta sino el haber escrito en verso. Lo que sí da por sentado es que era un gran filósofo. Hubo, por el contrario, algunos, aunque raros ingenios, que escribieron poemas didácticos y se conservaron muy valientes poetas. Mas ¿por qué? Porque el verdadero fin que se proponían era deleitar y no enseñar; porque atendieron más al primor y belleza que a la verdad de lo que decían. Los diez años que pasó Virgilio corrigiendo sus admirables Geórgicas no fue para añadir, observaciones sabias sobre el cultivo y demás zarandajas campestres, sino para tocar y retocar las palabras de modo que quedasen cada vez más bonitas, armoniosas y bien arregladas. Además, que aun en tiempo de Virgilio no era la ciencia tan prosaica como ahora, y se combinaba sin esfuerzo con la fábula. El enjambre de poemas filosóficos griegos no dudo yo que a veces se hicieron perdonar la filosofía con las mentiras ingeniosas en que iba envuelta; y siento que estos poemas se hayan perdido los más. Los de Arato, que Virgilio imitó en las Geórgicas, dicen que eran muy entretenidos, y aún quedan fragmentos. Yo no los he leído, porque son raros y no los hallé nunca a mano. Hay traducción latina, nada menos que de Cicerón.

Pero entre los griegos mismos, a pesar de su gusto innato, cuando alguno trataba de componer un vasto poema humanitario, no componía sino un poema tenebroso, como llamaban a la Alexandra, de Licrofón de Eubea. Goethe, con el Fausto, ¿será otro Licrofón? Ai posteri, etc.

Horacio, poeta y entusiasta, se va a veces del seguro, y se atreve a sostener que Homero (no para su época, sino en general) enseña mejor la moral que Crisipo; pero éstas son inventivas rabiosas contra los estoicos, los cuales eran, asimismo, harto insolentes, y despreciaban la poesía, suponiendo que sólo el sabio es poeta, y los poetas, locos. Y lo sustancial del caso es que la poesía, aunque no enseña, inclina al bien, enternece y levanta el corazón con su calor, inspiración y hermosura.

Mi carta va siendo feroz y demasiado humanitaria. Estoy tentado por hacer aquí punto redondo. No quiero que digas que yo me meto a catedrático al aconsejar a otros que no lo sean. Me he entrado, además, por un laberinto del cual no sé cómo salir. Pongámonos en lo llano de cualquier manera. Y así, llanamente, te suplico y conjuro para que no escribas poema humanitario. Escribe dramas, leyendas, novelas, donde pueda tu imaginación campear libremente y lucir sus galas, y divertir e interesar a los lectores. Cuando vayas a escribir, encierra la enciclopedia con cien llaves, como Lope encerraba los preceptos, y, libre ya de este incómodo bagaje, monta en el hipogrifo y vete al país de las hadas, como Wieland en busca de Oberón. Procura que la maraña de la fábula esté bien urdida, que el lenguaje, que en ti, naturalmente, es bello y rico, sea clásico y perfecto, y los versos robustos, y el estilo conciso, y los consonantes difíciles; y con esto y con la afluencia que tienes, y con la inventiva y los sentimientos generosos y grandes, podrás ser eminentísimo entre los modernos poetas españoles, lo cual no es poco decir, pues algunos hay excelentes y egregios, como Hartzenbusch, Zorrilla, García Gutiérrez por El trovador; Quintana, por el sentimiento patriótico, filantrópico y progresista, a pesar de sus filosofías, y mi querido ex jefe, cuyo Moro expósito y cuyo Don Álvaro son dos joyas de nuestra literatura. Haz, querido Heriberto, por deleitar a los lectores y no los abrumes con documentos. Advierte que te hablo como amigo sincero, y en la persuasión de que puedes ser mucho. Gil Blas fue un mentecato en dar consejos al arzobispo, que ya no se había de corregir, y pecaba de falta de vigor y sobra de años. Tú pecas de lo contrario, pues, aunque no eres muy mozo, te bulle la sangre a borbotones y quisieras engendrar tu Verbo, y que este verbo encerrara en sí todos los seres, como el huevo que puso la Noche.

No estoy de humor de poner en orden este imbroglio de cosas que enjareto aquí. Entiéndelas como puedas, y tómalas por bien intencionadas.

Mucho extraño que critiques a Santa Teresa de sensual en sus amores con Cristo. ¿Cómo diablos le había de amar? ¿No era su esposa mística? Pues místicamente le goza y le ama. Y no sé yo que la santa hable y diga liviandades ni groserías sobre sus arrobos y ternuras cristianas; lo que sí dice son delicadezas, poéticas y delicadas poesías y primorosísimos conceptos. Y como era santa aristocrática por nacimiento e inclinación, nunca tuvo (si no me engaña la memoria) santidades puercas y de mal gusto; ni se hizo llagas, ni chupó de los galicosos, como San Francisco Xavier; ni se extasió y recreó con la tiña, como Santa Isabel, reina de Hungría. Este sí que es sensualismo perverso, antinatural y extraviado.

Santa Teresa, como otros muchos de nuestros autores místicos, es un pensil; de aromáticas flores, un raudal de aguas vivas y un vaso de elección, que guarda el maná sin que se corrompa. Bien decía el padre de El Escorial, enseñando su tintero: «¡De este tintero tan pobre salieron cosas tan ricas!» Yo te confieso que siento no tener aquí sus obras, para leerlas de cuando en cuando y defenderlas mejor de tus acusaciones. Ello es que, cuando yo consigo olvidar mis vanas filosofías, suelo caer en el misticismo, aunque no tengo visiones de lo alto. Pocos días ha me inflamé vivamente en el amor de Dios, y compuse ciertas octavas que no te envío para que no me llames fariseo, como a Donoso.

Adiós, y créeme tu muy cariñoso amigo,

Juan.




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10 de mayo.

Las palabras, mi querido Heriberto, son como las cerezas, y se enganchan y enredan de modo que, pensando yo escribirte una sola carta, te escribo ahora la segunda para comentario. La culpa está en haber escrito la primera tan per tempo, porque, ya escrita (gracias a la ansiedad que me acosaba de dar suelta al diluvio de mis consideraciones), la leí y releí muchas veces, no por ufanía y vanagloria, sino por temor de haber dicho cosas que no se deben decir. Y de estas repetidas y escudriñadas lecturas vine a sentir la conciencia algo escrupulosa y hasta conatos de rasgar la tal carta y empezar de nuevo. Y así, recelando y vacilando por una parte, y sintiendo, por otra, destruir lo ya escrito, y pensando que, bien o mal había sido pensado y escrito corde bono et fede non ficta, determiné que no fue poco determinar algo, enviarte la carta como salió de mi meollo, pero con notas y aclaraciones. Y lo que ante todo me importa hacer notar es que ciertas impiedades y blasfemias que apunto no son para dogmatizar con ellas y catequizarte, sino para prueba, entre otras, de lo imposible que es escribir el vasto poema... Yo me siento incapaz de ser dogmático en mis opiniones filosóficas; ando siempre saltando del pro al contra, y dudando y especulando, sin atreverme a seguir doctrina alguna. La poca ciencia que tengo me pesa como si fuera mucha: tan débil es mi entendimiento; y te aseguro que, cuando estoy en mí, le pido a Dios que me envíe su gracia y me quite la ciencia de encima. El empeño de realizar las esperanzas del alma afectiva, de ser redimido por el amor y de concordar todas estas esperanzas con la ciencia, fatiga por demás. Yo preferiría que se negase la ciencia. En tiempos antiguos se podía creer, hoy no se puede. ¿Cómo suponer ahora que toda esta gran máquina del Universo ha sido creada para nosotros, y que nosotros somos el objeto más importante de la creación? La ciencia nos concede, a lo más, una perfección limitada en la Tierra, y nos roba la suspirada perfección ultramundana. «Acaso -dice- se conservará nuestra raza y seguirá dominando este globo aun cuando pasaren siglos y siglos, y se aniquilaren la flora y la fauna, y nacieren otras nuevas, y se hundieren los continentes y salieren otros del mar.» La ciencia sabe que esto sucede pausadamente y que está sucediendo de continuo. Por eso es más razonable la hipótesis de que los Andes se allanarán y de que la Atlántida reaparecerá dentro de cuarenta siglos, que no la de suponer el Diluvio universal hace otros cuarenta.

Posee la ciencia una pasmosa energía antipoética, y donde no llega para afirmar, llega para negar. De los cuatro primeros días de la creación, periodo inconmensurable, según el mismo San Agustín, nada fijo sabe la ciencia, y de lo por venir nada enseña, a no ser en el supuesto de que las mismas causas que obran ahora continúen obrando solas y, de la misma manera; pero la ciencia te niega cualquier ficción religiosa o poético-dogmática que tú inventes sin apoyarte en sus observaciones y principios.

Yo no niego, con todo, que en el campo inexplorado de la ciencia se pueda coger abundante cosecha poética, pero ha de ser con el estilo de Ariosto y no con el de Jeremías. ¿Qué cosa más graciosa y divertida que algunos viajes fabulosos? Yo te aseguro que hasta los que venden los ciegos de España de don Pedro de Portugal me deleitan y entretienen sobre manera. ¿Qué partido no sacaría un poeta ingenioso de un nuevo ser inteligente, distinto del hombre, pero superior a él en entendimiento, que, por otro modo de sentir, apareciese de pronto, por virtud natural de la tierra o del aire, como los duendes del padre Fuente de la Peña? ¿Qué prodigios no se contarían de un sabio que viniese a descubrir que la piedra filosofal no es una mentira, y que, conociendo que toda la materia es una, en diversos estados alotrópicos, y que la causa de la vida y transformaciones de esta materia es otra cosa, única también, y que en el día llamamos fluidos imponderables, llegase a disponer a su antojo de estas fuerzas y cambiase en oro cuanto quisiese y diese vida a cuanto imaginase, y formase, a su placer, nuevos seres? Ni Aladino con su lámpara, ni los magos de Faraón con sus varas, ni el gran fantasmagórico Mantilla tendrían que ver con este sabio. ¡El famoso Escotillo sería, a su lado, un niño de teta! Pero todo esto es bueno para decirlo por chiste, y tú no quieres ser poeta chistoso. Volvamos, pues, a la poesía seria.

La crítica que hice de El Diablo Mundo ha menester explicaciones. Digo que el gigante de fuego es estupendo, porque no sólo simboliza el genio del hombre, en cuyo caso sería figura alegórica poco animada, sino que, además, es un diablo mayúsculo, y pintado tan a lo vivo, que me parece que le estoy viendo. Pero habla y se convierte en el abate Lista, porque su razonamiento es muy florido, largo y ordenado. Para ser diablo no sabe mucho, y hasta en sus dudas se muestra poco profundo, y, por último, moraliza y se resigna. Mientras más sabe el hombre, van sabiendo menos los demonios. Compara al de Sócrates con el de Espronceda. Espronceda reconoce la ignorancia del suyo, y no le pregunta nada al verle delante de sí. Dante preguntaba e indagaba cuanto había que indagar de ángeles y diablos, condenados y santos. El conciliábulo diabólico se desvanece al fin sin motivo, porque se juntó sin motivo y sólo para que Espronceda lo viese. Mas no se ha de negar que fuese soberbia visión, y aun mejores, las que tuvo en sueños don Pablo. Nada hay en poesía castellana más rico y espléndido que las pompas de inmortalidad de Espronceda, que bien podemos llamar suya, pues por ella será inmortal. Los cantos posteriores no responden ya a la grandeza del primero, si lo que no va en lágrimas va en suspiros; esto es, si el poema no es infinito como la vida del héroe, y se dilata por toda la prolongación de los tiempos, como diría Donoso. El diablo mundo será la Biblia nueva; Espronceda, otro Moisés, y el Anticristo, el Águila de Patmos, dando cumplido fin a la obra, para que, después del Juicio final, la lean en el Cielo los bienaventurados. Puede también acontecer que Álvarez logre acabar el poema; pero yo no lo doy por acabado si no me llevan en alas de su espíritu profético dos o tres mil años más allá de la fin del mundo. Quinet va más lejos aún, y justamente en la indicada remotísima época comienza el prólogo de su Ashaverus. A Dios, fastidiado de verse solo con los elegidos, se le antoja crear otro mundo. Llama a los capataces y próceres del Empíreo y los consulta sobre sus planes. Dios va a publicar una nueva edición, corregida y aumentada, de sus obras, y para que juzguen y ponderen bien el mérito, del drama humano divino mundial, lo pone en escena delante de aquel ilustre senado. Este drama, que se titula Ashaverus, contiene toda la historia natural y política, y hablan en él los montes, el Océano, las ciudades, Cristo, Leviatán, las vírgenes, las sirenas, las p..., los diablos, los silfos, los titanes, el peje Macar, la paloma del Diluvio, y, para acabar de una vez, todo lo contenido en las categorías todas. El tal poema es una borrachera temerosa y solemne; y en punto a su moralidad y a su afirmación filosófica, averígüelo Vargas, yo no he podido descifrar el logogrifo. En Fausto, al menos; se trasluce algo: la redención por el amor. Margarita se lleva a Fausto al Cielo, como Beatriz a Dante, Laura a Petrarca, Eloísa a Abelardo, aunque ésta más bien le envía que se le lleva, pues Abelardo murió antes. En el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, hay la misma tramoya, imitada del Don Juan de Marana, de Dumas, que la tomó del Fausto, de Goethe. Esto de convertir a una bonita y nada desdeñosa muchacha en escala de Jacob para subir al Cielo me agrada mucho más que los medios que antiguamente nos daban de mortificar la carne y estar siempre en ayunos, penitencias y conversación interior.

Todos los modernos poemas humanitarios se dan cierto aire de familia. Fausto, don Pablo y Alfredo debutan leyendo y renegando del saber humano. Los dos primeros y tu Julieta, o se renuevan, o se remozan, y Ashaverus y Adán tienen la misma duración que el mundo. Pero Goethe y Quinet tuvieron una muy feliz ocurrencia, que ni tú ni Espronceda tuvisteis acaso por ser más arrogantes que ellos. Hablo de que buscaron un personaje tradicional, hijo y amigo del vulgo, para hacerle centro de sus poemas. El nuevo Adán es nuevo del todo, y nadie le conoce. Al Judío Errante y a Fausto los conocíamos ha siglos y de antemano nos interesan. Ashaverus vive en las leyendas de la Edad Media y encierra un profundo sentimiento alegórico. Se diría que estaba pidiendo un poeta que le diese más perfecta vida. Es la desesperación y el hastío eterno de quien por orgullo reniega de Dios. Fausto es igualmente popular y simbólico. Es el sabio del Renacimiento que pierde la fe con la ciencia, que busca la belleza y, para hallarla, resucita la antigüedad clásica; que se casa con la hermosura (con Helena) y engendra en Helena a Euforión, símbolo de la moderna poesía. Si no recuerdo mal, o si no entendí mal, en Goethe todo se resuelve en Dios, y hasta los diablos más feos y tiznados se vuelven bonitos y santísimos como los serafines, y van a perder la individualidad y a identificarse con Dios. Este Dios no me atreveré a decir que es más poético que Jehová Zebaoth; pero es más filosófico y amable, porque no se complace en atormentarnos in saeculo saeculorum, y porque hace del mal un accidente pasajero y no una cosa coeterna con él, que no se comprende por qué no ha de destruir si le está subordinada.

Lo que es de Adán, hasta ahora no sabemos sino que anduvo en cueros por Madrid y que se fijó en una manola. Todo esto es humano y muy chusco; pero no humanitario. Ya veremos si el poema continúa. Yo no creo que pase nunca de una leyenda divertida, y aún lo sería más si no se metiese en honduras. Porque, una de dos (y esto contigo y con todos los poetas humanitarios), o sois capaces de inventar una filosofía nueva, y entonces debéis escribirla en prosa y ergotizándonos metódicamente para convencernos, o no sois capaces de inventar la tal filosofía, en cuyo caso ponéis en verso lo que ya está dicho en prosa, y refutado, y defendido, y vuelto a refutar. Si, por el contrario, no os metéis en estos tiquismiquis y escribís para deleitar, acaso por inspiración topéis con alguna nueva verdad, o en la misma belleza de vuestros poemas se acrisolen, abrillanten y purifiquen las verdades ya conocidas y que aún están a oscuras y envueltas en la escoria del error. Pero en estos descubrimientos y acrisolamientos, el poeta (pásame la comparación) ha de ser y ha sido como el burro flautista. No ha de ser el eco de los filósofos, sino la voz de la conciencia instintiva de la Humanidad; ha de decir grandes cosas, por una iluminación súbita, sin conocer ni reflexionar que las dice. Homero y Dante pronunciaron oráculos que en el día los filósofos desentrañan e interpretan. Si Dante y Homero leyesen estas interpretaciones, no las entenderían y saldrían poniendo de embusteros a los tales filósofos, o admirándose de haberlo dicho, como monsieur Jourdain de hablar en prosa. Pero el toque está en que lo dijeron, y esto es la inspiración. Busca el poeta lo bello, y, al dar con lo bello, encuentra la verdad y lo bueno, que en la esencia de lo bello están sustancialmente. El hombre virtuoso hace una buena acción, y en esta acción hay hermosura, porque el triunfo de la ley moral es hermosísimo. El sabio descubre una nueva verdad, y esta verdad, si lo es, ha de ser infaliblemente buena y hermosa. Pero si el hombre obra no porque la acción le parece buena, sino para producir un bonito efecto, la acción no sólo no es buena entonces, sino que tampoco es bonita, y la llamamos ridiculez o hipocresía. Si el sabio acepta una doctrina porque le parece muy buena, deja de ser sabio, y le llamamos tonto y buen hombre, y si admite un sistema porque es poético sin consultar su variedad, le llamamos visionario y deja de ser sabio. De idéntica manera, al poeta que se mete a moralista le llamamos fastidioso, y al que se mete a sabio, confuso y extraviado. La verdad, la bondad y la hermosura son accidentes de la misma sustancia. Si pudiéramos conocer la sustancia y elevarnos a ella inmediatamente, no habría necesidad ni de ciencia, ni de poesía, ni de virtud; las tres se confundirían en una sola, y nosotros, en la sustancia infinita.

La ciencia puede ocuparse de lo bello y de lo bueno científicamente, como en la Estética y en la Moral, y la poesía puede hablar y cantar la ciencia y la bondad como objetos poéticos. En cuanto a la virtud, no hay duda alguna de que resplandece más si la poesía y la ciencia la adornan. Y aunque un hombre sólo puede ser a la vez, por especial favor y benéfico influjo de los cielos, poeta, virtuoso y sabio, nunca estas tres cualidades se unificarán en él; sólo en Dios se unifican.

De todo lo dicho saco yo tres principales consecuencias: primera, que no has de tener paciencia para leerlo; segunda, que si el poeta en las edades nacientes pudo ser humanitario, ahora es difícil sí no imposible, que lo sea, y tercera, que la forma es la que inmortaliza a los grandes poetas, porque el asunto de sus poemas no es sino el eco armonioso de las creaciones populares. Antes de La Divina Comedia se escribieron leyendas que sirvieron de modelo a Dante, y hasta le señalaron su itinerario fantástico. Antes de Ariosto se inventaron todas las locuras de Orlando. Antes de Virgilio, la mente popular había creado todos los portentos de la historia primitiva de Roma. Antes de Hesíodo, de Esquilo, estaba ya nacida la mitología entera, con su Olimpo, dioses y semidioses. Y Aquiles había crecido tan grande como es antes de que Homero le agarrase por el talón y le bañase en la Estigia.


No creo que otro fuese el sacro río
que al vencedor Aquiles y ligero
le hizo el cuerpo con fatal rocío
impenetrable al homicida acero.
Que aquella trompa y sonoro brío
del claro verso del eterno Homero,
que, viviendo en la boca de la gente,
ataja de los siglos la corriente.

Dispénsame que cite esta magnífica octava de un paisano, y dispensa también que te envíe aclaraciones tan prolijas, y quizá más oscuras que lo que deseaba aclarar. Estoy aburridísimo, y es un consuelo para mí escribir a los amigos ausentes.

Mucho me temo que con mis cartas se les comunique mi aburrimiento.

Contéstame lo más extensamente que quisieres. Al duque de Rivas le escribí, va ya para cinco meses, y no ha querido contestarme. Dale memorias y quejas mías.

Adiós, y créeme tu cariñoso amigo,

Juan.




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Río de Janeiro, 8 de mayo de 1853.

Señor don Gabriel García Tassara.

Mi querido amigo: De mucho consuelo ha sido siempre para mí la lectura del Ensayo sobre el catolicismo. En mi sencillez e ignorancia imaginaba yo que el tal libro era de muy sana doctrina, la cual daría alguna luz a los extraviados, entrañándose en sus corazones con el fuego de la elocuencia del señor Donoso Cortés, a quien no se ha de negar que es elocuentísimo.

Considere usted, pues, cuánta sería mi pesadumbre al leer ciertos artículos que traduce el Heraldo, y en los cuales (sólo dos han llegado hasta ahora a mi poder, publicados el 3 y el 4 de marzo) se pretende probar que el señor Donoso, sin saberlo ni quererlo, es un hereje. Los teólogos de París que lo aseguran, sostienen igualmente que este siglo XIX es muy superficial, que se escribe más de lo que se sabe y que se corrompen la verdad y el buen sentido. Lo del buen sentido que se corrompe; francamente, no lo entiendo. En cuanto a la corrupción de la verdad, ya la frase es menos turbia y casi atino con el sentido, bueno o malo, que se le puede dar; pero creo que la verdad se oculta o se confunde con el error, y nunca supe que hubiese verdades corruptas. Harto me afligirá que las haya, si efectivamente las hay, y harto me aflige, desde luego, que lo que yo tomé por verdades en el libro del señor Donoso sean errores gravísimos, escapados a la pluma, ya que no al entendimiento. Mas como el mío es débil en extremo, aunque estos teólogos parisienses lo corroboran e iluminan, no consiguen aún libertarme de la buena voluntad y afición que tuve y tengo al señor Donoso y a su libro. Y así, engañado acaso mi entendimiento y dejandose llevar de esta afición desventurada, no cesa de presentarme argumentos que, razonables a mi ver, ponen en claro lo injusto de la crítica del Amigo de la Religión.

De estos argumentos voy a hablar a usted en mi carta si bien sospecho que cuando mi carta llegue a ésa nadie se acordará ya de la tal crítica, o que hábiles y entendidos escritores la habrán impugnado con aquella perniciosa facilidad de estilo que a mí me falta y que al Amigo de la Religión no le sobra.

El lenguaje del señor Donoso no puede ir muy ajustado al uso de la escuela porque su Ensayo no se escribió para teólogos, sino para los ignorantes, que lo entendemos como está y de otro modo, no lo entenderíamos, y contra los filósofos impíos, cuyas palabras técnicas a veces emplea el señor Donoso para convencerlos y reducirlos y para que le comprendan mejor. Este modo de hablar, que tan extraño parece a los teólogos de París, es semejante al que usaron en todos los tiempos los que trataban de defender o propagar nuestra santa fe entre los incrédulos y los gentiles, procurando asimismo que las explicaciones que daban consonasen exactamente con las verdades que se proponían explicar. Cuando Nuestro Señor Jesucristo enseñaba al pueblo su doctrina santísima, hablaba el lenguaje del pueblo para que todos le comprendieran, y con los fariseos hablaba el lenguaje de los fariseos, porque las palabras son buenas o malas según la significación que toman y la manera con que van dichas. Por eso Jesús le dijo a Nicodemo que había de nacer de nuevo si quería salvarse, y como Nicodemo respondiese que no lo entendía, Cristo le replicó: «¿Cómo siendo maestro en Israel lo ignoras?» Lo que denota, según el erudito cardenal Wiseman, que de esta frase, nacer de nuevo, se servían los fariseos para indicar la iniciación en los misterios de su secta.

Traigo aquí la cita a fin de que se vea que al pensamiento y no a la expresión se ha de atender, y que el señor Donoso, que no tiene pensamiento alguno que no sea católico, no desfigura las verdades reveladas al anunciarlas en el lenguaje de los filósofos modernos, los cuales, a no estar de mala fe, comprenderán mejor estas verdades cuando se dijeren en su propio idioma, tomándolas de los escritos de los santos doctores sin alterar lo que en ellas viene significando. Así, por ejemplo, al afirmar que el Padre es tesis, se afirma que en el Padre está la unidad infinita; al afirmar que el Hijo es antítesis, se afirma que en el Hijo está la igualdad de aquella unidad infinita; y al decir que el Espíritu Santo es síntesis, se dice que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y que es la concordia de aquella unidad y de aquella igualdad. In Patre, unitas; in Filio, aequalitas; in Spiritu Sancto, unitatis aequalitatisque concordia.

No es posible entender de otra manera las palabras del señor Donoso.

Y al deseo de hacerse entender de los profanos se junta el entusiasmo y la exaltación sublime de su alma, que le incitan a revestir de imágenes bellas y animadas lo que pudiera decir escolásticamente o con pedestre llaneza; pero ¿cómo un hombre fervoroso y devoto que desea conmover y convencer, y que está dotado de facundia y de corazón sensible, podrá evitar estos arrebatos elegantes? ¿Y para qué evitarlos, si lejos de desdorar la majestad divina suelen persuadir y ganar las almas con más facilidad que los secos y fríos silogismos? ¿Para qué desechar estas galas, si la doctrina que de ellas se reviste, sin perder su pureza, hiere más vivamente la imaginación y atrae a sí a los que olvidados de su interior hermosura las despreciarían sin las galas y adornos exteriores? Habrá quien afirme que este estilo figurado causa mil anfibologías; pero dudamos que los lectores sinceros, por poco ilustrados que sean, dejen de comprender rectamente cuanto dice el señor Donoso. Sólo atribuimos al poco afecto que le tiene el Amigo de la Religión esas torcidas interpretaciones, de las cuales brotan otras tantas herejías. Si mal no recuerdo, los teólogos de la Sorbona acusaron de hereje a Santo Tomás de Aquino; otros teólogos, más humildes y oscuros, acusan en el día al señor Donoso Cortés. Usted juzgará si la última acusación ha sido o no tan injusta como la primera. Yo sé poquísimo; pero me basta haber leído y estudiado algo la Ciudad de Dios y otras obras de San Agustín, para saber que de ellas, y no de otra parte, ha tomado el señor Donoso cuanto hay en su libro de dogmático, y, al trasladarlo, procuraré demostrar que no lo ha adulterado.

Para desvanecer las objeciones del Amigo de la Religión, voy a considerarlas una por una y según el orden en que el Amigo de la Religión las pone. Mucho desconfío de mis fuerzas, y desistiría de la empresa si no me sostuviesen los buenos deseos, entre los cuales entra por algo el patriotismo, pues, en mi entender, los escritos del señor Donoso han de defenderse, cuando faltaren más justos y elevados motivos, por ser una gloria de la literatura española.

Cualquier error que se pretenda hallar en la proposición «el Padre es tesis; el Hijo, antítesis, y el Espíritu Santo, síntesis», se puede hallar también en mil proposiciones que siempre pasarán por católicas, si la mala fe sirve de intérprete. Y para que este aserto no se tome por infundado, pudiéramos darle por fundamento la crítica despiadada de una proposición de nuestros teólogos parisienses; a saber: «Toda lo que hay de más sagrado sobre la Tierra es la verdad y el buen sentido», lo cual, aunque más trascendental y gravemente, contiene los mismos errores que si dijéramos: «Todo lo que hay de más respetable en España es la Ley de los alcaldes de monterilla», sin acordarnos del rey, ni de las Cortes, ni de los tribunales supremos, ni de las audiencias, etc., etc.

Al hablar de la naturaleza del verdadero Dios, dice Donoso: «El Dios vivo es uno en su sustancia, como el índico; múltiple en su persona, a manera del pérsico; a la manera de los dioses griegos es vario en sus atributos, y por la multitud de los espíritus (dioses) que le sirven es muchedumbre, a la manera de los dioses romanos.» El Amigo de la Religión supone que no es posible acumular más errores en menos palabras. Veamos dónde están esos errores. Desde luego hemos de confesar que si están en alguna parte, están en las expresiones y no en la conciencia del autor, porque, prosigue Donoso Cortés, «Dios es causa universal, sustancia infinita e impalpable, eterno reposo y autor de todo movimiento; es inteligencia suprema, voluntad soberana; es continente, no contenido. Él es el que lo sacó todo de la nada y el que mantiene cada cosa en su ser; el que gobierna las cosas angélicas, las cosas humanas y las cosas infernales; es misericordiosísimo, justísimo, simplicísimo, secretísimo, hermosísimo, sapientísimo, el Oriente conoce su voz, el Occidente le obedece, el Mediodía le reverencia, el Septentrión le acata. Su palabra hinche la creación, los astros velan su faz, los serafines reflejan su luz en sus alas encendidas, los cielos le sirven de trono y la redondez de la Tierra está colgada de su mano.» De la lectura de estas elegantes palabras, tomadas de los libros sagrados y de los santos padres, se deduce que el señor Donoso los ha leído, aunque no es doctor en Teología, y que, al repetir aquellas palabras, las ordena con admirable elocuencia y las anima con el fuego de su alma, y pone en ellas la convicción y el entusiasmo, que le conmueven. Lo que algunos teólogos dicen obtuse, deformiter, frigide, el señor Donoso, no sólo por estudio e imitación de los buenos autores, sino también por benéfico influjo de los cielos, lo sabe decir acute, ornate, vehementer, como recomienda San Agustín y como conviene que se toquen tan altos asuntos, y como el mismo San Agustín los toca en los capítulos III y IV de las Confesiones. Y no es posible que quien habla tan bella y tan acertadamente pueda caer en los groseros errores que se le atribuyen. Estos errores emanan sólo de la torcida interpretación de los críticos.

Dios era unidad en la India; dualismo, en Persia; variedad, en Grecia, y muchedumbre, en Roma; pero en la India, en Persia, en Grecia y en Roma los sabios pensaron y escribieron grandes verdades acerca de Dios; las cuales, ofuscadas por las tinieblas de la idolatría, pero no corrompidas, porque, la verdad no se corrompe nunca, se dejaban ver en parte, como destellos de la revelación primitiva, sin cuyo auxilio el entendimiento humano no hubiera podido descubrirlas. Y estas grandes verdades, medio olvidadas y medio oscurecidas, formaban las teologías humanas, que, en lo que tenían de verdaderas, no eran sino fragmentos mutilados de la teología católica (universal). Esto es lo que Donoso quiere decir y lo que dice.

El Dios vivo es uno en sustancia, como el Dios de la India significa no que no que el Dios de los cristianos es el Dios de los panteístas, sino que en la India se tuvo conocimiento de un Dios único, y aun en no pocos de los libros sánscritos se habla de este Dios por tan alta y determinada manera, que no puede menos de creerse que el Dios de quien se habla es el verdadero Dios, y que lo que se dice de Él está tomado, por tradición o por copia, de lo que dicen las Escrituras. La primera y única Causa, según las Instituciones de Manou, creó las aguas con un solo pensamiento, y se movió sobre la faz de las aguas en la forma de Brahma creador. Estas palabras y muchas otras que pudiéramos citar son los fragmentos mutilados de la teología católica a que alude el señor Donoso para demostrar que el Dios índico no es sino el Dios verdadero, mal conocido; y que, en cuanto a su unidad, el Dios verdadero es, como el Dios índice, primera y única causa...

Dice Donoso Cortés que Dios es múltiple en el mismo sentido que lo dice la Biblia y que San Agustín declara: Dictus est in Scripturis sanctis Spiritus sapientiae multiplex, eo quod multa in se habeat; sed quae habet, haec et est, et ea omnia unus est. En el mismo capítulo X de la Ciudad de Dios viene explicado más extensamente cómo en Dios hay unidad de esencia y diversidad de personas. El señor Donoso no dice sólo que Dios es múltiple en su persona, sino que lo es como el pérsico. Esto significa que el Dios pérsico, en cuanto a sus personas, es el Dios verdadero, conocido a medias por los persas, o que los persas tuvieron idea tan clara de la Santísima Trinidad, que no pudieron tenerla sino por la revelación primitiva conservada entre ellos. El Oupuchkhat dice: «El Verbo del Creador es el mismo Creador y el grande hijo del Creador. Dat, esto es, la Verdad, es el nombre de Dios, y Dios es trabat, o dígase trino y uno.»

En cuanto a llamar a Dios muchedumbre, no va tan errado el señor Donoso, si se considera que en el primer capítulo de la Génesis Dios se llama muchedumbre, Heloim, que está en plural, y para dar a entender que al par que es muchedumbre es uno, el verbo está en singular, como si se dijera «los Heloim, esto es, Dios trino y uno, con su sabiduría, poder, bondad, etc., creó el Cielo y la Tierra.» Este hebraísmo de poner el nombre de Dios en plural es para denotar la grandeza de Dios, y basta consultar cualquier gramática hebrea para conocer que al número plural se ha de dar aquí el sentido de singular, y que siempre le acompañan en singular el verbo, el pronombre y el adjetivo. Herder y otros han querido interpretar el texto sagrado impíamente, y, sin negar que Moisés cree en un solo Dios, suponen que los Heloim no eran el nombre de este mismo Dios, sino el de ciertos genios, sus ministros y servidores. Autores más sabios y bienintencionados demuestran lo falso de esta interpretación. En cuanto al Dios muchedumbre de Donoso Cortés, no habrá nadie, sino los críticos del Amigo de la Religión, que lo entiendan en mal sentido. Pero se podría suponer que llamar en nuestra lengua a Dios muchedumbre es una extravagancia, si por el modo y por el motivo con que esta frase está dicha no se le hallase disculpa y absolución. Por la multitud de los espíritus que le sirven, Dios es muchedumbre, esto es, es el Dios de los ejércitos, el Dios Zebaoth, el Dios de Débora, que forma las estrellas en batalla y las estrellas pelean contra Sisara, adversum Sisaram pugnaverunt; el Dios de David, que se ha de alabar por la muchedumbre de su grandeza, secundum, multitudinem magnitudinis ejus; el Dios de Isaías, que se adelanta hermosísimo en la muchedumbre de su fuerza, gradiens in multitudine fortitudinis suae; el Dios apocalíptico, seguido de innumerables legiones y coronado de una diadema donde hay escrito un nombre que nadie sino Él llega a pronunciar, et tamen Deus, quod di illo nihil digne dici possit, admisit humanae vocis obsequium et verbis nostris in laude sua gaudere nos voluit; el Dios que describe Tertuliano, «Verbo primordial y primogénito, acompañado de su Sabiduría y de su Poder y sostenido por su Espíritu».

Dice Donoso que el Dios vivo, en cuanto a la variedad de sus atributos y a la muchedumbre de espíritus que le sirven, es a la manera de los dioses romanos y griegos. Y conviene en esto con San Agustín en la Ciudad de Dios, y con Tertuliano en la Apología, y con todos los santos padres que hablaron contra los gentiles. Porque no dice Donoso que los gentiles sabían tanto de Dios como los cristianos, sino que los niños, amamantados a los fecundísimos pechos del catolicismo, saben hoy más que Aristóteles y Platón, luminares de Atenas, y que la ciencia cayó derribada por la Humanidad ante el acatamiento divino. Y al decir esto, no parece sino que repite las palabras de San Jerónimo: lu/goj enim Graece MULTA significat; nam et verbum est, et ratio, et supputatio et causa, uniuscujusque rei, per quam sunt singula quœ subsistunt; quœ universa recte intelligimus in Christo Hoc doctus Plato nescivit, hoc. Demosthenes eloquens ignoravit. Perdam inquit, sapientiam sapientium et prudentiam prudentium reprobabo.

El erudito cardenal Wiseman cita estas palabras y deduce de ellas que las tradiciones primitivas sobre las doctrinas religiosas se conservaron entre diversas naciones.

Pero ¿quién se atreverá a dudar que los dioses romanos y griegos eran la deificación de algunas de las propiedades del Dios verdadero, del Dios bíblico, si esto se entiende como el señor Donoso y cuantos lean de buena fe al señor Donoso lo entienden? El mismo Tertuliano, ¿no dice que el Dios verdadero es el verdadero Prometeo? Y Augusto Nicolás, ¿no descubre en la tragedia de Esquilo el misterio oculto de nuestra redención? Mil autores eminentemente católicos, ¿no llaman a Dios el Sumo Jove? ¿No atestiguan la venida de Cristo los versos de la Sibila y los de Virgilio, sin que sea esto afirmar que Virgilio y la Sibila supiesen lo que decían, aunque sin saberlo lo dijeron? San Agustín mismo, ¿no se admira de la consonancia de algunas doctrinas platónicas con las cristianas? ¿No asegura que mil fábulas del paganismo son trasuntos desfigurados de las verdades católicas? ¿No afirma, al par que condena las torpezas del paganismo y del Júpiter de los paganos, que este Júpiter pagano es un remedo insensato del verdadero Dios; que los espíritus que le cercan y los nombres con que le adornan son los atributos de Dios vivo?

Donoso Cortés, al decir que el Dios vivo, por la muchedumbre de espíritus que le sirven, es a la manera de los dioses paganos, no afirma más que San Agustín, ni ofende a Dios, ni entra por tan oscuros caminos que pueda engañar ni extraviar en ellos al más rudo de sus lectores. Porque el más rudo de sus lectores sabe hoy, mejor que Platón y que Aristóteles, lo que le conviene creer, y aun el mismo Platón y el mismo Aristóteles no hubieran nunca creído que el señor Donoso Cortés ponía entre los atributos del verdadero Júpiter, ni a Steraclus, ni a Pecunia ni a los vicios, ni a los demonios deificados por la Humanidad pervertida y flaca. Donoso Cortés sabe perfectamente que sin la luz de la revelación ni hay verdad cumplida ni conocimiento del verdadero Dios; y por eso ve algo de esta revelación casi olvidada en muchos de los símbolos y misterios de las falsas religiones y en algunas opiniones de los filósofos y sabios antiguos.

El señor Donoso Cortés no dice en parte alguna que Dios sea sustancia indefinida; dice, sí, que es sustancia infinita. Acaso el traductor francés tradujese mal o el impresor francés se equivocase. El impresor o el traductor españoles han errado y se han equivocado también varias veces al traducir o publicar los artículos del Amigo de la Religión, y ponen presencia por presciencia, y Escolástico por Eclesiástico, etcétera. «¿Acaso -pregunta el Amigo de la Religión- los santos ángeles tienen alguna semejanza con los dioses romanos?»

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Río de Janeiro, 4 de agosto de 1853.

Sunt lacrimae rerum, querido don Serafín, y si le escribo a usted casi siempre de broma es por no fastidiarle con mi llanto, no porque me falten ganas de llorar. Este pobre Adadus Calpe, viviendo de ilusiones que a cada paso se desvanecen como el humo, anhelando una fama que nunca ha de alcanzar, quizá, o sin quizá muy falto de dinero, y llevando tres hijos y la mujer a cuestas; este pobre Adadus Calpe, repito, con su pedantería extravagante y con su imaginación acalorada, me pone en el alma más deseo de llorar que de reír. Lejos de la patria, donde es probable que no tenga ya Calpe ni amigos ni parientes, y arrastrado de uno en otro clima por esta manía andariega que en estos últimos tiempos se ha apoderado de la Humanidad, no sé qué será de él, ni sé qué espera, ni qué desea; él mismo tampoco lo sabe. El hambre supongo que le obligará a establecer aquí un colegio; pero, con este arbitrio, ¿matará el hambre? Y, aun cuando mate el hambre corporal y prosaica, aquella otra hambre canina de gloria que le roe las entrañas, ¿no seguirá atormentándole? Y si Adadus no sabe llamar en su auxilio ni a Dios ni al diablo (en los cuales ha de creer poquísimo, si algo cree), ¿de qué le sirven su magnetismo, su biología y su funi-fastasmagórica? Al que se sale del camino que debe seguir no le queda ahora el recurso de meterse a fraile, porque le falta la fe, ni el de suicidarse con aquella serena majestad de los antiguos, porque le falta valor.


Terra malos homines nunc
educat atque pusilloso.

Cuando alguien padece ahora, o cuando se mata se mata y padece tan sin arte y con tan poca elegancia, que, por más caridad que guarde uno en el pecho, no deja de burlarse del desgraciado. Conocí en Nápoles a cierto joven chileno, llamado Gallo, rico, buen mozo, robusto y amable; pero vino a persuadirse de que era tonto y de que todo se burlaban de él, y no pudiendo sufrir estas extrañas imaginaciones, se huyó de Nápoles, y en Marsella se tiró un pistoletazo en el cielo de la boca para no ser tonto. Cuando llegó la noticia a sus amigos, le tuvieron por más tonto de lo que en realidad había sido, y en vez de compadecerle se rieron. Sólo la V*** lloró su muerte, imaginando ser la causa de ella.

En todas las cosas, hasta en las más serias veo yo algo de ridículo y me aflijo sobre manera. Esta misma V***, ya jamona y más catada que colmena, puso a toda la Legación de España en Nápoles en ocasión de hacer mil ridiculeces. Embajador, secretarios y agregados la querían gozar y la cortejaban a porfía. Hasta que una noche el embajador, ofendido, nos dijo que la dama corría por su cuenta, y, tomándonos por los Doce Pares y convirtiéndose él en Carlomagno, aunque en apariencia de burla, se levantó de su asiento, y con voz llena de cólera mal disimulada, nos habló de este modo:


   Merecida ha de ser, no arrebatada
Angélica en mi tierra, paladines,
que aún no es del todo báculo mi espada
ni estoy sordo al rumor de los clarines.

Pero en el estilo trágico-cómico nada hay comparable a un dicho de mi tío Galiano. Como nosotros de todo conversábamos sin miramiento alguno, aconteció que un día le hablé yo del amor de su hijo Dionisio por una gran señora, muy conocida, la cual me había contado estos amores con aquella vana y desalmada complacencia que tienen las mujeres de jactarse de sus triunfos y del mal que logran causar. En efecto, Dionisio padeció por ella horriblemente, y su pasión fue vehementísima, desatinada, loca. Ni Claudio Frollo, ni Santiago Ferrand, ni Stenio, el de Lella, amaron nunca con igual furor. Nunca amaron tan sin esperanza como Dionisio. Gallano lo creía así y me obligaba a seguir hablando. Para él todos los errores, delitos e infortunios del hijo venían de esta pasión frenética que trastornó su entendimiento, torció su voluntad y vició su natural, antes bueno. Galiano hallaba un placer melancólico en estos recuerdos, tan melancólicos de suyo. Notaba yo que había hecho una cruel necedad en despertarlos en su corazón; pero ya estaba hecho. Por último, vi asomar a los ojos de mi pobre tío, Dios me perdone, dos gruesas lágrimas, y le oí exclamar, con acento doloroso, elocuentísimo, desgarrador: «¡Oh mil veces sin ventura, hijo mío! ¡Tú eres el único a quien no se lo ha dado esa grandísima p...!». Cuando Virgilio recitó delante de Augusto y de su hermana:


   Hen miserande puer! Si qua fata aspera rumpas,
tu mercellus eris,

ni Augusto ni su hermana se enternecieron tanto por la muerte del sobrino y del hijo muy amado, como yo entonces me enternecí con piedad infinita.

Y esta piedad, que ni me la inspiran los lamentos de Byron ni los desesperados sentidísimos cantos del divino Leopardi, la despierta y enciende en mi alma el estrambótico Calpe. Lo que me mueve a risa es lo que asimismo me mueve a piedad. Y por esto y por otras consideraciones no le mando a usted el diálogo prometido. Los puntos que se tocaron en él son tan altos y tan graciosos al par, que Platón y Luciano de concierto podrían apenas darles el colorido, la vida y el vigor convenientes. Yo, por tanto, no me siento capaz de emprender tan sublime y abrumadora tarea. Lo que pretendo ahora, y por eso lo tomo con tiempo, es contestar a todos los pormenores y preguntas de su última carta de usted.

Comenzando por hablar de cosas literarias, diré a usted francamente que nunca he leído a Salinas, a quien asegura me parezco algo y a quien por ser, si no me engaña la memoria, gran amigo de fray Luis de León, colocó entre los varones ilustres y entre los egregios poetas por la fama que usted le da. Agradezco el elogio que hace usted de mis versos Amor del cielo, y, como crítica, aquello de «Entre las flores de tu huerto adorno», debo aclarar una cosa que no pensé yo fuese oscura ni diese lugar a anfibologías. Adorno no es epíteto de huerto, sino sustantivo. Como si dijéramos en prosa: «Entre las flores que adornan o son adorno de tu huerto, porque en el huerto tuyo hay también calabazas y otras mil porquerías, que ni le adornan ni hermosean.» Esto quise decir, y si no lo dije, lo siento; pero nunca, por buscar consonantes difíciles, iré hasta lo absurdo. Los consonantes difíciles me agradan cuando se ajustan bien al sentido; cuando no, prefiero los más triviales.

Como prueba y fruto de mi afición a la poesía, envío a usted ahora otra composición que días pasados escribí en el álbum de una señorita. Y como prueba más curiosa y fruto más deleitable y sazonado del ingenio poético del emperador don Pedro II, he sacado de dicho álbum la adjunta copia de unos versos autógrafos imperiales. En ellos su majestad se compara al sol, y habla de su justicia, etc., sin pedir a nadie que se lo agradezca, porque lo hace en cumplimiento de su deber. Ya usted comprenderá que quien tales sublimidades escribe en el álbum de una muchacha ha de creerse un Marco Aurelio y ha de escribir un TAN ÉIS ÉAYTON mucho menos modesto. No dirá el brasileño, como el romano, que todo se lo debe a sus maestros, y amigos; ni dará gracias a los dioses por haberle concedido amigos y maestros tan buenos y hasta una nueva Lucrecia en su esposa Faustina. Y esto último, cuando no lo demás, bien pudiera decirlo con verdad y no engañado, como lo dijo el otro. La emperatriz del Brasil es tan virtuosa como fea. Don Pedro II, a pesar de su mucha sabiduría, le es infiel a menudo. Y como el teatro de estas infidelidades suele ser la Biblioteca de Palacio, resulta de aquí que las damas se instruyen y se transforman en Aspasias y en Corinas. Entre tanto, las menos afortunadas y hermosas, que no han ido ni van a la Biblioteca, conservan la corteza primitiva; y si por acaso se quieren encumbrar alguna vez y darla de doctoras y redichas, inmediatamente se precipitan en el abismo de la ignorancia. Sea un ejemplo de éste (aunque antiguo ya, muy ilustre) la señora vizcondesa de Olinda, que, siendo su marido Regente del Imperio, solía quejarse de que no la dejaban en paz ni un momento. Estas eran sus palabras: «Para nada tengo tiempo desde que soy mujer pública; las visitas menudean que es una peste.» A otro ejemplo más reciente dieron ocasión mis versos en el álbum, pues como allí hablo del amor sin nombrarlo y le pinto como un magnetizador portentoso e insigne poeta, la señorita quiso saber, y me preguntó quién era, y hasta llegó a sospechar si sería Adadus Calpe. De aquí saqué yo dos consecuencias: primera, la virtud de la señorita, que de seguro no había estado aún en la Biblioteca, y segunda, la verdad de aquella sentencia evangélica aun aplicada a los negocios mundanos: non mittatis margaritas vestras ante porcos.

El señor don Pedro es también muy purista y doctísimo filólogo. Sus cortesanos tratan de imitarle, ocupándose de la lengua y procurando menearla con maestría. Dos de esos cortesanos tuvieron ha poco una profunda discusión filológica en presencia de su majestad. Sostenía el uno que se decía proguntar, y el otro aseguraba que preguntar era como se decía. El emperador los estuvo escuchando largo rato y al cabo, señalándoles sucesivamente con el dedo, les dijo: «Ni pro ni pre y les volvió las espaldas muy enojado. Aturdidos ellos con esto, empezaron a indagar cómo habían de decir en adelante, y después de varias consultas vinieron a descubrir que en portugués se dice perguntar. Por este orden se va aquí adoctrinando la gente poco a poco.

Estoy haciendo diligencias para hallar y comprar los libros que usted me pide y todos aquellos que me parezcan interesantes en punto a las cosas de América. Yo he comprado aquí gran cantidad de libros antiguos, muy baratos y buenos, aunque no raros. Los de más precio son: un Groting con las notas de Barbeyrac, Amsterdam, 1729; un Plinio, in usum Delphini; un Henrique Velesio y un Egnacio de los Aldos, ejemplar conservado muy bien y que contiene varios opúsculos curiosos y entretenidos, como la oración de Heliogábalo ad meretrices.

Me pide usted que le hable de mis amores de Lisboa con aquella ninfa gaditana, pero aquellos amores los dejé por otros mucho más serios que allí tuve y que hubieran podido acabar en matrimonio si no me vengo al Brasil. Por otra parte, mis historias con la ninfa gaditana duraron poco y no tuvieron nada de divertidas. Las que con ella tuvo Vera sí que lo fueron, y se me figura que ya se las conté a usted muy por menor. El desenlace fue que Vera andaba enfermo, y atribuyéndolo a Antoñita, se encaraba con su Divina Majestad y le decía: «Señor, ¿es posible que hayáis puesto tanto veneno en un vaso tan hermoso? Señor, ¿esto es para probarme o para castigarme?» Vera es discípulo de Donoso Cortés, a quien Dios ha de tener en su gloria.

En cuanto a mi Armida brasileña, pondré en conocimiento de usted que es de las que han ido y van con frecuencia a la Biblioteca; pero como su majestad aunque da ciencia no da dinero, y ella gasta desaforadamente, el pobre del marido está lleno de deudas, y, de muy rico que era, ha venido a quedar con muy pocos medios. Mi Armida se vale de los de sus amantes. Yo, que no tengo medios, hube de abandonar la empresa.

Si no es usted muy perezoso y quiere dar contestación a esta carta, mándela a Lisboa, y de esta manera, como no nos crucemos en el camino, tendré la carta de usted aquí o allí. En Lisboa acaso me detenga y no sé cuál será el resultado de mi detención, pues mis amores matrimoniales aún no concluyeron, y si bien ahora deseo que concluyan, no me atrevo a leer con certeza en el libro del porvenir.

Adiós. Suyo,

J. Valera.




Versos Imperiales


Se fui clemente, justiciero ou pio,
obrei o que devia. E mui pesada
a sujeiçao do sceptro, e quem domina
nao tem a seu arbitrio as leis sagradas,
fiel executor deve cumpril-as;
mas nao pode alteral-as. E o throno
cadeira de justiça: quem se assenta
em tao alto logar fica sujeito
a mais severa lei: perde a vontade:
qualquer descuido chega a ser enorme,
detestavel, sacrilego delicto!
Quando no horizonte o sol espalha
sobre a face da terra a luz do dia,
ninguem a admira, todos a conhecen;
mas se eclipsado acaso se perturba.
N'esse instante infeliz todos se asustao,
todos o observao, todos a receiao:
logo se premiei sempre a virtude,
se os viços castiguei, nada mereço.

El logo me encanta, porque da a los versos la forma silogística, tan conducente a la persuasión.




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Dresde, 7 de febrero de 1855.

Querida madre mía: Como en esta ciudad no tengo grandes distracciones, pienso en ella de continuo en Madrid, y de continuo y con ansiedad espero cartas de ustedes, que no llegan tan a menudo como deseo.

La Legación de España en Dresde tiene la misma importancia y utilidad que los perros en misa, y estoy casi deseando que la supriman, pues para ser esto, mejor es no ser nada. Entre tanto, todos mis amigos y conocidos adelantan (Emilio Galiano, entre otros), y yo sigo estacionado, y lo que es más triste, estacionado en un puesto tan tonto.

El único consuelo que aquí tengo es el de llamar la atención general y ser notado y examinado de todos como español, o como si dijéramos por ser yo un bicho raro, habitante de la Polinesia o de tierra más bárbara e inculta. Lo primero que me preguntan todos cuando me ven de frac, y no mal pergeñado, es si vengo directamente de Madrid, y creo que por cortedad no me preguntan si me he hecho en Madrid los tales vestidos. Anoche me preguntó una señorita que cuántos días había empleado en ir desde Madrid a la frontera de Francia, y como yo le dijese que dos y medio, se quedó maravillada de lo rápido de mi viaje, y no pudo menos de exclamar: Alors, il y a des grandes routes en Espagne? Días pasados estuve en un bailecito, y se empeñaron en que bailase un bolero. Yo me excusé con que no le sabía por torpeza, pero que Pizarro lo sabía y bailaba como un águila, y que en cuanto le pasase el luto y la pena de la muerte de su madre tendrían el gusto de verle bailar. Todos quisieron verme de majo y con puñal, y que hubiese traído conmigo alguna hermana mía que fuese de mantilla y demás adminículos de maja; y aun disfrazado y todo de europeo, he notado con placer que muchas damas se quedan en éxtasis al contemplar mis hermosos ojos árabes, mis abundantes cabellos negros y mi fisonomía sarracena.

Otra de las ideas extravagantes que aquí tiene el vulgo sobre nuestro país, y cuando digo el vulgo entiendo principalmente lo que se llama beau monde, es que en España se llega a ser hombre o mujer a los diez o doce años, y se envejece asimismo muy deprisa; por lo cual, si me preguntan qué edad tengo y les respondo que treinta años, se hacen cruces, porque me creían de dieciocho o diecinueve a lo más.

Noches pasadas, estando yo en otra tertulia, trató la dueña de la casa de hacerme tomar té, y como no quisiese yo tomarlo, imaginando ella, sin duda, que en España no se conocía aquella bebida, se puso a explicarme lo que era, recomendándomela por buera y saludable. En fin: unos más y otros menos, ello es que me tienen por ser extraño y curioso, y que con este pensamiento acaso den en quererme las mujeres. Yo, por desgracia, no he visto hasta la presente ninguna que me pete y convenga, si no es una inglesita o inglesona, pues aunque muy joven, parece, por lo alta y enjuta, la manga de una parroquia, pero tiene una cara divina, más blanca que la leche y más hermosa que el prado por abril de flores lleno. Sus ojos son azules y sus cabellos de oro, y su nariz delicada perfecta, más que las narices de las estatuas griegas, que por lo regular son gordas. Se llama esta criatura adorable la señorita Wallis, y por ser ella tan larguirucha, aérea, vaporosa y sublime, yo la comparo a un ángel del beato Angélico, para lo cual no le falta más, que sus alas de púrpura y una llama sobre la cándida frente. La señorita Wallis, sentiré que sea vana presunción mía, entiendo que se me va aficionando, y desde luego puedo asegurar que me ríe mucho las gracias.

Seguimos de ordinario con 15 ó 16 grados de frío, y, por consiguiente, corriendo patines hasta en las calles y sin desearlo por manera alguna. Ya he salido en trineo y sé a lo que sabe el trineo. Los pies y las piernas y casi todo el cuerpo cubierto de mantas y de pieles, a la verdad que no padecen, pero las narices y las orejas se convierten en purísimo hielo, y cada pelo del bigote es un carámbano, porque, gracias a la rapidez con que se camina y corta el aire, el frío se siente más. Yo, durante todo el paseo, me iba dando friegas en las orejas y narices, temiendo que se me cayesen si tal no hacía, y he quedado tan harto de esta operación, que me parece que no vuelvo a trinear en mi vida.

Aún no he ido al teatro, porque no entiendo jota del alemán y me da rabia no entenderle. Sin embargo, ya he oído, sin esperarlo ni quererlo, una tragedia entera en lengua alemana, que recitó la otra noche en una tertulia, no su autor, que no se sabe hasta ahora quién es, sino un aficionado y devoto de la tragedia. Lo único que entendí de todo fue que el lector es un energúmeno, por los gritos desentonados y las manotadas furiosas; que la tragedia es larguísima y pesada, puesto que hasta muchos alemanes lo confiesan, y entendí asimismo la palabra Calígula, por donde vine a saber que este imperante ferocísimo tocaba pito en aquella función. Después me han dicho que la tragedia se titulaba El gladiador de Rávena, y que está haciendo furor en toda Alemania. En ella este gladiador, y sobre todo la madre de este gladiador, que a lo que se deja traslucir era gran filosofa, no sé si discípula de Kant o Hegel dicen a Calígula cosas muy puestas en razón, aunque algo duras de oír, sobre su mala conducta, sobre que los italianos son, han sido y serán siempre unos cochinos y tunantes, y sobre las grandezas, longanimidad y otras virtudes pasadas, presentes y futuras de los germanos. Allí se profetiza la destrucción de Roma y el entronizamiento de la raza teutónica, y, por último, para que el gladiador no divierta al César y al pueblo combatiéndose con otros, la mamá le da un cachiporrazo, le mata y acaba la tragedia trágicamente.

Como los alemanes son tan serios, se hacen en las tertulias lecturas por este orden y se canta música muy profunda. Yo prefiero, con todo, las tertulias menos sabias de casa de la condesa de Montijo, y cambiaría todo El gladiador de Rávena por un poco de Mono amarillo al lado de la amable duquesita. A ella y a su madre dará usted expresiones mías.

Mil abrazos a mis hermanas, y usted escríbame y créame su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 1858.

Al director de la Revista Peninsular,

Muy estimado señor director de la Revista: La adjunta leyenda, escrita con lenguaje y estilo del siglo XV, es de don Aureliano Fernández Guerra, que tan célebre ha venido a ser en la república literaria por la sabia crítica y profunda erudición con que ha sabido coleccionar, comentar y anotar las obras de nuestro gran poeta, discreto estadista y cortesano y maravilloso polígrafo don Francisco de Quevedo.

La leyenda, además de su mérito, efectivo e innegable, se recomienda por una circunstancia, con visos de novela también, que no puedo menos de apuntar aquí.

Siendo aún muy mozo don Aureliano, escribió ciertos romances, que sometió al juicio de don Bartolomé José Gallardo. Era éste un oráculo entre los literatos, y verdaderamente hubiera merecido pasar por tal si su extremada propensión a burlarse de todo y no hallar nada bueno, sino lo que él hacía, no anublasen el brillo de sus cualidades y no amargasen, con dejos ponzoñosos, la dulzura de sus escritos. Obras de Gallardo son el Diccionario crítico-burlesco, que alcanzó tanta y tan merecida fama y que ejerció tanta influencia allá por los años de 1812; la Apología de los palos y la sátira contra el falso Buscapié, de Cervantes, publicada por don Adolfo de Castro. En todas ellas se descubre ingenio grandísimo, pero mayor acrimonia y malevolencia.

Gallardo era un erudito de nuestras cosas, gran conocedor y maestro de nuestro hermoso idioma y apegadísimo a nuestros autores de los siglos XVI y XVII, a cuya manera de decir ajustaba fácil y naturalmente la suya, teniéndose y considerándole todos por muy purista. Lástima es que su correspondencia inédita no se publique, pues escribió muchas cartas que pueden pasar por modelo en este linaje de escritos y que están llenas de noticias curiosas.

Pero vamos a nuestro cuento. Fernández Guerra sometió, como llevo dicho, sus versos al juicio de Gallardo, y éste, que no se cuenta que haya jamás elogiado a nadie sino de mala gana, notó en los pobres versos más faltas que palabras, y los anatematizó, principalmente por poco castizos y llenos de frases y locuciones francesas. Entonces fue cuando escribió esta leyenda Fernández Guerra, y, habiéndola hecho copiar en papel antiguo, y de tan perfecta y singular manera que no parecía sino que estaba escrita a principios del siglo XVI o a finales del XV, se la presentó a Gallardo como quien enseña una antigualla a un entendido arqueólogo, y por antigualla la tuvo éste, y nunca Fernández Guerra quiso sacarle del error en que estaba, ni descubrir a nadie su inocente fingimiento, Gallardo ha muerto poco ha, y poco ha también se ha sabido que la leyenda es obra de don Aureliano. Ahí va para que usted la publique en su revista, haciendo notar en sustancia a los lectores lo que le dice en esta carta su amigo, etc., etc.,

Silvio Silvis de la Selva.




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Berlín, 26 de noviembre de 1856.

Señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Mi querido amigo y jefe: Su amabilísima carta del 17, que de manos del señor Oliver recibí tres días ha, apenas hube llegado a esta ciudad magnífica, me lisonjea en extremo y me pone en la precisa y agradable obligación de contarle circunstancialmente todas aquellas cosas que puedan interesarle o divertirle y que nos hayan ocurrido durante nuestra peregrinación desde París hasta aquí.

A Jove principium, Musae, Jovis omnia plena. Empecemos, pues, por el duque, nuestra providencia y nuestro Jove, y digamos de él que es la más excelente persona y el más generoso gran señor que he conocido en mi vida. Viajamos a lo príncipe. Paramos en las más elegantes fondas y tenemos coches, criados, palco en los teatros y cuanto hay que desear. Los miramientos, las delicadas atenciones y la noble bondad con que nos trata, así al ayudante como a mí, exceden a todo encarecimiento. A él, por otra parte, le atienden y agasajan sobre manera en los puntos donde nos detenemos, y harto claro se ve que su nombre suena bien en los oídos de esta gente del Norte, mucho más aristocrática que nosotros, o por lo menos no tan envidiosa y sí mejor educada. Aquí hay cierto género de justicia distributiva que es parte y muy principal de la buena educación, y que en España raros son los que la conocen, considerándose esta falta como una prueba de nuestro noble orgullo y carácter elevado e independiente.

El duque tiene, además, esparcidos por toda Europa infinidad de parientes, que se jactan de serlo, y de los cuales está él también muy satisfecho, complaciéndose en visitarlos y ellos en obsequiarle durante su permanencia en las ciudades donde viven. Por esto nos detuvimos en Bruselas y por esto nos hemos detenido igualmente en Münster, donde los príncipes de Croy-Dülinen han estado finísimos, no sólo con el duque, sino con Quiñones y conmigo.

La casa de los príncipes me hizo recordar la del famoso barón de Thurdenthumtrock, así por ser ambas casas de las mejores y más antiguas de Westfalia, como por la majestad y afable, decoro con que nos recibieron en la de los príncipes y por las tres princesitas solteras que allí se anidan y que me parecieron otras tantas Cunegundas inocentes y frescachonas. Un Cándido y un doctor Panglos faltaban; pero en Alemania no hay la malicia y la hiel de nuestra tierra, y todos son optimistas y cándidos. Y en cuanto al aya de las princesas, no pude menos de reconocer en ella a la doncella de ojos negros que puso, a su pesar, al doctor Panglos en el estado lastimoso en que se lo encontró Cándido en Holanda. Porque es de advertir que si bien en Alemania tienen las damas costumbres bastante arregladas, más por el respeto que se deben a sí mismas y por orgullo de raza que por escrúpulos de conciencia, todavía las mujeres de la plebe, careciendo, por fortuna, del mencionado orgullo y no creyendo que sea muy terrible pecado la fornicación, lo cometen todas con la mayor sencillez y naturalidad imaginables, y asimismo reciben muy naturalmente el dinero o los regalillos que uno les da, si uno es más rico que ellas, para lo cual se necesita poco. En cualquiera de estas ciudades está uno seguro de ser bien recibido de la primera bonita muchacha que se encuentre en la calle y a quien le dirija la palabra, convidándola a cenar o echándola un requiebro. Las chicas, por lo general, viven con sus padres, y para no dar escándalo en su casa se vienen a la de uno, o de cualquier bodegoncillo o coche de alquiler hacen templo de Cupido. Estas Margaritas no tienen ya mal espíritu que las atormente en la iglesia, ni hermano Valentín a quien tenga uno que despachar al otro mundo con ayuda del diablo.

Anoche, Florentino Sanz y yo hicimos de Fausto y Mefistófeles con dos modistillas muy guapas, y nos regocijamos en grande en una taberna, donde todo el gasto de vino del Rin y comida no pasó de un duro de nuestra moneda. Allí las introdujimos en la cámara del vino, in cellam vinariam, y el nardo dio su olor. ¡Ojalá que orégano sea y no alcarabea!

Esto, en otro país, se debería considerar como una prueba de la mayor corrupción; pero aquí se hace con una buena fe y una inocencia tan grandes, que el moralista más rígido no tendría por qué fruncir el ceño si lo considerase atentamente. Todas estas muchachas se casan luego con artesanos honrados, y son tan excelentes y ejemplares madres de familia como la que Schiller describe en sus admirables versos de La campana. Yo entiendo que esta nación es pagana aún y que nunca fue cristianizada perfectamente. Así me explico lo de las modistillas y otras mil cosas más altas y harto difíciles de explicar por otro medio. «El cristianismo -dicen los modernos filósofos alemanes- les diabolizó la Naturaleza que ellos habían divinizado»; pero el caso es que en la rica imaginación de esta gente y en sus apasionados corazones siempre tuvo la Naturaleza mucho de sobrenatural y de divino, y las pasiones algo de fatal y de santo, en consonancia con ella. ¿No ha dicho el mismo Lutero, a pesar de ser un reformador y un teólogo, que el que no ama a las mujeres, el vino y la música es un mentecato toda su vida?


Wer liebt nicht Wein, Weib und Gesand.
Der bleibt eim Narr sein Lebenlang.

Anteanoche oímos en el Gran Teatro Real una ópera de Wagner, fundada sobre una antigua leyenda que viene a confirmar lo que he dicho. El Landgraf de Turingia era gran protector de los Minnesänger o cantores de amor, y tenía en su Corte a los mejores y más famosos de ellos. Tannhäuser descollaba entre todos, y Venus misma, que ya en el siglo XIII no podía menos de ser una diabla, y de las más peligrosas, se enamora de él y le lleva a su infierno o subterráneo encantado, verdadero paraíso, en cuya comparación es una solemne porquería el jardín en que estuvo Rinaldo. Allí me las den todas. Tannhäuser está allí más a gusto que nosotros con el duque; pero el majadero empieza a tener saudades del canto del ruiseñor y de la luz de la luna y de otras insignificantes menudencias que faltaban por allá abajo, donde le trataban a qué quieres, boca y cuerpo de rey, y comete la necedad de abandonar a la archidiabla y a toda su Corte de ninfas bailadoras, y de subirse a la tierra. En la Corte del Landgraf se sabe que Isabel, su sobrina, está derretida por él de amor, y él se ablanda también por ella. El Landgraf reúne entonces a todos sus caballeros y poetas, y hay un certamen en el cual ha de escribirse en verso cuál sea la esencia del amor. Los trovadores todos se andan con tiquis miquis platónicos para explicar su esencia, y se esfuerzan con esta gimnasia metafísica para ganar la mano de Isabel, que será el premio del vencedor. Pero Tannhäuser se va al grano y declara terminantemente que el amor es el deleite supremo de poseer el objeto amado. Los otros trovadores se enfurecen y contradicen su aserto, y, en el calor de la improvisación, se le escapa a Tannhäuser que todas aquellas doctrinas se las ha enseñado Venus misma, y que las sabe por experiencia. Todos le condenan y se escandalizan. Acoquinado entonces, aquel infeliz se va a Roma (es año de jubileo), se echa a los pies del Padre Santo, y le pide la absolución. Pero Su Santidad, que sabe del pie que cojea, no quiere dársela y le dice que está excomulgado y maldito hasta que su báculo de peregrino reverdezca y dé flores. En fin, para abreviar y no fastidiarle a usted: el báculo reverdece, a pesar del Papa y de las leyes físicas, y gracias a las oraciones de Isabel, con la cual, en buen amor y compañía, se va Tannhäuser al Cielo, y después de haberse divertido a sus anchas en la Tierra y debajo de la tierra. La música es profundísima y no por eso fastidiosa para los profanos. Las decoraciones, maravillosas, y los trajes, de una riqueza y exactitud singulares. Ni en París ni en Londres se representa nada mejor. Yo estaba con la boca abierta. La Wagner, sobrina del compositor, hacía de princesa salvadora, y es tan linda y bien plantada, que el más melindroso penitente la tomaría por escala de Jacob con que subir al Cielo. Su tío anda errante por esos mundos, por haberse metido demasiado en las jaranas del 48.

Dejo de contar a usted los primores y curiosidades que he visto en museos, palacios, etc. Sólo quiero hablar, por ser cosa nueva y de que no hablan mucho aún los libros del viajero, de los frescos de Kaulbach que se están pintando en la gran escalera del Museo Nuevo, y que estoy por decir que son, o serán, mejores que los que Cornelius pintó en el otro museo. Representan los tres ya concluídos: la dispersión de las gentes y Torre de Babel; la eflorescencia de Grecia y la destrucción de Jerusalén. Al ver la eflorescencia de Grecia, aquella luz serena y divina que baña el ambiente, aquellas divinidades olímpicas que se sostienen con majestad graciosa sobre el Iris; aquellos templos elegantes que se levantan en el aire azul y diáfano; aquel Homero, que, en un barco misterioso y guiado por la sibila de Oriente, viene a civilizar a los griegos, y otras mil fábulas y delicadas alegorías tan divinamente representadas, le dan a uno tentaciones de hacerse pagano. La destrucción de Jerusalén es también un cuadro pasmoso. El templo se hunde, los ángeles tocan las trompetas; Ashavero, empieza a caminar para nunca pararse; el gran sacerdote y los levitas se dan de puñaladas por no adornar el triunfo de Tito; éste se adelanta vencedor con sus legiones; los judíos están desesperados o huyen temerosos; los altos edificios arden; la congregación cristiana sale tranquilamente de la ciudad bajo la custodia de ángeles hermosísimos y más simpáticos casi que el general Serrano; y sobre todo este estruendo, confusión y tumulto están entre nubes, en lo alto y con gran prosopopeya y serenidad, los cuatro profetas que han vaticinado más o menos claramente tantas peripecias. Gran corrección de dibujo, valiente fantasía y muy filosóficos pensamientos me parece que hay en estos cuadros. Pero ¿cómo explicar a usted en una carta las impresiones que me han causado? Pasemos a otra cosa.

El caballero Leal, ministro de Portugal en ésta, nos ha dado un día muy bien de comer; pero ayer comimos mejor; ayer comimos en Palacio, para Oliver terrible pena y argomento di sogni e di sospiri.

Estaban a comer en Palacio, además de las personas de la servidumbre, entre las cuales algunas damas de no malos bigotes que nos miraban con curiosidad y especialmente a Quiñones, que se parece al Otelo que sale aquí en el teatro, estaban, digo, y Dios me perdone el modo de escribir, el barón de Manteufel; el de Humboldt, que nos habló muy bien en español; la gran duquesa de Mecklemburgo; un príncipe de Hesse; otro ídem de Wurtemberg; otro ídem de Ipsilanti, hijo del célebre poeta, y vestido con el airoso traje de su nación; el conde de Raczinski, y otra gente, o muy menuda o que yo tomé por tal porque no la conocí de nombre. El rey es un sabio bobalicón, lleno de la más candorosa pedantería. Habla mucho, pero habla con dificultad el francés, y cuando no encuentra alguna palabra, la suelta en alemán, y el que está a su lado se la traduce. Él la repite y sigue adelante con su discurso. Su majestad tiene la manía de ser omniscio, o poco menos, y la más incómoda de examinar a todo bicho viviente. Muy apurado se vio el duque para responder a las preguntas del rey sobre los títulos de la casa de Osuna y la historia de estos títulos, sobre la Virgen de Guadalupe y sobre los carneros y merinos y quién sabe sobre cuántas cosas más. El rey quedó muy satisfecho, porque tuvo ocasión de lucir sus conocimientos, de los cuales me mostré yo espantado y absorto con los cortesanos. Su majestad no pudo estar más amable, y sólo faltó que nos diera un apretón de manos. Nos llamó mon cher y nos rogó que volviésemos por aquí. Quiso saber de qué tierra era yo, y habiendo yo respondido que de la provincia de Córdoba, me habló de la célebre Mezquita, y como el conde Raczinski, que estaba a mi lado, la describiese mal y tratase de denigrarla, yo salí a la defensa de aquel gran monumento y le pinté cómo estaba en tiempo de los Abdel Rahmanes, siguiendo lo que he leído en Conde y poniendo algo de mi cosecha, con la cual quedaron convencidos de que debió de ser obra estupenda, y asombrados de que un español supiese algo. Pero más se asombró el cortesano, que estaba a mi lado en la mesa cuando, al servirnos el caviar, quiso explicarme lo que aquello era, como manjar para mí desconocido, y yo le dije que en España se comía y se sabía lo que era el caviar, por lo menos desde el siglo XVI, y que Cervantes habla del caviar en el Don Quijote sin explicar lo que sea, prueba de que todos los españoles debían de conocerlo entonces. En efecto, Ricote y Sancho Panza almuerzan caviar cuando se encuentran una mañana muy cerca de la ínsula Barataria.

El rey también me habló de política; me dijo que las cosas de Francia se van poniendo feas, y que era menester que don Ramón estuviese con cuidado. A esto contesté que los españoles no seguíamos tanto, como generalmente se cree, el movimiento de Francia, y di, por ejemplo, el del año 1848, cuando Europa toda estuvo agitada hasta en sus cimientos y la España tranquila, bajo el gobierno de este mismo don Ramón.

A Osuna le pilló la reina aparte y le echó un sermón de moral casamentera, aconsejándole que tomase por esposa a una de las princesitas de Croy-Dülmen. Ya he dicho a usted que los alemanes, y más aún las alemanas, tienen una sencillez y una buena pasta maravillosa, por lo cual no debe extrañarse nada de esto. Todos aquellos señores nos hablaron, nos interrogaron, nos dieron la mano hasta sin previa presentación, y estuvieron lo más amigos y cariñosos que es posible estar no en la primera entrevista, sino después de haberse conocido durante algunos meses. Acaso, o sin acaso, tendrían notable influencia en estos milagros de bondad las veintitantas grandezas del duque, sus infinitos castillos y títulos y lo sonoro y conocido de su nombre. Pero de todos modos se ha de confesar que esta gente es amable por todo extremo. En fin, y sea la causa la que se quiera: ello es que debemos estar y estamos contentísimos de lo bien que aquí nos han tratado.

Pero, amigo mío, no hay rosa sin espinas, y el placer y el lamento andan juntos, según ha dicho el sabio. También hemos tenido nosotros nuestros disgustos durante el viaje, y uno grande de veras. Desde Bruselas a Münster, o no sé si en la fonda misma de Bruselas, robaron o se perdió una cartera del duque, que afortunadamente no contenía más que tres cartas de recomendación para Petersburgo. Difícil es de pintar y más difícil de imaginar la desesperación del duque por este accidente, y, sobre todo, el terror pánico que le entró de que pudiera suceder lo mismo con las cartas reales. Decidido ha estado estos días, y no sé si habrá cambiado de aviso, a suicidarse si las cartas reales se perdían. Por dicha, están aún en nuestro poder. Si se pierden, ya sabe usted que nos quedamos huérfanos del duque.

El criado que perdió la cartera ha hallado medio de que el duque le premie su descuido dándole quinientos francos. Él, por su parte, ha dicho, en cambio al duque que no le perdonará nunca (palabras textuales) el que le haya llamado canalla. En efecto, el duque se atrevió a calificarle de este modo en el momento de mayor furia. Desde Münster mandó el duque a Bruselas a su criado para que buscase la cartera. La cartera no pareció, y a la vuelta del criado, que nos le encontramos en Hamm, fue cuando éste tuvo la ocurrencia de decir que le habían robado a él quinientos francos, que sin duda no echó de menos hasta entonces, y que el duque le ha dado. No creo necesario advertir que el no perdonaré nunca que vuecencia me haya llamado canalla demuestra que el criado es español e hidalgo y que la ocurrencia de los quinientos francos demuestra que es un soldado licenciado.

Entre varias cosas notables que aquí hemos visto, nada ha llamado tanto la atención de Quiñones como cierto paso gimnástico que hacen los soldados y que más parece danza de teatro que marcha militar. La música, al compás de la cual caminan de una manera tan graciosa y rara, es también rara y graciosa. Ya haré que me la copien para que a mi vuelta la tararee Ferraz en esa Primera Secretaría y yo haga el paso delante de ustedes. Creo haberle aprendido muy bien, al menos así lo asegura Quiñones, y ya verán ustedes una cosa bonita cuando lo haga. Por de pronto, excede a mi capacidad el describirle; baste decir que ha de tener algo de la antigua y celebérrima danza pírrica de los espartanos. En España hubo también en otro tiempo danzas militares y de espadas, si la memoria no me engaña.

Pero mi carta va siendo tan larga, que acaso no tenga usted paciencia para leerla y se arrepienta de haberme animado a que le escriba. La precipitación con que lo hago y el deseo de referirle todo en pocas palabras hará, sin duda, que mi estilo sea confuso y desaliñado por demás.

Adiós. Expresiones a todos, y no dude que le quiere mucho su amigo y servidor,

Juan Valera.




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Varsovia, 30 de noviembre de 1856.

Señor don Leopoldo Augusto de Cueto:

Tres noches ha, mi querido amigo, que salimos de Berlín, y de un solo vuelo (más de treinta horas en un detestable ferrocarril) nos hemos puesto en la capital del antiguo reino de Polonia. En este viaje hemos sentido ya bastante el frío, y calculado el que tendremos que pasar en adelante. El termómetro estuvo anteayer a 14 bajo cero Réaumur; pero se soporta tan baja temperatura, porque vamos bien provistos de pieles. El secretario particular del duque, llamado el señor Benjumea, natural de Sevilla, aunque por lo bobo parece de Coria, va tan empellejado y tan raro que en una estación del camino por poco se lo comen unos perros, tomándole por alimaña de los bosques. Yo he hecho un cambio con la pelliza que usaba en Dresde, y dando encima cincuenta táleros he tomado en Berlín una magnífica piel de oso de no sé dónde. El duque, para él y sus criados, ha gastado tres mil francos en pieles. Todos los de la expedición llevamos, además, sendas gorras de nutria en la cabeza, y se diría que andamos en busca de sir John Francklin.

Mas, a pesar de la esplendidez y magnificencia del duque, nos faltan coches de gala, como quería Oliver que trajésemos. El pobre lo dijo por necedad y no por malicia; pero el caso es que dijo al duque que por qué no llevaba los tales coches. El duque se cargó con esto, y estuvo, a su vez, por preguntar al ministro plenipotenciario que por qué no vivía en una casa decente y no en una fonda tan sucia y tan mala, que más que fonda parece pocilga.

Durante nuestra permanencia en Berlín para nada nos ha servido Oliver: mas no tiene él la culpa, sino aquellos malditos prusianos, que no hacen de él caso ninguno. En general, se puede asegurar que la Legación de España en Berlín no está tenida en olor de santidad, y si algún olor se le atribuye, no es muy bueno. Oubril, encargado de Negocios de Rusia, y Leal, representante de su majestad fidelísima, nos han revelado con gran misterio, y con misterio mayor se lo revelo yo a usted, que a Oliver le apesta la boca como si tuviera un perro muerto en cada pulmón, y que el agregado Cortina tiene sarna. De Florentino Sanz también hablaron mal, y peor hubieran hablado si yo no hubiese dado a entender que soy su amigo. Lo singular es que contra el alcornoque de Llorente no se ensangrentaron. Esto me disgusta de la diplomacia y del mundo. Esto prueba que la tontería y la insignificancia no matan, y mata cierta falta de forma. Harto sé yo que el tener sarna o la boca apestosa no implica el estar mejor o peor educado; pero sé también que Leal ha estado siempre constipado al acercarse al conde de Galen, y que sólo tiene olfato para los plebeyos y cursis como Oliver. No es esto decir que el conde de Galen no sea cursi, sino que a Leal no le parece cursi, porque es conde.

La consideración de que goza la aristocracia es grande en estos países, y ya he dicho que el nombre del duque de Osuna hace buen efecto, y por eso, sin duda, nos agasajan más dondequiera que llegamos. En Granitza, al entrar en el territorio del imperio ruso, vino a abrirnos la portezuela del vagón, a ponerse a las órdenes del duque, para acompañarle hasta Petersburgo, un correo imperial, tan emplumado, áureo y relumbrante, tan majestuoso, tan inmenso y barbudo, que yo imaginé que era el emperador mismo, que no pudiendo moderar la impaciencia de vernos había salido a nuestro encuentro hasta la frontera. Al cabo, al ver su humildad, me convencí de que era un correo. También se puso a nuestras órdenes un empleado del ferrocarril.

Desde aquel momento no éramos ya como los demás mortales, y todo el público polaco nos miraba con asombro y respeto. El correo había sido portador de una carta del príncipe Miguel Gortchakov para el duque, en que le decía que uno de los palacios imperiales de Varsovia estaba destinado para nuestro alojamiento, porque los hoteles no eran buenos. En Petrikov nos tenían preparada una comida en las habitaciones imperiales de la estación; porque aquí hay por todas partes habitaciones imperiales, donde entran y se alojan las personas de distinción y a quien el Gobierno quiere distinguir del vulgo de los hombres, tan poco respetado aquí por la clase privilegiada. A Varsovia llegamos, por último, a las doce de la noche. Dos coches del príncipe nos esperaban en la estación para trasladarnos a nuestro palacio, y el coronel Pratassov, ayudante de campo del virrey, o teniente general del reino, estaba también esperándonos, y se puso a las órdenes del duque para acompañarnos a todas partes.

En el palacio, cuyas habitaciones estaban iluminadas, nos habían preparado una magnífica cena. Los vinos eran exquisitos: Jerez, Málaga, Champagne, Château la Rose de 1841, Château Laffitte de 1846 ed altri tali. Los demás almuerzos y comidas han seguido siendo por el mismo estilo, y aun mejores.

Al despertar por primera vez en este palacio he visto que está situado en medio de un extenso parque, rico de árboles gigantescos y de hermosos y bien trazados jardines, que en verano deben de hacerle ameno, deleitoso y sombrío. De la ciudad acaso estemos media legua de distancia; pero siempre tenemos coches del Gobierno para ir y venir cuando se nos antoje.

Varsovia me ha parecido hermosa, pero triste como una esclava. Lo mejor de sus hijos o viven retirados en el campo o fugitivos en país extraño. Hay bellos palacios, calles anchas y regulares y muchas buenas iglesias. Una estatua de bronce de Copérnico, bien moldeada, se levanta en el centro de una de las plazas principales. Hemos oído misa mayor en la catedral, edificio gótico y armonioso en su conjunto, como si hubiese sido hecho de una vez, y de buen gusto, aunque pequeño. Un santo padre nos echó un sermón en polaco, que duró hora y media. Para mí no fue el sermón otra cosa más que un estornudo larguísimo, interrumpido de cuando en cuando con algunos Ékiskis, kanski y konskas, y no pocos gorevos y goresros.

El gobernador de la ciudad vino ayer a vernos inmediatamente. Nosotros nos adelantamos, por nuestra parte, a hace una visita al teniente general Gortchakov, que nos recibió en una biblioteca inmensa, como si quisiera decirnos: «Para que veáis que no soy bárbaro, a pesar de esta cara de calmuco que Dios me ha dado.»

Una hora después de haber hecho la visita al príncipe Gortchakov, ya estaba en casa a pagárnosla. Venía en coche abierto y escoltado por ocho cosacos, de los colonos militares del Cáucaso, vestidos de extraña manera, con muchos puñales y gumías y pistolas de plata prolijamente cinceladas, gorras circasianas, lanzas larguísimas y rocines pequeñuelos, peludos y feos, que galopaban sobre la nieve como si tuviesen el diablo en el cuerpo. Esta gente, aunque vestidos con gran lujo, se parecen en las costumbres y en la organización a nuestros antiguos almogávares, y, así como aquéllos combatían de continuo con los moros fronterizos, combaten éstos con las tribus guerreras de las montañas donde Prometeo estuvo encadenado. La hoja de las gumías es de soberbio temple, y dice, en letras de oro: «No hiero más que una vez», porque parece que hienden con ellas a un hombre como si fuera un nabo. De estos señores cosacos hay ochocientos en Varsovia, todos voluntarios, y son


   su mayor placer, la guerra;
sus arreos son las armas;
su descanso, el pelear.

El total de la guarnición será de unos siete mil hombres. La ciudadela es fuerte de veras y muy capaz y erizada de cañones. Más de veinte grandísimos morteros apuntan de continuo a la ciudad, como si le dijeran (son palabras del señor Pratassov): «Cuidado con lo que se hace.» El hospital militar está muy bien. Los cuarteles, limpios, abrigados y salubres. El armamento es malo, y el rancho, el bodrio más abominable que puede entrar en boca humana: pan de centeno y un brebaje de coles agrias, que sólo de verle y olerle vuelca el estómago. Yo tuve, sin embargo, que tomar una cucharada, y por poco lo vomito enseguida con todo lo que tenía en el cuerpo.

Ayer estuvimos en el teatro en el palco del gobernador de la ciudad. Su hijo, que le sirve de ayudante, tiene el rostro de Adonis sobre el cuerpo de Hércules mancebo, como diría la célebre doña Mamerta de las Nalgas, querida del inquisidor de Barcelona. Este gallardo mozo está vestido del modo más pintoresco. No gasta camisa, sino una túnica de seda bordada bárbara y prolijamente por manos circasianas. Sobre esta túnica una sobreveste singularísima. En la cabeza, un bonete de pieles que le cae sobre la espalda formando una manga. Botines bordados, como los de los majos de España, y calzones bombachos. Puñal, pistolas y un soberbio alfanje damasquino son sus armas. Sobre la hoja de este alfanje nos enseñó aún la sangre francesa, que no ha limpiado. Puede que sea, como en el sainete de Pancho y Mendrugo, pintura con almagre hecha. Era oficial este joven de un curioso regimiento de Cazadores que formó el emperador Nicolás para oponerlos a los de Vincennes, de hombres venidos del riñón de la Tartaria, donde se ejercitan en cazar zorras negras y martas cibelinas, y son muy diestros y certeros en el manejo del fusil, teniendo que herir a estos animales, en la cabeza para no estropear las pieles.

El teatro es bastante bonito, y hay una compañía de ópera regular y un magnífico cuerpo de baile. Las bailarinas, casi todas polacas y las más lindas muchachas que he visto en mi vida. El duque está fuera de sí y quisiera llevarse a alguna de ellas, pero por pudor no se atrevió a espontanearse sobre el particular con el coronel Pratassov.

Forman estas muchachas un delicioso harén para los oficiales de la guarnición. El hijo del gobernador nos señaló diez o doce de ellas que han sido ya suyas. El padre, que es ya muy viejo, mostró una de las más bonitas, y nos dijo que sospechaba que era su nieta. No sé si el hijo pensará también calzarse a su querida sobrina presunta.

Bailaron estas huríes los bailes polacos; pero con un color local y un gusto de la tierra muy diferente de lo que se usa en los demás de Europa.

Hoy hemos estado a comer con el príncipe Miguel Gortchakov. Estaban convidados los altos funcionarios y otras personas notables. Después hemos estado de nuevo en el teatro y hemos vuelto, por último, al palacio del príncipe, donde había recepción o tertulia y estaban reunidos muchas damas y caballeros, casi todos de uniforme. Me presentaron a muchas señoras que se conoce desde luego que son alegres, románticas y divertidas. No pocas hay de extremada belleza. Los cosacos del Cáucaso nos sirvieron el té y los helados, sin soltar las pistolas, puñales y demás perendengues. Era cosa de ver y de dar a Dios las gracias por haberlo visto.

Las damas miran de una manera que derrite. Yo estuve muy fino con dos o tres, y ellas muy amables conmigo. Éstas son las delicias de Capua, y no sé cómo hemos de atrevernos a salir de aquí para emprender un viaje incomodísimo y hasta peligroso. Los grandes ríos aún no están bien helados, y algunos han caído y se han ahogado últimamente en ellos. Creo que también hay ladrones por los caminos. Sin embargo, pasado mañana haremos la hombrada de salir para Petersburgo. Ahora empiezan los verdaderos trabajos.

Por lo pronto, nos divertimos aquí en grande. Vengan penas después. Anoche nos bailaron en el teatro las danzas legítimas de Persia y de Georgia. La escena representaba divinamente, según nos aseguraron todos, una vista de la gran ciudad de Tiflis, a orillas del río Kour, que va a desembocar en el mar Caspio. Las georgianas hicieron los movimientos voluptuosos y nos dirigieron las miradas más ardientes que pueden imaginarse. Los feroces guerreros se agitaron con meneos selváticos y desatinados, al compás de una música por el estilo de la muñeira, aunque algo más belicosa, y al estruendo de sus propias armas, que resonaban y se chocaban al andar, de los panderos y de las palmadas. El efecto que esto produce no se puede comprender sino viéndolo. Con todo, la danza asturiana tal vez se parezca algo a esta danza. Dos o tres hombres la acompañaban con un canto peregrino y melancólico. Otros miraban la fiesta con mitras y arreos fantásticos.

La cocina, cuando no para el vulgo profano y despreciado, para el cual se guardan los bodrios de coles podridas y otras abominaciones, está aquí para los encumbrados y selectos más adelantada si cabe que en Francia misma. La comida de ayer en casa del príncipe y las que aquí nos han servido dan de ello irrefragable y suculento testimonio. Pocas veces me he nutrido tan bien en este valle de lágrimas. La primera materia ayuda también al arte del cocinero. La caza es muy delicada, y los peces del caudaloso río Vístula, delicados y sabrosos. Antes de la comida hay siempre una especie de prólogo en una mesa aparte, en que, para abrir el apetito, se atraca uno de lengua, sardinas, caviar y otras carnes salpresadas, y se atiborra uno la barriga de aguardiente y licores. Nuestro compañero, el coronel Pratassov, nos ha dicho más de mil veces que él es muy sobrio; pero es lo cierto que nunca he visto voracidad más desaforada que la suya.

Todos estos señores militares están muy anchos con sus hazañas de Crimea. ¿Qué fuera si no hubiesen llevado lo peor? Varios me han dicho que la defensa de Sebastopol sólo puede compararse a la de Zaragoza. Los más la encuentran incomparable. Toda esta militar y soberbia aristocracia guarda un rencor hondo al de Austria, aborrece con todo corazón a los ingleses y desprecia a los franceses, aunque valientes, porque son ordinarios y parvenus.

De diversión en diversión, de fiesta en fiesta, vistiéndome y desnudándome y acompañando al duque, apenas tengo tiempo de escribir y no sé cómo puedo enjaretar esta carta. Además, con tanta comida y bebida, no está muy despejada la cabeza, aunque sea uno más sobrio, si es posible, que el coronel Pratassov. Las pannas o señoritas, así del cuerpo de baile como de la sociedad elegante, me bailan también en la cabeza. Si ve usted a mi madre, dígale de mi parte, y se lo agradeceré de veras, que no he tenido tiempo de escribirla y que desde Petersburgo le escribiré.

Mañana haremos visitas a los señores a quienes hemos sido presentados, veremos la caballería e iremos por última vez a ver a las bailarinas desde el palco del mismísimo príncipe Miguel Gortchakov. Figúrese usted las miradas que nos echarán ellas, viéndonos tan en candelero y considerándonos como gente empingorotada y del otro jueves. Cada ojo será un espejo ustorio de más fuerza que los de Arquímedes.

Adiós; no puedo ser más extenso, ni más correcto, ni mejor calígrafo. Para otra vez procuraré enmendarme y referir cosas de más sustancia. Expresiones a todos esos compañeros, ofrezca usted mis respetos al jefe y no dude del cariño de su subordinado, amigo y devoto servidor,

Juan Valera.




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Petersburgo, 10 de diciembre de 1856.

Señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Mi querido amigo y jefe: Desde que salí de esa Primera Secretaría hasta ocho días hace, he tenido sobre mi conciencia un escrúpulo harto pesado: el de ganar mi sueldo sin trabajar, corriendo cortes y divirtiéndome en grande; pero este escrúpulo empezó a desvanecerse apenas salí de Varsovia, y ya se ha disipado del todo, gracias a los ocho días cruelísimos y largos de talle que hemos empleado en llegar a esta capital. Anoche, al cabo, y como habrá usted sabido por telégrafo, llegamos a ella con mediana felicidad, aunque molidos, sucios y faltos de sueño.

Durante nuestra fatigosa peregrinación no hemos dormido una sola vez en cama, sino siempre vestidos, ya en las habitaciones imperiales (que no lo parecían) de alguna casa de postas, ya en los coches. Sólo nos hemos detenido breves horas en tres o cuatro puntos. Todo se nos volvía caminar y más caminar, sin que el camino ofreciese distracción alguna. Ora veíamos en torno nuestro una llanura sin árboles, que se extendía indefinidamente, confundiéndose a lo lejos con el aire, y que cubierta de nieve parecía un mar de plata; ora interminables bosques de pinos. Claro y sereno el cielo durante cinco horas de verdadero día, en que el sol doraba la nieve con sus pálidos rayos. Por la noche, esto es, en las diecinueve horas restantes, una luz tibia, o, por mejor decir, una luz incierta y blanquecina, que no tenía mucho de luz, porque lo que es de tibio nada tenía tampoco; una luz que no se parece ni a la del sol ni a la de la luna, y que deja entrever los objetos de una manera fantástica, me hacía imaginar que estaba en el seno de la noche cimeriana. A todo esto añada usted hondo silencio y soledad, que más bien y más a menudo interrumpían los grajos que los hombres.

Puede que haya alguna exageración en el tiempo que hago yo durar las noches de por aquí; pero es lo cierto que duran mucho, y como yo no soy muy dado a los cómputos, he calculado a ojo de buen cubero, por lo cual no salgo garante.

El país que hemos atravesado, por donde hemos pasado, quiero decir, es pobre y casi desierto. En la primera noche de viaje pasamos por Ostrolenka, donde acudieron algunos alemanes industriosos a vendernos boquillas para fumar y otros juguetes, hechos de ámbar que allí se cría. Seguimos caminando y nos detuvimos en Mariempol la segunda noche. Al otro día, y cuando el sol estaba en toda la fuerza que aquí puede tener, llegamos a la orilla del Niemen, que debíamos pasar sobre el hielo porque allí no hay puente de barcas como en el Vístula. El caudaloso río estaba, en efecto, helado. Mil ligeros trineos se deslizaban rápidamente (como leves sombras, diría Madrazo) sobre la superficie compacta. La ciudad de Kovno, con sus blancas casas, altas torres, sólidas fortificaciones y elegante iglesia griega, se aparecía en la otra orilla. Herida por los rayos del sol chispeaba como diamantes la nieve de las cúpulas y los tejados. Después del reposo del desierto, el escaso ruido y animación de aquella ciudad alegraban el alma, como si la Naturaleza reviviera. Con esto se nos entró por los ojos y los oídos, y tomó de nuevo asiento en el corazón, el amor a la vida, que se nos había escapado volando en los días anteriores; así es que no quisimos morir ahogados, dado que el hielo se rompiese oprimido con la pesadumbre de nuestros grandes carruajes, y por no tener otra mayor, descendimos de ellos y echamos a andar sobre el río.

El duque, que ha hecho toda la expedición de uniforme, entendiendo él que el ir así era indispensable requisito, y haciéndome recordar a mí aquello que dice el romance del Cid Ruy Díaz, cuando fue con los trescientos fijosdalgos a besar la mano al buen rey, que todos iban con sendas varicas,


Rodrigo lanza en la mano,
todos vestidos de seda
y Rodrigo bien armado;

el duque, digo, bajó conmigo del coche y, descolgando la cajita en que iban las cartas reales, siempre a la vista para que no se extraviaran, la tomó en la mano, o se abrazó a ella, como César a los Comentarios, y se aventuró a pasar el río, agarrándose a mí y uniendo mi suerte a la suya. Pero no bien habíamos andado algunos pasos, cuando se nos puso delante un ligerísimo trineo, que enviaban de la casa de postas para que pasásemos en él. Conferenciando ambos si debíamos o no aceptar la oferta, asemejábamos a Alejandro y a Napoleón cuando, sobre el mismo río y en época no muy remota, se avistaron y prepararon aquella famosa alianza que después se concertó en Tilsit definitivamente. Por último, subimos en el trineo. No hay para qué se referirá cómo pasamos sanos y salvos, y también los coches; ni hay que decir tampoco que las cartas volvieron a colocarse donde estaban siempre, a la vista, y que, gracias a los incesantes cuidados del duque, han llegado sin detrimento a San Pestersburgo. Yo he visto al duque mirar y remirar largo rato la cajita que las contenía, con la misma efusión con que los solitarios del monte Atos se miraban el ombligo para ver la luz de Tabor.

Hasta Kovno fueron los coches rodando; en Kovno se pusieron sobre patines. Esta operación nos detuvo allí cuatro o cinco horas, durante las cuales comimos, y no muy mal, siempre en las habitaciones imperiales, y recibimos la visita del general-gobernador, tremendo jayán, aunque tan fino o quizá más fino y mejor criado que Morgante, que vino a ver al duque con todas sus bandas, placas, veneras y demás perejiles, y con tan rico uniforme, que resplandecía como un ascua de oro. El general-gobernador acababa, probablemente, de leer el Times, estaba afectadísimo de que este periódico llame bárbaros a los rusos. El duque le dijo que no se afligiera por eso, que ya sabíamos nosotros que era mentira, y el general-gobernador se consoló algo, aunque mayor consuelo hubiera sido para él pillar allí a alguno de los periodistas y molerle el alma a coces.

No puede usted figurarse las que se han repartido para facilitar nuestro viaje. Aquel correo imperial tan gigantesco, que le dije a usted que salió a recibirnos a Granitza, y que nos ha acompañado hasta aquí, era el encargado de repartirlas, y lo hacía con una destreza y naturalidad maravillosas. Las zurras que ha dado en estos días, ni Mangiamele las cuenta. Porque es de advertir que los coches se atascaban a cada paso en la nieve, y para sacarlos de allí eran menester palancas y hombres que los levantasen a pulso y horas de afán. Por fortuna, dos o tres regimientos que se dirigían a Varsovia, y cuyos soldados iban a la desbandada para pernoctar más fácil y cómodamente en las mezquinas aldehuelas, nos han servido de mucho en estos trances. El correo tiene el grado de capitán, y, por consiguiente, cierta jurisdicción sobre los soldados; jurisdicción que ejercía sacudiéndoles el polvo, aunque no lo hubiese en el camino. Los soldados, a su vez, sacudían a los postillones y a los paisanos que, por dicha nuestra y no de ellos, se descarriaban por allá. Gracias a estar aquí el principio de autoridad tan bien establecido, y en virtud de esta armonía jerárquica, salimos del atolladero, donde, de otro modo, nos hubiéramos quedado hasta lo presente o hasta Dios sabe cuándo.

El capitán traía siempre consigo una chispa de primera magnitud, que le iluminaba por dentro; porque se ha de confesar, en honor suyo y de la chispa, que, mientras mayor era ésta, mejor dirigía él la maniobra y más certera y eficazmente aplicaba aquellos incentivos de actividad. De esta suerte llegamos a Kovno, como ya queda dicho.

En Kovno, y mientras empatinaban los coches, Quiñones, que es coronel de Estado Mayor, quiso dirigir científicamente nuestro viaje, juzgando que no iba bien hasta entonces, y, sacando mapas y poniéndose a considerarlos, como pintan a Napoleón la víspera de Austerlitz, calculó por la dirección de las aguas las desigualdades y desnivel del terreno, midió distancias, trazó figuras, tiró líneas y, valiéndose de ambas trigonometrías y hasta de las secciones cónicas, formó un profundo plan de viaje. Por espacio de dos días se siguió fiel y puntualmente este plan, y en estos dos días ni comimos, ni dormimos, ni sosegamos, andando apenas lo que en uno solo bajo la dirección del capitán.


...ignaro
d'ogni virtú che da saper deriva.

Si yo no fuese filósofo, atribuiría este fenómeno a alguna causa vulgar que no redundase muy en favor del coronel; pero siéndolo, como lo soy, me lo explico todo satisfactoriamente. La naturaleza rusa no está aún bastante civilizada para servir las leyes matemáticas, las cuales no son otra cosa que la forma de nuestro entendimiento, que imponemos, libre y espontáneamente, a la materia, creándola a nuestra imagen. Acaso aquí no se haya hecho aún esta imposición y la Naturaleza esté en un estado caótico, anterior a la abstracción, que es el verbo que la ordena y crea el Universo. No sé si me explico; pero ello es que, aunque malamente y enredados en esta lucha titánica entre la ciencia y la Naturaleza, aún no abstraída y vuelta a objetivar, aportamos a Dinabourg, después de haber cruzado el Duina del mismo modo que el Niemen, aunque con menos recelos. Allí, por fortuna, abdicó el mando el coronel, y el duque, que el día antes le había reñido al correo porque se emborrachaba y daba demasiados mojicones, le levantó el entredicho y le dio plenos poderes para beber y aporrear cuanto quisiera. El duque, a pesar de su amor a la sobriedad y de su tierna filantropía, conoció, al cabo, que sin el vino y el aguardiente no estaba inspirado el capitán, y que sin las zurras se adelantaba menos que con la ciencia del coronel.

Tomamos, también en Dinabourg, dos o tres trineos de robustos ciudadanos que nos sacasen en volandas de los malos pasos al compás de la solfa que el capitán armase en sus costillas. Estos ciudadanos se renovaban como los caballos, aunque no con tanta frecuencia. Apercibidos y pertrechados de todas estas cosas, continuamos nuestra ruta, dejamos a Ostrov y a Luga a nuestras espaldas, y a las siete de la noche logramos vernos ayer en la ciudad de Gatchina, residencia imperial, donde hay un magnífico palacio y se ve un obelisco colosal levantado a la memoria de Souvarov. Desde Gatchina a Petersburgo hay ferrocarril, y tratamos de quedarnos allí a descansar aquella noche y salir para Petersburgo en el primer tren de la mañana siguiente. Pero se desistió al cabo de este cobarde proyecto, y, cobrando ánimos, echamos el pecho al agua, o dígase al frío, y, con cuatro o cinco horas más de fatiga, vinimos a descansar a una fonda elegantísima, en el centro mismo de esta destartalada Babilonia.

Barbara pyramidum sileat miracula Memphys5.

Aquí nos dieron de cenar y nos han dado hoy de almorzar como a archiduques; aquí tenemos habitaciones, si no imperiales, mejores que las del camino, y, en una palabra, estamos mejor que queremos. Hasta el ayuda de cámara que perdió la bolsa le perdona casi al duque el que le llamase canalla. Calcule usted si aquí se estará bien.

Como los rusos son curiosos y luego se pican de nada (ahí está el gobernador de Kovno, que no me dejará mentir), no quiero echar esta carta al correo, y no saldrá de aquí hasta que vaya por conducto seguro. Dios sabe si habrán abierto la de Varsovia y no habrá llegado a manos de usted, a pesar de las precauciones que tomé para que llegase.

El conde de Nesselrode, hijo; otros antiguos amigos del duque y el vicecónsul de España han venido de visita. El vicecónsul y otro señor, de cuyo nombre no me acuerdo, comerán hoy con nosotros.

He ido a ver al príncipe de Gortchakov, ministro de Negocios Extranjeros. Su alteza ha estado amabilísimo conmigo, y he salido de su casa encantado de él. Es curioso contraste el que forma este sujeto tan inteligente, distinguido e ilustrado con el capitán de marras y sus víctimas. Pero esto mismo me da aún más alta idea del poder de este Imperio. ¿Qué fuerza no puede mandar esta poderosa aristocracia refinadamente culta, capaz e inteligente, teniendo a su disposición esta masa ruda y enérgica, que manda a puntapiés y a pescozones? Si el correo nos sacaba los coches del atolladero, ¿qué no podrán mover estos hombres el día que quieran? La defensa de Sebastopol, aunque gloriosa y sostenida contra las más grandes naciones, del mundo, coligadas, es inferior, en mi concepto, al que tengo formado del poder de esta gente. En fin: yo pedí al príncipe audiencia para el duque, y el príncipe me la dio para mañana a la una.

Al salir de casa del príncipe, y al ir a entrar en mi coche, salía del suyo y entraba a ver al príncipe una mujer tan elegante, tan alta, tan bella y de ojos tan negros y fogosos, y labios tan encendidos y entreabiertos, aunque firmes y gruesos, respirando orgullo, energía y lujuria a la vez, que me quedé atortolado mirándola, me puse colorado y contento creyendo que ella me había mirado, y con el sobresalto y el gusto, me medio rompí una espinilla contra el estribo del coche, resbalé en el hielo y, afortunadamente, no caí, come corpo morto cadde, acabando la aventura de un modo ridículo.

Esto es inmenso, inmenso, y por lo poco que he visto, me gusta más que París.

Muchas cosas tengo que decir a usted, y así, me dispensará si le escribo largo y tendido y si mis cartas van menudeando.

Adiós por ahora. Expresiones a todos.

Suyo,

J. Valera.




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Petersburgo, 16 de diciembre de 1856.

Querida madre mía: Por carta de Sofía del 27 del pasado sé que está usted bien; pero no lo sé con certeza, porque usted no me escribe, y esto me tiene con cuidado. Apenas tengo tiempo para escribir, y el que empleo en esta operación se lo robo al sueño. No crea usted, con todo, que me divierto mucho. Cuando uno no conoce ni la lengua ni la gente de un país, no puede divertirse gran cosa.

Verdad que en la sociedad elegante habla aquí francés todo bicho viviente; pero aún no he sido presentado más que a personajes masculinos muy altos y muy poco divertidos.

Anteayer estuvimos en el palacio de Tzarskoe-Selo, y fuimos presentados al emperador. El duque pronunció medio discurso como un hombre. Al otro medio se le trabó la lengua y no pudo ir adelante. El emperador contestó muy amistosa y lisonjeramente. Después de esta operación, nos presentó a nosotros al emperador. Comimos con él y con los grandes del Imperio. Luego nos retiramos a nuestras habitaciones, porque, como el palacio está a cuatro o cinco leguas de Petersburgo, teníamos en él habitaciones.

A las siete y media de la noche fuimos presentados a la emperatriz. A las ocho asistimos a una función dramática que se dio en una gran sala de palacio preparada como teatro. La Magdalena Brohan era la principal actriz. Por último, tuvimos una gran cena. Había mucha gente. Esclavos negros, con turbantes y muchos oros y colorines; y unos ciudadanos con unas mitras singularísimas, de las cuales salen penachos de plumas de avestruz, que caen formando ramos como los de las palmeras, nos sirvieron de comer y de beber.

El palacio es inmenso y rico, pero de un mal gusto y de una extravagancia churriguerescos. Para llegar desde nuestro cuarto al salón en que nos recibió el emperador tuvimos que andar, siempre en línea recta, cuatrocientos cincuenta y siete pies, que mi compañero Quiñones, que es matemático, tuvo la paciencia de contarlos, y atravesamos veintiocho salones a cuál más lujoso. Los esclavos negros nos abrían las puertas de par en par cuando nos acercábamos. Dos de mitras y plumas nos precedían. El gran maestro de ceremonias marchaba al lado del duque. Al mío, un acólito del maestro de ceremonias. El duque iba resplandeciente como un sol, y todo él lleno de relumbrones, collares y bandas. Su excelencia comió al lado derecho del gran duque Constantino, que a su vez estaba al del emperador, y cenó al lado de su majestad la emperatriz. Después de tantos agasajos y honores, nos volvimos a nuestros cuartos, nos quitamos las galas y regresamos a Petersburgo en un tren especial del ferrocarril que hay desde aquí a aquel sitio. Eran las tres de la mañana.

Hoy he visto el Palacio de Invierno, que es portentoso. El tesoro imperial, esto es, las joyas de la Corona, y no sé cuántas grandezas más.

Hemos hecho muchas visitas de cumplimiento. Hemos recibido otras tantas. Hemos estado en el teatro italiano y en el francés, en el circo ecuestre. El teatro italiano es un edificio tan rico y dorado, que parece una caja de mazapán de Toledo, toda llena de princesitas lindísimas.

A Pepe y a papá escribiré otro día. Hoy no puedo más.

Adiós. Su amante hijo,

Juan.




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Petersburgo, 23 de diciembre de 1856.

Excelentísimo señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Indudablemente, querido amigo mío, las armas han sido y seguirán siendo siempre más poderosas que las letras. Quiñones me roba el corazón del duque. El duque prefiere que le llamen «mi general», y tener por ayudante un coronel, a que le llamen «señor duque», y tener por secretario a todo un oficial de esa Primera Secretaría.

Mas yo me consolaría fácilmente de ver a mi rival preferido, porque nunca he sido celoso ni amigo de rivalizar con nadie, si pudiese hablar o acercarme siquiera a las princesitas Troubetzkoy, Dolgoroulki, Lincelov, Menschikov, etcétera, que veo casi todas las noches en el teatro Imperial y en mis sueños, y con las cuales no puedo cruzar una sola palabra, porque ésta es la hora en que no hemos tenido aún tertulia elegante donde asistir. El conde Stroganov se está muriendo de viejo, y como toda la nobleza está ligada con él por parentesco o por otras consideraciones, nadie recibe ni nadie se divierte, y nosotros nos divertimos menos que nadie. Hasta las curiosidades que vamos a ver son poco divertidas.

Aún no hemos visitado el Museo de Pinturas ni la Biblioteca; pero, en cambio, hemos estado en las Academias de Ingenieros, de Minas y del Estado Mayor. Yo sospecho que el duque entiende tanto como yo, que es nada, de cuanto allí hemos visto; pero va a verlo de uniforme y lo mira todo con tal formalidad y cachaza, que cualquiera diría que lo entiende. Así es que nuestras visitas científico-militares producen su efecto. Lo único que, por desgracia, debe dar que recelar a esta gente son las preguntas del coronel Quiñones, que a menudo se mete en honduras y en laberintos de difícil salida. Verdad es que el coronel habla poco francés, y la oscuridad del lenguaje encubre y disimula mucho. Lo que es el duque y yo nos callamos y oímos con gran atención a los cicerones.

De este hecho voy a salir un estratégico y un castrametador de grueso calibre. Lo primero que he aprendido de todas estas ciencias exactobelicorrusas es que hay en ellas algo de sofístico. Por ejemplo: el magnífico plano, o como deba llamarse, de todas las regiones del Cáucaso. Allí están en relieve las montañas donde Schamill se guarece y las domina Sepher bajá. Allí se puede señalar con el dedo la roca fulminada, donde el Poder y la Violencia encadenaron al Titán filantrópico; allí el desfiladero que conduce a Tiflis; el monte Ararat más lejos, coronado de nieve, y aún guardando acaso en su cima aquellos restos del Arca, que vio el infante don Pedro de Portugal; la Georgia en medio; la Armenia y la Persia por otro lado, y, principalmente, aquella extremidad del Imperio ruso donde viven los güebros y guardan en un templo el fuego inextinguible y divino. Todo esto exacto y maravilloso de perfección, según dicen; por donde yo me doy a imaginar que los rusos son muy farsantes y han plantado allí, al tuntún, lo que les ha dado la gana. ¿Cuándo habrán podido ellos conocer la topografía de los lugares, en muchos de los cuales no han puesto los pies nunca, ni cuándo han tenido tiempo de medir exactamente las montañas y de determinar su posición y su forma, para poder fabricar este retablo de Nochebuena? Los mapas, extensos y circunstanciadísimos, que tienen de cada provincia del Imperio, aun de las más remotas que tocan a la China, han de ser también o fingidos en gran parte, o milagrosos, o han de implicar el trabajo y las observaciones de siglos. Los modelos topográficos de Cronstadt, de Sebastopol, de Kiev; en fin, de casi todas las plazas fuertes de Rusia, son los que deben de estar verdaderamente exactos. Y lo que más llama la atención es la Escuela de Minas, donde hay modelos de toda suerte de máquinas y hasta de una mina fingida, a la cual bajamos, y donde se comprende perfectamente la manera de estar los diferentes minerales, el modo de hacer las galerías subterráneas, etc., etc. Hay, además, en la misma Escuela, un rico gabinete de mineralogía y paleontología. Muchos huesos de mamut, hallados en Siberia; plesiosauros, ictiosauros y otros fósiles ya extinguidos como raza viviente. Inmensos pedazos de malaquita, piedras y metales de todas clases, y una pepita de oro, hallada en las minas del Ural, que pesa ochenta y ocho libras y no tiene mezcla alguna. Hay también un gran pedazo de platino puro, del que produce este Imperio, y otros cincuenta mil objetos raros, que me sería imposible ni siquiera nombrar aquí. El coronel Obrescov, que come y bebe como el Pratassov de Varsovia, y que está encargado de enseñarnos todos estos primores, nos los suele explicar ya a oscuras, de modo que me acuerdo de la fábula de Iriarte, y tengo a veces tentaciones de decirle, si él me entendiera:


¿De qué sirve tu charla sempiterna,
si tienes apagada la linterna?

El otro día, cuando se suponía que estábamos viendo el modelo de bulto de la batalla de Borodino, no se veían ya, donde estábamos, ni los dedos de las manos; pero Obrescov seguía diciendo:

«Vean aquí la Caballería rusa; por aquí está la Artillería; reparen ustedes qué bien hechos están estos cosacos, que no parecen sino que quieren hablar, y los caballejos que apenas ponen los pies en la tierra, según van de ligeros.»

Aquí se nota en todo un amor propio nacional exageradísimo, una presunción inmensa, aunque en muchas cosas fundada, y una vanidad personal y una exageración y una blague como nunca la hubo en Francia, ni en España, ni en todo lo descubierto en la Tierra. No hay majadero que no trate de hacer creer a usted que es un Salomón, ni don Pereciendo que no asegure que gasta al año veinte o veinticinco mil rupias por lo menos, ni teniente que no le cuente a usted sus hazañas y por docenas los enemigos que ha muerto en la guerra.

Hemos visto el Palacio de Invierno, que es magnífico. Mucho jaspe, mucho dorado y mucha malaquita. Los retratos de los emperadores están en unos como altares. El cuarto donde murió el emperador Nicolás se enseña ahora con más respeto que en Jerusalén se podrá enseñar el Santo Sepulcro. Hay cuadros muy hermosos de artistas extranjeros. Los cuadros rusos me recuerdan el del Hambre de Aparicio. La misma entonación, el mismo buen justo, la propia dulzura y armonía en los colores y gracia en la composición. En las habitaciones de la emperatriz madre hay dos lindísimas estatuas de Canova: La hilandera y la hebe. En el tesoro de Palacio hay ricas joyas, descollando entre todas la corona del zar y el cetro, en que está el tercer brillante que hay en el mundo por la perfección y la grandeza. Lo que llama mucho la atención son las diferentes vajillas de la coronación de cada emperador. Cada ciudad del Imperio tiene la costumbre de presentar al zar, en señal de rendimiento, pan y sal; y estos dos objetos se presentan siempre en un plato inmenso, de oro y de plata, con esmaltes y joyas, y donde la materia es casi siempre vinta del lavoro, cuando no por el primoroso artificio, por la prolijidad minuciosa. Estos platos y saleros forman ya una riqueza inaudita.

Hemos estado a comer en casa de Gortchakov, donde asistió todo el Cuerpo diplomático, menos el embajador de Francia. No hubo damas. Al día siguiente comimos en casa de Nesselrode, y cuando a los rusos les da por ser feos, nadie los gana; por manera que la mesa parecía un cuadro de las tentaciones de San Antonio. El demonio y su hijo precioso no tienen que ver con Nesselrode y su hijo. Los demás convidados no discrepan mucho de tan distinguida fealdad. Una de las damas tenía un buche en el pescuezo tan negro y arrugado que parecía un testículo de negro con hidroceles. En fin: era cosa estupenda y que ponía grima. Lo que es Nesselrode no parece hombre de los que se usan, sino una cosa rara.


Non cosa del mundo, non
contra quien fallecen lanzas
y no arremete el trotón.

Y lo más extraño y paradójico de todo, lo que usted acaso no querrá creer, y juzgará maledicencia, extravagancia o ligereza mía, pero que no por eso alejaré yo de tenerlo por cierto, es que Nesselrode es un tontainas, indigno de atar y desatar los cordones de los zapatos a Miraflores. Tiene, sin embargo, algunos cuadros muy bellos de la escuela italiana; un Cristo, del divino Morales, legítimo; una casa elegante y confortable y un cocinero ideal. El emperador no lo tiene mejor. La comida que nos dio Nesselrode acaso será la mejor que he disfrutado en mi vida. Yo imaginaba que las arpías y otros avechuchos estrafalarios habían invadido el Olimpo y se estaban engullendo el néctar y la ambrosía de los dioses.

Por lo demás, conviene añadir, en honor de la verdad, que los rusos son muy exagerados en todo, y que, al lado de una fealdad tan satánica luce la divina y soberana hermosura de una docena de princesitas que pueden apostarse a hermosas con las más hermosas de que hablaron nunca las historias, así sagradas como profanas. Una de esas princesitas, la Troubetzkoy, dicen que se casa con míster Morny.

Mas, a pesar de esto, las cocottes viejas y jubiladas de París vienen aquí y hacen fortuna, tienen palacios, joyas y cocinero y carruajes, y dan bailes y soirées, a los cuales asisten los grandes del Imperio, hasta de uniforme, si es menester. Esta noche hay concierto y cena en casa de mademoiselle Falcón, la querida de un rico boyardo llamado Nariskin o algo parecido. Allá iremos si hay tiempo.

Hoy tenemos mucho que hacer. Sobre todo la parte militar de esta misión extraordinaria. En premio de haberla echado tanto de militar, e ido tanto de uniforme, el emperador le da al duque una revista con quince grados bajo cero. Su excelencia y su edecán tendrán que ir a caballo y ver desfilar treinta mil hombres a pie firme. ¡Dios quiera que se les tengan firmes las narices durante esta función! Yo, entre tanto, iré de visita y pasaré revista a mademoiselle Formosa, notable amazona, errante ninfa, fugitiva de Mabille o del Château des Fleurs, donde acaso por otro estilo podré también perder las narices. En esta vida está uno siempre cercado de peligros. He conocido a mademoiselle Formosa en el Gran Teatro, donde tenía palco la noche que la vi por primera vez, aunque un palco cuesta allí veinticinco rublos. No hay que decir que mademoiselle Formosa gasta coche y, bueno, vive en un hotel de primera categoría. ¿Si lograré que se encapriche por mí y me haga dichoso sin saquearme?

Hemos ido algunas noches en casa de la Bosio. Su tertulia se compone de príncipes y de artistas, y de personas allegadas a los príncipes, como Quiñones y yo. Allí se charla, se fuma y se canta. Todos adoran a la señora de la casa, que es la reina de las cantarinas; al menos, aquí la tienen por tal.

Hoy tenemos comida en casa del conde Esterhazy, ministro de Austria, y, además de la tertulia de mademoiselle Falcón, que quedará para lo último, como el trueno gordo, una tertulia muy formal en casa del príncipe Miguel Galitzin, nombrado ministro de Rusia en Madrid. Es persona de las feas que hay en Rusia; pero no de fealdad muy desatinada. Su mujer, en cambio, dicen que es un primor. Yo no la conozco todavía. El príncipe es gran literato, bibliómano y aficionadísimo a reunir cuadros. Tiene mucho dinero, y no hay que decir a usted que es de las primeras familias del Imperio. El príncipe Alejandro Gortchakov ha dicho al duque: «No les enviamos a ustedes un Toisón de Oro porque no lo tenemos; pero ahí va ese señorón y su linda esposa.» Se cree que darán bailes y vivirán en Madrid con notable esplendidez y elegancia.

El duque ha aconsejado al príncipe que alquile la casa de Riera.

Por hoy, querido don Leopoldo, basta de carta. ¡Haga el Cielo que tenga usted tanto gusto en leerla como yo en escribirla!

Adiós. Suyo afmo. y s. s., q. b. s. m.,

J. Valera.




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Petersburgo, 28 de diciembre de 1856.

Señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Muy querido amigo: Mi situación aquí se va complicando. Tengo ganas de volver a Madrid y a esa Primera Secretaría, y el duque, así por la carta en que dice el marqués de Pidal que espere a Istúriz como por el frío que hace, pues hemos tenido hasta veintidós grados Réaumur bajo cero, no se atreve a volverse, y Dios sabe hasta cuándo se quedará aquí.

Entre tanto, llueven sobre nosotros los obsequios y convites. Ya hemos estado a comer en casa de Gortchakov, de Nesselrode, del ministro de Austria, del gran maestro de ceremonias, conde de Borch, y aún estamos convidados por el ministro de Holanda, por el de Prusia, por la princesa Kotchoubey y por no sé cuántos personajes más. Las tertulias empiezan también, y, como creo haber dicho a usted, he asistido a dos clases de tertulias: las de las Aspasias y Lais, donde siempre se termina la función en cancán y semiborrachera, y las de la alta sociedad, que no pueden ser más elegantes y encopetadas.

En estas tertulias se cena siempre. Aquí no se concibe diversión alguna en que no se manduque algo. Anoche recibió la princesa Kotchoubey en su magnífico palacio. Se bailaron muchos rigodones, valses, poleas y mazurcas, que es el baile nacional de por aquí, y lo bailan divinamente, y terminó la función a las cuatro de la mañana, después de haber cenado opíparamente. El arte culinario ha llegado aquí al último extremo de perfección, y no puede usted imaginarse qué combinaciones tan sabias y qué inventiva tan acertada y fecunda forman y tienen los cocineros. Pero yo sé de buena tinta que no son ellos solos los que combinan, inventan y discurren. Siempre que un señor comme'il faut da una comida priée, hace venir a su cocinero a su gabinete y discute con él concienzudamente la mejor manera de agasajar a sus huéspedes, y de saturarles deliciosamente el estómago con los más alambicados extractos de todas las cosas fungibles. De estas discusiones nacen luego estas comidas tan maravillosas. Pero nadie sabe darlas como Nesselrode. Nesselrode es mi hombre.

Hoy comemos en el palacio de la gran duquesa Catalina Michailovna, casada con Ernesto, príncipe de Mecklemburgo-Strelitz. El duque ha conocido mucho a estos señores en Baden y en Londres, y es muy amigo de ellos. La demoiselle d'honneur de la gran duquesa tiene muy buenos bigotes, y el duque se enternece al verla y al hablarle. Se llama la señorita Strattmann.

La bondad del duque, su nombre, su riqueza y el que esté soltero contribuyen mucho a que le quieran y obsequien tanto, o a que, las damas sobre todo, sientan que se vaya y que venga don Xavier. Los hombres de Estado se alegran de que don Xavier venga. Acaso tengan que tratar un día cosas importantes con él. Aunque no se habla de política como en Madrid, y en todo se guarda la mayor reserva, se nota, sin embargo, gran desvío hacia Austria y un odio intenso a los ingleses, que si no estalla ahora con motivo de la toma de Herat por los persas y declaración de guerra de la Gran Bretaña, estallará tarde o temprano. Las dos grandes naciones se han de encontrar un día en el centro del Asia, e Inglaterra ha de llevar lo peor. La misión civilizadora y regeneradora de aquellas regiones está, a mi entender, confiada a los rusos por el Destino. Los ingleses no son expansivos ni simpáticos para cumplir misión semejante. La civilización inglesa, grande y hermosa, se parece a los caracoles que engendra de sí misma en América; pero que no puede tener cópula y engendrar, como generalmente se usa y como sería menester se hiciese en Asia, donde no es posible exterminar la raza indígena para implantar la anglosajona.

He hablado, como cosa mía, confidencialmente y de amigo a amigo, con uno antiguo que tengo de oficial en este ministerio de Negocios Extranjeros, que es sobrino del conde Orlov, y que pasa por un Séneca, sobre el asunto de las cruces. Veremos lo que él me dice cuando le cuente a Gortchakov nuestro diálogo. Yo creo que todo se podría conseguir de esta gente con el tiempo y la prudencia. Es menester quitarles de la cabeza la pésima idea que tienen de muchas de nuestras cosas y de la poca estabilidad de los Gobiernos en España. La independencia Belga nos hace un daño espantoso. Aquí es el periódico que más se lee. El Diario de San Petersburgo no hace más que copiarlo, y ya sabe usted qué noticias da La Independencia. Últimamente ha dicho que la opinión pública condena a muerte al Ministerio Narváez, y que en Palacio se aguarda sólo una ocasión oportuna para deshacerse de él. Esto no lo copia, el Diario de San Petersburgo. Son aquí bastante circunspectos y bien criados para copiarlo. Pero aseguro a usted que se cree, aunque no se copie, y ya podrá usted calcular si esta creencia los predispondrá a dar grandes cordones de San Andrés. Dispénseme usted que hable con franqueza. Yo entiendo que en España debíamos hacer esfuerzos y hasta sacrificios por figurar más y mejor en todas las intrigas y discusiones diplomáticas de Europa. Lo que es ahora, se diría que no formamos parte de esta gran república de naciones. Para nada se cuenta con nosotros sino para tratarnos mal en los diarios. El que le traten a uno bien cuesta dinero. Rusia paga con rumbo los elogios, y deberíamos imitarla según nuestras fuerzas. Con poco que se diera al Norte, de Bruselas, nos alabaría tanto como La Independencia nos deprime. Acaso convendría también echar de Madrid con cajas destempladas al corresponsal de La Independencia. Esto es algo ruso; pero siempre se le pega a uno algo de la tierra en que está.

La revista que debía haber el otro día no llegó a verificarse por el frío; pero hoy, en este momento, se está pasando la revista, y el duque y su ayudante de campo están en ella, a caballo, con el emperador. ¡Dios quiera que no vuelvan helados, aunque el tiempo es hermosísimo y no hay más que de doce a catorce grados de frío!

He notado y he admirado mucho la galantería rusa. En las naciones gobernadas constitucionalmente pierden su influencia las damas, y la galantería acaba. Aquí, por el contrario, triunfan las damas y son objeto de mil rendimientos y adoraciones. La Kotchoubey, aunque ya abuela, es tan elegante, tan gran señora, y tiene aún carnes tan frescas y, al parecer, tan apretadas y consistentes, que todos se le abaten, como los gavilanes a la garza; y es cosa de ver al Gortchakov hacer extremos por ella, estar siempre a su lado, mirarla con ojos lánguidos y hacer quiebros y decir dulzuras y formar pucheritos como si se le viniese el agua a la boca. Ella recibe con la mayor dignidad todas estas muestras de veneración y de la admiración que inspira. Es una princesota de lo más entonado y empingorotado que he visto, y sin duda alguna que ha de ser una delicia bajarle el orgullo.

Gortchakov es de esta opinión, y son tales los visajes que hace al estar cerca de ella, que parece


   Vencido de un frenético erotismo,
enfermedad de amor, o el amor mismo.

Pero he aquí al duque y Quiñones que vuelven de la revista, con toda la integridad de sus orejas y narices y encantados de las atenciones que el emperador ha tenido con ellos. El duque iba a su lado, en un soberbio caballo, y Quiñones, entre los generales. Cerca de cuarenta mil hombres de todas armas estaban formados en la inmensa plaza que hay delante del Palacio de Invierno. Se componía este ejército de cuarenta y cinco batallones, sesenta y tres escuadrones y ciento cuatro piezas de artillería, ochenta montadas y veinticuatro volantes. Formaban la escolta del emperador gentes de todas las naciones que militan bajo su bandera, y son como muestra de la grandeza y variedad del Imperio. Allí había cosacos del Don y del Cáucaso, georgianos, circasianos y armenios, con elegantes y variados trajes militares y armas bárbaras y resplandecientes. Además de la artillería de que he hablado, había dos baterías de cosacos. Quiñones dice que la Artillería tiene mal material y que no está tan bien como en España. La caballería, en cambio, es excelente. Los caballos, parecidos a los mejores andaluces. Los jinetes, ágiles y firmes. La Infantería, ni con mucho tan ligera e impetuosa en sus movimientos como la nuestra; al parecer, al menos, puesto que no ha maniobrado. Los fusiles, casi todos fabricados aquí y no de los mejores. Los soldados marchan no naturalmente, como los españoles, sino con aquella especie de danza pírrica que dije a usted se usaba en Prusia. El emperador, con sus generales, el duque y Quiñones, recorrió las filas a todo galope de los caballos, y, parándose luego al frente de ellas, dio las voces de mando para que desfilaran. El desfile lo vieron a pie firme y muriéndose de frío.

Seguimos viendo las curiosidades de esta capital. Anteayer estuvimos en la iglesia de San Isaac, que ahora se está acabando de construir bajo la dirección de un arquitecto francés llamado monsieur de Montferrand. Es un templo griego por el estilo de Santa Sofía, de Constantinopla, pero, por la riqueza y hermosura de los adornos, superior a cuanto he visto en mi vida. No es muy grande, sin embargo, este templo. Columnas de granito de una sola pieza y en gran número, adornan y sostienen lo exterior del edificio. Cada una de estas columnas es de treinta pies de altura.

La cúpula es esbelta y elegantísima, adornada asimismo con ricas columnas de jaspe, que sirven de base a la parte superior, toda dorada como un ascua encendida. Lo interior del templo es verdaderamente un tesoro. Las ricas pinturas que cubren los muros, obra en la mayor parte de artistas italianos y alemanes, son solamente provisorias y serán reemplazadas con otros tantos mosaicos, que aquí se fabrican, dicen, tan bien como en Roma. La variedad de molduras y adornos de bronce, de jaspes, de lapislázuli, de malaquita y de otras piedras de gran precio que hay en el templo, es asombrosa. En el iconostasio hay diez columnas de malaquita de desmesurada grandeza. Las tres capillas interiores, donde solamente entran los sacerdotes, y donde lo más sagrado del rito ha de celebrarse, son de un primor inconcebible.

También hemos visto la iglesia de Kazán, que es la Atocha de por aquí. Allí están las banderas cogidas a los enemigos y las llaves de las fortalezas y ciudades que se han entregado a Rusia. Esta iglesia es por el orden de la de San Pedro en Roma, si bien ni con mucho tan grande. Las pinturas bizantinas que cubren sus muros están cubiertas de oro, de plata, de esmeraldas, diamantes y rubíes. La cabeza de la imagen, negra, es lo único que aparece entre tanta profusión de joyas. La plata, el oro macizo y la inmensa cantidad de piedras preciosas que quitan la vista y cubren o, por mejor decir, forman el iconostasio, fueron regalo de los cosacos del Don en tiempo de la emperatriz Catalina II.

Ayer estuvieron los dos militares de esta misión (yo no fui porque estaba cansado) en la Escuela de todas armas. Dicen que habrá en ella ochocientos cadetes, y que está bien organizada, con gran lujo y comodidad. Hay en ella sobre cincuenta profesores de ciencias, idiomas y ejercicios gimnásticos como esgrima, danza, equitación, etc., etc. Todos estos establecimientos se puede asegurar que están, por lo menos, tan bien montados como donde mejor, y con más grandeza que en parte alguna.

El príncipe Miguel Galitzin me encarga que averigüe qué casa podrá tomar alquilada y su precio. Quiere, asimismo, algunas noticias y apuntes sobre muebles, caballos, coches y demás cosas que piensa gastar en ésa; porque él vivirá, a lo que se cree, con gran lujo, y llevará consigo a su señora, y dará bailes y demás zarandajas. Ruego a usted que me informe sobre todo esto, o encargue a alguien que me informe. El príncipe me ha dicho que si trae Istúriz de veinte a veinticuatro mil duros de sueldo, y de diez a once mil para establecerse, podrá estar muy decorosamente en San Petersburgo.

La princesa Lucía Dolgorouki me dijo anoche que, ya que no se queda Osuna por aquí, debían enviar de España al duque de Rivas, a quien conoció en Nápoles, y de quien me habló con tan vehemente entusiasmo, que, aunque yo sé que el duque se lo merece todo, todavía me atrevo a sospechar que este entusiasmo proviene en parte de que mi antiguo jefe trató de..., tentativa que no hay mujer, por recatada que sea, que no agradezca eternamente.

La princesa me dio cariñosas memorias para el duque. Déselas usted con mil aún más cariñosas, aunque menos sensuales, de parte mía, y créame suyo afectísimo,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 1 de enero de 1857.

Mi muy querido amigo: Con gran sorpresa he visto en los periódicos las dos cartas que dirigí a usted desde Berlín y Varsovia, y he sentido rubor y encogimiento al verlas publicadas, porque si algún mérito tienen, no haciéndole del que la bondad, ciega a veces, de los amigos quiera prestarles, es en aquellos pasajes algo resbaladizos y meramente anecdóticos que, por su condición misma, no pueden publicarse y que, segregados del resto de las cartas, las dejan a trechos oscuras y truncan las frases y el sentido. Ya mis cartas de por sí, escritas al galope y sin presumir yo de atildado y retórico al escribirlas, son tan desaliñadas, que al leerlas ha de causar enojo a muchos. Pero siga usted publicándolas si quiere, que yo me enmendaré, cuando no en el estilo, pues por mi carácter es imposible que yo lo lime y pula para escribir una carta familiar, al menos en las noticias que vaya dando, las cuales procuraré que en adelante sean de más interés. Bueno será, con todo, advertir que no trato yo de dar una idea, ni siquiera ligerísima, de lo que es este grande Imperio, inferior sólo en extensión al que dominó nuestro emperador Carlos V, que abarca bajo un mismo lindero la séptima parte de la tierra habitable, y donde hay tantas razas diversas, se hablan tan varios y distintos idiomas y se usan costumbres tan peregrinas. Mal podría yo en algunos días instruirme de nada por mí mismo ni contar cosas de aquí, como no sea por juego. Por nada de este mundo me pondré tampoco a copiar y a extractar, en mis cartas, las obras de los viajeros que, desde Oleario hasta el barón de Haxthausen, desde los tiempos de Juan el Terrible hasta los nuestros, han venido por aquí, o con misión de sus respectivos Gobiernos o como caballeros que viven de sus rentas, y han escrito lo que mejor les ha parecido acaso, pero con más datos y más espacio que yo puedo escribir ahora. Si yo supiera el ruso, ya sería otra cosa. La literatura de esta nación apenas es conocida en parte alguna, y la lengua, aunque empieza a estudiarse, se sabe poco. Difícil me será, por tanto, conocer algo del estado social de esta nación por su literatura, que dicen ser un trasunto fiel de dicho estado social. En Francia no creo que se conozcan más que algunas novelitas de Puschkin y de Gogol, que Mérimée y Viardot han traducido, y varios extractos y juicios críticos de otras pocas publicados en la Revista de Ambos Mundos. En Alemania se ha traducido algo más, y, sirviéndome de la lengua alemana, que entiendo medianamente, pienso leer los poetas.

Pero, entre tanto, ¿cómo saber, repito, a no emplear en estos años de estudio, las leyes, la organización política y la manera de ser de sesenta y cinco millones de hombres? Usted me dirá que yo no voy a escribir una obra seria sobre la Rusia, sino cartas a un amigo, refiriéndole lo que ahora se llama impresiones de viaje; mas yo contestaré que estas cartas, que sin escrúpulo de conciencia escribía yo antes, creyendo que eran para usted solo, me dan hoy notable recelo y me hacen temer que me tengan por atrevido, si no consideran los que esto lean la insólita humildad con que confieso mi ignorancia. ¿Qué podré decir yo de cosas serias y de sustancia que no hayan dicho y redicho Pallas, Gmelin, Blasius, Goebel, Koch, Humboldt y tantos otros sabios viajeros? Ruego, pues, a cuantos pongan los ojos en estas líneas, que no lo hagan por instruirse, sino para divertirse un rato, si, por dicha mía, les parecieren divertidas.

Separada España de las grandes cuestiones de política internacional que se agitan hoy en Europa, y sin motivos poderosos que la muevan a buscar la alianza o a temer la enemistad de Rusia, no puede interesarse tampoco en las investigaciones que sobre Rusia se pueden hacer, se han hecho y siguen haciéndose. Libros como el que ha escrito Tengoborski sobre la fuerza productiva de este Imperio, o como el que escribe ahora Schmitzles, titulado El Imperio de los zares, no tendrían apenas lectores a escribirlos o traducirlos en castellano. Los literatos y los hombres facultativos y especiales que quieran enterarse ya en las leyes, ya en la administración, ya en el estado del Ejército de este Imperio, acudirán sin duda, a las obras que sobre cada uno de estos puntos se han escrito en otras naciones de la Europa occidental, sobre todo desde que sus ojos se volvieron hacia aquí, hace pocos años, y miraron, atentas y asombradas, la gran batalla que se peleó en Crimea. Y diga gran batalla por la abundancia de aprestos bélicos, número de soldados y poder y riqueza de las naciones beligerantes, no por los resultados que de tales medios se podían esperar. A mi ver, lo más admirable de esta guerra no es el resultado, sino la consecuencia que de ella infaliblemente se deduce, y pone en claro la maravillosa vitalidad de los pueblos que la emprendieron. Perecen en ella de quinientos a seiscientos mil hombres, se gastan miles de millones, y los pueblos se resienten apenas de esta pérdida. Cualquier grande apuro económico que pueda haber en Francia, en Inglaterra o aquí, proviene o provendrá indudable y principalmente de otras causas.

Pero me voy encumbrando demasiado y me podrá usted decir lo de Maese Pedro al chico que enseñaba el retablo: «Muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala.»

Paulo minora canamus.

Hablemos, pues, de aquellas cosas que veo y noto, sin meternos en honduras y sin consultar a los sabios. Seguro estoy de que, por muchos disparates que yo piense y diga de esta gran capital y de Rusia entera, nunca serán tantos como los que aquí se piensan y dicen de nuestra amada patria. No pocas personas, por lo demás sensatas, imaginan aquí que fuman todas las señoras españolas, siendo, por el contrario, las que fuman, las rusas: que nos vestimos de majo; que nos damos de puñaladas a cada momento; que viajamos siempre en litera o en mulo; que detrás de cada mata hay una partida de ladrones, y no sé cuántas diabluras más, que pueden tener algún fundamento de verdad, pero que, por fortuna, no lo son completamente. Todos tienen aquí por cierto que durante el invierno están tan desabrigadas y poco confortables las habitaciones de Madrid, que hasta las señoras más aristocráticas se ven obligadas a colocarse una olla de carbón encendido debajo de las enaguas. Las damas rusas no se atreven a abanicarse delante de nosotros, no sea que nos den una cita, nos digan doscientas mil ternuras o nos hagan concebir esperanzas y poco castos deseos, comprometiéndose sin que ellas se lo percaten. Creen tan a pies juntillas en el lenguaje del abanico como Homero en el de los dioses, del cual tuvo la audacia poética de dejarnos algunas palabras en sus obras. Mas por lo que toca a la verdadera lengua que se habla en Castilla, ni aquí se estudia ni se sabe palabra, a pesar de la facilidad maravillosa de los rusos para aprender idiomas. La mayor parte de ellos, singularmente las damas, imaginan que no hay en castellano libros que leer, fuera del Quijote, que está traducido al ruso. Muy raras excepciones hay de esta regla y, por lo mismo, quiero hacer aquí mención honorífica del joven general Kraschnakousky, que habla regularmente nuestra lengua y conoce algo nuestra literatura. Me ha dicho que ha traducido en ruso, y que ha publicado un opúsculo de Martínez de la Rosa sobre la guerra de las comunidades de Castilla y algunos articulitos de Larra. Me ha pedido que le hable de las obras más notables en prosa que han aparecido últimamente en España, para ver si hay alguna que le convenga traducir, y de cuantas le he citado ha elegido la Historia de los judíos en España, de Amador de los Ríos, no sólo por la novedad del asunto, sino porque habiendo en este Imperio millón y medio de hijos de Israel, querrán saber por lo menos lo que aconteció a sus parientes en España, y cómo florecieron entre ellos las letras y las ciencias. Diga usted, pues, a Amador que dé un ejemplar de su libro a Istúriz para que se le traiga a Kraschnakousky.

Le he hablado a usted, en otras cartas, del lujo asombroso de los grandes señores rusos. Cada día me maravillo más de este lujo. Harto se conoce que han dado al fin con los montones de oro que, según refieren los más antiguos historiadores griegos, ocultaban y defendían los grifos de Arimaspes, allá en el centro de la Escitia.

Cada día tenemos una comida y cada día vemos un nuevo y magnífico palacio. Ayer comimos en casa de la princesa Yussupov. La escalera, de mármol, es regia y estaba brillantemente iluminada. Desde la entrada de la casa hasta el último salón, todo a una temperatura de dieciséis a dieciocho grados. Plantas y árboles intertropicales adornaban todas las estancias. Una de ellas remedaba un gracioso y rústico jardín, con grutas y peñascos, de los que salían surtidores de agua cristalina, que formaban agradable murmullo. Lacayos de gran librea estaban en gran número en las escaleras y en la antesala. En los salones dorados, en que nos recibió la princesa, había mil objetos preciosos y del mejor gusto. El comedor es una obra maestra de arquitectura. La hermosa bóveda que lo cubre se apoya en una infinidad de elegantes columnas corintias de notable grandeza. Al lado del comedor está el jardín que ya he descrito. Ocultos detrás de una cortina, y en otra sala inmediata, había treinta músicos, criados todos de la casa, que tocaron y tocan diariamente durante la comida, con gran primor e inteligencia. Cuando cesaba por un momento la orquesta, se oía más distinto el murmullo del agua de las fingidas grutas y el canto de los pájaros que allí estaban aprisionados,

en el metal de las doradas rejas.

Lindísimos primores artísticos de antigua porcelana de Sajonia, pastores y zagalas Pompadour, figuras alegóricas y divinidades del Olimpo cubrían la mesa. La comida no hay más que decir sino que, como otras de que ya he hablado a usted, y aun acaso mejor que otras, fue la quinta esencia de todo lo fungible y grato al paladar. Después de la comida fuimos a tomar el café a un salón elegantísimo e inmenso, donde hasta entonces no habíamos estado, y que debe de ser el cuarto donde de diario está la princesa. No he visto nunca habitaciones más cómodas ni muebles mejor dispuestos y agrupados para la causerie. Los muros de este gran salón estaban, en parte, cubiertos de riquísimas maderas, esculpidas con prolijidad y buen gusto en la ornamentación; en parte pendían de ellos antiguos y costosos tapices de Gobelins, que representan las aventuras de Meleagro y que es cada uno una obra de arte. No describo los demás objetos por no cansar a usted; sólo mencionaré tres vasos de porcelana de Sèvres; que pertenecieron a María Antonieta, y que son, en efecto, dignos de una reina. La princesa, que está viuda y que tiene en París un hijo, agregado a la Legación de Rusia, es una señora ya de cierta edad, pero amable y simpática por todo extremo. Las alhajas con que se adorna la hacen parecer hermosa todavía. Cuenta, entre sus diamantes, la célebre Estrella Polar, y tiene collares de perlas blancas, negras, de color de rosa y hasta de color de chocolate.

En un sitio apartado del salón de la princesa, en una especie de retraimiento, y en el recinto que forman varias frondosas enredaderas, está colocada, como en una capilla, como en un tabernáculo diré mejor, y puesta sobre un trípode primoroso, una caja de sándalo, que derrama dulce fragancia. La caja parece hecha de filigrana, según lo prolijo de las labores, y entre los fantásticos dibujos que éstas hacen, leen, los que lo entienden, varios textos de la Biblia entallados allí en caracteres y en lengua eslavona. Una corona imperial, un cetro y una espada, puestos sobre un almohadón, y lindamente modelados, sirven de remate a la tapadera de esta caja preciosa. Yo me paré a considerarla, y no sé por qué imaginé que algún misterio de dolor y de santo y purísimo cariño se encerraba allí dentro. Acaso la princesa leyó en mis ojos esta idea, porque vino a mí, y abriendo la cajita, me mostró el tesoro que encerraba. Era la máscara en yeso y las manos vaciadas en la misma materia del cadáver de un amigo querido y respetado. Era la cara hermosísima, llena de majestad y de dulzura, del emperador Nicolás, difunto.

Morte bella parea nel suo del viso.

Sus manos, perfectas y aristocráticas, resaltaban por la blancura del yeso sobre el terciopelo negro en que estaban. Me encantó el tierno respeto y la amorosa melancolía con que miró la princesa y elogió aquellas manos y aquella cara que ya no existen.

Estos días no hemos hecho otra cosa más que comer y hacer la digestión. Esto será grosero, pero es la verdad. Que no lo sepa el público. De comida en comida y de cena en cena, y acostándonos tardísimo, no hemos tenido tiempo de ver nada en estos días. Y de las comidas, ¿qué he de decir a usted, sino que casi todas son exquisitas? Lo único que he echado de menos son las ostras; y las he echado de menos por amor de lo perfecto, no porque a mí me gusten. Los helados aquí son excelentes. Escuela napolitana, como en París, pero llevada a tal extremo de delicadeza, que ni en Tortoni ni en el café de Europa, en Nápoles, hacen tales helados como éstos. Los frutos, deliciosos; sobre todo, las uvas de Astracán. Y los vinos, los mejores del mundo entero, que vienen aquí para que esta gente se los beba. Los vinos del país juzgan estos señores que aún no son dignos de servirse en las mesas elegantes; pero dicen que los hay muy buenos en Crimea, en el Cáucaso y en Besarabia. Por lo demás, la cuna del vino está en Rusia. Ésta posee la región donde Noé exprimió la uva y bebió por vez primera el mosto fermentado, al bajar del monte Ararat, después del diluvio. En esa región se da la viña silvestre, pero se cultiva también, con gran éxito, y cada día se va mejorando.

Por último, y para no volver en carta más alguna a hablar de comestibles o de cosas potables, diré que hay algunos peces, propios de estos mares, sabrosos a maravilla; caza en abundancia, así volátil como cuadrúpeda; faisanes ricos y pollitos tan de corta edad, que no es posible que nazcan en esta estación naturalmente, sino por alguna incubación artificiosa. El café no puede ser mejor; tiñe la taza de amarillo, y el té, que viene por tierra desde la China, atravesando toda la Siberia, conserva un aroma que pierde el que viene por mar.

En medio de estos regalos, esperamos las órdenes del Gobierno para volvernos no por donde hemos venido, sino por Moscú. Queremos ver esta ciudad originalísima, que dicen ser la verdadera capital de Rusia, la que guarda el sello y el carácter de la civilización eslava, pura y sin mezcla.

Entre tanto, aún nos quedan doscientas cosas que ver aquí, y entre ellas el Museo, la Biblioteca Imperial, etcétera, etc. Otra carta irá ya con noticias de estas cosas. La de hoy empezó por prometer mucho y no cumple nada hasta ahora, ni podrá cumplir, porque me siento cansadísimo, y aquí la concluyo.

Adiós, y créame su amigo,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 3 de enero de 1857.

Tiempo es ya, mi querido amigo, de que hable a usted del Museo Imperial. Ayer y anteayer lo he visitado, y apenas he visto tres salones, a pesar de las seis horas que he estado en él; tan rico es y tan grande. Como usted sabe, se llama La Ermita, y fue edificado por Catalina II, que se iba allí para hacer penitencia, en compañía de artistas, sabios y buenos mozos, y que, en vez de cilicios, disciplinas y calaveras, lo adornó con cuanto la Naturaleza y el arte pueden crear de más bello. En busca de estas cosas, con buenas cartas de crédito y con orden de no escasear el dinero, mandó la emperatriz a París al célebre Grimm, y a Mengs y a Riefenstein, a Roma. Los tres cumplieron bien su misión y enriquecieron aquel austero retiro. Los sucesores de la gran Semíramis del Norte han ido, a porfía, aumentando su riqueza, y hoy se halla convertido aquel magnífico palacio en uno de los museos más maravillosos del mundo. Contaré lo que he visto en estos días, y, conforme vaya viendo, iré contando. No he podido dar con un catálogo impreso, ni creo que lo haya; por manera que debo conservarlo todo en la memoria y adivinar mucho.

El aspecto general del edificio es de una grandiosidad incomparable. La escalera y muchos de los salones están sostenidos por columnas de granito, de una sola pieza, y, al parecer, de veinte a veinticinco pies de altura. Por dondequiera le ven ricas mesas de mosaico, el pavimento de mármol o de mosaico también, y por dondequiera hay jaspes de todos colores y vasos elegantes, de mil formas y tamaños, de pórfido, de bronce de porcelana, de alabastro, de lapislázuli y de malaquita.

El primer salón donde me detuve a mirar detenidamente los objetos fue, como buen español que soy, el salón donde están los cuadros de nuestros pintores; cuadros tan buenos y en tanto número, que siente uno al verlos cierto gozo y orgullo patriótico. Ni en el Louvre, ni en la Galería de Dresde, ni en parte alguna, fuera de España, está tan bien representada como aquí la escuela española. Sólo Murillos hay veintidós. Un San Lorenzo, una Huida a Egipto, La escala de Jacob, La bendición de Isaac, dos Concepciones, una de ellas, a lo que entiendo, la que perteneció al mariscal Soult. Un San Antoni con el Niño-Dios, que se le aparece sobre el libro devoto que está leyendo. Dos o tres Sagrada familia y, por último, un Divino Pastor abrazando un cordero, Divino Pastor tan hermoso y tan santo, que, al verle, se olvida el museo, se imagina estar en la iglesia, se apodera del alma la fe que tenía el pintor al ejecutar su obra, y entran deseos de hincarse de rodillas, de rezar un Padrenuestro y de besar aquellos lindos pies desnudos, que tocan el suelo y conservan toda su pureza.

De Alonso Cano, lo mejor que hay es una Virgen, con el Niño Jesús entre sus brazos. De Morales, una Mater Dolorosa. De Antolínez, un niño dormido, encantador de gracia y de inocencia. De Ribera hay tres San Jerónimo y otros santos, ya penitentes, ya padeciendo horribles martirios, cuadros todos llenos de vigor y fantasía. De Velázquez, varios retratos: uno del Conde-Duque, otro de Felipe IV, otro de un infante a caballo. Hay, asimismo, en aquel salón, cuadros de Coello, de Juan de Juanes, de Baltasar del Prado, de Ribalta, de Castillo, de Zurbarán, de Carreño y de no recuerdo cuántos otros más. Casi todos estos cuadros son de asuntos místicos, y se conoce el fervor estático y piadoso que animaba a todos aquellos artistas, porque nos lo infunden en el alma todavía, al mirar sus obras en el siglo XIX, después de todo lo que ha pasado, y viéndolas no donde vivían, bajo un sol brillante, los que las hicieron con el corazón y con la mano, sino entre los hielos de Finlandia. Aquella suave claridad de entonación y aquella música del colorido sorprenden también y alegran el ánimo con dulces recuerdos, cuando se contemplan aquí, donde tienen algo de sobrenatural y nunca imaginado.

De los cuadros españoles pasé a ver las joyas de oro y otras preciosidades y antiguallas de Teodosia y de Kertch. El salto es notable. Kertch es la antigua Penticapea, colonia que en el Quersoneso táurico fundaron los de Mileto; capital luego de un reino griego independiente, que se sostuvo en lucha con los taurios y los sármatas y los escitas; esclava al cabo de Mitrídates, rey del Ponto y rival de Pompeyo, y sucesivamente romana, goda, bizantina, genovesa, tártara, turca y, por último, rusa. Debajo de tierra han podido, sin embargo, encontrarse, a pesar de tantas guerras y conquistas y paso de bárbaras y extrañas naciones, los primores de arte que he visto, y que son testimonio del gusto exquisito, de la cultura, de la elegancia y de la riqueza de aquella colonia antigua de los compatriotas de Tales y de Aspasia. Los collares, sortijas, brazaletes, talismanes, alfileres, broches, ajorcas, zarcillos y coronas de oro que se han encontrado en Kertch son indudablemente más bellos, más ricos y mucho más numerosos que los que se han encontrado en Pompeya y Herculano. Los habitantes de estas dos ciudades tuvieron tiempo, al menos los de Pompeya, para llevarse consigo sus joyas. Se han hallado asimismo en Kertch vasos griegos, tan bellos como los de Nola.

Pero la colección de camafeos que hay en el Ermitage es lo que verdaderamente pone espanto. Los hay de todas las épocas y pueblos civilizados del mundo, esculpidos en ágata, en ónice y qué sé yo en cuántas piedras duras y preciosas. Multitud de cilindros babilónicos y persianos con grifos, y dioses, y reyes, inscripciones y símbolos. Amuletos egipcios en forma de escarabajos, unos con las alas desplegadas, otros no, y sobre cuyas alas están grabados Tifón, Horo, Anubis, Isis, Osiris, los faraones, las esfinges, el ibis y mil jeroglíficos misteriosos, y raras y espantables figuras y amuletos y anillos etruscos, más singulares y curiosos aún por ser de una civilización menos conocida. Hay camafeos de Mauritania y de Numidia. En uno he visto el retrato de Masinissa, que tanto faroleó en España; en otro, el de Juba. Los camafeos griegos no tienen cuento ni precio por la abundancia, y la hermosura. El príncipe de todos ellos es grande, de seis a siete pulgadas de diámetro, y figura de relieve los bustos de Ptolomeo Filadelfo y de Arsinoe. Perteneció a Cristina de Suecia, a Odescalchi y a la emperatriz Josefina, que lo regaló a Alejandro I de Rusia. Nada mejor he visto en este género, salvo la copa hallada en la Mole Adriana, que hay en el Museo Borbónico, de Nápoles, y que representa, a lo que suponen los sabios, la apoteosis de Ptolomeo Filopater. Entre los demás camafeos griegos los hay extraordinarios de hermosura: la Iliada, la Odisea, las aventuras de Teseo, las de Perseo, las de Atalanta y Meleagro, las de Belerofonte, los trabajos de Hércules, las historias de las Tintárides, de Jasón y de Edipo; en fin, todo el ciclo fabuloso y heroico de Grecia está allí representado. Ni falta tampoco divinidad alguna del Olimpo, desde las del primer orden hasta las más desconocidas. Sátiros y ninfas, y faunos y amores, se ven en muchos de estos camafeos; y hay en otros altares, sacrificios, templos, teorías, danzas de pastores, escenas de amor, de caza, de pesca, y combates, y armas, y flores, y guerreros, y fieras, y monstruos. Cuanto el hombre imagina y cuanto la Tierra y el Cielo tienen en sí, está allí esculpido por el arte maravilloso de los griegos. Ni se olvidaron de dejarnos los retratos de sus sabios, de sus artistas, de sus poetas y de sus cortesanas y más célebres hermosuras. Allí Demóstenes, Platón, Alcibíades, Pericles, Diógenes, en fin, cuanto Grecia ha producido de más ilustre, y en tal cantidad, que, para dar una idea, diré a usted que he contado cuarenta y seis Sócrates, dieciocho Antinoos y siete Cleopatras.

Siguen luego los camafeos romanos del tiempo de la República. Entre ellos he visto a Escipión, el primer Africano; a César, a ambos Catones, a Aníbal, a Pompeyo y a Lúculo. Hay un solo camafeo lindísimo que contiene los bustos de los tres primeros triunviros. Luego entran los emperadores. Cada emperador, con sus mujeres, hermanas, hijos y personajes famosos de su reinado, forman un cuadro aparte. Allí, Germánico, Druso, Calígula, Nerón, Augusto, en fin, los nombres todos conocidos por la Historia. Para que no falten camafeos de ningún país, los hay árabes y turcos, armenios y persas, mahometanos, con leyendas y textos del Corán. También hay muchos camafeos de los gnósticos y de otros herejes de los primeros tiempos de la Iglesia, con símbolos extraños, en que se mezcla el cristianismo con la magia y la teúrgia, y la doctrina de Cristo con la superstición de Zoroastro y los ensueños de los filósofos neoplatónicos de Alejandría.

Luego vienen los camafeos de todos los pueblos modernos, divididos por nacionalidades. Los hay italianos, franceses, ingleses, alemanes, rusos y españoles, clasificados así, no porque pertenezcan los artistas a cada una de estas naciones, sino por el asunto que representan. Reyes, emperadores, papas, obispos, generales, etc., hay allí en abundancia. Entre los españoles citaré a Alfonso V de Aragón, a Carlos V, a Felipe II, a Isabel de la Paz, al príncipe don Carlos y a Felipe IV. Los de Rusia llegan hasta el emperador Nicolás; los de Italia, hasta Pío IX.

Por último, y para poner punto redondo y no volver a mentar los camafeos, diré a usted que vi la colección de los que pueden llamarse del Renacimiento, que imitan, mejor o peor, los griegos y que figuran cosas paganas y mitológicas. Los que llegan casi a la belleza de los antiguos son algunos de Pickler.

Por Dios, que si esto se imprime, que no me trabuquen mucho los nombres propios y exóticos, porque se armará una pepitoria de todos los diablos.

Antes de salir del Museo es fuerza poner en conocimiento de usted, aunque se sobresalte algo su pudor, que estuve en una sala reservada, donde están recogidas, a buen vivir, algunas pinturas un tanto cuanto verdes y escandalosas. Dos o tres Venus en inmodesta postura; una Leda con el cisne, de Julio Romano; un Júpiter y Ganimedes, que pintó Miguel Ángel después de haber leído, sin duda, la segunda égloga de Virgilio.

Mientras ayer estuve yo en el Museo, visitaron el duque y Quiñones un cuartel de Caballería. No supe yo lo que iba a perderme con no ir con ellos. No sucederá otra vez que los deje solos. Figúrese usted que era el cuartel del regimiento de Caballería de la Guardia Imperial, en cuya comparación sería moco de pavo el escuadrón de los Inmortales que rodeaban a los Jerjes, Artajerjes y Daríos. Todos son cascos y corazas refulgentes, ricas armas y caballos negros, poderosos y hermosísimos. Los hombres son escogidos por la presencia gallarda y vigor y gracia de la persona. Dicen el duque y Quiñones que no han visto nada más perfecto. El cuartel es inmenso, limpio y cómodo. Todos los establecimientos militares están aquí mejor montados y con más lujo que en ninguna parte. La banda de música del regimiento, que es excelente, tocó varias canciones populares rusas. Más de cincuenta soldados las cantaron, y algunos otros, con notable agilidad y desenvoltura, tejieron una danza selvática, agitándose en mil contorsiones, brincos y muecas. La canción de que iba acompañada la danza estaba entreverada de silbos y de aullidos frenéticos. Otra canción cantaron, que según me aseguran, se parece mucho a la caña.

Vea usted, pues, cómo nos pasamos las mañanitas viendo todas estas lindezas. Por las noches vamos al teatro, y luego, de tertulia. El teatro a que asistimos más es el italiano. Aquí se dan un ciento de óperas y de bailes al año, y no sucede como ahí, donde el señor Urríes les tiene a ustedes embaucados con tres o cuatro, a lo más, para toda la temporada. Las decoraciones y los trajes me parecen sólo inferiores a los de Berlín, y fabulosos e inverosímiles si se comparan a los de esa coronada villa, que, a la verdad, son muy malos. Y no es esto criticar al empresario ni a nadie. Critiquemos a la fatalidad, que nunca se enfada. Ella hace que el emperador subvencione aquí todos los teatros, o, por mejor decir, que los costee, y que entre nosotros no haya dinero para semejantes gollerías.

La Bossio se ha transformado en una artista eminente. Aquí la aplauden a rabiar, y la mitad de los oficiales de la guarnición, media docena de diplomáticos extranjeros y doscientos o trescientos príncipes, casta que aquí abunda, están enamorados de ella. Pero ella, tiesa y cogotuda con todos. Las demás donnas y virtuosos de la compañía son cosí, cosí, si se exceptúa a Lablache, que, a pesar de sus años y de su abdomen, vale un Perú todavía y sabe más música que Lepe. A mí me divierte su conversación y las historias que refiere. Habla de su arte con amor, y cuenta anécdotas interesantes de los grandes cantores y compositores pretéritos y presentes. Conoce algo de la música sagrada española, y no hay, a su entender, nada más bello que el Miserere, de Salinas. Yo le he recitado la oda que en elogio de Salinas compuso fray Luis de León, y le he dicho que aquel gran maestro, si la memoria no me engaña, escribió un famoso libro sobre su arte, que hoy debe de ser muy raro.

Adiós por hoy. Mis cartas van ir menudeando; pero si he de contar cuanto me parezca interesante, larga tarea me he echado encima, porque tengo la fortuna o la desgracia de que todo me interese, y gusto, además, de sazonar mis relaciones con sentencias y citas, y hasta con pensamientos filosóficos de mi propia cosecha. Adiós, repito, y créame suyo,

Juan Valera.

Se me olvidaba decir a usted, y por cierto que no debe olvidarse, que el duque, siempre generoso, dio ochocientos reales vellón (50 rublos) a los Inmortales que tocaron, cantaron, aullaron y bailaron en su presencia.




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San Petersburgo, 6 de enero de 1857.

Mi querido amigo: Por su carta de usted del 17 del último diciembre veo con gusto que le divierten las mías, aunque no sea más que por la novedad de las cosas que refieren. Usted creerá, sin duda, que yo también me divierto muchísimo viendo y notando estas mismas cosas; pero, a la verdad, que no sucede así. Este clima me sienta mal; estoy muy bilioso y muy nervioso, y paso noches agitadísimas sin poder pegar los párpados. No sé cómo tengo humor para nada. Si no fuera por las cartas que escribo a usted y a otros amigos, no tendría a quién comunicar mis impresiones y reventaría de una plétora de ellas en el alma.

Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis.

Aquí no he hallado hasta hoy, falta mía acaso, persona alguna cuyos gustos y manera de pensar simpaticen con los que yo tengo. Quisiera parecerme a Alcibíades, que era espartano en Esparta, y en Tracia tracio, y sátrapa6en Persia, y dondequiera que iba. Pero ¡cuánto disto de aquella ductilidad del ateniense!

Mi mejor hora del día, lo confieso con vergüenza, es la hora de comer. Había jurado no volver a hablar a usted de comida; pero ¿qué he de hacer si nos convidan casi todos los días y nos dan de comer divinamente? Ni en las casas más aristocráticas y ricas de París y Londres se come mejor y con tanta elegancia, según afirman los peritos. Pero aun este placer tiene sus dejos amargos y me lo emponzoña un remordimiento. Así como don Hermeguncio se acordaba de los negros al tragarse


    las leves tortas y bizcochos duros
que toda absorben la poción suave
del soconusco, y la dureza pierden,

así me acuerdo yo al comer con estos boyardos del pan de centeno, de los puches negros, del stchi, sopa de sebo y coles, y de kwas, abominable cerveza agria, principales manjares y bebidas que entran en la boca de esta mísera plebe. Sospecho que la cucharada de rancho que tomé en Varsovia se me ha espiritualizado en lo interior y forma hoy parte de mi conciencia, avinagrándola como un fermento o levadura moral.

Otra de las cosas que me mortifican es no saber palabra de la lengua rusa. En la ciudad comm'il faut y en las tiendas se habla francés, alemán e inglés; pero los iswoschik, vulgo cocheros de alquiler, no hablan, como es natural, más que el ruso, y es un negocio, dificilísimo el hacerse conducir a cualquier parte. Como uno conoce la casa adonde quiere ir, uno mismo puede guiar con estas tres voces: na prava, na leva y stoi, «a la derecha; a la izquierda, párate»; mas no conociéndolas, no cabe dificultad mayor. O los cocheros no entienden de números, o no hay números en las casas. Las calles son tan largas, que se pasa un día en recorrer una calle. Cada casa tiene su título particular, como los actos de los dramas románticos; pero a veces no se adelanta nada con saber el título de la casa, porque el cochero lo ignora. Entonces es menester, por medio de un intérprete, hombre práctico en Petersburgo, describir la situación topográfica del lugar adonde se va. Aun así, suele uno encontrarse en Oriente cuando pensaba estar en Occidente, ya porque hay casas del mismo título en todos los puntos cardinales, ya porque la descripción topográfica del intérprete no ha sido exacta. Ni vale el que lleve usted en un papelito escrita en ruso la mencionada descripción. Los cocheros no saben leerla, ni los porteros tampoco, cuando da usted con un portero, que, o no los hay, o dondequiera están menos en la puerta de la calle, salvo en los palacios de los grandes señores.

La carencia de letras hace que los rótulos o muestras de las tiendas, sobre todo en los barrios, estén en jeroglíficos, que sólo interpretan los del país, acostumbrados ya a descifrarlos. Todo está pintado al vivo, pero por pintores de Orbaneja. En casa de un comadrón y sacamuelas, por ejemplo, hay este cuadro: una mujer en la cama y un hombre con un instrumento quirúrgico en la diestra ensangrentada y con la siniestra mano presentando con orgullo algo como un chiquillo recién nacido. La escena está circundada de una aureola brillante de dientes y muelas con hipertróficos y retorcidos raigones.

Por lo demás, el aspecto de San Petersburgo no puede ser más grandioso. No sé dónde viven los pobres, porque no se ven más que palacios, monolitos, cúpulas doradas, torres, estatuas y columnas. Las calles y las plazas son inmensas. Innumerables coches y trineos cruzan en todas direcciones. Bastante gente a pie, pero silenciosa y envuelta en sus prolongadísimos caftanes. El hombre del pueblo lleva el caftán ceñido a la cintura con una faja de un color vivo, botas de pieles o un género de calzado singular, que creo que se llama lapti, y en la cabeza una especie de acerico o almohadilla, tan desaforada a veces, que casi puede servir de almohada. Este es el traje de la Gran Rusia, y también lo usan los cocheros. Su expresión más sencilla en estos tiempos de frío y entre la gente pobre es una zalea de carnero, amarrada al cuerpo con una soga, y todo ello ahumado y negro como una morcilla. El pellejo va por fuera y la lana por dentro. Hágase usted cargo de lo que habrá en aquella lana; ¡qué tesoro para un naturalista! También se ven gentes de otras provincias con trajes diversos y muchos uniformes de todas clases.

La ciudad está dividida por el caudaloso Neva y por multitud de canales. Todo está helado ahora. Sin embargo, hubo un día en que se temió deshielo e inundación, y se tiraron dos o tres cañonazos de aviso. Hoy no hay que temer ninguna desgracia, porque tenemos dieciocho grados de frío.

Las tiendas, hermosas y bien surtidas. Cualquier cosa, tres o cuatro veces más cara que en Madrid. Para proteger la industria nacional se cobran aquí enormes derechos, y los mercaderes, prevaliéndose de esto, y convencidos también de que, si a los seis o siete años de estar en el tráfico no se hacen ricos, pierden el crédito y pasan por tontos, ahogan la voz de la conciencia y saquean sin piedad, a los extranjeros, sobre todo. No hay producto de la industria alemana, inglesa o francesa que usted no halle aquí, aunque por un precio exorbitante. Hay mejores librerías y más libros franceses, ingleses y alemanes que en Madrid. Libro español, ninguno. Rivadeneyra, Mellado y otros editores debían enviar por aquí algunos ejemplares de cada una de las obras que salen de sus imprentas, y entenderse para esto con el librero Dufour, que anunciaría los libros españoles en el Boletín Bibliográfico, que publica cada semana. Nos quejamos de que no se conoce ni aprecia nuestra literatura, y la falta está en nuestra desidia. Acaso los libros que aquí se enviasen estarían uno, dos o tres años sin venderse; pero al cabo tomaría la gente afición y se venderían. Toda la gente rica y que lee sabe aquí italiano, y, desde luego, con un par de meses de estudio, aprenderían el español, sin decir lo que me dijo el otro día un español, al servicio de Rusia desde hace treinta y seis años: «¿Para qué quiere usted que mis hijos aprendan el castellano? ¿Sirve el castellano para algo? Los niños saben francés, inglés y alemán.» En cambio, ya he dicho que hay algunos que aprecian y saben algo de nuestra literatura.

El príncipe Miguel Galitzin, que va a Madrid de ministro, y que es un bibliófilo muy docto, tiene en su escogida biblioteca los mejores libros que han publicado Sancha, Ibarra y Benito Monfort, y, entre ellos, el Quijote de la Academia. El príncipe posee los más preciosos Aldus y Elzevires, así como los primeros libros estampados en Maguncia; por ejemplo, el Codex rationalis divinorum officiorum, de 1457, en pergamino, inestimable joya, por la rareza, hermosura y buen estado en que se conserva. No me acuerdo de otros de no menos precio que vi también en la biblioteca del príncipe, que visité rápidamente. En ella hay, además, manuscritos curiosos en griego, en latín y en eslavón; y una colección de obras sobre las ciencias ocultas, entre las cuales figuran las Disquisiciones mágicas, de Martín del Río.

He asistido a un concierto en el colegio de los sochantres de la Corte, y he oído la música sagrada rusa, que tiene fama de ser tan buena. Las melodías que aquí se cantan en las iglesias son, sin duda, en su mayor parte, las que en el siglo X trajeron de Constantinopla los apóstoles y cristianizados de este país. Melodías primitivas, de noble sencillez y hermosura: coros, acaso, algunas de ellas, de las antiguas tragedias griegas. Al principio las cantaban todos a la par, y era como canto llano y algo gangoso, según afirman. Pero Catalina II, que lo reformaba todo, quiso reformar y reformó la música también. Para ello envió emisarios a Roma, que transcribieron los antiguos cantos religiosos existentes en la Capilla Sixtina: y con éstos, y con los que ya había desde tantos siglos en el país, se formó la música nueva, prestándole armonía, que antes no tuvo. Hay en el colegio de los sochantres, donde se canta sin otro instrumento que el de la voz humana, de ciento a ciento cincuenta cantores, unos viejos, otros mozos y otros párvulos: aquéllos, bajos profundos; éstos, contraltos, y los otros, tiples agudos o agudísimos. Todos cantan como si cada uno fuese una tecla o media docena de teclas de un órgano inmenso, animado y maravilloso; tal es la precisión con que cantan, que parecen una máquina sonora y no un conjunto de hombres. Quizá un método semejante al que empleaba con tan buen éxito el capitán durante nuestro viaje les haga ser tan precisos. Cantaron, entre otras cosas, una plegaria a la Virgen que empieza pianissimo, como si salieran las voces del profundo, y luego va crescendo hasta terminar con gran sonoridad y fuerza. Yo cerré los ojos, para abstraerme un poco de las cosas del mundo, e imaginé por un momento que estaba escuchando a las ninfas y a los genios del Océano, que venían de sus alcázares submarinos para consolar a Prometeo. Tal fue mi ilusión, que si el pianissimo dura cuatro minutos más, me quedo consolado y dormido, el alma bañándose en lo infinito y el cuerpo en perfecto reposo. Mas el estrépito que metieron al cabo me trajo a la vida real, a pesar mío. El principal maestro de música sagrada que aquí han tenido se llamaba Bartnianski. Ahora hay uno célebre también, que es el director de estos sochantres y el autor del God save the king ruso, que cantaron en Moscú, durante la coronación, dos mil cantores, acompañados de otros tantos instrumentos y de cincuenta o sesenta cañones, disparados a su debido tiempo por medio de alambres eléctricos. ¡Estupendo alboroto armarían! Muchas, mujeres malparieron de la emoción que les produjo, y los pájaros que iban por el aire se cayeron muertos de entusiasmo.

Aquí son muy dados a la música, y muchos señores, como la princesa Youssoupov, tienen orquesta en sus palacios. Los que no pueden costearla se valen de un órgano mecánico. Los hay tan excelentes, que algunos están apreciados en veinte o treinta mil rublos; aunque, si es cierto que el órgano cuesta tan caro, me parece que les traería más cuenta venderlo y emplear aquel capital en cualquier cosa, que, por poco productiva que fuese, siempre les daría para costear la orquesta, et aliquid amplius. En fin: ellos se entenderán.

Adiós. Suyo afectísimo,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 11 de enero de 1857.

Señor don Leopoldo Augusto de Cueto.

Mi querido amigo: Aquí me tiene usted todavía sin acertar yo mismo a explicarme por qué no me voy. El duque se halla bien en San Petersburgo; la hermosa Elena Strattmann quiere hacer de él su Menelao, y puede que lo consiga; pero, si exceptuamos esto, no comprendo qué otro negocio deba detenernos aquí. Las cartas están ya no sólo entregadas, sino acaso olvidadas; lo de las cruces, arreglado si ustedes se avienen; las tres mayúsculas se darán al punto, y luego las otras, y hasta puedo asegurar que el exceso de derechos de las mercaderías bajo bandera española ha de desaparecer en cuanto ustedes quieran. Yo no me he atrevido a tocar este punto sino con algunos farautes del ministerio de Negocios Extranjeros; pero ellos han dado el soplo, y esto ha bastado para que el príncipe Gortchakov, que está amabilísimo, me hablase ayer, en casa de Morny, y me dijese que estaba dispuesto a hacer con nosotros el negocio por cambio de Notas y que le diera un apunte. Yo llamé al duque para que oyera la conversación y tomase parte en ella. Los apuntes pedidos los formaré con auxilio del vicecónsul, puesto que ningunos tengo de esa Primera Secretaría, y el negocio se hará por nosotros si ustedes nos dan la venia y las instrucciones competentes. De todos modos, debo decir a ustedes en esta carta, y aun quizá lo diga de oficio, para dar gusto al duque, que el príncipe Gortchakov me encargó que pusiese en conocimiento de ustedes que estaba dispuesto a igualar nuestra bandera con las de las naciones más favorecidas y que nada deseaba tan ardientemente como estrechar cada vez más las relaciones políticas entre ambos pueblos y fomentar las comerciales. Quiñones, a quien al momento puso el duque en autos del negocio, dijo, viéndole tan factible, que era de clavo pasado. De ustedes depende ahora que se remache pronto este clavo.

Sigue el duque con más deseos de ser embajador que un gitano de hurtar un borrico. Gortchakov ha conocido su deseo (y no hay que alabar por esto su perspicacia) y le ha dicho que sus majestades y él y toda la Corte, serían charmés si el Gobierno español le nombrase. Lo que desean aquí es el pronto establecimiento de una Legación permanente. Y en cuanto al duque, hay momentos en que se allana hasta a ser ministro plenipotenciario. No sabe si tomar una casa o no tomarla; pero ha ido a ver muchas, a cuál más cara y más hermosa, y acabará por alquilar una y por quedarse aquí hasta la primavera o el verano. Bueno será, por consiguiente, que me envíen ustedes permiso para volverme solo, a no ser que le manden credenciales y deba quedarme con él hasta la llegada de un nuevo secretario. No diré si de segunda o de primera, pero sí que Joaquín Caro es pintiparado para venir aquí: buen mozo, elegante, hijo del marqués de la Romana, y hablando perfectamente el alemán, el francés y el italiano.

En estos días, según el calendario ruso, se han celebrado aquí las Pascuas de Navidad, y ha habido una gran fiesta y ceremonia pública para colocar la primera piedra del monumento que se ha de levantar a la memoria del emperador Nicolás.

Será este monumento, según dicen, una estatua ecuestre, que en grandeza y hermosura podrá competir con la de Pedro el Grande. En el pedestal habrá magníficos bajorrelieves de bronce que representen los grandes sucesos del reinado del héroe a quien se levanta el monumento; verbigracia: la toma de Varsovia y la revuelta y alboroto de la plaza del Mercado de Petersburgo en la primera época del cólera; alboroto que terminó por caer todos de rodillas, y muchos con la frente en el polvo, al presentarse el zar en la plaza. Difícil será, sin embargo, que la estatua de Nicolás I sea tan bella y tan grande como la de Pedro, obra maestra de Falconet. El gran civilizador de Rusia está a caballo sobre un peñasco inmenso de granito, la mirada y la diestra tendidas hacia el Neva; el traje, ruso; la postura, majestuosa y dominante, y el caballo, levantado de brazos y estrujando con los pies un culebrón de grueso calibre, que supongo yo que será la barbarie antigua de esta gente. Hay una inscripción, que dice, en latín y en ruso: Petro Primo Catherina Segunda, 1782. La inmensidad de la plaza del Almirantazgo, la anchura del río y la elevación de las casas y palacios hace que la estatua no parezca tan colosal como es realmente. En otra gran plaza, delante del Palacio de Invierno, está el único monumento de este género que puede competir, por ahora, con la estatua de Pedro el Grande. Este monumento es la columna de Alejandro, que se eleva ciento cincuenta pies y sostiene un ángel hermoso, de veinte de altura. El monolito solo que forma la columna, sin contar la base del pedestal y el capitel, tiene ochenta pies de alto. Viniendo por la Perspectiva Nevski, se entra en esta plaza por un arco triunfal que sostiene una Victoria de bronce, conducida por un carro de seis fogosos caballos. Anteayer estuvimos en Palacio a felicitar al gran duque Nicolás por el feliz alumbramiento de su esposa. Todo el Cuerpo diplomático asistió a esta especie de besamanos. Los negros y aquella turba de heraldo-lacayos, corredores o como se llamen, de que ya he hablado a usted otras veces, me llamaron de nuevo la atención. Las damas estaban muy majas, con muchos diamantes y perlas y oro en el manto o sarafán. En la cabeza llevaban todas el kakoschnik. Nuestros trajes parecían pobres y en manera alguna pintorescos al lado de los de las damas. Sólo se distinguían el ministro de Grecia y el secretario de Austria, que iban de húngaro éste y aquél de griego. Los turcos y los persas hacen la tontería de ir a la europea, salvo los gorros, y en verdad que los de los persas son extraños, y se diría que son otras tantas gigantescas algarrobas.

Hemos estado en el cuartel de Inválidos, y no tiene mucho que ver ni de qué admirarse. Los pobres inválidos no lo pasan tan bien. Sin embargo, como de cualquier modo se vive, había muchos muy viejos, y uno entre ellos que había ya cumplido los ciento diecisiete años. Comen pan de centeno, puches negros y otras abominaciones, y beben kwas. Creo que de las cortezas del pan de centeno, que no pueden roer y dejan mordidas y combinadas ya con la salivilla, sacan luego el kwas, echándole agua para que fermente. ¡Estupendo brebaje!

Han empezado aquí los bailes de máscaras en el Gran Teatro. De todo tienen menos de baile. Yo estuve en el primero, y no vi que se bailara. Todo se vuelve pasear y más pasear. Las damas que a estos bailes asisten, y que son, por lo general,


   de las de arandela y toldo,
de las de buen talle y pico
y pícaras sobre todo,

van de dominó negro. Si no fuera por los uniformes, ni siquiera la vista se recrearía con la variedad y viveza de los colores. Por fortuna, vi en el baile a algunos mingrelianos y circasianos, y otras gentes bárbaras, que fueron los verdaderos máscaras para mí. Las ciudadanas movilizadas son aquí (hablo de las de primer orden), por lo general, curlandesas: y aunque no tienen el chiste ni son tan aguerridas como las francesitas, valen más para revolverse con ellas. Descuella entre todas,

como el ciprés entre la verde murta,

una llamada la reina de Suecia.

Me han presentado en el Club inglés, donde hay periódicos rusos, alemanes y franceses, y poquísima gente. Ni por el lujo ni por la animación puede competir este Casino con el nuestro. Esto prueba, según las doctrinas de Donoso Cortés, que en España estamos mucho más corrompidos que los rusos. Mientras mayores y más concurridos son los casinos, mayor es la corrupción de los pueblos.

Según lo que yo he oído a las damas, que son las que se explican con más ingenuidad, aquí tienen una perversa idea de nuestras costumbres. Muchas señoras rusas fuman pajitas y hasta cigarros puros como trancas y dicen que imitan a las españolas. Acaso pretendan imitarlas también cuando fuman en pipa. Por lo demás, como estas señoras son tan románticas, adoran a España, país primitivo, como ellas dicen, donde quisieran ir para que las cogieran los ladrones y las violaran, y para correr otras aventuras de no menos gusto y provecho. La mayor parte de estas damas tienen la cabeza perdida con la lectura de libros franceses. El sueño dorado de todas ellas es ir a París a tomar un baño de civilización. Este es el último perfil de toda lionne de Petersburgo. Algunas discurren sobre la metafísica del amor como pudieran Fonseca o León Hebreo. Otras disparatan graciosamente sobre todo género de cuestiones, y pocas son las que se callan y tienen la compostura elegante que conviene a una gran señora. De éstas es nuestra ministra futura.

El duque trae consigo, y ha enseñado aquí a muchas damas, un álbum de fotografías que representan los jardines de La Alameda, su palacio de Guadalajara y otros castillos. Las señoritas, sobre todo las demoiselles d'honneur, abren cada ojo como una taza al ver ces châteaux en Espagne. Su excelencia pone este cebo, se pavonea, almibara y adoniza, dice que se quiere casar y extraña luego que las muchachas se alboroten por él, y exclama, con fingida tristeza, que es el más desgraciado caballero que ha existido jamás, y que no hay doncella que no quiera dejar de serlo entre sus brazos. A cada instante está temiendo que le fuercen, y no se atreve a visitar a las demoiselles d'honneur, porque viven y reciben solas y no quiere darles ocasión de que se le entreguen.

Venciendo mi pereza, y a pesar de las visitas y de las tertulias, que hacen que me acueste y me levante tarde, he tenido tiempo para ir otra vez al Museo, o dígase L'Ermitage. Como hombre de buen gusto, lo primero que ha debido llamar mi atención, entre las pinturas, han sido las de la escuela italiana. Lo ideal y lo real, el misticismo cristiano y la hermosura clásica de la forma están en ella sabiamente combinados. Sólo en Italia se ha sabido unir y amalgamar en el arte el sentimiento cristiano con el pagano, y producir, tanto en poesía como en pintura y escultura, la manifestación sensible de todo lo bello subjetivo. Y digo subjetivo, porque la Naturaleza no está representada en el arte, sino la idea que tenemos de la Naturaleza por los sentidos. Cuando lleguen a ponerse inmediatamente en contacto el yo y la Naturaleza, y haya comunicación entre el yo y el no yo, sin intervención de los sentidos, creo que será la música, y no la pintura, la que representará con sus sonidos esos misterios tan hondos e inefables. Ya los alemanes tratan de sacarlos a luz, no sólo en su filosofía, que no basta a explicarlos, sino poniéndolos en solfa. Han llamado a la música que tiene estas aspiraciones música del porvenir, y a ella pertenece la ópera de Wagner de que hablé a usted en otra carta. Por eso dicen los profanos que no entienden la tal ópera. Svedenborg, Jacobo Böhm o Novalis la entenderían y tendrían, al oírla, elevaciones maravillosas. ¡Qué lástima que se hayan muerto!

Pero volvamos a la pintura italiana, que, no habiéndola aún de lo por venir, es la mejor de lo presente.

Hay en el Museo tres Venus, de Ticiano, reproducción del mismo pensamiento: los Amores presentan a la diosa un espejo para que se mire. Una Dánae, del mismo autor, que recibe la lluvia de oro, mientras la vieja nodriza pone el delantal para recoger también algunas monedas. No sé si este cuadro será la copia o el original, pero es en todo semejante al que tenemos en Madrid, en lo reservado. Tienen aquí, además, varios retratos, muchos bosquejos y un Cristo hermosísimo, de Ticiano. De Leonardo de Vinci recuerdo una Sagrada Familia y un retrato de su enamorada, hermosa de veras y con unas manos lindísimas. Está entre hiedra y flores, y, al parecer, pensando mil cosas tiernas. De Allori, un retrato de mujer y una Judit; de Ghirlandaio, una Virgen con San Juan y el Niño Jesús; de Dominiquino, un Cupido maravilloso y otros cuadros, dignos del autor de la Comunión de San Jerónimo. De Solari, una Virgen que amamanta al Niño, pintura tan llena de gracia, y de gracia mundana, que, a mi ver, es una profanación el que tenga un asunto piadoso. De Rafael hay dos Sagrada Familia que bien pudieran pasar por apócrifas. En cambio, hay muchos Julios Romanos que son copia o imitación del príncipe de los pintores. Hay muchos cuadros de Perugino, Piombo, Correggio, Francia, Giordano, el Veronés, Albani, Palma el Viejo, Battoni, Cortona y de otros mil maestros. Es de notar un cuadrito de Maratti que representa La adoración de los pastores. Todos los espíritus sencillos que hay en la Tierra y en el Cielo vienen a adorar al Infante divino, y al mismo tiempo que le ofrecen los pastores sus rústicos presentes, ángeles gorditos, luminosos y lindos, revolotean sobre la cuna y derraman en ella lirios y rosas; otros traen turíbulos de oro, que parece que exhalan delicadísimo incienso. Hay mucho del Cielo y de inspirado en este cuadro. Conservo, por último, en la memoria, uno de Guido Reni, que figura a varios doctores y santos padres conferenciando sobre la Inmaculada Concepción. La Virgen se aparece en el aire y en todo el esplendor de la gloria, rodeada de ángeles y querubines. Una Santa Cecilia, de Dolci. Vistas de Venecia, de Canaletto. Varios paisajes, bandidos y filósofos estrafalarios, de Salvador Rosa; y un cabrerizo, que está de rodillas, rezando en medio de sus cabras, y que vale un Perú. De Caravaggio, un Cristo, coronado de espinas y lleno de dulce resignación, mientras que le aprieta un sayón la cabeza con las espinas y hace correr su sangre preciosa. De Guido Reni, Psiquis y Cupido, y una Cleopatra, y el David con la cabeza de Goliat. De Lippi, La Anunciación. Del beato Angélico, la Adoración de los Reyes. De Sacchi, Apolo y las musas. De Procaccini, una Virgen con ángeles. Y de Feti, un retrato por el estilo de Velázquez, y qué sé yo cuántos cuadros más, que sería prolijo citar uno por uno.

He visto también el monetario que hay en L'Ermitage, y que contiene monedas y medallas de todas las épocas y naciones, principalmente de Rusia y de aquellos países que, en parte o en todo, entran hoy a componer este dilatadísimo Imperio. Así es como se ven allí monedas de los partos y de todas las dinastías de Persia; los Artajerjes, los Sapor, los Yezdedjerd, los Cosroes y los príncipes mahometanos venidos después. Monedas de Armenia, de Georgia y de Circasia, y todos los reyes del Ponto. Ni faltan las monedas romanas y bizantinas, y hay una riquísima colección de las griegas, macedónicas, judaicas, fenicias, de Annam, del Japón, de la India y de Oceanía. Allí he visto los reyes de Pérgamo, los de Bithinia, incluso el amigote de César, los Seleucos y Antíocos de Siria y los Ptolomeos de Egipto. En fin: ya he dicho que hay monedas de toda laya, y en gran profusión y orden. De España las he visto cristianas, moras y paganas. Las árabes, de los reyes de Granada y de los califas de Córdoba. Las paganas, bástulas, turdetanas y celtíberas, y de todos los municipios romanos que en España hubo. Así, por ejemplo, de Adra, de Córdoba, de Mérida, de Cádiz, de Itálica, de Bílbilis, de Zaragoza, de Itureo, de Ipagro, de Calahorra, de Ampurias, de Sagunto, de Segóbriga y de Cartagena. Para terminar y hacer concebir a usted la riqueza de este monetario, le diré que sólo de Alejandro Magno conté cuarenta y una monedas de oro, trescientas cincuenta de plata y más de cincuenta de cobre. Todas llevan en el reverso ya una Victoria alada, ya al héroe domando al Bucéfalo, monstruo híbrido de caballo y de toro, alegoría de Moloc y de Neptuno, símbolo de la civilización asiática, que el macedón junta y domina. ¿Quién volverá a acometer esta hazaña? No serán los ingleses. Esos, en todo caso, nos traducirán los libros transcritos y se llevarán al Museo Británico los monumentos.

¿Serán acaso los eslavos? Aquí pretenden que Alejandro era de esta raza, y puede que sea cierto. Alejandro Magno hablaba griego, como Alejandro II habla francés; pero la lengua patria de ambos era y es el ruso.

Yo creo que si hay alguna filosofía de la Historia, y no es la Historia una cosa irracional de mero acaso, esta gente está llamada a remover el Asia hasta en sus cimientos. Ellos fueron, durante siglos, el antemural de Europa por esta parte, y a ellos toca llevar ahora la bandera triunfante de la civilización europea a esas regiones. Según estas filosofías (y acaso esta nueva consecuencia probará que estas filosofías son falsas), a nosotros, los españoles y los portugueses, nos toca (y ¡cuán lejos estamos de ello!) hacer en África la misma operación. Ahí tenemos los presidios que nos servirán de punto de apoyo. Algunas de las islas que rodean ese inexplorado continente nos pertenecen aún. Una de ellas, a la desembocadura del Níger, se diría que nos está brindando a que penetremos por él, y trayéndonos a la memoria nuestros descubrimientos y triunfos en América, para que ahora los renovemos, llevando a tierras desconocidas nuestra fe y nuestra civilización. En el centro de África es ya seguro que hay países fértiles y abundosos, y oro, para tentar nuestra codicia, y campos vírgenes que producirán ciento por uno. Pero esto es desatinado, y usted pensará, al leerme, que estoy borracho. Cuando no tenemos medio milloncejo de duros para colonizar las islas de Fernando Poo, me descuelgo yo con estas poesías.

Y a propósito: un informillo dejé yo escrito sobre este particular, que me alegraré que haya usted leído, y más si sirve de algo.

Esta carta es una ensalada, pero con tal de que no le fastidie a usted, todo va bueno. Otra vez seré menos difuso.

Adiós, y créame su verdadero amigo y seguro servidor, q. b. s. m.,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 16 de enero de 1857.

Mi querido amigo: No sé si diga a usted que deseo o que siento irme de esta gran capital. La gente no puede ser más amable ni más fina, y el duque y yo y todos estamos contentísimos; pero nada tenemos que hacer aquí, y es preciso transponer el día menos pensado. Para dar noticias serias e interesantes de este país que puedan publicarse, en llevándome conmigo a Madrid las obras de Schnitzler, de Tengoborski y de Haxthausen, que tengo ya compradas, y aun leídas, podré extractar de ellas las cosas más sustanciales, publicarlas en los periódicos y lucirme a poca costa, sobre todo entre el servum pecus de los lectores. Pero las propias observaciones mías deben pecar de ligeras, no sabiendo yo, como no sé, la lengua de este pueblo y haciendo sólo un mes que vivo aquí. Y como estas observaciones, sin poderlo yo remediar, pecan a veces de malignas, y ya pueden rayar en chistes, ya en frialdades, conceptúo, después de haberlo reflexionado maduramente, que sería mejor que no se publiquen. Hubo un momento, o, por mejor decir, hubo una semana entera en que me dejé arrastrar por el demonio de la vanidad literaria, uno de los más tentadores y peligrosos que hay en el infierno, y escribí tres o cuatro cartas más peinaditas y como aderezadas ya para salir al público. De aquí adelante espero que no salgan y las escribiré con el desenfado antiguo, único atractivo que pueden tener y que, publicadas y mutiladas, perderían.

Para ocuparme yo seriamente de las cosas moscovitas sería menester que Dios me devolviese la inocencia que he perdido, y entonces, por ejemplo, a propósito de cosacos, cuyo cuartel visitamos anteayer, me pondría a copiar la historia de ellos, escrita en mi libro; diría quiénes fueron los zaporogos, los del Dineper y los del Don; referiría sus hazañas y correrías y navegaciones, desde los tiempos de Constantino Porfirogeneto, que por primera vez los nombra, hasta la época presente; hablaría de las guerras que sostuvieron contra los tártaros, los polacos y los rusos; de cómo combatieron a las órdenes de Sobieski contra los turcos que estaban sobre Viena; de cómo conquistaron la Siberia, emulando la gloria de Cortés y de Pizarro; de cómo se apoderaron de Azov, etc., etc. También explicaría su organización y género de vida, en lucha siempre con los fronterizos, como nuestros gloriosos almogávares, y contaría cuanto hay que contar de Mazeppa, de Tarass Boulba y de otros, héroes, ya históricos, ya fantásticos, de que las crónicas y las leyendas, en prosa y en verso, de Byron, de Gogol y de Puschkin dan larga noticia. Con esto me creería yo mismo que decía algo nuevo. Sólo Haxthausen trae sesenta o setenta páginas sobre las vicisitudes y manera de ser pretérita y presente de la cosaquería. Figúrese usted si hay tela cortada.

De la literatura de esta gente hablaría yo, fiado en las traducciones, extractos y juicios críticos de franceses y alemanes; y de su riqueza, fiado en los minuciosos datos estadísticos que dan los libros que he leído y que hacen del este país Eldorado, si bien acaso haya que conjurar estos libros, diciendo, con el célebre romance:


   Por la Santa Trinidad,
que me niegues la mentira
y me digas la verdad.

Tengoborski da a Rusia sesenta y ocho millones de habitantes, y un aumento de población tal, que hace esperar, o temer, según a cada uno le parezca, que dentro de medio siglo habrá otros tantos millones; diecisiete de caballos, sesenta y seis de ganado lanar y vacuno, y así de lo demás. Y, sin embargo, alguna fe se ha de prestar a Tengoborski, que todo lo especifica en cuatro grandes volúmenes, que todo lo funda en documentos oficiales, y que por sí mismo es una persona autorizada y del Consejo del Imperio. La principal consecuencia que saca uno de su obra es que, mientras en otros países es ya un mal el aumento de población, aquí es un bien que se espera con certeza y que traerá consigo el mayor desarrollo de la riqueza pública y del poder de este Imperio, sin que para esto sea menester la guerra, sino la paz, ni que el dios Término avance, con tal de que no retroceda.

Schnitzler apenas lleva publicada la cuarta parte de su obra, que se titula El Imperio de los zares. Hasta ahora se limita a hacer la descripción física de este Imperio y de sus producciones. Hay en este primer libro grande orden y claridad, y no menor copia de noticias, fecundo resultado de una larga vida de estudios. ¡Dichoso Marco Polo y mil veces dichoso el gran portugués Méndez Pinto y nuestros pasados misioneros y viandantes, que tenían que describir regiones inexploradas y nunca descritas, y que, sin meterse en honduras, se hartaban de contar novedades y maravillas inauditas!

Nosotros, como ya creo haber dicho a usted, y si no sé lo he dicho se lo digo ahora, hemos visitado los colegios de Ingenieros militares, de Ingenieros de Minas, de Guardias marinas y otros establecimientos de educación, los cuales están montados con tanta elegancia, con tanto lujo y con tanto orden y aseo tan maravillosos, y que contienen tal multitud y variedad de máquinas, artificios e instrumentos concernientes a lo que allí se enseña, que pueden y deben servir de estímulo y de pauta a los demás de Europa. Pero Krusenstern ha escrito un libro muy sabio sobre la instrucción pública en Rusia, donde todo esto viene menuda y profusamente explicado, y yo no he de copiar, por ahora, al menos, a Krusenstern, ni me siento con fuerzas suficientes para enmendarle la plana y ni para añadir nada a lo que él ya ha dicho.

¿Y qué podré decir de la fuerza militar y de la Marina rusas, si no copio a tantos como han escrito o, por lo menos, al almanaque de Gotha? Anteayer, verbigracia, nos dijeron que en el Don había organizados noventa y cuatro regimientos de cosacos, que, a mil hombres, la cuenta es clara, hacen noventa y cuatro mil. Pues luego he visto que Haxthausen no cuenta sino cincuenta y cuatro regimientos, a ochocientos hombres cada uno, y Haxthausen exagera mucho. ¿Tendré yo, sin embargo, bastante atrevimiento y fuerza en el brazo para destruir aun de una sola plumada veinticuatro de estos regimientos de aguerridos caballeros, y reducirlos a treinta regimientos nada más? No; yo no soy capaz de acometer tan descomunal empresa. Los cosacos, por más que se diga, valen tanto, organizados a la moderna, como valían con su indómito valor primitivo cuando eran tropas irregulares. Los tártaros, antiguos dominadores de la Crimea, se organizan del mismo modo y forman regimientos; pero hay la misma dificultad para averiguar su número. En el cuartel que visitamos había de estos tártaros, que siguen la religión de Mahoma, y cosacos del Don y del mar Negro. Sus trajes son pintorescos y ricos, y ellos, de muy gallarda presencia y aventajada estatura. Algunos oficiales, cosacos ellos mismos, son muy elegantes y amables muchachos, que hablan francés como otros tantos parisienses, que gustan más de las trufas que del sebo, y que tienen más traza de conquistar los corazones femeninos con rendimientos y halagos que a torniscones y a coces.

Además de estos cosacos ya citados, y de que he visto parte en el cuartel, los hay del Ural, del Danubio, de Siberia, de Astracán, del Cáucaso, de Oremburgo y de las fronteras de la China. Entre todos, se supone, según los cálculos menos exagerados, que podrán reunirse cien mil de a caballo y treinta mil infantes. La mayoría conserva algunas, cuando no todas, sus antiguas prerrogativas, y muchos están aún sin la moderna organización regular y conservando la propia.

Los baskires, los metscheriacos, los buriatas y los tungueses, los moradores del Cáucaso y de las provincias transcaucásicas, y otras varias gentes y tribus que reconocen la soberanía del zar, suministran también a este Imperio guerreros más o menos selváticos y extraños. Ya he hablado a usted de la escolta del emperador, donde dan lucida muestra de sí la flor y nata de estas deliciosas naciones. En los colosales gimnasios o picaderos destinados a paradas y ejercicios militares han visto el duque y Quiñones a los circasianos, con sus tocas y túnicas de malla, acreditar su destreza en el manejo de la bien templada cimitarra; al cosaco, perseguir al enemigo con la lanza en ristre, el rostro encendido de aparente furor, y el caballo a todo escape, y al tártaro, disparar, huyendo, sus agudas y silbadoras flechas, y clavarlas en el blanco con difícil y certera puntería. El emperador estaba presente a este simulacro.

Al par de estas diversiones instructivas, tenemos otras de más agrado, en las cuales, si hay menos que aprender, no hay menos de qué admirarse. Hablo de los bailes y tertulias que empiezan a menudear y a estar cada vez más animados. El emperador asiste también a ellos y se mezcla con todos, y habla con las personas que más le agradan, sin ceremonia alguna y como si fuera un particular.


   Doch eine Vürde, eine Hohe
entfernte die Vertraulichkeit.

La dignidad señoril de su persona, el rostro blando al par que severo, y la misma idea elevadísima que aquí tienen todos de su majestad, valen más que todas las pompas, etiquetas y ceremoniales de Palacio, para infundir respeto.

Un príncipe, Dolgorouki, ha dado últimamente un baile precioso, al que asistió el emperador; otro baile la Asamblea de la Nobleza, que seguirá dando muchos más en hermosísimos salones que tiene destinados al efecto; y otro baile la princesa Yusupov, cuyo palacio, aunque no he visto aún ni la capilla, ni el teatro, ni la galería de pinturas, ni la mitad de los salones que hay en él, me ha parecido esta vez más espléndido que cuando lo vi por vez primera.

Hay en la sociedad mujeres hermosísimas y de gran distinción aristocrática. Las más gastan en el vestir notable riqueza y elegancia y llevan perlas y diamantes bellísimos.

Hoy ya ve usted que mi carta se vuelve toda panegíricos. Prueba de que las últimas impresiones han sido buenas y de que estoy contento. Confieso que me dejo llevar de las impresiones momentáneas; pero ¿qué hombre no tiene debilidades? Usted, con su sana crítica y mucha perspicacia, sabrá poner en su punto lo cierto y desapasionado, separándolo de aquello que la pasión me dicte.

Sé ya de cierto que estas cartas mías se leen aquí, no mutiladas, como salen en los periódicos, sino por completo. Varias personas me lo han dado a entender, y una señorita inocente me lo ha dicho a las claras. Mas esto no impediría que yo criticase y murmurase cuanto me viniera en voluntad; porque de un amigo a otro puede decirse, y nunca habría razón para que me pusiesen mal, o al menos para que me lo mostrasen, aunque los llamara yo perros judíos. Por otra parte, yo entiendo que si han leído aquí mis cartas todas, han de haber visto que del conjunto de ellas resultan más elogios que censuras, y nace una idea más favorable que adversa a este país y sus habitantes.

No recuerdo si he dicho a usted que el gran duque Constantino, almirante y director supremo del ministerio de Marina, ha enviado de presente al duque de Osuna varias cartas hidrográficas de este Imperio; el director del Cuerpo de Estado Mayor, una hermosa colección de mapas de diversas provincias y regiones, y el director del Colegio de Ingenieros de Minas, una copia, en yeso, de la extraordinaria pepita de oro hallada en el Ural, distrito de Zlatoust, y que pesa ochenta y siete libras rusas y noventa y dos zolotnik, o sean treinta y seis kilogramos de Francia. También le han regalado al duque un uniforme completo de Cazadores; todo lo cual el duque lo destina para los establecimientos militares de España. Trata, asimismo, de hacer retratar en fotografía a un individuo de cada Cuerpo, con uniforme de gala unos, otros en traje de campaña. De estas fotografías se sacarán varios ejemplares, y el duque presentará una colección a su majestad el rey y otra al duque de Valencia. Los retratos de la escolta del emperador, para mí, que no soy militar, sino algo poeta, han de ser los más curiosos. No creo que haya dificultad en que el príncipe que los manda, cuyos mayores reinaron antiguamente en Georgia, y que debe de estar satisfecho de que se luzcan por esos mundos los que fueron en otros tiempos vasallos de su casa, nos los deje copiar todos, si así nos conviene. Los mismos regimientos de línea suelen ser curiosísimos y ofrecen variedad no sólo en el vestir sino en la fisonomía de los soldados que los componen, a menudo de diversas razas y lengua, y venidos de tierras entre sí muy apartadas. Hay, además, regimientos compuestos sólo de soldados que tienen una cierta fisonomía, que concuerda con el vestir y con el recuerdo histórico que debe despertar. Así es que el regimiento de Granaderos del emperador Pablo está todo formado de hombres altísimos, de pómulos salientes, nariz respingada, empinados bigotes y desaforadas patillas. Estos llevan en la cabeza como una tiara o pan de azúcar al que falta un cacho por detrás. Cuando están de centinela en el teatro, ni pestañean siquiera, y están tan tiesos, que parecen hechos de cartón o de madera pintada.

En fin: aún hay aquí mucho que ver, y sólo con lo que ya hemos visto estamos pagados del trabajo de haber venido.

Adiós. Suyo,

Juan Valera.



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