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Correspondencia1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)






ArribaAbajo[Carta de José Mármol a su hermana Juana (31 de mayo de 1841)]

Montevideo, mayo 31 [1841]

Mi idolatrada hermana [Juana]:

Si el día más hermoso de mi vida he tenido la desgracia de no estar a tu lado y recibir tus abrazos, los más sinceros sin duda, a lo menos tú serás la única que reciba en una carta mía lo que siente mi alma. Tú no me llamarás vano porque me goce de un triunfo... Si no lo hiciere así, tendrías derecho para llamarme hipócrita.

En mi carta anterior te dije que algunas razones me impedían el entrar en la lucha poética del 25 de Mayo, pero el 17, a instancias de Pico, me decidí a trabajar, y en dos noches concluí lo que más había nacido de mi corazón que de mi cabeza.

Cuatro composiciones se anunciaron premiadas el 25 a las 12; y una era la mía. La señalada con la medalla de oro, la de mi amigo Juan María Gutiérrez.

A las 2 de la tarde el teatro estaba lleno de lo más selecto de la sociedad. Se lee la primera composición, y sube Gutiérrez al proscenio a recibir su medalla de manos de la comisión. Se lee la segunda, y sube Domínguez a ocupar su asiento destinado. Se lee la tercera y de los primeros versos ya empieza el público a clamar por su autor. Se sigue leyendo y cada verso es interrumpido por aplausos y vivas. Se concluye, llama a su autor la comisión; y subo yo, mi querida hermana, entre los gritos de un pueblo que llorando mezclaba mi nombre con los de patria y libertad...

Yo te juro que no sabía ni veía; apenas pude tartamudeando decir algunas palabras a la comisión, y fui colocado en medio de los jueces... después de haberme abrazado llorando los tres poetas; todos amigos, jóvenes y porteños. ¡Qué gloria para nuestra patria! Jamás puedes imaginarte la solemnidad de esta función... Todo el mundo lloraba, se empeñaba en vernos y abrazarnos. Del teatro salimos a las 4 de la tarde, para ir a una fonda en donde comimos cuatro argentinos. Nuestra mesa, al principio fue de vivas y de alegres brindis; pero a lo último, de lágrimas y de magníficos y religiosos juramentos. Uno de mis brindis, que puedo recordar porque todos lo saben de memoria, es el siguiente:



Nuestros padres un día dijeron:
«no más cetros ni yugo español».
Y juraron de Mayo ante el Sol:
libertad, libertad, libertad...
Hoy sus hijos sin patria ni padres
se les mira, un hogar mendigando,
pero siempre ante Mayo entonando:
libertad, libertad, libertad...

Tiernos hijos del Mayo perdido,
vuestra cuna meció la victoria,
bautizó vuestra frente la gloria
y heredasteis honor inmortal;
que la tumba no labre el oprobio:
un pedazo de pan imploremos
pero siempre ante Mayo gritemos:
libertad, libertad, libertad.



No te mando los otros porque no los recuerdo. Así pasó este día de gloria, de civilización y de patriotismo... Explicarte las sensaciones que he sentido, sería en vano. Pero imagínate un joven a mi edad, recibiendo los aplausos de todo un pueblo, y sabrás mi situación. Perdón, mi querida hermana, [ininteligible] en tu caso, el placer del mío, la sociedad me lo reprendería, porque siempre obliga al hombre a ser hipócrita, pero tú, para quien nada tengo oculto, debes saber siempre mis penas y mis momentos de placer.

Me han regalado riquísimas obras, y un reloj; pero ¡cuánto hubiera deseado yo más un abrazo de ti o de mi Emilia!

Dentro de quince días estarán publicadas por cuenta del gobierno todas las composiciones en un libro, te lo remitiré al instante que salga.

Mañana debe llegar el paquete inglés y con él tendré cartas de Emilia. He recibido la libranza de tata. Dile que se lo agradezco en el alma y que no lo volveré a incomodar en mucho tiempo, que en el correo próximo le escribiré una larga carta pero que esta es también para él. Dile que vea de qué modo sé yo llevar el apellido que llevo.

Adiós, mi vida. Te pido con interés no muestres a nadie esta carta. Si es posible, rómpela. Nada desvirtúa más un triunfo que la jactancia. Yo lo conozco y sólo a ti te habría hablado de este modo.

Deseo con ansia que llegue la primavera para ir a tu lado, donde creo que ya no me reprocharás el que haga [ininteligible].

Dentro de 15 días se representa un drama mío que he hecho en abril.

Adiós otra vez, recibe cien abrazos y mándame mil.

Tu hermano

[José Mármol]




ArribaAbajo[Carta de José Tomás Guido y Tomás Guido a José Mármol (13 de junio de 1841)]

[José Mármol:]

Amigo, amigo mío. ¡Cómo pintar las dulces sensaciones que han conmovido mi alma! ¡Cómo pintar el gozo puro en que ha rebosado mi corazón! Imposible, no hay expresiones bastantes significativas, bastante delicadas. Pero usted lo comprende, ¿no es cierto? Las impresiones que he sentido eran tan nuevas para mí, tan desconocidas, que no sabría hacérselas comprender a otro que usted. Su corazón solamente me entiende: él ha sentido lo mismo que el mío.

Mi querido Mármol, ¿es posible que en ese momento tan importante de su vida haya estado yo ausente? ¿Es posible que no haya estado presente a ese acto tan sublime, que no haya podido presenciar sus triunfos, dar un beso en esa frente querida que encierra el genio, y mezclar a las de usted mis lágrimas de júbilo? No, jamás perdonaré a mi destino el que me haya impedido estrechar contra mi pecho al amigo de mi corazón en el más bello instante, y que sea a mi imaginación que tenga que acudir para representarme una escena tan grandiosa y tan tierna, en que usted hacía un principal papel. ¡Cómo han resonado en mis oídos esos gritos de un pueblo patriota y entusiasta! ¡Cómo ha palpitado mi corazón a cada aplauso! ¡Con qué embriaguez deliciosa contemplaba al poeta a quien se dirigían esos víctores y cuán dulces lágrimas han derramado mis ojos!

Ardo, amigo, por recibir el canto a Mayo, quiero conservarlo todo en mi memoria, quiero repetir a cada instante esos versos de fuego que me han hecho tan feliz.

Su carta, que me ha hecho llorar, la leí a mamá como usted lo deseaba, ella estaba pendiente de mis labios, me escuchaba con tanta avidez, su rostro expresaba una emoción de placer tan viva como si esa carta le revelara el triunfo de un hijo el más querido. Ella también desea ver ese canto heroico.

¡La pobre Emilia! Sus ojos se humedecieron de lágrimas. «Sólo siento -decía- que mi madre no haya podido ver esto: qué feliz hubiera sido». Pero amigo, ¿no lo contempla ella desde el cielo? ¿No es ella misma la que lo protege?

Las señoras que me trajeron su preciosa carta no han sido todavía invitadas por mí, ¿lo creerá usted?

Adiós, mi amigo, le abrazo a usted mil veces. ¡Que no pueda realmente tenerlo apretado contra mi corazón!

[José Tomás Guido]

Querido Mármol:

La victoria que su talento de usted obtuvo el 25 de Mayo en medio de los amigos, de sus compatriotas y aun de las bellas orientales, ha sido una fiesta también para sus pobres amigos de Buenos Aires. Yo por mi parte hubiera palmoteado con gusto desde aquí. A Luis Domínguez un abrazo, y buenos recuerdos a mi amable condiscípulo Pepe. A Dios hasta otra ocasión. Su amigo que envidia laureles tan puros como los de usted. Tomás G[uido].

[Buenos Aires], junio 13 de 1841




ArribaAbajo[Carta de José Mármol a Tomás Guido (13 de septiembre de 1850)]

Montevideo, septiembre 13 de 1850

Señor general don Tomás Guido:

Yo no olvido jamás a mis antiguos amigos, y sin embargo sólo cuando un motivo poderoso me lo aconseja les dirijo una carta, si me encuentro de ellos separado más que por la distancia por las ideas y por las posiciones. Y este es el caso actual entre nosotros, general Guido.

La situación política que se ha creado entre el Imperio del Brasil y la República Argentina, y el estado en que se hallan las relaciones diplomáticas de los gobiernos de uno y otro estado, parece que aproximan el retiro de la Legación Argentina en la corte del Imperio.

Por las órdenes de su gobierno, usted, general, tendrá pronto que pedir sus pasaportes en cumplimiento de sus deberes «oficiales»; pero yo en cumplimiento de lo que me consta de una manera indudable.

He tenido delante de mí varias cartas de Buenos Aires fechas de este mes, escritas por personas que nos trasmiten constantemente las informaciones más verídicas sobre cuanto allí pasa en política y administración; y todas ellas están conformes en el enojo expresado por el general Rosas contra la persona de usted: se muestra irritado por no haberle dado usted noticias a tiempo del tratado entre el Brasil y el Paraguay; de no haberle dado informes sobre los aprestos militares que ha ordenado el gobierno de Su Majestad; y, por último, por no desplegar más energía con aquel gobierno y no haber pedido ya sus pasaportes.

Si por un momento pudiera usted hacerme la injusticia de dudar de la verdad que le aseguro, el tono y el contenido de la nota que por este paquete recibirá usted de su gobierno podrán confirmarlo de aquello que no quisiera creer de esta carta. Y esta anticipación que le hago sobre un pliego que usted debe suponer que [ininteligible] ni a diez cuadras de mis ojos, le podrá dar una idea de la veracidad de los informes que recibo yo y algunos de mis amigos constantemente de Buenos Aires.

Yo no doy a usted ni consejo ni opinión alguna, Dios me libre de ello, general: no hago más que dar a usted simplemente un aviso que puede servir a la resolución que respecto a la persona de don Tomás Guido, no a la del ministro, quiere usted adoptar en la presente situación.

Yo sé lo que importan las palabras dichas por el general Rosas en la sociedad de Palermo, y sé que es un deber mío esta vez comunicarle las que dejo escritas; porque toda vez que se trate de la persona de usted, ahora y siempre, yo no consultaré otra cosa que la expresión de mis afectos privados, sin dar oídos a la voz de mis opiniones públicas.

Ahora haga usted de esta carta el uso que usted quiera: dé o no importancia a su contenido. A mí, entretanto, me quedará la satisfacción de haber cumplido con un deber y de aprovechar esta ocasión para repetir a usted la sinceridad de mi amistad y cariño con que siempre lo saludo.

[José Mármol]




ArribaAbajo[Carta de José Mármol a Justo José de Urquiza (15 de febrero de 1851)]

Montevideo, febrero 15 de 1851

Excelentísimo señor [Justo José de Urquiza]:

Después de mi carta a V. E., fecha el 31 de agosto del año pasado, creí conveniente no volver a molestar vuestra atención antes de que algún acontecimiento o alguna respuesta de V. E. me lo aconsejase. En tal disposición, el 22 de enero del corriente año recibí la visita del señor don Antonio Cuyás de Sauperé, quien me ofreció de parte de V. E. la provincia de Entre Ríos para mi residencia, comisión que le había sido encargada personalmente por V. E. Creí entonces deber responder a ese caballero que, para poder resolverme a dar una contestación definitiva sobre la oferta con que se me honraba, necesitaba saber previamente si mi carta de 31 de agosto había llegado a manos de V. E., recomendándole solicitase una contestación a este respecto y transmitiese a V. E. mis agradecimientos personales.

Yo buscaba de este modo una explicación indirecta sobre la extensión de aquella oferta, proporcionando a V. E. el medio de hacerlo sin compromiso político de ningún género, porque en el caso de que V. E. respondiese que aquella carta se hallaba en poder suyo, no podría yo clasificar la comisión encargada al señor Cuyás de Sauperé sino como una aprobación, cuando menos, al pensamiento general de esa carta, en cuyo caso V. E. habría llegado a creer útil mi aproximación a su persona; pues de lo contrario no alcanzo a comprender ni qué objeto tendría la oferta de V. E., ni qué causa podría aconsejarme yo mismo para emprender ese viaje.

Pero posteriormente a la visita del señor Cuyas de Sauperé he leído la transcripción que hacen los periódicos de esta capital de un artículo publicado el 5 de enero en La Regeneración de Entre Ríos, en que se anuncia para el presente año la reunión de un congreso nacional, y de trabajos que llevarán por objeto dar la paz a la República dentro y fuera de ella, su organización, etc.

Yo no puedo creer que esa grave publicación sea otra cosa que la expresión del pensamiento de V. E., y siento entonces la más completa satisfacción posible al conocer que el fondo de mi carta de 31 de agosto se encuentra conforme a las ideas de V. E.

Y si en efecto, dispuesto V. E. a comenzar la grande y gloriosa obra de la regeneración argentina por ese primer paso de la convocación de un congreso, indispensable para su mejor éxito, como he tenido el honor de demostrárselo otra vez, V. E. creyere que mi viaje al Entre Ríos podría ser de alguna utilidad pública, por pequeña que ella fuese, yo desearía entonces, excelentísimo señor, que V. E. se dignara hacérmelo saber con franqueza, en la seguridad de que mi resolución no sería otra que aquella que me aconsejaría el interés, para mí primordial, de servir a mi patria en armonía con las opiniones de toda mi vida. Y es por esto que, después de leer la declaración que hace aquel periódico, me he decidido a ocupar la atención de V. E. con una nueva carta.

Asociar las provincias por medio de un congreso general, volver la paz exterior a la República y darla en su interior una forma política que sea la expresión de la voluntad nacional, determinando al mismo tiempo, por las declaraciones de la ley, los derechos y los deberes de los ciudadanos clara y definidamente, no es otra cosa que aquella que he deseado siempre ver iniciada y completada en mi país. Y cuando miro al fin que ese pensamiento regenerador parece empezar a cobrar vida y poder en la voluntad de V. E., yo, y todos los hombres que tenemos un corazón argentino no dañado por odios de partido ni por ambiciones personales, nos olvidamos de lo pasado para acordarnos solamente de esos días de paz y de ventura, de prosperidad y de gloria que esperan a nuestra común patria, que Dios inspira y protege en el espíritu de V. E. la iniciación a esa grande obra de nuestra regeneración social.

Y el momento de comenzarlo, excelentísimo señor, es precisamente el que parece ser elegido por V. E.; es decir, el momento actual, en que la complicación de los negocios exteriores que ha creado para el país la política dañina del gobernador Rosas, que cada día aumenta dificultades y peligros.

Las relaciones diplomáticas con el gobierno imperial se rompieron el 30 de septiembre del año anterior, como yo lo preveía en mi carta a V. E. de 31 de agosto; y mis opiniones sobre la no ratificación del Tratado Le-Prédour serán quizá dentro de pocos días confirmadas; bien por la desaprobación del gobierno francés o bien, lo que es más probable, por la mayoría de la Asamblea en oposición a las bases de aquel tratado. Es incansable el general Rosas en abusar de la confianza que, como gobernador de Buenos Aires, le otorgaron las provincias al conferirle el ejercicio de las relaciones exteriores de la nación, incansable en emplear ese depósito sagrado en otra cosa que en la perturbación de la paz pública y en la acumulación de dificultades calculadas malignamente para distraer la atención de los pueblos, para explotar sus susceptibilidades nacionales, y para hacerse ante sus ojos el héroe de unos peligros y de una situación que él mismo inventa no le basta el Brasil y la Francia en la época presente, sino que amenaza a la República de Bolivia con una nueva guerra que no deja descubrir otra cosa que ese empeño tenaz de abrumar al país con situaciones difíciles, distrayendo la atención de las necesidades interiores, que ha marcado siempre el carácter distintivo de su política. Y así lo veremos el día en que se levante en la República una bandera de paz, de orden y de unión, desenvolver todos los elementos de ese sistema de acriminaciones, de resistencias y de lucha, a favor del cual ha confeccionado un poder que de la ciudad de Buenos Aires se extendió más tarde a todos los ángulos de la República. Pero ese sistema tendrá también su fin, como todas las cosas que pasan los límites y el orden natural en las sociedades humanas.

Yo no trepido en creer que él se oponga tenazmente a la reunión de un congreso, infiriendo esa nueva ofensa a los derechos más legítimos de las provincias; que empleará todos sus recursos de su política agitadora para resistirlo, ya que, en su impotencia para una oposición material, acudirá pronto a todas las inspiraciones de su astucia. Pero en tal caso confío en que el general Rosas encontrará adversarios para quienes no son desconocidos los medios de contenerlo y de inutilizar sus planes una vez que esos adversarios puedan hallarse en situación de obrar en escena pública de su país.

Él buscaría, por ejemplo, el modo de comprometer al Brasil en la declaración de una guerra a que la República tuviese que contestar por honor, si no por conveniencia; tratando por ese medio de concentrar la atención y los esfuerzos nacionales en la situación exterior, establecer enseguida la inoportunidad para todo acto de arreglo, de discusión o de mejoras interiores, y poder apellidar traidor a quien no respondiere al llamamiento cívico, aun cuando fuere para demostrar que esa guerra podría evitarse razonable y dignamente para la República. Pero también hay medios fáciles y eficaces de hacer comprender al gobierno de S. M. I. las conveniencias que resultarían para el Imperio en determinar oportunamente los fines que se propone en una cuestión que sólo se extiende a reclamaciones individuales sobre perjuicios inferidos a sus súbditos en el territorio oriental dominado por el general Oribe, y de los cuales la República Argentina ni es responsable, ni está obligado a sostenerlo a expensas de una guerra en beneficio de un extraño.

Y una declaración semejante por parte del gobierno imperial, despojando al general Rosas de todo motivo plausible para sostener sus reclamaciones contra él, dejaría libres a las provincias de todo compromiso nacional para una guerra, desde que no se viesen en ella ni la declaración de sus fines, afectados en ningún sentido el honor, los derechos ni las conveniencias argentinas. Y ese acto previo al caso en que el Brasil lleve adelante sus reclamaciones en el territorio oriental, y que puede contrariar tanto los planes del general Rosas como ser de una incuestionable utilidad a las provincias que deseen contribuir a la paz y a la organización interior de la República, no sólo estará en armonía con las declaraciones anteriores del gobierno de S. M. el Emperador, sino que me lisonjeo en comunicar a V. E. que (todos) los trabajos practicados a este respecto pueden tener dentro de poco tiempo un resultado satisfactorio cuyo conocimiento espero recibir por el paquete de marzo.

Los medios todos de que el general Rosas puede disponer en su política de intrigas pueden ser muchos y complicados; pero no hay uno solo de ellos que no pueda ofrecer también otro medio contrario de combatirlo si llegase el caso en que a la iniciación de un pensamiento de V. E. se declarasen las resistencias del general Rosas.

Por ejemplo, establecería inmediatamente su predicación por la prensa, dentro y fuera de la República, para desnaturalizar las intenciones de V. E. Pero a su vez habría otros que sabrían reducirlas a sus términos y tendencias verdaderas y para quienes jamás ha sido difícil hacer llegar a todos los ángulos de la República sus pensamientos escritos. Y la prensa sería en este caso un auxiliar poderoso.

En el largo período en que ha imperado en la República la influencia política del general Rosas, una generación entera se ha habituado a oír su nombre como el primer nombre y a ver en su gobierno el gobierno jefe de la nación. Y para una innovación que tuviese por objeto reducir aquel nombre y aquel gobierno a su carácter y a sus atribuciones naturales, sería necesario llamar y fijar la atención general hacia el nombre y el gobierno que la promoviera para cambiar el centro de las esperanzas y del prestigio, en pueblos como los nuestros que todo se lo explican por un nombre o por una cosa. Pero esta obra no debería ser entregada a inteligencias subalternas, pues un mal escrito suele con frecuencia desnaturalizar la mejor causa; y esas inteligencias no faltarían tampoco en auxilio del más santo de los movimientos sociales, si por fortuna llegase a tener resistencia en nuestra patria.

La atención pública hoy está fija sobre V. E., y la oportunidad y los sucesos parece que se convienen en marcarle el camino que conduce a los más grandes beneficios que pueden surgir para su patria de la cabeza y del corazón de un ciudadano; y, por mi parte, yo no quiero sino poseer la esperanza de que V. E. divisa ese camino y se prepara a andarlo.

Si esas esperanzas se realizan, sea por aquel primer paso de la convocación de un congreso, sea por otro cualquier medio que tienda a dar la paz exterior de la República; a darle interiormente una organización que le falta, y sin la cual no puede presagiarse otra cosa que la prosecución de sus desgracias; y a remover, en fin, la influencia política del general Rosas en ella, yo me hago un honor en decir a V. E. que no vacilaría un momento en contribuir con mi débil pero leal asistencia al mejor éxito de la causa común, en cualquier parte donde se creyere útil su presencia.

Y al repetir a V. E. estas seguridades, tengo el honor de saludarlo respetuosamente y ofrecerme S. A. S. Q. B. L. M. de V. E.

José Mármol




Arriba[Carta de José Mármol a Juan Bautista Alberdi (23 de noviembre de 1852)]

Buenos Aires, noviembre 23 de 1852

Señor doctor don Juan Bautista Alberdi

Santiago de Chile

Mi querido amigo:

Ha corrido ya la primera sangre en una nueva guerra civil en la República, cuya última consecuencia sólo Dios puede saberla.

Pero este primer paso de ese nuevo escándalo en nuestra vida histórica no podrá usted comprenderlo bien sin que permita una mirada retrospectiva desde el 11 de septiembre, pues todos los anteriores sucesos son a usted muy conocidos.

La revolución del 11, tan diversamente apreciada en Chile como en nuestra República misma, ha sido el movimiento más amparado de la justicia que ha hecho Buenos Aires desde 1810. Sus derechos, su dignidad y su porvenir le aconsejaban el emanciparse del sistema arbitrario que pesaba sobre la provincia, tratada más bien como un pueblo conquistado que como un pueblo libertado de la anterior dictadura: había hasta ignominia en presentarse a un congreso en la forma en que la arrastraba hacia él el general Urquiza; y ese [ilegible], además, no ofrecía la más mínima garantía para el porvenir, desde que Buenos Aires irá la Asamblea Constituyente sin voz y sin pensamiento propio para discutir los principios constitutivos en que ella debía tener tan notable parte en lo futuro.

La demostración de lo que acabo de decir, vertido en ese lenguaje de los hechos que lleva siempre el convencimiento a la conciencia, lo hallará usted en las publicaciones que he hecho en El Paraná y que le adjunto.

Pero la revolución de septiembre ha sido arrancada de sus límites naturales y extraviada con un empeño pasmoso por los hombres que los sucesos colocaron a su frente.

Esa revolución era puramente local, no se trató en ella sino de restaurar nuestras autoridades legítimas y volver su independencia a la provincia; este pensamiento que dominaba en todos fue vaciado en los documentos oficiales de los primeros directores del movimiento. Así se hizo saber a las autoridades de la provincia, así a todos los gobiernos de la República y así a todos los agentes extranjeros en Buenos Aires. No [se] trata de guerra, no se trata de estorbar la marcha que quieran seguir las provincias, no se trata de otra cosa que de la reinstalación de nuestras autoridades propias, para que la provincia pueda asistir con sus derechos y con su dignidad al acto de la organización nacional. Tal fue el programa de esa revolución, vertido oficialmente en documentos redactados por mí mismo, en los ocho días que subsiguieron al 11 de septiembre.

Encerrada en este cuadro perfecto de justicia y lealtad, la revolución de Buenos Aires era clara como la luz del medio día e inhabilitaba a todos para interpretarla de un modo desfavorable.

Pero vino la Sala y con una petulancia cuyos funestos resultados se sentirán más tarde, lanza a la faz de la República su inconsiderado Manifiesto invitando a todas las provincias a revolucionarse contra el orden de cosas establecido el 31 de mayo, a que ellas habían asentido y respetado: les ofrece su espada, les habla de poderosos ejércitos, les señala como blanco de la asechanza nacional la persona del general Urquiza -es decir, la persona del jefe que ellas reconocían- y les anuncia que Buenos Aires se levanta con la bandera nacional a reconstruir la República de Mayo.

Este documento sui generis en sus extravagancias, en su destemplanza, en su mal sentido y en sus imprevisiones, no debía producir sino lo que en efecto ha producido: la irritación de todas las provincias, acompañada de una brusca negativa al trastorno público a que se las invitaba.

Pero ese manifiesto, sin embargo, no era sino una parte del mismo cuadro que se trazaron los hombres que monopolizaron inmediatamente los destinos de la revolución de septiembre, y no tardó mucho en ser combinada y puesta en marcha la misión del señor general Paz a las provincias: esta misión no era otra cosa que una revolución metida dentro de un coche, que el señor ministro don Valentín Alsina enviaba a pasear por la República.

Era preciso estar ciegos, tener el buen sentido envuelto dentro de una densa nube de pasión política, para creer que esta misión diese el resultado que se proponían.

Sin posición oficial alguna, pero cerca de las personas del gobierno a cada momento, hice cuanta reflexión me fue posible hacer, tanto al señor gobernador interino como a sus ministros de Hacienda y Guerra, para evitar a nuestra provincia el desaire punzante que iba a recibir, para evitar la guerra a que veía encaminarse la Sala y el Gobierno. Y aquí, lo más original que oirá usted es que tanto el señor gobernador como esos dos ministros estaban perfectamente de acuerdo con mis opiniones sobre la misión Paz, pero el señor Alsina dominaba los consejos de gobierno y la misión salió.

Entonces acudí a la prensa y me lancé con lealtad y valor a oponerme a las miras de la Sala, del Gobierno, de la prensa de éste y del calor de una juventud hábilmente explotada por una prensa declamatoria e insustancial.

Adopté un plan de política transitorio y sostuve la conveniencia del aislamiento de Buenos Aires mientras los sucesos del resto de la República se desenvolvían pacíficamente por sí solos. Todas mis ideas a este respecto las encontrará usted en las publicaciones que le envío.

Todo mi empeño era evitar la guerra y sacar de la revolución de septiembre la ventaja que racionalmente podía esperarse: la de atender a nuestros intereses provinciales para darnos orden y fuerza con que poder más tarde presentarnos a una organización nacional, evitando herir las susceptibilidades de provincia con una política que era puramente local y que se alejaba de tomar sobre ella iniciativa alguna.

Pero también por las publicaciones de El Paraná verá usted que he tenido que descender de la prensa al empuje del más desenfrenado personalismo, haciendo mis adversarios todo cuanto les ha sido posible para plantear una dictadura de pensamiento donde antes había una dictadura de puñal.

Pero yo los disculpo, o a lo menos me explico su conducta: lanzados a una política revolucionaria y faltando la base del derecho y de la conveniencia, ellos no debían detenerse ante los respetos a un solo individuo, sino echarlo por tierra y marchar adelante. Porque ya estaba resuelto que a los manifiestos y a las misiones sucediesen las armas: ellos sabrán dar cuenta alguna vez a Dios y a la historia de nuestro país de la inmensa responsabilidad con que han querido cargarse; responsabilidad de la que ni aun el triunfo los podría salvar, porque en justicia y en moral no son siempre los resultados los que canonizan las obras.

¿Con qué derecho puede atacar el gobierno de Buenos Aires un orden de cosas establecido por las otras provincias, tan iguales en derecho como Buenos Aires? El único que tiene es el de aceptar o rechazar cuando le fuere impuesto ese orden de cosas, o un gobierno o una constitución que de él surgiere, pero nada más.

Entre tanto, el 10 del corriente partió para Entre Ríos, envuelta entre los pretextos más capciosos, una expedición militar de 1600 hombres, compuesta de las tropas entrerrianas y correntinas que aquí había, ¡y el primer anuncio de paz con que se presentó en esa provincia fue matar al oficial que quizá asistió a Caseros para abrirnos las puertas de la patria!

Esa expedición desembarcó el 10 sobre las costas del Uruguay: el parte es del 18, y del hecho de haber pasado tres días sin recibir auxilios ni ser atacados, yo deduzco dos cosas:

Primera: que esa expedición ha ido sin combinación en Entre Ríos, cuando los amigos del Gobierno han dado a entender lo contrario.

Segunda: que el general Urquiza no esperaba la expedición.

Para mí, esa expedición ha ido como la misión Paz: a tentar fortuna.

Pongamos en el mejor caso para el Gobierno, en el caso de que esa expedición sea feliz en Entre Ríos y de que esta provincia y la de Corrientes se declaren contra el general Urquiza. Pero este triunfo, amigo mío, no será más que un principio de desorganización general en la República, porque aun cuando las demás provincias se desprendieran del Directorio, aniquilado en su base, no es menos cierto que no aceptarán la iniciativa de Buenos Aires para la organización de la República, o que si la aceptan será momentáneamente, para que se reproduzcan en breve las escenas de 1826 y 27. Y Buenos Aires tendrá que venir por fuerza a un aislamiento, perjudicial porque será obligatorio entonces, mientras que habrá despreciado la oportunidad de aceptarlo voluntariamente y en sentido de su bienestar y de la tranquilidad de la República.

Si, por el contrario, la expedición tiene un mal éxito, el gobierno de Buenos Aires habrá contribuido a solidificar el poder del general Urquiza y preparado para Buenos Aires un fuertísimo porvenir.

Y si entre el triunfo y la derrota nos queremos poner en el término medio de una prolongación de operaciones militares, al gobierno actual de Buenos Aires le habrá cabido la triste misión de conmover y ensangrentar más esta tierra que está sirviendo de escándalo a la humanidad hace tantos años, porque en ella no se hace otra cosa que estar traficando con el luto y con la sangre humana.

Guerra sin plan, sin derecho, sin conveniencia y sin haber tentado un solo medio de conciliación antes de emprenderla: tal es la obra de que tendrá este gobierno que responder alguna vez. Verdad es que la interrogación le será hecha muy tarde, porque en Buenos Aires aún no se ha conquistado el derecho de interpelar y juzgar a los gobiernos; porque en Buenos Aires se cambian los hombres pero no las cosas; y es en éstos, en el espíritu público en que está encarnada la dictadura, y ¡ay del que no piense con el gobierno, ay del que no piense con el partido, ay del que no piense con los que dominan la situación! Pero tarde o temprano serán sus nombres, ya que no sus personas, los que den cuenta de sus obras.

De esta situación sobre el litoral deducirá usted con facilidad la impresión de que van a resentirse las provincias mediterráneas. Sin embargo, es mi opinión de que van a ponerse a la expectativa de los acontecimientos, sin prestar una cooperación material al general Urquiza. Y creo también que la prensa de Chile debe escribir bajo un plan dado, sin extraviar las opiniones sobre los hechos fundamentales.

El primero de esos hechos es la revolución de septiembre: este hecho, mi querido Alberdi, no puede ponerse en contestaciones por ningún hombre sano e ilustrado. Buenos Aires no estaba ligada al general Urquiza por el Acuerdo de San Nicolás: sufrió la presión de un gobierno que le había impuesto por la fuerza, y su revolución contra el gobierno fue la consecuencia de su derecho natural y de su derecho escrito. No hay pues que obscurecer la justicia del 11 de septiembre, porque quien así lo haga tiene que aparecer por fuerza arrastrado al error, por el interés, por la pasión o por la ignorancia.

Pero también es otro hecho fundamental, que la Sala, el Gobierno y la prensa han torcido la justicia de la revolución de septiembre, sacándole de sus límites naturales para llevarla a un campo de ilegalidad, de abuso y de la más intempestiva personalidad. Todo ha sido de nuevo trastornado.

Empeñémonos, por Dios, en inocular en las provincias el espíritu de paz, antes que el espíritu de reacciones y de celos. No importa que no nos organicemos en 1852, en un libro que pocos entenderán y que muchos estarán prontos a pisarlo. Empeñémonos en que se organicen los estímulos de la paz, del trabajo, del comercio, del orden, aunque sea en el más completo aislamiento de cada provincia, y podremos decir entonces que se ha empezado la organización de la República.

Ni auxilio militar para Urquiza, ni auxilio militar para Buenos Aires, ni para nadie, sino auxilio de paz y de buena fe para cualquiera que coopere en sentido de los intereses positivos del país; he aquí lo que creo la expresión de la moral argentina en estos momentos. Que siquiera se salve la parte mediterránea, si por desgracia se conflagra más la parte litoral de la República.

No se arredre, mi querido Alberdi, por los tiros personales de la prensa. Escriba en ese país donde se puede escribir, trabaje con lealtad y buena fe y usted encontrará el premio que yo encuentro, es decir, la aprobación de su conciencia, el mejor de los premios de este mundo para los hombres honrados.

Ninguna posición personal más triste que la mía: estoy mal con el partido de Rosas porque fui su enemigo en el espacio de doce años; estoy mal con Urquiza y su partido porque no quise rendir ante el vencedor de Rosas mis creencias individuales sobre el partido del dictador a quien le entregaba el triunfo de febrero y por que no quise prestar mi pluma para la defensa del Acuerdo de San Nicolás, por la violencia con que se le quería imponer a Buenos Aires; y estoy mal con el gobierno actual y su partido porque no he querido seguir la extraviada política que han adoptado para afianzar la revolución de septiembre.

Y entretanto, yo diré a todos lo que escribí a Gutiérrez, siendo él ministro, cuando el 11 de junio, resintiéndome a sus instancias de que escribiera en favor del Acuerdo de San Nicolás, me decía en una carta: «¿es posible que Mármol abandone a sus amigos?». Yo diré, decía, lo que a él le contesté entonces: «Yo no he seguido, ni seguiré jamás, sino un solo camino en mi vida, y si mis amigos no marchan por él, cierto que yo les abandonaré en el que ellos sigan: entre el general Urquiza y los derechos de Buenos Aires yo no puedo trepidar».

Ocho días después dejé de ser Encargado de Negocios en Chile, pero puse la mano sobre mi pecho y encontré que un destino público no valía la satisfacción privada de mi conciencia. Así he obrado siempre, y a los treinta y tres años de mi vida no tengo nada que perturbe la tranquilidad de mi espíritu.

¿Qué importa, pues, la posición individual? Usted está atacado y calumniado como lo he estado yo. No importa, vamos adelante siempre, que mientras se marche con lealtad y con fe, tarde o temprano se recoge la aprobación de los hombres de bien.

Su amigo que lo abraza cariñosamente.

José Mármol





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