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ArribaAbajoCapítulo XX

Reinado de Don Juan II


Declaración hecha por la Reina Doña Catalina sobre la cuestión de preferencia entre las ciudades de León y Toledo en las Cortes de Segovia de 1407. -Otorgamiento de algunos servicios para la guerra con los Moros en las Cortes de Valladolid de 1411. -Cuaderno de las Cortes de Madrid de 1419. -Ordenamiento para que no se echasen pechos sin el consentimiento de las Cortes, dado en las de Valladolid de 1420. -Cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1420. -Id. de las de Ocaña de 1422. -Id. de las de Palenzuela de 1425. -Id. de las de Burgos de 1430. -Id. de las de Palencia de 1431. -Id. de las de Zamora de 1432. -Id. de las de Madrid de 1433. -Id. de las de Madrid de 1435. -Id. de las de Toledo de 1436. -Id. de las de Madrigal de 1438. -Id. de las de Valladolid de 1410. -Id. de las de Valladolid de 1442. -Ordenamiento hecho en el Real sobre Olmedo, acerca de los oficios de las ciudades y villas del reino en 1445. -Ordenamiento hecho en las Cortes celebradas en el Real sobre Olmedo el año 1445. -Cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1447. -Id. de las de Valladolid de 1451. -Ídem de las de Burgos de 1453.

Murió Enrique III el 25 de Diciembre de 1406. Las Cortes que a la sazón se celebraban en Toledo, hubieron de trasladarse a Segovia, en cuyo alcázar se alojaba la Reina viuda Doña Catalina con su hijo, que principió a reinar a los veintidós meses.

En 27 de Enero de 1407 estaban ya las Cortes reunidas para hacer el pleito homenaje «que segunt los derechos e costumbres de los regnos de Castilla, se deben facer al Rey nuevo cuando reyna.» De donde se sigue que las llamadas Cortes de Segovia de 1407 son la continuación en otra ciudad de las empezadas en Toledo el año anterior.

No debieron ser muy concurridas, pues consta del cuaderno la presencia de una parte de los procuradores.

Los de León protestaron contra el agravio que se les había hecho al recibir antes que a ellos el pleito homenaje de los de Toledo, y reclamaron con calor que les fuese guardada la prerogativa de hablar primero y tomar asiento a la mano derecha de Burgos; escena que recuerda otra contienda entre ambas ciudades, dirimida por Alfonso XI en las Cortes de León de 1349. La Reina dio satisfacción cumplida a los agraviados, declarando «que se había fecho en yerro», con lo cual cesó la discordia.

En estas Cortes se abrió el testamento de Enrique III ante la Reina Doña Catalina y el Infante D. Fernando, con asistencia de los prelados, grandes, caballeros y procuradores. Terminada su lectura, juraron los tutores la conservación de los fueros, privilegios, franquezas y libertades, y se encargaron del gobierno.

Antes de disolverse acordaron repartir tres monedas además de las ya repartidas, para cumplir los cuarenta y cinco cuentos otorgados a Enrique III con aplicación a la guerra de Granada, pues había ya comenzado, y todos eran de parecer que se prosiguiese588.

Cortes de Guadalajara de 1408.

Fueron las Cortes siguientes de Guadalajara de 1408 prolijas y dificultosas por las gruesas contribuciones que se pedían para llevar adelante la guerra con los Moros. Habló el primero D. Alonso, primogénito del Infante, como señor de Lara, y el segundo, D. Pedro de Luna, arzobispo de Toledo. Los procuradores rogaron a uno de ellos que respondiese por todos, no haciendo valer la ciudad de Burgos por aquella vez su privilegio.

Dijeron los tutores que habían reunido las Cortes para notificarles el estado de la guerra y tomar su consejo sobre el modo de continuarla. Añadió el Infante que para entrar de nuevo en campaña eran necesarias grandes cuantías de mrs., a fin de pagar lo que a algunos se debía y el sueldo de la gente de armas que convenía llevar consigo, todo lo cual montaba sesenta cuentos por lo menos.

Juntáronse los procuradores, y hubo entra ellos desacuerdo, proponiendo unos que se tratase en secreto de la respuesta a los tutores, y defendiendo otros que la Reina y el Infante debían saberlo, cuya discordia duró ocho días. Mediaron los tutores, y pidieron a cada procurador su voto por escrito, callado el nombre de quien lo daba.

Algunos decían que era «número muy desaguisado sesenta cuentos, y que los reinos non lo podrían complir; que los tesoreros e recabdadores no habían pagado lo que debían de los cuarenta y cinco cuentos otorgados en las Cortes de Toledo de 1406; que se cobrasen estos atrasos, se tomase otra parte del tesoro del Rey, y otra del sobrante de las alcabalas, «e lo que falleciese se repartiese por los reinos, lo más sin daño que ser podiese.»

Replicaron los tutores que los atrasos «non se podrían cobrar tan aina»; que el sobrante de las rentas era muy poco y lo habían menester para otras necesidades, y que del tesoro no hablasen, pues de él no se podía tomar cosa alguna: «por ende... que otorgasen los sesenta cuentos... porque no se podían excusar para la costa de la guerra.» Los procuradores, «vista la gran necesidad e la voluntad de los señores Reina e Infante, acordaron de otorgar los dichos sesenta cuentos»589.

Por razones que no son del caso, se aplazó la campaña hasta el año siguiente. La Reina y el Infante llamaron a los procuradores para decirles que resuelta la suspensión de la guerra les placía repartir de presente cincuenta cuentos, y los otros diez más adelante sin llamar procuradores, y así lo otorgaron590.

Como viniesen embajadores del Rey de Granada proponiendo una tregua, la Reina y el Infante, habido su consejo con los grandes que estaban en la corte y con los procuradores, la aceptaron por ocho meses. Entonces dijeron a los procuradores que se debían repartir y coger los cincuenta cuentos según estaba acordado, y depositarlos en una fortaleza para la guerra no lejana. Los procuradores se juntaron, y de nuevo se dividieron los pareceres, diciendo unos que no era razón pedir entonces los cincuenta cuentos, pues la guerra no se hacía, y replicando otros que si aquel año no se cogían, tampoco se podría hacer en el venidero. En resolución, acordaron suplicar a los tutores que se recaudasen cuarenta cuentos el año 1408, y diez el 1409, con lo cual se conformaron la Reina y el Infante591.

Estas Cortes de Guadalajara como las anteriores de Toledo de 1406, presagian un oscuro porvenir a las antiguas libertades de Castilla. Es verdad que los Reyes no exigen tributos sin el consentimiento de los procuradores; pero también se observa que los procuradores los otorgan siempre, cediendo a la firme voluntad de los Reyes. Son vasallos que sirven a su señor natural de grado o por fuerza. Tal vez discuten la suma por parecerles crecida; mas al fin cesan en la resistencia, temerosos de enojar al monarca, y de que se pusiese en duda la lealtad que lo debían.

Sube de punto la debilidad de las Cortes, cuando se allanan a otorgar poder al Rey para hacer futuros repartimientos sin esperar a que sean llamados los procuradores. Dábase por motivo o pretexto ahorrar nuevas costas a las ciudades y villas, red tendida a los pueblos incautos que pagaron muy cara la economía en los salarios de la procuración.

Cortes de Valladolid de 1409.

En 1409 hubo Cortes en Valladolid para ratificar el desposorio de la Infanta Doña María, hermana de D. Juan II, con D. Alonso, primogénito del Infante D. Fernando, según lo había ordenado Enrique III en su testamento. Reunidos los procuradores, autorizaron el acto con su presencia. De estas Cortes hay poca noticia en los historiadores, y en Colmenares, Ortiz de Zúñiga y otros no menos curiosos y diligentes, ninguna.

Cortes de Valladolid de 1411.

Rindiose la villa de Antequera al Infante D. Fernando en Setiembre de 1410. Vencidos los Moros y cansados los cristianos, convino a todos ajustar una tregua de diez y siete meses. Como después de la tregua cumplida se había de renovar la guerra, acordaron los tutores llamar a Cortes, que se celebraron en Valladolid el año siguiente 1411. Estando reunidos por el mes de Abril los procuradores, la Reina y el Infante les hicieron saber que eran menester cuarenta y cinco cuentos para la próxima campaña, y tres más para pagar los caballos muertos a los caballeros y escuderos que habían servido en la anterior; y «por ende que les mandaban que luego repartiesen estos cuarenta y ocho cuentos en tal manera que estuviesen prestos acabada la tregua592.» Los procuradores, «como quiera que lo hubieron por grave», otorgaron luego la suma requerida e hicieron el repartimiento en pedido y monedas, como en los años pasados. En una sola cosa mostraron entereza sin faltar a la obediencia, pues demandaron a los regios tutores que jurasen que aquel dinero no se gastaría sino en la guerra de los Moros «e la Reina y el Infante lo juraron así»593.

La Crónica no da más luz acerca de lo que pasó en estas Cortes. Por fortuna existe un cuaderno relativo al otorgamiento de dicho servicio, bien que maltratado e incompleto. Consta, sin embargo, que los tres estados del reino, «de una concordia», otorgaron los cuarenta y ocho cuentos de moneda usual en Castilla (es decir, de maravedís viejos de a dos blancas el maravedí), con ciertas condiciones, a saber: que se habían de pagar en monedas y pedido con exclusión de cualquiera otra forma de tributo; que jurasen los tutores no emplearían dicha suma sino en la guerra de Granada; que averiguasen el importe de los atrasos de pedidos y monedas de los años pasados, y conocida la cantidad cobradera de presente, se rebajase de los cuarenta y ocho cuentos para alivio de los pueblos; que no se hiciese renta de lo debido, porque lo no pagado estaba sano en poder de los concejos y de buenos arrendadores; que se guardase y cumpliese la ordenanza de Enrique III acerca del servicio de los prelados y la clerecía, por ser tan santa y justa toda guerra contra infieles y por descargar al reino de un peso que no podía soportar sin gran trabajo, y que usasen los tutores de moderación en el pago a los condes, ricos hombres, caballeros y escuderos de los caballos y acémilas que habían perdido en la guerra. De las Cortes de Valladolid de 1411 nada más se sabe.

Mientras esto pasaba en Castilla, el Congreso de Caspe declaraba que al Infante D. Fernando pertenecía de justicia la corona de Aragón. No se aquietó con la sentencia de los nueve electores el Conde de Urgel, considerándose con mejor derecho a la sucesión del Rey D. Martín. Estalló la guerra, y para mantenerla, rogó el Infante a la Reina Doña Catalina que lo hiciese merced de los cuarenta y cinco cuentos otorgados por los procuradores en las últimas Cortes. Era la madre de D. Juan II magnánima y liberal, y deseaba mucho favorecer la causa del Infante; mas reparó en el juramento que ambos tutores habían prestado de no invertir aquella suma sino en la guerra de los Moros. Por fin todo se arregló y compuso a la medida del deseo suplicando al Papa la relajación del juramento, y fue desatado el vínculo religioso.

Faltaba obtener el consentimiento de los procuradores. Estando la Reina en Valladolid con su hijo, acordó llamarlos, y reunidos «mandoles e rogoles que consintiesen que ella pudiese hacer merced al Infante su hermano de los dichos cuarenta e cinco cuentos.» Era el donativo cuantioso; mas como todos los concejos y casi todos los prelados y caballeros amaban al Infante por sus prendas de verdadero príncipe condescendieron, «e así la Reina ge los mandó dar, con los quales el Infante tuvo con que pagar la gente que para su conquista le convenía»594.

Sería muy aventurado afirmar que con este motivo se celebraron Cortes en Valladolid el año 1412, distintas de las anteriores de 1411. El llamamiento por segunda vez de los procuradores sin preceder cartas convocatorias a las ciudades y villas para que enviasen otros, o los mismos con nuevos poderes, no es razón bastante a tenerlas por diferentes. Hay cierta irregularidad en despedir a los procuradores dando por concluidas las Cortes, y al cabo de un año llamarlos sin romper la unidad del contexto; pero todo se explica considerando que la fuerza de las antiguas instituciones de Castilla venía menos de la ley que de la costumbre. Por otra parte, debieron pensar los tutores, siguiendo acaso el parecer de los letrados de su Consejo, que ligados en virtud de un pacto solemne con los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1411, era forzoso obtener su

consentimiento para desligarse de su promesa. La confusión de los principios del derecho público y privado, tan frecuente en la edad media, daba origen al error de estimar la concesión de los cuarenta y cinco cuentos para la guerra de los Moros como un contrato bilateral entre los tutores de D. Juan II y las personas que en 1411 llevaban la voz de los concejos.

Falleció la Reina Doña Catalina el día primero de Junio, en Valladolid, el año 1418. Todos los grandes acudieron a la corte, y acordaron que los que habían sido del Consejo de Enrique III gobernasen el reino y lo confirmaron con el juramento.

Poco después vinieron embajadores del Rey de Francia, solicitando como aliado del de Castilla socorro de naves y galeras contra el de Inglaterra. Excusáronse los gobernadores con la muerte de la Reina y la menor edad del Rey, añadiendo que el negocio era grande, «e convenía para ello llamar a Cortes, e para esto debían haber alguna paciencia.»

Luego, llegaron cartas con la nueva que el Rey de Inglaterra había mandado pregonar la guerra contra Castilla, «e para en ello proveer, fue acordado de llamar procuradores, porque con su acuerdo se diese el orden que convenía para resistir a los Ingleses.»

Cortes de Medina del Campo de 1418.

Estaba el Rey por el mes de Octubre en Medina del Campo, en donde celebró su desposorio con la Infanta Doña María, hija del Rey Don Fernando de Aragón. Terminadas las fiestas, partió D. Juan II para Madrid; «e aquí fueron llamados los procuradores de las cibdades e villas del reino, e venidos el Rey les dijo como el de Francia, su hermano e aliado lo había enviado a demandar ayuda... e para hacer el armada que convenía, era necesario de se servir de sus reinos. Por ende que mandaba a los dichos procuradores que se juntasen con los de su Consejo e viesen lo que para esto era menester, los quales lo pusieron así en obra; e después de muchas altercaciones habidas, acordose que para esta armada se repartiesen en el reino doce monedas, o que el Rey e los de su Consejo jurasen que este dinero no se gastase en al, salvo en esta armada para ayudar al Rey de Francia»595.

A estas Cortes alude el ordenamiento dado a petición de los procuradores a las de Valladolid de 1420, en el cual consta que otorgaron diez y ocho cuentos de mrs. repartidos en siete monedas y cierto pedido para hacer «una grant armada e flota por la mar, a fin de socorrer al Rey de Francia y defender a los naturales y vecinos de la costa de los continuos asaltos de los Ingleses.»

Las palabras del ordenamiento «que los procuradores del anno pasado otorgaran a la vuestra sennoría en las Cortes que se comenzaran en Medina del Campo,» significan los procuradores presentes en las Cortes que comenzaron en Medina del Campo en 1418 y continuaron en Madrid el año siguiente.

En efecto, celebrose el desposorio el 20 de Octubre de 1418, hubo «muchas fiestas de justas, e toros e juegos de cañas, partid el Rey a Madrid, a donde debió llegar muy entrado el mes de Noviembre, acompañado de los grandes y prelados de su Consejo que con él estaban, con quienes se reunieron los procuradores que tal vez solemnizaron y autorizaron con su presencia el desposorio, según era de costumbre, propuso el Rey lo que convenía hacer en cuanto a la armada, y después de muchas altercaciones, acordaron los procuradores conceder las doce monedas en los primeros meses del año 1419.

Llámense estas Cortes de Medina del Campo de 1418, porque allí tuvieron principio, o de Madrid de 1419, porque, allí se trasladaron y continuaron hasta su conclusión, son las mismas, y las únicas a que se refiere el ordenamiento dado en las de Valladolid de 1420.

Cumplidos los catorce años en 6 de Marzo de 1419, salió D. Juan II de la minoridad, según el testamento de Enrique III y el precedente de su propio reinado.

Cortes de Madrid de 1419.

Reuniéronse Cortes generales en Madrid el 7 de Marzo, y en ellas entregaron los gobernadores a D. Juan II el regimiento de sus reinos y señoríos. De estas Cortes de Madrid de 1419 existe un cuaderno de peticiones que presentaron los procuradores, relativas a diversas materias de justicia y gobierno, con las respuestas del Rey en la forma acostumbrada.

Ordenó el Rey que asistiesen de continuo a la Audiencia cuatro oidores y un prelado, porque se quejaron los procuradores de que lo más del tiempo no estaban sino uno o dos, y a veces ninguno, y despachaban muy pocos pleitos y tardaban muchos días en dar sentencia; que los alcaldes de las provincias sirviesen sus oficios, alternando de seis en seis meses para corregir igual abuso; que la Chancillería tuviese residencia fija en la ciudad de Segovia, «lugar medio o convenible, así para los de aquende, como para los de allende los puertos»; que la ejecución de las cartas que librasen el Consejo, la Audiencia o los alcaldes no se encomendase a personas privadas, sino a los alguaciles y merinos de las ciudades y villas, «salvo (dijo el Rey) quando yo entendiere por algunas cosas que a ello me muevan, que se deban encomendar a otro las tales ejecuciones», y que no se diesen alcaldías, alguacilazgos, merindades, regimientos, escribanías ni otros cualesquiera oficios reales a clérigos de corona, ni se les permitiese servirlos por tercero, pues el Rey no los podía castigar como a los seglares que no estaban exentos de la jurisdicción ordinaria.

Fue muy inclinado Enrique III a poner corregidores, ya porque había en su tiempo muchas ciudades y villas divididas en bandos que turbaban la paz pública, y ya porque los alcaldes ordinarios disimulaban los delitos que cometían sus parientes y amigos, de suerte que ni el Rey era bien obedecido, ni temida esta justicia de compadres. Perseveró D. Juan II en la política de enviar corregidores, y los concejos perseveraron en resistirse a recibirlos, invocando antiguos ordenamientos y las solemnes promesas de respetar sus fueros y libertades.

Los procuradores a las Cortes de Madrid de 1419 se hicieron el eco de la opinión general, suplicando al Rey que «le ploguiese de los non dar, salvo a petición de tal ciudad, o villa, o lugar en concordia, o de la mayor parte, o segund el privillejo o costumbre que en la dicha razón tuviere», y añadieron que si todos los de la ciudad, villa o lugar en concordia, o la mayor parte dijese que no era necesario el corregidor o juez, «les fuese luego tirado, e les fuesen luego tornados sus oficios, segund que de antes los tenían.»

También suplicaron que el corregidor no pudiese usar del corregimiento por otra persona, porque era mejor y más razonable que el Rey lo nombrase, con lo cual se evitaría que un solo sujeto tuviese dos, o tres o más corregimientos, abuso escandaloso y notorio agravio; y que se obligase a los que salían de sus oficios a permanecer cincuenta días en los pueblos en donde los habían ejercido, para complir derecho a los querellosos e pagar los dannos que han fecho», como estaba mandado.

A estas peticiones, que dan una triste idea de cómo se entendía la administración de justicia en los primeros años del reinado de D. Juan II, respondió que se guardasen las leyes y ordenamientos dados por sus antecesores; vana respuesta, si no claro indicio de la poca voluntad de satisfacer los legítimos deseos del brazo popular.

Más afortunados fueron los procuradores al pedir que los oficios de por vida de alcalde, merino, alguacil, regidor u otros cualesquiera de provisión real, no recayesen sino en naturales y vecinos de la ciudad, villa o lugar respectivo; que no se acrecentase el número de los alcaldes y regidores que en antiguas ordenanzas estaba determinado, y que se abstuviese el Rey de hacer merced de los mrs. de los propios y rentas de las ciudades y villas, cuyas peticiones fueron bien acogidas por justas y convenientes.

Estos pasajes del cuaderno suministran algunas noticias que ilustran la historia del régimen municipal. No todos los oficiales de los concejos eran magistrados populares. Habla oficios electivos en virtud de privilegio o costumbre, y los habla de libre provisión de los monarcas. Abusaron de su derecho por hacer muchas mercedes a privados y favoritos, y contribuyeron al empobrecimiento de los pueblos, a quienes obligaban con su liberalidad indiscreta a pagar crecidas pensiones y salarios.

A ruego de los procuradores otorgó el Rey que no daría a persona alguna villa, lugar, castillo ni heredamiento hasta cumplir veinte años, para que mejor pudiese conocer y apreciar los servicios y recompensarlos; bien es verdad que añadió la excepción, «salvo quando por alguna causa necesaria e legítima entienda que cumple de se facer de otra manera, ca entonce lo entiendo facer públicamente con acuerdo de los del Consejo.»

Prometió que no consentiría en adelante que obtuviesen beneficios eclesiásticos en Castilla y León los extranjeros. Los procuradores recordaron al Rey que así lo habían jurado el Infante D. Fernando y los grandes que estaban en su corte, sin aclarar la noticia sobre la cual la Crónica guarda silencio. Tratose en las Cortes de tributos, habiendo pedido los procuradores que se reclamasen las cuentas de los recaudadores y se cobrasen las deudas viejas, pues con el tiempo se solían perder o mal parar; petición fácilmente otorgada. No así otorgó el Rey otra terminante a que algunos procuradores viesen y examinasen las condiciones del arrendamiento de las alcabalas, monedas, tercias y demás rentas a fin de atajar el abuso de alterarlas en perjuicio de los pueblos. Pretendían los procuradores que «las condiciones así fechas de conseio de los sobre dichos, quedasen firmes e estables para siempre, e non pudiesen ser mudadas, nin acrescentadas, nin menguadas, salvo de conseio e consentimiento de los procuradores de las cibdades o villas.» La petición era justa y razonable, el abuso cierto, el atentado contra las leyes evidente, y sin embargo, respondió D. Juan II que ordenaría a sus contadores mayores que no pusiesen en sus cuadernos condición alguna nueva sin su especial mandado.

La única defensa de las libertades de Castilla consistía en el otorgamiento de los tributos por los procuradores a Cortes. Si los contadores, o el Rey mismo se arrogaban la facultad de alterar las condiciones pactadas con el reino, no solamente se quebrantaba la fe prometida, sino que variaba en su esencia la forma del gobierno, porque reducidas las Cortes a un mero Consejo, el poderío real se hacía absoluto, rayando en los confines de lo arbitrario.

Quejáronse los procuradores de los agravios que recibían los pueblos con motivo de las posadas, cuando el Rey iba con su corte de una a otra ciudad o villa.

Decían que los huéspedes causaban muchos daños a los vecinos, así en sus casas de morada como en sus muebles, y todo les era destruido, además de las injurias, ofensas y baldones con que los deshonraban, y que no podían salir de los lugares a cuidar de sus heredades y haciendas por no dejar a sus mujeres e hijos con acemileros y hombres de poca vergüenza; por lo cual suplicaron que cada uno buscase posada por su dinero, y ya que así no fuese, a lo menos quedasen relevadas de aposentamiento las casas de los caballeros, viudas y dueñas honestas, las de los alcaldes, regidores y otros oficiales del concejo, y todos los mesones a fin de que tuviesen en donde alojarse las personas que viniesen a la corte. El Rey ofreció pagar las posadas que necesitase para sí, para la Reina o la Chancillería, pasando de un mes su residencia en cualquiera ciudad, villa o lugar, y a los excesos referidos poner remedio conveniente.

Mandó guardar y ejecutar las leyes acerca de los rufianes y vagamundos sin señor y sin oficio que alborotaban los pueblos con sus riñas y muertes, no temiendo a la justicia y burlándose de los alcaldes, ya porque algunas personas poderosas los defendían y les daban favor, y ya porque pensaban y decían que «de derecho non podían proceder contra ellos.»

Recordaron los procuradores a D. Juan II que en tiempo de su padre D. Enrique III se había dado una ordenanza prohibiendo la entrada en estos reinos a los mercaderes extranjeros con paños para vender libremente; cosa perjudicial en extremo, según ellos, a los naturales del reino, porque no se podían aprovechar de las mercaderías que hacían venir sobre mar, ni se vendían los que acá se labraban, amén del mucho oro y plata que se sacaba. Aludían probablemente los procuradores a cierta ley tasando el precio de las cosas de general consumo que hizo Enrique III en 1406. Como quiera, el Rey se reservó proveer lo más conveniente a su servicio.

En esta petición apuntan las ideas de protección a la industria nacional y de rivalidad con la extranjera, que andando el tiempo formaron la base del sistema mercantil.

Notables son otras dos peticiones que los procuradores a las Cortes de Madrid de 1419 hicieron a D. Juan II, por referirse a graves materias de gobierno.

Es sabido que D. Juan I instituyó el Consejo de Castilla y lo compuso de cuatro prelados, cuatro caballeros y cuatro ciudadanos en las de Valladolid de 1385. En las de Bribiesca de 1387 reformó la planta del Consejo, pues además de los grandes, así prelados como caballeros, admitió letrados «e otros omes de buenos entendimientos.»

Enrique III dio nuevas ordenanzas al Consejo en Segovia el año 1406. Aumentó el número de los consejeros, y principalmente el de los letrados que sustituyeron a los ciudadanos, de manera que dejaron de estar representados en el Consejo los tres brazos del reino.

La Reina Doña Catalina y el Infante D. Fernando, durante la minoridad de D. Juan II, acrecentaron «muchos caballeros e letrados en su Consejo, allende de los que el Rey D, Enrique había dejado.» Don Juan II, apenas empezó a regir y gobernar sus reinos, declaró que, «dende entonce recebía a todos los que así habían seído acrecentados, así perlados como caballeros, a su Consejo», y ordenó que algunos caballeros con ciertos doctores librasen las cosas de justicia596.

Quejáronse al Rey los procuradores a las Cortes de Madrid de 1419, de que no tuviesen entrada en el Consejo algunas buenas personas de las ciudades y villas, y le dijeron que por ellas sería más avisado de sus daños y de los remedios; que todos los reinos de la cristiandad se dividían en tres estados, a saber, el eclesiástico, el militar y el de los ciudadanos, los cuales formaban una sola cosa para su servicio; que era conveniente y conforme a justicia la igualdad; y que pues los estados eclesiástico y militar tenían contínuamente a abastada y copiosa, representación en el Consejo, «debía haber ende algunos del de las ciudades.» La respuesta fue dilatoria, ofreciendo el Rey verlo y proveer según entendiese que cumplía a su servicio: vaga promesa equivalente a una cortés negativa.

No menos notable es la otra petición en que los procuradores decían a D. Juan II que los Reyes sus antecesores, cuando algunas cosas generales o arduas nuevamente querían ordenar o mandar, llamaban a Cortes «con ayuntamiento de los tres estados de sus regnos, e de su conseio ordenaban e mandaban facer las tales cosas, e non en otra guisa, lo qual después que yo regné (habla el Rey) non se había fecho así, e era contra la dicha costumbre, e contra derecho e buena razón, e porque los mis regnos con mucho temor, e amor e grant lealtad me son muy obidientes, non era conveniente cosa que los yo tractase salvo por buenas maneras.» A esto respondió D. Juan II «que en los fechos grandes e arduos así lo he fecho fasta aquí, e lo entiendo facer de aquí adelante.»

La verdad es que habían pasado ocho años sin convocar las Cortes, y no por culpa del Rey menor de edad, sino de sus tutores; y cuando las reunieron, más se cuidaron de pedirles tributos que de hacer leves y ordenamientos.

La petición es una respetuosa protesta contra el engrandecimiento del poderío real a expensas de las libertades populares. Su contexto prueba que, según el derecho público vigente en la edad media, debían los Reyes de Castilla y León llamar las Cortes para resolver con el consejo de los tres estados de sus reinos los negocios generales y arduos, según los procuradores, o los grandes y arduos, según el Rey. Todo es vago e incierto en la petición y la respuesta.

Fueron las Cortes de Madrid de 1419 poco favorables a la consolidación de nuestras antiguas instituciones. En proporción que iba creciendo el estado llano en número, inteligencia y riqueza, debía tener mayor participación en el manejo de los negocios públicos. Lejos de eso, el Rey multiplica los oficios concejiles sin necesidad, con gravamen de los pueblos; provee los corregimientos, no por amor a la justicia, sino por hacer merced a los parientes y amigos de sus privados, excluye del Consejo a los hombres buenos de las ciudades y las villas; dilata el llamamiento a Cortes y altera las condiciones con que los procuradores conceden los tributos, lo cual está muy cerca de exigirlos sin su consentimiento. Los principios del reinado de D. Juan II son el presagio del sombrío porvenir reservado a las libertades de Castilla. Habrá todavía resistencias que vencer y dificultades que superar; pero al través de las vicisitudes de la política se descubren los signos de una transformación en el modo de ser del gobierno.

La armada, para la cual concedieron diez y ocho cuentos de mrs. los procuradores a las Cortes de Madrid de 1419, no se pudo hacer aquel año. Sin embargo, el Rey no solamente mandó coger las siete monedas y el pedido que le otorgaron, pero también ocho monedas, sin el consentimiento de las ciudades y villas o de los procuradores en su nombre.

Cortes de Valladolid de 1420.

Comprendió D. Juan II que había traspasado los límites de su autoridad, y convocó nuevas Cortes en Valladolid el año 1420. Reunidos los procuradores por el mes de Mayo, les hizo saber que había mandado coger las ocho monedas por la urgencia del caso, sin ánimo de quebrantar ni menguar la buena costumbre o posesión fundada en razón e en justicia que las cibdades e villas... tenían de non ser mandado coger monedas e pedido, nin otro tributo nuevo alguno... sin que el Rey lo faga e ordene de consejo e con otorgamiento de las cibdades e villas... e de los procuradores en su nombre.»

Respondieron los allí presentes que sentían muy grande agravio y muy grande escándalo y temor en sus corazones de lo que adelante se podría seguir «por les ser quebrantada la costumbre e franqueza tan amenguada e tan común por todos los sennores del mundo, así de católicos como de otra condición»; que la necesidad no excusaba el agravio, ni disminuía el temor de lo por venir; que las ciudades y villas cuyos procuradores eran, les habían dado el encargo de decir y declarar al Rey lo más abiertamente que pudiesen, que ordenase de manera que no se repitiese el caso por necesidad ni por otra razón alguna, etc.

Pidieron los procuradores como remedio al mal y cautela para lo futuro que las cartas y cuadernos de arrendamiento de las ocho monedas se sometiesen a su examen y revisión; que les mostrasen las cuentas de lo recaudado, y todo lo cogido se pusiese en depósito, del cual no se tomase cantidad alguna sin la intervención de los procuradores, para que todo se invirtiese en la armada conforme al juramento prestado por el Rey y los de su Consejo; que asimismo los procuradores habían de ver las condiciones del arriendo de las dichas monedas; que el Rey mandase insertar en las cartas de cobranza la razón o razones por que se exigieron sin ser antes otorgadas por las ciudades y villas, y haciendo constar que los procuradores se querellaron y sintieron del agravio; y por último, que el Rey escribiese a todas las ciudades y villas cartas firmadas de su nombre y selladas con su sello empeñando su fe y palabra real «que por caso alguno que acaezca menor, o tamanno o mayor, o de otra natura non mandará coger los tales pechos sin primeramente ser otorgados por los procuradores llamados a ello conjuntamente, o por la mayor parte dellos; e que si de otra guisa acaesciese de se facer que desde agora la vuestra sennoría habría por bien que por tal manera non se pagase, nin oviese efecto.»

A todo se allanó el Rey o D. Álvaro de Luna (que ya por este tiempo gozaba de su privanza) prometiendo además que de allí adelante, cuando algunos menesteres sobreviniesen, los pondría en conocimiento de los procuradores, y se abstendría de derramar y coger pechos sin primero ser otorgados, guardando todo aquello que los Reyes sus antecesores acostumbraron guardar en lo pasado.

Resuelta la cuestión principal, hicieron los procuradores algunas peticiones, pocas en número, pues no pasan de seis, y casi todas presentadas al Rey en las Cortes de Madrid de 1419. Parece que se habían agotado las fuerzas de los procuradores en la campaña que mantuvieron con motivo de la exacción indebida de los tributos, o que las promesas de D. Juan II no inspiraban demasiada confianza. Era el Rey de carácter débil, y se dejaba gobernar por sus privados. Los grandes del reino estaban descontentos, porque no participaban del poder y del favor. Unos querían que el Infante D. Enrique, hijo del Rey de Aragón, gobernase; otros preferían al Infante D. Juan, su hermano, y algunos deseaban alejar a los dos. Todos procuraban sus particulares intereses, y nadie se cuidaba de lo que hacían las Cortes.

Ajenos los procuradores a estas intrigas, obtuvieron del Rey la confirmación del ordenamiento relativo a la provisión de alcaldes y regidores de las ciudades y villas que tenían número limitado; y es de notar que al responder D. Juan II a esta petición, dijo quería y mandaba que aquella su carta hubiese fuerza de ley, «como si fuese fecha en Cortes», no embargante cualesquiera otras que diere, «aunque sean dadas de mi cierta ciencia, e proprio motu, e poderío real absoluto, e de mi propia e deliberada voluntad.»

He aquí dos frases inventadas por D. Juan II, recogidas con avidez por sus sucesores, y empleadas más tarde como una protesta de la monarquía contra toda limitación al principio de autoridad. Decir «quiero y mando que esta mi carta valga como si fuese una ley hecha en Cortes, era reconocer que el concurso de las Cortes daba mayor solemnidad y firmeza a las leyes, al mismo tiempo que el Rey se arrogaba la facultad de suplir su falta en virtud del poderío absoluto, o de la plenitud de la soberanía atribuida por los teólogos y jurisconsultos de la edad media a los monarcas que tienen lugar de Dios, y son puestos en la tierra por sus vicarios597.

El vínculo que uniendo la religión con la política dio origen a las monarquías de derecho divino, empieza a mostrarse en los cuadernos de las Cortes en el reinado de D. Juan II, según luego se verá tan claro, que no haya la menor sombra de duda. La extremada dureza de ciertas cláusulas del testamento de Enrique III598, y el ordenamiento dado por su hijo y sucesor en el trono en las Cortes de Valladolid de 1420 que se cita, son signos precursores de un nuevo sistema político cuya raíz debe buscarse en las doctrinas que profesaban los letrados de aquel tiempo admitidos en el Consejo. Versados en el derecho civil y canónico, aspiraban a la unidad en el poder, y confundían en una sola causa la obediencia debida al Rey y al Papa.

Confirmó D. Juan II los ordenamientos hechos en las Cortes de Madrid de 1419, en razón de las posadas y de los rufianes y malhechores que por huir de la jurisdicción ordinaria andaban en hábito de clérigos y se abrían corona, y mandó pagar el pan y mrs. que se debían a la gente que guarnecía los castillos fronteros.

Por último, pidieron los procuradores al Rey que se fuese a la mano en las dádivas y mercedes. No le disputaban la facultad de premiar los servicios señalados de la nobleza; pero observaron que las gracias concedidas por los tutores y por él mismo pasaban «en dos o tres tanto el número de las otorgadas por el Rey su padre», y añadieron por vía de consejo que «la verdad de la largueza tiene su medida e condiciones ciertas, tan bien en los Reyes e los Príncipes como en los otros después dellos, de las quales excediendo a más o menguando a menos, dejaba de ser virtud»; y como la desordenada liberalidad consumía las rentas de la corona y obligaba a imponer nuevos tributos para proseguir la guerra con los Moros, le rogaron que tuviese mayor templanza en lo sucesivo por no agravar la miseria de los pueblos.

D. Juan II soportó pacientemente la censura y prometió emendarse; mas careció de la fortaleza de ánimo necesaria a resistir la insaciable codicia de los cortesanos, y sobre todo de D. Álvaro de Luna, cuya larga privanza es notada en la historia como un período fecundo en donaciones de villas, tierras y vasallos para contentar a los parientes y amigos del Condestable.

Estando el Rey en Tordesillas, penetró el Infante D. Enrique en palacio con gente armada, y se apoderó de su persona, atreviéndose a prender allí mismo al mayordomo mayor Juan Hurtado de Mendoza, por quien todos los negocios del reino parecía que se gobernaban. El Infante y los caballeros de su parcialidad decían de público que habían tomado aquella violenta determinación por el servicio del Rey y el bien universal de sus reinos; pero la verdad es que pospuesta la conciencia y no guardando respeto a la dignidad real, miraban por sus particulares intereses, y aspiraban a ocupar cerca de D. Juan II el lugar de tutores de un príncipe indolente, de quien se dijo que nunca tuvo color ni sabor de Rey porque siempre fue regido y gobernado599.

El caso de Tordesillas movió tal ruido y escándalo, que muchos grandes del reino se aparejaban para poner al Rey en libertad. Trasladose la corte a Valladolid, y después de esto, «e el Infante mandó llamar a algunos procuradores de las ciudades e villas que habían quedado; e como quiera que el tiempo de sus procuraciones era pasado, el Rey les mandó que usasen de sus procuraciones, porque quería con su consejo hacer las cosas que entendía que a su servicio cumplían, y el Infante les habló mandándoles de parte del Rey que escribiesen a todas las cibdades o villas donde eran procuradores, quel movimiento que se había hecho en Tordesillas, había seído por servicio del Rey e con su consentimiento e placer, e que por eso no hubiesen dello ninguna turbación»600.

Los procuradores que habían quedado eran los mismos que concurrieron a las Cortes de Valladolid de 1420, cuya debilidad corre pareja con la de D. Juan II. No obstante haber expirado los poderes que tenían de los concejos, usaron de ellos por mandado del Rey, o por mejor decir, del Infante, para lavar la mancha de Tordesillas, y ocultar la verdad del caso a las ciudades y villas que los enviaron. Prorogar las procuraciones sin más derecho que la voluntad absoluta del monarca, y humillarse los procuradores hasta recibirlas de su mano son dos actos que denotan la poca fuerza de las instituciones. Para ser justos debe repartirse la culpa de este grave atentado contra las antiguas libertades de Castilla entre el Rey o sus privados que las conculcan, los procuradores que lo consienten y las ciudades y villas que toleran el abuso, cometido por sus infieles mensajeros.

Cortes de Ávila de 1420.

Continuaban el Infante D. Enrique y los caballeros de su parcialidad apoderados de la persona del Rey que por el mes de Agosto de 1420 estaba en la ciudad de Ávila. Eran tantas y tales las irregularidades del Ayuntamiento de Valladolid, que el Infante juzgó necesario inclinar el ánimo del Rey a que llamase a Cortes para explicar a los procuradores el hecho de Tordesillas, y manifestarles «haber sido a su placer, y él estar libre a toda su voluntad.»

Venidos los procuradores, les fue mandado que viesen lo que les parecía, y todos dijeron que era muy bien, salvo los de Burgos más escrupulosos o atrevidos, los cuales observaron la falta de muchos grandes del reino, principalmente del Señor de Lara, del Arzobispo de Toledo, la primera dignidad por el estado eclesiástico, de muchos oficiales mayores de la Casa Real y varios prelados; por cuya razón pusieron en duda si merecía el nombre de Cortes aquella asamblea. A pesar de esta tácita protesta el auto se hizo con la solemnidad acostumbrada en Cortes generales. Sentado el Rey en el trono, declaró que daba por bien hecho el movimiento de Tordesillas, y mandó a todos los presentes que lo aprobasen, y en efecto lo aprobaron el Arzobispo de Sevilla, los grandes del reino, los doctores del Consejo y algunos procuradores por sí y por las ciudades y villas que representaban601.

Desde que el Rey manda y las Cortes obedecen, la reunión de los tres estados es un vano simulacro. La monarquía de la edad media, limitada por la intervención del clero, la nobleza y el pueblo en los negocios públicos, aunque no haya mudado de fortuna, varió de esencia. Hubo un tiempo en que los jurisconsultos disputaron con calor si la participación de las Cortes en el gobierno era por vía de autoridad o de consejo; mas las de Ávila de 1420 no fueron sino instrumento en manos de una parcialidad que tenía al Rey oprimido y sin valor para mostrar voluntad propia. Perdieron los procuradores la costumbre de resistir en el reinado de D. Enrique III. Todavía fue mayor su debilidad en el de D. Juan II; y humillándose una y otra vez ante el poderío real absoluto del monarca, labraron la ruina de las antiguas libertades de Castilla, porque ¿qué son las libertades sino resistencias? Viendo el Rey que cada día el Infante D. Enrique y los caballeros de su parcialidad se apoderaban más del gobierno, determinó evadirse y lo puso en obra, refugiándose en el castillo de Montalván. No contribuyó poco a tomar esta resolución, haber entendido que los procuradores se allanaban a otorgar una gran suma de maravedís al Infante, con lo cual se haría más poderoso.

Estando el Rey en el castillo de Montalván cercado por el Infante y los caballeros que le seguían, mandó llamar a los procuradores que se hallaban en Talavera, y venidos a su presencia les dijo que los rebeldes habían entrado en su palacio de Tordesillas contra su voluntad, ofendiéndole en ello, prendiendo algunos de los suyos, echando a otros de la corte y apoderándose de su persona, de su casa y del reino. Después de esta poco honrosa retractación de las palabras pronunciadas por Don Juan II ante los mismos procuradores, los despidió sin dar por concluidas las Cortes. Por el mes de Mayo de 1421 los mandó llamar de nuevo, y en Aguilar de Campo les notificó el ayuntamiento de gente de armas que hacía el Infante D. Enrique, y la necesidad que tenía de cierta suma de maravedís para entender en la paz y sosiego de sus reinos.

Por Junio, llamó el Rey a consejo a los grandes y procuradores, que celebraron en Valladolid sobre las discordias que arreciaban. El Infante escribió a los procuradores quejándose de los agravios que del Rey había recibido: los procuradores fueron los medianeros entre ambos, recomendando la templanza y la justicia como términos de avenencia: en Octubre se trasladaron a Toledo, en cuya ciudad quiso D. Juan II reunirlos, así como a los grandes, para tratar del dote que había de dar a la Infanta Doña Catalina, mujer del Infante D. Enrique: en Madrid se hallaron, si no todos, la mayor parte, por Junio de 1422, a tiempo que el inquieto Infante hizo su sumisión al Rey ante ciertos caballeros de su Casa que no eran del Consejo; y en fin, por Octubre del mismo año se hallaban en la villa de Ocaña, en donde mandó el Rey responder a ciertas peticiones que le hicieron, y ordenó que los salarios que habían de haber fuesen pagados de sus rentas: «por ende que ante de entonce las cibdades e villas los acostumbraban pagar a sus procuradores, de lo qual rescibían agravio, especialmente Burgos o Toledo que eran francas»602.

Cortes de Ocaña de 1422.

Las Cortes de Ávila de 1420, cuyos procuradores aparecen sucesivamente en Talavera, Montalván, Aguilar de Campo, Valladolid, Madrid y por último en Ocaña el año 1422, son unas mismas. En este corto período de la historia no hay el más remoto indicio de nueva convocatoria, ni despedida de los procuradores, ni nada que denote solución de continuidad. Son procuradores cortesanos que se confunden con la comitiva de un Rey errante de ciudad en ciudad y de villa en villa, declarándose ya los erectos de la privanza de D. Álvaro de Luna.

Es muy digna de reparo la circunstancia de haber ordenado Don Juan II que se pagasen de sus rentas los salarios de la procuración, eximiendo de este gravamen a las ciudades y villas que tenían voz y voto en Cortes. No faltan autores que consideren la novedad como causa principal de la perdición de nuestras antiguas libertades; pero sin negar el peligro de entregar la defensa del estado llano a procuradores mercenarios del Rey, y por tanto ciegamente devotos a su servicio, tampoco debe olvidarse que el mal venía de más lejos603.

El ordenamiento en razón de los salarios pudo tal vez parecer justo, tratándose de procuradores que viajaron por espacio de dos años en pos de la corte, haciendo por los caminos gastos muy superiores a los que habría ocasionado una residencia fija, únicos obligatorios para las ciudades y villas que los enviaron.

Como quiera, este ordenamiento no fue una regla general, y si lo fue, duró a lo más tanto como el reinado de D. Juan II, según consta de cuadernos de Cortes posteriores604.

No son muchas ni arrogantes las peticiones de los procuradores a las de Ocaña de 1422. Suplicaron humildemente al Rey que quisiese reformar ciertas cosas (que no se declaran) relativas a su Casa. El Rey se disculpa con las pasadas discordias y ofrece poner remedio en todo, saliendo del paso con tan vaga respuesta.

A la opresión del Rey por el Infante D. Enrique sucedió la privanza de D. Álvaro de Luna. Las intrigas de la corte trascendieron a los pueblos; y como el indolente D. Juan II no era temido, se relajaron los vínculos de la autoridad. En algunas ciudades y villas había personas poderosas que se levantaban contra los alcaldes, regidores y demás oficiales del concejo, y se hacían capitanes de la comunidad. Movíanse alborotos en los ayuntamientos públicos y comunes, y los magistrados no podían ordenar nada perteneciente al gobierno municipal, ni constituir procuradores, cuando eran llamados.

Creciendo el desorden, suplicaron al Rey los presentes en las Cortes de Ocaña que mandase guardar las ordenanzas de las ciudades y villas, así como sus usos y costumbres, que prohibían estos ayuntamientos de vecinos o cabildos abiertos acompañados de levantamientos populares, y que los alcaldes y las justicias reprimiesen la licencia de los revoltosos y los castigasen, y así fue otorgado.

Los señores y las mismas personas poderosas que alteraban los pueblos, perturbaban el ejercicio de la jurisdicción real, no permitiendo que los litigantes de sus lugares apelasen a los jueces superiores que residían en las ciudades y villas de la comarca.

Por otra parte los alcaldes puestos por el Rey en los adelantamientos embargaban la jurisdicción civil y criminal, oponiéndose a las apelaciones de las primeras sentencias dictadas por los alcaldes de las ciudades y villas a los alcaldes y oidores de la corte, como estaba mandado, so pretexto de que a los adelantados y merinos y sus oficiales pertenecía conocer de estos pleitos, salvo el privilegio en contrario.

Dio D. Juan II respuesta favorable a la primera petición, y en cuanto a la segunda dijo que mostrasen los privilegios, y en vista de ellos proveería en justicia.

No una vez sola, sino tres seguidas, variando la forma, reclamaron los procuradores la fiel observancia de las leyes, fueros, privilegios y costumbres antiguas, según las cuales no se debía poner corregidor en ciudad o villa sino a ruego de todos los vecinos o la mayor parte del vecindario. Don Juan II, por complacer a sus privados, nombró muchos, sin esperar que se los pidiesen. Razonando los procuradores sobre el caso, dijeron que las ciudades y villas recibían en esto tres agravios, porque además de quebrantar la ley, también se quebrantaban los usos y costumbres de cada pueblo, y era notorio «que de los tales corregimientos las menos veces ningún buen sosiego se seguía allí donde iban, ante se aumentaban las disensiones, e discordias, o grandes costas.»

Añadían los procuradores que si el Rey, informado de que en tal ciudad o villa no se administraba justicia con derecho, determinase enviar corregidor, que le pagase el salario de sus rentas, y no el concejo, pues no lo había pedido, sin perjuicio de averiguar quiénes fuesen los culpantes y cobrar de ellos la costa, «por que ellos oviesen pena, o los non culpantes non padesciesen»; que si por aventura hubiere de ir inquisidor a informarse de si convenía nombrar corregidor y el Rey así lo acordase, no diese el oficio a los comisionados para hacer la inquisición, pues por alcanzar el corregimiento, «buscaban o cataban maneras no lícitas»; y por último, que fuesen los corregidores personas idóneas, sin sospecha y llanas, que sirviesen el oficio por sí mismos, y de ningún modo poderosas, «porque acabado el fecho sobre que era enviado, e los vecinos de la cibdad o villa egualados e queriendo bevir bien, non osaban pedir que les fuese tirado el tal corregidor, o en caso que lo pedían, non les era tirado... e duraba el corregimiento luengo tiempo, de lo qual venían muy grandes dannos o costas a las cibdades e villas.» Respondió el Rey con buenas palabras, ociosas y vanas como casi todas las de D. Juan II, de quien escribió un historiador contemporáneo que «nunca un día quiso volver el rostro, ni trabajar el espíritu en la ordenanza de su casa, ni en el regimiento de su reino»605.

Pidieron los procuradores al Rey que le pluguiese guardar y aprobar la costumbre autorizada por sus antecesores, de dar la tierra vacante por fallecimiento de un vasallo al hijo mayor legítimo que dejase, y a falta de este, al hermano, también legítimo, de padre. Era un modo de perpetuar en ciertos linajes las mercedes otorgadas por los Reyes a personas dignas de galardón por sus servicios, a semejanza de las enriqueñas, con lo cual se abría puerta más ancha a la institución de los mayorazgos.

La Crónica dice: «y al Rey plugo que pasase así»; pero del cuaderno de estas Cortes de Ocaña consta que respondió: «yo faré lo que entendiere que cumple a mi servicio»; respuesta equivalente a una poco disimulada negativa606.

También suplicaron al Rey que mandase hacer armada y construir navíos, galeras y otras fustas que estuviesen en los puertos aparejados para salir a la mar, con cuya providencia se podría enviar una flota a donde conviniese. Decían los procuradores que con esto sería la Corona Real más temida de los reinos extraños y más ensalzada, y se evitarían muchos robos, daños y represalias en ofensa de los súbditos y naturales, y se guardarían las costas, y protegiendo el comercio, se acrecentarían las rentas; «et en caso que dende se recresciesen costas, las tales costas que traen provecho e onra, non se debían excusar. «Otorgó el Rey una petición tan notable por la elevación del espíritu a una política grande y fecunda, y como testimonio de que iban alzando el vuelo el comercio, la navegación y la marina militar de Castilla en el siglo XV.

Quejáronse los procuradores de los abusos y cohechos que se cometían con motivo del abastecimiento de pan y paga de mrs., a los moradores de las villas y castillos fronteros, y del abandono en que estaban las labores de reparación de los muros y las torres por la poca vigilancia o falta de celo de las personas diputadas para visitar las fortalezas levantadas contra los Moros. El Rey prometió hacer pesquisa, y averiguada la verdad, remediar los males que le denunciaban, ordenó a sus contadores mayores que cada año apartasen de sus rentas un cuento de mrs. para dichas labores.

Las treguas con el Rey de Granada no impedían que, así de día como de noche, entrasen algunos Moros malhechores a hurtar y hacer daño en la tierra de los cristianos. Perseguidos por los adalides y almogávares y otras personas, solían prenderlos. Los alcaldes, alcaides y señores de la comarca los tomaban diciendo que eran suyos, despojando a los que con gran trabajo y peligro y a su costa los habían hecho cautivos. Los procuradores suplicaron al Rey que no consintiese esta violación de la ley de la guerra, y lo otorgó sin dificultad.

También otorgó que no se sacase pan de Andalucía, y principalmente del arzobispado de Sevilla, lo cual otros Reyes habían ya prohibido.

Fundaban los procuradores su petición en que era aquella tierra poblada de muchas y diversas gentes que vivían de oficios, rentas y mercancía, siendo pocos los labradores y grande la necesidad de harina y bizcocho para mantener las villas y castillos fronteros, proveer de víveres los navíos que iban y venían a los puertos, abastecer la flota y suministrar vitualla a los ejércitos en caso de renovar la guerra con los Moros. El razonamiento de los procuradores, si no justifica la prohibición, pinta el estado de Sevilla en 1422, plaza de comercio, puerto concurrido, reparo de armadas y flotas, rival de Granada y terror de la morisma.

Confirmó D. Juan II lo dispuesto en el fuero Toledano y en el de las Leyes, en concordancia con el Viejo de Castilla y las Partidas, sobre las hijas huérfanas que por casarse sin el consentimiento de los hermanos en cuyo poder estaban, debían perder la herencia de su padre y madre607.

En materia de tributos suplicaron los procuradores que enmendase algunos abusos que se cometían por los encargados de la cobranza, y otros relativos a la cuenta y razón y libramientos de mrs., evitando las albaquías o malas deudas de muchos años. También representaron contra los agravios que recibían las ciudades, villas y lugares fronteros de Aragón, Navarra y Portugal, de los alcaldes de las aduanas y de los arrendadores de «las aduanas y diezmos de las cosas dezmeras»; a todo lo cual respondió D. Juan II que proveería sobre ello para más adelante. Esta es la primera vez que suena en los cuadernos de Cortes el nombre de aduana608.

Habíanse quejado los procuradores a las de Madrid de 1419 del perjuicio que al comercio de los naturales de estos reinos causaba una imposición o tributo nuevo que se cobraba de todas las mercaderías que pasaban de Castilla a Valencia y viceversa. El Rey ofreció requerir a su primo el de Aragón para que lo quitase; pero no hizo nada, o tan poco, que en las Cortes de Ocaña se renovó la petición con más viveza, logrando igual respuesta o igual fortuna, según se verá en el cuaderno de las de Palenzuela de 1425.

Las de Ocaña de 1422 revelan la humildad de aquellos procuradores mercenarios, la negligencia del Rey, el poder absoluto de su privado, la inobservancia de las leyes, el favor en la provisión de los cargos de justicia y la escasa libertad de los concejos para elegir las personas que habían de enviar a las Cortes. En suma, los vicios del gobierno herían de muerte las mejores instituciones.

Ayuntamiento de Toledo de 1423.

Al principio del año siguiente 1423 fue jurada en Toledo primogénita heredera de los reinos de Castilla y León, a falta de varón legítimo, la Princesa Doña Catalina. No mandó el Rey llamar procuradores, porque en la mayor parte del reino había peste; pero acordó enviar a las ciudades y villas ciertos caballeros en cuyas manos hiciesen el juramento y pleito homenaje que era costumbre inviolable hacer en las Cortes609.

Fue la jura irregular, no obstante el aparato y ceremonial propios de unas Cortes generales: ayuntamiento de pocos prelados, algunos grandes, mayor número de caballeros y varios doctores, entre ellos, los del Consejo. El medio de suplir la ausencia de los procuradores asentaba un precedente del cual otros Reyes sacaron partido para excusar la reunión de las Cortes, cuando eran más necesarias, y así, repetidos los casos, fueron cayendo en desuso.

Ayuntamiento de Burgos de 1424.

Murió en Setiembre de 1424 la Princesa Doña Catalina, y sabida la noticia, mandó el Rey jurar primogénita heredera de sus reinos y señoríos a su hija segunda la Infanta Doña Leonor. Hicieron el juramento y homenaje cinco grandes y dos obispos, porque a la sazón no había más en Burgos, en donde estaba la Corte.

Suscitáronse por este tiempo graves diferencias entre los Reyes de Castilla y Aragón con peligro de llegar a las armas. Don Juan II mandó llamar procuradores de doce ciudades, siendo su secreta intención pedirles consejo sobre la discordia que comenzaba, si bien de público se decía que eran llamados para jurar a la Infanta Doña Leonor, ya jurada por algunos610.

Acudieron los procuradores a Valladolid; mas no se hizo la jura de la Infanta, ni al parecer otra cosa, con la esperanza de que la Reina daría pronto a luz un varón. En efecto, nació el Príncipe de Asturias, después Enrique 1V, en 5 de Enero de 1425, y fue jurado sucesor de D. Juan II en la doble corona de Castilla y León en el mes de Abril siguiente, «pasada la fortuna del invierno.»

Cortes de Valladolid de 1425.

Preparó el Rey la ceremonia mandando a todas las ciudades por sus cartas que enviasen nuevos poderes a los procuradores para jurar al Príncipe, como lo fue en las Cortes de Valladolid de 1425611.

En estas Cortes se renovó la antigua contienda de los procuradores de Burgos y Toledo, que el Rey aplacó diciendo: «Yo hablo por Toledo, e hable luego Burgos».

Ocho días después del juramento y homenaje llamó el Rey a consejo a los grandes, prelados, caballeros y procuradores, y los consultó acerca de los debates pendientes con Alfonso V de Aragón, cuyo hermano, el inquieto Infante D. Enrique, continuaba en prisión purgando el atentado de Tordesillas. Sobre si debía permitirse al monarca aragonés la entrada en Castilla con gente de armas, o debía el castellano invadir su reino, o era mayor virtud y cortesía entre deudos tan cercanos mantener la paz y apercibirse para la guerra, hubo vivos altercados, prevaleciendo al fin esta opinión más templada de los procuradores612. La raíz de la discordia era la privanza del Condestable D. Álvaro de Luna, que no podía sufrir le disputase la parcialidad del Infante el favor del Rey y la libre gobernación de sus reinos.

Todos estos sucesos van fuera del curso ordinario, pues ni la jura de la Princesa Doña Catalina se hizo en Cortes, ni el homenaje de cinco grandes y dos obispos a la Infanta Doña Leonor puede pasar por reconocimiento de su derecho de sucesión, ni aun el acto de jurar al Príncipe D. Enrique se ajustó a las buenas costumbres de Castilla.

Por eso, apartándonos de la opinión de varios historiadores, no confundiremos los Ayuntamientos de Toledo de 1423 y Burgos de 1424 con las Cortes de Valladolid de 1425. Cortes decimos, aunque irregulares, porque al fin estuvieron presentes los tres brazos del reino.

Consiste la irregularidad en haber mandado el Rey a todas las ciudades del reino que enviasen sus poderes para jurar al Príncipe a los procuradores de las doce llamados a consejo en Octubre o Noviembre de 1424; y en efecto, el de Burgos habló por todas las ciudades y villas de los reinos de León y Castilla, cuyo poder tenía613; pero no por las de Galicia, cuyos procuradores no concurrieron a este acto614.

Así pues, fue la representación del estado general completa, con la novedad de haber D. Juan II alterado la forma de las Cortes, y privado a las ciudades y villas no comprendidas en el número de las doce presentes, de la facultad de elegir libremente sus procuradores.

Sea que aun durase la peste que afligía la mayor parte del reino cuando se celebró la jura de la Princesa Doña Catalina en Toledo el año 1423; sea que el Rey entendiese tratar entre pocos de los debates con el de Aragón, o que le moviese el deseo de economizar los salarios de las procuraciones, la novedad fue atrevida y peligrosa. Por fortuna no se repitió el ejemplo; lo cual prueba que D. Juan II no obró en este caso con el propósito deliberado de reducir a límites más estrechos la representación popular.

Cortes de Palenzuela de 1425.

Estaba el Rey en Palenzuela por Setiembre del año 1425; y hallando que le convenía tener aparejo de dinero, como dice la Crónica, acordó llamar a los procuradores615, a quienes dio cuenta de los grandes gastos que había hecho con ocasión de los bullicios pasados y de la necesidad de prevenirse para los venideros, y sobre todo para proseguir la guerra de los Moros. Los procuradores respondieron que siendo grande su voluntad de servirle, era mayor todavía la pobreza del reino a causa de las pasadas discordias.

Sin embargo otorgaron al Rey, pues lo pedía con tanto ahínco, doce monedas y un pedido y medio que montaban alrededor de treinta y ocho cuentos de mrs., con la condición de que esta suma estuviese depositada en dos personas, una allende y otra aquende los puertos, ambas a elección suya, y se aplicase exclusivamente a la guerra de los Moros u otra extrema necesidad con licencia de los procuradores. También exigieron que el Rey y los de su Consejo jurasen cumplirlo así, y lo juraron, y las monedas y el pedido y medio se cogieron, y se depositó el dinero como fue pactado616.

Nótase en el cuaderno de estas Cortes de Palenzuela de 1425 que se citan como presentes los procuradores de las ciudades, y se omiten las palabras «y de las villas», que completan la fórmula constantemente usada. La ornisión debe atribuirse a error o descuido, porque ni en los cuadernos anteriores ni en los posteriores se observa variación en la fórmula de costumbre, lo cual excluye toda interpretación de mayor alcance.

Los procuradores de las ciudades, cuyo número no se determina, dieron al Rey ciertas peticiones generales, a las que respondió con acuerdo de los duques, condes, prelados, ricos hombres, maestres, caballeros y doctores del Consejo; por manera que estuvieron presentes los tres estados del reino, según consta del cuaderno de las Cortes referidas.

La primera petición es una queja de los procuradores al Rey porque no se guardaba el ordenamiento hecho en las Cortes de Madrid de 1419 acerca de la residencia de los oidores y de los alcaldes de la corte, así como también le suplicaron la provisión de las notarías mayores en buenas personas idóneas y letrados, que sirviesen los oficios por sí, y no los arrendasen ni pusiesen sustitutos, todo lo cual les fue otorgado.

Asimismo pidieron al Rey que nombrase para los oficios de su casa y corte sujetos escogidos y pertenecientes, tales como cumplían a la administración de la justicia y al buen regimiento del reino; cosa más fácilmente concedida que fielmente observada en épocas de privanza.

Al deseo manifestado por los procuradores que hubiese en el Consejo algunas personas de las ciudades y las villas, respondió D. Juan II que estaba «asaz bien proveído así de duques e condes, como de perlados e ricos omes, e doctores, e caballeros, e personas mis naturales, e de las cibdades e villas de los mis regnos.» La respuesta no debió satisfacer a los procuradores; pero tiene para la posteridad el mérito de dar a conocer las clases más poderosas e influyentes en las altas esferas del gobierno. En resolución, confirmó lo ordenado en las Cortes de Madrid de 1419, resistiendo toda novedad en la organización del Consejo, lo cual se explica de un modo llano, pues como el Rey respondía a las peticiones de los procuradores con acuerdo de dicho cuerpo, todos sus individuos eran opuestos a la reforma.

La fuente de las gracias y mercedes corría cada vez con más abundancia. Los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1420 representaron al Rey la necesidad de templar tanta largueza. Don Juan II prometió irse a la mano; pero el abuso continuó sin enmienda. En estas de Palenzuela de 1425 se renovó la petición, esforzándola con decir que las tierras, mercedes y raciones acrecentadas y asentadas en los libros excedían del producto de las alcabalas y rentas ordinarias «dos cuentos e más»; por lo cual no se podía pagar la mitad de lo debido a los agraciados. De aquí que unos vendían lo que llevaban del Rey, y otros lo renunciaban en personas de baja condición, incapaces de servir las lanzas o los oficios; de suerte que no estaban prestos y aderezados para cumplir las obligaciones propias de un buen vasallo. También reprodujeron los procuradores la petición relativa a proveer las tierras que vacasen en los hijos de los vasallos que las tenían, o en sus hermanos, aunque lo fuesen solamente de padre, con tal que así aquellos como estos hubiesen nacido de legítimo matrimonio.

Ofreció D. Juan II poner coto a su liberalidad y no consentir las renuncias de tierras con mengua de su servicio; y en cuanto a suceder en las mercedes en forma de mayorazgo de rigorosa agnación, respondió con frases ambiguas como en las Cortes de Ocaña de 1422.

No era la justicia temida, ni la jurisdicción ordinaria respetada, pues acontecía que algunos prelados, caballeros y otras personas entraban en los lugares de la Corona Real y los tomaban, siguiéndose largos y costosos pleitos entre los señores que tenían la posesión de lo usurpado y las ciudades y villas que defendían contra ellos su derecho.

Los malhechores vestidos de clérigos y tonsurados, hallaban protección en los jueces eclesiásticos, siempre fáciles en lanzar sus censuras y entorpecer la acción de los tribunales seglares, cuando querían perseguirlos y castigarlos.

Acontecía que un lego demandaba a otro lego ante un juez de la Iglesia, perturbando la jurisdicción real y apropiándosela los prelados, de manera que aquella perecía y esta se alargaba, sin respeto a las leyes que deslindaban el fuero eclesiástico.

A pesar de los fueros, buenos usos y buenas costumbres de algunos pueblos, y aun de los privilegios que tenían para que sus vecinos y moradores no fuesen demandados en sus pleitos, salvo ante los jueces ordinarios de las ciudades y villas de su domicilio, se daban en la corte y en la Chancillería cartas de emplazamiento, de que resultaban grandes daños, costas y cohechos, sin contar las molestias de ir y venir en busca de los tribunales superiores.

El Rey respondió que facilitaría a los agraviados los medios de proseguir su derecho; que suplicaría a Su Santidad proveyese lo conveniente a fin de que la jurisdicción seglar no fuese embargada, y que mandaría guardar las leyes y ordenanzas acerca de los casos reservados a los tribunales de la corte.

Los cabildos y beneficiados se daban prisa a comprar heredades y dehesas, y una vez adquiridas, prohibían a sus familiares y renteros que pagasen pedidos ni otros pechos reales o concejiles, y si eran apremiados a ello por los jueces seglares, luego interponían su autoridad los prelados y sus vicarios para que no fuesen demandados en juicio por los empadronadores ni cogedores, so pretexto de que como servidores de la Iglesia, tuviesen o no tuviesen orden sacra, estaban exentos de tributos. Así (decían los procuradores) se mengua la jurisdicción real, se disminuyen los pechos y derechos y se hace gran daño a las ciudades, villas y lugares, «porque avían de pechar e pagar lo que a ellos cabía de pechar, e lo que debían pechar los tales renteros e familiares e coronados; e demás por esta causa non se fallaba quien quisiese ser empadronador nin cogedor.»

Como se ve, resucitó la antigua cuestión de pasar o no pasar los bienes raíces de lo realengo a lo abadengo, y se muestra bien claro que en el fondo bullía la idea fiscal y no la de amortización. El Rey mandó guardar las leyes establecidas por sus antecesores.

Las fortalezas y castillos no se reparaban, ni se pagaban el pan y los mrs. con que los Reyes socorrían a los vecinos de las villas fronteras de los Moros, además de las franquezas de pedidos, monedas, alcabalas y todo tributo. Estas libertades y otras muchas mercedes concedieron los Reyes para mantenerlas pobladas, y en justa compensación de los daños que cada día recibían del enemigo, así en tiempo de guerra, como durante las treguas siempre interrumpidas con frecuentes asaltos.

Los privados de D. Juan II más se cuidaban de urdir una intriga palaciega, que de proveer a la defensa de la tierra rescatada del poder de los Moros por las armas de los cristianos. Contra este culpable abandono clamaron los procuradores, a quienes satisfizo el Rey con buenas palabras.

Si mal pagaba a los vecinos de las villas fronteras, no pagaba mejor a los que disfrutaban mercedes de mrs. asentadas en sus libros. Los procuradores suplicaron que mandase dar libramientos contra los recaudadores de los pechos y rentas de la Corona en las comarcas en donde cada agraciado viviese, y les fue otorgado.

En el gobierno propio de los pueblos reinaba un desorden inaudito, si no una completa anarquía. Pidieron los procuradores que se observasen las leyes acerca de la provisión de los oficios perpetuos de las ciudades y villas en naturales que fuesen al mismo tiempo vecinos y moradores del lugar; que no se acrecentase el número de los alcaldes y regidores limitado por sus ordenanzas, y se consumiesen los primeros acrecentados que vacasen; que no consintiese bullicios ni escándalos, pues acontecía que algunas personas atropellaban la autoridad de los oficiales entrando en los ayuntamientos y concejos, contradiciendo lo que los regidores hablaban y mandaban, y reuniendo cabildos sin ellos, «por tal manera que ya en algunas cibdades e villas tienen que todo el pueblo común ha de regir e non los regidores»; que los mayordomos y arrendadores de las rentas y los propios de las ciudades y villas fuesen obligados por términos rápidos de justicia a pagar los alcances que retenían suscitando pleitos y contiendas seguidas de apelaciones y suplicaciones; y en fin que fuesen obedecidas y no cumplidas las cartas y sobrecartas contrarias a lo otorgado por el Rey a dichas ciudades y villas en Cortes solemnes, y no se les hiciese el agravio de quebrantarles lo que con justicia y razón se les había diferentes veces concedido, y debía serles guardado.

Todas estas peticiones hallaron buena acogida, como era natural, después de haber otorgado D. Juan II las principales en las Cortes de Madrid de 1419 y Ocaña de 1422. No por eso debe creerse que mejoró el gobierno de las ciudades y villas, siendo tan propio de aquel Rey perezoso y descuidado prometer y no cumplir lo prometido sin malicia, sino por indolencia, porque «nunca una hora sola quiso entender ni trabajar en el regimiento del reino617

Curiosa en extremo es la petición relativa a los corregidores. Decían los procuradores al Rey que muchas veces acontecía que algunas personas singulares, movidas por sus intereses o con deseos de venganza, iban a la corte a pedir corregidor para tal ciudad o villa, y presentaban familiares o parientes suyos por testigos para recibir la información, u otros que eran rogados, o cohibidos o de la misma intención que los autores de la intriga. Seguíase el nombramiento del corregidor, desaforando a la ciudad o villa, a la cual se le causaban muy grandes daños, como la experiencia lo había mostrado y lo mostraba cada día, pues muchos de los corregidores trabajaban por allegar dinero e facer de su provecho, e curaban poco de la justicia, e si mal estaba el pueblo quando iban, peor quedaban quando partían»; por cuyas razones suplicaron que la información se hiciese «con personas buenas, dignas de fe e de creer e sin sospecha de las partes... e si por ella se fallase que non era necesario corregidor, que el Rey non lo enviase.» Pareció bien la petición a D. Juan II, y la otorgó sin el menor reparo.

En Cortes anteriores levantaron los procuradores más la voz, y reclamaron en términos más varoniles la observancia de los fueros y libertades de las ciudades y villas que no consentían el nombramiento de corregidores sino a petición de los vecinos o de los concejos. En estas de Palenzuela de 1425 rogaron con humildad que el Rey se informase bien antes de nombrarlos sin oponer resistencia fundada en derecho, como si desconfiasen de vencer la fuerza de la corriente impetuosa de la ambición y la codicia cortesanas.

Dolíanse los procuradores de los abusos arraigados en la administración de la hacienda del Rey, considerando que a la postre toda malversación de los caudales públicos era un aumento de carga para los pecheros. Antes de suplicar a D. Juan II que pusiese remedio a los gastos desordenados que empobrecían el reino, renovaron la petición hecha en las Cortes de Madrid de 1419 y Valladolid de 1420 para que no se alterasen las condiciones del arriendo de las rentas sin el consejo y acuerdo de las ciudades y villas o de los procuradores en su nombre, la cual les fue otorgada.

Pidiéronle asimismo que mandase guardar las leyes que prohibían a los duques, condes, ricos hombres, prelados, caballeros, en fin a los señores de villas y lugares arrendar las rentas, porque llevaban «grandes contías de mrs. demás de lo porque las arrendaban», como estaba prohibido en los tiempos de Enrique III; que tampoco fuese permitido a los prelados, ni a sus vicarios, ni a los cabildos eclesiásticos arrendar la parte de las tercias que pertenecía a la Corona de Castilla por lo mucho que llevaban a título de mayordomías, sacristanías, arciprestazgos, etc.; que escogiese para recaudadores personas suficientes y abonadas; que ordenase lo conveniente a fin de cobrar las grandes sumas de maravedís que debían los tesoreros, recaudadores y arrendadores por alcances; que amparase con su autoridad a los vecinos y moradores de ciertas ciudades, villas y lugares de la Corona Real exentos y francos, contra los señores eclesiásticos o seglares que sin derecho les exigían tributos por sus casas y heredamientos; que los arrendadores y recaudadores de monedas y portazgos respetasen la franqueza de los que estaban excusados de estas gabelas en virtud de privilegio; que los prelados y otras cualesquiera personas eclesiásticas fuesen apremiadas al pago de la alcabala por los jueces seglares; que no permitiese cobrar peajes, barcajes, rondas ni castillerías en los lugares en donde no había costumbre de exigir tales tributos, y reprimiese la desordenada codicia de los señores que los imponían, pues con el pretexto más leve tomaban las bestias y mercaderías por descaminadas.

Otorgó el Rey todas las peticiones referidas como buenas y cumplideras a su servicio, excepto la relativa al pago de la alcabala por el clero, a la cual respondió que mandaría proveer sobre ello.

Continuaba el desorden en cuanto a las posadas de las personas que seguían la corte, por cuyo remedio clamaron los procuradores a las de Madrid de 1419. El Rey respondió que su ocupación en muchos y arduos negocios le había impedido tomar providencia alguna en esta razón; pero que mandaría lo conveniente a su servicio y al bien de sus reinos.

También se quejaron del abuso que cometían así los caballeros como los prelados que tenían vecindad en ciertas ciudades, villas y lugares de la Corona Real posando en las casas de los moradores contra su voluntad, y tomándoles por fuerza ropas, paja, leña y otras cosas con perjuicio de su hacienda, además de los muchos agravios que recibían; queja tan justa y razonable que halló fácil acogida en el ánimo de Don Juan II.

Análoga a esta petición es otra para que mandase indemnizar los daños que la gente de armas causaba a los vecinos de los lugares en donde se alojaba. Eran sin duda los continuos o las mil lanzas que de continuo residían en la corte y estaban a sueldo del Rey; fuerza permanente organizada poco después del caso de Tordesillas, y de haber D. Juan II recobrado su libertad.

Escaseaba la moneda, porque (decían los procuradores) se sacaba mucha para Portugal, Aragón y la corte del Papa y otros reinos extraños, por lo cual suplicaron la observancia de las leyes relativas a las cosas vedadas, añadiendo grandes firmezas y penas, cuya petición fue otorgada.

A pesar de haber el Rey ordenado en las Cortes de Madrid de 1419 que no se diesen beneficios eclesiásticos sino a los naturales con exclusión de los extranjeros, continuaba el abuso, siendo la ley letra muerta. Descontentos los procuradores de la flojedad de D. Juan II, renovaron la petición, alegando para robustecerla con un ejemplo de autoridad incontestable, la pragmática sanción de Enrique III; y es la primera vez que este nombre se halla en los cuadernos de Cortes. En las de Madrid de 1393 y Tordesillas de 1401 se ventiló la cuestión con calor; mas como al tiempo de celebrar las primeras todavía gobernaban los tutores, parece probable que en el pasaje citado se alude a un acto de la potestad legislativa posterior a las segundas.

Tratose en estas Cortes del comercio. En cuanto al interior, suplicaron los procuradores que «por quanto en muchas cibdades, villas o logares se avían entremetido e entremetían muchas personas cabdalosas a comprar pan... e que lo encerraban e esperaban a lo revender a mucho mayores precios de lo que la compraban, de lo qual se recrescía mucha carestía e grand danno a los pueblos», prohibiese el Rey comprar más del que cada uno necesitase para su provisión, y si más comprase, se lo tomasen los alcaldes y regidores para repartirlo a los panaderos públicos y gente menesterosa; petición a que D. Juan II respondió que lo mandaría ver y proveería sobre ello según cumpliese a su servicio.

Respecto del exterior dijeron los procuradores que a los naturales de estos reinos, cuando iban a Portugal con mercaderías, les hacían pagar «de diezma e de sisa de cinco cosas una» además de otros desaguisados, en tanto que los Portugueses, si venían a Castilla, y particularmente a las ferias de Medina del Campo, no pagaban alcabala ni derecho alguno, salvo un portazgo a la entrada y otro a la salida; desigualdad injusta y perjudicial que pedía pronto remedio. También recordaron al Rey su promesa de pedir al de Aragón enmienda y satisfacción de los agravios que se hacían al comercio de los Castellanos de diferentes maneras, y sobre todo con el tributo de la quema, ya denunciado en las Cortes de Madrid de 1419 y Ocaña de 1422. Don Juan II dio por respuesta esperanzas con las cuales acalló las quejas de los procuradores.

Pareció odiosa la regatonería a los Griegos y Romanos. Los fueros de Molina y Plasencia condenan este tráfico en algunos casos particulares por contrario a la abundancia y baratura que hacen la vida cómoda y agradable. En las Cortes de Toro de 1369 y Bribiesca de 1387 se dieron ordenamientos limitando la libertad de comprar para revender, y en estas de Palenzuela de 1425 se confirma el sistema conocido en nuestra historia económica y administrativa con el nombre de policía de los abastos.

De las ferias de Medina del Campo, tan famosas en los siglos XV y XVI, no hay noticia anterior a la contenida en el presente cuaderno. En 1450 eran ya muy concurridas de grandes tropeles de gentes de diversas naciones618. Todo induce a tener por probable la opinión del Padre Mercado que atribuye al Infante D. Fernando, el de Antequera, mientras fue tutor de su sobrino el Rey de Castilla, el principio de este gran centro de contratación619.

Por último, suplicaron los procuradores a D. Juan II que le pluguiese poner coto a la disolución en «el traer aventajada, e superflua, e desordenadamente las gentes ropas de seda, e de oro, o de lanas, e forraduras de martas e de otras pennas, e otras muchas guarniciones de oro, e plata, e aljófar de muy grand valor.» Decían que no sólo amaban el lujo las damas generosas de ilustre linaje, de grande estado y hacienda, pero también las mujeres de los menestrales y oficiales, de suerte que no era posible distinguirlas; que por causa de los ricos trajes y aparatos, muchos y muchas vendían lo que tenían y llegaban al extremo de la pobreza; que las personas de calidad vivían avergonzadas por carecer de bienes de fortuna para competir en atavíos, «e novidades» con las de humilde condición, y que a fin de evitar tantos inconvenientes y daños, que serían luengos de referir, proveyese el Rey con mucha diligencia lo cumplidero a su servicio y al pro común de sus reinos; petición acogida con frialdad y brevemente despachada. No era fácil el remedio, porque el mal, a ejemplo de la corte, había penetrado en las costumbres, contra las cuales pueden poco las leyes suntuarias.

En efecto, era D. Juan II amigo de danzas, justas, torneos y juegos de cañas. Todos los sucesos prósperos de su reinado se celebraron con grandes fiestas y alegrías en que las personas principales, los caballeros, escuderos y pajes salían ricamente vestidos y ataviados. Lucían a competencia sus ropas de seda, sus cintas, collares, cadenas y joyeles de mucho precio, los bordados de oro y plata, las perlas y el aljófar, y las primorosas guarniciones de los caballos. Cuando D. Álvaro de Luna obtuvo la dignidad de Condestable de Castilla en Diciembre de 1423, ordenó las cosas de manera que el Rey fuese a Tordesillas, en donde la obsequió con magníficas fiestas, desplegando todos los concurrentes un lujo extraordinario620. El contraste de la riqueza de la corte con la pobreza de los pueblos ¿no habrá inspirado a los procuradores la petición para que el Rey pusiese freno a los gastos superfluos en el vestir ropas de seda con forros de pieles finas y guarniciones de oro y plata? ¿No será la petición una censura encubierta del lujo, o de los grandes tesoros que allegó el mayor señor sin corona que en su tiempo hubo en las Españas?621.

Cortes de Toro de 1426.

Hubo Cortes en Toro, o Ayuntamiento de procuradores en dicha ciudad el año 1426. Colmenares dice que pasada la fiesta de los Reyes partió D. Juan II a Toro para donde se habían convocado Cortes622. Ortiz de Zúñiga las fija en Soria con error notorio623. La Crónica da noticia de este viaje del Rey y de la presencia de los procuradores en Toro624. Si fueron otros o los mismos que concurrieron a las de Palenzuela en 1425, no se averigua. Según Colmenares, parece que precedió convocatoria en la forma acostumbrada; pero el silencio de la Crónica no autoriza semejante opinión. Ni Ortiz de Zúñiga, ni Cascales dan la menor noticia del llamamiento de nuevos procuradores; y es sabido que la mala práctica de prorogar sus poderes sin consultar las ciudades y las villas tuvo su origen en este reinado.

Como quiera, los procuradores reunidos en Toro suplicaron al Rey que despidiese de su servicio las mil lanzas que continuamente andaban en la corte, cuya gente de armas costaba ocho cuentos cada año, y se contentase con los guardas, ballesteros y monteros de Espinosa que ordenaron los Reyes sus antepasados.

Platicose el negocio en el Consejo; y aunque a los más parecía bien la petición de los procuradores, algunos, movidos de sus particulares intereses, la combatieron. Porfiaron los procuradores y porfió el Rey, cediendo éste por su parte a quitar las lanzas, excepto trescientas que llevaba consigo D. Álvaro de Luna. En fin, las lanzas del Rey se quitaron, y fueron reducidas a ciento las del poderoso Condestable625.

Dieron los procuradores al Rey una petición secreta, en la cual le pintaban los trabajos y la pobreza de sus reinos, y le rogaban que mirase cómo las rentas de la Corona no podían bastar a sus desordenados gastos. Poníanle a la vista el ejemplo de su padre Enrique III, que no consintió vanidades, ni confederaciones de grandes, ni consultó sino a personas de buena conciencia, ni siguió la voluntad de los que amaban su provecho antes que el servicio del Rey y el bien del reino.

Tratose de la petición en el Consejo, y se halló en los libros de mercedes que las tierras, raciones, quitaciones y demás gracias hechas desde el fallecimiento de Enrique III, habían crecido más de veinte cuentos cada año. Decían unos que se debían revocar las mercedes a personas de pocos servicios, a lo cual replicaban otros que sería escandaloso y grave. En resolución, se acordó que el Rey diese una ordenanza obligándose a no hacer ninguna merced nueva hasta que fuese de edad de veinte y cinco años; que todos los mrs. que en este plazo vacasen, se consumiesen, salvo los de juro transmisibles a los herederos, y que los contadores mayores, si alguna nueva merced se hiciese, no la asentasen en sus libros. Guardose la ordenanza poco más de dos años; es decir, que D. Juan II no esperó a cumplir los veinte y cinco para quebrantarla.

Otro negocio de no menor importancia ocurrió en las Cortes o Ayuntamiento de Toro de 1422. Habíase el Rey reconocido deudor de sumas cuantiosas al Infante D. Enrique, a su mujer la Infanta Doña Catalina y al Adelantado Pero Manrique, y fue condición que el Rey las pagase en día cierto.

Era extrema la penuria del Rey, el plazo corto y los acreedores apremiaban; por lo cual demandó a los procuradores que le diesen licencia para tomar los mrs. del pedido y monedas que le habían otorgado. Resistiéronse con firmeza a violar el depósito diciendo que el caso no lo justificaba, que los tesoreros y recaudadores debían grandes sumas, y que el Rey librase en lo ordinario de sus rentas el pago de aquellas deudas.

Alegaban los doctores del Consejo la causa necesaria, el cargo del juramento y el testimonio de los contadores cuyas arcas estaban vacías. Disputaron mucho con los procuradores que negaron la licencia, si bien la concedieron más tarde626.

En resumen, las noticias que tenemos de las Cortes de Toro de 1426, son incompletas. No consta que hayan sido generales, porque nada induce a sospechar la presencia del clero y la nobleza. Tampoco se sabe cuantas y cuales hayan sido las ciudades y villas que enviaron procuradores. Los llamados otorgaron pedido y monedas en cantidad incierta. Triunfaron de la resistencia del Rey y su valido en la cuestión de las lanzas y lograron reprimir por algún tiempo el exceso de las mercedes; mas no fueron tan dichosos en lo relativo al pago de las deudas de Don Juan II al Infante D. Enrique y la Infanta Doña Catalina, pues al cabo de tan grandes debates y porfías prevaleció la voluntad del Rey con su Consejo. En una sola cosa se muestra la autoridad de las Cortes, y es no atreverse el Rey a disponer del producto del pedido y monedas sin licencia de los procuradores.

Cortes de Zamora de 1427.

Hubo sin duda Cortes en Zamora el año 1427. Existe una cédula dada en dicha ciudad a 26 de Mayo, en la cual prohíbe el barato de las mercedes que el Rey hiciere conforme a la petición de los procuradores de las ciudades y villas del reino. Otras peticiones hicieron que nos son desconocidas627.

Confirman esta noticia dos pasajes de la Crónica, ambos decisivos. Estaba la corte dividida en dos parcialidades, la del Rey de Navarra y su hermano el Infante D. Enrique, y la del Condestable D. Álvaro de Luna. Para sosegar los ánimos y conjurar el peligro de una guerra civil, accedió el Rey a que terminasen las diferencias cuatro jueces nombrados con acuerdo de los dos bandos. Juré el Rey y mandó jurar a todos los caballeros allí presentes, que estarían por lo que los cuatro jueces determinasen. Asimismo ordenó que prestasen igual juramento «los procuradores que ende estaban en nombre de las cibdades e villas que los habían enviado»628. Esto pasó cerca de la Pascua de Resurrección.

Hacia fin del año, «estando el Rey en Tudela, mandó que los procuradores de las cibdades e villas se fuesen a sus tierras, porque de su estada se recrecía gran costa»629. De este segundo pasaje se infiere que se celebraron las Cortes empezadas durante los «dos meses o más que el Rey estuvo en Zamora», y se deshicieron en Tudela, en donde residió más de un mes, y de donde partió a pasar la fiesta de Navidad con la Reina, su mujer, y el Príncipe, su hijo, en la ciudad de Segovia630. También se infiere que el Rey continuaba pagando de sus rentas los salarios de la procuración.

Cortes de Valladolid de 1429.

Tuvo D. Juan II en Segovia la Pascua de Navidad del año 1428. Días antes había mandado llamar a los procuradores de las ciudades y villas para pedirles consejo sobre las treguas que los Moros demandaban631. En Valladolid estaba la corte por Abril o Mayo de 1429, cuando se reunieron los procuradores, a quienes propuso el Rey si concedería una tregua de seis meses o un año a lo más, o si convendría renovar las hostilidades. Dividiéronse los pareceres, y al fin prevaleció el partido de la guerra.

Consultados los contadores mayores acerca de la suma de mrs. que era necesaria para el sueldo de la gente de armas y peonaje que se habían de sacar de Castilla y de los jinetes de Andalucía, así como para llevar viandas, conducir pertrechos, asentar reales, armar gran flota y demás aprestos militares, calcularon cuarenta y cinco cuentos de mrs., aparte de otros treinta que montaba lo que al Rey era debido. En fin, hecho el tanteo, otorgaron los procuradores en nombre del reino quince monedas y pedido y medio632.

Cortes de Burgos de 1429. En Noviembre del mismo año 1429 celebró D. Juan II Cortes en Burgos, probablemente con nuevos procuradores633. El número y el nombre de las ciudades y villas que los enviaron, no han llegado a nuestra noticia. Sabemos, sí, por el cuaderno de dichas Cortes, que no concurrieron los tres estados del reino, sino solamente el brazo popular.

Dieron ciertas peticiones los procuradores, a las cuales respondió el Rey, y no en la forma de costumbre, sino apartándose de la práctica recibida de responder con acuerdo de los grandes, los prelados y los doctores de su Consejo. Todo conspiraba a la concentración del poder en la persona del monarca, en lo cual cabía la menor parte de culpa a la voluntad de D. Juan II, y la mayor a la ambición y codicia desordenadas del Condestable, de quien se dijo que durante su larga privanza usó más de poderío de rey que de caballero.

Nada preocupó a los procuradores tanto como las cosas pertenecientes a la guerra. Atizaban el fuego de la discordia civil los Infantes D. Enrique y D. Pedro con el favor de sus hermanos los Reyes de Aragón y Navarra, que con gente de armas habían entrado en Castilla. Para resistir esta entrada, guarnecer las fronteras y dar batalla al enemigo fue necesario imponer grandes sacrificios a los pueblos, cuyo sufrimiento se apuró con los abusos propios de la licencia militar.

De aquí las peticiones de los procuradores para que el Rey no consintiese, antes castigase, las «encubiertas e infinitas», cuando se hacía llamamiento de gente de a caballo y de a pié, de suerte que respondiesen al apellido todos los obligados al servicio de las armas, pues acontecía que un solo hombre hiciese alarde por diez; que ordenase lo conveniente a fin de que acudiese a los llamamientos generales la gente necesaria y útil para la guerra, y «se excusasen los que non son para ello»; que las milicias de las ciudades y villas fuesen mandadas y gobernadas por sus capitanes y alféreces; que exceptuase del servicio de la guerra a los alcaldes, alguaciles, regidores, jurados, sesmeros, fieles, mayordomos, procuradores, abogados, escribanos de número, físicos, cirujanos, maestros de gramática, «e escribanos que muestran a los mozos leer e escrebir», por no despoblar los lugares, y no privarlos de los oficiales encargados de administrar justicia y atender al pro común de los pueblos; y que también relevase de la obligación de salir a campaña a los labradores para que pudiesen cultivar sus heredades y coger los frutos de pan y vino, y fuesen aliviados de tantos trabajos y fatigas como padecían al pagar monedas, pedidos y otros pechos excesivos.

Asimismo le suplicaron que mandase satisfacer sus sueldos a la gente de armas de a caballo y a pié, «por que non oviesen razón de se quejar, como se avían quejado y quejan fasta aquí», y, siendo posible, librase a las ciudades y villas de las exacciones de pan, vino y pertrechos, o por lo menos diese regla cierta para que, en caso de necesidad, conllevasen los pueblos la carga y se les hiciese más ligera, evitando los grandes daños y las costas que se recrecían con los fraudes y cohechos de los encargados de abastecer el real de viandas y enseres de guerra.

Dio D. Juan II respuestas favorables a dichas peticiones, exceptuando dos, a saber, la relativa al mando de las gentes de las ciudades y villas que confió a sus capitanes y alféreces «fasta venir al real», y la tocante a eximir del servicio de la guerra a los alcaldes, regidores, jurados, etc. que otorgó, «por todo este anno en que estamos» y no más. Aun limitada la merced a un plazo tan breve, es la primera ley que admite exenciones de esta naturaleza, siendo dignas de notar las de los maestros de gramática y de los escribanos que enseñan a leer y escribir, lo cual denota que la instrucción pública no estaba del todo descuidada.

Las necesidades de la guerra obligaron al Rey, no solamente a imponer mayores tributos, pero también a pedir empréstitos forzosos a las ciudades y villas y a los particulares. Agobiados los pueblos con el doble peso de ambas exacciones, levantaron los procuradores la voz en su defensa. Decían que con tantos pechos y trabajos la tierra perteneciente al Rey se iba cada día despoblando, porque algunos vecinos pecheros se avecindaban en los lugares de señorío, en donde eran más leves las cargas, haciéndose mayores las de los que se quedaban en las ciudades y villas de la Corona; que se debía templar el rigor de los apremios para cobrar el empréstito, cuando acababan las Cortes de conceder un nuevo servicio de monedas y pedido, y concurrían los dos gravámenes en un tiempo; que convenía enmendar el repartimiento de los tributos, porque después del último recuento de los humos por mandado del mismo Don Juan II, en muchos pueblos había crecido o menguado el vecindario; de suerte que unos recibían gran daño, y otros gran alivio en la contribución, y que no fuese permitido obtener por dádivas, ni vender, ni arrendar el oficio de recaudador, sino que el Rey lo diese a persona idónea y de buena fama, con exclusión de los infieles Judíos y Moros para que no ejerciesen autoridad sobre los fieles católicos cristianos según las ordenanzas de Enrique III, dadas probablemente en Tordesillas el año 1401. Todas estas Peticiones, salvo algunas con ciertas reservas, fueron otorgadas.

Entre los diferentes arbitrios para allegar dinero imaginados por los ministros y consejeros de D. Juan II, fue uno labrar moneda, porque había poca, siendo mucha la sacada del reino y llevada a Portugal. Faltaba plata, y acordó el Rey demandarla prestada a las iglesias y monasterios, a los prelados y otras personas singulares, haciéndoles saber en sus cartas la necesidad en que estaba, y su resolución de pagarles lo que le prestasen634.

Los procuradores a las Cortes de Burgos de 1429, movidos a impulso de su celo religioso, suplicaron al Rey que le pluguiese, si buenamente se pudiese excusar, no tomar las cosas de las iglesias y monasterios «consagradas e deputadas para los oficios divinales... pues son dadas a Dios e destinadas a su servicio.» Don Juan II respondió con disimulación que no había mandado tomar cosa alguna, limitándose a pedir prestado; pero del cuaderno consta que se hizo violencia a los dueños de la plata, y se amenazó con el enojo del Rey a los remisos en complacerle.

Lo crecido de los gastos y la escasez de los recursos retardaban el pago de lo que debían percibir del Rey sus vasallos; de forma que cobraban muy poco y vivían en gran pobreza con escándalo del reino. Los procuradores suplicaron que «fuesen librados de lo que oviesen de aver por los tercios del anno», según estaba ordenado, y se les pagase lo debido en las tierras en donde tenían su domicilio y de donde eran naturales, a cuya petición accedió el Rey sin dificultad.

Seguían la Chancillería y la Audiencia mal servidas y la administración de la justicia abandonada, por lo cual se renovaron las peticiones acerca de la asistencia de los oidores y los ordenamientos en esta razón.

Ciertas personas de calidad se atrevían a enviar presos a las cárceles públicas, cuando no las tenían privadas en sus casas; abuso contra el cual reclamaron los procuradores suplicando que solamente los alguaciles y merinos por mandado de los jueces prendiesen y pusiesen carceleros; petición otorgada con la cláusula de «salvo si el Rey mandase prender a alguna persona o personas en algún caso señalado.» Quejáronse los procuradores de los jueces eclesiásticos porque se entremetían en librar los pleitos civiles, citaban a los legos, pronunciaban sentencias y las ejecutaban en los bienes de los vencidos en juicio sin demandar auxilio al brazo seglar; y si por ventura los ministros de la jurisdicción ordinaria se atrevían a defenderla, procedían contra ellos y los descomulgaban. La petición fue bastante viva, pues suplicaron los procuradores al Rey que mandase guardar el derecho y la costumbre antigua, y amonestase a los arcedianos, arciprestes, sus vicarios y fiscales que se abstuviesen de perturbar la jurisdicción temporal so pena de escarmentarlos, para que a ellos sirviese de castigo y a otros de ejemplo. La respuesta fue favorable.

Representaron los procuradores contra la provisión de los oficios concejiles sin esperar la petición o la presentación de los regidores de las ciudades y villas, según era costumbre, y contra los agravios que los pueblos recibían de los corregidores, más atentos a poner oficiales de su mano y alargar el corregimiento, que a cumplir la justicia sin pasión y mantener la paz entre los vecinos; a lo cual dio satisfacción el Rey mandando que los corregidores durasen, a lo más, dos años.

También suplicaron los procuradores que se atendiese a la reparación de los muros de las ciudades, villas, castillos y casas fuertes, sobre todo de las que corrían mayor peligro; que no consintiese la celebración de ferias y mercados francos de alcabala, porque eran muchos los señores que los autorizaban en sus lugares con menoscabo de las rentas reales, «veyendo la grant población que en Medina del Campo recrecía por ser las ferias francas», y que no hiciese mercedes de ciudades, villas, lugares ni tierras a persona alguna de cualquiera preeminencia o dignidad, ni fuesen desapoderadas de lo que siempre tuvieron. Las dos primeras peticiones hallaron buena acogida: la última arrancó al Rey la promesa de no hacer mercedes en cuanto pudiere. Replicaron los procuradores, y el Rey dijo que estaba bien respondido.

Otras tres hicieron de suma importancia, porque interesaban a la autoridad y a la vida misma de las Cortes. De aquí el suplicar que cuando al Rey pluguiese enviar por procuradores, fuesen dos y no más, y aquellos que las ciudades y villas entendiesen que cumplían a su servicio y al bien público, libremente elegidos, excluyendo a los labradores y sesmeros; que mandase ver las peticiones especiales de los procuradores y proveyese con justicia acerca de su contenido, y que lo otorgado en Cortes tuviese debido efecto, y se guardase según convenía al pro común de las ciudades y villas, cuya voz llevaban los mandatarios de cada concejo.

Nada de esto rehusó D. Juan II, y al contrario, respondiendo a la petición primera y principal, dijo que placía a su merced, «en quanto atanne al nombrar los procuradores, que quede en libertad de las cibdades o villas quales sean», y mandó dar sobre ello carta «que aya vigor e fuerza de ley.»

Tales fueron las Cortes de Burgos de 1429, que dan una idea muy triste del reinado de D. Juan II. Estaban los pueblos agobiados con el peso de los tributos; y sin embargo, ni los recaudadores eran fieles, ni se pagaban las deudas, ni se ponía coto a las mercedes. Aquel mal gobierno, resuelto a perpetuar los abusos, pretendía ahogar en su origen toda protesta en nombre de la libertad. Respetaba la forma, pero minaba el principio de la monarquía limitada por la intervención de los tres estados del reino.

Disponía de los oficios concejiles con poder arbitrario, enviaba corregidores a las ciudades y villas, y a sus milicias propias daba capitanes. Si no llegaba la osadía del gobierno hasta exigir pedidos y monedas sin el consentimiento de las Cortes, burlaba la ley demandando empréstitos forzosos.

Atacaba la raíz de las instituciones privando a los concejos de la libertad de elegir procuradores, sus peticiones quedaban sin respuesta, y los mejores ordenamientos sin ejecución. Convencidos los pueblos de que la voluntad omnipotente del Condestable regía los negocios del reino, descuidaron enviar procuradores, y los que enviaron hicieron peticiones humildes a fuer de buenos cortesanos. Por eso «no reclamaron la observancia de las antiguas leyes y costumbres acerca del nombramiento de corregidores, ni denunciaron el abuso de los empréstitos forzosos, ni alzaron el grito contra la práctica escandalosa de pedir procuradores agradables a la corte, ni en cosa alguna mostraron el valor y la energía de que tan altos ejemplos dieron sus antepasados. En fin, continuó el influjo de la mala estrella que presidió el destino de las Cortes en este infausto período de su historia».

Cortes de Medina del Campo de 1430.

Entrado el otoño de 1429, mandó D. Juan II llamar a los procuradores de las ciudades y villas que se reunieron en Medina del Campo. No hace la Crónica mención de grandes ni prelados, sino del Consejo; por lo cual no tuvieron estas Cortes el carácter de generales. Tratábase de pedirles «muy grandes quantías de mrs.» para entrar poderosamente, en los reinos de Aragón y Navarra; «e los procuradores, vista la necesidad quel Rey tenía, acordaron de le servir con quarenta e cinco cuentos, o ordenaron que se arrendasen para ello quince monedas, e se repartiese pedido y medio635

Al principio del año siguiente ordenó que fuesen a Medina del Campo los grandes del reino, los del Consejo y los procuradores, los mismos sin duda que concurrieron al Ayuntamiento de 1429. Quiso el Rey oír el parecer de unos y otros acerca de las medidas de rigor que convenía adoptar contra los Infantes D. Enrique y D. Pedro que estaban alzados en Extremadura, hacia la frontera de Portugal. Los procuradores se excusaron de dar su voto diciendo que en tal caso no podían ni debían hablar sin consultar las ciudades que los habían enviado636.

La excusa era legítima, porque sobreviniendo la cuestión de improviso, necesitaban los procuradores nuevos poderes para no traspasar los límites de su mandato imperativo. El escrúpulo autoriza la sospecha que fueron unas mismas las Cortes de Medina del Campo de 1429 y 1430, no obstante que entro ambas fechas hayan mediado un profundo silencio y los viajes del Rey a Montanchez, Alburquerque y Guadalupe.

Para confirmar las treguas asentadas entre el Rey de Castilla y los de Aragón y Navarra fueron llamados al Real cerca de Garray todos los prelados, condes, ricos hombres y caballeros, y además los «cibdadanos de las cibdades e villas notables de los reinos», que las juraron con grande solemnidad y muchas firmezas637. Fue este un numeroso Ayuntamiento de los tres estados de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, en el cual no aparecen los procuradores de las ciudades y villas que tenían voz y voto en Cortes. Asisten ciertas personas de llana condición con el clero y la nobleza de los tres reinos, para hacer el juramento y pleito homenaje que se contenía en los capítulos de las treguas.

Cortes de Salamanca de 1430.

Aplacados los ánimos, estando D. Juan II en Madrigal, mandó llamar los procuradores que se juntaron en Salamanca por Octubre 6 Noviembre de 1430. Allí les declaró su voluntad de renovar el año siguiente la guerra con los Moros, por lo cual les ordenó que se entendiesen con algunos de su Consejo y los contadores mayores para ver y determinar el servicio que era necesario a fin de combatir poderosamente al Rey de Granada, así por mar como por tierra.

«Los procuradores respondieron... que todo se haría como su merced mandase, ofreciendo a las cibdades e villas que los habían enviado, e quanto en el mundo tenían... para cumplir sus menesteres en guerra tan justa como a él placía de hacer contra los Moros», y acordaron servir al Rey con cuarenta y cinco cuentos, repartiendo quince monedas y pedido y medio en los reinos638.

De estas Cortes de Salamanca dice Colmenares que aunque tan gastado el reino, se esforzó a un gran servicio639. El docto historiador de Segovia no se aparta un punto de la verdad.

Refiere la Crónica que hallándose D. Juan II en Palencia mandó despedir a los procuradores, por cuanto ya habían otorpado los mrs. que eran menester para la guerra, y él les había mandado responder a sus peticiones640.

El cuaderno de estas Cortes, que por fortuna se salvó de la injuria del tiempo, lleva la fecha de 20 de Enero de 1431.

Las de Palencia de dicho año, más que unas Cortes distintas, parecen ser la continuación de las celebradas en Salamanca por Octubre o Noviembre de 1430. Su proximidad, la falta de noticias de una nueva convocatoria y la circunstancia de haber ya otorgado los procuradores el servicio que era menester para la guerra de los Moros, elevan tan fundada presunción al grado de certidumbre. Así pues, en vez de su poner la celebración de unas Cortes en Salamanca el año 1430 y otras en Palencia el siguiente 1431, debe afirmarse que son unas mismas. En el primer período concedieron los procuradores quince monedas y pedido y medio, y en el segundo dieron ciertas peticiones generales al Rey, seguidas de sus respuestas.

Ninguna novedad ofrece el cuaderno que las contiene, si se compara con el de las Cortes de Burgos de 1429. Los llamamientos y alardes de gentes de armas; las levas de pan, vino y pertrechos; la exención de los labradores; la fidelidad en el cumplimiento de las obligaciones contraídas mediante los préstamos; la restitución de la plata tomada a las iglesias y monasterios; la exactitud en el pago de los acostamientos; la igualación de los tributos; el abuso de las ferias y mercados francos, y hasta las peticiones relativas a la libre elección de los procuradores, a las respuestas del Rey y a la observancia de los ordenamientos hechos en Cortes, todo se reproduce en las de Palencia de 1431, y casi se copia del cuaderno anterior.

Un solo punto fijó particularmente la atención de los procuradores. En proporción que crecían los gastos públicos, se hacía cada vez más pesada la carga de los pechos reales y concejiles. De aquí el mayor interés en alegar privilegios de exención de monedas, pedido y demás imposiciones. El gran número de excusados cedía en perjuicio de los hombres buenos pecheros, porque pagaban por lo suyo y lo ajeno.

Las justas quejas de los procuradores movieron el ánimo de D. Juan II a restablecer y dar nueva fuerza y vigor a las leyes dadas por D. Juan I en Salamanca el año 1387641, por D. Enrique III en Toledo el 1398, y por el mismo D. Juan II en Toledo el 1422 y Salamanca el 1430, reduciendo el número de los francos y quitos de monedas y pedidos.

La extremada semejanza de ambos cuadernos es una prueba clara de la decadencia de las antiguas Cortes, o del menosprecio en que las tenía el poderoso valido de D. Juan II. Los procuradores a las Cortes de Palencia de 1431, imitando servilmente a los de Salamanca en 1430, dieron una muestra de su timidez, y lo que es peor todavía, de que consideraban las peticiones generales y especiales como vanas fórmulas introducidas por la costumbre. El mandato que recibían de las ciudades y las villas quedó limitado a conceder monedas y pedidos, y aun eso tenía más valor aparente que real y verdadero.

Habían pasado los tiempos en que los Reyes se esforzaban a convencer a los procuradores de la necesidad de otorgar algún nuevo servicio, y éstos examinaban los libros de los contadores, reducían los gastos de la Casa Real y fijaban las condiciones de su voto: buenas prácticas que religiosamente observadas desde la entrada del estado llano en las Cortes de León y Castilla y no bien seguidas en el reinado de Enrique III, cayeron en desuso en el de D. Juan II. Entonces todo se hizo por vía de autoridad. El Rey mandó a los procuradores reunidos en Salamanca el año 1430, que ordenasen un repartimiento por el reino, y los procuradores obedecieron en nombre de las ciudades y villas, como vasallos obligados a servir y ayudar a su señor. Concedieron cuarenta y cinco cuentos de maravedís para la guerra con los Moros, y se guardaron de pedir cuentas e imponer condiciones.

Cortes de Medina del Campo de 1431.

Estando D. Juan II en el Real sobre Granada, después de haber vencido a la morisma en la famosa batalla de la Higuera o Higueruela, acordó expedir sus cartas a todas las ciudades y villas del reino, mandándoles que enviasen luego procuradores a Medina del Campo, o donde quiera que él estuviese en el mes de Octubre, por cuanto cumplía ver las cosas necesarias para proseguir la guerra.

Solicitaba a la sazón el Rey de Portugal paz perpetua con el de Castilla, pues no se habían firmado sino treguas desde la jornada de Aljubarrota, y se concluyó con acuerdo de los del Consejo y de los procuradores ya reunidos en Medina del Campo por Octubre de 1431.

Pregonada la paz, notificoles el Rey su voluntad de emprender el año siguiente nueva campaña contra los Moros, para lo cual les mandó que luego diesen orden como fuese servido en aquella empresa; «o después de muchas pláticas habidas, otorgaron cuarenta e cinco cuentos de mrs. repartidos en quince monedas e pedido e medio, que fuesen pagados en cuatro meses e fuesen puestos en poder de dos personas fiables que los tuviesen para la guerra de los Moros, la una allende los puertos, y la otra aquende642

A estas Cortes de Medina del Campo de 1431 no concurrieron los grandes ni los prelados; de suerte que no merecen el nombre de generales, por faltar dos de los tres brazos del reino. Tratábase de obtener la concesión de tributos; y como el clero y la nobleza estaban exentos de pedidos y monedas (salvo ley especial en contrario), solamente se cuidaba el Rey de llamar a los procuradores de las ciudades y villas, porque sus vecinos y moradores eran los únicos vasallos pecheros. Podía lisonjear a los concejos su mayor participación en el gobierno; pero en la organización política de la edad media, para oponerse a la invasión de la monarquía absoluta, se necesitaba la doble resistencia de las libertades y los privilegios.

No hay noticia de cuaderno alguno de peticiones de los procuradores al Rey en las Cortes de Medina del Campo de 1431, y solamente dieron señales de vida en las pláticas que precedieron a la concesión del servicio, y en la condición de confiar el depósito de los cuarenta y cinco cuentos de mrs. a dos personas de las cuales una, por lo menos, era palaciega.

Cortes de Zamora de 1432.

A la solemne jura del Príncipe D. Enrique en Valladolid por Abril del año 1425, no habían concurrido los procuradores de las ciudades y villas del reino de Galicia. Aprovechando D. Juan II su estancia en Zamora por Enero de 1432, los mandó llamar para que hiciesen el pleito homenaje de costumbre.

No dice la Crónica que el Rey hubiese convocado con este motivo Cortes generales; pero consta del cuaderno de peticiones y respuestas que se hallaron presentes ciertos condes, prelados, ricos hombres, caballeros, doctores del Consejo y «procuradores de las cibdades e villas de los dichos mis regnos que conmigo están»; frase oscura y de interpretación dudosa.

Como quiera, asistieron representantes de los tres brazos, y se dieron leyes e hicieron ordenamientos acerca de varias materias de gobierno. La Crónica añade que D. Juan II mandó notificar a los prelados, caballeros y procuradores allí presentes dos leyes que había hecho; la primera, prohibiendo vivir con señor a quien tuviese oficio público del Rey en Galicia, y la segunda, castigando con la pena de muerte al escudero o peón que cohechase a ciudadano o labrador u otra persona643.

Pasan de cincuenta las peticiones generales, entre ellas muy pocas nuevas. Como lo que el Rey otorgaba en las Cortes no se cumplía, continuaban los mismos abusos, de forma que eran siempre los mismos los males y los remedios.

Resentíase la administración del descuido de los oidores, alcaldes y notarios, cuya residencia dejaba mucho que desear, y de la libertad de poner sustitutos que sirviesen los oficios por sus propietarios. Algunos prelados y caballeros entraban y tomaban de su propia autoridad lugares, términos y jurisdicciones, y defendían lo usurpado con el favor que tenían como poderosos, sin que hubiese medio de alcanzar cumplimiento de justicia por vía de pleito. Los salteadores de caminos «e forzadores de las mujeres casadas, e vírgenes, e viudas, e matadores de omes mansos e seguros», cometían muchos maleficios, y cuando los jueces los querían prender para castigarlos, se acogían a los lugares de señorío en donde hallaban protección hasta resistir su entrega a los oficiales del Rey so pretexto de privilegios que alegaban los señores a quienes los lugares pertenecían.

Perturbaban el ejercicio de la jurisdicción real los jueces eclesiásticos y se la apropiaban, conociendo de pleitos entre legos, obligándolos a comparecer ante sí, no curándose de las declinatorias, y muchas veces excomulgando a los jueces seglares, si se atrevían a proceder contra los malhechores que tenían título de corona. Las iglesias, los monasterios y otros lugares religiosos, así como algunas personas singulares, ponían jueces conservadores para defenderse de las injurias y violencias manifiestas, con cuyo pretexto defraudaban la jurisdicción eclesiástica y seglar, mezclándose en todos los litigios que se suscitaban.

El Rey dio la razón a los procuradores y prometió corregir estos abusos en cuanto dependía de su potestad en lo temporal, y en las cosas pertenecientes a la espiritual, suplicar la enmienda al Papa.

Denunciaron los procuradores las falsas informaciones que solían hacer los interesados en el nombramiento de corregidores, y los agravios que los pueblos recibían de ellos, renovando con igual o mayor viveza la petición dada al Rey en las Cortes de Palenzuela de 1425 sin fruto.

En las de Zamora de 1432 ofreció D. Juan II no enviar corregidor sino a ruego de todos los vecinos o su mayor parte, recibiendo una verdadera información en la ciudad, villa o lugar, y sólo para determinado negocio o negocios. En caso de enviarlo, dijo que no iría a costa del Rey, ni tampoco del concejo, sino de los que lo hacían necesario, o de los ministros negligentes en el cumplimiento de la justicia; y por regla general ordenó que nadie tuviese más de un corregimiento, ni durase el cargo más de un año, ni fuese permitido servir el oficio por sustituto.

Es sabido que Enrique II en las Cortes de Burgos de 1367 y Toro de 1369, y Juan I en las de Valladolid de 1385 y Bribiesca de 1387, dieron entrada en el Consejo a los hombres buenos de las ciudades y villas del reino. Enrique III, sin excluirlos de un modo expreso, los sustituyó con letrados, perdiendo el estado llano la prerogativa de que participaba con el clero y la nobleza. Pretendieron recobrarla los procuradores a las Cortes de Madrid de 1419 y Palenzuela de 1425; pero se estrellaron contra un «asaz bien proveído está» de D. Juan II.

En estas de Zamora no pidieron que a los hombres buenos se les abriesen las puertas del Consejo; pero lo dieron a entender recordando la práctica observada en los tiempos de Enrique II y Juan I, y suplicaron al Rey le pluguiese mandar que anduviesen continuamente en la corte dos procuradores, uno aquende y otro allende los puertos, elegidos por todos los de las ciudades y villas, cuyo mandato durase tanto como la procuración de los mandantes, para aconsejar en las cosas nuevas y procurar el servicio público y el bien de las dichas ciudades y villas; a lo cual se opuso el Rey con un veto perentorio.

Instaron los procuradores para que no fuesen enajenadas de la Corona las ciudades, villas y lugares, ni se hiciese merced a persona alguna de sus tierras y jurisdicciones, «ca en razón estaba que lo que ganaron con grand trabajo, o lo mercaron, o ovieron de siempre, non les sea quitado», y recordaron al Rey su promesa de emplear todas las doblas que el Rey de Granada hubiese dado o hubiere de dar por razón de los tratos de las treguas, en la reparación de los castillos, alcázares y casas fuertes de las fronteras: peticiones hechas ya en las Cortes de Madrid de 1419, Valladolid de 1420, Palenzuela de 1425 y Burgos de 1429. Accedió el Rey a la primera sin dificultad, y en cuanto a la segunda, como gustaba de disponer a su antojo del dinero de las parias, respondió que mandaría apartar el necesario para poner en buen estado de defensa las fortalezas cercanas a los Moros, y a los vecinos y moradores de las ciudades y villas reparar y labrar sus torres y muros, pues a ello estaban obligados.

La vida propia de los pueblos adolecía de tantos vicios, que no había paz segura, ni autoridad respetada, ni libertad que no rayase en la licencia, ni gobierno, ni justicia. Ninguno de los graves abusos y escándalos denunciados al Rey por los procuradores a las Cortes de Palenzuela de 1425, dejó de crecer y arraigarse.

Continuaba el acrecentamiento de los oficios concejiles, y no era fácil persuadir a D. Juan II que el número de alcaldes, alguaciles, regidores y escribanos estaba limitado por las ordenanzas de cada ciudad o villa, porque le convenía multiplicar los cargos para venderlos. Habíanse ya perpetuado muchos con el propósito de excusar molestias y bandos en los pueblos. Con la perpetuidad se introdujo el señorío, y con la venta todo se hizo venal, y la corrupción penetró en los concejos como un torrente impetuoso, pues cuando la autoridad pública toma la forma de la propiedad privada y constituye el patrimonio de las familias, todo es objeto de mercancía.

Apremiado el Rey por las necesidades de la guerra, no sólo ponía en venta los oficios cuya libre provisión pertenecía a la Corona, sino también aquellos que debía dar a petición de los concejos según antigua costumbre y ordenamientos hechos en Cortes.

Los particulares que tenían casa poblada en dos, tres o más lugares, llevaban grandes raciones y quitaciones por los muchos y diversos oficios que no servían ni podían servir, no obstante una ordenanza de Don Juan II prohibiendo que una persona hubiese más de una regidoría y percibiese más de un salario, o sea el correspondiente al oficio de la ciudad, villa o lugar de su domicilio. Contra esta ordenanza, aunque tan justa y razonable, reclamaron los procuradores diciendo que, «las personas que tenían naturalezas, e asentamientos e faciendas en distintas comarcas, podían e debían gozar de las honras o oficios de las tales cibdades, villas e lugares», y cuando más, que la ordenanza se limitase a lo venidero, y no se diese el ejemplo de revocar el Rey las mercedes que había hecho, y se guardase «la honra o vergüenza de los poseedores de dichos oficios.»

Si mal cumplían los regidores las obligaciones propias de su cargo, no eran los jurados más escrupulosos, pues no moraban en las colaciones o parroquias respectivas, «por lo qual non podían administrar sus oficios, nin dar dellos la cuenta que devían.»

Los escribanos mayores de los concejos pretendían tener voz en todos los negocios de las ciudades y villas como los alcaldes, alguaciles y regidores, y fue menester declarar que se limitasen «a dar fe de lo que ante ellos pasare.»

Entraban en los ayuntamientos, ademas de los oficiales, caballeros, escuderos y otras personas, ya porque en algunas ciudades y villas no había ordenanzas que lo prohibiesen, y ya porque en donde las había, no se observaban, prevaleciendo la costumbre de los cabildos abiertos, de cuya licencia nacían frecuentes bullicios y escándalos con descrédito de los concejos.

Según las ordenanzas de ciertos pueblos, para tomar un acuerdo se requería la conformidad de las dos tercias partes de los alcaldes, alguaciles y regidores: en otros bastaba el mayor número de votos, y en donde no había ordenanzas confirmadas por el Rey, decían «que todos han de ser concordes a lo que se oviere de facer, por cabsa de lo qual de cada día se recrescen muchos debates en los ayuntamientos... e se detienen los negocios que non son despachados como cumple.»

La confusión era grande, y para evitar contiendas, suplicaron los procuradores al Rey quisiese establecer por vía de regla general que «en lo que fueren concordes la mayor parte de los oficiales en los ayuntamientos, aquello vala e se guarde»; y plugo a D. Juan II responder que se observasen las ordenanzas en donde las hubiere, y en donde no, o fueren diversas y contrarias, que se guardase «lo quel derecho manda.»

En algunas ciudades, villas y lugares los labradores hacían pueblo y universidad, y se juntaban y acordaban muchos repartimientos y derramas «los que son mayores sobre los menores para facer dádivas e presentes e otras muchas cosas que non son necesarias, e reparten más de lo que deben, e los mayores enriquecen e los menores empobrecen»; por cuya razón suplicaron los procuradores y el Rey otorgó que no se hiciesen tales repartimientos sin la intervención de los regidores y las justicias de los pueblos que tuviesen dichas universidades, salvo si hubiere privilegio en contrario.

De las rentas y propios daban mala cuenta los mayordomos y arrendadores, pues por no pagar lo que debían o dilatar el pago, suscitaban pleitos a los concejos, y los alargaban con apelaciones y suplicaciones con intención manifiesta de hacer los juicios interminables.

Algunos oficiales, jurados y particulares pedían al Rey jueces apartados que conociesen de sus pleitos y negocios, cuando se presentaban demandas contra ellos en materia civil o criminal; de suerte que los demandantes no hallaban nunca protección en esta justicia de compadres, además de quebrantar los privilegios de las ciudades y las villas y la autoridad de los alcaldes ordinarios.

Estaban los pueblos divididos en bandos de personas poderosas que turbaban la paz al punto de empeñar sangrientas batallas. Los vecinos seguían una u otra parcialidad, y la más fuerte se apoderaba del gobierno municipal. Si los alcaldes, alguaciles y regidores pretendían reprimir las discordias, nadie les daba favor y ayuda, y a su despecho continuaban los alborotos, sin que los concejos pudiesen impedirlo ni remediarlo.

Con ser tan miserable el estado de los pueblos, todavía suplicaron los procuradores al Rey que tuviese por bien mandar que fuesen guardadas las ordenanzas, franquezas y libertades de los concejos, tomando ejemplo de sus progenitores, y como él mismo lo había jurado. Quejáronse de la facilidad con que se libraban cartas en contrario, y pidieron que fuesen obedecidas y no cumplidas, sin por ello incurrir en pena.

Otorgó el Rey todas estas peticiones, salvo la última, a la cual respondió que le mostrasen los agravios a fin de proveer lo conveniente dando a entender que hallaba injusta la censura de los procuradores al decir que «las ordenanzas, franquezas y libertades de las ciudades y villas de poco tiempo les avían seído quebrantadas.»

Las peticiones relativas al apellido de la gente de armas, alardes, excusados de ir a la guerra, levas de pan, vino y pertrechos y daños causados a los pueblos en las últimas campañas, no difieren en lo sustancial de las que acerca de estos capítulos hicieron los procuradores a las Cortes de Burgos de 1429 y Palencia de 1431. Solamente ofrece alguna novedad la petición para que los pendones de las ciudades y villas no fuesen bajo la capitanía de persona alguna sino del Rey, a lo cual dio D. Juan II por respuesta «que los tales pendones non aguarden salvo a mío o al Infante heredero; pero partido el pendón, que la gente aguarde a quien yo mandare.»

En materia de tributos pidieron los procuradores que no se alterasen las condiciones del otorgamiento; que se refrenase la codicia desordenada de los señores que exigían portazgos, peajes, barcajes, rondas y castillerías en lugares no acostumbrados y de cosas no debidas; que se hiciese una nueva relación de los humos, y se reformasen las cabezas de pechería, procurando un repartimiento más equitativo de las cargas públicas, cuya desigualdad era intolerable, «por quanto (decían) tanto ha de pagar en el pecho el que tiene valía de mill o dozientos mrs., como el que tiene valía de cinquenta mill mrs. o más»; que no fuesen excusados de pechar los protegidos de los prelados, clérigos, religiosos y otras personas eclesiásticas, ni los «omes de poca manera que rescibían la caballería», por no pagar como pecheros, ni los hijos de los oficiales del Rey, pero sí las viudas durante su viudez, ni los mismos oficiales en cuanto a los pechos concejiles, cuando no alcanzaban los propios para reparar las cercas y muros de las ciudades y villas, o las fuentes y puentes de utilidad común, ni las iglesias y monasterios sino conforme a lo ordenado por D. Juan I en las Cortes de Palencia de 1388.

En la recaudación de las monedas se cometían varios abusos que redundaban en perjuicio de los contribuyentes. Otorgadas por los procuradores, alargaban los contadores el plazo de la cobranza cuatro meses, o seis, o más o menos tiempo. Algunas personas que no estaban obligadas al pago de este tributo cuando «les tomó la cabeza», por no tener bienes, no ser casados o vivir con sus padres, mudaban de condición antes que los arrendadores acabasen de exigirlo. De aquí nacían muchos pleitos, por cuya razón suplicaron los procuradores al Rey que proveyese en justicia, pero en vano, pues se limitó a ordenar que «en este caso se faga lo quel derecho manda.»

Todas las anteriores peticiones se hallan en los cuadernos de las Cortes de Madrid de 1419, Valladolid de 1420, Palenzuela de 1425 y Burgos de 1429, lo cual confirma la triste verdad que no se cumplían los ordenamientos solicitados por los procuradores con mayor instancia.

Tampoco se guardaron los relativos al abuso de las posadas, al pago de las deudas contraídas por vía de empréstito y a la restitución de la plata tomada a las iglesias y monasterios, no obstante lo mandado y ofrecido en las mismas Cortes, y además en las de Palencia de 1431.

Denunciaron los procuradores la infidelidad de los alcaldes de las sacas y sus tenientes, que lejos de observar las leyes contenidas en el cuaderno dado por D. Juan II en esta razón, se avenían con los moradores de los lugares cercanos a la frontera «por cierta quantía de maravedís o florines» para que libremente les dejasen llevar y sacar algunas cosas vedadas.

La llaga debía ser profunda y de difícil curación, pues el Rey no titubeó en acudir al cauterio como remedio necesario. En efecto, prohibió hacer avenencia alguna con los tales concejos o personas, so pena de perder los culpados «las cabezas, e oficios, e todos sus bienes.»

Había D. Juan II nombrado alcaldes de ciertos oficios con autoridad para examinar a los que los ejercían, prenderlos y castigarlos, contra lo cual suplicaron los procuradores alegando el quebrantamiento de los privilegios de las ciudades y villas, el agravio que se hacía a los oficiales, y además (decían) que los súbditos eran «mal traídos o cohechados, e fatigados con muchas costas.» Oyó el Rey la petición, y acordó que estos alcaldes fuesen suspensos, y no usasen de dichos oficios sin su especial mandado.

Parece por lo referido que D. Juan II pretendió organizar los gremios de artes y oficios, anticipándose a los Reyes Católicos que sometieron a rigorosa disciplina todas o casi todas las labores mecánicas. En estas Cortes de Zamora de 1432 se citan los de cirujano, barbero y albéitar, pero no como únicos, sino como principales.

Con voluntad resuelta de perseguir el juego, prohibid el Rey a los concejos arrendar los tableros de los dados, cuyo arbitrio engrosaba el fondo de los propios de las ciudades y villas. Los procuradores suplicaron a D. Juan II que le pluguiese alzar la prohibición, porque o los juegos no cesaron ni cesan, ante todavía se han continuado y continúan «y las rentas de las ciudades y villas habían menguado, de forma que los concejos no podían reparar los muros, ni cumplir las otras cosas que les eran necesarias». La respuesta del Rey fue confirmar la prohibición del juego de los dados, y solamente accedió a que los concejos tomasen para sí el producto de las penas, en compensación de la renta de los tableros suprimida.

Renovaron los procuradores la petición dada al Rey en las de Burgos de 1429 y Palencia de 1431 acerca de la libertad en la elección de los que hubiesen de enviar los concejos, y de la exclusión de los labradores y sesmeros, y añadieron que no embargante la promesa de librar carta con fuerza de ley accediendo a lo suplicado, «algunos labradores e seismeros, e otros omes de pequenna manera se habían entremetido e querían entremeter a ser procuradores contra voluntad de las cibdades e villas, e de los alcaldes, alguacil e regidores dellas», terminando por pedir nuevas cartas en confirmación de las primeras. «A esto vos respondo (dijo el Rey) que asaz está bien proveído, e los que tienen pleito pendiente que prosigan su derecho.»

También le suplicaron que por cuanto no había tenido efecto lo otorgado a petición de los procuradores desde el año 1425, diese sus cartas y sobrecartas para que se guardase y cumpliese; y por último, que lo respondido en aquellas de Zamora tuviese fuerza y vigor de ley, y plugo al Rey concederlo y mandarlo.

Del cuaderno de las Cortes de Zamora de 1432 se saca alguna provechosa enseñanza. Los principales capítulos que contiene se refieren a la historia de las antiguas libertades de Castilla en las altas esferas del gobierno y en la vida propia de los pueblos, o sea en el régimen municipal. Era en la edad media tan estrecho el vínculo de los concejos con las Cortes, que ambas instituciones corrían la misma suerte en la próspera y en la adversa fortuna.

La corrupción de los concejos había ido en aumento desde las Cortes de Palenzuela de 1425. A los antiguos abusos se añadieron otros nuevos, en parte debidos al Rey, en parte por culpa de los vecinos y moradores de las ciudades y villas, más atentos a procurar sus particulares intereses, que solícitos en los negocios de verdadera importancia para la comunidad.

De aquí el desenfreno de la ambición y la codicia, las exacciones arbitrarias, los desiguales repartimientos, la mala versación de los pechos y rentas concejiles, la parcialidad en la administración de la justicia y la paz pública muchas veces alterada. El medio más seguro de alcanzar los oficios electivos no solía ser el sufragio libre, ya de los caballeros, ya de los ciudadanos, sino la protección de una persona poderosa, cabeza de algún bando turbulento.

Repartida la dominación de los concejos entre el Rey y la nobleza, apenas tenía influjo en el gobierno de las ciudades y villas la gente llana o los hombres buenos a quienes representaban los jurados.

Como al Rey pertenecía la provisión de muchas plazas de alcaldes y regidores, se concibe la obediencia de los concejos al elegir los procuradores que designaba; y como los nobles poseían otros muchos oficios por juro de heredad, se explica la petición hecha en estas Cortes de Zamora para que la procuración no recayese en persona vulgar.

Debilitados los concejos, fueron débiles las Cortes, porque la raíz de las antiguas libertades de Castilla eran las libertades municipales. Por eso perdieron su fuerza y vigor en el reinado de D. Juan II al extremo de no guardarse ni cumplirse los ordenamientos dados una y otra vez a petición de los procuradores.

Cortes de Madrid de 1433.

Estando el Rey en Ciudad-Rodrigo al principio del año 1433, acordó llamar a los procuradores de las ciudades y las villas, que se juntaron en Madrid por el mes de Enero, en donde se celebraron Cortes. En este tiempo, cumplida la tregua con el Rey de Granada, tomó consejo de los prelados, caballeros y procuradores allí reunidos acerca de enviar capitanes a la frontera, los cuales hicieron muchas entradas en tierra de Moros644.

No refiere la Crónica nada que ilustre el hecho principal de la celebración de las Cortes de Madrid en 1433. Por fortuna existe el cuaderno de peticiones generales dadas al Rey por los procuradores.

Como ni de la Crónica ni del cuaderno resulta que al terminar el año 1432 hubiese ocurrido suceso alguno extraordinario, causa u ocasión de este llamamiento, parece verosímil que D. Juan II convocó las Cortes para prevenirse de dinero en vísperas de romper la guerra.

Concurrieron ciertos condes, prelados, ricos hombres, caballeros, procuradores de las ciudades y villas y doctores del Consejo, de forma que estuvieron representados los tres estados del reino.

Casi todas las peticiones versan sobre materias de justicia y de gobierno ya conocidas. Abreviar los pleitos; no prender sin mandamiento de juez; moderar los derechos de vista de los procesos; reprimir con mano fuerte las invasiones de la jurisdicción eclesiástica en los negocios de legos; restituir a los pueblos lo usurpado por personas poderosas; castigar «la muchedumbre de coronados» que eran rufianes y ladrones; no enviar corregidores a las ciudades y villas sino con arreglo a las leyes; no acrecentar los oficios concejiles; repartir los tributos con igualdad; pagar las sumas exigidas a título de préstamo; reparar las fortalezas y castillos fronteros; moderar las cargas públicas y corregir los excesos y abusos de

los recaudadores y arrendadores de las monedas y pedidos; reducir el número de los excusados por privilegio; cumplir lo ordenado en cuanto a las posadas; satisfacer los daños causados a las ciudades, villas y lugares del reino con motivo de la guerra en los años 1425, 1429, 1431 y 1432; no consentir ferias y mercados francos de alcabalas; evitar las contiendas que suscitaban las dudas relativas a la validez de los acuerdos tomados por los concejos, todo esto, no una, sino muchas veces pedido y otorgado en las Cortes anteriores, fue objeto de la mayor parte de las peticiones generales.

Algunas hubo que ofrecían cierta novedad. Las concernientes a pechos concejiles dieron origen a una ordenanza de D. Juan II prohibiendo que sin su expresa licencia se repartiese en ninguna ciudad, villa o lugar para sus necesidades más de tres mil mrs., so pena de que los que tal hicieren, perdiesen todos sus bienes, y las justicias que lo consintieren, sus oficios; y todavía añadió el Rey que no concedería licencia «para derramar más nin allende los dichos tres mill mrs., salvo mostrando primeramente por cuenta como han gastado en cosas necesarias o provechosas... lo que rentaren las rentas e propios... e asimismo los dichos tres mill mrs.»

También ordenó D. Juan II pregonar públicamente las cogedurías de los pechos concejiles y adjudicarlas al que se obligare a prestar el servicio por menos precio, dando fiadores llanos y abonados, y confirmó las leyes establecidas por sus antecesores que vedaban a los regidores, alcaldes y alguaciles arrendar por sí o por tercera persona las rentas de propios de los concejos cuyos fueren los oficios, y rematar los arriendos de otro modo que en almoneda pública por nueve días en cabeza del mejor postor.

Tres peticiones dieron los procuradores relativas al comercio dignas de particular mención. Decían en la primera que algunos mercaderes, joyeros y otras personas salían a vender sus paños y mercaderías a los arrabales de las ciudades y villas, de lo cual resultaba que estas se despoblaban y se poblaban aquellos, siendo así que «se debe procurar con diligencia la población de las cibdades e villas cercadas, e non dar lugar a que por poblar los arrabales llanos e de cercados, se despueble lo cercado e fuerte.»

La respuesta del Rey fue más discreta que la petición, pues dijo que cada uno puede vender lo suyo donde entendiere que le cumple, salvo privilegio o costumbre en contrario. Sin embargo mandó que los que tuviesen sus casas dentro de la ciudad, villa o lugar, no morasen en los arrabales, ni tampoco los que viniesen a poblar, quedando suelo en el recinto de las murallas. Estaban los intereses del comercio en lucha con las necesidades de la guerra.

La segunda petición versaba sobre las mercedes de tiendas y solares que el Rey solía hacer a ciertas personas en perjuicio de las ciudades y villas, cuyas rentas de los propios consistían en gran parte en el producto de las plazas, mercados, «tiendas, e boticas, e albóndigas, e lonjas, e suelos que son de rendición», muy disminuido con aquellas donaciones, además de lo usurpado. Don Juan II prometió no hacer semejantes mercedes en lo venidero, y «en quanto a lo tomado (dijo) proveído está por las leyes que sea restituido», guardando silencio acerca de la revocación que solicitaban los procuradores, deseosos de reintegrar a los concejos en la posesión de todo lo convertido en propiedad particular.

En la tercera suplicaron al Rey prohibiese comprar pan, vino ni mosto adelantado a cualquiera precio, «salvo treinta días antes del segar de los panes, e de las vendimias en cada lugar.» Daban por razón que los pecheros padecían muchos daños, «porque con sus menesteres vendían adelantadamente por ser acorridos de dineros los esquilmos de pan e vino, e a tan pequennos precios «que se perdían y despoblaban; a lo cual respondió D. Juan II con buen sentido «quel comprar e vender es en libre facultad de cada uno, tanto que se non faga en enganno de usura.»

También le pidieron los procuradores que mandase labrar cornados, pues por no haberlos, «non se puede facer mercadoría menos de una blanca, e la dicha moneda menuda es muy necesaria, así para la compra de viandas, como para las limosnas, que por falta de cornados se excusa mucho»; petición bien acogida y otorgada. El cornado equivalía a la tercia parte de una blanca y sexta de un maravedí.

Asimismo suplicaron al Rey «que le pluguiese oír benignamente las peticiones generales y especiales que en nombre de las cibdades e villas le fuesen presentadas, e respondiese graciosamente, así como pertenecía a su estado de lo facer»; que diputase algunas personas del Consejo para que compilasen las leyes y ordonamientos dados por él y por los Reyes sus antecesores desterrando lo superfluo, distinguiendo lo temporal y transitorio de lo permanente, interpretando lo oscuro, «por breves e buenas palabras» y declarando las dudas que nacían de ser unas contrarias a otras; y por último que jurase a los reinos guardar y mantener dichas leyes y ordenamientos, pues no sin razón se quejaron los procuradores del poco celo en velar por la observancia de lo otorgado por el Rey en las Cortes.

A todo accedió con franca voluntad D. Juan II, menos a jurar, aunque otras veces lo hicieron sus antepasados, dando por respuesta que entendía mandar que se guardasen y cumpliesen, «para lo qual (dijo) non es necesario juramento alguno.»

Ayuntamiento de Medina del Campo de 1434.

Estaban los pueblos divididos en bandos, de los cuales se seguían «muchas muertes de hombres, e robos, e quemas, e otros grandes maleficios.» Deseando D. Juan II asentar la paz en sus reinos, envió corregidores que dejaban en los lugares mayor división que cuando iban: de tan mala manera usaban de su oficio. A fin de levantar de su postración la justicia, dio una ordenanza de corregidores con consejo de los grandes y procuradores de las ciudades; y de aquí tomaron pie algunos autores para decir que se celebraron Cortes en Medina del Campo el año 1434645.

Es dudoso que merezca el nombre de Cortes un Ayuntamiento irregular, en el cual se nota la ausencia de los prelados, y se observa que los procuradores tienen una muy limitada participación en los negocios públicos, pues no consta que hubiesen tratado materia alguna de gobierno fuera de la ordenanza para todos los corregidores, y aun esa por vía de consejo.

Tampoco hay noticia de convocatoria posterior a la terminación de las Cortes de Madrid de 1433, por cuya razón, y porque según la Crónica, solamente concurrieron los procuradores de las ciudades (si la omisión de las villas no fue descuido del cronista), debe presumirse que no hubo verdaderas Cortes de Medina del Campo de 1434. Consultó el Rey con los grandes de su reino y algunos procuradores de los que entonces estaban en la corte la ordenanza referida, y no tuvo mayor solemnidad aquel Ayuntamiento646.

Cortes de Madrid de 1435.

A no existir el cuaderno de las Cortes de Madrid de 1435, faltaría la prueba de su celebración: tan profundo es el silencio de la historia.

Asistieron a dichas Cortes los tres estados del reino. Los procuradores de las ciudades y villas dieron ciertas peticiones generales, a las que respondió el Rey, según costumbre, con acuerdo de los de su Consejo.

Son las peticiones más extensas que de ordinario, y aun difusas, y ofrecen de singular que muchas veces recuerdan los procuradores al Rey las leyes y ordenanzas hechas en las Cortes de Zamora de 1432, como si las tomasen por modelo y formasen particular empeño en su observancia y cumplimiento.

En efecto, reclamaron que fuese observado y cumplido el ordenamiento de Zamora acerca de la residencia continua de los oidores y alcaldes en el lugar en donde debían administrar justicia, y pidieron que la Chancillería estuviese seis meses aquende los puertos, y otros seis allende; que los pleitos, así civiles como criminales, se ventilasen y decidiesen ante las justicias de los pueblos, según los antiguos privilegios, usos y costumbres de las ciudades y villas, y no diese el Rey, a ruego de algunas personas, cartas en contrario; que moderase los derechos que llevaban los alcaldes y escribanos; que se abreviase el despacho de los negocios pendientes sobre restitución a los pueblos de los lugares, términos y jurisdicciones que ciertos prelados y caballeros les habían tomado, y se cumpliese la justicia sin estrépito ni figura de juicio, «remota toda apelación o suplicación», y que prohibiese a los regidores dar favor a las personas poderosas empeñadas en esta clase de litigios con las ciudades y villas, so pena de perder los oficios que tuvieren.

Había regidores que pospuesto el bien público y no acatando el juramento prestado al tomar posesión de sus cargos, cedían por miedo o se dejaban corromper con dádivas, o como letrados defendían la causa de los señores contra las ciudades y villas de las cuales percibían salario; cosa fea y aborrecible, pues todos debían ser de un solo ánimo en proseguir la justicia, mantener los privilegios y conservar los propios y rentas de la comunidad.

Instaron los procuradores para que no fuesen exentos de la jurisdicción real los rufianes y malhechores que vistiendo de legos, se acogían a la protección de los jueces eclesiásticos a título de corona, y suplicaron al Rey que impetrase bula del Papa, declarando que no debían gozar del privilegio del fuero sino «los dados e dispuestos en oficio a servicio de la Eglesia»; a cuya petición respondió que sobre esto había enviado embajador a la corte de Roma con las convenientes instrucciones.