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Quejáronse «de las grandes osadías e atrevemientos, que los prelados y sus vicarios hacían en fraude y menosprecio de la jurisdicción real, usurpándola y embargándola de muchas maneras, ya «defendiendo los matadores, e robadores, e quebrantadores de los caminos, e forzadores e otros malfechores so título e color de clérigos coronados», ya negándose por sí y por sus familiares y allegados a pagar alcabalas, monedas, pedido y demás pechos y derechos, por cuanto en su calidad de oficiales del Papa no podían ser demandados ante ningún juez eclesiástico ni seglar, ya poniendo el Padre Santo jueces conservadores de las iglesias, monasterios y otros institutos religiosos en lugares remotos, de suerte que los legos, por no ir allá, aunque inocentes y sin culpa, se dejaban cohechar, y ya en fin acogiendo en las villas y lugares de los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara y priorazgo de San Juan a los criminales, y resistiendo a la justicia del Rey cuando los reclamaba para castigarlos. Añadíanse a estos agravios la inquietud de las conciencias y el escándalo que movían los jueces eclesiásticos con su facilidad de lanzar cartas de excomunión contra los seglares. Mostró D. Juan II deseos de poner remedio a todo, suplicando al Papa que proveyese según cumplía al servicio de Dios y al bien del reino.

El cuaderno de estas Cortes de Madrid de 1435 añade una página a la historia de nuestro régimen municipal. Consta por las peticiones y respuestas que algunas ciudades, villas y lugares, en virtud de fuero, privilegio, uso o costumbre, elegían sus alcaldes, regidores, escribanos y otros oficiales por votación o de otra manera.

La regla no era tan general que no admitiese numerosas excepciones, pues en otras ciudades, villas y lugares pertenecía al Rey proveer las vacantes. Sin embargo, poco a poco se fue introduciendo la práctica de proponer una o dos personas, y pedir al Rey que diese el oficio vaco a cualquiera de las designadas por el concejo.

A los oficios concejiles de provisión real se referían las leyes y ordenanzas de Zamora que ponían coto a su acrecentamiento, así como las peticiones de los procuradores en las Cortes de Madrid de 1433 y en las presentes de 1435 contra la inclinación de D. Juan II a multiplicarlos, ya por hacer mercedes, y ya como arbitrio fiscal, si la necesidad le obligaba a preferir la venta.

Entre los abusos que por este tiempo penetraron en el gobierno municipal y se arraigaron con más tenacidad, descuellan las renuncias de los regidores, cuando no podían servir sus oficios. Si eran electivos, privaban a los concejos de la libertad que tenían de escoger el sucesor, y si de provisión real, del derecho de proponerlo. Por eso suplicaron los procuradores que ningún regidor pudiese renunciar su oficio sino en las manos de los otros regidores, recelándose de la afección o de los particulares intereses ocultos, y sobre todo del peligro de perpetuar en los concejos la dominación de las personas poderosas. Por flaqueza de espíritu pospusieron los procuradores al amor de la familia el principio de la elección, tan propio de las magistraturas populares, suplicando que fuese mantenida la ley según la cual podía el regidor renunciar el oficio en su hijo o yerno.

Halló D. Juan II justas y buenas estas peticiones, y mandó guardar las libertades y franquezas otorgadas por los Reyes sus antecesores, añadiendo que los electos sean tres e non menos para el oficio que vacare, e la elección se faga por los regidores con la justicia sobre juramento... de la facer bien, e fiel, e leal e verdaderamente, sin bandería alguna, pospuesto todo temor, e amor, e desamor, e interese, e ruego... acatando solamente lo que cumpla al servicio, e pro, e bien común de la cibdad, villa o lugar», y abolió la ley que permitía las renuncias de los regidores en sus hijos o yernos, prohibiéndolas todas sin distinción de casos, siendo igual la razón para reprobarlas, ora recayesen los oficios en parientes, ora en extraños.

Confirmó el Rey los ordenamientos de Zamora que cerraban la entrada en los concejos a las personas particulares, o impedían a los alcaldes y regidores usar libremente de sus oficios, tomar acuerdos y llevarlos a debida ejecución, así como los relativos al nombramiento de corregidores, cuyas «grandes osadías» tanto fatigaban a los pueblos.

Las mercedes con menoscabo de las honras, privilegios, franquezas y exenciones de los hijosdalgo avecindados en las villas y lugares que el Rey hacía a los grandes y caballeros, traspasándoles el señorío y jurisdicción y todos los pechos y derechos; las levas de pan, vino y pertrechos de guerra; el abuso de las posadas, porque los aposentadores no se limitaban a tomar las casas, sino que también disponían de los graneros y bodegas, en donde los aposentados hacían morada en verano y en invierno; la restitución de la plata que el Rey había demandado en calidad de préstamo a las iglesias, monasterios y personas singulares; los cohechos que cometían los alcaldes diputados para examinar los oficiales mecánicos; los perjuicios que resultaban de celebrar en muchas partes, con privilegio o sin él, ferias y mercados francos, los que recibía el comercio de Castilla a causa del tributo de la quema que gravaba las mercaderías de estos reinos a su entrada en el de Aragón, dieron origen a diversas peticiones, a las cuales había ya respondido favorablemente D. Juan II en las Cortes de Zamora de 1432.

Muchas dieron los procuradores en estas de Madrid de 1435 concernientes a tributos, entre las cuales no hay ninguna nueva. Quejáronse del peso enorme de las cargas públicas y del rigor de la cobranza, al punto de prender y vender los bueyes de labor, imposibilitando a los labradores para el cultivo de sus heredades, y de aquí la grande carestía del trigo, cebada y centeno; clamaron contra la desigualdad en el repartimiento de los pedidos que estaban puestos de manera que unos lugares «pasaban mucho mal, e otros pasaban mucho bien»; doliéronse del descuido con que se llevaban «las cuentas de la facienda del Rey», pues se lo debían sumas considerables de mrs. en razón de albaquías o atrasos, «que paresce que se non han podido cobrar»647; instaron por que se redujese el número de los excusados de pechar, porque unos a título de monteros, otros por ser obreros y oficiales de las casas de moneda, aquellos como familiares y paniaguados de iglesias, monasterios, prelados, cabildos, caballeros, escuderos, señores del Consejo, oidores de la Audiencia, etc. y estos en virtud de sus particulares privilegios, todos se resistían a pagar los pedidos, no obstante lo ordenado en las Cortes de Palencia de 1431, a saber: que los pagasen todos, exentos y no exentos, salvo «las viudas honestas manteniendo castidad y viviendo en ciudades o villas en donde por cartas reales, uso o costumbre fueren quitas de monedas, pedidos y otros cualesquiera pechos y tributos»; denunciaron los abusos de los recaudadores y arrendadores, los pleitos injustos que movían, las grandes costas que llevaban, las pesquisas vejatorias, la tardanza maliciosa en el cobrar, buscando pretextos para acusar de rebeldía «a los cuitados pobres», la distancia de sus moradas, sus ausencias del lugar del emplazamiento para hacer los pagos o alegar cualquiera excepción, y en fin, los cohechos sin temor de la justicia, de cuya desenfrenada licencia se seguía, pechar el dinero con gran trabajo, e verlo gozar a otros que lo gastan e alzan con ello.»

Despachó D. Juan II estas razonables peticiones mandando guardar las leyes del reino, y particularmente las ordenanzas de Zamora; pero no remedió nada, porque las cartas del Rey no eran obedecidas ni cumplidas a pesar de las mayores firmezas y cláusulas conminatorias.

Alguna novedad ofrecen otras peticiones que se hallan hacia la última parte del cuaderno.

Habían los procuradores suplicado diferentes veces la igualación de los pesos y medidas por ser grande la necesidad de establecer una regla de común aplicación al comercio. Alfonso X dio algunas leyes inspiradas por el deseo de introducir la uniformidad de los pesos y medidas, pero sin adoptar ningún sistema648. Alfonso XI llevó la reforma adelante, pues en un ordenamiento hecho en las Cortes de Segovia de 1347 declaró que fuesen unos los pesos y medidas en todos los lugares de sus reinos, escogiendo por patrones el marco, la fanega y la vara usuales en Toledo. En las de Alcalá de 1348 mandó que el oro, la plata y todo vellón de moneda se pesase por el mareo de Colonia, y las demás cosas que se suelen vender al peso, por el de Tria; el pan, vino, etc. se vendiesen por la medida Toledana, y por la vara Castellana el paño, lienzo, sayal y otras mercaderías semejantes649.

No se observaron estas leyes como era debido, pues los procuradores a las Cortes de Madrid de 1435 dijeron a D. Juan II que había en sus reinos «muchos e diversos pesos e medidas, los unos contrarios de los otros, los unos grandes e los otros pequennos», y le suplicaron que fijase un peso y una medida, y se pregonase y se pusiese luego en obra, para que los hombres viviesen en justicia y en regla y buena ordenanza.

Plugo al Rey la petición, y adoptó por unidad de peso, en cuanto a la plata, el marco de Burgos, y el de Toledo para el oro. Las demás cosas que según costumbre se vendían al peso o se medían por varas, debían ajustarse a los pesos y medidas Toledanas, excepto los granos, cuya unidad continuó siendo la fanega, tomando por patrón la usual en la ciudad de Ávila.

Por imperfecto que parezca este sistema, no lo es tanto en la realidad, si se considera que el marco Burgalés era el mismo de Colonia, e igual a este el Toledano. Al marco de Colonia, llamado también Alfonsí, desde que Alfonso el Sabio se lo dio a la ciudad de Toledo en un privilegio despachado en Sevilla el año 1261, se arreglaron las libras, arreldes, arrobas y quintales entre los pesos mayores, y entre los menores las onzas, medias, cuartas y ochavas650.

Suplicaron al Rey los procuradores a las Cortes de Madrid de 1433 que mandase labrar cornados, porque escaseaba la moneda menuda, tan necesaria para la compra de viandas y para limosnas. En estas de 1435 se renovó la petición, y aun se amplió a las doblas de oro, rogando los procuradores a D. Juan II que fuesen de la ley y peso que tenía ordenado.

En efecto, corrían a la sazón doblas castellanas labradas en los reinados de Juan I y Enrique III, equivalentes a 35, 36, 37 y 38 mrs. de moneda vieja, y 84, 85, 95, 99 ó 100 de la nueva651.

Razonando los procuradores su petición, decían que muchas no eran buenas, y aun siéndolo, no querían los cambiadores trocarlas por más de 85 mrs. a pretexto de blanquillas o baladíes, y luego no las daban por menos de 96, en lo cual recibían grave perjuicio los súbditos y naturales de estos reinos. En suma, suplicaron a D. Juan II que prohibiese la circulación de las doblas baladíes, o mandase recogerlas por su precio, cortarlas y labrarlas de ley y cuño iguales a las que llevaban su efigie y nombre.

El Rey declaró su firme voluntad de proseguir la labor de la moneda de blancas, y mandar que se labrasen cornados; y en cuanto a las doblas de oro respondió que platicaría sobre ello y tomaría la resolución conveniente.

Fueron los cambios libres hasta la mitad del siglo XIV; de suerte que a nadie se obligaba «a trocar las monedas comprando nin vendiendo en logar, nin en cambio apremiado.» Alfonso XI, para hacer frente a los gastos de la guerra con los Moros, discurrid embargarlos y sustituir la antigua libertad de los pueblos y particulares con un odioso monopolio, según consta del cuaderno de peticiones de los procuradores a las Cortes de Alcalá de Henares de 1348.

En las presentes de Madrid de 1435, se quejaron de los agravios que se seguían de conceder semejantes privilegios a determinadas ciudades, villas o personas singulares. Cuando había libertad (dijeron los procuradores) corrían las monedas en sus justos y razonables precios, «ca por la libertad que cada uno tenía, usaba o facía de lo suyo lo que le placía.» Ahora los señores de los cambios ponen tableros y cambiadores, y compran y venden las monedas de oro y plata por los precios que quieren, dictando la ley que conviene a su interés, pues nadie se atreve a cambiar en otras partes, por no exponerse a perder la moneda en pena del quebrantamiento del privilegio. Abusan además los cambiadores dando mayor o menor estimación a la moneda y alterándola, porque «quando las compran, buenas e malas, todas las facen blanquillas, e las derriban de su precio e valor mucha quantía menos de lo que valen.»

El Rey ofreció no hacer mercedes de cambios en adelante, y proveer en justicia de modo que los cambiadores usasen de ellos sin agravio ni perjuicio de persona alguna.

Pidieron los procuradores a D. Juan II que refrenase la usura paliada so color de prestar dinero, frutos, mercaderías y otras cosas, o de venderlas al fiado por precios exorbitantes, en cuya granjería se ocupaban muchas personas de diversos estados y condiciones, dispensando a los Judíos «por los menesteres de los pueblos», si guardasen moderación, «levando cosa cierta por cada ciento de mrs, e non se multiplicando más de fasta el quarto del tal empréstido»; a lo cual respondió el Rey que se observasen las leyes sobre esto ordenadas.

La templanza del lenguaje de los procuradores, que resalta comparado con el empleado en Cortes anteriores, tan vehemente e impetuoso para mal de los Judíos, tiene fácil explicación. Estaba fresca la memoria de las matanzas de Sevilla, Córdoba, Toledo y otras ciudades en 1391, cuando el pueblo asaltó las aljamas, movido por la predicación del Arcediano de Écija; y por temor a nuevos levantamientos, y acaso también, condolidos los procuradores de la pobreza y grandes tribulaciones de los hijos de Israel, lejos de acusarlos, se inclinaron a favorecerlos.

Andaban por el reino «muchos omes e mujeres valdíos e vagamundos, lanzándose con malicia a pedir por Dios e a otros oficios miserables, con entención de non trabajar, nin afanar sus cuerpos a ningund oficio»; petición que recuerda otras del mismo tenor dadas en las Cortes de Valladolid de 1312, 1315 y 1351, Burgos de 1379, Bribiesca de 1387 y Madrid de 1419, a la cual respondió D. Juan II mandando guardar, cumplir y ejecutar las leyes establecidas por los Reyes antepasados.

Estaban ya olvidadas las relativas a la pesca, cuando los procuradores a estas Cortes suplicaron a D. Juan II que prohibiese matar las truchas y demás pescados de río con cal viva y yerbas emponzoñadas, porque «muchas personas (decían) non sabiendo como las dichas truchas e pescado mueren por tal manera, lo compran e comen, e es cabsa de les recrecer por ello accidentes de dolencias de que llegan a peligro de muerte, e aun de fecho morir por ello.»

Si preocupaba a los procuradores el peligro que corría la salud pública, también atendían a la conservación de la pesca, según se muestra en las siguientes palabras: «E así mesmo acostumbran de matar las dichas truchas en los meses de otubre e noviembre, que es el tiempo de la frezon, quando echan la simiente... e por una trucha que matan... se pierde grand cantidad de truchas, tanto más quanto matando tantas como mueren en el dicho tiempo, lo qual es cabsa de se despoblar los ríos de las dichas truchas.»

La petición era cuerda y oportuna, porque contenía dos reglas de policía de la pesca en aguas dulces que recogió la posteridad, y hoy subsisten. El Rey sin embargo, no les atribuyó la importancia que merecían, pues se limitó a responder «que las justicias de los lugares..., provean e fagan sobre ello lo que deban.»

Por último, representaron que en muchas ciudades, villas y lugares no había, ni podía haber oficial que quisiese ser verdugo, «lo qual es por cabsa del oficio ser tal o de tal condición como es, et otrosí porque por razón dello non ha libertad, ni exención alguna»; y concluían pidiendo que los verdugos fuesen quitos de todos pechos, así de pedidos como de monedas, y de otros cualesquiera reales y concejiles, y que sus salarios se pagasen de los propios de cada concejo; a cuya petición dio el Rey una respuesta conforme en todas sus partes.

Tales fueron las Cortes de Madrid de 1435. Sin duda ofrecen poca novedad; mas no por eso carecen de importancia. Hay cierto calor y señales de vida en reclamar la fiel ejecución de lo ordenado en las de Zamora de 1432, como si los procuradores protestasen ante el Rey contra el menosprecio de las leyes, el olvido del bien público y la invencible pereza de un monarca sin vigor y sin voluntad de entender en la gobernación del Estado. La misma prolijidad de las peticiones denota que los procuradores no se contentaron con usar la fórmula de costumbre, sino que estudiaban los negocios y se esforzaban a persuadir y convencer al Rey hasta inclinar su ánimo a las reformas necesarias o útiles, cumpliendo como buenos el mandato de las ciudades y villas cuya voz llevaron.

Supone algún autor grave que D. Juan II celebró Cortes en Zamora el año 1436652. Como no lo prueba con ningún documento, hay razón para dudarlo; y tanto más cuanto consta de la Crónica que el Rey pasó dicho año lejos de aquella ciudad653.

Cortes de Toledo de 1436.

En donde tuvo Cortes fue en Toledo. La Crónica refiere que hallándose el Rey en Madrid llegaron los procuradores de los reinos que estaban aposentados en dos aldeas de las cercanías llamadas los Caravancheles654. De Madrid partió el Rey para Toledo, y allí se le reunieron los procuradores. El cuaderno de estas Cortes lleva la data del 25 de Setiembre de 1436.

Concurrieron los tres estados, y a juzgar por el cuaderno, la representación no fue numerosa. Las palabras «ciertos condes, e perlados, e maestres de Calatrava e Alcántara, e otros caballeros e doctores del mi Consejo» en cuanto a la nobleza y al clero, y respecto del brazo popular la frase, me fueron dadas ciertas peticiones generales por los procuradores de las cibdades e villas de mis reynos que aquí comigo están», se prestan a una interpretación poco segura.

Los negocios que se trataron no difieren mucho de los ventilados y resueltos en las Cortes de Zamora de 1432, y Madrid de 1433 y 1435. Las peticiones versan sobre dos puntos principales, a saber, los tributos y la administración de la justicia. Todo lo demás, sin ser indiferente, ocupa un lugar subalterno.

Las leyes contra los oidores, así prelados como legos, remisos en la asistencia continua al tribunal, no se cumplían, y los pleitos se alargaban con grave perjuicio de los litigantes. Por otra parte, los oidores no formaban escrúpulo de recibir salario de personas poderosas, lo cual equivalía a vender la justicia anticipando la paga.

A este abuso escandaloso se añadía otro no menos vituperable. El Rey, por complacer a ciertos grandes y caballeros, había hecho merced de oficios de oidores sin quitación a varios letrados, a quienes dio licencia para abogar en los pleitos que después debían ver y fallar como jueces. Con sobrada razón decían los procuradores que «por tener ellos la tal libertad, daban grant favor en los pleitos en que eran abogados, de que venía grant perjuicio e danno a las partes contra quien ayudaban.»

Solían los familiares de la Audiencia y Chancillería obtener cartas de emplazamiento contra los moradores de las ciudades, villas y lugares lejanos, con quienes litigaban, obligándolos a salir de sus casas y venir a la corte a mucha costa y con poca esperanza de hallar la protección debida a su derecho, mientras que los oidores, escribanos y demás ministros de la justicia demandantes llevaban ganada su causa en un tribunal compuesto de amigos y compañeros.

Era el procedimiento vicioso, faltando a las leyes, según las cuales se debían librar los pleitos «sin dar lugar a malicias nin a sotilezas de derecho, simplemente e de plano sin figura de juicio... acatada realidad e verdad de los procesos.» El procurador fiscal, promotor de la justicia, no podía recibir demanda alguna, ni acusación, querella o denuncia sin escribir el nombre del delator, «salvo en los maleficios o casos notorios»; y con ser esta ley tan «santa, e buena, e justa, e provechosa», no se cumplía en diversas ciudades y villas del reino. Las relaciones ante los tribunales no se hacían con fidelidad, pues si la petición contenía cuatro o cinco o más razones, tal vez se daba cuenta de una sola, de suerte que faltaban las necesarias para proveer en justicia, y quedaba desamparado el derecho del suplicante.

Continuaban los señores y caballeros poderosos protegiendo a los malhechores y resistiéndose a entregarlos a los jueces, que los reclamaban para castigarlos. Las sentencias definitivas y pasadas en cosa juzgada, dictadas en los pleitos sobre restitución de los términos usurpados a las ciudades y villas, no se llevaban a debida ejecución.

Los corregidores no se emendaban, ni guardaban la ley que les prohibía ausentarse de los lugares en donde habían servido sus oficios durante los cincuenta días siguientes a su cesación en el cargo, para responder a cualquiera demanda o querella en el juicio de residencia. Los jueces eclesiásticos no aflojaban en su empeño de invadir la jurisdicción ordinaria civil y criminal, ni de defender con cartas de excomunión a todo malhechor que se decía clérigo o religioso, siquiera le prendiesen los ministros de la justicia del Rey sin «hábito largo fasta el tobillo», ni tonsura, o de noche, con armas o cometiendo algún delito.

Don Juan II oyó con benignidad a los procuradores, y respondió a sus peticiones con mejor deseo que ánimo resuelto a corregir los abusos y velar por la observancia de las leyes.

Seguía el desorden en «la facienda del Rey» porque ni los tributos se igualaban, ni se cobraban los atrasos, ni se rendían a tiempo las cuentas, ni se reprimían los excesos de los recaudadores y arrendadores. De aquí las peticiones para que se hiciese un nuevo recuento de los humos, muchas veces ofrecido y otras tantas aplazado, y se registrasen los lugares yermos y privilegiados, a fin de aliviar a los pueblos de los maravedís que no se podían cobrar.

Cuando los tesoreros y recaudadores cesaban en sus cargos, tardaban infinito en fenecer sus cuentas y entregar los alcances, resultando grandes atrasos de rentas, pechos y derechos ordinarios, que no excusaban la imposición de otros extraordinarios. Arrendadas las albaquías posteriores a las que se hicieron en el reinado de Enrique III, los arrendadores emplazaron más de cinco o seis mil personas, caballeros, escuderos, dueñas, doncellas y labradores, deudores principales o sus fiadores, herederos y tenedores de sus bienes, porque la pesquisa abrazó un período de cuarenta y dos años.

Los procuradores suplicaron al Rey que estas «debdas sean luego en fresco demandadas e cobradas, o non se aviejen nin envejezcan, nin se pierdan muchas dellas, como siempre otras se han perdido»; por lo cual propusieron que los tesoreros y recaudadores feneciesen sus cuentas y entregasen los alcances dentro del año siguiente a la cesación en sus cargos.

Grandes eran las malicias y cohechos de los perceptores y arrendadores de los tributos, y sobre todo, de la renta de las alcabalas. A los señores y caballeros con quienes vivían, y a los parientes y amigos, dispensaban del pago, cargando su parte a los pecheros llanos. Ponían dificultades en recibir la moneda, diciendo que no era buena, y de los cambios sacaban ganancia.

Acontecía que los alcaldes, alguaciles y escribanos de los concejos fuesen al mismo tiempo recaudadores y arrendadores de las rentas y tributos en los lugares en donde tenían oficios de jurisdicción, y con este poderío (dijeron los procuradores) «facen lo que quieren.»

Los tesoreros, recaudadores y arrendadores cohechaban a las personas que llevaban del Rey tierras, mercedes, raciones, quitaciones, tenencias y otros cualesquiera mrs., y no les pagaban la mitad de lo debido. La renta del servicio y montazgo que los pastores y señores de ganados pagaban al pasar por los puertos acostumbrados cuando iban a los extremos, recibió nueva forma de D. Juan II, en virtud de condiciones desusadas, tan beneficiosas para los arrendadores, como perjudiciales para el Rey y la cabaña.

A todos los excesos y abusos referidos se juntaba la usurpación de las rentas, pechos y derechos de la Corona. Los grandes tomaban los maravedís del pedido y monedas, y se confabulaban con el objeto de impedir la cobranza, a pesar del juramento prestado y del rigor de las penas.

Rindiose D. Juan II a las razones de los procuradores, y les otorgó casi todas sus peticiones. Una excepción hizo en favor de los escribanos de los concejos, «e los otros escribanos», a quienes permitió que fuesen recaudadores y arrendadores, aunque condescendió en la demanda relativa a la exclusión de los alcaldes y alguaciles.

Perseverando los procuradores en su intento de reclamar la observancia de las leyes, renovaron las peticiones hechas al Rey en las Cortes pasadas, acerca de la propuesta por el concejo para la provisión de los oficios que vacaren y las renuncias de los regidores, pues no se cumplía lo ordenado en esta razón en las de Madrid de 1430, Zamora de 1432 y Madrid de 1435.

También suplicaron que los escribanos de los alcaldes ordinarios no fuesen a la vez regidores perpetuos, sino que optasen por uno u otro oficio, a su voluntad, porque empleaban su influjo en el regimiento en alargar los pleitos que ante ellos pasaban, cuando así les convenía, y eran temidos de los jueces, por ser anuales y puestos por la mano del concejo. Los vecinos y moradores de las ciudades y villas recibían por esta causa muchos agravios, y no podían alcanzar cumplimiento del derecho.

Más grave todavía era otra petición que revela un abuso escandaloso. Había alcaldes y regidores que se dejaban corromper con dádivas o dinero, y daban su voto a quien mejor se lo pagaba, cuando ocurría nombrar procuradores o proveer oficios o tenencias de castillos por el concejo.

Llegaba la corrupción al punto de exigir promesa, bajo juramento, de dar los agraciados «cierta cosa de lo que rentaren los oficios, así como la meitad, o más, o menos.»

Para atajar el progreso de la venalidad que se iba apoderando de los magistrados populares, propusieron los procuradores que fuesen privados de voz en concejo, cuando se tratare de proveer las procuraciones u otros oficios, los alcaldes y regidores culpados de cohecho, siéndoles probado con tres personas, a lo menos, de las que hubieren comprado sus votos.

El Rey accedió a lo pedido y aprovechó la ocasión que se le ofrecía para prohibir a los concejos que diesen tenencias de castillos derribados o despoblados. Los alcaldes y regidores venales fueron conminados con las penas establecidas en la ley contra los jueces que tomaban dones.

Estaban las fortalezas y castillos situados en las fronteras de Aragón, Navarra, Portugal y Granada muy mal parados, y en muchas artes abiertos y derrocados. Sin embargo, hasta los yermos y despoblados tenían alcaides que el Rey pagaba, «non seyendo tenudo a ello.» Denunciaron los procuradores aquel descuido y este abuso, y D. Juan II prometió reparar las fortalezas y castillos fronteros, y suprimió las tenencias de los yermos y despoblados.

A ruego de los procuradores de las Cortes de Burgos de 1430, Palencia de 1431 y Madrid de 1433 y 1435, puso el Rey coto a la libertad de celebrar ferias y mercados francos, e hizo una ley mandando que cualesquiera personas que fuesen a comprar o vender en ellas, pagasen la alcabala en el lugar de donde salieren con sus mercaderías. Los procuradores a éstas de Toledo de 1436 pidieron en un largo razonamiento la revocación de dicha ley; pero D. Juan II, no tan sólo la mantuvo, por considerarla buena y justa, sino que la confirmó y mandó guardarla y cumplirla en todas las ciudades, villas y lugares del reino.

Triunfó el buen sentido en la cuestión de los cambios. Don Juan II concedió a los procuradores más de lo que le pidieron al declarar que el cambiar fuese libre y franco, así en la corte como en todas las ciudades, villas y lugares, «e que todos cambien e puedan cambiar sin pena e sin calonna alguna, no embargantes qualesquier mercedes que el Rey mi padre... e yo después dél ayamos fecho.»

Limitó esta libertad respecto de «los que tovieren cambio público o usaren del oficio de cambiar públicamente», quienes debían ser personas llanas, abonadas y de buena fama, escogidas por él en la corte, y nombradas por las justicias y regidores en las ciudades, villas y lugares. Los cambiantes públicos estaban obligados a dar fiadores para responder de la moneda que recibieren y hubieren de cambiar.

Tratose en las Cortes de emendar el cuaderno de las sacas, en el cual se mandaba registrar todos los ganados que había en los pueblos fronterizos, comprendidos los que distaban diez y seis leguas de los confines de Portugal, y de corregir varios abusos que cometían los alcaldes de las sacas y sus tenientes; de cumplir la ordenanza hecha en las de Palenzuela de 1425, para que las gentes que seguían la corte pagasen sus posadas, confirmada en las de Madrid de 1433 y 1435, y de quitar los tableros de juego, ocasión de muchos ruidos, escándalos y muertes, prohibidos sin efecto en las de Zamora de 1432. El Rey mandó lo mandado, excepto en lo perteneciente a las cosas vedadas, acerca de cuya materia se reservó proveer lo más cumplidero a su servicio.

Las peticiones del cuaderno que ofrecen mayor novedad son: una, para que los contadores en viaje con la corte excusasen llevar tantas arcas de escrituras, que requerían muchas bestias y carretas; otra, contra los estudiantes de la Universidad de Salamanca, que alborotaban la ciudad con sus debates y contiendas, a quienes no castigaba la justicia de su fuero ni tampoco la ordinaria; otra, suplicando al Rey que mandase construir naves grandes para combatir con las de Inglaterra y dar favor a la flota que de los puertos de Cantabria llevaba mercaderías de Castilla a los de Francia, Bretaña, Flandes y allende, y en fin, pidieron los procuradores, con mal acuerdo, que reformase la ley hecha en las Cortes de Madrid de 1435, acerca de las medidas del pan y del vino, restituyendo a cada ciudad, villa y lugar la libertad de usar aquellas que tenían por costumbre.

Decían los procuradores que toda ley, para ser justa, honesta y de razón, debía ser conforme «a las costumbres de la tierra a quien los príncipes la dan»; que, el peso de Toledo era el mismo de Colonia, y éste dos onzas menos por libra que el de Tria, de uso general en el comercio al menudeo; que los carniceros y otros vendedores se confabulaban para mantener los mismos precios de las carnes y demás cosas después de la ley de Madrid, siendo el peso menor; que convenía restablecer la dada por Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348; que de haber adoptado la vara de Toledo para todo el reino en sustitución de la antigua castellana, se seguía gran provecho a los traperos y sastres, y mucho daño a las otras gentes, porque con motivo o pretexto de haberse alargado la medida una ochava, subieron los precios una cuarta parte; que en los pueblos en donde no hay vino de sus cosechas conviene que la medida sea larga, porque siempre han de mercar, y pequeña en los lugares abundantes en pan y vino, etc.

La razón verdadera de oponerse a la igualación de los pesos y medidas consistía en celos y rivalidades, pues Toledo se distinguió en la edad media por su esmero en conservar con toda pureza y fidelidad los pesos y medidas ordenados por Alfonso el Sabio en 1261, y aunque las demás ciudades no fueron tan escrupulosas, resistían el trueco de las suyas por las ajenas.

Como quiera, no solamente confirmó el Rey la ordenanza en razón de los pesos y medidas, hecha después de «grant deliberación e consejo», en las Cortes de Madrid de 1345, pero también la robusteció con mayores penas.

Fueron las de Toledo de 1426 señaladas entre las que celebró Don Juan II, por la bondad de algunas leyes, y como espejo fiel de las costumbres de aquel tiempo. La libertad de los cambios y la igualación de los pesos y medidas bastarían para hacerlas memorables.

Las reformas introducidas en la administración de la justicia y en la gestión de la hacienda pública o del Rey, como entonces se decía, no son menos dignas de alabanza. Apenas se concibe que hubiese oidores asalariados por los particulares, y otros, tan anchos de conciencia, que no formaban escrúpulo de fallar los pleitos que defendían como abogados.

La venalidad de los alcaldes y regidores escandaliza y repugna, y es noticia importante para la historia de las Cortes, que por dinero se alcanzase la procuración, lo cual prueba que no fueron solamente los Reyes quienes merecen la culpa de la decadencia y ruina de las antiguas libertades de Castilla.

Limitáronse los procuradores a quejarse de los abusos que los corregidores cometían en el desempeño de su oficio; pero no disputaron al Rey la facultad de enviarlos a las ciudades y villas, aunque no los pidiesen, como en las Cortes de Madrid de 1419, Ocaña de 1422 y Palenzuela de 1425.

Por este tiempo había llegado D. Álvaro de Luna al apogeo de su privanza. Don Juan II le obedecía en todo, como si el Condestable fuese el Rey y el Rey su vasallo. Toda la autoridad estaba en la mano del valido y nada se hacía sin su voluntad. Nadie osaba contradecirle ni abrir su pecho a los del Consejo, porque todos eran puestos por su mano y seguían ciegamente su opinión. De tal suerte se había apoderado del Rey, que dio motivo a creer que tenía ligadas todas sus potencias corporales e intelectuales con mágicas y diabólicas encantaciones.

La humillación del Rey, la tiranía del Condestable, y sobre todo, el deseo de gozar del poder y acrecentar sus rentas y estados, movió a los grandes caballeros a formar una parcialidad enemiga del orgulloso privado.

Cortes de Madrigal de 1438.

Cercano el día del rompimiento, se celebraron las Cortes de Madrigal de 1438, de las cuales no dice una palabra la Crónica ni dan noticia los historiadores. La oscuridad que reina en este punto permite suponer que, como «todo era hablar de paz y prevenir guerra juntando armas y gente», debió el Rey necesitar dinero para pagar los hombres de armas que le acompañaban y no podía derramar en frente de los conjurados reunidos en Medina de Rioseco, siendo cabezas de aquella parcialidad dos caballeros tan principales como el Almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez y Pedro Manrique, Adelantado de León.

Fúndase esta sospecha en que ningún suceso extraordinario, salvo el referido, exigía la celebración de Cortes, y en la frecuencia con que se reunieron durante el reinado de D. Juan II para recabar de los procuradores la concesión de nuevos pedidos y monedas.

Por más que los enemigos del Condestable hablasen de él con pasión, no faltaban a la verdad cuando, escribiendo al Rey, le acusaban de fatigar a los pueblos demandándolos «grandes sumas de mrs. en pedidos e monedas los quales, sin causas razonables, son cogidos, e aun agora se cogen en grande agravio e daño de vuestros súbditos, a causa de lo qual son venidos vuestros pecheros en tan extrema necesidad, que no es posible a V. A. poderse servir de sus haciendas»655.

Por otra parte, el cuaderno de las peticiones generales de los procuradores en las Cortes de Madrigal de 1438 no contiene ninguna ley de tal importancia que pueda señalarse como principal motivo de su convocatoria. Casi todos los ordenamientos de este origen son confirmaciones de otros hechos en las de Zamora de 1432 y Madrid de 1435.

Concurrieron ciertos condes y prelados, el maestre de Alcántara, caballeros y doctores del Consejo, y «los procuradores de las ciudades e villas de mis regnos que aquí comino están»; fórmula usada ya en las anteriores de Toledo de 1436, cuyo sentido no podemos determinar con igual precisión por falta de noticias que nos sirvan de guía para interpretarla.

Sin embargo, a la escasa luz que arroja la Crónica, se percibe la corta representación de la nobleza, pues la prisión del Adelantado en Agosto de 1437, la inmediata retirada del Almirante a Rioseco y los preparativos de guerra que alborotaron el reino, permiten adivinar la ausencia de muchos grandes por temor a la venganza del ofendido Condestable.

Las peticiones versan en general sobre las materias de gobierno y de justicia que despertaron el celo de los procuradores en las Cortes celebradas durante el largo reinado de D. Juan II, desde las de Ocaña de 1422.

La residencia de la Chancillería seis meses en un pueblo y seis en otro; el servicio continuo de los oidores; los emplazamientos arbitrarios ante los tribunales de la corte; la lentitud de los juicios; la restitución de los términos y lugares tomados a las ciudades y villas; la protección de los hombres del estado llano contra los señores que no les permitían gozar tranquilamente de su propiedad; el desempeño de los cargos de justicia por su titular, y no por sustituto; las denuncias del procurador fiscal sin dar delator; la responsabilidad y castigo de los corregidores que hubieren usado mal de su oficio; las invasiones de la jurisdicción eclesiástica con menoscabo de la real ordinaria, etc., son otras tantas peticiones renovadas.

También son conocidas las que versan sobre el repartimiento de los tributos; los fraudes y cohechos de los recaudadores, arrendadores y tesoreros de las rentas de alcabalas, pedido y monedas, tercias, diezmos y almojarifazgos y otros pechos y derechos; la cobranza de los atrasos o albaquías; los muchos portazgos, rondas, asajes y barcajes, «e otras semejantes cosas que se llaman derechos que se cogen, o recabdan, e sacan, e lievan por tantas e tales maneras, e tan ásperas, que antes parescen ser por robo e fuerza que non derecho»; las violentas exacciones de los prelados y caballeros con agravio de los vecinos y moradores de las ciudades, villas y lugares, a quienes tomaban hasta la ropa de las camas, no dejando «al huésped, e su mujer e fijos sinon dos cabezales para dormir, e duermen por los suelos, de que se les recrescan muchas dolencias»; el servicio de ballesteros, lanceros, galeotes y carretas, y la provisión de pan, vino, carnes y otros menesteres de la guerra; el abuso de las posadas que los oficiales de la corte no pagaban, y el mayor todavía de alojarse en los graneros y bodegas; el tributo de la quema y el nuevo gravamen a la entrada del ganado caballar de Castilla en el reino de Aragón; la represión de la usura; la limitación de las ferias y mercados francos; la construcción de algunas naves gruesas; el reparo de las fortalezas y castillos de las fronteras; las molestias que causaban los alcaldes de las sacas y la revisión de su cuaderno.

Entre las peticiones que hicieron los procuradores en estas Cortes de Madrigal de 1438, hay algunas dignas de particular mención. Al suplicar al Rey que pagase las sumas tomadas a préstamo, dijeron que «muchos de los que habían fecho los tales préstidos, temiendo que nunca les serían pagados, los barataron con otras algunas personas, dejándoles de lo que habían de aver las dos tercias partes, e las tres quartas e más, por tal manera que los tales... non son pagados nin por la una manera nin por la otra»; lo cual da una triste idea de la fe que merecía la palabra de D. Juan II.

Reclamando contra la institución de las alcaldías de los oficios con facultad de examinar a los físicos, cirujanos, alfajames o barberos, albéitares y otros semejantes, denunciaron las costas y cohechos con que fatigaban a los oficiales, y añadieron que daban cartas de examen a personas inhábiles, e non suficientes, nin sabidores de los tales oficios, de lo que se seguían muchos peligros e dannos en los cuerpos e personas de los omes e mugeres, que quando el físico es tal que non conoce nin sabe curar de la tal enfermedad, nin el cerugiano de la llaga, ante mueren muchos que guaresca uno.» La noticia es curiosa para ilustrar la historia de los gremios.

La petición relativa a los pesos y medidas tiende a fortificar en el ánimo del Rey su propósito de introducir la igualdad, desautorizando la contraria de los procuradores en las Cortes de Toledo de 1436.

En razón de las posadas pidieron que las dueñas viudas fuesen relevadas de huéspedes, así como los regidores y escribanos de los concejos, por los grandes cargos y trabajos que tenían en tanto grado, que para servir sus oficios han de ser siempre residentes en los pueblos, e sus conciencias e faciendas siempre están ofrecidas a grandes peligros, siendo cosa razonable que los que tal carga llevan hagan alguna remuneración por ello.»

En cuanto a la moneda de oro, representaron que por sacar crecida cantidad para la costa del Papa a título de medias anatas y otros derechos, había subido a precios excesivos, daño que pudiera contenerse o remediarse, si en Castilla hubiera personas que tuviesen cambios en Génova, Venecia o Florencia, o en Zaragoza, Valencia o Barcelona. Alúdese aquí al Banco de Barcelona, fundado en 1349, y a la Taula de cambi, erigida en Valencia el año 1401: tabula insignis, celebris et tulissima656.

Hay otras peticiones en el cuaderno de Madrigal, que no tienen semejantes en los anteriores. Exigían los clérigos el pago de los diezmos con extremado rigor, y lo demandaban de la cosecha y de la venta, de los ganados, de las aceñas y molinos, de los alquileres de las casas, lagares y bodegas, y de otras muchas cosas que por costumbre no diezmaban, y molestaban a las gentes con pleitos y cartas de excomunión por vía de apremio, cuando la deuda, averiguada la verdad, no excedía de cuatro, cinco o seis mrs. De las absoluciones llevaban diez veces tanto, y tan comunes se hacían las censuras por la codicia de los derechos, que los pueblos no las temían, ni por alzarlas daban nada.

Negábanse a pagar los pechos concejiles, y no consentían que sus familiares legos los pagasen, alegando que eran exentos, no obstante que se aprovechaban de la justicia, y se acogían a los muros y cercas de las ciudades y villas, y disfrutaban de los puentes y de los montes como los demás vecinos. Los procuradores dijeron que los clérigos y los legos sin distinción estaban obligados a contribuir para los gastos de común utilidad, pues unos y otros tenían participación en los bienes comunes.

No cesaba el clero secular y regular de adquirir por compra, manda o permuta casas, tierras, viñas y otros heredamientos contra lo establecido en las leyes; «e si mucho tiempo dura que en ello non se provea (añadieron los procuradores), todas las más e mejores heredades serán en su poder.» Como la propiedad de las iglesias y monasterios, de los clérigos y en general de las personas e institutos eclesiásticos, estaba exenta de tributos, resultaba que en virtud de estas enajenaciones el Rey perdía de sus rentas, y los pecheros, cada vez más pobres, no podían conllevar la carga de los pedidos y monedas. Por eso suplicaron los procuradores que las iglesias, monasterios, clérigos y otras cualesquiera personas eclesiásticas no pudiesen adquirir «bienes raíces nin cesales de legos, salvo de otros eclesiásticos, e si los compraren, que por ello paguen las monedas e pedidos, es a saber, que por aquel mesmo abono porque un labrador pagaría, paguen los tales bienes en tanto quanto grado fuere.» Era la cuestión de no pasar lo realengo al abadengo, tratada en casi todas las Cortes, desde las de Nájera en 1137 ó 1138, hasta las de Soria de 1380.

La política de D. Juan II fue siempre abstenerse de inquietar al clero en la posesión de sus bienes temporales sin la aquiescencia del Papa, y en tal sentido respondió a los procuradores, excepto en lo tocante a los pechos concejiles, acerca de lo cual mandó «guardar los derechos que sobre esto fablan.»

Tenían varias ciudades, villas, lugares y aldeas dehesas acotadas para el pasto de los ganados de labor. Algunos caballeros, escuderos y otras personas, regidores o heredados en la comarca, enviaban a pacer en ellas sus yeguas, vacas y rebaños, que consumían las hierbas destinadas a mantener los bueyes de labranza, y muchas vegadas perescían por no tener qué comer, causando la ruina de los labradores y la despoblación de los campos. Los procuradores suplicaron al Rey que amparase a los vecinos y moradores de dichas ciudades, villas, lugares y aldeas en la posesión y goce exclusivo de las dehesas comunales, y el Rey encargó a las justicias de los pueblos que hiciesen lo que fuese derecho.

También le pidieron que prohibiese a los plateros dorar y platear sobre cobre copas, tazas, escudillas y otros objetos semejantes, porque era una especie de falsía y ocasión de muchos engaños, y asimismo la entrada por mar y tierra de los paños extranjeros, y la salida de las lanas, considerando que en el reino «se facen asaz razonables pannos, e de cada díase farán más e mejores», con cuya providencia esperaban remediar la carestía que iba en aumento. Esforzaban los procuradores sus razones añadiendo que así valdría más la renta de las alcabalas, «e vernían muchos oficiales de otras partese e ante mucho tiempo avería tan buenos pannos, que de aquí se levarían a otras partes.» Otorgó el Rey la petición relativa a los plateros, y comunicó al ordenamiento fuerza de ley; mas en cuanto a la segunda fue cauto, pues respondió que lo mandaría ver y proveería lo cumplidero a su servicio.

Es la primera vez que en nuestras Cortes se clama por leyes protectoras de la industria nacional. ¿De dónde pudieron los procuradores tomar la idea de prohibir la entrada de los paños y la salida de las lanas, su primera materia? Sin duda de las repúblicas italianas de la edad media, porque su política mercantil fue dura con los extranjeros. En prueba de ello, obsérvese que estos mismos procuradores al tratar de los cambios, ponen por ejemplo las ciudades de Génova Florencia y Venecia.

A causa de los temporales de aquel año fue corta la cosecha, y empezaron los pueblos a quejarse de la carestía del pan, sobre todo, en las comarcas fronteras de Aragón, Navarra y Portugal, por cuya razón suplicaron los procuradores al Rey que prohibiese la saca por mar y tierra, «pues por ley devina o por ley natural (decían) todos los omes somos tenudos de aver más caridad con nosotros mismos que con los estrannos.» La respuesta fue que ya estaba proveído, según convenía al bien general.

Suplicaron además que se guardasen los privilegios, ordenanzas antiguas, usos y costumbres de muchas ciudades, villas y lugares que prohibían «meter vino, nin mosto, nin uvas», cuya prohibición quebrantaban los prelados, clérigos, beneficiados y otras personas del estado eclesiástico en perjuicio de los labradores que lo vendían, y con su producto pagaban las alcabalas. La petición era insensata, aunque fundada en justicia, «como sea muy justa cosa e razonable, e los derechos así lo quieren, que los que viven en el pueblo e tras un cercoito, que todos sean uniformes, e de un corazón, e de una voluntad para el bien común.» El Rey, desentendiéndose de los privilegios, ordenanzas, usos y costumbres, mandó guardarlas leyes, y dar cartas en forma para que fuesen cumplidas.

Despertose el celo de los procuradores enemigos del lujo, y pidieron al Rey que prohibiese a las mujeres e hijas de los menestrales y labradores pecheros usar «faldas rastrando en las ropas, nin pennas veras, nin martas, nin arminnos, nin grises, nin veros, nin foinas, nin forraduras, nin guarniciones de oro, nin de aljófar, nin de seda, salvo cendales, nin eso mismo trayan las dichas cosas las otras mujeres de poco estado, nin las mancebas de los clérigos, nin las Judías, nin las Moras»; y daban por razón que por mantener los tales trajes estaban los hombres gastados y perdidos, y cuando habían de pagar los pechos y derechos debidos al Rey y los pedidos y monedas, no tenían bienes con que responder, sino «los pannos e vestuarios», de sus mujeres e hijas.

La petición es un cuadro de costumbres curioso e instructivo. Era fastuosa en aquel tiempo la corte de Castilla, y D. Juan II inclinado al lujo, sobre todo con ocasión de las bodas y nacimiento de príncipes e infantes, de vistas de reyes y recibimiento de embajadas. Su ejemplo no le autorizaba para reprender la afición a los gastos superfluos, ni consentía la justicia distinguir entre nobles y plebeyos, si habían de revivir las leyes suntuarias.

Una de las últimas peticiones contenidas en el cuaderno tiene por objeto reclamarla observancia de un ordenamiento dado por el mismo D. Juan II, imponiendo a los Moros y Judíos de ambos sexos, moradores de las ciudades, villas y lugares del reino, la obligación de usar ciertas señales en sus ropas para que fuesen conocidos. De este ordenamiento no hemos podido rastrear la menor noticia. Parece probable que sea la confirmación del dado por Enrique III en las Cortes de Valladolid de 1405. Como quiera, el Rey mandó guardar las leyes establecidas.

En medio de las discordias civiles, y a pesar de que ciudades tan principales como Sevilla, estaban divididas en bandos que reñían sangrientas batallas por dominar las apoderándose del concejo, las Cortes de Madrigal de 1438 dejan entrever la general tendencia del pueblo castellano hacia un grado mayor de cultura. Mientras el Rey cultivaba las letras con amor y gustaba de oír «los decires rimados», los procuradores defendían los intereses de la agricultura, la industria, el comercio y la navegación, sin sospechar que cooperaban a la transformación del mundo, el cual sería redimido de la opresión del régimen feudal por la virtud del trabajo. No triunfaron las artes de la paz de la turbulenta nobleza de Castilla sin azares y peligros; pero las aguas corrían por este cauce, y ningún poder humano era capaz de atajar su corriente.

Lejos de aplacarse los ánimos de los grandes y caballeros enemigos del Condestable, se avivó el fuego de la discordia con la entrada en Castilla del Infante D. Enrique y su hermano el Rey de Navarra, seguidos de quinientos hombres de armas. Pretendía esta parcialidad que D. Álvaro de Luna saliese de la corte y estuviese en su tierra por seis meses, para que el Rey, recobrada la libertad, les hiciese la justicia que hasta entonces en vano habían demandado. Iba la justicia envuelta con grandes intereses, y así era la intención final de los rebeldes «poseer e haber aquel lugar del Condestable»657. Condescendió el Rey por evitar un rompimiento, y D. Álvaro de Luna partió a cumplir el destierro en su villa de Escalona.

Tratose de asentar la concordia entro los que seguían al Rey y la parcialidad del Infante, y nada se concluyó, porque (dice la Crónica) las voluntades de todos estaban muy dañadas. En una ocasión, hallándose el Rey en Bonilla, fueron por mensajeros a proponerle medios de paz los Condes de Haro y de Benavente. Uno de estos medios de avenencia era que se trasladase a Toro, Salamanca, Ávila, Madrigal, Arévalo u Olmedo, y en cualquiera de dichos lugares se avistase con la Reina, el Príncipe, el Rey de Navarra, el Infante D. Enrique, el Almirante y los condes y caballeros de su valía, «e asimesmo llamase procuradores del reino, e allí se platicasen las cosas, porque con acuerdo de todos se diese asiento de paz en el reino.» D. Juan II respondió que no iría a ninguno de los seis lugares que ellos querían, sino a Valladolid, «e que allí se hiciese el ayuntamiento»658.

Cortes de Valladolid de 1440.

Un pasaje mal interpretado del preámbulo al cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1440, dio motivo a creer que se celebraron antes en Bonilla, lo cual no tiene fundamento. Dice el preámbulo: «Sepades que yo estando en la villa de Bonilla, e comigo vos el dicho Príncipe, mi fijo, e ciertos perlados, e condes, o ricos omes, e caballeros, e doctores del mí Consejo, e los procuradores de las cibdades, e villas, e logares de los dichos mis regnos que comigo están659, e asimesmo en el ayuntamiento que yo después desto fice en la noble villa de Valladolid este anno de la data desta mi carta, etc.»

Resulta que estando D. Juan II en Bonilla por Marzo de 1440, los condes de Haro y de Benavente le propusieron entre otros medios de dar asiento a la paz, que mandase llamar a los procuradores, y que el Rey respondió que en Valladolid se hiciese el ayuntamiento.

En efecto así fue, segun el preámbulo, y no en Bonilla, a donde acudieron los procuradores «que comigo están», es decir, en Valladolid, los mismos que reunidos en Bonilla, se vinieron a Valladolid en pos del Rey para celebrar las Cortes. Las palabras «en el ayuntamiento que yo después desto fice en la noble villa de Valladolid», excluyen toda suposición de otro anterior en la de Bonilla.

El historiador de Segovia, cuya autoridad es notoria, escribe: «Para dar asiento en las inquietudes, se convocaron Cortes en Valladolid, que se comenzaron por el mes de Abril660. Pues si, según la Crónica, la entrevista del Rey con los Condes de Haro y Benavente fue el 22 de Marzo, ¿qué tiempo hubo para celebrarlas antes en Bonilla? No hubo ni aun el necesario para empezarlas en Bonilla y continuarlas en Valladolid, como pudiera sospecharse.

En resolución, a las Cortes de Madrigal de 1438 siguieron las de Valladolid de 1440, las cuales no debieron ser muy concurridas de la nobleza, porque todavía continuaban apoderados de Ávila el Rey de Navarra, el Infante D. Enrique y los caballeros de su parcialidad.

En cambio debió ser numerosa la concurrencia de los procuradores, si algo significan las palabras «de las cibdades, villas e logares de los dichos mis regnos», en sustitución «de las cibdades e villas», que es la fórmula constantemente usada en los cuadernos desde las Cortes de Madrid de 1419, las primeras que celebró D. Juan II, al tomar el regimiento de sus reinos.

Si la Crónica no lo declarase, bastaría una rápida lectura del cuaderno de Valladolid para comprender que el objeto principal del llamamiento de las Cortes fue pedirles consejo y recabar su apoyo, a fin de restablecer la paz, unidad y concordia sin llegar a las armas. La traza era buena, porque en la mortal contienda de la nobleza y el Condestable, tuvieron los procuradores por mejor partido conservarse neutrales.

En el largo razonamiento que hicieron al Rey acerca de los debates entre los grandes de los reinos de Castilla, loaron la virtud de la justicia, pero también la prudencia, la misericordia y la paciencia de los príncipes, que se ven obligados a tolerar muchas cosas y condescender a ellas por bien de paz, y pidieron que fuesen inviolablemente guardadas las seguridades dadas a D. Álvaro de Luna, al Arzobispo de Toledo y al Prior de San Juan por una parte, y por otra que el Rey, la Reina y el Príncipe se trasladasen a un lugar medianero, adonde pudiesen acudir los de Ávila, para tomar conclusión en las discordias de aquel reinado turbulento.

También suplicaron al Rey que mandase cesar en las ciudades y villas lo que pudiéramos llamar el estado de guerra, es decir, las guardas, velas, cerramiento de puertas, custodia de las torres y las llaves, y los presidios de gente de armas, de modo que volviesen a estar llanas y abiertas como antes, y le exhortaron a restituirlos oficios y devolver los bienes tomados o embargados a las personas desterradas o perseguidas por el partido de la corte.

El Rey oyó benignamente esta petición, y otorgó una amplia amnistía a los culpados en una carta firmada de su nombre, a la cual comunicó fuerza y vigor de ley ordenada, establecida y publicada en Cortes, porque así fue su merced, obrando de su cierta ciencia, deliberada voluntad y poderío real absoluto, según la forma nuevamente inventada.

Hicieron los procuradores más, y fue rogar al Rey que el Príncipe D. Enrique celebrase sus bienaventuradas bodas con la muy ilustre Princesa su esposa sin la menor tardanza. La Princesa era Doña Blanca de Navarra. Los procuradores esperaban en la piedad de Dios, que este matrimonio sería fecundo y afirmaría la sucesión de D. Juan II en el trono de Castilla; pero leyendo con atención la historia, cabe sospechar que llevaban el oculto pensamiento de casar al Príncipe a toda prisa para distraerle de cualquier intento que dificultase tomar algún acuerdo de paz. No aprovechó la cautela, pues al fin el Príncipe se apartó de la obediencia debida al Rey su padre, uniéndose con los Infantes de Aragón, y firmó y juró con ellos la ruina del Condestable.

El estado de las cosas públicas fue sin duda la causa del corto número de peticiones que hicieron los procuradores en materias de justicia y gobierno. Respecto del Consejo, sintieron que no debía mezclarse en los pleitos civiles ni criminales, sino que todos se remitiesen a la Audiencia y Chancillería, según lo ordenado por D. Juan I en las Cortes de Valladolid de 1385 y Bribiesca de 1387; petición razonable en cuanto tendía a la separación de funciones distintas por su naturaleza, que el Rey otorgó con la cláusula de «salvo mi especial mandado, lo cual yo non entiendo mandar sin grant causa urgente o nescesaria, o expidiente o muy complidera a mi servicio.»

Acerca de la asistencia de los oidores dijeron que convenía sirviesen sus oficios de continuo, y que los tres viejos que a la sazón estaban en la Audiencia se remudasen con otros tres «más mancebos, e recios, o letrados para trabajar. «Alabando la magnífica liberalidad y nobleza de corazón del Rey, le suplicaron que se excusase de hacer nuevas mercedes de dinero y vasallos, siguiendo el ejemplo de su padre Enrique III, y retuviese en sí todo lo que vacase, «fasta que la data non pasase de la recebta», y añadieron que le pluguiese mandar ver los libros y nóminas de sus contadores y «tirar o amenguar algunos mrs. demasiados.» En otras peticiones insistieron en que el Rey no hiciese dádivas de villas, lugares, vasallos, términos y jurisdicciones, porque, vuestra jurisdicción (decían) non sea enajenada de sennores, nin de otras personas eclesiásticas o seglares.»

La reforma solicitada por los procuradores hallaba viva resistencia en los interesados, como se colige del siguiente pasaje «Por aventura algunas personas contradirán esta nuestra petición diciendo ser contra el dar e distribuir, que es propio de la largueza real... Contra esto están otras razones más urgentes, es a saber, que el dar non debe ser apartado del tener, ca son dos cosas que la prudencia manda todavía estar en uno, ca el dar sin tener non puede estar, e el tener sin dar es vicio en toda persona, mayormente en los Reyes.» El razonamiento es curioso y digno del ingenio de Diego de Valera, muy dado a los estudios de filosofía moral y a concertar voluntades, escribiendo cartas al Rey llenas de buenos consejos estimados en poco, porque hacían más falta gente y dinero.

En orden a los tributos, suplicaron los procuradores que se moderasen los inmensos salarios y derechos que llevaban los depositarios de los tesoros del Rey, que se procediese con todo el rigor de la justicia contra los oficiales del dinero, rentas, pechos y derechos a quienes acusaban de corrupción, y que fuesen castigados los usurpadores de los maravedís pertenecientes a la Corona.

En la última petición del cuaderno, los procuradores ruegan humildemente al Rey que mande ver todas las que le fueron dadas en las Cortes celebradas desde su salida de la tutela, y esto en breve plazo, pues, «hay peligro en la tardanza.» Querían los procuradores que se cumpliese lo respondido para el buen regimiento y justicia de las ciudades y villas y guarda de sus libertades, franquezas y privilegios; y aunque blandas, eran quejas al Rey por su indolencia, causa principal de tantas calamidades, porque la nobleza de Castilla no se hubiera alterado si D. Juan II fuese respetado y temido como Enrique III por su severidad en la aplicación de las leyes.

Las Cortes de Valladolid de 1440 no son notables por el número y calidad de las peticiones. Convocadas para que con acuerdo de todos se asentase la paz, apenas pensaron los procuradores en otra cosa. Como medianeros entre el partido de la corte y el de los Infantes de Aragón, facilitaron los medios de concordia, inclinando el ánimo del Rey a la moderación y templanza. No dieron la razón a los descontentos, ni tampoco al Condestable, y a todos hicieron justicia reconociendo su lealtad.

La opinión de las ciudades y villas, según se trasluce pesando las palabras de sus procuradores, condenaba la guerra civil, sin desear el triunfo de una u otra parcialidad. Las ciudades y las villas no amaban la dura gobernación de D. Álvaro de Luna, ni esperaban nada bueno de sus contrarios. La ambición y la codicia eran iguales en los amigos y en los enemigos del Condestable; y como D. Juan II, lejos de regir y gobernar, quería ser regido y gobernado, todos peleaban por gozar de su privanza, es decir, por la dominación.

Los concejos no se mezclaron en una contienda cuyo desenlace no les importaba. Tal vez les complacía que un hombre de bajo y pobre estado a quien los caprichos de la fortuna elevaron a la cumbre del poder, fuese el azote de la nobleza castellana, que nunca se cuidó de enlazar sus privilegios con las libertades populares.

El lenguaje de los procuradores es respetuoso hasta la humildad. Los vasallos (dijeron) están obligados a servir, temer, amar, honrar, obedecer y guardar a su Rey y señor natural, «así como aquel que tiene lugar de Dios en la tierra, e es puesto por cabeza e sennor dellos.» Alfonso el Sabio asentó en las Partidas la primera piedra de la monarquía de derecho divino, tan conforme a las doctrinas que profesaban los teólogos y jurisconsultos de la edad media, cuya forma de gobierno recibió nueva sanción en estas Cortes de Valladolid de 1440, dándose el raro ejemplo de que en ellas y en otras celebradas durante el reinado de D. Juan II, se hubiesen unido la religión y la política para robustecer el principio de autoridad, siendo el Rey de tal condición que todos se apartaban de su obediencia, sin exceptuar la Reina, el Príncipe, ni sus deudos más cercanos.

Los procuradores no comprendieron que aclamando a D. Juan II, vicario de Dios, debían humillarse ante su poderío real absoluto, y por tanto resignarse a cumplir su voluntad como si fuese la del cielo, ora exigiese tributos no consentidos por las Cortes, ora dejase de aplicar las leyes o las quebrantase; ni tampoco sospecharon que desde entonces quedaban pendientes del arbitrio del Rey los fueros, libertades y franquezas, buenos usos y costumbres de los pueblos. La potestad del monarca por derecho divino es ilimitada, porque el ungido de Dios goza de la plenitud de la soberanía en virtud de un título superior a todos los que tienen su origen en la tierra.

Apurados los medios de concordia, no obstante las místicas exhortaciones a la paz de los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1440, sobrevino el rompimiento entre las dos enconadas parcialidades que contendían sobre la gobernación de Castilla en nombre de D. Juan II. Acordaron los caballeros hacer la guerra a fuego y sangre al Condestable. Después de varias escaramuzas, el Rey de Navarra y el Infante Don Enrique, seguidos de buen número de gente de armas y jinetes, asentaron su real cerca de Medina del Campo, en donde el Rey estaba.

En los últimos días de Junio de 1441 se apoderaron por sorpresa de la villa y de la persona del Rey, repitiéndose el caso de Tordesillas con circunstancias más graves. Preso D. Juan II, mandó que la Reina Doña María, el Príncipe, el Almirante y el Conde de Alba viesen todos los debates entre el Rey de Navarra y el Infante por una parte, y por otra el Condestable, y determinasen lo que entendiesen justo y conveniente. Los cuatro jueces nombrados, visto el estado de los negocios, pronunciaron sentencia desterrando al Condestable de la corte por seis años, y prohibiéndole escribir al Rey cartas secretas y enviarle mensajeros, salvo sobre sus hechos propios o de los suyos, bajo la vigilancia de la Reina o del Príncipe. En virtud de esta sentencia salió D. Juan II de la tutela del Condestable, y cayó en la de los Infantes de Aragón.

Con la mudanza de gobierno no se remediaron los males de Castilla, pues continuaron los mismos desordenes y desafueros. Del Condestable dijeron los contemporáneos que «fue cobdicioso en un grande extremo de vasallos y de tesoros», y que «era tanto el fuego de su insaciable cobdicia, que parecía que cada día comenzaba a ganar», no callando la sed de riquezas de los grandes caballeros sus enemigos, «que por crecer e aventajar sus estados e rentas, pospuesta la conciencia y el amor de la patria», dieron lugar a las turbaciones de aquel reinado, porque en el río revuelto fuesen ellos ricos pescadores»661.

En efecto, apoderados de la persona del Rey y señores de su voluntad, metieron a saco el reino, arrancando mercedes de villas, lugares, aldeas, términos, jurisdicciones y fortalezas, de por vida unas, y otras por juro de heredad. Empobrecida la Corona real a causa de las inmensas donaciones que D. Juan II hizo a los amigos y a los enemigos del Condestable según el viento de la fortuna, no bastaron las rentas ordinarias para levantar las cargas públicas, y fue necesario acudir a la imposición de mayores tributos. Por este camino casi toda la hacienda de los pecheros pasaba por las manos siempre abiertas del Rey al poder de la nobleza.

Cortes de Toro de 1442.

Al principio del año 1442 se celebraron Cortes en Toro, a las cuales manifestó D. Juan II que su tesoro estaba exhausto; «e después de muchas alteraciones pasadas le otorgaron los procuradores ochenta cuentos de mrs. en pedidos o monedas, la meytad que se pagase en este, e la otra mitad en el año siguiente»662.

Cuando Enrique III reunió las Cortes de Toledo de 1406 en vísperas de emprender aquella gloriosa campaña que cerró el Infante D. Fernando con la conquista de Antequera, concedieron los procuradores cuarenta y cinco cuentos, y en las de Toro de 1442, sin mediar propósito alguno de romper la paz con los Moros, ni otro motivo que las grandes necesidades del Rey, los pedidos y monedas importaron cerca del doble. Todo lo explican la severa economía de Enrique III y la insensata prodigalidad de su hijo y sucesor D. Juan II.

Otorgado este cuantioso servicio, fueron despachados los procuradores, según dice la Crónica; bien que más adelante refiere cómo el Rey partió para Valladolid en el mes de Abril, cómo allí le suplicaron que le pluguiese reformar la moneda de las blancas ajustando el valor de las viejas y las nuevas, y en fin, cómo mandó despedir a los procuradores663.

Cortes de Valladolid de 1442.

El cuaderno de peticiones dadas al Rey en la Cortes de Valladolid de 1442 lleva la fecha del 28 de Abril; de donde resulta que son las mismas de Toro, esto es, que empezaron en Toro y se trasladaron a Valladolid, en donde concluyeron. En rigor, más les conviene el nombre de Cortes de Toro que de Valladolid, pues no solamente en aquella ciudad otorgaron los procuradores el servicio que el Rey les demandó, para lo cual fueron llamados, sino también porque Toro es el lugar designado en la convocatoria según el testimonio fidedigno de Ortiz de Zúñiga, a cuya diligencia se debe esta noticia, así como los nombres de los dos veinticuatros de Sevilla enviados por su concejo a dichas Cortes664.

El cuaderno de Valladolid acredita la presencia de buen número de prelados, grandes, caballeros, doctores del Consejo y procuradores «de ciertas cibdades e villas», frase repetida en todos los posteriores hasta el fin de este reinado. La novedad procedía de diferentes causas.

Como las alteraciones de Castilla no cesaban, había ciudades tan principales como Burgos, Toledo, Córdoba, Cuenca y otras, y villas como Benavente, Medina de Rioseco, Atienza y Olmedo ocupadas por los Infantes de Aragón y los caballeros de su parcialidad, o dominadas por los alcaides de los alcázares y castillos al servicio de los alterados.

Otras fueron enajenadas de la Corona para contentar a los grandes del reino, pues en aquellos tiempos tan mezquinos no era el deber, sino el interés la prenda más segura de lealtad. El Príncipe, por ejemplo, pretendía que todos los lugares de Asturias eran suyos, y no por eso dejaba de importunar al Rey solicitando nuevas mercedes, como Guadalajara en Castilla, Trujillo en Extremadura, y en Andalucía Úbeda y Baeza.

Los concejos de las ciudades y villas que a causa de la guerra civil estaban cerradas, carecían de libertad para nombrar procuradores; de modo que sólo podían acudir al llamamiento del Rey los de las ciudades y villas abiertas y llanas. Tampoco enviaban procuradores las que habían salido de la Corona y pasado a señorío, como Plasencia, en virtud de donación que hizo el Rey al Conde de Ledesma, porque dejaban de ser lugares realengos.

Si a esto se agrega que los procuradores, después de más o menos vivos altercados, otorgaban al fin los servicios que el Rey les pedía o les mandaba otorgar, y que los ordenamientos hechos en Cortes no se cumplían, sobran razones para explicar la escasa representación del estado llano en las de Valladolid de 1442 y en todas las siguientes hasta las de Córdoba de 1455, primeras que celebró Enrique IV.

Las peticiones contenidas en este cuaderno no difieren en lo general de las que dieron en las precedentes los procuradores. No convidaban las circunstancias a las reformas tranquilas, y continuando los mismos males, pedían al Rey que aplicase los mismos remedios.

Suplicaron que pusiese orden en la Audiencia y Chancillería. «La Audiencia (dijeron) es el principal auditorio y de superior jurisdicción después del Rey, en donde se han de tractar e determinar todos los grandes pleytos e negocios que por vía de justicia se han de librar»; quejáronse de los oidores, porque no servían sus oficios, de suerte que muchas veces acontencía pasar seis meses, ocho o nueve con uno solo, sin que nadie apremiase a los ausentes a cumplir como debían; denunciaron el abuso de mudar el tribunal de una a otra parte, gastando los oidores el tiempo en mudanzas sin más objeto que su comodidad, y no cesando hasta llevarlo cerca de sus casas, sin hacerlo saber a los oficiales, y con perjuicio de los pleiteantes interesados en el breve despacho de los negocios; doliéronse de que algunos oidores y alcaldes tomaban dones de los abogados, procuradores y escribanos, y luego dispensaban favor a los que les hacían presentes, y maltrataban a los que no se los hacían; censuraron la facilidad en dar receptorías a personas sospechosas a las partes, insuficientes para examinar testigos, y tales que por poca cosa se dejaban corromper, y representaron al Rey que nunca sus predecesores tuvieron tantos oidores con quitaciones, ni aun la mitad, porque eran más de veinte; y con todo eso no había quien administrase justicia, porque unos solicitaban ser del Consejo, y logrado su intento seguían la corte, y otros desempeñaban diferentes cargos, a causa de la residencia, también incompatibles.

Los señores no permitían a los agraviados usar de su derecho apelando a los tribunales de la corte de las sentencias que pronunciaban los jueces de las ciudades y las villas. Los prelados y sus vicarios perseveraban en su antiguo empeño de conocer de los pleitos entre legos, so pretexto de ser causas y pleitos espirituales, usurpando la jurisdicción real y lanzando excomuniones contra los jueces seglares que se atrevían a defenderla. Los malhechores se acogían a la protección de la Iglesia, apellidándose clérigos de corona, y aunque eran rufianes y hombres de mala vida, les valía el fuero y quedaban impunes.

Don Juan II dio la razón en todo a los procuradores, mandó guardar las leyes para cada caso establecidas, prometió corregir los abusos denunciados, y determinó que la Audiencia residiese en Valladolid, mientras él estuviese ausente.

Suplicaron asimismo los procuradores que fuese respetada la libertad de proveerlos oficios concejiles en donde las ciudades y villas lo tenían por costumbre, y se les restituyesen los de elección que les habían sido quitados; que no se diesen cartas expectativas de alcaldías y regimientos, cuya provisión perteneciese al Rey, y que no acrecentase el número de escribanos públicos, pues de ser muchos se seguía que unos por ignorancia y otros por pobreza faltaban a la fe jurada.

Confirmó D. Juan II a las ciudades, villas y lugares realengos la libertad de proveer los oficios concejiles, siempre que la fundasen en algún privilegio, o en la costumbre antigua, «la qual el derecho iguala a privillejo», reservando para sí las vacantes de los cargos no electivos, según la regla anterior.

Síguese de aquí que el concejo no era en el siglo XV una institución tan popular como parece, pues las ciudades, villas y lugares no gozaban del derecho de elegir sus magistrados propios sino en cuanto les estaba concedido por privilegio o lo habían adquirido por el tácito consentimiento de los Reyes durante largo tiempo. Don Juan II puso limite a esta tolerancia distinguiendo la costumbre antigua de la moderna, y reivindicó la facultad de nombrar alcaldes y regidores en los pueblos que no podían alegar ninguno de los dos títulos de legítima excepción, ya fuese por tener que dar, ya con el propósito de robustecer su autoridad poniendo en los concejos personas que mantuviesen las ciudades y villas en la obediencia debida al monarca.

Renovaron los procuradores la ya olvidada petición contra el nombramiento de corregidores sin preceder ruego de los oficiales de la ciudad o villa, y el Rey otorgó que no los daría sino cuando se los demandasen todos o su mayor parte, o entendiese que cumplía a su servicio, previa información, limitando la duración del oficio a un año, prorogable por otro, si fuere conveniente.

No le faltaban razones a D. Juan II para enviar corregidores a ciertas ciudades y villas, de cuya quietud se recelaba. En 1421 nombró corregidor de Toledo al doctor Alvar Sánchez de Cartagena, a quien los toledanos cerraron las puertas de la ciudad, protestando que las cartas del Rey eran de obedecer, pero no de cumplir, porque no lo consentían las leyes del reino; y sin embargo, el alcalde mayor, Pero López de Ayala, y el alguacil mayor, Pero Carrillo, estaban con el Infante don Enrique y su gente de armas en la villa de Ocaña. Aparte de esto, lo ordenado por D. Juan II acerca de los corregimientos prevaleció, y fue uno de los medios más poderosos de afirmar la paz pública y engrandecer la monarquía que emplearon los Reyes Católicos.

Las alteraciones de Castilla explican la petición dada a D. Juan II para que prohibiese morar, avecindarse y tener oficio alguno en las ciudades, villas, lugares y sus aldeas a toda persona que contase más de doscientos vasallos. Trataban los procuradores de convertir en ley de general observancia la prohibición contenida en algunos fueros particulares; mas el Rey se abstuvo de dar una respuesta favorable por no agraviar a la nobleza.

El capítulo de las donaciones fue tratado muy por extenso en estas Cortes. Los procuradores representaron al Rey los graves perjuicios que se seguían de enajenar y desprender de la Corona ciudades, villas, lugares, aldeas, fortalezas, términos y jurisdicciones, y suplicaron que no hiciese semejantes mercedes, y en caso contrario que los pueblos pudiesen resistir al agraciado por fuerza de armas sin incurrir en pena.

Don Juan II mandó librar una carta declarando inajenables e imprescriptibles para siempre jamás las ciudades, villas, etc., pertenecientes a la Corona real, y se obligó por sí y sus sucesores a conservarlas perpetuamente incorporadas en su señorío, renunciando a la facultad de hacer donación alguna, salvo por necesidad o en razón de servicios señalados, con acuerdo del Consejo y de seis procuradores de seis ciudades que designase, entendiéndose nula y de ningún valor toda merced ganada sin los referidos requisitos, cualesquiera que fuesen las cláusulas derogatorias y firmezas contenidas en la enajenación, sin excluir las condiciones de perpetua e irrevocable.

Hizo más todavía, pues empeñó su fe real y prestó solemne juramento sobre los santos Evangelios ante el Consejo y los procuradores, en prueba de su firme resolución de guardar y cumplir lo prometido.

Preocupaba a los procuradores el exceso de la data sobre la recepta, y dijeron al Rey que «su facienda estaba mucho perdida e destroida.» Atribuían el mal a los gastos desordenados y superiores a lo que el reino podía sufrir, y señalaban como causas principales las grandes e inmensas mercedes, el crecido número de tenencias, raciones y oficios inútiles y superfluos, los vestuarios y ayudas de bodas que se daban a los oficiales y se multiplicaban renunciando unos en favor de otros, y las pensiones que gozaban los prelados, no obstante que cada uno disfrutaba una renta anual de diez o doce mil florines o más665.

Entre las economías solicitadas por los procuradores, fue una (en la cual insistieron) que se consumiesen las mercedes de mrs. y lanzas que vacasen en adelante, salva la costumbre de pasar de los padres a los hijos.

El Rey consintió en poner límite a su propia autoridad, declarando que no haría merced alguna mayor de seis mil mrs., ni concedería más de cuatro lanzas, cuando vacaren por muerte, renuncia o privación, sin acuerdo del Consejo, reservándose la libertad de premiar los buenos servicios con dádivas y oficios menores.

En materia de tributos, se quejaron los procuradores del gran número de excusados, de los portazgos indebidos, del descuido en cobrar los atrasos, de los abusos y cohechos de los tesoreros, recaudadores y arrendadores, de la tardanza en devolver las sumas tomadas a préstamo y de las violentas exacciones de aves, caza, pescado, frutas y otras cosas para la mesa de la Reina, del Príncipe y la Princesa. El despensero y sus oficiales lo pagaban todo a precios muy bajos, y después lo revendían con crecida ganancia. También se quejaron de que estaban muy bajos los precios de las caballerías y carretas que se embargaban para el servicio de la corte, con ser, «un grant tributo e pecho desaforado.»

A pesar del aumento de las cargas públicas y del rigor en los apremios, el Rey no pagaba a quien debía, o pagaba tarde, y los que tenían mrs. asentados en los libros de los contadores, enajenaban sus créditos con pérdida considerable. Los que por razón de mantenimientos, de lanzas, de oficios u otro cualquier título habían de cobrar el dinero y no lo cobraban, padecían necesidad y venían a pobreza.

Estrechado D. Juan II por las circunstancias, rebajó las pensiones un tercio, lo cual fue causa de ceder los créditos con mayor quebranto. Muchos recibían la mitad de su importe y aún menos.

El Rey, accediendo al ruego de los procuradores, ordenó dar los libramientos durante el primer tercio del año, y pagar a cada uno lo debido en el lugar de su domicilio, para evitar las costas que de otro modo habrían de hacer en salir de sus comarcas. En razón de los excusados de pechar, confirmó la ley hecha en las Cortes de Zamora de 1432, dictó varias providencias a fin de corregir los abusos que se cometían al tomar las viandas en los pueblos por donde pasaban los Reyes o los Príncipes, y subió el precio de las acémilas y carretas, estableciendo reglas más equitativas acerca del servicio de bagajes.

Renovaron los procuradores sus peticiones contra el tributo de la quema, que gravaba las mercaderías de Castilla a su entrada en el reino de Valencia, y otros que llevaban en Génova, no menos onerosos y perjudiciales al comercio de estos reinos; contra la saca del pan de Andalucía y la veda de llevarlo de unas a otras ciudades, villas y lugares, libertad del tráfico interior otorgada en las Cortes de Madrigal de 1438, y sin embargo combatida por algunos señores, contra la disminución de la moneda de oro a causa de la mucha que salía para Roma y la que por su parte sacaban los mercaderes extranjeros, de suerte que se estimaba el precio de las cosas en doblas y florines, y nadie quería recibir en pago las blancas de Castilla, y, como era natural, exhortaron al Rey a reprimir el desorden en «los traeres de los omes e mugeres de baja manera», pagando tributo al error común de confiar en la eficacia de las leyes suntuarias. Las respuestas no modificaron en nada el derecho establecido.

Honran la memoria de D. Juan II la benévola acogida de la petición para que perdonase a los culpados de participación en las disensiones del reino, considerando (decían los procuradores), «que ovieron buena intención en facer lo que ficieron», y su prudencia en resistir al ruego de imponer pena de muerte y perdimiento de bienes a los que se desposasen con doncellas o mozas en cabello a hurto de sus padres, parientes más propincuos o guardadores. La falta merecía castigo, pero no tan rigoroso que rayase en la crueldad.

Alarmó las conciencias timoratas la multitud de los perjurios a que daba ocasión la mala costumbre de añadir a la fuerza de los contratos la fe del juramento, y el Rey no titubeó en decretar la pena de confiscación contra toda persona o personas de cualquier estado, condición, preeminencia o dignidad que quebrantasen o no guardasen el juramento que hubiesen hecho para mayor firmeza del contrato.

Había pinares en Moya y en la frontera de Aragón. El Rey pagaba guardas a fin de que nadie cortase pinos sin su licencia: mas si alguno se la pedía, se la otorgaba con facilidad, sin sacar provecho alguno. Los procuradores le suplicaron que beneficiase la corta de los pinos, pues se sacaban cada día, y aplicase el producto a sus necesidades; a lo cual respondió D. Juan II que lo mandaría ver y proveería lo conveniente a su servicio. Es la primera vez que en los cuadernos de Cortes se apunta la idea de convertir el producto de los montes en una renta del Estado.

Las fórmulas propias de una monarquía fundada en el derecho divino, usadas por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1420 y en otras posteriores, así como en las cartas que se libraban en su nombre, motivaron la reverente, pero firme y noble petición para que dejasen de emplearse las «exorbitancias de derecho, en las quales se dice non obstante leyes, e otros ordenamientos, e otros derechos, que se cumpla e faga lo que vuestra sennoría manda, e que lo manda de cierta sciencia e sabiduría, e poder real absoluto, e que revoca, o casa, e anula las dichas leyes que contra aquello facen o facer pueden, por lo qual non aprovecha a vuestra merced facer leyes nin ordenanzas, pues está en poderío del que ordena las dichas cartas revocar aquellas. «Don Juan II tuvo el buen acuerdo de mandar que se guardase la ley hecha por su abuelo D. Juan I en las Cortes de Bribiesca de 1387, ordenando que si en las que diesen los Reyes se contuviese alguna cosa contra ley, fuero o derecho, fuese obedecida y no cumplida, no obstante cualesquiera cláusulas derogatorias y las mayores firmezas que pudiesen ser puestas; y conforme a esta misma ley, que prohibió a los oidores y demás oficiales firmar carta alguna en la cual se insertase la fórmula «no embargante ley, o derecho, o ordenamiento», so pena de perder los oficios, mandó también , «que nadie fuese osado de poner en las tales nin semejantes cartas exorbitancias, nin cláusulas derogatorias, nin abrogatorias, nin derogaciones de leyes, nin fueros, nin derechos e ordenamientos... nin que las yo do de mi propio motu, nin de mi cierta ciencia, nin de mi poderío real absoluto666

Triunfó la razón de los procuradores, mas duró poco la victoria, porque las exorbitancias de derecho prevalecieron contra la voluntad de las Cortes, y alcanzaron muy larga vida. Don Juan II lanzó la piedra que recogieron sus sucesores en el trono, quienes usaron y abusaron de está fórmula como una afirmación de su poderío real absoluto.

En vano habían pedido a D. Juan II las Cortes de Burgos de 1429, Palencia de 1431 y Zamora de 1432 que fuese respetada la libertad de elegir procuradores. El Rey ofreció seguir el ejemplo de sus antepasados, absteniéndose de cohibir la voluntad de las ciudades y villas, y no tolerando que otras personas la cohibiesen.

Sin embargo, continuó el abuso, pues por cuarta vez suplicaron los procuradores al Rey no se entremetiese «a rogar e mandar que enviasen personas sennaladas, e así mesmo la sennora Reina su mujer e el Príncipe su fijo e otros sennores... » y ordenase que «si algunos llevasen tales cartas, por el mismo fecho perdiesen los oficios que tuviesen en las dichas cibdades e villas, e fuesen privados para siempre de ser procuradores.»

También suplicaron que «si algunos viniesen en discordia, quel conoscimiento della sea de los procuradores, e non del Rey, nin de otra justicia.»

Concedió D. Juan II lo primero, disimulando mal su enojo en la respuesta que dio con visible frialdad. Respecto de la segunda dijo que cuando la procuración viniese en discordia, quedase a su merced «para lo mandar ver e determinar.»

Nótese el empeño de los procuradores en conocer de los casos de elección disputada y dudosa con exclusión del Rey y de todo tribunal extraño a las Cortes, y la firme resolución de D. Juan II de hacerse árbitro de estas contiendas, dejando entrever la poca o ninguna sinceridad de su ánimo al prometer el concurso de su autoridad para que las ciudades y villas pudiesen nombrar libremente los procuradores. El derecho de petición era una débil garantía de las antiguas instituciones de Castilla; y como el único medio legal de oponer resistencia a las invasiones de la monarquía hubiera sido negar al Rey los tributos, a cuyo extremo no llegaron jamás los procuradores ni con el pensamiento, se rompió el equilibrio de los poderes mantenido durante la edad media con el acuerdo de los tres estados del reino, para sustituir el régimen feudal con un nuevo sistema político fundado en el principio de autoridad.

Las Cortes de Valladolid de 1442 son de las más importantes que se celebraron en el reinado de D. Juan II. Lejos de parecer los procuradores humildes cortesanos, muestran celo por la causa pública, a riesgo de incurrir en el desagrado del monarca.

No vacilan en recordarle las leyes contra el libre nombramiento de corregidores, ni en hacer la defensa de los concejos que consideran peligrosa la vecindad de los nobles, ni en censurar el exceso de los gastos y de las mercedes; pero sobre todo merecen las alabanzas de la posteridad por su valentía al combatir las exorbitancias de derecho, y al reclamar la libertad de elegir cada ciudad o villa las personas que las representasen. Revive en estas Cortes el espíritu que animó a los procuradores del siglo XIV, bien llamados hombres buenos, cuya lealtad a los Reyes tanto más resplandecía, cuanto era mayor su varonil entereza.

Cortes de Burgos de 1444.

Consta de un ordenamiento dado par D. juan II en Madrid a 27 de Febrero de 1446, que reunió las Cortes en Burgos el año 1444. La Crónica confirma la noticia, pues además de referir que el Rey partió de Roa para dicha ciudad y de allí para Medina del Campo, cuenta que estuvo platicando algunos días con los grandes y los procuradores, y que el Príncipe y los caballeros le aconsejaron abreviar las Cortes667.

«Bien sabedes (dice el ordenamiento) quel anno que pasó de mill e quatrocientos e quarenta e quatro annos, yo envié mandar por mis cartas a algunas cibdades e villas e logares de mis regnos que enviasen a mí sus procuradores... Después de lo qual yo, estando en la cibdad de Burgos en el dicho anno con algunos procuradores que allí vinieron... fablé con ellos e les dije la necesidad de dinero en que estaba, así para la guerra con el Rey D. Juan de Navarra, como para otras cosas complideras a mi servicio668».

Para mejor entender este pasaje, conviene advertir que desterrado de la corte el Condestable, el Rey de Navarra, el Infante D. Enrique y los caballeros de su opinión se apoderaron de la persona de D. Juan II, y le tuvieron, si no preso, muy vigilado y guardado de vista en Tordesillas. Logró un día burlar la vigilancia de sus guardadores so pretexto de salir a caza, fuese a Valladolid, cercó y mandó combatir la villa de Peñafiel en 16 de Agosto, la entró por fuerza, pasó a Roa, desde allí a Burgos, y luego a Medina del Campo.

Resulta, pues, que el Rey, apenas recobrada su libertad, debió convocar las Cortes, que los procuradores se reunieron en Burgos hacia Setiembre u Octubre, y por último, que se trasladaron a Medina del Campo en Noviembre 6 Diciembre de 1444.

Tenemos por cierto que estas Cortes no fueron generales, es decir, concurridas de los tres estados del reino. La nobleza dividida en dos parcialidades enemigas, no podía asistir como cuerpo, y el clero superior no era extraño a las discordias de la nobleza. Tampoco asistieron los procuradores de todas las ciudades y villas, sino los de algunas, según el ordenamiento.

Tratose en las Cortes de conceder nuevos servicios al Rey, siempre necesitado de dinero. La Crónica añade a las noticias anteriores, que el Rey, antes de partir de Medina, «con acuerdo de los procuradores, echó pedidos e monedas en el reino, e mandó luego llamar toda su gente»669. No hubo cuaderno de peticiones, o no se conserva, y si existe, yace en tan profunda oscuridad, que no ha bastado la diligencia de los eruditos para descubrir su paradero.

Cortes del Real sobre Olmedo de 1445.

Cupo mejor fortuna al de las celebradas en el Real sobre Olmedo el año siguiente 1445, y a no ser por esto pasarían ignoradas, no lo mereciendo por su singularidad.

Sobrevino al fin el temido rompimiento del Rey con los Infantes de Aragón. Don Juan II, recogida la gente de armas que pudo allegar, pasó el puerto de Guadarrama, entró en Arévalo y se acercó a Olmedo, en cuya villa se alojaban el Rey de Navarra, su hermano el Infante D. Enrique y los grandes y caballeros enemigos del Condestable.

A la vista de Olmedo diose la batalla el 19 de Mayo, alcanzando una completa victoria sobre los rebeldes el Rey de Castilla.

Siguiendo sus pasos al tenor de la Crónica y contando los días empleados en movimientos y pláticas, resulta averiguado que el l.º de Mayo, uno o dos más o menos, asentó D. Juan II su Real cerca de la villa.

El cuaderno lleva la fecha del 15 de Mayo; de suerte, que entre el día 1.º y el 15 de dicho mes deben caber las Cortes del Real sobre Olmedo de 1445.

Hubo empeño manifiesto de aparentar que fueron solemnes y concurridas; y si bien es verdad que se nombran entre los presentes al Arzobispo de Toledo y los Obispos de Cuenca, Ávila y Sigüenza, varios altos dignatarios del reino, cuatro condes y al Maestre de Alcántara, no es menos cierto que faltan el Almirante de Castilla, los Condes de Benavente y de Castro, y muchos grandes y caballeros que a la sazón se hallaban en Olmedo apartados de la obediencia debida al Rey.

Pudiera sospecharse que lo extraordinario de las circunstancias no permitió que fuese crecido el número de los procuradores; más las palabras del cuaderno, «e los procuradores de las cibdades e villas de mis regnos», excluyen toda interpretación dudosa.

Un solo objeto tuvo la reunión de estas Cortes. Ardía la guerra civil, y con los medios hasta entonces empleados no había esperanza de extinguir el incendio. La parcialidad de los Infantes de Aragón protestaba contra la acusación de deslealtad lanzada por sus enemigos, a quienes respondía que era procurar el servicio del Rey librarle de la opresión en que estaba, y al reino de la tiránica dominación del Condestable.

Al negarse a derramar sus gentes y acudir a las armas usaban los rebeldes de su derecho, y aún mejor, cumplían el precepto de la ley de la Partida que trata de cómo el pueblo debe guardar a su Rey. Por lo menos así lo decían.

En efecto, estableció D. Alonso el Sabio que el pueblo debe guardar al Rey de sí mismo, no dejándole hacer «cosa a sabiendas por que se pierda el alma, nin que sea a mal estanza e deshonra de su cuerpo, o de su linaje, o a grant dagno de su regno. E esta guarda (prosigue) debe ser fecha en dos maneras, primeramente por consejo, e la otra por obra, buscándole carreras porque gelo fagan aborrecer... e aun embargando a aquellos que gelo aconsejasen a facer... Onde aquellos que destas cosas le pudiesen guardar e non lo quisiesen facer farían traición conoscida, e si merescen grant pena los que... enfaman al Rey, non la deben aver menor aquellos que le pudieran guardar que non cayese en enfamamiento e en dagno, e non quisieron»670.

Pretendían, pues, los caballeros que en Olmedo aguzaban las lanzas para resistir en sangrienta batalla las fuerzas que D. Juan II mandaba en persona, que lejos de caer en mal caso, merecían premio «por buenos e por leales, queriendo que su sennor fuese bueno e ficiese bien sus fechos»671.

Para quebrantar las fuerzas de la rebelión, que no desistía de la resistencia armada so pretexto de legalidad, presentaron los procuradores al Rey una petición largamente razonada, en la cual decían que algunos de sus súbditos se atrevieron a mover bullicios y escándalos, olvidando la ley natural, según la que «aun las abejas han un príncipe e las grúas siguen un cabdillo que acatan e obedecen»; que asimismo menospreciaron la ley divina que «expresamente manda e defiende que ninguno non sea osado a tocar en su Rey e Príncipe, como aquel que es ungido de Dios, ni aun de retraer, nin decir del ningún mal, nin aun lo pensar en su espíritu, mas que aquel sea tenido como vicario de Dios, e honrado por excelente, e que ningunt non sea osado de le resistir, porque los que al Rey resisten son vistos querer resistir a la ordenanza de Dios»; que los desobedientes a sus Príncipes y Reyes «son por ello culpados e reos de muerte»; que el autor de la ley de las Partidas no tuvo la intención de ir contra la natural y divina, como pretendían los que alteraban su sentido con siniestras interpretaciones; que otras leyes declaraban la mente, del legislador, muy distante de absolver de culpa a los que so color del servicio del Rey se levantaron en armas contra él, «afirmando que eran necesitados a lo facer, e que... farían traición conoscida, si lo ansí non lo ficiesen»672, y, en fin, suplicaron a D. Juan II que como Rey y soberano señor «non reconosciente superior en lo temporal, de cierta ciencia, e propio motu e poderío real absoluto», mandase que la ley de Partida fuese entendida e interpretada en concordancia con las demás del mismo código y las del Fuero y Ordenamiento, «para evitar e quitar todos achaques, e escándalos, e inconvenientes, e ocasiones, e levantamientos maliciosos, e colores falsos e simulados, e non verdaderos.»

Halló el Rey la petición «santa, o honesta, e justa e conforme, no sólo a las leyes civiles e umanas, mas eso mesmo a las leyes divinas, e apostólicas, e canónicas, e así mesmo muy provechosa e complidera e aun necesaria a servicio de Dios e suyo e guarda de su preeminencia e estado real... e a bien público, e paz e sosiego e tranquilidad de sus regnos e sennoríos», y declaró e interpretó la dicha ley de Partida como le fue suplicado.

Nada hay de extraño en la petición de los procuradores ni en la respuesta del Rey, porque, en efecto, violentaban el sentido de las leyes de Partida los caballeros vencidos en la batalla de Olmedo. Dado que las entendiesen bien, todavía era mayor la autoridad del Ordenamiento de Alcalá y del Fuero Real que la de las leyes contenidas en los Libros de las siete Partidas, según lo declaró el Rey Alfonso XI673. De todos modos, tuviesen o no razón los alterados, no se compadecía el orden legal con la indisciplina de la nobleza.

Lo raro del caso es que los procuradores a las Cortes del Real sobre Olmedo hayan restablecido en su petición las exorbitancias de derecho contra las cuales reclamaron los procuradores a las de Valladolid de 1442, y aún es más raro que D. Juan II se hubiese abstenido de emplear las fórmulas indicadas.

Él fue quien empezó a usarlas en los ordenamientos de Cortes; mas fueron los procuradores en las del Real sobre Olmedo de 1445 quienes añadieron a las palabras, «de mi cierta ciencia, propio motu y poderío real absoluto», «como Rey y soberano señor no reconociente superior en lo temporal.»

Disculpa la debilidad de los procuradores el vivo deseo de poner término a la guerra civil que tantas calamidades hacían aborrecible a los pueblos. Perdida la esperanza de reducir a concordia los bandos de la nobleza, pusieron los ojos en el Rey, imaginando que sólo un poder fuerte y robusto era el medio de reprimir las alteraciones de Castilla. Sucedió, como siempre sucederá, que por amor de la paz sacrificaron la libertad, y sin quererlo ni sospecharlo contribuyeron los procuradores a fundar la monarquía absoluta; de suerte que por huir del humo cayeron en la llama.

Cortes de Valladolid de 1447.

Es tan rápida la narración del cronista de D. Juan II al referir los sucesos del año 1447, que no sorprende la oscuridad que rodea las Cortes celebradas en Valladolid aquel mismo año. El cuaderno transmitido a la posteridad por la diligencia de los eruditos suministra un caudal de noticias que en vano pediríamos a los historiadores.

Estas Cortes fueron un simulacro de asamblea de los tres brazos del reino. El clero superior estuvo representado por el Arzobispo de Toledo; la nobleza por D. Álvaro de Luna y ciertos condes, ricos hombres, caballeros y doctores del Consejo, y ciertos procuradores llevaron la voz de las ciudades y villas que acudieron al llamamiento.

La omisión de los nombres propios, de los títulos y de las dignidades con que se honraban los personajes presentes en una ocasión tan solemne contra la costumbre establecida, y el sentido vago de la palabra ciertos, persuaden que la concurrencia fue muy escasa.

El estado de Castilla no era tal que gozasen los pueblos de la paz apetecida. Don Juan II peleaba en la frontera de Aragón con el Rey de Navarra. El Príncipe D. Enrique, aconsejado por D. Juan Pacheco, Marqués de Villena, no cesaba de entenderse con los grandes enemigos del Condestable, ni de atizar el fuego de la discordia mal apagado. Algunas ciudades y villas del reino estaban alzadas. Los Moros, aprovechándose de la división de los cristianos, recobraron varios lugares y fortalezas mal abastecidas «que habían ganado con grandes gastos y trabajos, e muertes e derramamiento de mucha sangre»674.

No era menester tanto para que D. Juan II convocase las Cortes y pidiese a los procuradores nuevos tributos a fin de remediar sus necesidades. La suma que demandó a las de Valladolid de 1447, no se sabe, pero sí consta del cuaderno que le otorgaron veinte cuentos de mrs. en pedido y monedas, y no más hasta que por el Rey fuesen vistas y puestas en ejecución ciertas cosas convenientes a su servicio y al pro común de los reinos, que los procuradores entendían pedir y suplicar. El Rey así lo prometió y ofreció cumplirlo bajo juramento.

Las cosas a que aludían los procuradores se declaran en las sesenta y tres peticiones contenidas en el cuaderno, de las cuales más de la mitad son relativas a la hacienda del Rey, porque siendo muchas sus necesidades, grande el desorden y la pobreza del reino extrema, si no se aumentaban los tributos, no se podía conservar la paz ni hacer la guerra, y perecían los pueblos, si se aumentaban.

Comprendieron los procuradores que «non se debe buscar del todo el buen regimiento y entero reparo de las cosas convenientes e que facen estar los reinos ricos e prosperados» en tiempo de discordias civiles; pero también se les alcanzaba que «aunque del todo non sea junto, mucho se puede facer e emendar, si los príncipes e los grandes omes que los han de servir lo quieren trabajar e procurar.»

Otro consejo dieron al Rey no menos discreto y oportuno. «La principal cosa que se debe proveer e más puede aprovechar (decían) es que vuestra merced esté poderoso e fuerte, teniendo cabdal de dineros e rentas, e gentes ciertas, que esto habido, poco habrá que facer... en reducir las cosas a su debido estado, o a lo menos a grand emienda e reparo de la gran desordenanza o desobediencia que son; e para haber e tener dineros, non decimos que a ninguno se tome lo suya, salvo dar orden como a vuestra alteza se faga aquello mismo, que non se tomen sus rentas, e pechos, e derechos, e los pedidos e monedas con que vuestros reinos vos sirven. E cosa es muy conoscida, que en tomándose e ocupándose vuestras rentas e pechos e derechos, se abaja vuestro poder e estado, que non podiendo vuestra sennoría pagar lo que della han vuestros vasallos, forzado es que se alleguen a quien los sostenga.»

Los pasajes anteriores revelan el estado miserable de Castilla al promediar el siglo XV, la justicia de las quejas contra la mala gobernación del orgulloso Condestable y la imprudencia del Rey obstinado en cerrar los oídos al clamor general para que pusiese término a tan larga privanza. Digan lo que quieran los panegiristas del muy noble y virtuoso Maestro de Santiago, que la historia, reconociendo su lealtad al Rey, confirmada con la sangre que más de una vez vertió en su servicio, no dejará de contar que se hizo odioso al pueblo, porque no se cuidó de reprimir la licencia de la nobleza para desterrar abusos y asentar el imperio de la justicia, sino porque aspiraba a ser el primero entre los grandes y el único en el poder, de suerte que en la paz y en la guerra todo pasase por su mano. A juzgar por los resultados, sus «notables fablas en los ayuntamientos de las grandes Cortes», más debían ir encaminadas a vencer la resistencia de los procuradores cansados de otorgar pedidos y monedas, que a proponer buenas leyes y remediar los males que aquejaban al reino. Lo cierto es que los mejores ordenamientos no se cumplían, en tanto que los tributos se cobraban con todo rigor.

Desarrollando los procuradores sus proyectos económicos, suplicaron al Rey que excusase ciertos gastos innecesarios, como ayudas de bodas, vestuarios y mantenimientos, que ascendían a una suma considerable, y los cinco ballesteros a caballo que pagaba en cada lugar.

Asimismo propusieron la revocación de las mercedes de mrs. hechas a ciertas personas con la carga de reparar los muros de algunas villas y lugares realengos, porque habiendo pasado al señorío de aquellos que las habían recibido, suya era la obligación de pagar los reparos.

También le suplicaron que mandase guardar y cumplir la ley relativa a consumir la mitad de las mercedes de por vida que vacasen, así de raciones y quitaciones asentadas en los libros, como de tierras cuando los agraciados no dejaren hijos; que ninguna merced de mrs, pan o excusados que hubiese vacado hasta el fin del año 1445, se proveyese, y que en dar de nuevo procediese con mucha moderación y «mirase más sobre su facienda», principalmente en los mrs. de juro de heredad.

Uno de los mayores abusos que se cometían y muestra la debilidad del Rey, causa principal de todas las calamidades de su tiempo, consistía en tomar los señores las rentas, pechos y derechos pertenecientes a la Corona. Los procuradores clamaron por el remedio y pidieron a D. Juan II que dictase severas providencias para reprimir estos actos de codicia desenfrenada.

Creció el desorden a la sombra de las discordias civiles, ya porque algunas ciudades y villas estaban ocupadas por personas poderosas, y ya porque el Rey había autorizado a otras para allegar gentes y emplear sus rentas, pechos y derechos en pagarlas y acudir con el resto a los gastos de la guerra. La licencia, que la necesidad disculpaba durante las turbaciones del reino, se hizo costumbre, tanto más difícil de extirpar, cuanto era el Príncipe quien daba a los grandes el ejemplo de embargar los mrs. del Rey en poder de sus tesoreros y recaudadores.

Juan II no economizó el rigor de la justicia contra los usurpadores de su hacienda, y extremó la severidad al punto de mandar a los concejos, corregidores, alcaldes, alguaciles, merinos, regidores y jurados, y a todos los hombres buenos vecinos y moradores de las ciudades y villas, que resistiesen y echasen fuera a las personas poderosas que las tuviesen ocupadas y se atreviesen a tomar cosa alguna perteneciente a la Corona.

Reclamaron los procuradores contra el abuso de los contadores y otros oficiales poco escrupulosos, a quienes acusaban de repartir mayores cuantías de mrs. que las otorgadas al Rey por las Cortes, lo cual había ya dado motivo a justas y dolientes quejas en las de Madrid de 1419, y Zamora de 1432.

Asimismo representaron los procuradores contra los baratos y cohechos de los recaudadores y arrendadores de las rentas reales, y principalmente suplicaron al Rey que no consintiese mudar ni alterar las leyes y condiciones del arrendamiento de las monedas en agravio de los pueblos.

Recordaron el ordenamiento hecho en las Cortes de Madrigal de 1438 acerca de los excusados de pechar, cuyo privilegio, creciendo la carga de los tributos, se hacía cada vez más odioso. Los exentos, porque tenían raciones, las dividían en dos o más y las vendían, resultando que eran varios los privilegiados en lugar de uno solo. Los que por la muerte de la Reina Doña María habían cesado en sus oficios, continuaron gozando de la exención como si su señora fuese viva. Los escribanos de provincias y de la Audiencia pretendían ser excusados, aunque sirviesen sus plazas por sustituto. Los hombres de humilde condición que se hacían caballeros «en fraude de non pechar», debían pechar lo mismo que antes de recibir la caballería, salvo los que viviesen con el Rey u otro señor «por oficio de armas.»

D. Juan II mandó guardar lo ordenado en las Cortes de Zamora de 1432 y Valladolid de 1442, y declaró, a petición de los procuradores, que no gozasen de dicha libertad sino aquellos que tovieren continuadamente caballos o armas, e que sean tenudos (dijo) a me servir en las guerras, así como si de mi oviesen tierra.» Los mayores de setenta años no estaban obligados a ir a la guerra, pero sí a tener armas y caballo, y poner otra persona en su lugar.

Continuaron las mujeres y los hijos de los caballeros que dejaban «armas e caballos en los establos al tiempo de su finamiento» siendo quitos de monedas, en tanto que aquéllas viviesen en castidad y éstos fuesen menores, según lo establecido en las Cortes de Palencia de 1431 y Madrid de 1435.

Respetando los procuradores la antigua franqueza de tributos concedida a los oficiales y obreros de las atarazanas y casas de moneda, suplicaron al Rey que reprimiese el abuso de comprender en el número de los francos a muchas personas que no eran idóneas ni pertenecían a los oficios mecánicos. Los alcaides tomaban de las ciudades y villas los pecheros más ricos y caudalosos, quienes, con pretexto de servir en las casas de moneda o en las atarazanas, se excusaban de conllevar la carga que levantaban los pobres. Don Juan II respondió a esta petición insertando a la letra la ley hecha en las Cortes de Madrid de 1435, limitando la franqueza de pechos reales y concejiles que disfrutaban los monederos a las personas que pudiesen labrar y labrasen la moneda por sí, y declarando varias dudas relativas a la interpretación y aplicación de dicho ordenamiento.

La constante penuria del Rey a causa del mal gobierno de su hacienda, no le permitía pagar a sus vasallos, ni socorrer las villas y castillos fronteros. Los vasallos, forzados por la necesidad de vivir, se apoderaban de las rentas de la Corona, y con larga mano cobraban sus sueldos. Las villas, reducidas a la mayor estrechez por falta de pan y dinero, se despoblaban, agotado el sufrimiento de sus moradores. Los abusos y cohechos no se corregían, y en proporción que aumentaba el desorden, crecía el rigor de la miseria, porque los tributos (dijeron los procuradores) «se sacan no solamente de los que tienen de que los pagar, mas de muchos pobres, e lacerados, e viejos, e cansados que non han otra cosa salvo aquello que cavando e trabajando con sus cuerpos lo han por sus jornales, e que para solo su mantenimiento non les basta.»

Sosegó a los procuradores el Rey con promesas no cumplidas de poner remedio a estos males, como no cumplió la de restituir a las ciudades, villas y personas singulares las joyas o el dinero que le habían prestado, o al Príncipe en virtud de sus poderes y creencias, no obstante el consejo de los procuradores de pagar sus deudas, porque «si se quisiere aprovechar otra vez de sus súbditos y naturales que le prestasen algunos mrs. non lo fallaría, e es mal ejemplo.»

Renovose en estas Cortes la cuestión del realengo y el abadengo. Dijeron los procuradores que unas veces por mandas y otras por compras, las iglesias, monasterios, abadías y hombres de orden o de religiones adquirían muchos heredamientos de casas, tierras, viñas, huertas y vasallos, «y tanto que en derredor dellos non queda cosa que non sea suya», de lo cual se seguía gran perjuicio al Rey, porque dejando de ser las heredades tributarias, se menguaban sus rentas y alcabalas.

El Rey, conocida la razón, prohibió a los legos y demás personas sujetas a su jurisdicción donar, vender o enajenar de cualquier modo bienes raíces a universidades, colegios, corporaciones o particulares exentos de dicha jurisdicción real, so pena de pagarle la quinta parte del verdadero valor de los heredamientos, además de la alcabala por la traslación de dominio consumada. Asimismo declaró su voluntad de que los inmuebles enajenados, en cuanto a la quinta parte de su valor, fuesen habidos por sus tributarios, y no pasasen a nuevos dueños sin esta carga.

Los procuradores miraban al alivio de los pueblos; pero D. Juan II aprovechó la ocasión que se le venía a la mano, para establecer un arbitrio fiscal.

Continuaban los oidores tomando sus raciones y quitaciones, sin cuidarse de administrar justicia. Los pleitos se alargaban, aunque el número de los jueces era mucho mayor de lo necesario. Por otro lado, había oidores que estaban al servicio de señores y caballeros, magistrados sospechosos de parcialidad en favor de sus patronos.

Las leyes contra el uso libre de armas en la corte y contra los rufianes, mancebas y mujeres del mundo, el juego de los dados y los excesos de los corregidores no se cumplían. Los alcaldes, regidores, alguaciles, merinos y demás oficiales de la justicia tiranizaban a los pueblos y no recibían el merecido castigo. Los delitos se multiplicaban, y los perdones se daban tan de ligero que los malos «tomaban osadía para errar.» Cada uno se apoderaba de los lugares, heredamientos u otras cosas a que se creía con derecho sin mandamiento de juez, porque si lo había de cobrar por pleito, tarde o nunca lo alcanzaba. En fin, a tal punto llegó el atrevimiento de las personas y el poco temor a la justicia; que los procuradores dijeron al Rey que «non se entiende ya por ome aquel a quien alguna cosa deben que por su propia abtoridad non prenda aquel que algo le debe, si menos puede quél.»

La pintura es triste, pero las amargas quejas de los procuradores no permiten poner en duda su fidelidad. La historia cuenta las alteraciones de los grandes y caballeros, las prisiones y destierros, las confiscaciones de bienes y las muertes que esparcen tan negras sombras sobre el reinado de D. Juan II, y calla los trabajos, los dolores y las miserias de los pueblos castigados sin culpa. El cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1447 suple aquel silencio.

El Rey a todo respondió con agrado, porque siempre fueron mejores sus palabras que sus obras. En materia de perdones se remitió a lo ordenado por su abuelo D. Juan I en las Cortes de Bribiesca de 1387 y por su padre D. Enrique III en un albalá dado en 11 de Octubre de 1399.

A lo establecido por estos dos Reyes añadió D. Juan II que todos los perdones que hubiere de otorgar cada año se guardasen para el Viernes de la Cruz; que su confesor o quien él mandare, le hiciese relación de los procesos en la Semana Santa, para que el Rey tomase número cierto de los reos a quienes pluguiese perdonar, y que no pasasen de veinte perdones cada año. Como se ve, fue D. Juan II autor de la piadosa costumbre que hoy se observa de indultar de la pena de muerte a uno, dos o tres reos el Viernes Santo.

Para reducir a disciplina la nobleza y evitar los bandos que turbaban la paz de las ciudades y las villas, suplicaron los procuradores al Rey que prohibiese a los grandes y poderosos adquirir bienes raíces en las tierras de los concejos y sus términos, guardándoles sus privilegios; y como un medio de tenerlas siempre llanas y sujetas a su obediencia, que no consintiese a los caballeros y escuderos que vivían en dichas ciudades y villas y en los lugares notables de sus reinos, servir con su persona y gente de armas a señor alguno, ni recibir de él tierras ni acostamientos. Dábanle además el consejo de hacerles mercedes de lanzas y mrs. para que con mejor voluntad renunciasen las tierras y acostamientos de los señores. A juicio de los procuradores la ley se debería llevar a efecto con todo rigor, castigando a los desobedientes con la pérdida de las mercedes recibidas del Rey y la confiscación de bienes.

Don Juan II se excusó como pudo de dar, respuestas favorables a dichas peticiones. La última encerraba el pensamiento de disolver los vínculos de la nobleza, aislando a los grandes de sus parientes y amigos de menor estado y fortuna. Esta política debía estrellarse contra la general penuria y la necesidad de acortar los gastos, pues siendo tantas las mercedes cuantos los caballeros y escuderos que moraban en las ciudades, villas y lugares del reino, no bastaban las rentas de la Corona para mantenerlos y contentarlos al punto de resistir toda tentación de romper el freno de la obediencia.

Había el Rey prometido repetidas veces en Cortes consumir los oficios concejiles según fueren vacando. Algunos de dichos oficios se repartían por suertes cada año entre los caballeros de premia avecindados en la ciudad, y en cambio de los salarios que percibían, se obligaban a mantener caballo y prevenirse de armas. Sevilla contaba setecientos hombres apercibidos para salir a campaña en cuanto fuesen requeridos, cuya caballería prestó servicios muy señalados en la guerra contra los Moros.

Olvidó D. Juan II sus promesas de reducir los oficios concejiles al número establecido por la costumbre o determinado por las ordenanzas, y cediendo a los ruegos e importunaciones de los pretendientes, hizo merced de algunos que debían pertenecer a los caballeros de premia. Los procuradores reclamaron del Rey la observancia de las leyes y privilegios de las ciudades y villas, prometió de nuevo guardar a cada una su justicia, y revocó las mercedes de alcaldías, mayordomías, fieldades y otros oficios cualesquiera que se solían repartir por suertes entre los caballeros vecinos de Sevilla.

Los muros de los castillos y fortalezas de las fronteras de Aragón, Navarra, Portugal y Granada estaban muy mal parados, y en muchas partes abiertos y derrocados. Los oficiales del Rey, so pretexto de cortar leña, talaban los montes comarcanos del pueblo en donde se alojaban. Las leyes acerca de la saca de las cosas vedadas, y principalmente del pan, cuyo precio había subido veinte mrs. por fanega en Andalucía, no se ejecutaban. Los mercaderes extranjeros (en su mayor parte genoveses) que moraban en Sevilla, compraban el aceite y otros frutos de la tierra para revender, sin cuidarse de hacer el retorno en producciones del reino. Los pesos y medidas establecidas en las Cortes de Madrid de 1445 daban motivo a quejas fundadas en la diferencia de dos onzas por libra que existía entre el marco de Colonia y el de Tría o Troya, con graves inconvenientes y perjuicios para el comercio.

El Rey siempre hallaba disculpa a los abusos que toleraba por indolencia o debilidad, en las necesidades del tiempo y en las turbaciones pasadas, ofreciendo la emienda en lo venidero, en cuyo sentido respondió a los procuradores, salvo en la cuestión de los pesos y medidas, que no quiso resolver sino después de habida información ante dos personas designadas por ellos mismos, a fin de proveer lo cumplidero al bien público con pleno conocimiento de causa.

Suplicaron los procuradores a D. Juan II que mandase labrar reales de plata, medios reales, cuartos, quintos y aun sextos a la ley fijada por D. Juan I y D. Enrique III, porque corría mucha moneda falsa de blancas, y la buena andaba huida.

Esta petición recuerda otras dos hechas en las Cortes de Madrid de 1433 y 1435 para que remediase la falta de moneda menuda tan necesaria en el uso vulgar. El Rey otorgó la presente, y renovó la prohibición de sacar moneda del reino sin su licencia, «so pena de los cuerpos e de quanto han.»

Consta por el razonamiento de los procuradores que había a la sazón cinco casas de moneda, en Burgos, Toledo, Sevilla, Coruña y Cuenca. Los procuradores pidieron el establecimiento de otra en Valladolid, en donde se hallaba la corte, «porque es de grand meneo»; que no se mudase de allí mientras el Rey no se trasladase a otro punto, «allende de diez leguas», y que «todos los que quisieren labrar su plata en la dicha casa de la moneda lo pudiesen facer, non pagando derechos algunos, salvo solamente las costas del facer de la dicha moneda, en lo qual ellos ganarán, e por el interese todos labrarán», a cuyos pormenores no atendió el Rey en su respuesta.

También le suplicaron que pues en los Libros de las Partidas, en los fueros y en los ordenamientos había muchas leyes oscuras y dudosas, lo pluguiese dar comisión al prelado y oidores que residiesen en la Audiencia, para que las declarasen e interpretasen como mejor visto les fuere, a fin de evitar las «grandes luengas de pleitos» y contiendas y debates en el reino; petición no concedida ni negada.

Finalmente, quejáronse, los procuradores con humildad de que el Rey, cuando acordaba llamar a Cortes, designaba a los concejos las personas que habían de enviar; petición ya presentada en las de Burgos de 1429, Palencia de 1431, Zamora de 1432 y Valladolid de 1442, sin que las promesas de respetar las libertades, privilegios, buenos usos y costumbres de las ciudades y villas hubiesen dado el menor fruto.

El Rey las renovó en esta ocasión, pero no sin añadir una cláusula que las desvirtuaba y contradecía, a saber: «salvo quando yo, non a petición de persona alguna, mas de mi propio motuo, entendiendo ser así complidero a mi servicio, otra cosa me pluguiere de mandar disponer.» Con mejor acuerdo reiteró la prohibición de comprar por sí ni por tercera persona las procuraciones; «e el que la comprare (dijo), que por el mismo fecho la pierda, e la non aya aquel anno nin dende en adelante, mas que sea inábile para la aver, e el que la vendiere, que por el mismo fecho pierda el oficio que toviere.»

Desde el momento en que los procuradores piden por merced que el Rey otorgue a los concejos la libertad de elegir sus mandatarios, y que el Rey no reconoce este derecho, ni siquiera admite la regla general sino con el deliberado intento de quebrantarla abriendo ancha puerta a la excepción, todas las ventajas obtenidas por el estado llano después de las Cortes de León de 1188, que Alfonso IX celebró cum episcopis et magnatibus, et cum electis civibus ex singulis civitatibus, descansaron en una posesión precaria, borrados los títulos de legitimidad confirmados con la sanción propia de las antiguas instituciones, tanto más venerables cuanto más profundas son sus raíces en la historia de los pueblos, cuya vida se mide por el curso de los siglos.

Las Cortes de Valladolid de 1447 se distinguen por la atención particular con que miraron los procuradores las cuestiones económicas, tan descuidadas bajo la privanza del Condestable de Castilla. La recta administración de la justicia y el restablecimiento de la paz pública ocuparon el segundo lugar en el cuaderno. Las demás materias ofrecen poca novedad. Los mismos abusos dieron origen a las mismas leyes para corregirlas. ¡Vana esperanza! Bien lo sabían aquellos celosos procuradores, cuando al pedir al Rey que moderase sus gastos, le decían «que le plega dar orden en ello, e la orden que diere, mandarla guardar, ca sennor, por grave e muy dannos a cosa es conocida que ninguna ordenanza nin regla que vuestra merced haya dado en ello e ordenado non se haya de guardar, e que luego o dispensando con ella, o por otras indirectas vías se haya de quebrantar.»

Los cuadernos de las Cortes celebradas durante este reinado muestran la «extraña e maravillosa condición» de D. Juan II, Rey perezoso y negligente en la gobernación del Estado; débil y sometido a la voluntad del Condestable «con más obediencia que nunca un hijo humilde lo fue a su padre, ni un obediente religioso a su abad o prior»675. Rara vez rehusaba una petición a los procuradores; pero también rara vez cumplía lo otorgado, porque ni se cuidaba de ejecutar las leyes, ni aunque se cuidase, sus cartas y mandamientos inspiraban el respeto debido a la dignidad real.

No desistía el Rey de Navarra de hacer la guerra al de Castilla por cobrar lo suyo, es decir, las villas y lugares que había tenido por merced de D. Juan II, de los cuales fue privado en castigo de su desobediencia. Pretendía además la restitución del maestrazgo de Calatrava a Don Alonso, su hijo natural.

Gobernaba el reino de Aragón por Alfonso V, ausente en Italia, su hermano el Rey de Navarra, y era muy viva la guerra que hacían en la frontera los navarros y aragoneses a los castellanos. Una tregua de siete meses, concertada en los últimos días de Diciembre de 1447, prometía algún descanso, cuando sobrevinieron sucesos precursores de nuevas tempestades.

Sea que los grandes tratasen de llamar otra vez a Castilla al Rey de Navarra, sea que D. Álvaro de Luna y D. Juan Pacheco, privado del Príncipe, se hubiesen confederado para excluir a la nobleza de toda participación en el gobierno, fueron presos, por mandado del Rey, los Condes de Benavente y de Alba, D. Enrique, hermano del Almirante, y Pedro y Suero de Quiñones, tomándoles sus bienes.

El Almirante y el Conde de Castro, gracias a su diligencia, lograron ponerse en salvo.

La turbación de los caballeros de todo el reino fue grande y general el descontento, porque nadie hallaba una causa legítima para tanto rigor después de haber el Rey perdonado a los capitanes de las fuerzas rebeldes, que no respetaron su pendón en la batalla de Olmedo.

Corrió D. Juan II a la frontera de Aragón, y desde allí se vino a Logroño, siguiendo los pasos del Almirante D. Fadrique y del Adelantado Diego Manrique, de quienes se sabía que andaban en tratos con el Rey de Navarra. «Esto acabado (dice la Crónica), el Rey partió para Burgos, e desde allí envió llamar a los procuradores, mandándoles que viniesen a Cortes donde quiera quél estuviese.»676

Entre tanto, renováronse las desavenencias entre el Rey y el Príncipe, ofendido de D. Álvaro de Luna y sediento de venganza. Deseando D. Juan II sosegar a su hijo, determinó verse con él en Tordesillas.

Cortes de Valladolid de 1448.

Estaban el Rey en Valladolid y el Príncipe en Segovia. En Valladolid estaban también los procuradores, según parece, por Setiembre u Octubre de 1448. El Rey los reunió y les dijo: «Procuradores: Yo vos envié llamar porque quiero que sepáis el propósito con que voy a Tordesillas, donde entiendo hacer dos cosas. Primeramente, concordarme con el Príncipe, mi muy caro e amado hijo. Segundo, por dar orden como los que me han deservido reciban pena, e los que me sirvieron galardón, para lo cual entiendo de hacer repartimiento de todos los bienes, así de los caballeros ausentes, como de los que están presos, o quiero que me digáis vuestro parecer.»

El procurador de Burgos, primera voz en Cortes por las ciudades, respondió que el propósito del Rey era santo y bueno y lo debía poner en obra. Los demás se acostaron a su opinión, hasta que llegan el turno a Diego de Valera, procurador por Cuenca, no recató la suya, reducida en sustancia, a que «debían guardarse las leyes que quieren que ninguno sea condenado sin ser oído y vencido en juicio, a fin de usar después de la clemencia o del rigor de la justicia.»

El Rey no habló más con los procuradores. Al cabo de ocho días, Diego de Valera le escribió una carta dándola consejos para asentar la paz perpetua en sus reinos, que no esperaba sin cuatro cosas necesarias al efecto, «conviene saber: entera concordia del Rey y del Príncipe, restitución de los caballeros ausentes, soltura de los presos, y a los culpados perdón general.»

Grande enojo causó al Condestable la lectura de esta carta. Diego de Valera estuvo en peligro; pero escapó sin mayor daño que no recibir cosa alguna de lo que del Rey había, ni menos lo que se le debía de la procuración677.

Nada más se sabe de las breves Cortes de Valladolid de 1448. Fueron convocadas, no para platicar y resolver, sino para aprobar y aplaudir los proyectos de venganza sugeridos por el Condestable. Los procuradores de las ciudades y las villas se rindieron sin combate a la voluntad del Monarca como lisonjeros cortesanos. «Cada cual a porfía (escribe Mariana) loaba el acuerdo del Rey: quien más podía, más le adulaba»678. Solamente Diego de Valera se atrevió a contradecirle, y gracias si redimió su persona a costa de su hacienda.

Todas las noticias que contiene la Crónica acerca de las Cortes de Valladolid de 1448 prueban la escasa libertad de los procuradores, su falta de valor para reclamarla, y por último, que continuaba rigiendo la novedad introducida por D. Juan II en las de Ocaña de 1422, cuando mandó pagar de sus rentas los salarios de la procuración.

Cortes de Valladolid de 1451.

Pasó D. Juan II los primeros meses del año 1451 en Valladolid, en donde celebró Cortes, según consta del cuaderno.

En el preámbulo dice el Rey: «Sépades que en el ayuntamiento que yo fice en la villa de Valladolid el anno que pasó de mill e quatrocientos e cincuenta e un anno, etc.» La data del cuaderno es 10 de Marzo de 1451, la cual no se compadece con las palabras referidas. Habría lugar a poner en duda la fecha verdadera de estas Cortes, si no fuese porque en el cuaderno siguiente, relativo a las de Valladolid de 1453, se citan las anteriores de 1451; de modo que la frase el anno que pasó huelga, y debe presumirse escrita por inadvertencia.

No parece que las Cortos de Valladolid de 1451 hayan sido muy concurridas; por lo menos no se nombran sino dos procuradores y dos condes, encubriendo la falta de los demás la fórmula ya sabida, «e otros grandes, e caballeros e doctores del mi Consejo.» El brazo popular estaba representado por «los procuradores de ciertas cibdades e villas», que probablemente serían bien pocas.

Estaban los ánimos más tranquilos. Las peticiones versan sobre materias de justicia y gobierno como en los tiempos ordinarios. No excitan los procuradores al Rey para que castigue ni perdone: tampoco reclaman leyes nuevas. Una timidez excesiva comprime su ánimo, al punto de apoyar con frecuencia su opinión en los ordenamientos dados en las Cortes de Ávila de 1420, Madrid de 1433 y 1435, Real sobre Olmedo de 1445 y Valladolid de 1447.

Poseídos los procuradores del mismo espíritu de economía que distingue todas las celebradas en el reinado de D. Juan II, lo cual prueba la disipación de los derechos y rentas de la Corona de Castilla debajo del poder absoluto de D. Álvaro de Luna, suplicaron al Rey que prorogase por diez años el plazo de tres, fijado en las Cortes de Valladolid de 1447, durante el que no debía proveerse sino la mitad de las mercedes de por vida, mrs. por juro de heredad, mantenimientos, raciones y quitaciones que fueren vacando; que no diese los heredamientos ni las rentas que las ciudades y villas tenían de propios; que tampoco diese las martiniegas, yantares, portazgos y otros tributos a personas singulares, y que guardase las leyes, usos y costumbres relativas a la sucesión en las lanzas, es decir, que por muerte del poseedor, pasasen a su hijo legítimo, y a falta de éste al padre o al hermano.

El Rey concedió la próroga; dijo que no se podía excusar de hacer algunas mercedes de nuevo, se negó a la revocación general de las dádivas a costa de los propios de los pueblos; mandó que las martiniegas, yantares, etc., fuesen pagados a los que los llevaban sin agravio de las ciudades y las villas, y rechazó como impertinente la petición dirigida a suceder en las lanzas el padre o el hermano. En realidad, solamente los hijos legítimos tenían reconocido el derecho de sucesión en las lanzas vacantes por la muerte del padre.

Los señores, los caballeros y los prelados y otras personas que tenían vasallos, continuaban tomando las rentas, pechos y derechos del Rey, y no consentían que los recaudadores y arrendadores los cobrasen, unas veces so color de que el Rey les debía y no les pagaba ciertas cuantías de mrs., otras en virtud de libramientos de los contadores, y otras, en fin, sin título alguno y por su propia autoridad. Los procuradores clamaron contra semejantes abusos, y pidieron que a sus autores les fuesen vendidos los mrs. que gozasen por merced del Rey, poniendo en ejecución lo ordenado en las Cortes de Valladolid de 1447. Don Juan II prometió guardar las leyes y hacer justicia de los desobedientes.

Renovaron los procuradores las quejas contra los muchos excusados de pedidos y monedas, con cuyo motivo denunciaron los fraudes de que dan cumplida noticia los cuadernos precedentes.

También se quejaron de las condiciones que el Rey añadía al arrendar sus rentas con agravio y en perjuicio de los pueblos, lo cual les ofreció la ocasión oportuna de representar a D. Juan II que «ningund rey nin príncipe non se dice ser más rico que otro príncipe, por que las rentas de sus reynos sean arrendadas por mayores quantías, más por lo que dellas se cobra e viene a su poder para poner en sus tesoros e dar e disponer dello en las cosas que entienda ser a servicio suyo, ca lo otro es commo las torres del fumo que desface el viento.»

No habiéndose emendado los recaudadores y arrendadores, se renovaron las peticiones y las respuestas.

El pago de los mrs. asentados en los libros a las personas de quienes se había deservir, «así por armas commo por ciencias» o de otras maneras distintas, se retardaba, sumiendo a los buenos servidores en la mayor pobreza.

Las raciones de los oficiales de la Casa Real no se libraban, o no se cobraban los libramientos. Algunos que en cinco o seis años nada habían percibido, carecían de lo necesario para comer y vestir. Entre tanto los recaudadores disponían de las rentas de la Corona como si fuesen su propia hacienda y patrimonio, gastaban sueltamente y «eran puestos en grandes estados.»

Los lugares fronteros de los Moros se despoblaban y las fortalezas y castillos que debían estar bien abastecidos para defenderse del enemigo u ofenderle en caso de guerra, corrían peligro de ser tomados, porque no se pagaba el sueldo a los alcaides y gente que los guarnecía. Los caballeros obligados a dar el pan o el dinero de las tierras se quedaban con los mrs., y como solían ser personas más poderosas que los alcaides, se estrellaba contra su resistencia toda la fuerza de los apremios. Además agraviaban a los vecinos y moradores de los lugares comarcanos, exigiéndoles bagajes para transportar el pan que no transportaban, y soltando las caballerías por dinero.

Muchas murallas, torres, fortalezas y casas de morada situadas en la frontera estaban caídas, aportilladas o mal reparadas, algunas se habían perdido, facilitando las entradas y correrías de los Moros con muerte de cristianos, cautiverio de hombres, mujeres y niños, robo de ganados y otras calamidades de la guerra. Los veedores que debían hacer pesquisa cada año en las ciudades, villas, fortalezas y castillos de la frontera, y dar cuenta al Rey de los reparos necesarios a su conservación, no se cuidaban sino de cobrar sus quitaciones.

La justicia no era temida. Los jueces eclesiásticos no desistían de su empeño de usurpar la jurisdicción real. Los alcaides de los castillos fronteros y algunos alcaldes mayores de las ciudades y villas conocían por comisiones que debían al favor del Rey, de sus hechos propios. Los vecinos y moradores de ciertas ciudades, villas y lugares ocupaban los montes, dehesas y términos del común, y como si fuesen cosa suya, percibían las rentas y frutos. Los robos y muertes eran frecuentes. Las personas poderosas exigían tributos nuevos a las gentes, ganados y mercaderías sin título para ello. Los caballeros cometían o toleraban toda clase de «insultos y maleficios», y tales, que muchos «que han avido buenas faciendas, se ven pobres e menesterosos que non saben que se facer.» Los procuradores, sin esperanza de remedio en los ministros de la justicia, suplicaron al Rey que diese licencia de hacer una hermandad de todos los concejos para resistir «con todas sus fuerzas e poderes las dichas tomas e robos, e fuerzas e muertes e otros inconvenientes»; petición otorgada dentro de los límites trazados para estos casos y para el embargo de los mrs. y demás las rentas de la Corona.

Los oficios concejiles acrecentados no se consumían, antes se perpetuaban dándolos el Rey al padre y al hijo con la condición de que estando uno en el concejo no entrase el otro, resultando así dos titulares para un solo cargo de república. Había regidores culpados de participación en las pasadas discordias, y los había sin culpa; aquellos suspensos por mandado del Rey, y éstos en ejercicio. Los procuradores suplicaron que a los primeros les fuesen restituidos sus oficios y rigiesen con los segundos, y todos tuviesen entrada en los cabildos.

También suplicaron que se abstuviese el Rey de proveer los oficios reservados para «los caballeros de premia e de alarde e de guerra», según lo ordenado en las Cortes de Valladolid de 1447.

Asimismo renovaron la petición para que se prohibiese a los grandes del reino comprar bienes raíces en las ciudades y villas, sus tierras y términos, para evitar la división de los vecinos en bandos y el apoderamiento del gobierno municipal por la nobleza. En este punto fue D. Juan II menos condescendiente que en los demás, porque sólo prometió respetar los privilegios de cada ciudad o villa; y en cuanto a las que no los tenían, proveer lo conveniente, pues «por una parte paresce ser servicio mío, e por la otra parte paresce ser agravio, así a los que han de comprar como a los que quisieren vender.»

Circulaba con dificultad la moneda de blancas nuevas y viejas. Sobre recibirla en pago de cualesquiera mercaderías, se suscitaban a cada paso contiendas y debates muy empeñados entre los compradores y los vendedores. El Rey había mandado labrar los reales de plata divididos en medios, cuartos, quintos y sextos, poniendo en ejecución lo ordenado en las Cortes de Valladolid de 1447; pero también hubo de mandar que se suspendiese dicha labor por el precio subido que alcanzaron, así la plata como el oro. Los procuradores renovaron las peticiones en esta razón, y el Rey renovó sus respuestas.

Continuaban las ferias y mercados francos de alcabala y otros derechos contra cuya franqueza reclamaron diferentes veces los procuradores. Reproducida la petición con más calor, respondió el Rey que se guardasen las leyes y ordenanzas establecidas.

Cuando el Rey D. Fernando I de Aragón, siendo Infante de Castilla y tutor de D. Juan II, fue de Sevilla a Córdoba para poner cerco a la villa de Antequera, mandó hacer un puente sobre el río Bembezar, que no pudo acabar. Faltaban dos arcos para pasar por él, y de aquí el peligro de las gentes al vadear el río. Los procuradores suplicaron al Rey que la obra se concluyese, pues muchas personas perecían ahogadas en aquel sitio. El Rey dio una respuesta digna de su natural indolencia, causa verdadera de su pobreza. «Ya vosotros vedes (les dijo) quantas necesidades al presente me ocurren, e si es cosa que se pueda abastar a todo, por tanto habed paciencia, e las cibdades e las tierras de la comarca den orden como la dicha puente se pueda acabar.» De tan distinto modo pensaban y entendían los deberes de un monarca, el Infante que mandó labrar la puente, y el Rey a quien no importa el número de los ahogados.

Las Cortes de Valladolid de 1431 confirman la mala opinión que la posteridad tiene del reinado de D. Juan II. No aprovechó el respiro de la paz para poner orden en la hacienda, corregir los abusos, castigar los delitos y procurar algún alivio a los pueblos, oprimidos por los grandes y caballeros, agobiados con tributos y sedientos de justicia. Tantos trabajos padecieron en los treinta y cinco años que D. Juan II gobernó o pareció gobernar el reino, que más se pudo decir tiempo de tutorías que regimiento y administración real679.

Al cabo de treinta y cuatro años de favor y privanza fue degollado en la plaza mayor de Valladolid D. Álvaro de Luna, Maestre de Santiago y Condestable de Castilla. La Crónica no fija el día, ni siquiera el mes de la catástrofe, con ser un suceso tan ruidoso y memorable680. Con tal rapidez de que hay pocos ejemplos en la historia, descendió de la cumbre del poder para entregar su cabeza al verdugo.

Cortes de Burgos de 1453.

Por última vez reunió D. Juan II Cortes en Burgos el año 1453, a las cuales concurrieron solamente los procuradores de ciertas ciudades y villas. Basta la lectura del preámbulo para comprender la mudanza de los tiempos. Ya no suena el nombre del Maestre de Santiago y Condestable de Castilla después del Príncipe y antes del Arzobispo de Toledo. Estas Cortes coinciden con los sucesos que prepararon la caída de aquel poderoso magnate, y tal vez fueron algunos procuradores testigos de su prisión en Burgos. El cuaderno lleva la fecha del 16 de Abril, y el 11 fue preso bajo seguro el privado de D. Juan II.

Hay cierta tinta de tristeza en el lenguaje de los procuradores, como si no se hubiesen recobrado de la sorpresa y espanto que causó en toda Castilla la repentina desgracia de D. Álvaro de Luna.

No deja de ofrecer novedad la primera petición dirigida a que el Rey confirmase y mandase guardar a las ciudades, villas y lugares sus privilegios, no confirmados de nuevo desde que tomó las riendas del gobierno cumplidos los catorce años de su edad. Había caído en desuso la práctica antigua de repetir la confirmación siempre que se celebraban Cortes.

No faltaba razón a los procuradores para restablecer aquella loable costumbre. Las ciudades y las villas estaban «muy sospechosas e temerosas de perder e non tener seguros los privilegios que de los Reyes pasados... habían de sus tierras, o términos, e oficios, e mercados» porque el Rey disponía de todo con potestad arbitraria. No se atrevieron los procuradores a pedir en nombre de las ciudades y villas la confirmación de sus fueros, libertades y franquezas, acaso por no provocar el enojo de un Rey tan celoso de su poder absoluto. Sin embargo, Don Juan II halló justa la petición y la otorgó de buen grado.

Curiosa e importante es otra para que pluguiese al Rey continuar gobernando por sí mismo con acuerdo de su alto Consejo. Entendían los procuradores que así «los fechos irían por vía derecha e ordenada... e non habría lugar persona alguna por ninguna cabsa nin interese que sea, de torcer la vía de la justicia e de lo contrario o por otro ordenado, por justo que fuese el fecho, habría grand dolor, lo qual sin dubda podría ser cabsa de muy mayores dannos que los primeros.»

Don Juan II respondió que la petición era muy buena y cumplidera a su servicio y al bien de la cosa pública, añadiendo que así lo pensaba hacer y continuar. ¡Vana promesa! Apenas salió de la vergonzosa tutela de D. Álvaro de Luna, en vez de mostrar voluntad de gobernar el reino, dejó que lo gobernasen D. Lope de Barrientos, obispo de Cuenca, y Fr. Gonzalo de Illescas, prior de Guadalupe, y aun algunos hombres bajos y de poco valor681.

Suplicaron los procuradores en cuanto a la administración de la justicia, que no diese el Rey cartas para que la Chancillería sobreseyese por algún tiempo en el conocimiento y determinación de los pleitos y causas pendientes, y si las diese, que fuesen obedecidas y no cumplidas; que tampoco las librase para absolver o quitar su derecho a ninguna de las partes, o revocar lo procesado, o privar de su jurisdicción a los jueces y alcaldes ordinarios, y que mandase hacer justicia a los querellosos, restituyéndoles los bienes que les hubiesen sido tomados.

Asimismo pidieron al Rey no tolerase las invasiones de los prelados y Jueces eclesiásticos en la jurisdicción seglar, según lo ordenado en las Cortes de Palenzuela de 1425 y Valladolid de 1447, ni permitiese a los notarios apostólicos y de las iglesias dar fe de escrituras y contratos entre legos sobre negocios temporales, todo lo cual les fue otorgado.

Reclamaron los procuradores la fiel observancia de las leyes hechas en las Cortes de Zamora de 1432 y Valladolid de 1442, para que no se enviasen corregidores a las ciudades y villas sino a ruego de todos o la mayor parte de sus vecinos, y solamente por un año, prorogable por otro y no más, usando el corregidor bien de su oficio, a cuya petición respondió D. Juan II mandando guardar lo establecido.

Renováronse las quejas contra los muchos excusados de tributos, a saber, pecheros e hijos de pecheros que por gozar de dicha exención tomaban la orden de caballería; familiares y paniaguados de las iglesias, monasterios y personas eclesiásticas, alcaides del alcázar y de las atarazanas de Sevilla, tesorero de su casa de moneda, clérigos, hijos de pecheros, a quienes sus padres traspasaban los bienes con fraude por no contribuir; monteros y monederos no vecinos o moradores de las ciudades, villas y lugares en donde debían servir sus oficios, etc., respetando la franqueza de los caballeros aguisados de caballo que no estaban obligados a pagar pedidos, ni monedas, ni otros pechos algunos.

Los procuradores se fundaban en lo ordenado por el Rey en las Cortes de Zamora de 1432 y Valladolid de 1442 y 1447, cuya confirmación obtuvieron.

Como una muestra de las costumbres caballerescas de aquel tiempo, conviene saber que según las ordenanzas dadas por D. Juan II, nadie podía recibir la orden de caballería, si viviese de oficios bajos y viles, tales como sastre, pellejero, carpintero, pedrero, herrero, fundidor, barbero, especiero, zapatero o regatón; que el caballero debía profesar las armas y mantener caballo todo el año; que para gozar del privilegio de la caballería debía preceder la ceremonia de ser el pechero armado caballero por la mano del Rey, y a este acto la vela de las armas con la solemnidad que las leyes requerían.

Dieron motivo a nuevas peticiones el embargo de las rentas, pechos y derechos de la Corona por los grandes, ricos hombres, caballeros, escuderos, dueñas y otras personas; la flojedad en exigir los atrasos por tributos debidos al Rey en ciertas comarcas; la falta de pago a los hidalgos, caballeros y escuderos de los mrs. asentados en los libros de los contadores; el arrendamiento de las rentas reales y propios de los pueblos por los alcaldes, alguaciles, regidores, mayordomos y escribanos de los concejos; la enajenación en favor de particulares de los diezmos de la mar, y las muchas o inmensas gracias, mercedes y donaciones que el Rey hacía: la multitud de ferias y mercados francos de alcabala sin licencia del monarca, la difícil circulación de las monedas de oro castellanas, pues era crecido el número de las quebradas y sordas, las cuales, aun siendo del mismo peso y ley que las sanas y buenas, perdían de su valor en las ventas y cambios; el tráfico interior del pan declarado libre, y sin embargo estancado por la voluntad de las personas poderosas que se oponían al cumplimiento de las leyes, por cuya razón era grande la carestía en algunos lugares, y por último, la saca del reino «de oro y plata amonedada o por amonedar», aunque tanto la moneda como los metales preciosos estaban incluidos en los cuadernos de las cosas vedadas. La prohibición venía de tiempos lejanos; pero la hicieron más rigorosa D. Enrique III, D. Juan I y el mismo D. Juan II.

Las peticiones referidas versan sobre materias ya tratadas y resueltas en Cortes anteriores, de modo que lograron respuestas favorables.

Finó D. Juan II el 20 de Julio de 1454, habiendo reinado cuarenta y siete años, contados los de su menor edad. Durante este medio siglo convocó no menos de treinta y dos veces las Cortes, y no ciertamente por amor a las libertades populares, sino para pedir nuevos y mayores tributos a los procuradores, cuya elección quiso tener siempre debajo de su mano.

Oprimió los concejos y los empobreció dando los oficios de república a sus favoritos y haciéndoles cuantiosas mercedes a costa de los propios de las ciudades, villas y lugares de sus reinos. Hizo muchas leyes, algunas justas y buenas; pero le faltaron la voluntad y el vigor necesario para cumplirlas. No fue temido ni respetado, por lo cual hubo grandes y continuas discordias en su tiempo.

Aspiró al poderío real absoluto, y no quiso ejercerlo, porque tan extraña fue su condición, que no gobernó un solo día por sí mismo, siendo el Rey verdadero el hombre que gozaba de su privanza.

Careció de valor para tener a raya la nobleza y de habilidad para distraerla en la guerra con los Moros, o de reducirla a la obediencia apoyándose en las Cortes, y dejó a su hijo un triste legado en la semilla de futuras disensiones, más graves todavía que las habidas en Castilla durante este largo y triste reinado.