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ArribaAbajoCapítulo XXI

Reinado de D. Enrique IV


Cuaderno de las Cortes de Córdoba de 1455. -Cuaderno de las Cortes de Toledo de 1462. -Cuaderno de las Cortes de Salamanca de 1465. - Cuaderno de las Cortes de Ocaña de 1469. -Ordenamiento sobre la fabricación y el valor de la moneda, otorgado en las Cortes de Segovia de 1171. -Cuaderno de las Cortes de Santa María de Nieva de 1473.

Sucedió en el trono, vacante por la muerte de D. Juan II, su hijo primogénito el Príncipe D. Enrique, entre los reyes de Castilla el IV de este nombre. En Valladolid le alzaron por Rey los grandes que a la sazón allí se hallaron, el 29 de Julio de 1454. Concurrieron al acto el Marqués de Villena D. Juan Pacheco, que llegó a tener con D. Enrique IV igual cabida que D. Álvaro de Luna con D. Juan II, D. Pedro Girón, Maestre de Calatrava, diez condes, cuatro ricos hombres o señores sin título, los arzobispos de Toledo, Santiago y Sevilla, y once obispos, entre ellos el de Ávila, D. Alonso de Madrigal o el Tostado682.

Llaman algunos historiadores Cortes este ayuntamiento de personas notables del clero y la nobleza, porque en aquella solemne ocasión, según la antigua costumbre, los prelados y caballeros hicieron al nuevo Rey pleito homenaje683. Realmente no hay verdaderas Cortes sin convocatoria y sin la presencia de los procuradores de las ciudades y villas en representación del estado llano. Los prelados y caballeros que concurrieron a la ceremonia de aclamar y jurar a Enrique IV se hallaban en Valladolid o acudieron a dicha villa sabida la novedad. Ciñose Enrique IV a las sienes la corona en virtud de su derecho hereditario, rodeado de su corte, siendo los próceres del reino testigos de su elevación y ausentes los procuradores contra la práctica observada en semejantes casos684.

Ayuntamiento de Cuéllar de 1454.

«Traídas todas las obediencias de las cibdades e villas de su reino (dice el cronista) e prestada la fidelidad de todos los grandes, así perlados como caballeros», determinó el Rey llamar a Cortes generales. Reuniéronse los tres estados en la villa de Cuéllar, según cuenta Enríquez del Castillo, aunque se puede dudar si escribió bien informado685. Abonan su testimonio, en cuanto citan estas Cortes, Diego de Colmenares y D. Diego Ortiz de Zúñiga, conviniendo en el año 1454686. Mariana se desvía al fijarlas en 1455687.

Alonso de Palencia y Diego de Valera reducen estas Cortes a una junta o consejo de grandes y ricos hombres convocados por el Rey y reunidos en Ávila para tratar de la guerra con los Moros688, cuya opinión parece la más segura, porque en la narración de Enríquez del Castillo no suenan los procuradores de las ciudades y las villas, ni consta que se hubiese concedido servicio alguno, lo cual hubiera hecho su presencia necesaria.

Hay más: el Rey dirigió la palabra a los circunstantes, y acabada el habla (prosigue la Crónica), «aquellos señores e gentes que allí estaban de los tres estados... rogaron a D. Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, Conde del Real de Manzanares, que, en nombre de todos ellos e suyo, quisiese responder a su alteza»689. La práctica de celebrar Cortes generales no consentía que una misma persona, por calificada que fuese, hablase por los tres estados del reino. El Señor de la casa de Lara hablaba por la nobleza, y era la primera voz en Cortes; el Arzobispo de Toledo hablaba por el clero, y era la segunda, y la tercera la ciudad de Burgos en nombre de todos los procuradores.

Radicaba a la sazón el señorío de la casa de Lara en el Rey D. Juan II de Navarra; de suerte que D. Íñigo López de Mendoza respondió a Enrique IV en nombre de los circunstantes como persona privada en una asamblea de nobles, y no en representación de estado alguno, según el ceremonial de las Cortes.

En resolución, las llamadas de Cuéllar de 1454 no fueron sino un ayuntamiento de magnates, la flor de la caballería castellana, para consultar y acordar lo conveniente acerca de la guerra con los Moros.

Salió a campaña Enrique IV con ejército poderoso muy entrado el mes de Abril de 1455. Asentó su real en la vega de Granada, taló sus campos, evitó las escaramuzas con el enemigo, y al cabo de un mes, sin ganar más honra, dio la vuelta a Córdoba con gran descontento de los caballeros, que murmuraban de la flojedad del Rey, cuando le brindaba con sus favores la fortuna de las armas.

En 21 de Mayo celebró sus bodas con la Infanta doña Juana, hermana de D. Alonso, Rey de Portugal, anulado su primer matrimonio con doña Blanca de Navarra. En Córdoba estaba aún el 16 de Julio, y el 2 de Agosto en Sevilla.

Cortes de Córdoba de 1455.

Con las bodas del Rey coincide la reunión de las Cortes de Córdoba de 1455, pues la data del cuaderno es a 4 de Junio de dicho año.

No fue numeroso el concurso de prelados y caballeros, a juzgar por los pocos nombres que se citan juntamente con los procuradores de las ciudades y villas de los reinos; frase muy distinta de la introducida y usada con demasiada frecuencia por D. Juan II desde las Cortes de Valladolid de 1442, que decía con los procuradores de ciertas ciudades y villas.

Otorgaron los presentes en Córdoba treinta y un cuentos de mrs. en monedas y pedido, los treinta para proseguir la guerra contra los Moros, y el uno restante para dar a la Reina doña Juana con el objeto de «aderezar su cámara de algunas cosas necesarias»690.

Hecho esto, formaron el cuaderno de las peticiones generales y suplicaron al Rey, en primer lugar, la confirmación de los privilegios, fueros, usos, costumbres, franquezas, libertades y exenciones de las ciudades, villas y lugares del reino, cosa fácilmente otorgada.

También le suplicaron mandase guardar todas las leyes, ordenanzas y pragmáticas sanciones dadas por D. Juan II y sus antepasados, pues algunos pretendían que no estaban, ni nunca habían estado en uso, exceptuando de la regla las revocadas por Cortes a petición de los procuradores. La respuesta de Enrique IV fue que se guardasen en todo y por todo las leyes y ordenamientos, aunque algunos de ellos no hubiesen sido usados, salvo los revocados, abrogados, derogados o emendados por los Reyes sus progenitores que los hicieron, o por otros Reyes sus sucesores. Lanzó la piedra contra las Cortes y tomó ejemplo de don Juan II, cuando le hubiera sido mejor no imitarle.

Reclamaron los procuradores contra los jueces propios de los monasterios y personas eclesiásticas que perturbaban el ejercicio de la jurisdicción real, y contra los notarios de las iglesias que se entremetían en dar fe de los contratos entre legos sobre negocios temporales: pidieron la observancia de las leyes relativas al nombramiento de corregidores y a la prohibición de entrar en los concejos quien no fuese alcalde, alguacil o regidor, para evitar los bullicios y escándalos que se seguían de lo contrario: recordaron el ordenamiento hecho en las Cortes de Valladolid de 1442 que cerró la puerta a las mercedes de vasallos, y otros dados en diferentes ocasiones declarando transmisibles a los hijos los oficios, las tierras, raciones y quitaciones que tuvieron los padres, y suplicaron al Rey que mandase, bajo graves penas, que ningún súbdito o natural diese, vendiese o trocase villa, lugar, castillo, tierra ni heredamiento con príncipe o señor extranjero. Todo lo prometió Enrique IV, añadiendo, respecto a esta clase de enajenaciones que cedían en menoscabo de su Corona, «e ansí lo seguro en mi verdadera fe e palabra real.»

Eran muchos los tributos y la desigualdad de la carga tanta, que se hacía intolerable. Las guerras, las carestías de pan, las mortandades y la mejor condición de los moradores de los lugares de señorío fueron causa de que unos se poblasen y otros se despoblasen. Como los pueblos habían sido encabezados hacía mucho tiempo por el número de vecinos, llegó a suceder que «tanta quantía de pedido pagaba el de cien, como el de mil.» El abuso de los excusados de pechar no se corregía. Los prelados, los cabildos y monasterios, los lugares religiosos, las universidades y personas eclesiásticas acogían bajo su protección y defendían como exentos de pagar tributos a título de familiares a los pecheros más caudalosos, traperos, sastres, jubeteros, silleros, olleros, agujeteros, bolseros, sederos y de otros oficios. Cuando los regidores, jurados, jueces, recaudadores o arrendadores de los pechos y rentas reales los apremiaban al pago de las monedas y pedidos y al cumplimiento de las demás cargas públicas, intervenían los prelados y vicarios, y procedían por sentencia de excomunión contra los que inquietaban a estos paniaguados en la posesión de su pretendida franqueza. Don Juan II en las Cortes de Palencia de 1431, Zamora de 1432, Madrid de 1435 y Valladolid de 1447, había procurado poner remedio a un abuso tan perjudicial a los pueblos; pero sus leyes no fueron guardadas ni cumplidas.

Tampoco lo fueron las que limitaban la exención de tributos en favor de los operarios de las casas de moneda, de los alcázares y de las atarazanas. Había en Sevilla y su tierra más de ochocientas personas francas, que en vez de ser monederos, carpinteros, herreros, etc., eran traperos, jubeteros, sastres, plateros, cambiadores y de otros oficios semejantes.

Los clérigos resistían el pago de la alcabala, desafiando el rigor de la ley hecha por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1447, en la cual se ordenaba que fuese habido por ajeno y extraño al reino y privado de todos sus bienes temporales, el que denegase a su Rey y señor natural el señorío y derecho.

Los prelados, los grandes, los ricos hombres, caballeros, escuderos, dueñas y otras personas de estado embargaban los mrs. de los pedidos, monedas, alcabalas, tercias, pechos y derechos del Rey, reduciéndole al extremo de la penuria y necesidad. Destruida y saqueada su hacienda, no pagaba sueldos, raciones ni quitaciones a sus servidores y vasallos.

En los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, priorato de San Juan y otros lugares de realengo, abadengo y señorío, las personas poderosas imponían tributos indebidos, tales como portazgos y barcajes, sin licencia ni autoridad del Rey, por cohechar a los mercaderes, y la vejación era tan grande, que muchos abandonaban el trato y la mercancía.

Enrique IV oyó benignamente estas quejas, prometió «hacer la iguala» de los tributos, reducir a justo límite el número de los excusados, reprimir los excesos, y en suma, velar sobre la fiel observancia de las leyes.

Los gallineros del Rey, a pretexto de proveer su mesa, la de la Reina o de los Infantes, tomaban muchas más gallinas de las necesarias con agravio de los vecinos y moradores de las ciudades, villas y lugares en donde la corte se alojaba. Los grandes del reino tenían también gallineros a su servicio, y unos y otros las pagaban «a doce mrs. el par, valiendo a treinta mrs. e más, e vendiéndolas a mucho mayores precios», sobre lo cual había ruidos y escándalos que parecían tumultos populares.

El Rey hizo justicia prohibiendo que persona alguna de cualquier condición, estado, preeminencia o dignidad tomase gallinas ni otras aves sino de sus gallineros por los precios razonables.

Doliéronse los procuradores de la carestía del pan y de los ganados; reclamaron la libertad de sacar el pan de un lugar a otro otorgada por don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, y suplicaron la rigorosa ejecución de las leyes y ordenanzas relativas a las cosas vedadas. Enrique IV redobló la severidad de las penas en cuanto a lo primero, y en lo demás confirmó lo establecido por los Reyes sus antepasados.

Renovaron las peticiones acerca de las monedas sordas y quebradas, de las blancas viejas que no corrían sin dificultad, y de la saca de oro, plata y moneda amonedada o por amonedar, y el Rey mandó guardar los ordenamientos hechos en esta razón por D. Juan II en las Cortes de Burgos de 1453, «poniendo mayores penas, e fuerzas, e firmezas.»

Representaron los procuradores la utilidad de los puentes, «por que los caminantes ayan de pasar por ellos, e no por barcos ni por vados, de que acontece perecer mucha gente», diciendo que algunas ciudades, villas y lugares los querían construir a su costa sin llevar tributo alguno, y que se lo impedían varios prelados, caballeros y otras personas por no perder el derecho de las barcas que tenían en los ríos. El Rey mandó que nadie osase embargar ni contrariar la construcción de los puentes so pena de confiscación de todos sus bienes; y siendo prelado o persona eclesiástica, de perder la naturaleza y temporalidades que tuviere en el reino.

A la humilde petición para que cuando el Rey enviase por procuradores, no mandase ni rogase a las ciudades y villas que eligiesen persona determinada, sino la que entendieren más conveniente al bien público, respetando la libertad de los concejos, sus privilegios, usos y costumbres, respondió Enrique IV otorgándolo, salvo en algún caso especial (dijo) «que yo entienda ser complidero a mi servicio.» De esto se colige que la política de Enrique IV era continuación de la seguida por D. Juan II, lo cual es natural, considerando que ambos Reyes se parecían en la indolencia y la debilidad, y que ambos, en vez de regir y gobernar, fueron regidos y gobernados, el hijo por el Marqués de Villena o el Conde de Ledesma, como el padre por D. Álvaro de Luna. Por lo demás, el cuaderno de las Cortes de Córdoba de 1455 debió abrir los ojos a los que esperaban, si no el remedio, el alivio de los males de Castilla del ingenio y aplicación del nuevo Rey. Su cronista, que no perdona ocasión de ponderar las virtudes de Enrique IV, dice que huía de los negocios y los despachaba muy tarde; y los príncipes de esta condición nunca dieron motivo a ser celebrados por sus obras.

Determinó Enrique IV tener Cortes en Toledo el año 1457, bien que no llegaron a reunirse, según parece691. Todavía se puede poner en duda si el Rey estuvo en la imperial ciudad un solo día en todo aquel año; por lo menos ni la Crónica, ni las historias generales ni las particulares autorizan la sospecha.

Consta, sí, por testimonio fidedigno que hallándose el Rey en Sevilla expidió la convocatoria a 22 de Octubre. Por no haber llegado el caso de reunirse las Cortes, pudiera omitirse la noticia; mas hay una buena razón para no pasarla en silencio.

La carta dirigida a Sevilla mandándole enviar sus procuradores, dice: «E porque el alcaide Gonzalo de Saavedra de mi Consejo e mi veintiquatro de essa ciudad, e Alvar Gómez mi secretario e fiel ejecutor de ella, son personas de quien yo fío e oficiales de essa ciudad, mi merced e voluntad es que ellos sean procuradores, y vosotros los nombredes y elijades por procuradores de essa dicha ciudad, y no otros algunos»692.

Enrique IV no faltaba a sus promesas y juramentos; pero forzaba el sentido de la cláusula contenida en su respuesta a la petición acerca de la libertad de los concejos para elegir sus procuradores dada en las Cortes de Córdoba de 1455. En esto no solamente continuaba la política hostil a las antiguas libertades de Castilla seguida con una perseverancia digna de mejor causa durante el largo reinado de D. Juan II, sino que fue más allá sustituyendo la recomendación con el mandato, lo cual equivalía a retirar al estado llano el derecho de representación.

Cortes de Madrid de 1462.

Al principio del año de 1462 nació la Princesa Doña Juana, que fue jurada heredera del Reino a los dos meses de su edad, en las Cortes generales celebradas en Madrid con numerosa concurrencia de prelados, grandes, caballeros y procuradores.

En el acto de jurarse renovó la contienda entre los Burgaleses y los Toledanos sobre preceder los unos a los otros. «Entonces el Rey, vista su controversia, mandó que ninguno de ellos llegase a dar la obediencia primero, sino quien él quisiese e nombrase. E así, llamando primero a los de Segovia, juraron, e después como él los nombraba, e así quitó la porfía. Pero cuando todos llegaron delante del Rey, dijo, yo hablo por la cibdad de Toledo: hablen los de Burgos e los de León693

En algo se desvió el Rey de la tradición recibida desde los tiempos de Alfonso XI, pues fue la práctica constante no fallar sino transigir el pleito pendiente entre Burgos y Toledo sobre cuál de las dos ciudades debía tener la primera voz en Cortes por los concejos. Enrique IV dio en aquella ocasión la preferencia a Segovia, distinguida por su antigüedad y nobleza y cabeza de la provincia de Extremadura, pero no superior, ni siquiera igual a las cabezas de reino. Abusó de su autoridad, y se dejó llevar de su inclinación694.

Cortes de Toledo de 1462.

Por Julio de este año se celebraron Cortes en Toledo, tal vez para pedir a los procuradores algún servicio. Concurrieron los tres estados del reino, es decir, ciertos grandes, prelados y caballeros, los doctores y letrados del Consejo y los procuradores de las ciudades y villas; de donde se colige que la nobleza y el clero tomaron poca parte en el ayuntamiento. La escasa representación de los brazos eclesiástico y militar confirma la presunción que la necesidad de renovar la concesión de tributos fue, sino el único, el principal motivo de la convocatoria, porque siendo materia que sólo a los pecheros importaba, ni los prelados, ni los grandes y caballeros estaban interesados en concurrir a las Cortes.

El cuaderno de las peticiones generales es un documento escrito sin arte, pero lleno de verdad en todos los pormenores de la justicia y administración de los reinos de Castilla bajo el cetro de Enrique IV. Podrá vacilar la opinión entre el juicio de Alonso de Palencia y el de Enríquez del Castillo acerca del carácter de este Rey desdichado; mas no será lícito poner en duda, después de haber leído el cuaderno de las Cortes de Toledo de 1462, que fue menos mala la gobernación del estado durante las alteraciones promovidas por los Infantes de Aragón en el reinado de D. Juan II, que en el de su hijo, cuando aún no habían empezado las terribles discordias en cuyo torbellino tantas veces corrió el riesgo de perder la corona y tal vez la vida. Los Reyes que no tuvieron poder para mandar ni libertad para vivir, no deben ser juzgados por la posteridad según sus vicios o virtudes, sino aquilatando las cualidades de los hombres a quienes ensalzaron y favorecieron Con su privanza; y en este punto es forzoso reconocer que el Marqués de Villena fue peor que D. Álvaro de Luna.

La administración de la justicia en lo civil adolecía de muchos y graves defectos. Libraba el Rey, por importunidad y a instancia de las personas que le rodeaban, cartas de llamamiento para que se presentasen en la corte sus adversarios, y venidos, acudían al Consejo en donde nada se sabía de la causa de la citación; de suerte que en ninguna parte eran oídos ni recibidos para alegar de su derecho.

Los oidores de la Audiencia y los alcaldes de la Corte y Chancillería abogaban en los pleitos con licencia del Rey, no obstante la prohibición de las leyes. El Rey avocaba a sí los pleitos y causas pendientes en los tribunales ordinarios, y mandaba a los jueces que se inhibiesen de conocer de los negocios propios de su jurisdicción. Los jueces alargaban los litigios con agravio y en perjuicio de las partes, tardando en dictar las sentencias interlocutorias y definitivas contra lo establecido en el ordenamiento hecho en las Cortes de Alcalá en 1348695.

La justicia criminal no estaba menos abandonada y corrompida. Cada día se renovaban los casos de muerte, robo, salteamiento de caminos, incendios, ofensas, injurias y otros delitos. Los alcaides de los castillos y fortalezas del Rey, que eran al mismo tiempo ministros de la justicia y tal vez corregidores, se contaban en el número de los mayores delincuentes. La impunidad fomentaba la licencia, porque nadie tenía miedo a la pena. Los criminales se acogían a los castillos fronteros, y obtenían cartas de los alcaides con las cuales se excusaban de restituir lo robado y se libraban del merecido castigo según los privilegios: otros alcanzaban del Rey el perdón, siquiera fuesen reos de traición o muerte segura, contra lo ordenado por D. Juan II en las Cortos de Valladolid de 1447, aunque no fuesen perdonados de sus enemigos y sin obligarles a la restitución.

Los corregidores seguían las parcialidades de los señores y caballeros poderosos en las ciudades y villas en donde tenían el cargo de administrar justicia, la vara se doblaba en sus manos por amor o temor, y los jueces eclesiásticos no cesaban de invadir y usurpar la jurisdicción real.

La paz pública estaba en continuo peligro. Algunas personas se atrevían a tocar a rebato sin causa para ello y sin orden de los regidores del pueblo. Acudían los vecinos, se movían alborotos, y del tumulto resultaban muchos y diversos delitos. Los obispos, los abades y otros eclesiásticos formaban bandos y ligas que escandalizaban a los legos. Las hermandades y cofradías se multiplicaban contra el tenor de las leyes, aumentando el número de los delitos con sus excesos, y hasta los estudiantes de la Universidad de Salamanca, y aun los catedráticos, se mezclaban en los ruidos y contiendas de los caballeros de la ciudad, distrayéndose de sus estudios «a que principalmente vienen a entender ende, e por que fueron enviados por sus padres e parientes, gastando en los dichos bandos aquello que debían gastar en la adquisición de la ciencia, e en las cosas a ella nescesarias.»

No solamente no cuidaba el Rey de consumir los oficios concejiles acrecentados, sino que daba cartas expectativas para proveer las vacantes. Los escribanos de los concejos no desistían de su empeño de tener voz y voto en los cabildos y ayuntamientos. El Rey, sin atender a la elección de las ciudades, villas y lugares que gozaban de este privilegio, nombraba regidores, jurados y escribanos a quienes quería honrar y favorecer. Había personas que acumulaban dos oficios de regimiento en distintos pueblos, abuso contrario a toda razón y justicia, y además reprobado por el derecho, como incompatibles a causa de la residencia. En algunos lugares la elección de las justicias daba ocasión a reuniones tumultuarias de que se recrecían «muchas muertes, e escándalos, e roídos, e peleas.» Por último, no se cumplía la ley de D. Juan II hecha en las Cortes de Zamora de 1432, ni la dada por el mismo Enrique IV en las de Córdoba de 1455, prohibiendo la entrada en los ayuntamientos y concejos a toda persona extraña para que libremente pudiesen deliberar y acordar lo conveniente al bien común los alcaldes, alguaciles, regidores, jurados y sesmeros en donde los hubiese.

Las peticiones de los procuradores dadas al Rey con el objeto de corregir estos abusos y castigar los delitos que con tanta razón denunciaban, fueron despachadas favorablemente, en parte porque estaba respondido con referirse a lo ordenado en Cortes anteriores, y en parte porque careciendo Enrique IV de voluntad propia, mal podía tener iniciativa para dictar nuevas leyes o reformar las de sus antepasados. En realidad los cuadernos de peticiones en los reinados de D. Juan II y D. Enrique IV habían decaído de su antigua importancia y degenerado en una fórmula ociosa y vana.

Suplicaron los procuradores la moderación en las mercedes, llegando su celo a pedir que se consumiese la mitad de las que vacasen, así como la conservación de las fortalezas y castillos fronteros, ya pagando la gente que los defendía, ya haciendo las labores de reparación que fuesen necesarias para resistir el acometimiento de los enemigos; a lo cual respondió el Rey que era bien y de su agrado.

Continuaba el desorden en la hacienda. Galicia debía todos los pedidos repartidos al reino desde el año 1428 hasta el de 1452, y desde el 1453 hasta el de 1459. Los excusados a título de monederos y obreros de las atarazanas seguían gozando de la excepción de tributos, «e aun lo peor es que las tales personas son omes escandalosos e de mal vivir, e a este fin procuran dichos oficios.» Los procuradores tenían por injusta la desigualdad de las cargas públicas. Sin embargo, reclamaron por vía de excepción que los regidores fuesen exentos de dar huéspedes, cuando la corte mudaba de asiento o el Rey o la Reina se alojaban en alguna ciudad, villa o lugar.

Los alcaides de las fortalezas, castillos y casas fuertes exigían tributos sin derecho a las personas que pasaban cerca con ganados o mercaderías a título de castillerías o castillajes. Los gallineros del Rey, de la Reina, de los Infantes o de los grandes y caballeros continuaban tomando las aves que bien les parecía a los particulares, a los monasterios y a las casas de religión. El embargo de yuntas de labor y carretas daba origen a multitud de robos y cohechos, y no obstante las leyes y ordenamientos que lo prohibían, seguía el abuso de apoderarse quien más podía de las rentas, pechos y derechos de la corona. Los recaudadores y arrendadores de los tributos, como si la codicia fuese en ellos una pasión incorregible, vejaban a los pueblos de mil modos, burlando las leyes establecidas para reprimir sus agravios.

La única providencia digna de mención que dictó Enrique IV respondiendo a estas peticiones, consistió en tasar los precios de las carretas con bueyes o con mulas, y de las caballerías mayores y menores que se hubiesen de dar para el servicio de bagajes.

En materia de comercio suplicaron los procuradores que no se hiciesen ferias y mercados francos sin licencia y autoridad del Rey; que fuesen castigados los regatones que, comprando para revender, encarecían las provisiones y vituallas con menosprecio de cualesquiera tasas, gracias al favor de los grandes y caballeros, de los señores del Consejo y de los alcaldes y alguaciles de la Corte; que nadie se atreviese a impedir el tráfico libre de los granos dentro del reino; que nadie tampoco sacase cosas vedadas, especialmente pan y ganados; que no se permitiese sacar más de las dos tercias partes de las lanas, reservando la otra tercia para la provisión de los naturales; que se prohibiese la entrada del vino «por no ser necesaria según la muchedumbre que dello hay», y se procurase la observancia rigorosa de las leyes relativas a la igualación de los pesos y las medidas.

Una sola novedad contienen las respuestas del Rey, a saber, la confesión paladina de los muchos fraudes y colusiones de los alcaldes de las sacas, y la impotencia de la justicia para descubrirlas, perseguir a sus autores y castigarlos, pues concede licencia y facultad a todo vecino y morador de cualquiera ciudad, villa o lugar del reino, de tomar las cosas vedadas, hallándolas a una o dos leguas de la frontera, con la obligación de entregarlas dentro de veinte y cuatro horas al juez más inmediato; y probado el hecho, con opción a la tercera parte de lo aprehendido por vía de estímulo y recompensa. En cuanto a la extracción de las lanas, Enrique IV guardó silencio.

Reclamaron los procuradores la observancia de los privilegios concedidos a la Mesta, según los cuales los ganados, bienes muebles y semovientes de los pastores de la hermandad no podían ser prendados, ejecutados, embargados ni detenidos por deudas a los concejos y lugares de donde fuesen vecinos, salvo siendo propios y estando ellos obligados como principales o fiadores.

Había Enrique IV reformado la moneda bajando su valor, este mismo año de 1462 antes de la celebración de las Cortes. Para que la moneda corriese sin alterar los precios de las cosas vendibles, puso tasa a los ganados, lanas, paños y otras mercaderías. Los procuradores manifestaron su temor de que subiese el de las yerbas y dehesas que los pastores arrendaban, principalmente si era forzoso pagar la renta en dinero; y de aquí la petición encaminada a fijar el de las dehesas destinadas al pasto de los ganados, mandando que sus dueños las arrendasen en lo sucesivo por un cuarto menos que producían antes de la baja de la moneda.

Enrique IV protegió la ganadería con más liberalidad que sus progenitores. Suya es la ley declarando que todos los ganados del reino formasen una sola cabaña o la cabaña real, y anduviesen por todas partes salvos y seguros bajo su guarda y encomienda. Así no es extraño que el Rey haya otorgado ambas peticiones, ni que andando el tiempo la tasa de las yerbas hubiese pasado al cuaderno de las leyes y privilegios del Concejo de la Mesta.

Mostráronse los procuradores, y el mismo Enrique IV, piadosos con los Judíos reducidos a pobreza desde el incendio y saco de las aljamas en 1391. Leyes muy severas les impedían celebrar contratos lícitos y honestos, suponiendo que todos eran fingidos y simulados en fraude de la usura. Los procuradores reprobaban los contratos usurarios; pero también protestaban contra la grande iniquidad de las leyes «en quanto por ellas padescían justos por pecadores, porque puesto que algunos Judíos dan a logro, otros que lo non dan, nin acostumbran dar, non pueden contratar, nin rescibir contratos e tratar en sus mercaderías, e en los otros casos lícitos e verdaderos.» Añadían a estas razones que los Judíos, por gozar de mayor libertad, abandonaban los lugares realengos y se iban a poblar los de señorío y abadengo.

Enrique IV mandó suspender la ejecución del ordenamiento hecho por su abuelo D. Enrique III en las Cortes de Valladolid de 1405, y autorizó a los Judíos para celebrar con los cristianos cualesquiera contratos lícitos y permitidos en derecho, no siendo usurarios, ni fingidos, ni simulados para disfrazar la usura de palabra o por escrito.

Como el imperio de la moda es antiguo, cada día variaba la forma de los arneses que venían a Castilla de Francia, Italia, Flandes y otras partes en donde florecían las artes mecánicas por este tiempo. Los caballeros y escuderos, amadores de toda gentileza, gastaban su caudal en procurar trajes nuevos de armas para lucir en las justas y torneos. Hallaron los procuradores reprensible y perjudicial el lujo de los arneses, y pidieron al Rey mandase «so grandes penas, que cada día non anden faciendo mudanzas»; a cuya petición respondió Enrique IV que todos los arneses que de allí en adelante se hubiesen de traer de fuera de sus reinos, «fuesen de una fechura... por manera que dellos non pudiese haber mudanza.» El exceso del lujo despertó el deseo de reprimir el gasto dictando una ley suntuaria.

La redención de cautivos cristianos en poder de los Moros vasallos del Rey de Granada fue objeto de la solicitud de los procuradores. Representaron al Rey los precios demasiados que los Moros exigían por el rescate, y para facilitarlo le suplicaron la aprobación de ciertos medios en virtud de los cuales se podía comprar a sus señores cautivos infieles por menos de su valor, a fin de que los parientes y amigos del cristiano reducido a cautiverio tuviesen comodidad de redimirle, supliendo el dinero con el canje.

La petición fue buenamente otorgada, y por ello Enrique IV merece alabanza, pero no la indulgencia de la posteridad, en cuanto el mayor número de cristianos que Moros cautivos arguye la mala guarda de nuestras fronteras, y el ocio de nuestras armas poco honroso para un Rey de Castilla, obligado a mantener viva la guerra de Granada.

Cerremos el examen del cuaderno de Toledo de 1462 con la justa queja de los procuradores al Rey, en la cual se dolían de que no hiciese cuenta de la elección de los concejos, ni recibiese a los elegidos por las ciudades, villas y lugares cuando llamaba el reino a Cortes. Solía Enrique IV proveer las procuraciones en algunas personas de su agrado, como si fuesen mercedes pendientes de su voluntad, y no mandatos imperativos, y la elección libre el único título hábil para llevar la voz del estado llano.

El Rey no se dio por entendido de la censura de los procuradores, ofendidos con razón del quebrantamiento de los buenos usos y costumbres antiguas, ni prometió la emienda, antes invocando el ejemplo de su padre D. Juan II, respondió que estaba proveído por leyes y ordenanzas lo conveniente.

No: el ejemplo de D. Juan II no autorizaba a Enrique IV para nombrar los procuradores de Cortes. En las de Burgos de 1430, Palencia de 1431, Zamora de 1432 y Valladolid de 1442, reconoció D. Juan II el principio de la elección por los concejos. Abusó recomendando a personas determinadas, y toleró el abuso de las recomendaciones de la Reina, del Príncipe y de algunos grandes; pero nunca puso en duda el derecho de elegir procuradores a voluntad de las ciudades y villas como regla general.

Enrique IV, cuando Príncipe, no respetó la libertad de la elección, y cuando Rey cometió el desafuero que consta por la famosa convocatoria de 22 de Octubre de 1457. Ahora, respondiendo a los procuradores en las Cortes de Toledo de 1462, acudió a una torcida interpretación de los ordenamientos de D. Juan II para disculparse y dar color de legalidad ala violación de las leyes.

La culpa no fue toda de Enrique IV. ¿Por qué los procuradores no renunciaron los salarios que recibían de la mano del Rey? ¿Por qué los concejos no se apresuraron a satisfacer los gastos de la procuración, para que los procuradores fuesen sus verdaderos mandatarios, y no gente mercenaria al servicio de la corte? Los pueblos que nada arriesgan ni sacrifican por defender sus libertades, no las conservan ni merecen conservarlas, y no se quejen muy alto, si llegan a perderlas, pues si no son los autores, no escapan de ser los cómplices de su ruina.

Arreciaba por momentos la tempestad que la nobleza levantó contra el menguado Rey de Castilla. El Marqués de Villena era el alma de la conjuración tramada, ya para prenderle, ya para despojarle de la corona. No podía sufrir que le hubiese sustituido en la privanza D. Beltrán de la Cueva, y menos su elevación a la dignidad de Maestre de Santiago, porque tenía clavados los ojos en el maestrazgo.

Reunidos los grandes y caballeros descontentos en la ciudad de Burgos, acordaron escribir al Rey una carta destemplada, en la cual, entre otras cosas, le decían que por derecho divino y humano el maestrazgo de Santiago pertenecía al Infante D. Alonso, su hermano, a quien debía mandar luego jurar por Príncipe heredero, no obstante la jura de Doña Juana, hija de la Reina su mujer, «sabiendo él muy bien que aquélla no era su hija, ni como legítima podía suceder ni ser heredera después de sus días696

Si Enrique IV, así como tenía sobrado poder, «quisiera tener esfuerzo de varón, e osadía de caballero, e atrevimiento de Rey», con sangre habría escrito la respuesta. Lejos de eso devoró la afrenta, y propuso medios de paz y sosiego, y se celebraron vistas entre Cabezón y Cigales, quedando concertado que el Rey entregaría el Infante D. Alonso al Marqués de Villena, que sería jurado heredero y sucesor de estos reinos, bajo la promesa de casar con la princesa Doña Juana, y que D. Beltrán de la Cueva renunciaría el maestrazgo de Santiago y se proveería en Don Alonso.

Hizo Enrique IV la vergonzosa declaración que debía sucederle en la corona después de sus días el Infante su hermano, estando en Cabezón, aldea de la villa de Valladolid, el 4 de Setiembre de 1464697.

Ayuntamiento de Cabezón de 1464.

Para dar conclusión a lo capitulado, el Rey, que después de las vistas había partido para Segovia y Valladolid, fue a Cabezón, en donde se hizo la jura698.

En esto se fundan algunos autores para suponer que se celebraron Cortes entre Cabezón y Cigales el año 1464. En efecto, el reconocimiento y jura del inmediato sucesor inducen a pensarlo, tanto más cuanto aquel acto debía anular el pleito homenaje rendido a la Princesa Doña Juana en las Cortes de Madrid de 1462 con el ceremonial de costumbre.

Sin embargo, no hubo sino un Ayuntamiento irregular de dos arzobispos y un obispo, el Almirante D. Fadrique, el Marqués de Villena, cinco condes y otros caballeros de su parcialidad, a los cuales se agregaron el Rey con los prelados y caballeros de su alto Consejo.

Ni un solo procurador se halló presente. Para suplir esta falta declaró Enrique IV su voluntad de llamar en el mes de Diciembre los de las ciudades y villas del reino que solían enviarlos, y reunirlos «do quier que estuviere el dicho Príncipe D. Alfonso, su hermano»699; lo cual prueba que el Rey y los grandes y caballeros descontentos ajustaron un convenio cerca de Cabezón fuera de Cortes, pues las anunciadas para el mes de Diciembre no llegaron a celebrarse.

Dado que la representación del clero y la nobleza no ofrezca reparo, no se comprende que un acto tan solemne como el juramento de fidelidad y el homenaje debido a los herederos de los Reyes de Castilla y León pueda reputarse hecho en Cortes sin la concurrencia de los tres estados del reino. No hay precedente de jura del sucesor en la corona sin la intervención de las ciudades y villas representadas por sus procuradores: tampoco lo hay de Cortes sin nombre de lugar, celebradas a campo raso.

No se apaciguaron los ánimos con los medios de concordia, antes creció el arrojo de los alterados, a quienes no imponía respeto un Rey de condición tan benigna. Tomaron al Príncipe D. Alonso y se fueron con él a la ciudad de Plasencia, en donde se rebelaron contra Enrique IV.

El Rey les mandó derramar la gente armada que allí tenían, someterse y entregarle a su hermano, pues ya no era prenda de paz en poder de los conjurados, a todo lo cual se negaron perseverando en la desobediencia.

Poco después el Almirante D. Fadrique se apoderó de Valladolid y alzó por Rey al Príncipe, cuya voz se repitió en Ávila, cuando los grandes depusieron a Enrique IV en estatua, y aclamaron Rey de Castilla a su hermano D. Alonso.

A ejemplo de la nobleza se alborotó el pueblo. Las ciudades se levantaron, todo el reino estaba en armas, nadie había neutral, y encendida la guerra civil sobrevino la efusión de sangre.

Cortes de Salamanca de 1465.

En medio de tantas turbaciones celebró el Rey Cortes en Salamanca por Abril 6 Mayo de 1465. Según el cuaderno de peticiones, las convocó para tratar de «cosas mucho complideras a su servicio, e al bien común e pacífico estado e tranquilidad de sus reinos.»

El silencio de la Crónica y la escasa luz que se desprende de un cuaderno muy maltratado por el tiempo, no permiten fijar con precisión la fecha de estas Cortes. Es de presumir que coinciden con la ocupación de Salamanca por Enrique IV, cuando mandó a los caballeros que estaban en Plasencia que viniesen a su servicio como leales vasallos y le restituyesen a su hermano, sospechando que los alterados, de quienes era cabeza D. Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, querían coronarle.

Fueron presentes los prelados, duques, condes, ricos hombres, caballeros y doctores del Consejo que seguían al Rey, y los procuradores de ciertas ciudades y villas. La omisión de los nombres propios que debían representar al clero y la nobleza arguye poco en favor del número y calidad de los concurrentes; y no podían ser muchos descontada la parcialidad del Príncipe D. Alonso. Los procuradores también debieron ser pocos, pues eran pocas las ciudades fieles a la causa del Rey contra los alterados.

Las peticiones dadas a Enrique IV en las Cortes de Salamanca de 1465 son en su mayor parte la fiel reproducción de las contenidas en el cuaderno de Toledo de 1462.

Quejaronse los procuradores con ruda franqueza de que las leyes no se cumplían, y menos los ordenamientos hechos en Toledo: dijeron que las ciudades habían perdido la esperanza de que se ejecutasen, aunque el Rey los confirmase, sospechando que todo sería escribir sin otro efecto; propusieron que el Rey prestase el juramento de observarlos y mandase jurar lo mismo a los de su alto Consejo y a sus contadores, y suplicaron que diese orden como residiesen de continuo en la corte cuatro procuradores con el cargo y la obligación de solicitar que las leyes y pragmáticas sanciones se guardasen, y de instar por el castigo de los que fuesen en quebrantarlas.

Enrique IV no se dignó disculpar la flojedad de su gobierno, calló en cuanto al juramento, y a lo principal respondió que si querían enviar aquellos procuradores, los mandaría aposentar; «pero que vengan (dijo) e estén a vuestras propias costas.»

Si vergonzosa era para el Rey una petición en la cual se censuraba su indolencia y se manifestaba sin rebozo que su palabra no inspiraba confianza a los pueblos, mayor vergüenza fue humillarse al extremo de admitir cuatro fiscales de los actos exclusivos o inseparables de su soberanía. Es de presumir que condescendió con el ruego de los procuradores sin el propósito muy firme de guardar la fe prometida.

Las leyes y pragmáticas-sanciones hechas en las Cortes de Toledo de 1462 que los procuradores suplicaron al Rey en las de Salamanca de 1465 aprobase y confirmase, fueron la que prohibía llevar a la corte, ni avocar a sí el conocimiento de los pleitos pendientes en la Audiencia; la relativa al nombramiento de corregidores sin limitación alguna; la que negaba a los escribanos de los concejos el voto en cabildo o ayuntamiento; la que tenía por objeto moderar las mercedes, sobre todo las transmisibles por juro de heredad; la restrictiva de la franqueza de pechos en razón de los monederos, a cuya sombra tantas personas se acogían; la que dispensaba de recibir huéspedes a los regidores, según lo tenían por privilegio; la que fijaba el precio de los ganados y carretas que se tomaban para el servicio del Rey, de la Reina y de los Infantes; la dirigida a poner orden en el pago de los mrs. asentados en los libros de los contadores mayores, y a librar lo debido por tenencias de los castillos fronteros, y la más importante de todas acerca de la libre elección de los procuradores.

En este punto los de Salamanca suplicaron al Rey mandase guardarlo contenido en la petición dada en las Cortes anteriores; mas el Rey, poco amigo de acercarse al pueblo y de comunicarle parte alguna de su autoridad, mandó guardar la ley de Toledo, quedando la monarquía sola e indefensa contra la nobleza poderosa e indisciplinada. Gustaba Enrique IV de levantar del polvo a hombres humildes, colmarlos de riquezas y conferirles las más altas dignidades para oponerlos a los grandes, ambiciosos y descontentos, porque no gozaban del primer lugar en la privanza; y era tan ciego, que no veía cómo faltaban los cimientos a su trono desde que en vez de apoyarlo en el concurso de los tres estados del reino, fiaba su seguridad al consejo de un corto número de servidores y criados.

Las demás peticiones son pocas y de poca novedad. Suplicaron los procuradores al Rey la restitución a las ciudades, villas y lugares de los términos, jurisdicciones, vecindades y suelos usurpados por eclesiásticos, caballeros, concejos y particulares; que no hiciese merced a persona alguna de los castillos, lugares y jurisdicciones de las ciudades y villas; que pusiese remedio a los cohechos que cometían los encargados de llevar pan, viandas o pertrechos de unas partes a otras; que corrigiese los excesos de los guardas de los montes y monteros que entraban en las dehesas particulares, y las tomaban con agravio de sus dueños, en lo cual (decían los procuradores) recibirán singular beneficio y limosna; que mandase labrar moneda de oro, plata y vellón, «porque por falta dello ya cesa la mayor parte del trato de la mercadería, así en Burgos, e Toledo, e Sevilla, como en las otras ciudades e villas de vuestros reinos»; que prohibiese matar las palomas domésticas, y armar redes o lazos para cazarlas a menor distancia de una legua de los palomares, y por último, que para evitar debates y contiendas entre los herederos y sucesores de los finados y sus viudas acerca de los bienes gananciales, declarase el sentido de la ley del Fuero Real que trata «de los donadios quel marido ovier del Rey o del sennor»700.

La petición relativa a la moneda es curiosa, no sólo porque da noticia de los pueblos de Castilla en donde era mayor la contratación durante la segunda mitad del siglo XV, sino porque resulta del razonamiento de los procuradores que el oro venia de Berbería.

Las respuestas de Enrique IV fueron como suyas, palabras llenas de bondad, pero estériles, porque rara vez se cuidaba de ponerlas por obra. Las leyes hechas en estas Cortes de Salamanca de 1465 no constituyen una excepción, según consta del cuaderno de peticiones hechas al Rey en las de Ocaña de 1469.

En el archivo municipal de Madrid existe una convocatoria a Cortes expedida por Enrique IV, estando en Segovia, a 6 de Diciembre de 1465. Los procuradores de las ciudades y villas debían reunirse en el punto en el cual se hallase el Rey el día de la Epifanía del año 1466. Ni Enríquez del Castillo en su Crónica, ni Alonso de Palencia, ni Colmenares, diligente historiador de Segovia, ni otros escritores no menos curiosos y eruditos, consagran el más leve recuerdo a las Cortes convocadas en esta ocasión por Enrique IV. El Rey residió en aquella ciudad desde Noviembre de 1465 hasta fin de Mayo de 1466; y aunque las pruebas negativas tienen poca fuerza, todavía pesa mucho en la balanza de la critica el silencio de Diego de Colmenares701. En suma, todo induce a creer que tales Cortes, que según los términos de la convocatoria debieron empezar el 6 de Enero de 1466, no llegaron a tener efecto.

Cortes de Madrid de 1467.

También podría ponerse en duda si las hubo en Madrid el año1467, a no hallarlas citadas en el cuaderno relativo a las de Ocaña de 1469, por cuyo documento se sabe que los procuradores reclamaron contra las inmoderadas mercedes que el Rey hacía sobre las inmensas de D. Juan II en menoscabo de la corona real.

Cortes de Ocaña de 1469.

Pasó Enrique IV en Ocaña las fiestas de Navidad del año 1468, y en seguida mandó llamar a los procuradores de las ciudades y villas del reino, «así para consultarles las cosas de la gobernación de los pueblos, como para el bien de la justicia.» No acudieron al llamamiento del Rey los de Andalucía, porque las más de las ciudades estaban alteradas y apartadas de su obediencia; y aunque tuviesen voluntad de obedecer, los grandes que en ellas vivían se lo hubieran impedido702.

Estas noticias, tomadas de buena fuente, suplen en parte la falta del preámbulo al cuaderno de peticiones dadas en las Cortes de Ocaña de 1469.

Sin negar que fuese el propósito de Enrique IV consultar a los procuradores acerca de las cosas tocantes a la gobernación y la justicia, basta la lectura del cuaderno para convencer que el móvil principal fue la grande necesidad de dinero que aquejaba al Rey, a fin de proveer al mantenimiento de su persona y casa, y pagar la gente armada que requería la empresa de recobrar su patrimonio usurpado, y someter las ciudades rebeladas.

No consta la cantidad que otorgaron los procuradores en pedido y monedas; pero son conocidas las estrechas condiciones que impusieron al Rey y su aceptación degrado o por fuerza. Usando de la fidelidad y lealtad que os debemos (le dijeron) estamos dispuestos a socorrer vuestras necesidades y remediar vuestra pobreza, si bien recelamos que la cantidad será muy mal cobrada y distribuida, porque unos ocuparán y tomarán para sí lo repartido a sus tierras y comarcas, y otros tentarán el medio de cobrar por cédulas y libramientos lo que debía ir a vuestra mano; «por manera que los reinos más socorrerán las necesidades y la cobdicia de algunas personas que vuestra necesidad, e sería dar causa a que con este dinero muchos se hallasen con caudal para más poderosamente rebelarse contra vuestra alteza.»

En conclusión, suplicaron los procuradores al Rey mandase a los prelados y caballeros prestar juramento de no tomar ni consentir que otros tomasen parte alguna de pedido y monedas, de favorecer y auxiliar a los recaudadores y de no embargar lo cobrado a cuenta de sueldos que hubiesen de percibir para pagar a su gente. Asimismo propusieron que el Rey no diese carta o albalá autorizando el gasto de dinero procedente de pedidos y monedas sin llevar las firmas de dos de su Consejo, por lo menos, de los contadores mayores y de algunos procuradores diputados al efecto. También rogaron con valentía que el Rey jurase guardarlo y mantenerlo así, y suplicase al Padre Santo pusiese sentencia de excomunión sobre su Real persona, si hiciere o mandare lo contrario.

Tuvo esta petición un éxito cumplido, pues fue convertida en ley, y como tal inserta en el cuaderno de aquellas Cortes. Enrique IV se rindió a la voluntad de los procuradores, sin protestar contra una censura tan áspera de sus actos, sin resistir una intervención sugerida por la desconfianza, y sin darse por sentido de la grave ofensa que se le hacía al proponerle un medio tan humillante de garantir su fe y palabra real, como era aceptar por fiador al Papa y someterse al anatema.

Es sabido que Enrique IV, muerto su hermano el Príncipe D. Alonso, mandó jurar Princesa y heredera de sus reinos a la Infanta Doña Isabel el 19 de Setiembre de 1468 en la venta de los Toros de Guisando. Concurrieron a esta ceremonia, que tanto pesó en la balanza de la fortuna de España, muchos prelados y caballeros que con el Rey estaban. Un pueblo innumerable fue testigo de aquella solemnidad, a la cual faltó para ser completa la presencia de los procuradores de las ciudades y villas del reino.

Subsanaron la falta las Cortes de Ocaña de 1469, pues según la carta que la Princesa Doña Isabel escribió a Enrique IV, cuando ya meditaba el Rey el rompimiento con su hermana, «después en la villa de Ocaña por mandado de vuestra señoría, otros muchos prelados e procuradores de las cibdades e villas... lo juraron, segund que vuestra señoría bien sabe, e a todos es notorio»703.

Ayuntamiento de Val-de-Lozoya de 1470.

Confirmada la jura de la Princesa en las Cortes inmediatas, se desvanecen todos los escrúpulos acerca del derecho de sucesión en la Corona que asistía a doña Isabel; derecho declarado por el único tribunal competente, que no pudo invalidar la jura posterior de doña Juana, hija presunta del Rey, en el Ayuntamiento de grandes, prelados y caballeros de Val-de-Lozoya, porque no se reunieron allí los tres estados del reino, como era necesario, para anular la concordia de los Toros de Guisando.

Todo el mundo dudaba de la legitimidad de doña Juana, o por mejor decir, todo el mundo creía en su ilegitimidad, prestando fundamento al rumor la enfermedad del Rey, la vida deshonesta de la Reina y la jura de D. Alonso primero, y después la de doña Isabel. Siempre fallaron estos pleitos las Cortes en uso de su jurisdicción soberana, como lo hicieron las de Segovia de1276 y Toledo de 1284 a favor de Sancho IV contra los Infantes de la Cerda, las de Burgos de 1366 decidiendo la contienda entro D. Pedro y D. Enrique II, y las de Segovia de 1386 sosteniendo los derechos de D. Juan I disputados por el Duque de Lancaster. Así pronunciaron sentencia las Cortes de Ocaña de 1469 en favor de doña Isabel y siguieron los procuradores su partido, que era también el del mayor número de los grandes, prelados y caballeros704.

Esta circunstancia aumenta en sumo grado la celebridad de dichas Cortes, que, por otra parte, merecen ser celebradas.

El alto Consejo de los Reyes estaba «desordenado, e desfallecido, e menguado de perlados, e caballeros e letrados» a causa principalmente de que el Rey había dado entrada en este cuerpo a ciertas personas, «más por las honras e condescender a sus suplicaciones, e hacerles merced, que por proveer al Consejo; e de aquí han aseído que la dignidad e oficio del Consejo es venida en menosprecio.» El Rey se excusó con la inquietud de los cinco años anteriores, como si la más honda raíz de todas las calamidades de Castilla en aquel tiempo no fuese la mala gobernación del estado.

Los alcaldes de la Casa y Corte entraban en el Consejo y tenían voto en los negocios de justicia que allí se ventilaban y resolvían. Los procuradores representaron los inconvenientes de ejercer una sola persona dos oficios públicos, «seyendo cada uno de ellos tan grande e tan honrado que ha menester sujeto de gran suficiencia, e libre e exento de otros cargos para bien cumplir»; a lo cual añadían «que si el alcalde yerra o agravia en su oficio, él mesmo se falla después en el Consejo para defender lo que fizo, e estorvar que no se emiendo lo mal fecho»; petición justa y razonable otorgada por el Rey sin el menor reparo.

Pidieron los procuradores reformas saludables en la administración de la justicia que andaba muy descuidada. «El oficio del rey (dijeron) es regir, y hase de entender bien regir, porque el rey que mal rige, no rige, mas disipa. Propio es a los reyes hacer juicio e justicia... e pues vos reináis, bien se puede afirmar que vuestra dignidad real cargo tiene e a cargoso trabajo es subjeta, e vuestro cargo es que mientras vuestros súbditos duermen, vuestra alteza vele guardándolos, y su merescenario sois, pues por soldada desto vos dan vuestros súbditos parte de sus frutos e de las ganancias de su industria, y vos sirven muy ahincadamente con sus personas en vuestras necesidades... El que tiene el cetro de la justicia ha menester quien le ayude, y así fue nescesario que buscase ministros inferiores a él, entre los quales repartiese sus cargos, quedando para él la justicia soberana... Por esto vuestros progenitores buscaron jueces que tuviesen sus veces en el reino, a los cuales pusieron el nombre de oidores... y del ayuntamiento destos se halló el nombre de Audiencia, etc.»

En resolución suplicaron al Rey diputase dos o tres de su alto Consejo para que con otros dos o tres procuradores elegidos por ellos mismos entendiesen en nombrar las personas que hubiesen de servir los dichos oficios, y acordasen sus salarios y mantenimientos y el modo de pagarlos.

Enrique IV disculpó el abandono de la justicia con los escándalos y movimientos que turbaron su reinado, y prometió reformar la Audiencia alternando los jueces en el servicio cada seis meses, de suerte que nunca faltasen un prelado, tres oidores y tres alcaldes.

Para completar el cuadro de la administración de la justicia en este tiempo, es de saber que el Rey continuaba librando cartas injustas y en perjuicio de partes, no obstante la reprobación de las leyes y del derecho; que en algunas ciudades, villas y lugares las personas poderosas, cabezas de bando, echaban de sus casas a los vecinos con quienes tenían enemistad y les tomaban su hacienda sin mediar sentencia ni forma de juicio, y aun les buscaban achaques para desterrarlos; que los rufianes allegados a señores y caballeros, movían alborotos, de que resultaban heridas y muertes sin castigo por el favor de que gozaban; que los contadores mayores, sus oficiales, los secretarios del Rey, los escribanos de cámara, los alguaciles de Casa y Corte y hasta el canciller del sello de la puridad no formaban escrúpulo de llevar derechos muy crecidos y muy superiores a los tasados en el arancel, y que había peste de escribanos falsarios, entre ellos niños y hombres que no sabían leer, cuyos oficios no tenían otro origen que una carta del Rey en blanco.

Los recaudadores y arrendadores de las rentas públicas no rendían cuenta de los caudales que pasaban por sus manos. El Rey, apremiado por la necesidad, perdonó a unos sus deudas con la condición de pagarles sumas inferiores de contado: las de otros se consumieron en mercedes a favoritos y criados, siguiéndose muchas contiendas, pérdidas y daños.

El desorden en despachar las cartas de libramiento abría la puerta agrandes abusos y vejaciones intolerables. Los ejecutores tomaban los ganados y los hombres que hallaban en los campos, y los dueños de los ganados y los presos, «quier deban o no» por fuerza se habían de rescatar. Salían de un lugar y entraban en otro, asolando sin piedad toda la comarca; y aunque «cobran una contía muchas veces, nunca dicen que están pagados.» No por eso los que tenían mrs. asentados en los libros del Rey percibían lo que les era debido, antes por no cobrar blanca, muchos escuderos, e dueñas, e doncellas e fijos de algo se fallan muy pobres e perdidos, e se dan a mal vivir por buscar mantenimientos.»

La franqueza de pechos concedida en virtud de antiguos privilegios a los monteros, monederos y oficiales de las casas de moneda, tan extendida en perjuicio de los que no gozaban de igual exención, no se había reducido a los justos límites trazados por diferentes leyes hechas en Cortes. Lejos de disminuir el número de los excusados, Enrique IV lo aumentó cuando en el real de Simancas el año 1465 declaró hidalgos libres y francos de todo pecho y tributo a los que viniesen a servirle con armas a su costa, a cuyo beneficio se acogieron de tropel los hombres de a pié, los despenseros y los acemileros de la hueste, que ganaron cartas de hidalguía para sí y sus descedientes con agravio de los buenos pecheros entre quienes se repartió la carga de los exentos. El desacierto era tal, que rayaba en desatino; por lo cual el Rey, a petición de los procuradores, se vio forzado a revocar aquellas inconsideradas mercedes, volviendo los nuevos excusados a contribuir con pedidos y monedas y demás pechos reales y concejiles.

También pidieron al Rey la revocación de las exenciones de pedidos y monedas en favor de ciertas ciudades, villas y lugares, salvo las que solían enviar procuradores a Cortes para que fuesen ennoblecidas, entendiéndose la franqueza de los muros adentro y no más, y que anulase los privilegios de ferias y mercados francos.

Accedió Enrique IV a esto último, resistió lo primero, y guardó un discreto silencio respecto de las ciudades y villas con voto en Cortes, porque concederles la exención solicitada no era justo, y no era político negarla. Menos discretos los procuradores, suscitaron una cuestión odiosa manifestando su deseo de distinguir las ciudades y villas en privilegiadas y no privilegiadas, semilla de futuras discordias que contribuyeron no poco a la decadencia de las instituciones populares.

La hermandad de las ciudades, villas y lugares autorizada por Enrique IV para reprimir y castigar los robos y muertes en despoblado, y organizada en Tordesillas el año 1466, dio alguna seguridad a los caminos, y permitió a las gentes atender a sus labores y frecuentar las ferias y mercados, cuando antes apenas osaba nadie salir de su casa.

A voz de hermandad se hicieron ayuntamientos generales y particulares, se nombraron oficiales, se establecieron sisas sobre las cosas más necesarias, y en fin, se repartieron y cobraron sumas considerables, de las cuales no se tomó cuenta al tesorero, de suerte que no se sabía «en qué cosa se gastaron». Los procuradores suplicaron al Rey la averiguación de todo y el castigo de los culpados, pues algunos habría, según se infiere de las palabras «e non pase so disimulación tan grande negocio»; y en efecto, el Rey mandó a los del Consejo diputasen dos jueces que conociesen y proveyesen lo conveniente.

La gente de armas de la guarda de Enrique IV, no teniendo con qué mantenerse, vivía a costa de los labradores, a quienes tomaban por fuerza pan, vino, carnes, paja, cebada y todo cuanto habían menester para sí y sus convidados, ofreciendo pagarles tan pronto como recibiesen el sueldo, que nunca llegaba. El día de la partida se juntaban en tropel y salían del lugar, dejando a sus huéspedes burlados; «por manera que los lugares donde entra la gente de vuestra guarda (decían los procuradores), si algunos días están ende, luego los dejan más robados e destruidos, que si Moros oviesen entrado en ellos, los pueblos que tales dannos padescen e los que los oyen, toman desamor con vuestra sennoría». La conclusión fue que el Rey llevase consigo la gente de armas a quien buenamente, pudiese pagar sueldo razonable, y castigase los robos e injurias que so color de licencia militar se cometían; cuya petición fue otorgada para consolar a los agraviados con la esperanza del remedio.

Dice Enríquez del Castillo que fue grande la franqueza de Enrique IV, y tan alto su corazón, tan alegre para dar, tan liberal para lo cumplir, que de las mercedes hechas nunca se recordaba, ni dejó de las hacer mientras estuvo prosperado705. Por pródigo, más que liberal, le tuvieron los procuradores a las Cortes de Ocaña de 1469, cuando lo representaron las excesivas donaciones de ciudades. Villas insignes, fortalezas, lugares, tierras, términos y jurisdicciones a personas «que las non merescían, e las ovieron por causas no justas ni debidas, e por exquisitas maneras». Hizo también mercedes «de mrs. e pan, e vino e carneros, e ovejas, e doblas, e florines», a unos de por vida, a otros por juro de heredad. Por tener que dar, multiplicó los cargos y oficios sin necesidad. Antes de él había dos contadores mayores, cuyo número aumentó hasta seis, tres para la hacienda y tres para las cuentas.

Acrecentó los oficios concejiles en vez de consumir los ya acrecentados en tiempo de D. Juan II, y después de dar todo cuando tenía, libró muchas cartas de merceden blanco.

Los procuradores le recordaron las leyes que prohibían enajenar los bienes de su patrimonio y corona Real, el juramento prestado en el acto de su elevación, la pobreza en que se hallaba, y no le ocultaron las lágrimas, querellas y maldiciones de los pueblos entregados a la insaciable codicia de los señores en premio de su lealtad y de servicios muy señalados. La petición terminaba suplicando al Rey anulase y revocase todas las donaciones posteriores al mes de Setiembre de 1464, en que empezó el rompimiento con la nobleza, y reconociese por legítima la resistencia de mano armada de las ciudades, villas y lugares contra los señores que pretendiesen ocuparlos, aunque presentasen carta del Rey para sus vecinos y moradores a fin de que se hiciesen sus, vasallos, «e si sobre esto acaescieren muertes, e feridas de omes, e quemas, e robos, e otros dannos... que no caigan por ello, ni incurran en pena alguna».

Enrique IV respondió que había hecho aquellas mercedes por atraer a los caballeros para que le sirviesen, y que en tiempos más pacíficos proveería lo mejor con acuerdo de sus reinos. La verdad es que este Príncipe magnánimo, como le apellida su cronista, derramando beneficios sin tasa, hizo muchos desagradecidos en cambio de pocos leales.

Mandó el Rey labrar mala moneda, «e esta es una de las principales cosas que causan pobreza en las gentes e careza de todas las cosas, e osadía de cometer e hacer falsedades»; en cuya razones se fundaron los procuradores para suplicar que pusiese orden en dicha labor, a fin de que «los reinos fuesen abastados de la moneda buena e bien respetada (proporcionada) la gruesa moneda con la menuda». No consta la respuesta, y tal vez no la dio Enrique IV, porque no pudo darla buena un Rey a quien acusa la historia de monedero falso706.

Quejáronse los procuradores de las nuevas imposiciones y tributos que se exigían por los ganados que pasaban a herbajar, y de los agravios que hacían a los pastores los caballeros que habían alcanzado la merced de cobrar los derechos de servicio y montazgo, cuando los rebaños transitaban por sus tierras. También representaron contra el atrevimiento de romper y estrechar las cañadas y caminos destinados al paso de los ganados trashumantes con menosprecio de las leyes y de los privilegios del Concejo de la Mesta que el Rey mandó guardar y cumplir.

Los castillos fronteros de la tierra de Moros estaban mal pagados y peor abastecidos. Los procuradores expusieron a Enrique IV la necesidad de proveer a su defensa por los daños que se seguirían a la cristiandad de perderse. El Rey respondió que la petición era justa y cumplidera a su servicio.

Habían caído en desuso las antiguas leyes que prohibían a los Moros y Judíos recaudar y arrendar los pechos y tributos, ser mayordomos de los cristianos y tener oficios en las casas de los señores. Los procuradores reclamaron su observancia, y pidieron además que los Moros y Judíos no fuesen recaudadores ni arrendadores de diezmos ni rentas eclesiásticas, a lo cual no dio respuesta el Rey, o si la dio, no se halla en el cuaderno.

Así como los procuradores en las Cortes de Salamanca de 1465 dieron sentidas quejas a Enrique IV, porque había descuidado la ejecución de los ordenamientos hechos en las de Toledo de 1462, así también en las de Ocaña de 1469 se dolieron de que las leyes hechas en las de Salamanca de 1465 no se hubiesen publicado ni puesto en práctica, por lo cual «muchos jueces (decían) e otras personas dudan si deben ser habidas por leyes e si deben juzgar por ellas.»

La respuesta del Rey fue que siempre había sido su intención guardarlas y cumplirlas «en todo e por todo»; y declaró con tal motivo que se tuviesen por leyes generales de obligatoria observancia en los juicios, contratos, testamentos y en todos los actos a que se refieren.

Esta es la última de las peticiones contenidas en el cuaderno de las Cortes de Ocaña de 1469 que basta por sí sola para explicar los movimientos y alteraciones de Castilla en el funesto reinado de Enrique IV. No era posible restablecer la paz pública, cuando estaba el alto Consejo de los Reyes abatido y humillado, la justicia escarnecida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos al arbitrio del más fuerte, la hacienda del Rey disipada, los pueblos oprimidos con tributos, las rentas de la corona embargadas, la gente de armas sin disciplina, la hermandad de Tordesillas sin freno, en peligro de perderse los lugares ganados a los Moros a costa de mucha sangre, el Rey pobre a causa del exceso de las mercedes, el hambre a las puertas, efecto de la carestía, como ésta de la falsificación de la moneda, las leyes sin vigor y arrastradas por el suelo la dignidad del hombre y la autoridad del Monarca.

Conocido el estado interior de Castilla por el cuaderno de las Cortes de Ocaña de 1469, bien puede asegurarse que el capellán cronista de Enrique IV escribió la vida de este Rey y ponderó sus virtudes como fiel servidor, y no como historiador imparcial.

Presumen algunos autores que se celebraron Cortes en Segovia el año 1471. No es cierto. Estando el Rey en Segovia, a 10 de Abril de 1471 dio una ordenanza relativa a la fabricación y valor de la moneda conforme al deseo de los procuradores expresados en las de Córdoba de 1455, Toledo de 1462, Salamanca de 1465 y Ocaña de 1469.

Ni el preámbulo del documento, ni el texto, ni el estilo, ni otra circunstancia alguna permiten confundirlo con un ordenamiento hecho en Cortes. Además de omitir esta noticia el cronista de Segovia, motivo bastante para ponerla en duda, se añade que en el cuaderno de peticiones generales dadas por los procuradores a las de Santa María de Nieva de 1473, se citan varias veces las de Ocaña de 1469, como si fuesen las más inmediatas, y una sola «la ordenanza fecha en la cibdad de Segovia... sobre la labor de la moneda el anno de setenta e uno.» No dice en las Cortes de Segovia, como dice en las Cortes de Ocaña, siempre que ocurre.

Aunque la ordenanza fue dada por el Rey en uso de su potestad legislativa, todavía responde a diversas peticiones de los procuradores concernientes a la reformación de la moneda. Por esto parece oportuno dar alguna noticia de su contenido.

Mandó el Rey labrar moneda de oro fino con el nombre de enriques a la talla de cincuenta por marco y ley de veinte y tres quilates y tres cuartos, y dispuso que hubiese enriques enteros y medios enriques.

Los particulares quedaron en libertad de acuñar en las casas de moneda enriques mayores del peso de dos, cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta y cincuenta enriques ordinarios.

Ajustó la moneda de plata llamada real a la talla de sesenta y siete piezas cada marco, y a la ley de once dineros y cuatro granos, y en proporción los medios reales.

La moneda de vellón conservó el nombre de blancas y medias blancas: su talla, doscientas cinco piezas por marco la blanca, y su ley diez granos.

Fijó el valor respectivo de las monedas circulantes, así castellanas como extranjeras, ordenando que el enrique valiese 420 mrs.; la dobla de la banda del tiempo de D. Juan II 300; el florín del cuño de Aragón 210; el real de plata 31, y 2 blancas 1 mr.

Concedió libertad a los particulares para acuñar en las casas de moneda de Burgos, Toledo, Sevilla, Segovia, Cuenca y la Coruña todo el oro, plata y vellón que presentasen, prohibiendo bajo pena de muerte por justicia y perdimiento de la mitad de los bienes labrar moneda, fundirla o afinarla en otra parte, para evitar las falsificaciones.

Confiesa Enrique IV que unas veces por remediar sus necesidades, y otras por importunidad, había hecho merced de los derechos pertenecientes a la corona en las seis antiguas casas de moneda, o dado licencia y facultad para edificar algunas en ciudades, villas y lugares en donde nunca, hasta entonces, fue esta labor consentida; «de lo qual (dijo) se ha seguido, como es notorio, muy grand mal e danno a mis súbditos e naturales, e muy grandes menoscabos en sus haciendas, e muchos tomaron osadía de falsificar moneda, labrándola de menor ley e talla que se debiera labrar.»

Si causa lástima la insensata prodigalidad del Rey, admira su sorpresa al contemplar el reino inundado de moneda falsa. Era preciso estar muy ofuscado para esperar otra cosa. En fin, pesaroso y arrepentido, revocó aquellas mercedes que parecen otorgadas en un arrebato de locura, y prohibió a los oficiales, obreros y monederos continuar dicha labor «so las penas en que caen los que labran moneda falsa en casas privadas sin licencia del Rey», llevando el rigor al extremo de mandar al concejo, oficiales u hombres buenos de la ciudad, villa o lugar que derrocasen la casa hasta los cimientos, «e la teja, e la madera della sean para los que la derrocasen.» Con todo eso el mal no se remedió, porque como ningún temor había a la justicia, las leyes carecían de la sanción eficaz que fuerza a la obediencia.

Cortes de Santa María la Nieva de 1473.

Cierran este reinado las Cortes de Santa María de Nieva de 1473, de las cuales hay algunas noticias interesantes entretejidas con los sucesos que cuenta la historia.

Dos veces fue jurada la hija de D. Enrique IV por Princesa heredera de los reinos de Castilla, y no llegó a sentarse en el trono: tres fue desposada, y Dios la guardó para monja.

Trató el Rey de casarla con su hermano D. Alonso, con cuya condición se allanó a reconocerle por sucesor en la corona; mas la muerte prematura del Príncipe, ocurrida en 5 de Julio de 1468, frustró el concertado matrimonio. Celebró nuevos desposorios con el Duque de Guiena, hermano de Luis XI, Rey de Francia, y a la sazón su heredero inmediato; pero también murió, cuando menos se esperaba. Pensó luego el Rey en el Infante de Aragón D. Enrique, Duque de Segorbe, que vino a Castilla con intención de casarse con Doña Juana, y no se concluyó nada.

El Marqués de Villena, Maestre de Santiago, que al principio favoreció aquel casamiento, lo impidió después con cautelas y formas de poca verdad. Entre otras cosas, dijo al Rey que era menester solicitar del Papa dispensa en razón del parentesco, y proceder con el acuerdo y consentimiento de los tres estados del reino, señaladamente de los prelados y caballeros.

Por otra parte, deseaba Enrique IV dar calor a las hermandades, enmendar algunos agravios, y sobre todo, «que se repartiese cierto pedido y moneda con que fuese socorrido, por quanto él estaba puesto en mucha necesidad»707.

Tales hubieron de ser los motivos de la convocatoria de las Cortes de Santa María de Nieva de 1473, a las que asistieron, según consta del cuaderno, el Cardenal de España D. Pedro González de Mendoza, el Maestre de la orden de Santiago D. Juan Pacheco y otros caballeros, los letrados del Consejo y los procuradores de las ciudades y villas de los reinos. Esta enumeración es demasiado vaga para no sospechar que disimula la escasa concurrencia de los tres brazos.

Claro está que desbaratado el casamiento de Doña Juana con el Duque de Segorbe, no había para qué tratar de este asunto en las Cortes. Quedaba como primero y principal conceder al Rey el pedido y monedas que los procuradores otorgaron, sin que haya noticia de la cantidad, ni de las condiciones del otorgamiento.

El cuaderno de peticiones generales contiene varios capítulos de las Cortes de Ocaña de 1469. Los procuradores hicieron presente al Rey que si bien había respondido a las peticiones dadas en Ocaña y estatuido sobre cada una lo conveniente, el cuaderno de dichas leyes nunca les fue entregado. Por esta razón determinaron renovarlas.

En efecto, suplicaron al Rey que no diese cartas exorbitantes contra toda justicia en perjuicio de terceros sin ser llamados y oídos, ni ejecutorias contra personas que justamente no fuesen obligadas a pagar, ni tolerase que vecino alguno o morador de ciudad, villa o lugar pudiese ser echado de su domicilio, ni privado de sus bienes sino en virtud de expreso mandato del Rey, o de la autoridad que hiciere sus veces, o por sentencia válida de juez competente pasada en cosa juzgada.

También lo suplicaron que reprimiese la codicia de los oficiales de la corte, pues unos exigían derechos no debiendo pedir ni llevar nada, y otros llevaban mucho más de lo justo, y todos como les placía, y reclamaron el cumplimiento de las leyes acerca de la revocación de las mercedes de ciudades, villas, lugares, tierras, términos, valles, merindades, fortalezas, jurisdicciones y mrs, por juro de heredad o de por vida que el Rey hubiese hecho en los últimos diez años. Asimismo recordaron los ordenamientos que prohibían imponer tributos nuevos, «so cualquier nombre o color que sea, de mercadurías, nin de bestias, nin de ganados, nin de personas», especialmente portazgos, pontajes, pasajes, rondas, castillerías, etc., de que abusaban los caballeros, los alcaides de las fortalezas y otras personas alegando privilegios que tal vez concedía el Rey con demasiada facilidad.

La cuestión de los tributos despertó el deseo de los procuradores de pedir la observancia de las leyes que prohibían hacer mercedes de cartas de hidalguía, ferias y mercados francos de alcabala, exención de pechos y derechos reales y concejiles en razón de oficios públicos o por mera gracia y otras de igual tenor que el Rey había concedido con su prodigalidad acostumbrada.

Hasta aquí los procuradores a las Cortes de Santa María de Nieva de 1473 no hacen petición alguna que no se halle incluida en el cuaderno relativo a las de Ocaña de 1469; de suerte que no piden leyes nuevas, sino la ejecución de las ordenadas y establecidas cuatro años antes por el mismo Enrique IV. El resto de las peticiones versa sobre diversas materias de justicia y gobierno que no ofrecen tampoco grande novedad, recordando el contenido de los cuadernos anteriores.

La ciega e indiscreta liberalidad de Enrique IV llevó el desorden al seno de los más altos cuerpos del Estado, pues concedió muchos títulos del Consejo, de oidores y de alcaldes de la Corte y Chancillería y otros varios a personas inhábiles y oscuras. Las dignas de estos oficios, si los tenían, no los querían usar, y si no los tenían, no querían recibirlos. Contra un abuso tan escandaloso y perjudicial clamaron los procuradores, y suplicaron al Rey que en adelante no diese título de su Consejo a persona alguna, «salvo a hombre de gran suficiencia que sea caballero e de grande estado, o perlado, o letrado que notoriamente sea habido por ome de buena conciencia, e de grand autoridad e ciencia», ni título de Audiencia o alcaldía, «salvo por vacación o por renunciación de ome hábile e graduado en derecho.» El Rey así lo prometió, aunque es dudoso que abrigase el propósito firme de cumplirlo.

La paz pública no hallaba asiento. La gente común y popular, prosiguiendo vanos deseos, alborotaba, se revolvía y levantaba ruidos y peleas, y lanzaba fuera de las ciudades, villas y lugares en que vivían a sus vecinos y naturales, robándolos y tomándoles los bienes. Los alcaides y tenedores de los castillos oprimían a los pueblos de la comarca de mil modos. Los poderosos construían fortalezas sin licencia del Rey, y al abrigo de aquellos muros se recogían los tiranos con la gente de armas que los seguían, compuesta de allegados y malhechores.

Muchas personas formaban ligas criminales con el nombre de cofradías, que para mayor disimulo de su dañada intención, ponían bajo la advocación o apellido de algún santo o santa. Hacían estatutos honestos para mostrar en público; pero sus conciertos secretos tendían a otras cosas que cedían «en mal de sus prójimos y en escándalo de los pueblos.»

Enrique IV, a ruego de los procuradores, ofreció derrocar las fortalezas levantadas sin su licencia, deshacer las ligas y cofradías no constituidas para un fin piadoso con su autorización y la del prelado, y en suma, reprimir los atentados contra las personas y la propiedad que se le denunciaron.

Había el Rey concedido privilegios a ciertas universidades, alcaides de fortalezas, caballeros y personas singulares para imponer tributos nuevos, a saber, portazgos, pontajes, pasajes, pasos de ganado, rondas, castillerías y otros. Los procuradores alegaron que las leyes de estos reinos lo prohibían, «salvo por muy necesaria y evidente causa en moderada suma», cuyas circunstancias no abonaban los establecidos desde el año 1464, los cuales habían dado lugar a muchas extorsiones y cohechos, a la carestía de los mantenimientos y a la disminución de los tratos y comercio.

Había también situado muchas mercedes de mrs. en ciertos lugares en donde no cabían. Los privilegiados, por cobrar su dinero, tomaban prendas y represalias, moviéndose pleitos y contiendas seguidas de robos, cohechos y prisiones. Eran las vejaciones mayores cuanto más viciosos los repartimientos, porque los interesados «repartían a diestro y siniestro por las rentas que más les agradaban», prescindiendo de las en que estaba situada la merced, si así les convenía.

Los señores no respetaban la hacienda del Rey, a pesar de las inmensas mercedes que entre ellos repartía para tenerlos sosegados y contentos. Embargaban y usurpaban los pedidos y monedas, las alcabalas y tercias y todos los pechos y derechos a que podían alargar la mano.

Por su parte el Rey solía encomendar la cobranza de las rentas públicas a sus capitanes y otras personas incapaces para administrar su hacienda y de conciencia poco escrupulosa, que robaban a diestro y siniestro, según decían los procuradores, expedían libramientos y manejaban caudales con el mayor desorden. En medio de esta confusión no era posible que los contadores llevasen los libros de cuenta y razón con la claridad y exactitud debidas, y los pueblos «no recibían saneamiento de lo que pagaban, ni se tenían por librados de la debda, e así vivían siempre fatigados e con temor.»

Enrique IV, que nunca fue avaro de buenas palabras, prometió ajustarse a los deseos de los procuradores.

Al principio del año 1413 murió el Arzobispo de Sevilla D. Alonso de Fonseca. El Rey suplicó al Papa que proveyese la vacante en el Obispo de Sigüenza y Cardenal de España, D. Pedro González de Mendoza. Paulo IV no asintió a esta postulación, ni tampoco a la del Deán y Cabildo de Sevilla en favor de D. Fadrique de Guzmán, Obispo de Mondoñedo, y expidió las bulas de la disputada prelacía a favor del Cardenal Pedro Riario, su sobrino, mozo de veintisiete años, que no fue admitido a tomar posesión de su alta dignidad por extranjero.

A este suceso responde la petición de los procuradores para que ningún extranjero pudiese obtener prelacías, dignidades, canonjías ni otros beneficios eclesiásticos en los reinos de Castilla. El razonamiento de los procuradores no es nuevo, sino el mismo empleado en Cortes anteriores. Sin embargo, hay dos circunstancias dignas de particular mención.

Es la una que no reservando las dignidades y beneficios eclesiásticos para los naturales, se daba ocasión a que las fortalezas de las iglesias estuviesen en poder de personas extranjeras sospechosas al Rey; lo cual indica la parte principal que el clero superior tomaba en los movimientos y alteraciones de Castilla en el reinado de Enrique IV. Es la otra que fue este Rey el autor del abuso de dar cartas de naturaleza a extranjeros, habilitándolos así para obtener dignidades y beneficios eclesiásticos y gozar sus rentas con menosprecio de las leyes.

El Rey se disculpó, como siempre, con las grandes necesidades que ocurrieron en su tiempo y con la importunidad de algunas personas insaciables de mercedes, revocó las cartas de naturaleza que había dado, y restableció la observancia de la ley que excluía a los extranjeros de las prelacías, dignidades mayores y menores, canonjías, raciones, etc. de las iglesias de estos reinos, «ecepto quando por alguna muy justa e evidente cabsa las debiese dar.»

Suplicaron los procuradores al Rey mandase guardar los privilegios de los mercaderes, tratantes, recueros y demás personas que iban a las ferias de Medina del Campo, y principalmente el de no ser presos, ni detenidos, ni molestados en sus bienes, «salvo por deuda propia que cada uno debiere, e se obligare de la pagar en la dicha feria.»

La respuesta de Enrique IV fue generosa, pues declaró que tomaba bajo su guarda, seguro, amparo y defendimiento a todas y cualesquiera personas que fuesen a las ferias de Medina del Campo, Segovia, Valladolid y demás ciudades y lugares realengos que las tuviesen concedidas antes de los últimos diez años, e hizo extensiva esta protección a los bienes de los feriantes.

La ordenanza de Segovia de 1471 no impidió que muchas personas, cegadas por desordenada codicia, fundiesen y deshiciesen los reales y las blancas, y mezclasen con la plata otro metal para labrar distintas piezas, sin curarse de las penas establecidas. El Rey se contentó con mandar que se cumpliese lo mandado.

Ocurrían dudas y se suscitaban pleitos con motivo de la varia inteligencia de la ley del Fuero Real acerca del retracto gentilicio o de abolengo, de suerte que el Consejo y la Audiencia que debían dar la norma a los jueces ordinarios, vacilaban o se contradecían en sus fallos. Los procuradores pidieron al Rey que declarase el sentido y fijase la recta interpretación de dicha ley, y Enrique IV determinó que el plazo de los nueve días, dentro del cual se debe ejercer este derecho, «corra contra los menores de veinticinco años, quier sean en edad pupilar o adulta, e eso mesmo contra los ausentes, e que los unos ni los otros se puedan ayudar de su minoridad ni de la ausencia, o que haya lugar contra ellos esta prescripción de los dichos nueve días, e que no les sea otorgada sobresto restitución ni resceisión del tiempo»708.

Reclamaron los procuradores contra la ley hecha en las Cortes de Salamanca de 1465 declarando que «los bienes comprados o ganados durante el matrimonio entre el marido e la mujer de los frutos y rentas de los bienes castrenses e casicastrenses, fuesen e fincasen de aquel cuyos eran los bienes, e no de amos a dos», y dijeron que contenía en sí iniquidad y rigor.

Es lo raro del caso que los procuradores afirman en su petición «que nunca tal ley fue fecha, pero hallámosla escrita e puesta entre otras leyes e ordenanzas por vuestra alteza fechas en las dichas Cortes de Salamanca»; y no sorprende menos la frialdad del Rey al responder: «yo creo commo vosotros decides que yo nunca fice ni ordené tal ley como esta de que en vuestra petición facedes mención; pero si de fecho pasó, yo por esta ley la revoco e do por ninguna, e de ningund valor o efecto.»

No es posible averiguar la verdad de lo ocurrido. La inserción en el cuaderno de las Cortes de Salamanca de una ley falsa, ¿debe atribuirse a mero descuido, o tuvo parte la malicia? Lo cierto es que la historia de las Cortes no ofrece otro ejemplo semejante, ni antes ni después del reinado de Enrique IV.

Censuraron los procuradores la facilidad con que el Rey daba cartas de espera o moratorias a los deudores. No negaban que lo pudiese hacer con justa causa, es decir, «informado de la proveza e necesidad del deudor, e de la causa por donde le vino, e si el creedor tiene hacienda con que lo sufra»; pero deploraban el abuso. El Rey otorgó la petición, si bien le habrá pesado privarse de un medio tan llano y cómodo de hacer inmensas mercedes a sus favoritos sin menoscabo de su patrimonio, porque todo cuanto daba concediendo cartas de espera en contratos particulares era a costa ajena.

El 11 de Diciembre de 1474 acabó sus días Enrique IV, dejando abierta la cuestión de mejor derecho a la corona, la nobleza dividida en bandos, los pueblos alterados y descontentos, el patrimonio real disipado, despreciada la justicia, corrompida la moneda, las Cortes sin autoridad y sin fuerza la monarquía. Fue un reinado bien mezquino el de Don Enrique IV, más negligente y remiso en la gobernación del reino que su padre D. Juan II. No fue amado ni temido, aunque derramó las mercedes a torrentes, dando a unos porque le sirviesen, a otros por reducirlos a la obediencia. Su ciega liberalidad no le libró de la persecución de ingratos y traidores, y así feneció su trabajosa vida, «habiendo sido los placeres pocos, los enojos muchos, los cuidados grandes y el descanso ninguno»709.