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A pesar de lo proveído en las Cortes de Segovia de 1432, no se corrigió la lentitud de la justicia en ver y determinar los de las ciudades sobre sus propios y jurisdicciones. Las sentencias de los jueces de términos contra las iglesias y monasterios no se ejecutaban en el caso de apelación, y continuaba el despojo por tiempo ilimitado. Muchos lugares que eran de la tierra y jurisdicción de algunas ciudades y villas y otros lugares principales pretendían eximirse en perjuicio de aquellos a los que habían estado siempre sujetos. Los regatones y otras personas que en sus tratos cometían excesos contra lo prevenido en las ordenanzas de las ciudades y las villas, se libraban de toda pena apelando a las Audiencias, siempre que la condenación del Ayuntamiento llegase a la cantidad de 6.000 mrs., porque nunca tales pleitos se acababan. Los inconvenientes de esta confusión eran notorios, y sin embargo, nada hizo el Emperador para conciliar la administración de la justicia con la buena gobernación de los pueblos.

Quejáronse los procuradores de que los corregidores no daban fianzas llanas y abonadas, según estaba mandado, antes de tomar posesión de sus oficios; de que se les prorogaban más de dos años sin haber hecho residencia; de que se ausentaban de los lugares en donde debían ejercer su jurisdicción; de que visitaban los mayores y no los pequeños, y de los abusos que engendraba la práctica de librarles en las penas de Cámara sus salarios, y solamente en el capítulo de las fianzas se puso algún remedio.

No era menos imperfecta la administración de la justicia en lo criminal. Formábanse procesos por cosas muy livianas sin tener culpa los acusados. Cualquiera palabra injuriosa por leve que fuese, daba motivo a proceder de oficio, aunque se apartase de la querella el ofendido. Los pesquisidores enviados a recibirlas informaciones, cuando por ejemplo se quejaba un labrador de otro que había entrado en su tierra, no perdonaban medio de convertir el pleito civil en causa criminal. No se cuidaban los jueces de castigar a los escribanos infieles depositarios de la fe pública, ni a los testigos falsos. De las causas mayores y menores conocía exclusivamente la Justicia ordinaria, sin apelación a los concejos, aunque la condenación pecuniaria no llegase a 6.000 mrs. Duraba la prisión un año o más, tal vez cinco, y aunque los presos fuesen absueltos, quedaban arruinados. No se molestaban los jueces en oír a los acusados en persona para que pudiesen mejor dar sus descargos. De nombrar un procurador y llevar los testigos al lugar de la audiencia que más convenía al juez, se les seguían muchas costas y trabajos. Los alcaldes de la Hermandad, por evitar las apelaciones ante los corregidores en los negocios de 6.000 mrs. abajo, aplicaban la pena del destierro temporal. Los de la Mesta no cesaban en sus vejaciones al visitar las cañadas.

Los jueces, escribanos y alguaciles cobraban derechos exorbitantes a título de vista de los procesos, diezmo de las ejecuciones, sentencia de los pleitos y otros análogos. Los alguaciles extraordinarios, y principalmente los que llamaban del campo, a quienes los jueces no pedían juramento ni fianzas, robaban a los labradores y vecinos de la tierra y la dejaban asolada. Unos y otros retenían en su poder las prendas que sacaban por las ejecuciones para cobrar sus derechos y salarios, en vez de cumplir la ley que mandaba depositarlas en persona llana y abonada.

La práctica de librar salarios y ayudas de costa a los jueces en el fondo de las penas de Cámara, daba ocasión a que condenasen «en más dineros que condenarían, y conmutasen las penas corporales en dineros para ser pagados dellos.» Tenían por costumbre los alcaldes de las Chancillerías alzarse con todas las del proceso cuando confirmaban las sentencias de los ordinarios; y como algunas ciudades y villas habían alcanzado de los Reyes la merced de aplicar su producto a las obras públicas, privados los concejos de este recurso, se veían imposibilitados, por la codicia de los jueces, de reparar los muros y hacer otras cosas necesarias.

Si hubo razón para prohibir que los corregidores y demás ministros de la justicia ordinaria fuesen naturales de los lugares en donde tuviesen sus oficios, la misma podía invocarse, y se invocó por los procuradores, para pedir que los provisores, vicarios y demás jueces eclesiásticos no fuesen naturales de las diócesis en donde ejerciesen jurisdicción; y si levantaron la voz contra los seglares que se excedían en cobrar sus derechos, era justo exigir igual moderación de los ministros de la potestad judicial de la Iglesia, procediendo el Emperador de acuerdo con el Papa.

Las iglesias y monasterios, los clérigos y frailes exentos de la jurisdicción de sus prelados solían excederse de sus reglas, y abusando de la libertad de que gozaban, sin temor de ser corregidos, escandalizaban los pueblos con sus «bandos y desasosiegos, y diferencias y pasiones.» Los ministros de la Inquisición libraban la paga de los salarios de sus oficios en las penas y confiscaciones de bienes de los delincuentes; cosa que pareció mal a los procuradores, aunque fue blanda la censura.

Pocas de estas peticiones hallaron buena acogida, y aun las resueltas según el deseo de los procuradores no entran en el número de las principales; de modo que las Cortes de Valladolid de 1537 no contribuyeron a mejorar la administración de la justicia con útiles reformas. Mandar que no se formasen procesos por cosas livianas, que se abreviasen los pleitos y fuesen castigados los escribanos falsarios, etc., no era hacer novedad, sino cumplir las leyes. Entro tanto continuaban los abusos de la alta magistratura, a la cual dispensaban su poderosa protección los señores del Consejo que dictaban las respuestas al Emperador.

Carlos V, que nunca aspiró a la gloria de legislador, no puso toda la diligencia necesaria en acelerar la compilación de las leyes cometida al doctor Pero López de Alcocer. Era la sexta vez que se lo pedían los procuradores, a quienes entretuvo con esperanzas fugitivas812.

Repugnaban los jueces aplicar las penas severas con que la ley de Toro castigaba a los que contraían matrimonio clandestino, y suplicaron los procuradores «que se ejecutase también contra las hijas, aunque fuesen mayores de veinticinco años, pero no contra las que tuvieren madrastras»813.

Dos peticiones discretas y oportunas hicieron ambas relativas a las dotes. Decían los procuradores que cuando una mujer casada cometía delitos por los cuales incurría en la pena de perdimiento de bienes, la confiscación cedía en perjuicio del marido, y era injusto que no siendo participante de la maldad, fuese castigado, y perdiese por culpa ajena su hacienda, quedando obligado a llevar solo las cargas del matrimonio. Asimismo decían que muchos caballeros y personas de estos reinos, por carecer de fortuna para casar a sus hijas conforme a su estado, las hacían monjas, previa renuncia de sus legítimas en favor de sus padres o hermanos; y aunque los monasterios en donde profesaban aprobaban y confirmaban las escrituras de renuncia, después pedían los bienes y herencias de los padres o hermanos, y les movían pleitos y los sacaban de su jurisdicción natural. Eran dos puntos del derecho civil que merecían por su gravedad alguna declaración o interpretación; y sin embargo, plugo al Emperador que se guardasen las leyes y se hiciese justicia.

Recordaron los procuradores lo suplicado en diferentes Cortes acerca de la adquisición de bienes raíces por las iglesias y monasterios, provisión de beneficios, residencia de los prelados, visita de monjas y otras cosas convenientes al estado eclesiástico, a las cuales añadieron algunas que no carecen de novedad.

Querían que se prohibiese a los clérigos franceses venir a España, porque no se podía averiguar si eran de misa, y quitaban el sustento a los clérigos españoles mercenarios; que no se tolerase a los extranjeros percibir los derechos de los beneficios que no podían obtener, ni venderlos; que se corrigiese el abuso de renunciar los beneficios patrimoniales cuya elección y provisión pertenecía a los vecinos de ciertos lugares, en los parientes de los beneficiados, sin mediar examen ni otras solemnidades ni requisitos a fin de asegurarse de la suficiencia de las personas llamadas a gozarlos; que tampoco se consintiese el regreso de los beneficios que ya se tenían por herencia de padre a hijo, y se vendían como bienes propios de la familia, y que a los monasterios de monjas observantes no se repartiese subsidio ni otra contribución, porque están muy llenos de religiosas, y comúnmente para lo que han menester no les bastan sus rentas, y padecen necesidad y desconsolación... y son las dichas religiosas personas nobles y de casta. El Emperador ofreció remediar lo que estaba en su mano, y en cuanto a lo demás escribir a Su Santidad.

En materia de tributos renovaron los procuradores las peticiones relativas a la igualación por provincias, pues se había hecho la de vecindades; a que los buenos hombres pecheros pagasen los servicios, no por cáñamas y pecherías, ni por cabezas, descargando al rico y cargando al pobre, sino cada uno en razón de su hacienda; que no se cobrasen rediezmos, por ser contra derecho, y que el encabezamiento prorogado por diez años en las Cortes de Madrid de 1534 se perpetuase; peticiones a que respondió el Emperador accediendo a lo suplicado o confirmando lo respondido en otras ocasiones, salvo la que se refería a la perpetuidad del encabezamiento, acerca de la cual guardó reserva.

Continuaba el desorden en las posadas y ropas que se daban a los cortesanos, así como en el tomar carretas y bestias de guía, no obstante la ley hecha por los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo en 1480 y lo prevenido en las de Segovia de 1532. Los soldados y gente de guerra «comían a discreción a costa de los pueblos por donde pasaban, y bastaría darles posadas sin comelles sus haciendas, y para esto se juntan muchos vagamundos so color de que están asentados en las capitanías»; abusos intolerables que mandó corregir y castigar el Emperador.

No eran los tiempos bonancibles para los concejos. En vano había ordenanzas para la buena gobernación de los pueblos, porque los regidores carecían de la autoridad necesaria para hacerlas guardar y cumplir, desde que la administración municipal y los castigados por los Ayuntamientos quedaban impunes, apelando a las Audiencias.

Las penas de Cámara aplicadas a las obras públicas, que debían gastarse con acuerdo de los regidores y las Justicias, se las llevaban los receptores de las Chancillerías siempre que confirmaban las sentencias de los jueces ordinarios, por cuya razón no se atendía a la reparación de los muros, ni a la construcción de los puentes, caminos y calzadas, siendo cosa tan necesaria, pues los ríos y arroyos salían de madre en los inviernos, pereciendo por esta causa mucha gente, y dejándose de labrar muchas tierras.

El caudal de los pueblos en heredamientos, tierras, montes y baldíos se disipaba a toda prisa, porque el Emperador se complacía en hacer merced a sus criados de los bienes propios y comunes de las ciudades, villas y lugares, no obstante sus privilegios y confirmaciones.

Los hidalgos, cuya pobreza era tan grande que pasaban por la humillación de ser empadronados como pecheros por carecer de hacienda para seguir los pleitos de hidalguía, pugnaban por entrar en los concejos y tener su parte en los oficios públicos, venciendo la resistencia de los hombres buenos obstinados en repelerlos y excluirlos.

Estas querellas, así como las más vivas y no menos frecuentes entre los cristianos viejos y nuevos, dividían el estado llano y quitaban fuerza a las instituciones populares.

Preocuparon a los procuradores el favor a los estudios y el ejercicio de las profesiones liberales. Llevaron mal los privilegios concedidos a los graduados por las Universidades de Salamanca, Valladolid y Bolonia, y no porque no los mereciesen, sino porque no hallaban justo que no gozasen de iguales preeminencias los doctores de Alcalá, Toledo, Sevilla y Granada, de modo que no hubiese diferencia entre las Universidades aprobadas.

Esta petición revela que los estudios de Alcalá, no eran iguales con los de Salamanca y Valladolid, y que muchas personas dejaban de tomar los grados académicos por los gastos excesivos que se les seguían.

Observaron los procuradores que había muchos médicos que tenían hijos y yernos boticarios, y muchos boticarios que tenían hijos Médicos, lo cual ofrecía inconvenientes; y para evitarlos suplicaron que los médicos no diesen recetas en casa de sus próximos parientes y recetasen en romance, y que ni los boticarios ni los especieros vendiesen solimán ni cosa ponzoñosa sin licencia del médico.

También representaron que los boticarios no usaban de sus oficios como debían, pues «de no tener buenas medicinas simples y no hacer buenos compuestos con los simples que se requieren y lo demás conforme a su arte, y emplear medicinas viejas que no hacen operación, y echar en los compuestos unas cosas por otras y buscar las peores, resultan muchos daños, y tratándose, como se trata, de la salud y la vida de los enfermos, es justo que se remedie.»

No se cuidó el Emperador de reformar las leyes tocantes al ejercicio de la medicina y la farmacia, limitándose a encargar la observancia de las establecidas y el castigo de los abusos a los corregidores y a las Justicias de los pueblos, cada uno en su jurisdicción; pero son curiosas estas peticiones como cuadros de las costumbres contemporáneas y preludio de reformas que penetraron en la legislación vigente.

El impulso que los Reyes Católicos dieron a las artes y oficios, favorecido y secundado por el descubrimiento del Nuevo Mundo, despertó la afición al trabajo. Al través del cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1537 se vislumbra el progreso de la industria fabril, organizada en gremios y sometida a minuciosas ordenanzas. El sistema reglamentario echó raíces tan hondas, que tomó cuerpo en las leyes y costumbres de Castilla hasta el reinado de Fernando VI, en que empezó a relajarse por la iniciativa del Marqués de la Ensenada.

Prescindiendo de las frívolas peticiones contra los caldereros y los herradores ya conocidas, suplicaron los procuradores que nadie pudiese usar oficio mecánico sin ser primero examinado de la justicia y regimiento de los pueblos y personas que para ello pusiesen, y sin tener carta de licencia, y principalmente los oficiales de carpintería y albañilería; que los zapateros no fuesen curtidores, porque no curtían las corambres como debían y encubrían muchas falsedades en las labores y hacían muy mal calzado, falso y quemado; que se nombrasen veedores del obraje de los paños para que se labrasen a la ley sin razos, zurciduras ni otras tachas, y no se permitiese a los mercaderes vender los rotos por sanos; que se prohibiese imprimir en los paños letras y señales doradas, «lo cual es causa de hacerse muchas falsedades, y hurtadamente ponen el nombre ajeno del que tiene fama de buen maestro... y se gasta oro perdido en mucha cantidad»; y por último, que no se plantasen en Granada y Almería moreras de Valencia, Murcia y Mesina, ni se trajese simiente de dichas comarcas, porque si bien el nuevo pasto aumentaba la cosecha, no hacía la seda tan delgada y joyante como la natural.

Hay dos cosas dignas de notar en estas peticiones, a saber: que las marcas de fábrica estaban autorizadas en 1537 y protegidas por la justicia como signo de propiedad, y que las Cortes hallaron conveniente dar el carácter de ley a la ordenanza municipal de Granada de 1520, prohibiendo a los vecinos de la ciudad y su tierra plantar moreras y mandando que las plantadas se arrancasen dentro de diez días; providencia motivada en la opinión que producía mejor seda el gusano criado con las hojas del moral.

Renovaron los procuradores las peticiones contra la reventa del pan, el consumo de corderos y terneras, la libertad de cazar y pescar y los estancos particulares, causas de la carestía de los mantenimientos según los políticos de aquel tiempo, y suplicaron además que se moderase el precio del ganado que se vendía al fiado a los labradores, porque «se hacían muy grandes usuras»; que los ropavejeros no vendiesen ropa nueva, para evitar los daños y fraudes de que se les acusaba; que se pusiese coto al encarecimiento de los paños de Segovia, «no obstante que la ropa no es tal ni de tanto provecho como ha diez o quince años que la hacían»; que la medida del aceite fuese igual en todo el reino, como las del pan y del vino; que los paños y las sedas se midiesen sobre tabla y no en el aire; que se redujese el valor de los escudos o coronas por ser bajas de ley, y que las tarjas no corriesen sino por el verdadero que tenían, pues se trocaban con buenos ducados en perjuicio del trato y mercancía de los naturales de estos reinos.

Dolíanse los procuradores de que se sacasen pan, ganado, cordobanes, hierro y acero de Vizcaya y otras cosas vedadas, y entrase la seda en madeja y en capullo contra lo proveído en las Cortes de Segovia de 1532, y suplicaron que no se tomase el oro a los que viniesen de las Indias, porque sería disminuir la contratación y ahuyentar a los que quisiesen volver a España, perdiendo la ocasión de aumentar su riqueza.

Carlos V, a quien los extranjeros acusaron de haber inventado y extendido por Europa el sistema de las restricciones y prohibiciones, no fue tan enemigo de la libertad de la industria y del comercio como se pretende por los economistas. Rehusó establecer los nuevos gremios de artes y oficios que pedían los procuradores, corrigió el abuso de poner estancos particulares, prometió informarse antes de dictar providencias más rigorosas para impedir la saca de las cosas vedadas, y fijó el plazo de seis meses a la circulación de las tarjas, a fin de que se gastasen y dejasen de correr por moneda. En general, respondió está proveído o se proveerá lo que más convenga.

Si agravó las penas contra los que infringieron las ordenanzas de caza, fue con el objeto de promover la abundancia y facilitar la baratura de los mantenimientos. Si prohibió la salida del hierro y acero de Vizcaya, limitó la prohibición al tiempo que durase la guerra. Si tomó el oro que venía de las Indias, por lo menos disculpó el embargo con las grandes necesidades que le obligaron a recurrir a este medio de allegar dinero por vía de préstamo.

En resolución, Carlos V, en las Cortes de Valladolid de 1537, dio pruebas de más respeto a la libertad de la industria y del comercio que los procuradores, cuyo celo por el bien público no siempre se hacía superior a las preocupaciones del vulgo.

Prohibido el uso de los bordados y recamados en los vestidos, inventó la malicia el adorno de cordones y pasamanos con mayores gastos y costas en las hechuras. La moda invadió todas las clases del Estado. Vestían como señores, caballeros y personas de renta los hidalgos y escuderos, los mercaderes y oficiales de manos. Los procuradores, en vez de abrir los ojos al desengaño y reconocer la vanidad de las leyes suntuarias, reclamaron la observancia de lo mandado en las Cortes de Burgos de 1515 acerca de las ropas de seda, y pidieron que en ningún vestido «haya ni se pueda traer otra guarnición, sino sólo un pasamano o un ribete o pestaña de seda de un dedo de ancho, e que no se pueda aforrar ninguna ropa en otra de seda ni tafetán». También suplicaron «que las mujeres enamoradas que conocidamente son malas de sus personas, no puedan traer, ni trayan en sus casas ni fuera dellas oro de martillo, ni perlas, ni seda, ni faldas, ni verdugados, ni sombreros, ni guantes, ni lleven escuderos, ni pajes, ni ropa que llegue al suelo, porque son excesivos los gastos y oros y sedas que traen, y así no son conocidas entre las buenas.» El Emperador, aunque amigo de la ostentación y fausto en su persona, dio la razón a los procuradores.

Tampoco abonó la experiencia la pragmática relativa al uso de los caballos y las mulas, de la cual tantos bienes se esperaban, como un medio seguro de honrar la nobleza y de apercibirse para la guerra. Ocurrieron muertes de ancianos no acostumbrados a cabalgar en caballos, y subió el precio de éstos hasta correr con exceso. Los letrados, los médicos, los mercaderes, los hombres viejos y ricos de los pueblos, buscando su seguridad, compraron los mejores y más sosegados caballos del reino. Calcularon los procuradores en más de diez mil los ocupados; de suerte que los caballeros y gente militar no hallaban caballos para la guerra, y los pocos que había se vendían tan caros que no podían adquirirlos; por lo cual, suplicaron los procuradores la moderación de la pragmática de Toledo de 1534 apenas puesta en ejecución. El Emperador respondió que proveería lo conveniente.

No se cumplían las leyes protectoras de los montes, ni las que ordenaban el recogimiento de los pobres. Las talas continuaban y la plantación de árboles no empezaba nunca; mas no por eso hizo el Emperador novedad. Los moros berberiscos rescatados a quienes se prohibió habitar en pueblos situados a menor distancia de diez leguas de la costa, fueron alejados hasta quince, aunque pidieron veinte los procuradores.

Pasaron las Cortes de Valladolid de 1537 inadvertidas; y en efecto, no merecen contarse en el número de las famosas y principales. Sin embargo, leyendo atentamente el cuaderno se observa cómo las Cortes pierden la vida por grados. Carlos V no se dignó ver y determinar muchas peticiones importantes dadas en las anteriores; olvido o descuido tantas veces padecido, que ya parecía sistema archivarlas en el Consejo. Cansábanse los procuradores de pedir en vano el remedio de los males públicos, y los pueblos se cansaban de enviarlos o miraban con indiferencia una elección inútil; frialdad que allanaba el camino de la procuración a los cortesanos, cuyo interés se cifraba en servir al Emperador por alcanzar mercedes, abandonando la causa de los concejos que por ingratitud o pobreza se hicieron mezquinos.

Nada se sabe, acerca del servicio otorgado en estas Cortes; pero debe presumirse que concedieron los procuradores el ordinario en la forma de costumbre. Carlos V no combatió abiertamente el principio de donde se derivaban todas las antiguas libertades de Castilla; pero tampoco perdonó la ocasión de minarlo. Quejáronse los procuradores de que la moneda forera, tributo de origen feudal que se pagaba por razón del señorío de siete en siete años, se pedía de cinco en cinco, «porque (decían) cuentan un año en fin de una paga y en principio de otra»; y el servicio se doblaba reduciendo dos años a uno para acortar el plazo, contra la ley y la costumbre sin el consentimiento de las Cortes.

De igual censura se hizo merecedor Carlos V al tomar el dinero de los mercaderes y pasajeros que venían de las Indias en las flotas y galeones, dando a los particulares un juro, o sea un título de reconocimiento de la deuda con la obligación de pagar intereses y devolver el capital en adelante. Esta exacción no era un tributo, sino un préstamo forzoso; pero como tal, no se podía exigir mientras no fuese otorgado y consentido por los procuradores.

Tenían los Reyes Católicos en su cámara un libro en el cual anotaban los nombres de las personas de quienes podían servirse en los cargos que debían proveer según sus cualidades, previa información secreta de la capacidad, vida y costumbres de cada una. Así estaban los pueblos bien gobernados, porque se proveía a los oficios y no a las personas. Carlos V no se cuidaba de llevar ningún registro, y podían con él más el ruego, la importunidad y el pago de servicios que la buena elección de hombres de virtud y letras para los cargos de justicia y gobierno; y la comparación de su reinado con el de sus abuelos arrancaba del pecho suspiros a los procuradores, recordando los mejores tiempos de Fernando e Isabel, de gloriosa memoria.

Cortes de Toledo de 1538.

A las Cortes de Valladolid de 1537 siguieron de cerca las de Toledo de 1538, convocadas el 6 de Setiembre para el 15 de Octubre. La brevedad del plazo que mediaba entre la convocatoria y la celebración de las Cortes, y el llamamiento intempestivo hacían presentir algún suceso extraordinario. En efecto, todos los historiadores tienen estas Cortes por famosas y memorables.

Diez y ocho años llevaba Carlos V de reinar y de estar en armas por mar y tierra. Los gastos habían sido grandes, los tributos habían crecido, las rentas reales se hallaban empeñadas, las deudas forzosas eran muchas, corrían los intereses, y no pudiendo ya con la carga, resolvió juntar las Cortes para que discurriesen y arbitrasen nuevos medios de proveer a la conservación y seguridad del Estado.

Fue el llamamiento general; y así, además de los prelados y procuradores de las ciudades, concurrieron todos los grandes y señores de título y de vasallos.

Deliberaron los tres estados aparte. Leyose la proposición en la asamblea de la nobleza el 1.º de Noviembre, y otro día en la junta de prelados. En este documento exponía el Emperador la extrema necesidad que le obligaba a pedir un nuevo servicio para pagar sus deudas, cumplir los gastos ordinarios y desempeñar el patrimonio real casi del todo consumido. Entendía por nuevo servicio la sisa, imposición temporal sobre los mantenimientos y carga más llevadera.

El estado eclesiástico respondió que siendo la sisa temporal, moderada y en cosas limitadas, parecía la más fácil y mejor manera de socorrer las necesidades del Emperador. Sin duda se rindieron los prelados a la voluntad del Cardenal de Toledo D. Juan Tabera, que los presidía y llevaba la voz de Carlos V en las Cortes.

No se dejó persuadir con igual facilidad el cuerpo de la nobleza, antes protestando que, como leales, no vacilarían en aventurar sus personas y haciendas en servicio del Emperador, se negaron resueltamente a otorgar la sisa los grandes, señores y caballeros. Decían que los pueblos estaban muy pobres y que el tributo era muy odioso, que aun siendo temporal y moderado al principio, crecería con el tiempo y llegaría a perpetuarse, pues mostraba la experiencia que tarde o nunca se quitan las gabelas que una vez se ponen; que con más livianas ocasiones hubo levantamientos en Castilla, recordando el ejemplo de las comunidades, en la cual corrió el Emperador el peligro de perder estos reinos; que si consintiesen la sisa, toda la libertad y honra heredadas de sus antepasados se convertirían en mengua, infamia y deshonra, porque (decían) «la diferencia que de hidalgos hay a villanos en Castilla, es pagar los pechos y servicios los labradores, y no los hidalgos; que se busquen otros medios para que S. M sea servido, y se le suplique la moderación en los gastos, y sobre todo que trabaje de tener paz universal por algún tiempo, pues aunque la guerra con infieles sea tan justa, muchas veces se tiene paz con ellos, como la tuvieron Reyes de Castilla con Reyes de Granada.»

Pidieron los nobles con insistencia que el Emperador les diese licencia para comunicarse con los procuradores a fin de proponer de común acuerdo otros arbitrios menos dañosos que la sisa, pero no les fue concedida. Lejos de eso, para cohibir la libertad de los señores, les mandó el Emperador votar públicamente, porque vean las congregaciones (advierte su cronista) cuánto importan los votos secretos.»

Sabida por Carlos V la resolución de los caballeros, les respondió que agradecía mucho su buena voluntad; que aquellas no eran Cortes ni brazos; que pedía ayuda de presente, y no consejo para adelante, y que buscasen medios, pues los propuestos no lo eran.

El día 1.º de Febrero de 1539 se presentó el Cardenal de Toledo en la sala en donde se reunía la nobleza, y despidió a los circunstantes con palabras que dejaban entrever el enojo del Emperador. «Luego se levantó, y salieron siguiéndole todos los de la junta, con lo cual se tuvo por disuelta, y deshizo el llamamiento de grandes, títulos y señores de vasallos en que tanto se ha hablado en España y en otras partes»814.

Quedó el Emperador con poco gusto (refiere Sandoval), y con propósito que hasta hoy día se ha guardado, de no hacer semejantes llamamientos o juntas de gente tan poderosa, y se acogió a las ciudades, a las cuales escribió pidiéndoles que en vista de sus grandes necesidades le acudiesen con algún servicio, y se lo concedieron, aunque estaban pobres, pues las guerras continuas devoraban todos los tesoros de Castilla, que pagaba la mayor parte de los gastos del Imperio.

Es opinión generalmente recibida que las Cortes de Toledo de 1538 forman época en nuestra historia, porque desde entonces dejaron de ser convocados los grandes y prelados; de suerte que en lo adelante se compusieron de sólo procuradores. Jovellanos autorizó y vulgarizó esta opinión cuando dijo que los ministros flamencos de Carlos I, no pudiendo sufrir el freno que oponían a su codicia los estamentos privilegiados, los arrojó de la representación nacional en 1539815.

No es del todo exacto lo que Jovellanos da por cierto. No eran ministros flamencos el Cardenal de Toledo D. Juan Tabera, ni D. Francisco García de Loaisa, también Cardenal y Arzobispo de Sevilla, ni el Comendador mayor de León D. Francisco de los Cobos, ni el Comendador mayor de Calatrava D. García de Padilla, ni el doctor Guevara, ni el licenciado Girón, ambos del Consejo, todos los cuales tuvieron parte muy principal en lo ocurrido en las Cortes de Toledo de 1538. Tampoco fueron los estamentos privilegiados los que se opusieron a la codicia de los ministros flamencos, sino los procuradores de las ciudades y villas en las de Valladolid de 1518 y Santiago y la Coruña de 1520; y menos se debe entender que los prelados, grandes y caballeros hayan cesado de concurrir a las Cortes desde aquel ruidoso suceso. Sandoval, Colmenares, Ortiz de Zúñiga y otros escritores de renombre observan que las de Toledo de 1538 fueron las últimas generales, es decir, las últimas en que se juntaron como brazos los tres estados del reino.

Muy de otro modo piensa Martínez Marina para quien la escena borrascosa de Toledo nada añade a la historia de las Cortes. «Desde mediado el siglo XV (escribe) ya no se halla que fuesen llamados a Cortes los grandes, ni los prelados, ni que acudiesen a ellas, salvo los que componían la corte y Consejo del Rey816.

En efecto, hay en el siglo XV repetidos ejemplos de concurrir algunos grandes y prelados; pero no se puede negar que fueron generales las de Madrigal de 1476, Toledo de 1480, Valladolid de 1518 y Madrid de 1528. Desde 1506 hasta 1520 (salvo el año 1518) suenan solamente los procuradores. En 1523 y 1525 se hallan presentes algunos grandes y caballeros. En 1528 y 1532 vuelven con ellos algunos prelados, y en 1534 y 1537 desaparecen, pero no los grandes ni los caballeros.

Resulta que Martínez Marina afirmó con demasiada ligereza que desde la mitad del siglo XV no hubo en Castilla Cortes generales, quitando así toda importancia al arrebato de Carlos V en las de Toledo de 1538. Concedemos que se hubiese guardado mal la costumbre de llamar a los tres brazos para tratar in plena cura de los negocios que importaban al bien del reino; mas no podemos asentir a la opinión que estuviese olvidada y como prescrita por el curso del tiempo.

La posteridad no dio su sanción a las palabras del Emperador «estas no son Cortes», pues cada día y a cada hora se citan por dignas de memoria las de Toledo de 1538.

Más consecuencia tuvieron las que añadió, «ni hay brazos», porque no los hubo, sino para hacer el pleito y homenaje debido al inmediato sucesor.

En suma: o Martínez Marina excluye en el pasaje arriba citado las Cortes convocadas y reunidas para jurar al primogénito del Rey, o si no las excluye, olvida que se celebraron en Castilla, no una vez sola, sino varias, Cortes generales poco antes y poco después de las famosas de Toledo de 1538817.

Síguese de lo dicho que Carlos V no arrojó del todo y para siempre de la representación nacional al clero y la nobleza, pues consta de los cuadernos de peticiones que, salvas raras excepciones, las Cortes habidas en el siglo XVI se compusieron, como las de la segunda mitad del XV, de algunos prelados, grandes y caballeros, procuradores de las ciudades y villas y letrados del Consejo.

Nótanse en el cuaderno de las Cortes de Toledo de 1538 ciertas expresiones algún tanto vivas y poco acostumbradas. Parece que los procuradores habían cobrado valor con el ejemplo de la nobleza, y que el Emperador se mostraba más blando en sus respuestas después de su reyerta con los grandes, señores y caballeros despedidos con enfado en pena de haber dado consejos con altiva libertad.

No desmayaron los procuradores con la desgracia de la nobleza, antes expresaron al Emperador los mismos deseos de paz, de residencia en Castilla, de moderación en los gastos, de alivio y descanso en favor de los pueblos, sin disimular su inquietud por los trabajos y peligros a que diariamente se exponía Carlos V en las batallas que daba por su persona. Dolíanse que sus largas ausencias le impidiesen oír a los querellantes y administrar justicia por sí como los Reyes sus antecesores, y reclamaron que no se cargasen a estos reinos las costas que en todo o en parte incumbían a otros, refiriéndose a la sustentación de las galeras de Andrea Doria y a la guarda de las fortaleza y fronteras de Navarra, Perpiñán y las islas del Mediterráneo.

En cuanto a Navarra no tenían razón los procuradores, pues incorporado este reino a los de Castilla en las Cortes de Burgos de 1515, dejó de ser frontera Logroño. Lo de Perpiñán (respondió Carlos V) «siempre se pagó de acá», y no sabemos por qué, siendo de la corona de Aragón. La costa de las galeras no halló disculpa, pues estaban al servicio del Imperio, y fue cordura guardar silencio.

Había muchos capítulos generales dados en las Cortes pasadas pendientes de resolución. Los procuradores suplicaron al Emperador que los mandase ver y determinar en su real presencia, «estando a ello algunos de los destas Cortes que podían dar más particular relación de lo que la brevedad de los capítulos causare de duda»; pretensión nueva y atrevida que acusa de morosidad al Consejo. La verdad es que la intervención de la magistratura en el gobierno, si bien contribuyó a templar la monarquía, hizo no poco daño llevando las formas lentas de la justicia a la administración. Por lo demás los capítulos reclamados eran relativos a muchas reformas convenientes al bien público solicitadas en las Cortes de Valladolid de 1537. Las respuestas del Emperador fueron casi todas satisfactorias, y de su contenido se infiere que el doctor Pero López de Alcocer continuaba entendiendo en la recopilación de las leyes.

Más de cincuenta peticiones encierra el cuaderno tocantes a la administración de la justicia, en su mayor parte conocidas; y no hay para qué fatigar la atención del lector recordándole las quejas de los procuradores fundadas en la dilación de los pleitos, el corto número de los jueces, las molestias y vejaciones de los pesquisidores, los agravios de los alcaldes de la Mesta, la codicia de los escribanos, receptores y alguaciles, la flojedad de las visitas y residencias, la ignorancia y poco celo de los corregidores, etc.

Los vicios del procedimiento civil se apuntan en una petición que dice así: «Aunque la orden judicial está bien hecha, se ve por la experiencia que debría estar de manera que se excusasen muchas peticiones y acusaciones de rebeldías y otras cerimonias judiciales que son causa de grandes costas y daños. Suplicamos a V. M. mande se haga una orden judicial breve, de manera que se ponga término y freno a las dilaciones y cavilaciones que los pleiteantes y los abogados suelen tener para alargar los pleitos e impedir que no vengan a estado de conclusión.»

Ofrecen novedad la petición para que los del Consejo no perteneciesen a otros Consejos, abuso que daba motivo a mayor tardanza en el despacho de los negocios; la que tenía por objeto prohibir las donaciones de bienes entre marido y mujer excediendo del tercio, a fin de que no parasen perjuicio a los ascendientes; la relativa a los matrimonios clandestinos que los procuradores querían fuesen causa de desheredación, la encaminada a facilitar la soltura de los presos bajo fianza, cuando mediase condenación pecuniaria de poca entidad, no obstante la apelación, y la terminante a que las mujeres honradas no fuesen presas en las cárceles públicas por delitos y faltas livianas que no mereciesen pena corporal, pues en los tales casos comúnmente acaesce ser más grave la pena de la prisión que la que se impone por el delito.»

Mucho insistieron los procuradores en la reformación de ciertas cosas pertenecientes al estado eclesiástico, reconociendo que el Emperador no la podía hacer por sí solo sin turbar la paz de las conciencias, que nunca es segura en un pueblo católico sino cuando reina la concordia entre ambas potestades. Los procuradores recordaban a Carlos V sus reiteradas promesas de escribir a Su Santidad sobre diferentes materias de disciplina que tenían relación con el estado seglar; pero «hasta agora (decían) no han visto efecto alguno.»

La provisión de beneficios para que «las manadas cristianas fuesen gobernadas de pastores, y no de mercenarios»; la elección de sujetos de virtud y letras para las prebendas de oficio, porque «nuestro muy Santo Padre algunas veces se entremete en proveer las dichas canongías en personas idiotas e indignas»; la represión de los abusos que cometían los jueces eclesiásticos, lanzando por causas livianas sentencias de cessatio a divinis o usurpando la jurisdicción real al conocer de pleitos sobre cosas temporales; la adquisición de bienes raíces por las iglesias y monasterios, siempre denunciada por perjudicial al estado de los pecheros, y nunca reprimida etc. son el asunto de diversas peticiones mejor recibidas que despachadas.

Tratando de aliviar las cargas públicas, suplicaron los procuradores al Emperador que mandase hacer la iguala de las provincias con toda brevedad, antes de repartir «el servicio que agora se otorgare», y formar un nuevo cuaderno de las leyes relativas a las alcabalas y a las demás rentas reales, pues «están muy confusas y desordenadas, y hay muchas superfluas, dubdosas y achacosas»; de lo cual se seguían graves inconvenientes. Asimismo pidieron que cesase el agravio de pedir el diezmo de las yerbas y los rediezmos contra la costumbre y lo proveído en las Cortes pasadas, y no se repartiese subsidio a los monasterios de monjas pobres, ni tampoco a los hospitales.

Las necesidades de la guerra de Granada obligaron a los Reyes Católicos a vender alguna cantidad de mrs. de sus rentas dando diez mil por un millar, para que las hubiesen por juro de heredad cualesquiera personas que las quisiesen comprar, a las cuales mandaron librar sus privilegios a fin de cobrarse de las que debían pagar las ciudades, villas y lugares en que los juros se situaban hasta ser redimidos volviendo el principal818. Tal es el origen de los juros o censos consignados en las rentas de la Corona.

Isabel la Católica ordenó en su testamento a la Princesa su hija y al Príncipe su marido que los quitasen y redujesen a la Corona real, aplicando a la restitución de los precios recibidos todas las rentas del reino de Granada819. Carlos V, lejos de pensar en redimirlos, acudió a este arbitrio con frecuencia para atender a los gastos de la guerra; y aunque varias veces le suplicaron los procuradores que no vendiese más renta y extinguiese los juros y considerase cuánto importaba a la conservación del Estado y al alivio de los pueblos el desempeño del real patrimonio, no dio oídos a estos justos clamores, y perdida la esperanza de obtener la sisa, perseveró en el sistema de enajenar las rentas de la Corona.

Cediendo el Emperador al ruego de los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1537, fijó en ciento veinte el número de las camas que reservó para el alojamiento de los guardas de a pié y a caballo de su persona. En éstas de Toledo de 1538 se quejaron de que se habían pedido más de dos mil, continuando el desorden de las posadas. Iguales o mayores vejaciones padecían los pueblos con el servicio de las carretas y bestias de guía. Los cortesanos llevaban consigo para aposentarse con comodidad, ropas, mesas, sillas, bancos y otros enseres que debían transportar los labradores de los lugares y aldeas de la comarca. Los guardas y los continuos de la Casa Real eran mal pagados; de suerte que tomaban a sus huéspedes y les comían sus haciendas, dando por excusa que no recibiendo paga, no podían satisfacer el gasto que hacían; gravamen muy superior a la carga del aposento. El Emperador respondió con buenas palabras sin más efecto.

Antes de empezar a regir las ordenanzas municipales debían ser examinadas y aprobadas por el Consejo, en donde se estancaban con detrimento de la buena gobernación de las ciudades y villas que esperaban la confirmación con impaciencia. Los procuradores suplicaron al Emperador que mandase verlas y despacharlas con toda brevedad, y que, presentadas al Consejo, empezasen los pueblos a usar de ellas interinamente. También suplicaron que los cargos concejiles vacantes se proveyesen en personas naturales de las ciudades y villas en que radicaban, y que los hidalgos fuesen admitidos en los concejos; y asimismo que se mandase a los corregidores poner paz entre los lugares que contendían sobre los términos y el uso del cortar y pacer y otros aprovechamientos comunes; pero no se hizo novedad.

Renováronse las peticiones relativas a los graduados por Salamanca y Valladolid, a los cirujanos indoctos, «tan perjudiciales a la república», a los albéitares y herradores idiotas etc., y reclamaron la observancia de las leyes que prohibían la venta del pan al fiado, los estancos de señorío, la saca de hierro y corambres y la desigualdad de los pesos y medidas. Las del pan y del vino usuales en Castilla, no se habían extendido al reino de Galicia.

La tasa de los mantenimientos daba origen a discordias entre los regidores y fieles ejecutores por una parte, y por otra las justicias de los pueblos que se entremetían en fijar los precios y emendar las posturas hechas por los oficiales de los concejos. La venta de mercaderías enfardeladas y del pescado por cargas convidaban al fraude en perjuicio de los compradores. El premio de los cambios corría al respecto de catorce por ciento, no obstante lo proveído en las Cortes de Madrid de 1534 limitándolo al diez. El abuso de tomar el oro de los particulares que venían de las Indias no se había corregido, y los desposeídos de su hacienda publicaban a grito herido sus quejas y alborotaban la corte pidiendo al Emperador y su Consejo la satisfacción debida en justicia por el despojo.

Muchos extranjeros se iban introduciendo en el comercio de las Indias, reservado por las leyes a los naturales del reino. Mientras vivió Isabel la Católica gozaron exclusivamente de este lucrativo privilegio los castellanos. Fernando el Católico, en el tiempo que fue gobernador de Castilla por su hija Doña Juana, lo extendió a los aragoneses. Carlos V templó el vigor de las leyes con una grande tolerancia; y de aquí la petición de los procuradores contra los extranjeros «por la moneda que sacaban tales contratantes», a la cual respondió el Emperador que ya estaba proveído, es decir, que no se hiciese novedad.

Accediendo a lo suplicado por los procuradores a las Cortes de Madrid de 1534, ordenó Carlos V que los corregidores velasen sobre la conservación y reparo de las puentes, fuentes y caminos; pero los corregidores no querían entender en ello, por urgentes que fuesen las obras, sin mandato del Consejo; y aunque en estas de Toledo de 1538 pidieron que los corregidores juntamente con los concejos, sin esperar nueva provisión, removiesen cualesquiera obstáculos al uso público, no lograron ver cumplidos sus deseos: otra prueba de los inconvenientes que ofrecía la amalgama de la administración con la justicia, cuyos fines y medios son tan desemejantes.

Nueva e imprevista es la petición para que se hiciesen navegables «los ríos cabdales», por la mucha utilidad y provecho que reportarían todos los del reino; «y hay personas (decían los procuradores) que platican en que se podría dar medio para que esto se efectuase, de manera que el inconveniente fuese poco y se consiguiese muy gran fruto.820»

¿De dónde vino la idea? ¿Quiénes eran las personas que platicaban de la navegación de los ríos? Todo induce a sospechar que los procuradores fueron en esta ocasión el eco del maestro Fernán Pérez de Oliva, que en 1524 hizo al cabildo de la ciudad de Córdoba, su patria, un curioso razonamiento sobre la navegación del Guadalquivir; provecto que no murió al nacer, pues se sabe que lo acogió Felipe II821.

Las ordenanzas de caza formadas por el Consejo no contentaron a las ciudades y villas que enviaron otras y las sometieron a la aprobación del Emperador. Con este motivo suplicaron los procuradores que por cuanto se habían multiplicado mucho los lobos y hacían gran daño en los ganados, diese licencia para matarlos con escopeta o arcabuz y con todo linaje de yerbas; a lo cual respondió Carlos V que se proveería lo conveniente al revisar las ordenanzas consultadas con el Consejo.

Las leyes y pragmáticas que prohibían el juego y el uso de armas aprovechaban a los oficiales de la justicia más que a las buenas costumbres.

La petición dada en las Cortes de Valladolid de 1523 para que se recopilasen y publicasen las antiguas crónicas de los Reyes de España, cayó en olvido. Los procuradores la renovaron, y esta vez con fruto, pues consta que en el año siguiente a estas de Toledo de 1538, el Emperador nombró por su cronista a Florián de Ocampo.

Expusieron asimismo que el cuerpo y reliquias del santo y bienaventurado Rey D. Hernando, que ganó a Sevilla, estaba en la claustra de la iglesia mayor en una capilla más humilde de lo que convenía a la autoridad y dignidad de su gloriosa y real memoria, y suplicaron al Emperador que la mandase reedificar con la grandeza y ornato convenientes.

En efecto, el cuerpo de San Fernando fue depositado en la capilla Real de la iglesia antigua, hasta que en 1432, con permiso de D. Juan II, se trasladó a otra capilla situada en el claustro de la Catedral, porque fue necesario derribar la primera para continuar la fábrica del nuevo templo, cuyo principio data de 1402. A esta sepultura interina aluden los procuradores. El Emperador les respondió que mandaría escribir sobre el contenido de la petición al prelado y cabildo de Sevilla, pero habiéndose dilatado la terminación de la nueva capilla Real hasta el año 1579, no se pudo habilitar el sepulcro en que yace el cuerpo del Santo Rey tan pronto como deseaban los procuradores y el mismo Emperador.

Acreditó la experiencia los perjuicios que se seguían de prohibir el uso de las mulas por favorecer la cría de los caballos.

Los procuradores que en las Cortes de Valladolid de 1537 habían pedido al Emperador que moderase la pragmática de Madrid de 1534, suplicaron ahora que «se quitase el vedamiento», y se restituyese a cada uno la libertad de cabalgar como quisiere, «porque dello estos reinos rescibirán muy grande merced, y criarse han mulas para la labor de las tierras de que hay mucha falta.» No plugo al Emperador revocar la pragmática en la cual se fundaron tantas esperanzas de tener cantidad de caballos «de buena color, casta y suelo»; pero no se negó a reformarla.

El examen del cuaderno de las Cortes de Toledo de 1538, sugiere importantes reflexiones. Carlos V pagó mal los servicios que los grandes y caballeros le hicieron en la guerra de las Comunidades, al despedirlos con aspereza. El estado general no pereció en el naufragio, porque todavía se guardaba respeto a la ley y la costumbre de no pedir servicio alguno que no fuese otorgado por los procuradores.

Esta libertad, único resto de las antiguas de Castilla, se salvó en 1538; mas no sin quebranto. Frustrado el intento de imponer el tributo de la sisa, el Emperador envió sus gentiles hombres a las ciudades para persuadir a los ayuntamientos que debían hacerlo un servicio extraordinario822. No lo pidió a las Cortes, sin duda por no exponerse a una repulsa como en la cuestión de la sisa. Estaba la opinión muy movida contra los inventores de «algunos medios muy perjudiciales a la buena gobernación y justicia de estos reinos», y por otra parte, hubiera sido difícil arrancar a los procuradores el consentimiento para cobrar dos servicios a la vez, pues apenas había vencido el primer tercio del otorgado en las de Valladolid de 1537.

Que no se arriesgó a pedirlo, se prueba con el testimonio de los mismos procuradores, que al suplicar la igualación de cargas entre las provincias, añadieron que importaba la brevedad, a fin de reformar «el repartimiento del servicio que agora se otorgare»; y es sabido que Carlos V nunca permitió alterar la costumbre «de hablar primero en lo del servicio», según consta por los cuadernos de las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520 y Valladolid de 1523.

Harto hizo en prescindir de los procuradores y acercarse a las ciudades que no tuvieron el valor de oponer la resistencia que tan cara costó, a la nobleza. Disolverla junta de los brazos fue una herida mortal para las Cortes, y otra no menos grave apelar a los concejos.

El cuaderno de las peticiones y respuestas dado en las de Toledo de 1538 enseña que uno es el Carlos I de España y otro el Carlos V de Europa. El Emperador de Alemania fue grande, poderoso, fuerte y llenó el mundo con su gloria: el Rey de Castilla amó demasiado la guerra, atropelló las libertades de su pueblo, la agobió con tributos, enajenó o empeñó las rentas de la corona, y no siguió el ejemplo de los Reyes Católicos, tan celosos por la buena gobernación y la recta administración de la justicia. Fue respetado y temido; pero no tan amado como otros antecesores suyos de la Casa Real de Castilla, nacidos y criados entre los castellanos, en cuyas leyes y costumbres habían vivido desde la infancia.

Cortes de Valladolid de 1542.

Hubo Cortes en Valladolid el año 1542, de las cuales existe cuaderno que suple el silencio de los historiadores. Debe suponerse que se trató de prorogar el servicio con tanta más razón cuanto toda España estaba puesta en armas para resistir a los ejércitos de Francia, que se disponían a caer sobre Perpiñán y amenazaban romper por Fuenterrabía y entrar en Navarra.

Concurrieron a estas Cortes, además de los procuradores, algunos grandes, caballeros y letrados del Consejo, y se dieron cien peticiones, en su mayor parte relativas a la administración de la justicia, siempre viciosa, porque nada se remediaba; y no había esperanza de remedio mientras no se desterrase la mala práctica de remitir al Consejo los capítulos que obligaban a proveer algo nuevo para sepultarlos en sus archivos.

Así es que los procuradores suplicaron al Emperador que mandase proveer las cosas no proveídas en las Cortes de Toledo de 1538 y otras anteriores, y todavía añadieron que fuese servido de oír todos los capítulos generales que en adelante dieren, así como los particulares de las ciudades y villas, «y que esto se hiciese al principio de las Cortes», y en presencia de los procuradores diputados para informar de palabra en las dudas que hubiere; a lo cual respondió Carlos V con agrado.

Insistieron en pedirle que reposase en sus reinos y no expusiese su persona a más trabajos y peligros, y le representaron la tristeza de los pueblos por su ausencia, «mayormente en los días que estuvimos sin saber nuevas de V. M.» Aluden los procuradores al viaje del Emperador a Flandes para reprimir la rebelión de Gante en 1539. De Flandes partió para Alemania e Italia. En Octubre de 1541 estaba en Mallorca, en donde juntó la poderosa armada que fue sobre Argel: infeliz jornada que acreditó la noticia de la muerte del Emperador, no desmentida en España hasta su arribo a Cartagena al principio del año 1542. La tardanza, los varios sucesos de la guerra y los siniestros rumores que habían corrido por Europa, excitaron tan viva inquietud, que con razón se mostraron los procuradores recelosos en cuanto a lo venidero. Entretanto que Carlos V se servía de la milicia española en guerras lejanas, dejaba desguarnecidas las costas de Andalucía y del reino de Granada, y los moros se atrevían a entrar en Gibraltar, de cuyo insulto tomaron ocasión los procuradores para suplicarle que proveyese a la defensa de aquellos pueblos desamparados.

Renovaron casi todas las peticiones contra el corto número de oidores, la dilación en los pleitos, las cédulas de suspensión, las apelaciones a los concejos, el procedimiento de oficio por palabras ligeras o injurias privadas, los derechos excesivos de los escribanos, etc. Nueva y digna de ser notada es la que dieron contra el abuso de proveer los cargos preeminentes del Consejo y Chancillerías «en estudiantes del estudio sin que primero hayan tenido otros de justicia o sido abogados», de lo cual se seguían grandes perjuicios, así en las causas civiles como en las criminales; petición despachada con la promesa de conferir los cargos de justicia a personas calificadas.

También renovaron los procuradores las peticiones relativas a las visitas y residencias de los jueces, a las cárceles de mujeres y libertad de los presos, a los agravios que hacían los pesquisidores y los alcaldes de la Mesta etc., insistiendo particularmente en que los corredores fuesen personas de ciencia, experiencia y autoridad y no se diesen los corregimientos por favor, parentesco o amistad, sino por pura justicia, al mejor de los solicitantes. Suplicaron además, que el corregidor de una ciudad o villa, cumplido el tiempo de su oficio, no fuese nombrado para el mismo lugar hasta después de muchos años, cuando ya hubiese olvidado las amistades y enemistades con los vecinos, y reclamaron la observancia de las leyes que prohibían a los oidores, alcaldes mayores y jueces comprar bienes raíces en el territorio de su jurisdicción.

Por la primera vez se hace mención en este cuaderno del asilo, pues rogaron los procuradores al Emperador que mandase a las justicias guardar la inmunidad de las iglesias, y que los acogidos en ellas no fuesen sacados del lugar de su refugio, a no haber cometido delitos tan graves, que los delincuentes no debiesen gozar de este beneficio según el derecho. Todos los capítulos relativos al nombramiento de corregidores y ministros inferiores de la justicia, así como los que versan sobre cárceles, visitas, residencias y asilo fueron brevemente despachados sin hacer novedad.

Repitiéronse las quejas contra la adquisición de bienes raíces por las iglesias, monasterios y hospitales, de modo que cada día se iba menguando el patrimonio de los legos. También se quejaron los procuradores de los jueces eclesiásticos que no cesaban de agraviar a los pueblos cobrando derechos excesivos y turbando la paz de las conciencias con censuras. De los clérigos exentos dijeron que las exenciones no servían sino para vivir viciosamente por no reconocer superiores que los corrigiesen, y añadieron que los seglares no les podían pedir las deudas, por no hallar jueces ante quienes los demandasen. Los extranjeros residentes en la Corte Romana, no pudiendo impetrar beneficios para sí, los ponían en cabeza de un natural de estos reinos, con la condición de pagarles grandes pensiones que redimía el titular a costa de mucho dinero.

Las respuestas del Emperador fueron conformes a su política de mantener la concordia entre ambas potestades.

La ley hecha en las Cortes de Toledo de 1534 moderando el exceso de las dotes, dio ocasión a muchos pleitos, sobre todo porque la legítima paterna o materna podía crecer o menguar con el tiempo; y los procuradores suplicaron al Emperador que la declarase, a lo cual respondió que lo viesen los de su Consejo para proveerlo conveniente. También ofrecía dificultades la ejecución de las leyes relativas a la dote de las monjas, origen asimismo de cuestiones entre los monasterios y los padres, hermanos o parientes de las que habían entrado en religión; mas en esto juzgó el Emperador innecesario hacer novedad. Tampoco estimó la petición para que formasen inventario judicial de sus bienes libres y vinculados los que contrajesen segundas o terceras nupcias teniendo hijos del primer matrimonio, a fin de evitar los fraudes que se cometían en su perjuicio.

No se cumplía lo ordenado en las Cortes de Toledo de 1538 acerca de los censos, esto es, que en todas las ciudades y villas cabezas de jurisdicción hubiese una persona encargada de llevar un libro, en el cual se registrasen las cargas y pensiones que se imponían y los bienes que gravaban, lo cual dio motivo a librar nuevas provisiones, repitiendo lo mandado.

Pidieron los procuradores que cualquiera persona que prestare dinero a estudiantes o les vendiere libros o mercaderías sin licencia de sus padres, perdiese lo prestado o vendido, y no tuviese derecho para pedirlo a los mismos estudiantes, ni estos fuesen presos por tales deudas, ni les pudiesen embargar los libros, ni las ropas, ni las camas de su servicio; petición otorgada en cuanto a la irresponsabilidad de los padres, pero no a la de los estudiantes mismos.

Fundaban los procuradores su demanda en que los estudiantes solían gastar el dinero que sus padres les daban para comer, vestir y comprar libros en el juego y otros vicios, y después acudían a los mercaderes que les fiaban cuanto querían con la seguridad de cobrarlo por mandamiento del juez del estudio, condenando al pago de la deuda al padre o la madre, ignorantes de la vida disipada de sus hijos.

La petición es curiosa, ya porque retrata las costumbres de aquel tiempo, no mejores que las nuestras, y ya porque se ve cuán antigua es la flojedad de los vínculos de familia que hoy deploramos.

Prorogose el encabezamiento por otros diez años conforme al deseo de los procuradores, que no fueron tan afortunados en sus peticiones para que se pagasen las posadas a los huéspedes de Corte; ni siquiera se refrenó el abuso de aposentar a los banqueros, mercaderes, abogados, solicitadores y negociantes que la seguían y perseguían con sus importunaciones. Tampoco se puso coto a las molestias y vejaciones que los alguaciles causaban a los pueblos tomando muchas más bestias de guía que las contenidas en las nóminas autorizadas por los del Consejo. Algo se moderó el exceso de cortar leña para el servicio de palacio, al prohibir a los alcaldes de Casa y Corte dar cédulas en favor de persona alguna, salvo la Real, por tiempo de tres años. La gente de la guardia del Emperador, mal pagada, fatigaba a los vecinos de los lugares de su aposentamiento con las exacciones a que propende toda milicia cuando se relaja la disciplina.

Los arrendadores del servicio y montazgo inventaban cada día nuevas imposiciones, «y sálense con ello (decían los procuradores), porque los pastores y labradores con quien contratan son gente que no se saben quejar sino pagar», y los negociantes extranjeros tomaban en arrendamiento las rentas reales y de los maestrazgos, aunque había en el reino personas de mucho crédito y caudal que se contentaban con menores ganancias y no sacaban el dinero.

Aludían los procuradores a los genoveses que vinieron a España por este tiempo y hallaron favor en Carlos V, porque los necesitaba, ya para que le anticipasen dinero, ya para pasarlo a Italia o Flandes, y ya en fin como asentistas de víveres y proveedores de los ejércitos en campaña.

Respondió el Emperador que se holgaría de que los naturales del reino entendiesen en el arrendamiento de las rentas reales; pero se guardó de excluir a los extranjeros, no menos necesarios al manejo de la hacienda, que los Judíos en la edad media, diligentes alcabaleros e ingeniosos arbitristas.

La provisión y renuncia de los oficios de regimiento y las mercedes de términos, propios y baldíos de las ciudades, villas y lugares, a pesar de lo proveído en las Cortes de Toledo de 1538, dieron motivo a peticiones ya conocidas. Una sola merece ser citada por nueva y original, a saber, que no pudiesen obtener cargos concejiles los hijos o nietos por línea masculina o femenina de los quemados y reconciliados por la Inquisición. Carlos V cerró los oídos al ruego insensato de los procuradores encarnizados contra los herejes hasta perseguirlos y castigarlos en su inocente posteridad.

Dejar libre y expedita la acción de los fieles y veedores para fijar el precio de los mantenimientos; reprimir las vejaciones que hacían los jueces so pretexto de perseguir el juego; evitar las que también causaban «sobre tomar las armas de noche haciendo tañer a queda antes de tiempo»; cumplir la pragmática que prohibía a los gitanos vagar por el reino; no permitir que se quitase la corteza a las encinas y alcornoques para curtir las corambres, porque se destruían los montes, y aumentar el premio por cada cabeza de lobo, pues eran muchos los que había y grandes sus estragos, son reglas de policía y gobernación de los pueblos, cuya mayor parte fueron establecidas sin efecto en las Cortes pasadas.

La pragmática relativa a los vestidos y guarniciones dio ocasión a que las justicias y los alguaciles «hiciesen muchas afrentas a caballeros y dueñas y otras personas, honradas», por lo cual suplicaron los procuradores al Emperador que la quitase, y solamente se guardase y cumpliese en cuanto a las telas de oro y plata, y a los bordados y recamados.

En igual sentido se expresaron respecto a la pragmática contra el uso de las mulas, repitiendo lo suplicado en las Cortes de Valladolid de 1537 y Toledo de 1538, y fundándose en las mismas razones, a saber, que lejos de favorecer la multiplicación de la buena casta de caballos, se disminuían y empeoraban, además de los inconvenientes y peligros «y costas superflua» que debían evitarse.

Bien quisieron los procuradores que el Emperador aboliese la pragmática; mas desconfiando de lograr su deseo, se limitaron a suplicarle que templase su rigor.

No accedió Carlos V a moderar la de Valladolid sobre los vestidos; y en cuanto a la de Toledo, solamente concedió que por las ciudades, villas y lugares pudiesen cabalgar en mula cualesquiera personas, llevando mujeres en ancas.

La experiencia iba acreditando la vanidad de las leyes suntuarias, y la ineficacia de los reglamentos que repugnan a las costumbres y perturban el orden natural de la economía pública, aplicando a los negocios particulares y libres el criterio de la autoridad.

No cesaba la carestía de los paños de Segovia y otras partes, ni dejaban los fabricantes y mercaderes de marcarlos con el sello real. Las medidas del pan y del vino no eran conformes, resistiéndose el reino de Galicia a someterse a la igualdad. Lo proveído en las Cortes de Madrid de 1534, limitando al diez por ciento el interés de los cambios, no fue bastante a reprimir la codicia de los logreros. La prohibición de sacar cordobanes y otros cueros, la vena del hierro, el acero y las carnes no se guardaba, ni tampoco las leyes que excluían del trato de las Indias a los extranjeros.

Por notable, merece copiarse a la letra la petición que dice así: «Suplicamos a V. M. mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque dello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando»; a lo cual respondió el Emperador que proveería lo conveniente.

Coincidía esta petición con las vivas instancias de Fr. Bartolomé de Las Casas, que a la sazón se hallaba en Valladolid, negociando los remedios, a su parecer, más seguros y eficaces para aliviar la suerte de los indios encomendados a españoles, sin menoscabo de los derechos de la Corona real de Castilla.

Los repetidos memoriales del ardiente Obispo de Chiapa, las juntas de teólogos, letrados y personas graves llamadas a platicar sobre la materia, y la intervención del Cardenal García de Loaisa, presidente del Consejo de Indias, inclinado a reformar las leyes por que se regían aquellas tierras lejanas, conmovieron el ánimo de todas las gentes que entendían en los negocios públicos y explican el ruego piadoso de los procuradores.

Seguía el doctor Pero López de Alcocer entendiendo en la recopilación de las leyes y pragmáticas, y debía llevar la obra muy adelantada, según se colige de la petición y la respuesta que constan del cuaderno.

Cortes de Valladolid de 1544.

Estaba el Emperador en Madrid al principio del año 1543. Mediado Abril partió de Castilla para Barcelona, en donde le esperaba Andrea Doria con las galeras que le condujeron a Italia. Los cuidados de la guerra explican esta ausencia que duró doce años.

Antes de su partida nombró gobernador de estos reinos al Príncipe Don Felipe, dando los negocios al secretario Francisco de los Cobos, y el cargo de las armas al duque de Alba, D. Fernando de Toledo, con título de Capitán General.

En Valladolid a 8 de Enero de 1544, fueron convocadas las Cortes, que se reunieron el 18 de Febrero en dicha villa, con asistencia de algunos grandes y caballeros letrados del Consejo, para tratar de la guerra con Francisco I y con el Turco, y otros asuntos, de los cuales era el principal pedir el servicio ordinario y extraordinario. Concedieron los castellanos al Emperador 400.000 ducados; y como siempre se hallaba alcanzado, tomó además prestada una gruesa suma de dinero del Rey de Portugal sobre las Molucas823.

Dos años y algunos días mediaron entre estas Cortes y las anteriores de Valladolid de 1542; circunstancia digna de reparo, pues todavía faltaba uno para completar los tres que duraba cada servicio.

Tuvo las Cortes el Príncipe entre tanto que el Emperador presidía la Dieta de Spira; por lo cual dejaron de proveerse algunos capítulos importantes hasta consultar con S. M. lo suplicado.

La primera petición expresa el cuidado y sobresalto de los procuradores al ver a su Rey empeñado en tantos trabajos y peligros por mar y tierra, y manifiesta el deseo de que hiciese la paz con los príncipes cristianos y volviese con toda brevedad a estos reinos de Castilla.

La respuesta fue como siempre, que las salidas del Emperador habían sido forzosas para el bien de la cristiandad, y convenientes a su intención de asentar una paz firme y segura que le permitiese residir en medio de sus buenos súbditos y gobernarlos por su persona.

Debíanse muchos atrasos a los continuos y criados de la Casa Real, entre los cuales había varios caballeros e hidalgos pobres que gastaban sirviendo al Emperador en la paz y en la guerra su poca hacienda. Los procuradores suplicaron que fuesen en adelante mejor atendidos, y hubieron de contentarse con esperanzas dudosas y vanas promesas.

No son muchas las peticiones relativas a la administración de la justicia, ni todas nuevas. Tomaron de las Cortes pasadas los procuradores de las presentes las que tenían por objeto inclinar el ánimo del Emperador a escoger personas calificadas, eminentes en letras y de experiencia en los negocios para los oficios de mayor autoridad; a que los gobernadores, corregidores y jueces no volviesen a ejercer jurisdicción en las mismas ciudades, villas y lugares en donde la habían ejercido, hasta cuatro años después de concluido el tiempo de su cargo, no sólo por excusar parcialidades y enemistades entre los vecinos, sino porque el temor de la venganza arredraba a los agraviados de exponer sus quejas en el juicio de residencia; «y esto es cosa justa (decían los procuradores), porque si han hecho bien el oficio que han tenido, merecen otro mejor, y si mal, ni aquel otro.»

Insistieron en que se adoptasen providencias para evitar la dilación de los pleitos así civiles como criminales; las molestias, vejaciones, prisiones y afrentas que hacían los jueces so pretexto de perseguir el juego y castigar a los jugadores; las no menores que se seguían de no darse apelación a los concejos en los negocios que no llegasen a la cantidad de 6.000 mrs.; los excesos de los alguaciles al exigir el diezmo de las ejecuciones, y la flojedad con que se procedía en las residencias, pues toda condenación pecuniaria era inútil, si los perjudicados no habían de ser pagados y satisfechos mientras que el Consejo no librase las provisiones.

Ninguna de estas peticiones fue atendida, pues a todas respondió el Príncipe «está proveído, se proveerá lo que convenga, o no conviene hacer novedad.»

Añadieron los procuradores que importaba a la buena administración de la justicia crear una Audiencia en el reino de Toledo, dando por razón que el territorio de la situada en Valladolid se extendía desde Aragón hasta Portugal, y el de la establecida en Granada desde el Tajo hasta Sierra morena, y comprendía además el reino de Valencia.

Decían que por esta causa se acumulaban los negocios y se hacía imposible despachar los pleitos con brevedad; que los litigantes dejaban perder su justicia por los trabajos y costas que de seguirla se les originaban con tan largos viajes, y que en tiempo de invierno no se pasaban los puertos y se abandonaban las apelaciones y padecía menoscabo el derecho de los que vivían lejos de la residencia del tribunal.

El Príncipe no concedió ni negó lo suplicado, respondiendo que venido el Emperador se proveería lo conveniente.

Reclamaron los procuradores contra las vejaciones y molestias que sentían las ciudades, villas y lugares de los tres adelantamientos de Castilla, Burgos y León, «a cabsa de ser los alguacilazgos de los alcaldes mayores y los derechos dellos», y pidieron que hubiese en las Audiencias procuradores de pleitos en número cierto y fuesen examinados, pues había llegado el abuso de la libertad al extremo de hacerse procuradores personas que no sabían leer y menos escribir; pero ni en lo uno ni en lo otro se hizo novedad.

Pululaban los ladrones y se cometían muchos hurtos que la ley castigaba por la primera vez con pena de azotes, con la de cortar las orejas a la segunda, y a la tercera con la de muerte en la horca.

Los procuradores observaron que la pena de azotes no era temida, porque (decían) «como los ladrones comúnmente son personas bajas y viles o vagamundos o de poca honra... después que una vez los azotan, no tienen en nada ser azotados muchas... e azotados en unos lugares se pasan a otros a hurtar, confiados en que aunque los tomen con los hurtos, no les han de dar más pena que los azotes, porque no se les puede probar que han sido otra o otras veces azotados en otras partes.»

En suma, proponían los procuradores que al convencido por ladrón, además de los azotes, se le diese una tijerada en una de las orejas, o se le hiciese otra señal para que fuese conocido si reincidiese; y si hurtare segunda vez, se le echase a galeras; con lo cual se conseguía «quitallos de entre la gente, y servirse de ellos el Rey, y no será menester tomar otros forzados, y se excusará la pena de muerte.»

La petición, aparte de la tijerada que repugna a nuestras costumbres, era justa y oportuna, porque está muy puesto en razón hacer efectivas las penas de la ley, usar de rigor con los reincidentes y economizar todo lo posible el último suplicio; y sin embargo no se hizo novedad.

Lo mismo respondió el Príncipe a la petición para que los jueces guardasen a los caballeros e hidalgos el privilegio de no ser sometidos a cuestión de tormento. La desigualdad no se compadece con la justicia; pero admitida la diferencia de nobles y pecheros conforme a las leyes y costumbres del siglo XVI, no dejaba de ser un progreso encerrar en límites más angostos aquel bárbaro medio de prueba. Por razones de orden público representaron los procuradores la conveniencia de que todas las espadas fuesen de una marca, es decir, de cinco palmos de largo, y las de mayor largura se acortasen, entendiendo que con esto se evitarían muchas muertes y peligros; petición que el Príncipe no juzgó oportuno conceder sin maduro consejo.

Dijeron los procuradores que las leyes hechas con mucho acuerdo y advertencia en las Cortes de Toledo el año 1502 y no publicadas hasta las de Toro de 1505, habían sido muy decisivas y provechosas; mas que con el tiempo habían nacido nuevas dudas, dando ocasión a muchos pleitos y a diversas sentencias sobre un mismo caso, por lo cual convenía declararlas oyendo el parecer de los del Consejo y de los presidentes y oidores de las Audiencias de Valladolid y Granada, experimentados en los negocios.

Declaró Carlos V en una carta dirigida al Consejo en 4 de Abril de 1542, que las legitimaciones despachadas en favor de algunas personas no se entendiesen con la exención de pagar pechos, servicios y demás contribuciones, aunque los legitimados fuesen hijos de hidalgos, y que esta declaración se tuviese por tan firme como una sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada.

Los procuradores, defendiendo los fueros de la hidalguía, representaron que la declaración hecha en Valladolid era manifiestamente contraria a la ley XII de Toro y en perjuicio de los que estaban ya legitimados y tenían derecho adquirido en virtud de sentencias y cartas ejetorias; por lo cual suplicaron que se suspendiese el efecto de lo mandado, o cuando menos, fuesen exceptuadas las legitimaciones anteriores al 4 de Abril de 1542; a cuya petición respondió el Príncipe «que se guarde lo proveído por nos cerca dello.»

Poner los huérfanos y pupilos bajo la protección de las justicias para impedir los abusos de sus tutores y curadores, y ejecutar con todo rigor la pragmática de Toledo de 1502 contra los mercaderes, cambiadores y tratantes que se alzaban con las haciendas ajenas, quedando ellos ricos y sus acreedores pobres, fueron otras dos peticiones tocantes a la legislación civil, que dieron los procuradores inútilmente, porque si algo se platicó en el Consejo, no produjo resultado.

Suplicaron los procuradores que se guardasen las leyes que prohibían a los extranjeros gozar beneficios y pensiones por la Iglesia, y no consintiese el Emperador ninguna alteración o mudanza a placer de la Corte Romana con derogación del Real patronato fundado en títulos tan justos y respetables, como eran haber recobrado estos reinos del poder de los infieles a costa de mucha sangre, la costumbre inmemorial y las concesiones apostólicas, y en perjuicio de los naturales a quienes se arrebataba el premio debido a su virtud y aplicación a las letras divinas y humanas.

Junto con esto, renovaron las peticiones concernientes a la reforma del estado eclesiástico perturbado con el desorden y disolución de las personas exentas, así como las dirigidas a reprimir los excesos de los jueces y notarios y la adquisición de bienes raíces por las iglesias y monasterios con menoscabo del patrimonio de los legos etc., a lo cual respondió el Príncipe lo acostumbrado, es decir, que se había escrito o se escribiría a su Santidad para proveer lo conveniente de acuerdo con el Papa; vana promesa, porque «acabadas las Cortes e idos los procuradores, nunca más se trata dello.»

Por hacer mercedes y por allegar dinero, acrecentó Carlos V el número de alcaldías, veinticuatrías, regimientos, juradorías y escribanías de los concejos. Los procuradores replicaron que se guardasen las leyes dadas por D. Juan II prohibiendo el acrecentamiento de los oficios públicos, y que los acrecentados se consumiesen conforme fuesen vacando, hasta reducirlos al número antiguo. Asimismo suplicaron que se alargase hasta sesenta días el plazo de treinta fijado en las Cortes de Valladolid de 1549 para presentar las renuncias; que se aumentasen los salarios de los regidores y jurados que saliesen del pueblo a negocios de la Corte o Chancillería u otras partes, por ser pequeños y los tiempos más caros, y que los concejos fuesen obligados a obedecer y cumplir las provisiones del Consejo, para que los hijosdalgo participasen de los oficios públicos como los buenos hombres pecheros que lo resistían; pero en nada de esto se hizo novedad.

Quejáronse los procuradores de la invencible resistencia que oponían los contadores mayores a registrar en sus libros la próroga del encabezamiento por diez años, merced otorgada por el Emperador en las Cortes de Toledo de 1538; de la nueva imposición de tres por ciento sobre el valor de todas las mercaderías y mantenimientos que entrasen en el reino o saliesen por mar o tierra; del estanco de los naipes, considerando el mal ejemplo que con esto se daba a los grandes y caballeros y a los mismos pueblos con mandar que se vendan por una sola mano las cosas que deben estar en el comercio de la república; de que no se guardaba lo proveído en las últimas Cortes, suspendiendo por tres años la toma de ropas y leña para las personas de la regia comitiva en viaje; de que no se pagaban las posadas y se hacían muchos agravios a los labradores y gente miserable, repartiéndolos y tomándoles sus bestias y carretas de guía necesarias a sus labranzas y sin consideración a lo ordenado en las Cortes de Toledo de 1538.

La penuria de los tiempos no permitía aliviar las cargas públicas, de suerte que sacaron los procuradores poco fruto de estas peticiones. Únicamente dos de ellas arrancaron al Príncipe respuestas menos desabridas, a saber, las relativas al nuevo derecho del tres por ciento sobre las mercaderías y al estanco de los naipes. Acerca de la primera dijo que se consultaría con el Emperador, y en cuanto a la segunda que se hizo con gran necesidad.

Era privilegio muy antiguo de las villas y lugares de behetría no pagar servicios. En cambio tenían la obligación de dar galeotes de siete en siete, o de catorce en catorce años. Cesó aquella franqueza en el reinado de Carlos V; pero al igualar los pueblos de behetría con los demás del reino en el pago de los servicios, no fueron dispensados, como parecía natural, de dar galeotes. Representaron los procuradores la injusticia, y añadieron que los hombres buenos de las behetrías «andaban muy cargados y no lo podían sufrir.» Con todo eso no se hizo novedad.

El impulso que dieron los Reyes Católicos a las artes de la paz se comunicó al reinado de Carlos V. Consta de varios cuadernos de Cortes celebradas en el siglo XVI que la protección y el fomento de la industria se trataron como importantes cuestiones de gobierno.

En las de Valladolid de 1544 pidieron los procuradores libertad y exención de pechos, derechos y alcabala, si no perpetua, por muchos años, en favor de los maestros y oficiales de armas y tapicería, en cuyas artes estaban más adelantados los extranjeros.

En Toledo, Segovia y Cuenca se fabricaban paños en razonable candad con sujeción a ordenanza; y para mayor comodidad de los fabricantes pareció conveniente a los procuradores establecer en cada ciudad de las dedicadas a este obraje, una casa pública de veeduría, a donde se llevasen los paños para examinarlos y sellarlos. También les pareció conveniente prohibir a los plateros que labrasen oro con esmalte, «porque (decían) es una obra muy falsa y engannosa en que se gasta mucho sin provecho»; peticiones que no abrieron camino a ninguna novedad.

Perseverando los procuradores en la fe que tenían en la prohibición de sacar pan, matar terneras y corderos y pescar en los ríos con redes menudas, mangas y otros aparejos, como remedios eficaces de la carestía de los mantenimientos, suplicaron que se guardase con rigor lo mandado.

No se recataron los procuradores de censurar con viveza la imposición de los derechos de almojarifazgo sobre el oro, plata y mercaderías que venían de las Indias a la Casa de contratación de Sevilla. Representaron que era injusto pedir este tributo a los dueños del oro y plata después de haber pagado el quinto, y todavía más injusto exigirlo de las mercaderías traídas y descargadas antes o al tiempo que se dio el público pregón haciendo saber la nueva ordenanza.

Los procuradores cargaron la culpa a los Contadores mayores, por no ofender con su amarga queja al Emperador; mas el Príncipe denunció a su padre respondiendo que, «lo generalmente mandado no se puede alterar, y en lo particular se hará justicia.»

Circulaban en el reino sueldos y maravedises de la moneda vieja, y maravedises de oro de la buena moneda, áureos y marcos de oro a que se referían las leyes. Los jueces ignoraban la correspondencia de unas monedas con otras, y hacían muchos agravios sin mala voluntad; y en esto se fundaron los procuradores para pedir que todas se redujesen al valor de la corriente. También suplicaron que la moneda de plata que se labraba en la Nueva España fuese del mismo peso y ley que la del reino, a fin de que pudiese entrar y correr con el mismo valor que la de acá.

En cuanto a lo primero, dijo el Príncipe que se platicaría por los del Consejo, y respecto de lo segundo, que se mandaría ajustar la moneda de Nueva España a la usual en estos reinos.

Mostraba la experiencia el poco fruto que había dado la pragmática de las mulas, y «los muchos y grandes dapnos, peligros y vejaciones e costas que por razón della se han seguido», concluyendo con pedir que se quitase, a lo cual respondió el Príncipe que se consultaría a S. M., a fin de proveer lo conveniente.

Este desengaño no fue de provecho para los procuradores, cada vez más obstinados en su opinión de remediar el desorden de los trajes y vestidos con leyes suntuarias. Aguzaron el ingenio e inventaron un nuevo modo de combatir el lujo, y fue prohibir la venta al fiado de brocados, telas de oro y plata, sedas, paños y tapicería, porque la vanidad del vestir se extendió al atavío de las casas. Con esto tuvieron por cierto que daban más fuerza y vigor a la pragmática de Valladolid de 1523, sin reparar en que, siendo igualmente vivo el deseo de las galas, resultaba mayor el gasto y el peligro que corrían los caballeros e hidalgos pobres de adeudarse; todo lo cual iba derechamente contra la intención de los procuradores, a quienes respondió el Príncipe que se platicaría sobre ello y se consultaría al Emperador; y en cuanto a las ventas al fiado, que no se hiciese novedad.

Notable es la petición para que se compilasen todas las leyes del reino, se ordenasen o imprimiesen, según lo habían ya suplicado los procuradores de Cortes en casi todas las celebradas desde las de Valladolid de 1523; pero en estas de 1544 añaden que por cuanto «eran certificados que el dottor Carvajal con gran diligencia y cuidado que dello tovo en muchos años que en ello gastó, dejó recopiladas e puestas en orden todas las leyes e premáticas destos reinos, e fecho libros dellas, e pues fue de vuestro Consejo e de los Reyes Católicos muchos años, e del Consejo de la Cámara, e tovo gran espirencia en los negocios, e fue persona de muchas letras y cencia, e de grande abtoridad, como es notorio, tenemos por cierto que lo quel dicho dottor dejó así ordenado y hecho está como conviene, o que puso allí más leyes e premáticas que naide puede juntar por el cuidado que tovo de las buscar todas; e si esto que dejó hecho y ordenado se perdiese, no habría persona de tantas calidades que ansí lo trabajase e ordenase; e somos certificados que sus hijos tienen estos libros»; pidieron que se trajesen al Consejo para que los examinase y mandase imprimir, pagando a los herederos del doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal lo que fuere justo, previa tasación por el mismo Consejo, según el trabajo y el mérito de la obra.

El Príncipe respondió que se había hecho todo lo que se había podido hacer hasta entonces y que se entendía en ello, y que si los procuradores sabían en donde paraban los libros de Carvajal, lo declarasen y se proveería lo conveniente.

Copian íntegra esta petición los doctores Asso y de Manuel en el discurso preliminar al Ordenamiento de Alcalá que publicaron en 1774824. En las curiosas noticias que contiene fundan su opinión que los libros de Carvajal debían ser dos tomos voluminosos en forma mayor que existían (y tal vez existan) en la Biblioteca del Escorial, cuya descripción, contenido y signatura puede fácilmente consultar el lector. No dicen que se halla indicado el nombre de Carvajal en la colección referida pero no se olvidan de advertir que por la letra se averigua que se escribieron al principio del siglo XVI825.

Todo esto no pasa de una razonable conjetura, pues aunque los procuradores dijeron «somos certificados que el doctor Carvajal dejó recopiladas todas las leyes y pragmáticas del reino», y todavía añadieron «somos certificados que sus hijos tienen estos libros», quita mucha fuerza a las dos afirmaciones la respuesta del Príncipe: «si ellos saben en cuyo poder esté (la compilación), que lo declaren.»

No consta de un modo cierto que se hubiese dado al doctor Carvajal la comisión de recopilar y ordenar las leyes y pragmáticas y reducirlas todas a un volumen. Este rumor procede de la vaga noticia que de una nueva compilación mandada formar por los Reyes Católicos, distinta de las Ordenanzas de Montalvo, dieron los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1523, como dijimos; mas allí estaba el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal, en calidad de letrado asistente a las referidas Cortes, para inspirar una respuesta que la desmintiese o confirmase; y sin embargo, las palabras del Emperador «está bien y así se pondrá en obra», no disipan la oscuridad que el silencio de la persona aludida hace cada vez más sospechoso826.

Las Cortes de Toledo de 1525 y Madrid de 1528, en las cuales se renovó la petición para que las leyes y pragmáticas se compilasen, ordenasen y publicasen en un cuerpo, no autorizan a creer en la existencia de ninguna colección empezada o acabada.

Las de Segovia de 1532 y Valladolid de 1537 acreditan que el Emperador dio la comisión de compilar las leyes del reino, y particularmente las hechas y promulgadas en Cortes, al doctor Pero López de Alcocer, residente en Valladolid827. Esta colección se hallaba casi terminada en 1544, según el testimonio de los procuradores828.

En suma, es dudoso que el doctor Galíndez de Carvajal haya recibido el encargo de formar una nueva compilación de leyes, por más que reconozcamos su ciencia y autoridad, y la confianza que en él depositaron los Reyes Católicos y el Emperador como persona versada en los negocios, y es cierto que Carlos V dio esta comisión al doctor Pero López de Alcocer, de lo cual no tuvieron noticia los eruditos Asso y de Manuel, que, según parece, no conocieron los cuadernos de las Cortes de Segovia de 1532 y Valladolid de 1537. Así se explica su convencimiento de que los libros arriba citados son obra del doctor Carvajal; pero ¿y si fuesen parte de la colección del doctor Alcocer que estaba «para se concluir e acabar» en 1544?

Por último, suplicaron los procuradores al Emperador mandase, y proveyese inviolablemente que de allí adelante no llamase ni pudiese llamar Cortes sino de tres en tres años cumplidos y pasados, porque (decían) «de llamarse más a menudo las cibdades e villas destos reinos que tienen voto en Cortes, y aun las que no lo tienen, reciben agravio y danno, y es cabsa que hagan grandes costas y gastos y no lo pueden sufrir»; a cuya imprudente petición respondió el Príncipe «se terná cuidado de mirar lo que convenga.»

Por más persuadidos que estuviesen los procuradores de la poca utilidad de unas Cortes en las cuales se dejaban de proveer los capítulos generales y particulares de las ciudades, o si se proveían, no se guardaba lo mandado, no puede leerse sin tristeza la petición anterior.

Los procuradores reconocieron y confesaron con peligrosa facilidad que el Rey cumplía con llamar Cortes para que le concediesen el servicio, y que reunirlas para tratar los negocios graves y arduos, según las antiguas leyes y costumbres de Castilla, era fatigar a los pueblos sin necesidad. No les faltaba razón al pensarlo; pero nunca debieron reconocerlo por un hecho legítimo, y menos pedirlo como alivio de una carga.

Tales fueron las Cortes de Valladolid de 1544, breves y desmayadas. Cincuenta y siete peticiones eran un corto número comparado con las ciento cincuenta y una, y aun con las ciento y una que contienen los cuadernos de las celebradas en la misma villa los años 1537 y 1542.

Nada causa tan honda pena a los amigos de la libertad, como la obstinación de Carlos V en imponer nuevos tributos sin el consentimiento de las Cortes. No dejaron los procuradores de quejarse del gravamen del tres por ciento sobre el valor de las mercaderías, ni del estanco de los naipes, ni de los derechos de almojarifazgo que por aquel tiempo se hicieron extensivos al comercio de las Indias, pero sin la entereza que en un caso semejante mostraron los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1420.

El Príncipe disculpó al Emperador con la necesidad de proveer a la defensa de Fuenterrabía, San Sebastián y Logroño; mas faltó a los procuradores el valor para replicar que nunca los procuradores negaron al Rey los medios de hacer semejantes obras y reparos. ¿No se brindaron estos mismos procuradores con servir al Emperador hasta donde el reino pudiese, a fin de poner en buen estado las fortificaciones «de todos los puertos de mar e otras fronteras», y principalmente de las ciudades de Cádiz y Gibraltar, de las que no apartaban sus ojos nuestros enemigos?

Las razones de economía pierden mucha parte de su fuerza considerando que mayores gastos originaba la libertad de imponer nuevos tributos sin la intervención de las Cortes, y que entre otras peticiones hay una en el cuaderno de las celebradas en Valladolid el año 1544, para que el Emperador mandase librar y pagar lo debido a los continuos y criados de su Casa, y las mercedes de los procuradores, aunque hubiese necesidades; de forma que el celo por el alivio de las cargas públicas no era del todo desinteresado.

Cortes de Valladolid de 1548.

Cayó el Emperador enfermo de peligro en Ausburgo mientras celebraba la Dieta del Imperio, y temiendo por su vida, mandó llamar al Príncipe D. Felipe. Fue la voluntad de Carlos V que durante su ausencia y la de su hijo quedase por gobernador de los reinos de Castilla, Maximiliano, hijo de Fernando, Rey de Romanos, que por este tiempo vino a España y contrajo matrimonio con su prima la Infanta doña María.

Hubo dos convocatorias, ambas expedidas en Alcalá, la una en 5 y la otra en 28 de Febrero, aquélla llamando a Cortes en la ciudad de Segovia, en donde debían estar reunidos los procuradores el 15 de Marzo, y ésta trasladándolas al 4 de Abril en Valladolid, en cuya noble villa se celebraron con asistencia de algunos grandes, caballeros y letrados del Consejo.

Explican la brevedad de los plazos las urgencias del momento. Hacía cuatro años que no se juntaba el reino, y apremiaba la necesidad de socorrer con dinero al Emperador. El Príncipe deseaba anunciar a los procuradores su próxima partida, y notificarles que Maximiliano lo reemplazaba en la gobernación del Estado.

No bastaba el servicio ordinario para cumplir las obligaciones corrientes y satisfacer los crecidos gastos de una corte en viaje al través de Italia, Alemania y Flandes con toda la pompa y aparato real. Los procuradores concedieron 300 cuentos de mrs. pagaderos en tres años, que debían empezar a correr y contarse desde el principio del siguiente de 1549; pero pareciendo corta esta suma, escribió el Príncipe a las ciudades que mandasen a sus procuradores otorgar además 150 cuentos de servicio extraordinario, «como se hizo en las tres Cortes pasadas»829. La práctica de cobrar los dos servicios a un tiempo, convertida en costumbre, iba borrando la diferencia de ordinario y extraordinaria, y los dos juntos montaban 150 cuentos cada año en vez de los 100 que los pueblos pagaban en 1538 y antes830.

No fueron estas Cortes de mucho gusto (escribe Sandoval), porque Castilla lleva mal la ausencia de sus Príncipes831. En efecto, lo primero que suplicaron los procuradores al Emperador fue que con toda brevedad volviese a los reinos de Castilla y residiese en ellos, y descansase de tantos trabajos y peligros por mar y tierra, y pudiendo buenamente tuviese paz con los reyes y príncipes cristianos.

Creció el descontento de los procuradores con la noticia de la partida del Príncipe, que juzgaron sería en notorio daño de estos reinos; y en caso de no poderse excusar, querían que por lo menos se dilatase hasta después de la venida del Emperador.

Todavía hicieron más para impedir esta jornada, pues enviaron a Carlos V una carta por Juan Pérez de Cabrera, procurador por la ciudad de Cuenca, manifestándole la gran tristeza y soledad en que quedaban estos reinos, huérfanos y desamparados de su Príncipe, «que es la luz de la república, y de quien reciben calor y fuerza los ministros que por ellos gobiernan», y desconsolados y sin abrigo, no lo mereciendo por sus servicios en que siempre mostraron toda fidelidad y lealtad con aventura de vidas y haciendas.

Al mismo tiempo le suplicaron que mandase entender en el casamiento del Príncipe, a la sazón viudo de Doña María, Infanta de Portugal, «en estas partes de España, por la conformidad de las costumbres y otras causas» que dejaban a la consideración del Emperador832.

Por justos que fuesen estos clamores, ni el Emperador apresuró su vuelta a España, ni el Príncipe aplazó su partida. Tampoco fueron complacidos los procuradores en lo del casamiento, porque, lejos de contraer D. Felipe segundas nupcias con alguna princesa o infanta, de estas partes de España», hizo la voluntad de su padre tomando por mujer a la Reina María de Inglaterra en 1554.

Pasan de doscientas las peticiones relativas a diferentes materias de justicia y de gobierno que contiene el cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1548833. Si no todas, las más están sacadas de los cuadernos pertenecientes a las de Segovia de 1532, Madrid de 1534, Valladolid de 1537, Toledo de 1538 y Valladolid de 1544, en las que suplicaron los procuradores algunas cosas necesarias y convenientes al bien público, las cuales quedaron por determinar.

Por esta razón insistieron en que el Emperador «fuese servido de oír personalmente todos los capítulos generales y particulares de las ciudades en presencia de los procuradores que los hubiesen dado», y pidieron el breve despacho de las provisiones que hubieren de llevar en respuesta a lo suplicado, porque «han gana de se tornar a sus casas, y también por no hacer costa a sus ciudades y villas»; a todo lo cual respondió el Príncipe conforme a sus deseos.

De las cien peticiones tocantes a la administración de la justicia pocas hay nuevas. De éstas, y de las antiguas que ofrezcan alguna novedad, daremos breve noticia para satisfacer la curiosidad de los que pretendan seguir el rastro de las leyes y costumbres de Castilla en el siglo XVI, tomando por guía los cuadernos de las Cortes.

El favor, más que el estudio de las letras legales, era el título preferente para alcanzar los cargos de justicia. Quejáronse los procuradores de los daños que recibía la república de poner en las Chancillerías letrados sacados de las escuelas sin práctica de negocios, sin haber mostrado su prudencia y habilidad en otros oficios de gobernación, y sin acreditar que, «son fuera de codicia», y suplicaron en estas Cortes de Valladolid de 1548, como en las anteriores, que no se diesen cargos de tal calidad sino a letrados que hubiesen estudiado diez años en Universidades, para que los reinos no fuesen mal regidos y administrados por personas de pocas letras y mozos sin experiencia.

Y era lo peor que los ministros inferiores de la justicia venían a ser hijos, hermanos, primos, yernos, deudos y parientes cercanos de los del Consejo Real; de forma que, aunque se excediesen en sus oficios, nadie osaba pedir la reparación de un agravio, y menos el castigo de un juez, sabiendo que el acusado sería absuelto, y el querelloso entregado sin defensa a la venganza de su ofensor.

Esta red tan tupida de protectores y protegidos formaba de la magistratura un cuerpo privilegiado, en algo semejante a una casta que monopolizaba la administración de la justicia; y de aquí la resistencia a corregir tantos y tan notorios abusos que denunciaron repetidas veces los procuradores, y casi siempre sin fruto.

Los alcaldes de la Hermandad llevaban derechos indebidos, así de las prisiones como de los caminos; los de la Mesta arrendaban las dehesas, tomaban por compañeros a sus parientes y amigos y juzgaban sin guardar ninguna forma ni orden de derecho; los jueces del servicio y montazgo, moneda forera, salinas, etc., causaban mil molestias y vejaciones «a las pobres gentes» al cobrar estos tributos; los escribanos, cuando salían en comisión, exigían salarios excesivos, y en algunos lugares ponían la fe pública al servicio de los bandos, «y desta manera vengan unos de otros sus injurias y rencores, y no con armas ofensivas, y los alguaciles, en vez de rondar, e seguir malhechores, e complir los mandamientos de los jueces en casos y delictos y otras cosas necesarias a la buena administración de la justicia, todo su estudio y ocupación es buscar ejecuciones y despertar a los acreedores.»

Mucha parte de culpa de los excesos que cometían los oficiales de la justicia tenían los corregidores, obstinados en arrendar las merindades y alguacilazgos en pública almoneda contra el tenor de las leyes.

Solían los jueces ordinarios dar comisiones a otros que no eran letrados, y tal vez a criados suyos y gentes bajas.

Los jueces eclesiásticos, sus notarios y oficiales también cometían abusos dignos de censura, y para corregirlos pidieron los procuradores que hiciesen residencia como los seglares, y que ningún provisor pudiese tener dicho oficio más de dos años, igualándolos con las demás justicias del reino. Asimismo suplicaron que los ministros de la Santa Inquisición se encerrasen en los límites de su jurisdicción meramente eclesiástica y delegada para conocer de los delitos contra la fe, y tuviesen salarios situados en donde el Emperador «fuere servido de los señalar», para que cesasen los notorios inconvenientes «de ser pagados de las penas y confiscaciones de bienes de los delincuentes.»

Para que no padeciese menoscabo la jurisdicción real suplicaron los procuradores que los vasallos de la Corona no compareciesen en juicio ante los jueces de señorío «por premia ni por voluntad.» La visita de las Audiencias y Chancillerías, que debía hacerse por lo menos de tres en tres años por personas de calidad, letras y experiencia, a fin de que los oidores tuviesen entendido que si administrasen bien sus oficios recibirían mercedes, y en caso contrario serían castigados, no llegaba a Galicia, cuya Audiencia dio frecuentes motivos de queja a los procuradores.

Los pleitos duraban siglos. Acontecía tardar en verse una recusación más de un año, y todavía, por dilatar la causa, pedir términos ultramarinos, haciendo de la recusación pleito ordinario tan largo como el principal. Con estas y otras dilaciones que inventaba la malicia, «los pleiteantes gastaban y comían sus haciendas, y se iban sin alcanzar justicia, y los adversarios se quedaban con las usurpadas y mal habidas.»

No se cuidaban los jueces de tomar las declaraciones a los testigos, cuando las leyes disponían que practicasen esta diligencia por sus mismas personas. Tampoco solían tomar las los escribanos, sino sus oficiales; y era frecuente poner unos escribanos a otros por testigos, o a sus parientes, mozos o escribientes, de cuyo desorden resultaban muchas falsedades.

Para evitar el extravío de las escrituras que pasaban ante ellos, sobre todo si no eran del número o de ayuntamiento, suplicaron los procuradores que en cada ciudad, villa o lugar hubiese dos archivos públicos, en donde se custodiasen. De perderse las escrituras nacían pleitos, y acaso el despojo de la hacienda mejor adquirida, por no poder presentar o comprobar los títulos de propiedad.

Estaba mandado que los jueces de comisión no formasen diversos procesos por un delito, lo cual se hizo en estas Cortes extensivo a los jueces ordinarios.

El rigor de las penas no bastaba a contener a los ladrones. (Son tantos los que hay, que no se pueden valer las gentes», decían los procuradores. Llevaban de un pueblo a otro las ropas, joyas y ganado mayor y menor que robaban, y como todo lo vendían a menos precio, no faltaba quien lo comprase, aunque el hurto fuese bien conocido por el barato que se hacía. Las ropavejeros y los obligados de las carnes eran los principales encubridores.

Renovaron los procuradores las peticiones para que se reformasen las leyes relativas a los mercaderes, tratantes y cambiadores que con dolo o malicia se alzaban con las haciendas ajenas, o por burlar a sus acreedores se hacían monederos, para no ser presos por deudas y gozar de las demás exenciones y privilegios de esta clase, y así mismo las pertenecientes a los estudiantes que compraban al fiado y a los labradores que arrendaban bueyes por cierta renta de pan en cada un año, cuya renta les pareció excesiva.

Los cambios corrían altos y se tenían por ilícitos, a pesar de la tasa puesta en las Cortes de Madrid de 1534. Las leyes que reducían todos los censos a dinero a razón de catorce, mil el millar, no se guardaban, y era común el fraude de vender una posesión libre de censo o tributo y resultar después gravada, lo cual era una especie de hurto. Las haciendas de los menores que no tenían deudos cercanos que mirasen por ellos se perdían, o porque no se cuidaba de darles tutores o curadores que las administrasen, o porque los nombrados eran guardadores infieles; lastimoso abandono a que los procuradores quisieron poner remedio creando una magistratura popular con el título de padre de los pupilos. Los matrimonios de los hijos sin licencia de sus padres, y los que la Iglesia llamaba clandestinos, daban origen a multitud de pleitos, a graves discordias de familia y a enemistades entre parientes, mezclándose con este desorden pensamientos de codicia, y el delito de bigamia se repetía con general escándalo, sin temor a la pena por ser leve, o tal vez porque no se aplicaba con rigor el castigo.

Casi todas las referidas peticiones fueron mal despachadas, prevaleciendo el criterio de no hacer novedad. Solamente se introdujo la importante de imponer a los bígamos la pena de galeras en sustitución del destierro por cinco años a una isla de que habla la ley de la Partida834.

Recordaron los procuradores la petición dada en las Cortes de Valladolid de 1544 para que se declarasen ciertas dudas que suscitaba la varia interpretación de algunas leyes de Toro, y suplicaron de nuevo al Emperador que mandase imprimir y publicar en un volumen la recopilación formada por el doctor Pero López de Alcocer. Por esta segunda petición consta que el doctor Escudero, del Real Consejo y Cámara, entendía a la sazón en corregir y emendar la obra de Pero López; y es de notar el silencio de los procuradores acerca de la colección de leyes, pragmáticas y ordenamientos hechos en Cortes atribuida al doctor Galíndez de Carvajal en las anteriores de Valladolid de 1544. Como quiera, el Príncipe reconoció que era justo lo que le pedían, y prometió satisfacer esta necesidad en el plazo más breve posible.

Pocas cosas pertenecientes al estado eclesiástico se trataron en las de Valladolid de 1548, y entre ellas una sola nueva, a saber, que el Emperador escribiese a Su Santidad a fin de que declarase comprendidas en el privilegio apostólico del Real patronato las abadías o prioratos conventuales perpetuos de doscientos ducados de renta para arriba, petición fácilmente otorgada.

En materia de cargas públicas reiteraron los procuradores lo suplicado diferentes veces; esto es, que se prorogase por diez años el encabezamiento de las rentas de alcabalas y tercias para evitar los achaques y desasosiegos que se recrecían de andar en poder de arrendadores; que los verdaderos hidalgos no fuesen afrentados por los concejos, empadronándolos como pecheros; que los dueños de las salinas y sus arrendadores no subiesen el precio de la sal más de lo permitido en su cuaderno; que los obispos y cabildos de las iglesias catedrales se abstuviesen de pedir el diezmo de las yerbas; que no se cobrase, la moneda forera cada cinco años contra la antigua costumbre de pagarla de siete en siete; que los lugares de behetría no diesen galeotes; que se alzasen los estancos puestos en los de señorío, según estaba mandado; que se repartiese el servicio con igualdad, y no fuesen comprendidos en el repartimiento los monasterios de monjas observantes ni los hospitales por respeto a su pobreza; que se guardase la instrucción dada para la cobranza de las bulas y se corrigiese el desorden que en esto había; que no se tolerasen los abusos que se cometían en dar aposentos de corte a personas no incluidas en la nómina, tales como «banqueros y mercaderes y algunos oficiales de oficios mecánicos que son sastres, y barberos, y zapateros allegados a señores, o escribanos de los alcaldes y otras semejantes gentes»; que no se tornase ropa de las aldeas, y se tuviese gran miramiento y cuidado en lo tocante a las carretas y bestias de guía, «porque es mucho el daño que los labradores resciben, assí por el destruimiento que hacen de sus labores, como en muertes que acontescen de mulas y acémilas y quebrantamiento de carretas»; y en fin, que los Contadores mayores no aumentasen el precio de los encabezamientos a su voluntad, ni se entremetiesen en administrar las rentas reales encabezadas, no dejando usar libremente de sus oficios a los tres diputados del reino a quienes pertenecía la dicha administración, y se diese arancel moderado a los Contadores y sus oficiales, al que se ajustasen al cobro de sus derechos.

De estas peticiones fueron otorgadas las relativas a la próroga del encabezamiento, a la administración de las rentas encabezadas por el reino, al repartimiento del servicio entre todos los pueblos pecheros y al arancel de los Contadores. Las demás no lograron mejores respuestas que está proveído, se proveerá, se hará justicia, se tendrá memoria, y otras semejantes.

La renuncia de los oficios públicos de por vida; la necesidad de consumir los acrecentados según fueren vacando; la admisión de los hidalgos en los concejos; las cuentas de los propios, sisas y bienes de los pueblos etc., dieron ocasión a varias peticiones recogidas de los cuadernos de las Cortes pasadas. Las dos principales versan sobre la trasformación de las regidorías anuales en perpetuas, y la mala administración de las rentas concejiles.

Los procuradores veían con pena que muchas villas y lugares, señaladamente en la provincia de León, en Extremadura y Andalucía, hubiesen sido privados del derecho y libertad de elegir sus regidores por el voto de los vecinos. Reconocían que el Emperador, al hacerlos vitalicios, se había propuesto quitar la causa de los debates y pasiones que turbaban la paz pública, y sin embargo insistieron en que todos y cualesquiera oficios de regimiento tornasen a ser electivos, porque (decían) como los regidores nombran cada año alcaldes ordinarios y de hermandad, procuradores, mayordomos del concejo y otros oficiales, continúan las mismas discordias que antes de introducir la odiosa novedad de las regidorías de por vida.

En cuanto a la administración de los propios, suplicaron que se procediese en la cobranza de las rentas concejiles con la misma fuerza y vigor que en las reales, pues todas o las más formaban un solo cuerpo. Fundaban su petición en que por ser muy menudas y estar muy repartidas, eran costosas de cobrar y se perdía no poco de ellas en poder de los arrendadores, que se acogían a los términos demasiado largos de las ejecuciones; pero ni en lo uno ni en lo otro plugo al Príncipe alterar lo proveído por las leyes del reino.

Si la organización del concejo preocupaba con justa razón a los procuradores, no les preocupaban menos las cosas pertenecientes al gobierno particular de los pueblos. Movidos del mejor deseo pidieron la breve ejecución de las ordenanzas municipales asistiendo a la justicia dos regidores; la facultad exclusiva de los fieles para entender en lo tocante a los mantenimientos cotidianos según inmemorial costumbre; la rescisión de las trabas que ponían las justicias, los concejos y los señores temporales de villas y lugares al tráfico interior del pan, quebrantando las leyes protectoras de la libertad; el remedio de la carestía de las viandas, atribuida a la saca de las carnes y al rompimiento de las dehesas y ejidos de los pueblos, porque, estrechando los pastos, subían de precio las yerbas; la agravación de las penas contenidas en la pragmática de Toledo de 1525 que prohibió matar terneras y corderos; la rigorosa observancia de lo mandado en cuanto a la caza, suplicando además los procuradores que se diese a las ciudades, villas y lugares licencia para hacer las ordenanzas que les pareciesen convenientes y establecer nuevas penas; la prohibición de pescar en los ríos con ciertas redes y paranzas o dañando las aguas, «de manera que la gente que la bebe y el ganado enferman, y acaesce morir dello»; la de comprar por junto todo el jabón y todo el pescado que se cogía en los puertos de Galicia y llevaban para abastecer el reino de Francia y otras partes los mercaderes extranjeros, y finalmente, la persecución de la regatonería, que dio motivo a diversas peticiones.

Atravesaban los regatones el pan, las carnes, el pescado fresco y salado, y en general compraban para revender toda clase de mantenimientos. Tenían algunos por oficio y manera de vivir recorrer las aldeas y lugares comprando bueyes, vacas y carneros para llevarlos a vender en las ferias de Villalón, Ríoseco, Saldaña o Benavente; otros trataban en mercaderías de paños y sedas, que llevaban a las muy concurridas de Medina del Campo.

Nada era más contrario a la policía de los abastos que la tolerancia con los regatones, a quienes cargaban, si no toda, la mayor parte de culpa de la carestía de los mantenimientos. Esta opinión era común al pueblo y al gobierno, y así es que las peticiones acerca de reprimir y castigar el trato aborrecido de la regatonería hallaron más favorable acogida que las relativas a la caza, la pesca, el rompimiento de las dehesas, «las ligas y monipodios en daño de los compradores», y otras semejantes.

Descuidaban los corregidores la conservación de los montes viejos y la plantación de árboles en los collados y riberas, al punto que ya se dejaba sentir la escasez de leña, y aun de pasto para los ganados. Los procuradores suplicaron que en adelante se pusiese por capítulo de corregidores visitar los montes contenidos en los términos de su jurisdiccíon, y el Príncipe lo otorgó, añadiendo que si no lo hiciesen, se les pidiese en residencia, conforme a lo proveído en las Cortes de Segovia de 1532.

En la provincia de Guipúzcoa y señorío de Vizcaya se construían muchas naves de gran porte, para lo cual talaban los montes, de que se seguía encarecerse la madera. Los procuradores, temiendo que al cabo de poco tiempo llegaría a faltar del todo, suplicaron que los que habían cortado madera en los diez últimos años fuesen obligados a plantar de robles las tierras despojadas de árboles por su corta, y que en adelante nadie pudiese cortar árbol alguno sin obligarle a plantar dos robles en su lugar, «porque muchas veces no prende la mitad de los que se plantan.» El Príncipe respondió que los regidores de Guipúzcoa y Vizcaya tuviesen especial cuidado del remedio, y de lo que resolviesen enviasen relación al Consejo.

Tres causas señalaron los procuradores por principales azotes de la ganadería: los muchos fraudes, engaños y robos de los pastores, que daban muy mala cuenta del ganado mayor y menor que los dueños confiaban a su guarda; la disminución de los prados, dehesas y ejidos desde que se había dado a los concejos la facultad de acensuarlos, arrendarlos o venderlos al quitar para la paga de los servicios extraordinarios, y la multiplicación de las fieras grandes, como osos, lobos, jabalíes y venados, que hacían grandes estragos en los rebaños, además de muchos perjuicios a los panes y otros frutos con que se sustentaban los labradores.

Las leyes autorizaban la persecución de las fieras y los concejos con cedían premios a quien las matase; pero los grandes, caballeros y personas de señorío y mando, atendiendo solamente a su recreación y provecho, prohibían correrlas y matarlas a los particulares que poco podían, «y si alguno lo intenta hacer, le maltratan y ponen miedos y amenazas sobre ello.»

Por segunda vez fijaron los procuradores la atención en los ríos, no para facilitar su navegación, como en las Cortes de Toledo de 1538, sino para promover los riegos. Decían que por la esterilidad de los tiempos, la consiguiente falta de pan y la mucha hambre, se habían seguido grandes daños, muertes y pestilencias y la despoblación de algunos lugares. El remedio de estos males (proseguían) era suplir con regadíos la sequedad de las tierras de Castilla; pero como los labradores no estaban ejercitados en la industria de los riegos, «convendría ante todas cosas traer dos personas de grande experiencia del artificio de regar, como los hay en Aragón, y en Valencia, y en parte de Navarra, y aun en los reinos de Murcia y Granada, para que anduviesen por estos de Castilla mirando los ríos y aguas que en ellos hay, y entendido lo que se puede regar, lo declarasen muy particularmente a los del vuestro Real Consejo»; petición atendida con pronta voluntad, pero no menos pronto olvidada.

Las relativas a la industria muestran que los procuradores se dejaban ir con la corriente del vulgo aferrado a la opinión que no podían florecer las artes y oficios sino a favor de prolijos reglamentos. Prohibir que el zapatero fuese curtidor, mandar que el herraje tuviese cierto peso, y reformar las ordenanzas para el obraje de los paños, es todo lo que acertaron a pedir en estas Cortes.

Nada de lo suplicado era nuevo, salvo la queja que dieron de los obreros y jornaleros «que van a cavar viñas y a las podar y hacer otras labores, y otros a tapiar y hacer labor de carpintería y otras mecánicas en que ganan su jornal, y habiendo de salir a trabajar a la mañana a la hora que se tañe la campana o en saliendo el sol, y dejar la labor a la hora de puesto el sol, van muy tarde a la labor, porque primero trabajan para sí a las mañanas en sus labores, y después de cansados salen a las diez y las once de la mañana, y. se vuelven con una hora y más de sol, y esto es muy dañoso y costoso a los que hacen a jornal sus obras y labores.»

La pintura es verdadera, pues el Arcediano Diego José Dormer, escritor del siglo XVII, reprendió que nuestros oficiales no se aplicasen al trabajo con la continua fatiga, según se usaba fuera de España y aun en Cataluña, censurando la costumbre de trabajar sólo algunas horas, y por ventura dejarlo de hacer muchos días, y queriendo que aquella poca aplicación les diese tanta utilidad y fruto como la incesante de los extranjeros835.

En materia de comercio, suplicaron los procuradores la igualación de las medidas del pan, vino y aceite, la de los paños sobre tabla, la rigorosa observancia de las leyes que prohibían sacar carnes, cordobanes labrados y por labrar, borceguíes y guantes que salían para reinos extraños en mucha cantidad, y vender el pescado fresco y salado y otros mantenimientos a ojo y no por peso etc.; peticiones que nada tienen de nuevo; y aunque tampoco sea nueva la de comprender en el número de las cosas vedadas el hierro y el acero, todavía hay originalidad y agudeza en el razonamiento de los procuradores al demostrar los beneficios de la baratura del primero de dichos metales para todos, «especialmente para los labradores que gastan tanta cantidad de hierro en rejas y azadones y otros muchos aderezos muy necesarios a la labor del pan y del vino.»

Era la pesadilla constante de los procuradores la saca del dinero; y de aquí las quejas contra los extranjeros que venían a España y arrendaban los maestrazgos, obispados, dignidades, encomiendas y estados de señores, y se entremetían en comprar lanas y sedas y toda clase de mercaderías y mantenimientos, «que es lo que había quedado a los naturales para poder tratar y vivir.» También los acusaban de traer bujerías, vidrios, cuchillos, muñecas, naipes, dados y otras cosas semejantes, «como si fuésemos indios», y llevarse las riquezas de Castilla, «sin dejar cosa provechosa para la vida humana», y de mezclarse en el trato de las Indias contra las leyes que los excluían y en perjuicio de estos reinos.

La petición más peregrina que hicieron los procuradores en las Cortes de Valladolid de 1548, excitaba al Emperador a prohibir la saca de mercaderías para las Indias. Decían que al principio de la conquista y agregación de aquellas provincias a la Corona Real de Castilla, era justo y razonable ayudarlas en todo; pero que después de ganadas y pacificadas, debían los nuevos pobladores tener cuenta y cuidado de trabajar, en vez de «consumir y gastar vanamente como hombres ociosos y sin ningún oficio», para lo cual tenían mucha y buena lana de que podían hacer paños, sedas con que fabricar rasos y terciopelos, corambres y gran cantidad de algodón. Añadían que, aplicándose al trabajo, vivirían de sus oficios, «y no como hombres de mal sosiego buscando bollicios», según había mostrado la experiencia en las alteraciones pasadas y presentes, aludiendo sin duda a los sucesos del Perú.

La contradicción era palmaria. Excluir a los extranjeros del comercio de las Indias, porque se llevaban el dinero en perjuicio de los naturales, y proponer que los habitantes de aquellas partes «pasasen con las mercaderías de sus tierras», porque España no podía enviarles sus géneros y frutos, «según la grandeza de los precios de las cosas universales, no se compadecía de modo alguno. Todo se explica considerando que si el deseo de retener en España, el oro y plata de las Indias parece expresión de la fe que los procuradores tenían en el sistema prohibitivo, en realidad caminaban a tientas buscando la abundancia y baratura de todas las cosas necesarias y útiles a la vida en la aplicación de la policía de los abastos al comercio en general. No llegaron a comprender que la subida de los precios de todas las mercaderías era efecto natural de la baja en el valor de la moneda, a causa de la cantidad de metales preciosos que España sacaba de las Indias.

Grandes diligencias hizo el Consejo Real para impedir la saca de la moneda. En 1549 tomó los libros a todos los mercaderes de Castilla, y no pudo averiguar si los naturales o los extranjeros eran los culpados. «El mal es tan sin remedio (dice Sandoval), que con haber venido de las Indias montes de oro y plata, está (el reino) tan pobre como la más triste provincia del mundo, y fuera de España se venden sus doblones y los reales y se trata en ellos, que tan antiguo es este mal836.» El dinero no tiene patria: siempre va a donde le lleva el viento de la mayor ganancia.

Aficionáronse los naturales de Vizcaya y Guipúzcoa a la construcción de naves de gran porte, y aunque decían que eran para sí, en el primer viaje que hacían las dejaban vendidas a los extranjeros.

Denunciaron los procuradores el fraude, y suplicaron que fuese reprimido, porque, según la pragmática de Granada de 1501, estaba prohibido vender nao, carabela, galea u otra fusta alguna de cualquier calidad a concejo o persona extranjera, aunque tuviese carta de naturaleza.

A esta petición respondió el Príncipe que se guardasen las leyes, y a las demás relativas a los extranjeros, que por algunos justos inconvenientes y respetos no se hiciese novedad. La verdad es que Carlos V los necesitaba para que le prestasen dinero, y en cambio de la interesada voluntad con que le servían, toleraba sus negociaciones.

Insistieron los procuradores en que el Emperador declarase el valor de los sueldos y maravedises de la moneda vieja y maravedises de oro de la buena moneda, de los áureos y marcos de oro, como le habían pedido en las Cortes de Valladolid de 1544, representaron la gran falta que había de moneda de vellón haciéndose la contratación por menudo dificultosa, y suplicaron que la mandase labrar «de ley y condición que todos holgasen de la usar y aprovecharse della.»

La de oro y plata salía a raudales para Aragón y Valencia, en donde, comparada con la provincial, estaba favorecida. Con mayor abundancia, y «por vías exquisitas», se sacaba por mar y tierra para reinos extraños, de suerte que los de Castilla «se empobrecían cada día más, viniendo a ser las Indias de los extranjeros.» Los procuradores no sabían cómo poner remedio a este mal, y mientras se platicaba sobre ello, propusieron la rigorosa observancia de la ley que disponía «que los extranjeros que trujesen mercadurías a estos reinos diesen fianzas de llevar el retorno en mercadurías y no en dinero837; que a ningún extranjero se hiciese pago alguno en moneda de oro, sino de plata, por ser menos el daño, y que, tomado un navío grande o pequeño en el cual se llevase moneda para fuera de estos reinos, fuese quemado por la justicia con todas sus mercaderías, «porque a unos sirviese de castigo y a otros de ejemplo.»

Otorgó el Príncipe la petición relativa a labrar moneda menuda, y en cuanto «a la saca de dineros», prometió que se platicaría en el Consejo, llamando a las personas más competentes para entender en el remedio.

No se cumplía lo mandado respecto al uso de las armas. Muchas personas con favor y bajo distintos pretextos, sacaban licencia para llevarlas, y eran mozos bulliciosos o gente de poca arte que las procuraban para «malos efectos, trayendo armas ofensivas y defensivas desvergonzadamente de día y de noche después de la queda.»

La prohibición de usarlas ofrecía graves inconvenientes en Galicia, «porque (decían los procuradores), por experiencia se ha visto que los del reino de Portugal, y asimismo las armadas que vienen por mar de reinos extraños, entran por las tierras de V. M. y prenden gentes y roban ganados y todo lo que pueden»; por lo cual suplicaron que fuese permitido traer armas a los habitantes de los pueblos situados a la distancia de dos o tres leguas «en derredor de los puertos.»

No estaban mejor defendidas otras fronteras ni las costas del Mediterráneo. Los procuradores suplicaron «que las galeras que se pagan de las rentas de España estén y residan en estas costas los tiempos necesarios del año, juntamente con las que trae D. Bernaldino, para evitar los daños grandes que los enemigos de nuestra santa fe cathólica hacen en las dichas costas por las hallar desproveídas.»

Las galeras que se pagaban de las rentas de España eran las de Italia que mandaba Andrea Doria, a las cuales se refirieron los procuradores en las Cortes de Toledo de 1538, y el D. Bernaldino que en la petición se nombra, es D. Bernardino de Mendoza, capitán general de las de España.

Seguían en boga las leyes suntuarias. Como la pragmática de los brocados y telas de oro y plata se guardaba mal, pidieron los procuradores que se pusiesen mayores penas. Dolíanse de las invenciones de sastres y oficiales y de otras gentes amigas de novedades, que no se contentaban con las buenas costumbres de estos reinos, como si el achaque no fuese antiguo, y manifestaron su deseo de que velasen las justicias con todo cuidado, a fin de que los hombres y las mujeres de cualquier calidad y condición no usasen sino vestidos llanos, que no tengan otra cosa que la costura, sin que haya pespunte ni guarnición alguna.»

Reconociendo los procuradores la afición de la gente llana y ciudadana a las ropas de paño fino (que costaba por lo menos a 20 ó 22 mrs. la vara), suplicaron al Emperador que consultase al Consejo si sería bien, para que se pudiese vestir más barato, a falta de paños del reino, permitir la entrada de los forasteros, aunque no tuviesen la cuenta de que habla la pragmática de su obraje.

En esta ocasión transigieron los procuradores con el lujo, y cometieron la indiscreción de provocar una muy desigual competencia, porque los paños extranjeros, fabricados con toda libertad, llevaban una ventaja conocida a los del reino, que debían labrarse con sujeción a las ordenanzas.

El Príncipe no dispensó la observancia de las leyes suntuarias, pero tampoco agravó las penas; y en cuanto a la introducción y venta de los paños extranjeros, respondió según el deseo de los procuradores.

Moderose en estas Cortes la pragmática de las mulas, permitiendo a todas y cualesquiera personas andar de camino en las bestias que fueren de su agrado, y por los pueblos en caballos sin limitación de marca, tamaño ni medida, visto el poco fruto de dicha pragmática, «y los muchos y grandes daños, peligros, vejaciones y costas que por razón della se han seguido a los naturales destos reinos.»

El desorden del juego iba en aumento a pesar de las leyes dictadas para reprimirlo y castigarlo. Los procuradores expusieron que por esta causa sucedían «muchos alborotos y muertes y perder los hombres las haciendas que les dejaron sus padres», y suplicaron que la prohibición se llevase a cabo con todo rigor, y no se consintiese que los plateros, mercaderes y otras personas, acudiesen con su plata, joyas o mercaderías a rifarlas en los lugares en donde hubiese juego, «porque ya se tiene por granjería rifallas y no vendellas»; petición a la cual respondió el Príncipe que se guardase lo proveído en las Cortes de Madrid de 1528.

También suplicaron que las mujeres conocidamente malas, «que llaman rameras, enamoradas o cantoneras», habitasen en barrios apartados, para que no tuviesen trato ni conversación con las casadas y honestas, y que las justicias velasen por la conservación de las buenas costumbres.

Varias personas piadosas, deseando evitar la perdición de los vagamundos, huérfanos y desamparados, habían fundado colegios destinados a recogerlos y doctrinarlos. Aplaudieron los procuradores una obra tan santa y necesaria, porque (decían), «en remediar estos niños perdidos, se pone estorbo a latrocinios y delitos graves e inormes, que por criarse libres y sin dueño se recrescen, pues habiendo sido criados en libertad, necesariamente han de ser cuando grandes gente indomable, destruidora del bien público y corrompedora de las costumbres.» Asimismo (proseguían) se pone estorbo a muchas enfermedades contagiosas e incurables, porque de andar sueltos y dormir mezclados se siguen todos estos inconvenientes. Para que los hijos de los pobres y gente vulgar fuesen enseñados e industriados con buena doctrina y ejemplo, suplicaron que la justicia y dos regidores visitasen los colegios dos veces cada año, y los socorriesen con alguna limosna de los propios de las ciudades y villas, según su posibilidad y el número de niños y niñas recogidos.

A esta petición respondió el Príncipe que las justicias cuidasen de dar calor y favor a una obra tan piadosa, provechosa y necesaria en lo que buenamente pudieren.

El recogimiento de los verdaderos y legítimos pobres y la represión de la mendiguez voluntaria y viciosa, preocupó mucho a Carlos V, en cuyo reinado se dictaron severas providencias para que la limosna fuese acompañada de la verdad, empleando con los unos la justicia y con los otros la misericordia. La policía de los mendigos no mereció la aprobación de todos los moralistas; y de aquí la reñida controversia sobre la caridad discreta o indiscreta que sustentaron con igual ardor Fr. Domingo de Soto y Fr. Juan de Medina en 1545. Los procuradores, siguiendo la opinión, no de aquel docto dominicano, sino la de este juicioso benedictino, insistieron en el recogimiento de los pobres, y lo aplicaron a los niños vagamundos, huérfanos y desamparados con buen criterio, porque (decían) «en las partes donde hay colegios, son testigos los jueces que aseguran haber en ellas menos ladrones que solía.»

Pidieron los procuradores que se diese por instrucción a los corregidores el castigo de los que adobasen los vinos con cosas nocivas a la salud pública; que los boticarios residiesen en sus boticas desde la mañana hasta las diez del día y desde las tres de la tarde hasta las diez de la noche, porque los que dejaban para servirlas en su ausencia, por no estar bien informados, «daban unas medicinas por otras y hacían otros errores, de que se seguía gran daño a los que tomaban las tales medicinas»; que los médicos no recetasen en las boticas de sus parientes; que, después de haber visitado por segunda vez al doliente de enfermedad aguda, no le pudiesen visitar la tercera sin amonestarle que se confesase; que recetasen en romance; que los boticarios y especieros no pudiesen vender solimán ni cosa ponzoñosa sin licencia del médico, y que se suprimiesen los oficios de protomédicos, protoalbéitares y barberos, pues mostraba la experiencia que por sus pasiones particulares reprobaban a los hábiles y suficientes y aprobaban a los inhábiles por dinero. También los acusaban de dar títulos a parteras, ensalmaderas y otras personas de este jaez, y de no tener consideración a los que los médicos habían ganado en sus estudios, y en fin, de rebuscar flaquezas para llevar derechos de nuevo.

El capítulo de los enfermos de peligro dio motivo a que el Príncipe ordenase a los médicos amonestar al doliente que se confesase, «a lo menos en la segunda visitación, so pena de 10.000 mrs.»: al de los protomédicos y protoalbéitares respondió que se platicase en el Consejo, y en los restantes que las justicias proveyesen lo conveniente en sus respectivas jurisdicciones.

Suplicaron los procuradores que se llevase a efecto la reducción de los hospitales de cada pueblo a uno general o dos, según lo acordado y resuelto en las Cortes de Segovia de 1532, y así se hizo.

Renovaron la petición varias veces presentada para que en las Universidades no hubiese cátedras en propiedad, sino que vacasen de tres en tres años o de cuatro en cuatro, «porque se tiene por cierto que esto sería más provechoso para los estudiantes», y asimismo recordaron lo suplicado en las Cortes de Madrid de 1534, acerca de poner hitos o mojones en los confines del reino, para evitar peleas o insultos entre los pueblos fronterizos, sobre todo con ocasión del aprovechamiento de los pastos, cuyas peticiones fueron despachadas con respuestas poco favorables.

Por último, no se olvidaron los procuradores de pedir para sí las receptorías del servicio, fundándose en la antigua costumbre no observada en cuanto a las de Galicia, Toledo, Salamanca, Jaén y otras partes que no se las daban enteramente, como se las debían dar; pero el Príncipe no consintió que se hiciese novedad.

Escribe Sandoval que en estas Cortes de Valladolid de 1548 se pidió por el reino que desempeñaría la especería de las Malucas, con tal que se la dejasen gozar seis años solamente; mas el Emperador no lo quiso hacer838. No hay razón para negarlo, pero no consta del cuaderno.

Las Cortes de Valladolid de 1548 prueban que van perdiendo su fuerza las antiguas instituciones tanto como se robustece la monarquía. Todo cede a la voluntad de Carlos V, sin que el clamor de los procuradores sea parte para desviarle de su camino. Castilla gira en la órbita del Imperio; y como el norte de la política es la grandeza de la Casa de Austria, el Emperador atropella todos los obstáculos que se oponen a este culto de familia.

Su ausencia de España, durante doce años; la partida del Príncipe a Flandes, de donde no volvió hasta el de 1551; su casamiento con la Reina María de Inglaterra, y la gobernación de Maximiliano, sobrino y yerno del Emperador, mas al fin extranjero, demuestran que Carlos V hacía poca o ninguna cuenta del desagrado de las Cortes. Tampoco se cuidaba de proveer los capítulos generales y particulares que remitía al Consejo, a pesar de las repetidas instancias de los procuradores para que los mandase ver y determinar, como era razón.

El servicio extraordinario concedido por la primera vez en las Cortes de Toledo de 1538, llegó a perpetuarse. La moneda forera se cobró de cinco en cinco años, tributo desaforado, porque no se debía sino de siete en siete. Los Contadores mayores subían los encabezamientos de su propia autoridad, y se alzaban con la administración de las rentas reales en perjuicio de los procuradores, a quienes también les fueron disputadas y cercenadas las receptorías.

La intervención de las justicias en el gobierno particular de los pueblos, la venta de sus bienes propios y comunes para el pago del servicio extraordinario, y sobre todo la reducción a perpetuos de los oficios electivos, minaban la vida de los concejos y su libertad de elegir procuradores.

Ocurrió en este año de 1548 un suceso ajeno a la historia de las Cortes, aunque no tanto como a primera vista parece.

Siempre fueron moderados los gastos de la Casa Real de Castilla, porque los oficios eran pocos y los salarios proporcionados a los servicios. Había cerca de los Reyes un mayordomo mayor con su teniente, un capellán mayor y varios capellanes, un sacristán mayor, un camarero, mozos de cámara, porteros de sala, reposteros de plata, mesa y cama, maestresala y pajes839. Todos eran naturales de estos reinos.

Con la venida de Carlos V a España creció el lujo de la corte, y fueron admitidos al servicio del Emperador muchos extranjeros. Los procuradores a las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520 y Valladolid de 1523 le suplicaron que la Casa Real volviese al estado que siempre había tenido, y mandase moderar sus gastos, tomando por ejemplo el orden establecido por los Reyes Católicos840. La Junta de Ávila, en los capítulos del reino que envió al Emperador desde Tordesillas, le representó que en su plato y en los que se hacían a los privados y grandes de su Casa, gastaba cada día 150.000 mrs.; mientras que los Reyes Católicos, D. Fernando y doña Isabel, con ser tan excelentes y poderosos, en el plato del Príncipe D. Juan y de los señores Infantes, siendo muy abastados, no gastaban más de 12 ó 15.000841

Carlos V no escaseó las promesas de reducir los gastos de su Casa «cuando ser pueda»; pero nunca llegó la sazón oportuna de ponerlo por obra. Lejos de eso, en víspera de la partida del Príncipe para Flandes, «lo puso casa a la borgoñona, desautorizando la castellana, que por sola su antigüedad se debía guardar, y más no teniendo nada de Borgoña los Reyes de Castilla»842.

Fue mayordomo mayor el Duque de Alba, y varios títulos de la primera nobleza mayordomos. Hubo caballerizo mayor y gentiles-hombres de cámara y de boca, capitanes de la guardia Española, Alemana y de los Archeros, y en los días de ceremonia servían al Príncipe el plato con reyes de armas, vestidas las cotas y empuñadas sus mazas.

Un monarca tan prendado de los usos extranjeros y tan engreído de su majestad, mal podía respetar las leyes y costumbres más modestas de Castilla; y, por otra parte, la nobleza, aceptando como una honra señalada los oficios de la Casa Real, perdía la poca autoridad que le restaba, y justificaba el arranque de Carlos V en las Cortes de Toledo de 1538.

Cortes de Madrid 1551.

Volvió el Príncipe D. Felipe a España, habiendo desembarcado en Barcelona el 12 de Julio de 1551. Vino con poderes cumplidos del Emperador para regir y gobernar los reinos de Castilla y León, como su lugarteniente en paz y en guerra, hacer mercedes, proveer oficios y dignidades, enajenar las rentas y derechos de la Corona, empeñar y vender algunos vasallos, villas, lugares y jurisdicciones, y, en fin, revestido con todas las facultades propias de un Rey absoluto843. En este punto cesó la gobernación de Maximiliano, Rey de Bohemia.

En Zaragoza, a 15 de Agosto de 1551, fueron convocadas las Cortes que debían reunirse en la villa de Madrid el 15 de Octubre. Expidiose la convocatoria en nombre de Carlos V844.

Autoriza el cuaderno con su firma «La Princesa», lo cual exige una explicación.

Ni a los capítulos generales de las celebradas en Madrid los años 1551 y 1552, ni a los dados por los procuradores en las siguientes de Valladolid de 1555 se respondió cosa alguna hasta la conclusión de las habidas en Valladolid en 1558. Entonces se dieron los cuadernos de las peticiones y respuestas relativos a las tres con la misma fecha845.

Como el Emperador había enviado a llamar al Príncipe D. Felipe para llevar a efecto su concertado casamiento con la Reina María de Inglaterra, fue forzoso proveer a la gobernación de los reinos de Castilla durante la ausencia de uno y otro. Carlos V, usando de su poderío real absoluto no reconociente superior en lo temporal, constituyó y nombró por gobernadora de los reinos de Castilla a su hija la Infanta doña Juana, Princesa de Portugal, viuda del Rey D. Juan. Despacháronse los poderes en Bruselas, a 31 de Marzo de 1554.

Felipe II, al subir al trono por renuncia del Emperador, en 1556, los confirmó, y doña Juana los conservó hasta la vuelta del Rey su hermano a España, en Setiembre de 1559; lo cual explica la firma de la Princesa en los tres cuadernos de Cortes dados en Valladolid el 17 de Setiembre de 1558.

La prolija instrucción que el Príncipe envió a su hermana desde la Coruña con fecha 12 de Julio de 1554, limitaba su autoridad con la prevención de consultar a los Consejos en los negocios arduos de la gobernación y la justicia, y en ciertos casos a personas señaladas, de suerte que, si bien tuvo el nombre de gobernadora, fue poco señora de su voluntad. Sirva esto de advertencia para entender que las respuestas a los capítulos generales dados por los procuradores en las Cortes de Madrid de 1551, así como en las siguientes de Valladolid de 1555 y 1558, más que a la Princesa deben atribuirse al Consejo Real, a quien cabía la mayor parte del gobierno846.

Refieren los historiadores que el Príncipe D. Felipe pasó de Barcelona a Tudela, en cuyas Cortes fue recibido y jurado por heredero del reino de Navarra, y que en las de Monzón sirvieron al Emperador con 200.000 libras jaquesas los de Aragón y Valencia y el principado de Cataluña, guardando silencio acerca de las que por el mismo tiempo celebró en Madrid para los castellanos.

Por esta causa nada sabemos de cierto respecto del servicio que concedieron en aquella ocasión los procuradores; pero considerando que la guerra andaba muy viva en Italia, Flandes y Alemania, atizando el fuego de la discordia y favoreciendo todo conato de rebelión Enrique II, sucesor de Francisco I en la corona y en el odio a Carlos V, bien se puede colegir que no fue menos cuantioso que el otorgado en las anteriores de Valladolid de 1548.

Muchas son las peticiones que contiene el cuaderno de las de Madrid de 1551 relativas a la administración de la justicia, siempre viciosa y nunca reformada. Denunciaron los procuradores abusos y defectos envejecidos que por espíritu de rutina o por sus particulares intereses hallaban protección y defensa en el cuerpo cerrado de la magistratura.

Suplicaron que se acrecentase con seis personas más el número de los del Consejo, porque (decían), «cuando allí vienen, son ya viejos y enfermos, e con sus indisposiciones y vejez no pueden despachar tantos negocios como ocurren.» La tardanza cedía en grave perjuicio de las ciudades y villas que enviaban procuradores a la corte a solicitar el despacho de las cosas de gobernación; y los pueblos gastaban miserablemente sus propios en pagar salarios que los asalariados hacían subir a sumas muy crecidas con su poca diligencia.

A lo primero respondió la Princesa «se proveerá lo que convenga», y a lo segundo, «que en el despacho de los negocios de los pueblos pongan (los del Consejo) todo cuidado para que se vean y determinen con brevedad, de manera que los tales procuradores no se detengan.»

Igual o mayor dilación en el despacho de los negocios se notaba en las Chancillerías; y de aquí que los procuradores insistiesen en pedir la creación de una nueva en Toledo, lo cual ofrecía además la ventaja de no obligar a los litigantes a pasar los puertos en busca de la justicia.

Aumentaban la dilación la lentitud con que procedían los oidores en dictar las sentencias vistos los procesos, los muchos casos de corte, los más de poca cuantía; la fácil apelación en los pleitos de cuentas, tales como los que versaban sobre administración de hacienda con ocasión de tutelas, curadorías, compañías, mayordomías y división de herencias; la mala práctica de enviar ejecutores de las ejecutorias, los cuales solían «hacer de un pleito diez, y eran personas que no tenían bienes de qué pagar», y la multitud de personas que litigaban por pobres. Estos hallaban en los pueblos de Chancillería su jornal, o se daban a la vagancia, y cohechaban a sus contrarios con toda libertad, porque «saben que no han de ser condenados en costas, y que lo sean, no tienen de qué pagar.» Otros se hacían los pobres engañando con falsas relaciones a los letrados y procuradores, y como les servían de balde, movían pleitos injustos con la mayor temeridad.

En las Chancillerías, como en el Consejo, gastaban los pueblos sus propios en salarios a sus solicitadores; y era lo peor que, debiendo ir todas las apelaciones en causas criminales a Valladolid o a Granada, no se veían sino muy tarde los procesos, «y estaban llenas de presos todas las cárceles de ambos reinos. De distinto linaje es la petición para que ningún hijo, yerno o hermano de un oidor abogue en la sala en que fuere juez, «porque (decían los procuradores) a veces se dilata la justicia, y cada uno escoge al tal hijo o yerno por abogado para tener grato al oidor.» Ninguna de las peticiones referidas fue seguida de una respuesta satisfactoria.

Las Audiencias conocían de los pleitos de las ciudades y villas y sus tierras, aunque el valor de la cosa litigiosa no llegase a 6.000 mrs.,contra la ley que cometía estas apelaciones al regimiento, dejando los oidores de entender en otros negocios de mayor calidad; pero tampoco fueron complacidos los procuradores.

Los pesquisidores «no servían de hacer castigo ninguno, porque cuando iban ya los delincuentes principales estaban a recaudo, y procedían contra los que les hablaron o dieron de comer, y contra el herrador que les herró el caballo y el barquero que los pasó, y hacían grandes injusticias, y cobraban sus salarios de los que no eran culpados, y el delito quedaba sin castigo, y los pueblos con más pasiones y enemistades que antes había.»

Los alcaldes de adelantamiento que conocían de las causas criminales en primera instancia, proveían receptores con vara de justicia para hacer información y prender a los culpados, y los traían presos a la cárcel del adelantamiento, que solía estar a veinte leguas y más; y aunque fuese muy liviana la culpa, vejaban y afrentaban a mucha gente honrada.

Los de la Hermandad extendían su jurisdicción a casos ajenos a su competencia. Tomaban hombres que los acompañasen sin darles salario, prendían a los delincuentes, les exigían prendas por las costas, se pagaban de ellas, y luego declaraban no ser caso de Hermandad, quedando el preso destruido y arruinado. Como por las leyes llevaban a los que sentenciaban a destierro 1.000 mrs. de premio, por causas leves desterraban.

Los de la Mesta no cumplían sus oficios como era debido. En vez de restituir lo tomado a las veredas y velar por que los ejidos no se rompiesen, iban a los lugares, mandaban abrir la vereda, se concertaban en tanta cuantía y no se desembargaba lo ocupado. Al año siguiente repetían la visita, seguida de nuevos robos y cohechos y toda suerte de agravios.

Los jueces de términos hacían tales daños e injusticias, que movieron el ánimo de los procuradores a decir que era menester un gran castigo.

Prohibían las leyes a los corregidores y jueces de residencia cobrar sus ayudas de costa de las penas de cámara en los pueblos de su jurisdicción, para que no condenasen con rigor por ser pagados, y burlaban la prohibición trocando el favor unas justicias con otras. En los casos en que el denunciador tenía parte en la condenación, los jueces ponían a sus criados por denunciadores y bajo mano se la llevaban.

Los alguaciles que iban a los lugares a prender a los procesados, cobraban derechos a discreción, so pretexto que su arancel no reñía en causas criminales. Cuando iban a las aldeas para sacar prendas o hacer ejecuciones, «como los labradores estaban en el campo y sus casas cerradas, les quebraban las puertas, y acontecía tomarles lo que tenían, y no podérselo probar.»

Renovaron los procuradores la petición relativa a enviar visitadores que anduviesen por los pueblos, y de secreto se informasen de la vida de los jueces, regidores y caballeros, si en su trato eran pacíficos o escandalosos, y qué méritos tenían para servir en otras cosas, «porque (decían) la residencia que se toma es nada, pues nadie quiere ser fiscal de otro.»

En efecto, los jueces de residencia atendían más a sus propios intereses que a la administración de la justicia. El mismo Consejo obraba con flojedad, y apenas llegaba a conocer la calidad de cada juez, por lo cual muchos malos se libraban del castigo. Añadíase a esto la poca libertad que tenían los regidores para pedir que se tomase residencia a los jueces, porque si se juntaban en presencia de la justicia, no se atrevían a denunciar agravios; y si lo trataban solos y en secreto, los corregidores los procesaban por sospechosos de hacer comunidad.

Los jueces de residencia, con decir que eran letrados, no ponían tenientes, y por su falta estaba la gobernación descuidada. Los procuradores suplicaron que fuesen obligados a ponerlos, a lo menos en las ciudades y villas de voto en Cortes, y además en Medina del Campo, Jerez de la Frontera, Úbeda y Baeza.

Los abusos que cometían los ministros y oficiales de la justicia eran notorios y en sumo grado escandalosos. Sin embargo, fueron muy pocas las respuestas favorables a las peticiones de los procuradores.

Prohibiose que los criados y familiares de los jueces u otras personas por ellos interviniesen en los procesos como denunciadores, y que los jueces, por ninguna vía directa e indirecta llevasen parte alguna de las denuncias, ni de las penas de cámara: moderose el arancel de los alguaciles, y se mandó que se abstuviesen de entrar en las casas cuyas puertas hallasen cerradas sin ir acompañados de un alcalde, regidor o jurado del lugar; y por último, respondió la Princesa que había ya visitadores que recorrían los pueblos y recogían informes secretos, según el contenido de la petición.

A las culpables flaquezas de la magistratura se agregaban, para más entorpecer la administración de la justicia, los vicios del procedimiento: excepciones y oposiciones de tercero amañadas; artículos superfluos e impertinentes, probanzas con testigos de poco crédito, tal vez criados de los alguaciles; pleitos de entretanto que alejaban la cuestión principal; liquidaciones interminables de intereses y frutos; resistencia invencible a dar testimonios, todo cabía y todo lo utilizaban la malicia y temeridad de los litigantes. Clamaron los procuradores por el remedio, pero se les respondió: «bien proveído está; que se guarden las leyes; no conviene hacer novedad.»

Los escribanos llevaban derechos excesivos que arredraban a muchos de seguir su justicia. Los procuradores suplicaron que se cumpliese la ley por la cual se prohibía constituir en su poder los depósitos judiciales, y fuesen obligados a recibir las declaraciones de los testigos en la sumaria información que hacían en las causas criminales con arreglo a derecho. Tenían la mala costumbre de omitir las preguntas generales, «a cuya causa acontecía estar presos por testigos menores de edad, interesados o participantes en los delitos.»

Dieron los procuradores grande y merecida importancia a la conservación de las escrituras, y para que no padeciesen extravío, suplicaron que los documentos y registros que tuviesen los escribanos al tiempo de su muerte, se llevasen al archivo de la ciudad o villa. Asimismo pidieron que los corregidores visitasen los archivos de los pueblos, viesen las escrituras y las pusiesen por inventario.

Con igual celo solicitaron la reforma de diversas leyes que a su juicio era necesaria. La 49 de Toro facultaba al padre para desheredar a la hija que contrajese matrimonio clandestino; y dijeron los procuradores: ¿por qué no al hijo? Hay la misma razón, «siendo cosa de gran fealdad que el hijo menor de veinte y cinco años se case contra la voluntad de su padre y clandestinamente, y después por pleito saque alimentos a sus padres.»

Sucedía con frecuencia que los curadores casasen con parientes suyos a los menores que estaban bajo su guarda, estipulando que no les pedirían cuenta de los frutos, y aun les perdonarían alguna parte de lo principal. Los procuradores suplicaron se hiciese una ley prohibiendo estos matrimonios, y declarando nulos cualesquiera contratos que se celebrasen con tal motivo sobre los bienes del menor.

Eran muy dificultosos y reñidos los pleitos entre hermanos de distintos matrimonios y con la segunda mujer sobre división de las ganancias, y para evitarlos, pidieron los procuradores que el varón que, teniendo hijos, resolviese contraer segundas nupcias, antes de casarse, hiciese inventario de todos sus bienes y lo elevase a escritura pública.

También suplicaron que no se concediese licencia para fundar mayorazgos «en perjuicio de los otros hijos y en ofensa de la república», ni para vender o acensuar los bienes vinculados, ni obligarlos en favor de las mujeres o las hijas por sus dotes.

Gozaban los estudiantes de Salamanca y Alcalá del privilegio de llamar a juicio a sus deudores en aquellas Universidades. Los padres y parientes de los estudiantes les traspasaban sus créditos y derechos, con cuya cautela participaban del beneficio de la ley contra la intención del legislador; abuso que condenaron los procuradores.

Igualmente condenaron, pero esta vez con aspereza, el poco acato y miramiento que los jueces tenían a las iglesias y lugares sagrados, atropellando su inmunidad, haciendo fuerzas y quebrantando puertas y tejados por arrancar del asilo a las personas que perseguía la justicia, y renovaron la petición dada en Cortes anteriores para que hubiese cárceles diferentes, unas de nobles y otras de plebeyos o pecheros, pues los derechos los diferenciaban en las penas.

Por último, las diversas palabras de las leyes de la Partida, alteradas en las varias adiciones incorrectas desde la primera de Sevilla de 1491, suscitaban dudas y daban origen a distintas y mal seguras interpretaciones.

Habíase ocupado el doctor Galíndez de Carvajal en restablecer la pureza del texto, y después de su muerte, tomó a su cargo esta difícil empresa el licenciado Gregorio López, del Consejo de Indias.

Para que cesase la incertidumbre del derecho, la cual hacía imposible la buena administración de la justicia, suplicaron los procuradores la revisión por letrados de los trabajos de Gregorio López, y la impresión inmediata de las leyes de la Partida así corregidas; y en efecto, se publicó la edición de Salamanca en 1555.

Con esta ocasión recordaron la conveniencia de publicar juntamente «la recopilación de leyes que hizo el doctor Escudero, olvidando que fue el continuador de la obra empezada por López Alcocer. Como quiera, a uno y otro sorprendió la muerte antes de concluirla.

Aparte de las dos últimas peticiones y de las relativas a mayorazgos, que fueron bien recibidas, todas las demás solamente sirvieron para expresar los deseos de los procuradores sin efecto.

Tratose en las Cortes de Madrid de 1551 de varias cosas pertenecientes al estado eclesiástico, algunas contenidas en los cuadernos de las pasadas, y otras que ofrecen cierta novedad.

Cuéntanse entre las primeras los conflictos de jurisdicción, la adquisición de bienes raíces por iglesias, monasterios y hospitales, la visita de monjas, la provisión de beneficios y la exacción de nuevos diezmos y rediezmos; materias de disciplina que fueron objeto de diferentes peticiones, pues también lo eran de gobierno, supuesta la estrecha unión de la Iglesia y el Estado.

Versan las segundas sobre las censuras lanzadas por los obispos contra las prioras y abadesas que diesen acogida en sus monasterios a doncellas huérfanas, para que fuesen socorridas y aprendiesen de las monjas a vivir honestamente en aquellas escuelas de buenas costumbres, «lo cual (dijeron los procuradores) es gran daño de la república»; la profesión de varones menores de catorce años, pues «muchas veces, como un niño tenga buena espectativa de heredar, lo atraen a que entre en religión y llevan los monasterios la hacienda, e siendo de edad, se salen y hacen cosas feas, porque entraron con poca discreción»; la reforma de las órdenes religiosas y su reducción a observancia; la supresión de los derechos que cobraban los obispos al conferir las órdenes sagradas, y del llamado de capelo que pagaba la clerecía al diocesano, ocasión de muchos agravios; las molestias y vejaciones a que daban lugar los pleitos sobre beneficios, y los excesos de los provisores que conocían de causas profanas, denegaban apelaciones, desobedecían las reales provisiones para que enviasen a las Chancillerías los procesos por vía de fuerza, y, en fin, administraban la justicia con tanta pasión, que siempre los clérigos vencían a los legos en juicio.

Las respuestas de la Princesa fueron tan discretas como pedía la necesidad de mantener la concordia de ambas potestades. Sobre la profesión religiosa en edad temprana, la provisión y pleitos de beneficios, los abusos de jurisdicción de los provisores y la exacción de nuevos diezmos y rediezmos, mandó guardar las leyes. Acerca del recogimiento de huérfanas en los monasterios y de los derechos de ordenación que llevaban los obispos, ofreció escribir a los prelados; y en cuanto a la visita de las monjas y reformación de las órdenes y su reducción a la debida observancia, que se suplicaría lo conveniente a Su Santidad.

Por la primera vez en los cuadernos de Cortes se citan los decretos del Concilio Tridentino, y se encarga a los prelados tengan especial cuidado en cumplirlos, no obstante que no fue aceptado ni recibido en España como ley del reino hasta el año 1564.

Poco o casi nada nuevo ofrecen las peticiones relativas a la materia de tributos. Repiten los procuradores sus antiguas quejas con motivo del desorden en los repartimientos, porque los hacían los pecheros sin la intervención de la justicia y regidores; del encabezamiento de las alcabalas; de la imposición del subsidio en los juros situados sobre tercias; de la exacción de pechos a los hidalgos de sangre; de la hacienda que dejaban los pecheros a sus hijos con carga de aniversario, y luego no pechaban, so pretexto de que eran bienes tributarios de la Iglesia e etc.

Tampoco se puso remedio a los abusos que se cometían al tomar ropas, posadas, aves y bestias de guía para el servicio de la Corte, ni a los excesos intolerables de la gente de las guardas que vagaba por las aldeas «comiendo y gastando a los labradores y haciendo cosas indebidas, tal vez forzada por la necesidad de vivir, pues no le pagaban sus salarios o se los pagaban en paños y sedas. Querían los procuradores que los hombres de armas no anduviesen en aposentos por excusar adulterios, fuerzas, juegos y malos tratamientos de sus huéspedes»; pero con responder «está proveído, que se guarden las leyes y pragmáticas» y otras fórmulas semejantes, se determinaban las peticiones sin sacar fruto.

Los Contadores mayores mudaron muchos lugares de unas receptorías a otras, alterando el orden establecido conforme a las provincias y partidos en perjuicio de los pueblos. Además de esto, se entremetían en la administración y cobranza de las rentas reales con menoscabo de las facultades propias de los diputados del Reino, a quienes no dejaban usar libremente de su oficio. Las justicias nombraban ejecutores que apremiasen a los pecheros morosos, y por varios caminos se iban escapando las receptorías de las manos de los procuradores de Cortes; y aunque se dieron por sentidos y agraviados del despojo de esta merced, hubieron de resignarse con la seca respuesta, «no conviene hacer novedad.»

Las leyes del cuaderno del servicio y montazgo, salinas, moneda forera y otros derechos reales estaban esparcidas y manuscritas, y lo mismo muchas cartas acordadas que había. Por no conocerlas, ni las partes podían seguir su justicia ante los Contadores mayores, ni los letrados informar con pleno conocimiento del derecho en caso de agravio. Los procuradores suplicaron que se pusiesen en orden, se imprimiesen y publicasen; petición razonable y bien acogida.

La elección y renuncia de los oficios públicos y la incapacidad de los condenados por la Inquisición para obtenerlos fueron objeto de nuevas peticiones dadas en las Cortes de Valladolid de 1542 y 1548, sin efecto entonces como ahora.

Algunos lugares sujetos a la jurisdicción de los corregidores se hicieron villas y tuvieron alcaldes ordinarios por su mal, pues «entre cinco o seis vecinos estaban los oficios y se gastaban los propios.» El abuso de la libertad movió el ánimo de los procuradores a pedir que los corregidores tomasen cada año residencia a los alcaldes, los obligasen a rendir cuentas, y se hallasen en la elección de los oficios para que se hiciese sin parcialidad. La mala gestión de los magistrados populares por culpa de los vecinos provocó la intervención del Consejo.

Continuaba la policía de los abastos siendo una de las más graves cuestiones de gobierno. Los remedios contra la carestía de los mantenimientos y de las cosas de uso común en la vida propuestos y aceptados en las Cortes anteriores, o no se aplicaban con rigor, o resultaron ineficaces. Sin embargo, estaba tan arraigada la opinión que se podían moderar los precios con sólo quererlo y por vía de autoridad, que los procuradores insistieron en el sistema de las prohibiciones y aun las extremaron. Clamaron contra los arrendadores de frutos que vendían pan, y los compradores de vino hecho que lo trasegaban para también venderlo; pidieron que no fuese lícito comprar adelantado el pan, vino, aceite, carbón, rubia y zumaque; suplicaron que se hiciese ley excluyendo a los extranjeros del trato de todo género de mantenimientos y mercaderías propias de estos reinos, porque ni el salvado se escapaba de su codicia; atribuyeron la carestía de las carnes a la derogación del privilegio de la Mesta que no permitía pujar las yerbas etc.

Aludían los procuradores al arrendamiento de las dehesas de los maestrazgos de Santiago y Alcántara por los Fúcares o Fuggers, familia ilustre, originaria de Suiza, establecida en Ausburgo, opulenta y muy honrada y favorecida por Carlos V. Celebraron los Fúcares muchos asientos con la Corte de España desde los tiempos del Emperador hasta los de Felipe IV, y este arrendamiento no era el único negocio en que a la sazón se ocupaban, pues se sabe que tenían parte en las labores de las minas de plata de Hornachos, como la tuvieron en las de Guadalcanal y Aracena descubiertas hacia el año 1555, desde que dejaron de labrarse por la Corona en 1576. Los Fúcares prestaron grandes sumas al Emperador, y esto explica cómo arrendaron las dehesas de los maestrazgos con derogación de las leyes de la Mesta.

Nada era tan opuesto a la policía de los abastos como la regatonería, odiosa a los pueblos. Las leyes condenaban a los regatones a graves penas, y las justicias debían perseguirlos y castigarlos; pero ¿qué juez se atrevía a procesarlos, si había veinticuatros, regidores, jurados y escribanos de concejo regatones y tratantes en mantenimientos, que en razón de sus oficios, eran los mayores culpados? De aquí la tolerancia y la impunidad, pues las justicias, «por no castigar a unos, dejaban de castigar a otros.»

Ofreció la Princesa tener memoria de la petición relativa al arrendamiento de las dehesas destinadas al pasto de los ganados, prohibió a los oficiales de concejo tratar en regatonería en los pueblos de su jurisdicción, y en lo demás mandó guardar las leyes.

Los protomédicos, por llevar sus derechos, daban cartas de examen a boticarios y cirujanos que no la merecían; abuso que causaba la muerte de muchas personas. Los procuradores lo denunciaron, y entre otras cautelas, propusieron que no se diese carta de examen a cirujano o boticario que no supiese latín, «pues los libros por donde usan sus oficios los más son en latín»; ni licencia para curar de medicina sino a quien fuese graduado en Universidad por examen.

Con esta ocasión suplicaron los procuradores que se hiciesen anatomías públicas,«como se hacían en las otras Universidades y partes donde se lee la ciencia dicha», cuyas peticiones fueron bien despachadas.

La fabricación de los paños, cuyo asiento eran las ciudades de Toledo, Córdoba y Cuenca, y sobre todo Segovia, floreciente al principio del siglo XVI, empezó a declinar poco después, según se colige de los cuadernos de las Cortes de Valladolid de 1537 y 1542. En estas de Madrid de 1551 dijeron los procuradores que el obraje de los paños no estaba en tal perfección como convenía, «porque los veedores que van a las casas de los que los labran no tienen entera libertad, ni desechan los que han de desechar por mal labrados», y suplicaron que hubiese una casa de veeduría en donde los examinasen y no pasasen los malos por buenos.

También representaron la necesidad de poner coto a los fraudes que se hacían por eludir la ley que concedía a los fabricantes el derecho de tanteo en la mitad de las lanas que se hubiesen de sacar del reino, y ordenaba que nadie sino ellos pudiese comprar pastel, rubia, añinos, rasuras, ni los otros materiales necesarios para el obraje de los paños, para que no se encareciesen pasando por tantas manos. Los procuradores pensaban como el vulgo; mas la Princesa resistió la corriente impetuosa de la opinión y defendió los miserables restos de libertad que conservaban las artes y oficios.

No se ejecutaban con rigor las leyes relativas a las cosas vedadas «por la poca justicia de los alcaldes de sacas y la poca guarda», al decir de los procuradores. La prohibición de sacar moneda dio motivo a proceder contra los extranjeros que la llevaban en pago de mercaderías, y aun contra los padres que casaban sus hijas fuera del reino y les enviaban dineros en dote.

Florecía el arte de la seda en varias ciudades, y principalmente en Toledo y Sevilla. Los procuradores entendieron que la seda en madeja o en otra forma debía entrar y no salir, para alimentar los telares con la abundancia y baratura convenientes. Erraron el camino; pero acertaron al pedir que no se cumpliese una ordenanza de los regidores de Murcia poniéndole tasa, «sino que libremente cada uno compre y venda la seda al precio que pudiere.»

Estaba prohibido comprar paños en las ferias para revenderlos, de lo cual resultó mayor carestía, porque los tratantes iban a comprarlos a las casas de los que los labraban o los atajaban en los caminos. Los procuradores pidieron una nueva ley más severa contra los revendedores de paños y sedas, de modo que nadie pudiese comprar tejidos de una u otra calidad, «sino el que los hubiere menester para su uso, o mercaderes para los vender por varas para los gastar, y no a otros mercaderes para lo tornar a vender.» Tampoco les pareció bien que se vendiesen los paños por junto, sin declarar el vendedor cuantas varas tenía.

La prohibición de tratar con Berbería fue causa de encarecerse la cera, corambres, cordobanes, sedas, drogas y otras mercaderías que de allí venían. Los mercaderes de otras naciones las compraban y llevaban a sus tierras, y luego las vendían en estos reinos con la notoria desventaja de recibirlas de segunda mano.

La mala práctica de alargar a voluntad del Rey los plazos en que debían hacerse los pagos en las ferias de Medina del Campo, Villalón y Ríoseco, quebró las a las del comercio, porque faltó la confianza en las letras de cambio. Los mercaderes prestaban dinero al Emperador, y en premio de este servicio, o porque necesitaban tiempo para reponer su caudal, prorogaba los pagamentos. Las ferias de Medina del Campo (que eran las principales), resistieron algún tiempo las heridas del crédito; pero al fin declinaron con rapidez desde el año 1575847.

Culpaban los procuradores a los oficiales mecánicos de aumentar con sus maquinaciones la carestía de todas las cosas, porque formaban cofradías, tenían ordenanzas y celebraban juntas muchas veces al año, en las cuales se confabulaban para poner precio a sus obras, y eran tan fieles a sus pactos, que ninguno vendía más barato que otro; abuso difícil de extirpar, porque poco o nada se adelantaba con prohibir las cofradías subsistiendo los gremios.

Los Fúcares que arrendaron el maestrazgo de Calatrava, compraron todo el azogue y sacaron mucho más, y se hicieron duelos de todo el solimán que se vendía, llegando a valer tres veces lo que solía antes de esta manera de estanco.

Continuaba la diversidad de las medidas del pan y del vino, y era mayor la desigualdad en las del aceite. Los procuradores suplicaron se pusiese remedio al desorden, «porque en caso que los precios no puedan ser iguales, las medidas es justo que lo sean.»

Faltaba moneda de vellón al extremo de hallarse con dificultad trueque de un real. En su labor se mezclaba mucha plata con el cobre. La de oro y plata corría en abundancia hacia Valencia y Aragón, en donde valía diez mrs. más por corona que en los reinos de Castilla.

No fueron estériles las peticiones relativas a las materias de comercio, pues mandó la Princesa deshacer las cofradías de oficiales mecánicos, remitió al Consejo lo perteneciente al trato de Berbería y tasa de la seda, y sin alterar las leyes que prohibían la saca de la moneda, determinó que no se causas en molestias en su ejecución.

Respondió que ya se entendía en labrar moneda de vellón y en atajar la salida de la de oro y plata para Aragón y Valencia; disculpó con las necesidades del real servicio las prórogas de los pagos en feria; recordó lo proveído en las Cortes de Segovia de 1532 acerca de la igualación de las medidas, y eludió la cuestión del estanco del azogue y solimán por los Fúcares con la fórmula que cada una de las partes siga su justicia.

Pasaron sin dejar rastro las peticiones contra el lujo y el juego, bien excusadas por cierto, aquéllas porque no hay modo de hacer cumplir las leyes suntuarias, y estas porque, como decían los procuradores, «para excusar el juego no hay castigo que baste.»

La pragmática que limitaba el uso de las armas, mal aplicada por las justicias, cedía en favor de los alguaciles más que en beneficio de los pueblos. La prohibición de tener yerba para ballestear parecía inventada para proteger los muchos lobos, osos y zorros que se criaban en Sierramorena, en la de Guadalupe y en otras grandes montañas y asperezas, y hacían grandes estragos en ganados mayores y menores y en los colmenares.

Era crecido el número de los holgazanes de quienes nadie quería servirse por temor de que hurtasen, al verlos tan mal vestidos y tratados. Los procuradores suplicaron que en todos los lugares de mil vecinos arriba hubiese una persona diputada para recogerlos y hacerlos trabajar, «pues (decían) antes faltan jornaleros que jornales.»

Los gitanos sacaban licencias particulares para andar por el reino, y con esta libertad cometían grandes robos y hurtos, «y lo que es peor, hacen grandes daños e insultos a la gente pobre.»

De la conversación con mujeres públicas heridas de enfermedad contagiosa, nacía extenderse el mal a las personas de todo estado que con ellas comunicaban, por cuya razón pidieron los procuradores que fuesen visitadas cada mes por un cirujano, «y la que hallaren estar enferma, la prohíban que no lo sea.»

A esto respondió la Princesa que el Consejo pusiese en ejecución lo proveído en las Cortes de Madrid de 1528; y en cuanto a los gitanos, que se guardase la pragmática de Toledo de 1539, y no se les diesen licencias particulares, por ser contra las leyes y dañosas a la república.

Instaron los procuradores por que se pusiesen hitos en los confines del reino, según lo ofrecido en las Cortes de Madrid de 1534, y en los caminos que cruzaban los puertos, en cuya aspereza peligraban muchas personas, cuando no perecían al rigor de las grandes tempestades. Ambas peticiones parecieron bien a la Princesa, que mandó proveer lo necesario con toda brevedad.

Estaba prohibido a los moriscos ir al reino de Granada, ni aun para sus contrataciones, so pena de caer en esclavitud. Los procuradores suplicaron que los convertidos y sus descendientes pudiesen ir libremente a dicho reino para seguir sus pleitos, tratos y negocios, pero en vano.

Los esclavos fugitivos hallaban protección en los ahorrados, que los acogían en sus casas y les facilitaban cartas de horro falsas. Los procuradores pidieron que todas las cartas de horro pasasen ante el escribano del concejo, y se obligase a los ahorrados a vivir en los lugares en donde habían adquirido su libertad, petición que se compadece mal con la anterior. No la otorgó la Princesa, más piadosa con los esclavos que con los moriscos, a la inversa de los procuradores.

Mientras Carlos V estaba en Ausburgo apercibiéndose para la nueva guerra que ya se temía con el Turco, el francés, los luteranos y los infieles de la costa de África barrían la de Cartagena, robando haciendas y cautivando hombres y mujeres de los lugares vecinos. Entretanto las galeras destinadas a defender la costa de Granada de corsarios y piratas, invernaban tranquilamente en la ría de Sevilla.

Dolíanse los procuradores de estos insultos, y suplicaron que las galeras invernasen en Cartagena y Gibraltar, y las órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara residiesen en Cartagena, Almería y Gibraltar, pues estaban dotadas para combatir con infieles y no lo hacían a cuya petición respondió la Princesa que se tendría el cuidado conveniente como negocio de la mayor gravedad.

El cuaderno de las Cortes de 1551 refleja con claridad todas las miserias de España que encubría la gloria militar de Carlos V. Mala administración de la justicia, en parte por los vicios de la ley, y en parte por los abusos de la magistratura; desorden en los tributos y ruina completa de la hacienda, a pesar de los inmensos tesoros de las Indias, que cuando llegaban a Sevilla estaban ya consumidos; poder invencible de los hombres de negocios a quienes su calidad de extranjeros no estorbaba para estancar en sus manos toda la riqueza de la nación; la industria y el comercio en decadencia; insultos de los Moros; corrupción de los pueblos, que daban mala cuenta de la administración municipal, en fin, todo indicaba la decadencia de la poderosa monarquía de España.

Pudo el brazo robusto de Carlos V retardar su caída; pero continuando vivas las causas de la flaqueza interior del Estado durante los Reyes de la Casa de Austria, sobrevinieron los infortunios que pusieron la monarquía al borde del abismo en los tiempos miserables de Carlos II.

La ausencia del Emperador y las instrucciones que el Príncipe dejó a su hermana al partir de la Coruña para Inglaterra en Julio de 1554, elevaron los letrados que tenían asiento en los Consejos, a la cumbre del poder que ya no les disputaba la nobleza. La confusión de la justicia y el gobierno y la presencia de la magistratura en todas partes, representada en las Chancillerías y Audiencias por los oidores, en el seno de los concejos por los corregidores, y por los alcaldes y jueces en los pueblos, conferían al Consejo Real tantas y tan grandes facultades como centro de autoridad y jurisdicción, que unas veces por ministerio de la ley y otras por delegación expresa del monarca, participaba del ejercicio de la soberanía.

El Consejo se recelaba de las Cortes, porque los procuradores denunciaban abusos, se ingerían en los negocios y solicitaban reformas. La resistencia de la alta magistratura a la intervención de las Cortes en el gobierno salta a la vista leyendo atentamente el cuaderno de las celebradas en Madrid el ario 1551. El corto número de peticiones que fueron bien acogidas, y la tardanza en responder a los capítulos generales del Reino hasta después de acabadas las de Valladolid de 1558, prueban que el Consejo Real, más poderoso que nunca mientras fue gobernadora de Castilla la Princesa Doña Juana, tenía a las Cortes en poca estimación, y con su despego ayudaba a que cayesen en olvido.

Cuando los procuradores se quejaron de los Contadores por que les quitaban la cobranza y administración del servicio, y de las justicias de los pueblos por que se alzaban con las receptorías, el Consejo consultó a la Princesa que no se hiciese novedad, contra lo mandado en las leyes del reino y lo proveído en las Cortes de Valladolid de 1548. En suma, eran o pretendían ser los letrados del Consejo ministros absolutos848.

Cortes de Valladolid de 1555. En 12 de Marzo de 1555 la Princesa doña Juana llamó a Cortes, que debían reunirse en Valladolid el 22 de Abril, y se dilataron hasta el 3 de Mayo. Expidiose la convocatoria en nombre del Emperador, según consta de las primeras palabras del cuaderno849.

Juntáronse los procuradores en la sala capitular del convento de San Pablo, bajo la presidencia de D. Antonio de Fonseca, obispo de Pamplona, presidente del Consejo Real.

El día 6 se leyó la proposición en la cual manifestaba la Princesa el estado de los negocios públicos y la necesidad de servir liberalmente al Emperador. Los procuradores convinieron en otorgarle 300 cuentos de maravedises de servicio ordinario, y 150 de extraordinario, añadiendo cuatro para gastos de Cortes y ayudas de costa850.

Pasan los historiadores en silencio estas de Valladolid de 1555, como las anteriores de Madrid de 1551, aunque dignas de memoria por haber sido las últimas que celebró Carlos V, pues abdicó en su hijo Felipe II, estando en Bruselas, la doble corona de Castilla y Aragón, el 16 de Enero de 1556.

Llega a ciento treinta y tres el número de las peticiones que dieron los procuradores, entre las cuales hay muchas de las Cortes pasadas, las unas porque habían quedado sin proveer, y las otras porque lo proveído no se guardaba851.

Lo primero que suplicaron los procuradores fue que, cuando se determinase poner casa al Infante D. Carlos, hijo primogénito del Príncipe D. Felipe, fuese al uso de los reinos de Castilla, y no al modo de Borgoña, para que le pudiesen servir los hijos de los grandes y caballeros, y él tuviese ocasión de conocerlos, tratarlos y hacerles mercedes. Es de presumir que los procuradores disfrazaban su deseo de alejar a los extranjeros de la corte y reducir los gastos de la Casa Real. Como quiera, respondió la Princesa, que, «venido a estos nuestros reinos, se daría orden cerca de la casa del Príncipe nuestro hijo», por donde se ve que la Princesa habla en nombre del Emperador.

Versó la segunda petición sobre fortificar las fronteras de Francia así de mar como de tierra, y las de Vizcaya, Guipúzcoa, Galicia, Andalucía y reino de Granada; descuido mil veces advertido que no tiene disculpa, cuando se trata de un monarca tan belicoso y un capitán tan experto como Carlos V.

Suplicaron los procuradores que se acrecentasen los salarios de los del Consejo, «porque los que tienen son pequeños, e agora se requiere más proveer en esto por haberse encarecido tanto las cosas y mantenimientos», y añadieron que las personas llamadas al Consejo Real y Chancillerías fuesen antes probadas en oficios temporales sirviendo en las provincias y en los pueblos, para que adquiriesen la experiencia necesaria en los negocios de justicia y gobierno; mas con ofrecer que se tendría cuidado de proveer lo conveniente, se despacharon ambas peticiones.

No cesaban los procuradores de clamar contra la dilación de los pleitos, y entendieron que se podía aplacar el mal añadiendo una sala al Consejo en la cual se viesen los pleitos mayores, otra en cada una de las Audiencias de Valladolid y Granada, y un oidor más en la Contaduría para dar vado a los negocios de justicia que allí se ventilaban.

Fuera de esto, renovaron las peticiones ya sabidas acerca de las apelaciones para los concejos de los pleitos hasta en cuantía de 6.000 maravedises, cuyo límite querían se elevase a 20.000; de la ejecución de las sentencias condenando al pago de 3.000 mrs. o menos, sin embargo de la apelación, del breve despacho de los negocios que se trataban por la vía ejecutiva etc.

Nuevo y original es el medio que propusieron para evitar los pleitos, «que destruyen las ánimas, envejecen los cuerpos y pierden las haciendas», a saber, «que oviese en los pueblos principales personas zelosas del servicio de Dios y bien público, que entendiesen de acordar y concertar las diferencias y pleitos que entre los vecinos oviese»; primer paso hacia el acto de conciliación.

Los matrimonios clandestinos, la tasa de las dotes, el deslinde de los gananciales, el alzamiento de los mercaderes y cambiadores y las deudas de los estudiantes, son peticiones que se hallan en todos o casi todos los cuadernos de las Cortes celebradas en el reinado de Carlos V.

También proceden de las Cortes pasadas las relativas a las cárceles distintas para hidalgos y caballeros, que no deben estar confundidos con los malhechores, y a los inconvenientes de llevar presas las mujeres honestas a la pública. Deseaban los procuradores que, si mereciesen cárcel, las justicias se la diesen en la casa propia, o en otra honrada con fianza de guardar la carcelería.

Mayor consideración merecen por su importancia y novedad la supresión del juramento en las causas criminales, cuando intervenía pena de muerte o mutilación de miembro, «porque siempre los delincuentes en las confesiones que les toman los jueces se perjuran», y a la suplicación de las sentencias condenando a pena capital, a semejanza del recurso llamado de las Mil y quinientas doblas «en los pleitos civiles en que va menos.»

Los abusos a que se prestaban las penas de cámara y las condenaciones en que llevaban parte los jueces; los que se seguían de enviar a los lugares pesquisidores sin salario competente; los derechos «muy excesivos» que cobraban los escribanos por las escrituras y autos en que intervenían; los capítulos difamatorios que se introducían en las residencias secretas; la provisión de los alguacilazgos en personas de confianza, y la prohibición de entrar los alguaciles en casa de ninguna mujer, sino fuere de las que vivían deshonestamente, prestaron materia a otras tantas peticiones, a las cuales, lo mismo que a las anteriores acerca de la administración de la justicia, opuso la Princesa, inspirada por el Consejo, un veto disfrazado con las fórmulas de costumbre, que anulaba la iniciativa de las Cortes.

Las Hermandades viejas de Toledo, Ciudad-Real y Talavera eran muy ricas en bienes y propios que administraban sus oficiales. Cuando se fundaron estaba la tierra despoblada, y al abrigo de los montes se formaban bandas de malhechores, a quienes no alcanzaba el rigor ordinario de la justicia. Aumentada la población y establecida la Santa Hermandad, las viejas habían dejado de ser necesarias. Sin embargo, subsistían por el interés de las personas de calidad que administraban sus rentas, y para acreditar servicios buscaban cuadrilleros que discurriesen por los lugares, averiguando si se había cometido algún delito en el campo, y por cualquier caso liviano, «como mesarse dos labradores», los hacían prender y procesar con grandes molestias y vejaciones. Estos abusos dieron motivo a que la Princesa mandase tomar residencia a las Hermandades, y venida al Consejo, que proveyese lo conveniente a la buena administración de la justicia.

Alabando los procuradores el celo de la Inquisición por conservar la fe católica en toda su pureza, y preservarla del contagio de las herejías que infestaban otros reinos de la cristiandad, suplicaron que los inquisidores y ministros del dicho Tribunal no cobrasen sus salarios de las penas y penitencias que imponían, porque además del «gran peligro que ningún juez sea pagado de lo que condenare, se da ocasión a que el Santo Oficio no se trate con el autoridad que conviene»; de donde se infiere que, aun siendo la Inquisición tan temida, daba pasto abundante a la murmuración.

El abuso de pedir en las audiencias episcopales sin acudir antes a los jueces eclesiásticos de primera instancia; las vejaciones que causaban con sus entredichos a los corregidores, regidores y otros ministros de la justicia secular, turbando la paz de las conciencias; la sumisión de los arrendadores de rentas eclesiásticas a la jurisdicción de los prelados en fraude de la real, y las grandes dádivas, derechos demasiados y grandes injusticias «que hacían los provisores, vicarios, visitadores, notarios y otros oficiales, son peticiones de poca novedad y menos consecuencia.

La exención de subsidio en favor de los hospitales y monasterios de monjas observantes; los agravios y sinrazones que hacían los arrendadores de salinas y moneda forera; la cobranza indebida de nuevos diezmos y los pleitos de rediezmos; las molestias y vejaciones de los aposentadores de la Corte y la tasa de las gallinas que se tomaban en los pueblos para el plato de la Casa Real, son por el mismo estilo.

Asimismo repiten los procuradores sus antiguas quejas respecto del mucho número de regidores y otros oficiales de los concejos, de lo cual se seguía confusión y daño a la buena gobernación de las ciudades y villas; de la malicia de los labradores obstinados en excluir a los hidalgos de los cargos concejiles, y del corto plazo que daban las leyes para renunciarlos.

También se quejaron de las mercedes que hacía el Rey de los términos públicos de las ciudades y villas, y de que no se les guardaban sus privilegios, buenos usos y costumbres, y suplicaron que las ordenanzas para la buena gobernación de los pueblos se ejecutasen, aunque no estuviesen confirmadas por el Consejo, «pues son cosas (decían) que conviene mudar y emendar según los tiempos, y si no se pudiesen ejecutar, sería de mucho inconveniente»; pero tampoco en lo relativo a la administración municipal plugo a la Princesa introducir ninguna importante novedad.

Denunciaron los procuradores las grandes molestias, cohechos y robos de los jueces de mestas y cañadas con agravio de los labradores y personas pobres, a quienes vejaban por poca cosa, bastando para corregir y remediar cualquier exceso las justicias ordinarias, y la fuerza que hacía el Concejo de la Mesta a los ganaderos que se resistían a entrar en la hermandad; peticiones mejor recibidas que las precedentes, pues a lo menos se mandó en cuanto a lo primero castigar a los culpados, y al Consejo ver y determinar con brevedad el pleito pendiente entre la Mesta y los señores de ganados y dehesas que no querían ser hermanos.

Varias veces habían suplicado los procuradores que se dictasen providencias eficaces para impedir la tala y destrucción de los montes que iban muy al cabo. En las Cortes de Madrid de 1551 y otras anteriores pidieron que no fuese permitido descortezar los alcornoques y las encinas para curtir las corambres, porque se secaban los árboles, y se perdían los pastos y la bellota con que se criaba el ganado.

En éstas de Valladolid de 1555 expusieron la falta que había de montes, así por la escasez de leña y madera, como por la necesidad de abrigo y mantenimiento de toda suerte de ganado mayor y menor. Achacaban la destrucción de los montes a la lenidad de las penas que las leyes imponían a los dañadores del arbolado, y a la costumbre de valer la huida, lo cual les aseguraba la impunidad.

Añadían a las causas referidas los grandes fuegos que ponían a los montes los señores de ganado, los pastores y los vecinos de los lugares comarcanos para tener más pastos, sobre todo tallos frescos y tiernos que brotan del suelo, «y acaesce quemarse tres o cuatro leguas de montes, y muchas colmenas, y caza, y otras cosas sin podello remediar... porque las encinas y otros árboles no tornan a ser árboles para fruto, y se pierde la bellota que estos montes llevan.»

El único modo de reparar el mal, según los procuradores, era mandar a los ayuntamientos de las ciudades y villas que hiciesen ordenanzas para la guarda de los montes y plantación de árboles conforme a la calidad de cada tierra, y en caso de incendio voluntario, no permitir que entrase a pacer en lo quemado ganado alguno mayor o menor por tiempo de cinco o seis años, todo bajo graves penas.

A lo primero respondió la Princesa que en la pragmática de los montes estaba proveído, y encargó a los corregidores que tuviesen especial cuidado de ejecutarla; y a lo segundo, que el Consejo diese las provisiones necesarias para que las justicias no dejasen entrar ganado a pacer en los montes quemados hasta determinar lo conveniente.

Una sola petición hicieron los procuradores relativa a la industria, y por cierto bien indiscreta. Sucedía que los mercaderes fabricadores de paños (así los llaman) sacaban más ganancia de labrar los mayores que los bajos de uso común, y de aquí que gastasen en aquéllos la suerte de lana que debían emplear en éstos, escaseando los de menor cuenta, y vendiéndose los mejores a precios excesivos que no guardaban proporción con su bondad, es decir, con la ley de lana que requerían las ordenanzas.

Los procuradores imaginaron que todo podía remediarse poniendo veedores provistos de muestras aprobadas de la lana que a cada paño pertenecía según su ley, y si hallasen alguno con nombre de mayor de la muestra que no lo fuese, lo desorejasen, y los mercaderes fabricadores lo vendiesen al precio que correspondiese conforme a la cuenta hecha por los veedores852. Por fortuna la Princesa se remitió a las nuevas declaraciones hechas para el obraje de los paños, aludiendo sin duda a las ordenanzas que el Emperador publicó en Bruselas el año 1549.

La reventa de las carnes vivas, del mosto, de cueros al pelo y otras cosas necesarias a distintos oficios; la venta al fiado de paños, sedas, lienzos y diversas mercaderías; la saca de oro y plata labrado y por labrar, y la falta de moneda de vellón, dieron motivo para renovar algunas antiguas peticiones.

Sin embargo, empiezan los procuradores a comprender que habían ido muy lejos por el camino de las prohibiciones. La experiencia les mostró que la de comprar lana para tornarla a vender causaba gran daño a los señores de ganado, y especialmente a la gente pobre, que no pudiendo venderla, tampoco podía sustentar el ganado que la cría, por lo cual pidieron que la pragmática de Valladolid de 1551 se revocase. Asimismo suplicaron que la condición de introducir dos paños y un fardel de lienzos por cada doce sacas que saliesen del reino, era imposible de cumplir, y además perjudicial, «pues por el mismo caso que se vieda, se disminuye la contratación del hacer paños, y disminuida, necesariamente ha de crecer el precio dellos.»

La prohibición de revender pastel, rubia, rasuras y alumbre acabó con la trajinería de estas materias primas del obraje de los paños, y dio por resultado el encarecimiento de su valor contra la intención del Emperador, que hizo las pragmáticas a ruego de los procuradores.

La de sacar del reino paños, frisas, sayales y jergas, guadamaciles, dorados, plateados y guantes de cordobán etc., sugirió a los procuradores un razonamiento tan discreto y tan conforme a nuestro modo de discurrir sobre política comercial, que parece el principio de un nuevo orden de ideas. «El trato se pierde (decían) y no se hacen los paños, y no se haciendo, necesariamente ha de haber falta, y ésta trae la carestía; y dando lugar a que salgan los dichos paños y otras cualesquier obras que en estos reinos se fagan, se multiplica el trato y crece el abundancia, lo cual es causa que las cosas baraten, y desto hay experiencia en todos los reinos extranjeros, que hacen mucha honra a quien en ellos hace obras y las lleva fuera, porque entienden la ganancia que viene a todos los habitantes en ella, y el buen precio que valen las cosas.»

Como los procuradores no tenían otro criterio que la experiencia, oscilaban entre la libertad y la prohibición en cada caso particular que se ofrecía, y como, por otra parte, pensaban que la riqueza y prosperidad de los estados consistía en estancar los metales preciosos, al mismo tiempo que pedían la salida de los paños, solicitaban que se negase la entrada a los vinos y a los lienzos.

En efecto, venían a Castilla vinos de Francia por el puerto de Laredo, que competían con los de la merindad de Trasmiera y valles de Piélagos y Castañeda. Era grande la cantidad que se cogía, pues, además de proveer la tierra, sobraba mucha parte que se perdía por falta de consumo.

Los procuradores dijeron que, siendo las viñas la principal hacienda y granjería de aquellos habitantes, padecían extrema necesidad por no tener otro fruto con que sustentarse, y suplicaron que se prohibiese la entrada de los vinos extraños bajo graves penas, mientras los del país no se gastasen, añadiendo «que así no se sacaría del reino el dinero con que se compran.»

También venían de Francia y de Flandes los lienzos, «y para traellos se saca gran suma de dineros.» Con el designio de cerrar esta salida al oro y plata, suplicaron los procuradores que los concejos de los pueblos hiciesen sembrar lino en los lugares de sus términos en donde hubiese mejor disposición, dando tierras de lo público y concejil para la siembra, ayudando a la gente pobre y obligando a los particulares que tuviesen varias heredades, a destinar algunas al cultivo de dicha planta muy extendido a la sazón en el reino de Galicia; y todavía fueron más allá de lo justo y lo posible al pedir que pasados dos años se mandase a las mujeres hilar y hacer telas de lienzo, de cuyo principal ejercicio ninguna se pudiese excusar.

La Princesa acordó la suspensión de la pragmática de Valladolid, «visto el poco fruto que ha resultado», y de consiguiente se alzó la prohibición de sacar paños, lanas, cueros al pelo, pastel, rubia y otras mercaderías; pero no condescendió con el deseo de los procuradores en cuanto a los vinos. Pareciole bien la petición relativa a los lienzos, y la remitió al Consejo para su ejecución; en lo cual cometió un error disculpable en gracia de tantos aciertos, y de la fuerza que tenía el sistema reglamentario en su tiempo.

Entre los favores que los Reyes Católicos dispensaron a la marina mercante, concedieron que toda nave de seiscientas toneladas arriba pudiese tomar la carga a la de menor porte. Abusando de este privilegio, sucedía muchas veces que la nave mayor cargada o sin carga, y acaso sin estar aparejada para el viaje, quitaba la carga a la menor, y luego tardaba tres o cuatro meses o un año en partir, con grave perjuicio de los dueños de las mercaderías, «porque ha haber navegado su hacienda, la ovieran vendido, y con detenerla tanto tiempo, no la pueden vender ni aprovecharse della, y pierden la coyuntura del precio de la venta.»

Comprendieron los procuradores la necesidad de defender el comercio de los peligros que corría con la viciosa interpretación de la pragmática de Alcalá de Henares de 1498, si la autoridad legítima no declaraba su sentido y no se encerraba su aplicación dentro de términos razonables, y suplicaron que la preferencia de la cargazón se entendiese sólo cuando la nave de mayor porte estuviese presta para partir, y se limitase a las de seiscientas toneladas arriba, según fue la voluntad de los Reyes Católicos; pero no se hizo semejante declaración.

Muchas veces en las Cortes pasadas suplicaron los procuradores que no se mandase tomar el dinero de los mercaderes y pasajeros que de las Indias llegaban a Sevilla. Dábanles juros; mas los despojados quedaban sin caudal para proseguir sus tratos y negocios, y así iba disminuyendo la contratación con menoscabo de las rentas reales; y además aquéllos a quienes se tomaba su hacienda, no pudiendo pagar a sus acreedores, se alzaban por necesidad. Las grandes del Emperador fueron la disculpa que dio la Princesa, y quedó la cosa en tal estado sin esperanza de remedio.

Las leyes relativas a la guarda y conservación de la caza y pesca no se cumplían, principalmente por los frailes y los clérigos, ni tampoco por los señores en los lugares de su señorío.

Varios escritores curiosos y diligentes han procurado averiguar el origen de los pósitos o graneros públicos. Unos enlazan su existencia con el régimen municipal de Castilla en la edad media, pero sin fundar su opinión en ningún documento, y otros no pasan más allá de la pragmática de 15 de Mayo de 1584, y todos guardan silencio acerca de lo que añade a la historia de los pósitos el cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1555.

Preocupados los procuradores con la carestía del pan, dijeron que se podría muy bien remediar, si en cada lugar oviese depósito ordinario de trigo, porque desta manera comprarse ha quando valiese barato, y cuando viniese caro podríase dar el dicho trigo de los dichos depósitos a personas pobres o a los precios que oviese costado, sacadas las costas que en ello se oviesen hecho»; por lo cual suplicaron que encada lugar «se hiciese depósito ordinario de trigo, dando licencia para sacar el dinero que fuese menester por repartimiento o sisa o como pareciese a falta de propios»; petición tan bien acogida por la Princesa, que mandó a los del Consejo practicar las diligencias necesarias a fin de que con toda brevedad tuviese efecto.

No es decir que antes de ahora no fuesen los pósitos conocidos, pues por lo menos se sabe que los hubo en Zamora y Granada, y acaso en otros pueblos en tiempo de los Reyes Católicos, y que el Cardenal Jiménez de Cisneros fundó uno en Toledo en 1512, y además los de Alcalá, Cisneros y Torrelaguna; pero aquéllos debían su origen a un privilegio, y éstos a la piedad del insigne Arzobispo de Toledo. Lo cierto es que la primera ley acerca de los pósitos es el ordenamiento hecho en las Cortes de Valladolid de 1555.

Pidieron los procuradores la revocación de las pragmáticas acerca de los trajes por «el poco fruto que han fecho», en cambio de muchas vejaciones, y cayeron en la contradicción de limitar la libertad del vestir del paño o seda que quisiere cada uno, con la condición de que ningún hombre ni mujer usase más de un ribete por guarnición y otras menudencias.

Era muy reciente la introducción de los coches y literas. Los procuradores declamaron con este motivo contra la malicia humana, y la soberbia y la vanidad que tanto contribuían a corromper las buenas costumbres, condenando de paso el fausto y el mal ejemplo. De andar los coches y literas por las calles (decían) se han seguido casos desastrados, porque atropellan las gentes, espantan los caballos y mulas y derriban a los que van en ellos, además de dar ocasión, sobre todo por la noche y en el campo, «a cosas que se dejan mejor entender que decir»; y concluían que fuese desterrada esta novedad bajo graves penas.

Sandoval entiende que la invención de los coches vino de la Hungría. Carlos V hizo uso de ellos en su campaña contra el Duque Mauricio de Sajonia y los Luteranos en 1546853 . Los escritores políticos del siglo XVII los condenaron a una voz, dando por principales razones que peligraban la honestidad y el recato de las mujeres, que descuidaban los hombres el ejercicio de la jineta, que se perdía la casta de los buenos caballos, y en fin, que eran los coches el sepulcro de la caballería.

La Princesa, respondiendo a los procuradores, mandó a los del Consejo platicar sobre la pragmática de los trajes, y acerca de los coches ofreció tener cuidado para proveer lo conveniente.

Aunque estaba mandado, a ruego de los procuradores en las Cortes de Madrid de 1551, que nadie ejerciese la medicina sin ser bachiller graduado en estudio general, no se cumplía; y era lo peor que unas veces los interesados hacían falsas informaciones para acreditar que habían frecuentado las aulas el tiempo requerido, y otras recibían el grado de bachiller sin examen, de lo cual se seguían daños y muertes.

Los procuradores suplicaron que nadie fuese graduado de bachiller sin haber oído cuatro años medicina, previo examen por un doctor de la Universidad en donde hubiere estudiado el candidato, ni pudiese curar sin dos años de práctica con algún médico antiguo y de experiencia, o uno por lo menos, si fuere tan hábil que le bastase.

En cuanto al examen, respondió la Princesa que se guardasen las constituciones de las Universidades (de Salamanca, Valladolid y Alcalá) y en lo demás, que el Consejo platicase sobre el remedio para proveer lo conveniente.

Tratose en las Cortes de varios asuntos de policía, que nunca llegaban a su punto de reposo. El uso de armas, aunque limitado a la espada y la daga (la grande y la pequeña en el lenguaje de los diestros), continuaba dando ocasión a pendencias y muertes desastradas, «porque dificultosamente la gente principal puede echar mano a ellas sin matar, y la gente baja, muchas veces por traellas se mata por palabras, que a no las traer, se pasarían con otras tales»; peligros de la vida que a juicio de los procuradores se podrían excusar con la prohibición absoluta; y en efecto, prohibió la Princesa el uso de los arcabuces menores de una vara de medir, o sean cuatro palmos de cañon, ley que llegó a nuestros días, sin modificar la pragmática de las armas en lo tocante a las espadas, dagas y puñales854.

Tampoco se hizo novedad en la del juego, no obstante la petición para que las justicias mandasen desterrar por el tiempo que les pareciere a los tablajeros y jugadores ordinarios perjudiciales a la república, y perpetuamente, si reincidiesen en su mala costumbre y manera de vivir. Las suertes y las rifas, tan allegadas al juego, fueron prohibidas.

Olvidaron los procuradores que en las Cortes de Madrid de 1551 habían dicho: «no hay castigo que baste para excusar el juego.» En efecto, cundía el vicio sin temor de las penas, y jugaban hasta los clérigos y las personas de orden.

La reparación de los caminos y calzadas a costa de los propios de los pueblos; la reducción de los hospitales de cada lugar a uno general o dos, conforme a lo proveído en las Cortes de Valladolid de 1548, y el socorro de los pobres con la condición del trabajo, son capítulos dignos de memoria.

Querían los procuradores mayor cuidado en reprimir la ociosidad y la vagancia que fomentaba la libertad de pedir limosna, para lo cual suplicaron que en cada ciudad y villa hubiese una persona diputada a cuyo cargo corriese «buscar a los pobres en qué entiendan, poniendo a unos a oficios, a otros dándoles en qué trabajen, así en obras como en otras cosas conforme a su disposición... porque allende que ellos son mal inclinados a trabajar, tienen muy buena excusa con decir que nadie los querría llevar... y el pobre que no quisiere entender en lo que ansí le fuere mandado, le echen de la tal ciudad o villa donde estuviere, porque es obra de misericordia y cristiandad y de buena gobernación»; petición remitida al Consejo para que proveyese y mandase ejecutar «lo que en ello se deba facer.»

La institución de un magistrado municipal que ejerciese la policía de los mendigos, o un padre de los pobres (nombre que le dieron algunos escritores políticos), fue conocida en Aragón antes del año 1547. Tal vez data de la fundación del Hospital de Huérfanos de la ciudad de Zaragoza en 1543. Este ejemplo es el origen probable de la petición referida.

Carlos de Gante, nacido y criado en medio de un pueblo laborioso, tomó con calor la represión de la mendiguez voluntaria, sin ofensa de los verdaderos y legítimos pobres. No menos de seis ordenanzas acerca de la policía de los mendigos se publicaron durante su reinado.

La caridad discreta era el voto unánime de los procuradores de Cortes. Los moralistas estaban divididos, y de aquí la reñida controversia entre Fr. Domingo de Soto, que defendía la libertad de pedir limosna, y Fr. Juan de Medina, que deseaba limitarla. «Es necesario (decía) acompañar la limosna con la verdad, y la justicia con la misericordia»855.

Uno de los puntos más controvertidos fue si era justo obligar al pobre a salir del lugar de su residencia. Soto lo negaba, «porque el destierro es pena, y aunque la expulsión no lo sea formalmente, todavía es ir contra la libertad natural de ir cada uno por donde le agrada.» Medina lo concedía, «porque en privar a los hombres de su natural libertad no se les hace agravio, pues el mendigo pide para el necesario sustento, y si se lo proporcionan sin solicitarlo, mendiga mintiendo y con vicio, lo cual es una especie de hurto.» Los procuradores fallaron el pleito dando la razón a Medina contra Soto.

Suplicaron que no fuese permitido correr toros, porque se seguía muchas veces muertes de hombres y otros daños, y no se juzgó conveniente hacer novedad.

La necesidad de recopilar las leyes por su orden, reduciéndolas a un libro o volumen distribuido en títulos y tratados, fue la preocupación constante de los procuradores desde las Cortes de Valladolid de 1523. Sabíamos que habían puesto las manos en la obra Pero López de Alcocer, y por su muerte el doctor Escudero; mas no sabíamos la parte que tuvo el doctor Guevara, que medió entre ambos. Fue el doctor Guevara del Consejo, y suena su nombre en las Cortes de Toledo de 1538.

Muerto el doctor Escudero, le sucedió en el encargo de recopilar y ordenar las leyes el licenciado Arrieta, del Consejo, y para que tuviese «la libertad y espacio que se requieren en obra tan grande y de tanto trabajo», pidieron los procuradores que se le dispensase de asistir al despacho de los negocios, porque de otra suerte «la obra nunca se acabará, y andará siempre de uno en otro.» No se quejaban sin razón de la tardanza, pues hacía más de treinta años que se había dado principio a la obra, y casi tres de continuo estudio que llevaba el licenciado Arrieta.

La respuesta fue vaga: «El Consejo da orden como se provea cerca de lo que pedís, de manera que brevemente se concluya y haga efecto. «Por análogas vicisitudes pasó la petición para que se imprimiesen y publicasen las historias y crónicas de estos reinos. Los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1555 dijeron que Florián de Ocampo había empleado veintiocho años de su vida en escribir la crónica de España, distribuida en tres partes y ochenta libros, de los cuales tenía ya impresos los cinco primeros856.

Añaden que el Emperador le recibió por su cronista en 1539 y le agració en 1547 con una canongía en la iglesia de Zamora; y a fin de recompensarle y estimularle a la continuación de su obra, piden que a la escasa renta de su beneficio se agregase una modesta pensión de 400 ducados, dispensándole de residencia, para que, libre y desocupado pudiese acabar la publicación de la crónica empezada. La respuesta fue que se tendría cuidado de hacerle toda merced, cuya promesa burló la muerte del docto cronista, ocurrida en el mismo año 1555857.

La petición más peregrina que se halla en el cuaderno de Valladolid es una invectiva contra los libros de caballería, como son Amadís y todos los que después de él se han fingido de su calidad y lectura, llenos de vanidades y mentiras. Los mancebos y las doncellas se embelesaban con la narración de aquellos casos de armas y de amores, y cuando se les ofrecía alguno semejante «dábanse a él más a rienda suelta que si no lo oviesen leído.» «Muchas veces (decían los procuradores) la madre deja encerrada a su hija en casa, creyendo la deja recogida, y queda leyendo semejantes libros, que valdría más la llevase consigo.»

En resolución, pensaban los procuradores que la libertad de leer libros de caballería era de gran peligro para las conciencias, porque disgustaba y apartaba de la doctrina santa, Verdadera y cristiana, y concluían suplicando que ninguno de éstos y otros semejantes se imprimiese ni leyese, sin que fuesen antes vistos y examinados por el Consejo, y los publicados se recogiesen y quemasen.

De la respuesta se colige que el Emperador se anticipó a los deseos de los procuradores, pues dijo la Princesa en su nombre: tenemos fecha ley y pragmática por la cual se pone remedio cerca de lo contenido en esta petición... que se publicará brevemente»858.

Es sabido que la afición a la lectura de los libros de caballería fue tan general en el siglo XVI, que participaron de ella Santa Teresa en los primeros años de su vida y el mismo Emperador Carlos V en el apogeo de su gloria. Algunos escritores sensatos y piadosos reprendieron este vicio de su tiempo, unos deplorando la perversión del buen gusto, y otros como causa de relajación de las costumbres.

Los procuradores fueron el eco de la opinión juiciosa que reprobaba tan vana lectura, y Cervantes el ingenio privilegiado, que esgrimiendo las armas del ridículo en su admirable fábula, cerró el proceso de esta locura de todo un pueblo con la del ingenioso hidalgo de la Mancha.

¡Cosa rara! Los procuradores de Cortes pidieron que los libros de caballería fuesen quemados, y a la pena del fuego los condenó Cervantes en el donoso escrutinio de la librería de D. Quijote.

Con todo, es lícito preguntar si la lectura de las hazañas fabulosas de Amadís de Gaula y demás libros caballerescos no contribuyó a encender la imaginación y a despertar el deseo de correr en busca de aventuras extrañas y peligrosas. Lo cierto es que el siglo de la caballería andante fue también el siglo de los descubrimientos y conquistas maravillosas de los españoles, a quienes un sublime aventurero abrió la puerta de un Nuevo Mundo poblado de encantos, que tales parecían los aspectos variados de aquella naturaleza virgen a los hombres del antiguo hemisferio.

Por último, pidieron los procuradores que las pragmáticas hechas o que se hicieren en Cortes no se revocasen sin que el Reino, a cuya suplicación se hicieron, estuviese junto en Cortes, para dar razón de la causa que le movió a pedirlas; lo cual, como es fácil de presumir, les fue negado.

El cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1555 da una triste idea del estado de los reinos de León y Castilla, a la sazón que soltó las riendas del gobierno el máximo y fortísimo Carlos V. Desguarnecidas las fronteras, lenta y viciosa la administración de la justicia, las leyes dispersas y confusas, los concejos mal regidos, y despojadas de sus términos públicos las ciudades y las villas, la industria en decadencia, el comercio cohibido, y todo amenazando ruina.

Las deudas del Emperador eran tantas y tan grande la pobreza del reino, que cuando Felipe II subió al trono trató formalmente en el Consejo de Hacienda de abolirlas. No bastando para las necesidades de la guerra el servicio ordinario y extraordinario que habían ido en aumento desde el tiempo de los Reyes Católicos, se inventaron tributos, se tomó dinero a crecidas usuras, se enajenaron bienes de la Corona, y se vendieron juros, encomiendas, jurisdicciones, hidalguías, regimientos, escribanías, alcaidías, tierras baldías, oficios y dignidades, se pusieron estancos, se embargaba el oro y plata que venían de las Indias para los particulares a quienes se despojaba de su hacienda, se acudía a todo género de arbitrios, y todo era poco.

Dolíanse los procuradores de tantos males, y suplicaban al Emperador que les pusiese remedio; pero siempre quedaban muchos capítulos por proveer, sepultados en los archivos del Consejo, y los proveídos no se llevaban a ejecución, o se ejecutaban con tibieza. Concedido el servicio (lo cual llegó a ser un acto de obediencia), dábase muy mediana importancia a los demás negocios que se trataban en las Cortes; y así es como de las ciento treinta y tres peticiones que contiene el cuaderno de éstas de Valladolid de 1555, apenas ascienden a catorce las lisa y llanamente otorgadas.

Perdiose la voz de los procuradores en el desierto cuando clamaron que les fuesen restituidas las receptorías usurpadas por los Contadores, y dejasen a los diputados del reino entender en la administración y cobranza del servicio con arreglo a las leyes; y claro está que no había de ser mejor escuchada cuando pidieron que las pragmáticas hechas a suplicación del Reino junto en Cortes, no se revocasen antes de haberle oído en la misma forma. Ni el Emperador, ni sus ministros y consejeros cejaron en el firme propósito de constituir la monarquía absoluta, encubriendo su política enemiga de las libertades de Castilla con la sombra de las Cortes.