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Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla

Manuel Colmeiro



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Parte primera

Historia de las Cortes de León y Castilla.

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Capítulo I

De los cuadernos de cortes como fuente de la Historia de España.

     Dilatadas por la fuerza de las armas las fronteras de Asturias y Sobrarve, nacen a la falda del Pirineo los reinos de Navarra y Aragón y el condado de Barcelona, entre tanto que a la parte del occidente se forman y extienden por el llano los de León y Castilla.

     Las instituciones de todos los pueblos cristianos de la Península que se levantan sobre las ruinas de la monarquía visigoda, son semejantes, porque hay hechos generales que imprimen el sello de la unidad en la historia de España, a pesar de la desmembración de su territorio en diversos estados independientes. Todos eran regidos por reyes o condes soberanos con el concurso de la nobleza y del clero, y más tarde también de las ciudades, celebrando juntas o asambleas nacionales llamadas Cortes; y así las hubo en Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia, como en León y Castilla, unas en lo esencial de la institución, aunque en lo accidental fuesen distintas.

     Si la historia ha de ser el eco fiel de los tiempos pasados, debe transmitir a la posteridad cuantas noticias pueda investigar relativas a la religión que fija el carácter moral de cada pueblo, a su forma de gobierno, leyes, usos y costumbres, a la literatura que cultiva, a las artes que profesa y a todo lo que constituye su modo de ser y muestra su vida interna.

     Los sucesos prósperos o adversos proceden de causas naturales superiores a la comprensión del vulgo; pero no impenetrables a la profunda mirada de la crítica, si toma por guía la luz de nuevos documentos que le permitan seguir los pasos del hombre en quien se concentra el genio de la nación, desde el hogar doméstico hasta las regiones más altas de la sociedad y del gobierno.

     Por eso estiman los eruditos de suma utilidad para escribir la historia general de España el estudio de los fueros municipales y cartas de población, y de los cuadernos, actas y procesos de las Cortes.

     Los fueros y cartas pueblas contienen importantes noticias acerca del tránsito del hombre de la servidumbre a la libertad y de la organización de la propiedad territorial, dos beneficios de la civilización naciente, que siguen la misma ley y obedecen al mismo impulso. En estos documentos se descubren los orígenes de muchas ciudades, villas y lugares, los ensayos del régimen municipal, la penosa formación del estado llano compuesto de labradores, artesanos y mercaderes cada vez más considerados por su número y riqueza, y los principios del sistema de legislar en lo civil y criminal por medio de privilegios, rompiendo la unidad del derecho sostenida por la común observancia de la ley visigoda.

     Así como los fueros y cartas de población retratan la infancia de los reinos cristianos en los primeros siglos de la reconquista, así las actas y cuadernos de Cortes reflejan su vida adulta. La monarquía adquiere fuerzas conforme se va arraigando la sucesión hereditaria. Las juntas o asambleas de la nación van perdiendo su carácter de Concilios, y se convierten en verdaderas Cortes del reino. Los reyes, con la voluntad o el consejo de los estados militar, eclesiástico y civil, hacen leyes, fueros, constituciones y ordenamientos en donde se hallan las fuentes de nuestro derecho público y privado, la razón de muchos estatutos, la explicación de mil extraños sucesos, y todo ello realzado con variedad de cuadros muy curiosos e instructivos de costumbres contemporáneas.

     Si paramos la atención en los cuadernos de las Cortes celebradas en los antiguos reinos de León y Castilla, habremos de estimarlos como un rico tesoro de noticias que ilustran la historia de España.

     Nadie que no sea indiferente a su estudio, dejará de reconocer que la publicación de estos cuadernos abre nuevos horizontes al erudito, mostrándole las vicisitudes de la monarquía, las ardientes querellas de la nobleza tan obstinada en conservar sus privilegios, las causas de la prosperidad y decadencia de los concejos tan orgullosos con la posesión de sus franquezas y libertades, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, los esfuerzos para mejorar la administración de la justicia, la desigualdad y confusión de los tributos, las alteraciones de la moneda, las reformas del lujo y las leyes protectoras de la agricultura y ganadería, de las artes y oficios, del comercio y navegación con otras materias de gobierno que en las Cortes se trataron y dieron origen a multitud de ordenamientos.

     En los cuadernos pugnan a cada paso la verdad con el error, y muchas veces triunfa el error de la verdad; pero de los aciertos y desaciertos de la humanidad desde que el mundo existe, se compone el tejido de la historia.

Sobran ejemplos en la de España para probar el secreto enlace de los hechos referidos con sucesos de bulto que narran los historiadores, callando las causas de que proceden. Una de las principales de las desventuras de Alfonso el Sabio al acercarse el término de sus días en su sola leal ciudad de Sevilla, fue haber mandado labrar moneda de baja ley, de donde vino la carestía, motivo de murmuraciones, quejas y alborotos que acabaron por levantarse los pueblos contra el Rey, y negarle la obediencia. La matanza de los Judíos en 1391 atribuida a la predicación del Arcediano de Écija, fue preparada de lejos por los ordenamientos hechos en las Cortes contra la nación hebrea con ocasión de las usuras y de la cobranza de los pechos y derechos reales que avivaron el odio de los cristianos y despertaron sus deseos de venganza; y si Carlos V hubiese obrado con más prudencia al pedir el servicio que mal de su grado le otorgaron los procuradores a las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, tal vez no se habría encendido la guerra de las Comunidades, en cuya borrasca corrió grave riesgo su corona.

     Antes de exponer el contenido de los cuadernos de las Cortes de León y Castilla que publica la Real Academia de la Historia, pide el orden natural de las ideas referir el origen y las vicisitudes de esta institución política, la primera en importancia después de la monarquía.



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Capítulo II

De los concilios de Asturias y León.

     La fuerza de la tradición y las necesidades de la guerra obligaron a los Godos refugiados en las montañas de Asturias a elegir un Rey, y aclamaron a Pelayo en 718, es decir, tres o cuatro años después de la invasión de España por los Moros.

     Era Pelayo descendiente de los Reyes godos, en lo cual están conformes todos los autores, si bien discrepan al deslindar su linaje. La elección de Pelayo y su calificada nobleza prueban que cuando los montañeses le alzaron por Rey, entendían dar un sucesor a Rodrigo vencido, sino muerto en la batalla de Guadalete.

     Síguese de lo dicho que la monarquía de Asturias no significa la fundación de un estado con gente nueva, sino la continuación de la derrocada en 714 por un revés de la fortuna. Todo era allí antiguo, población, idioma, leyes, usos y costumbres, reyes, duques y condes, así como obispos y abades que participan del poder temporal juntamente con la nobleza; de suerte que el reino de Asturias es un eslabón de la cadena que une la monarquía visigoda con la de León y Castilla, salvo el breve interregno de tres o cuatro años en el largo espacio de once siglos, al cabo de los cuales llega la de España a la cumbre de su grandeza.

     Continuaron los sucesores de Pelayo la obra de la restauración, cuidando menos del gobierno que de hacer la guerra a los Moros. En 791 subió al trono Alfonso II el Casto, Rey piadoso, guerrero y legislador.

     Fijó el asiento de su corte en Oviedo, y allí omnem Gothorum ordinem, sicuti Toleto fuerat, tam in Ecelesiam quam Palatio, in Oveto cuncta statuit(1). Desde aquel momento el hecho de la restauración fue reconocido y consagrado por el derecho.

     Si Alfonso II restableció todo el régimen de los Godos, tanto en lo espiritual como en lo temporal, según había estado en uso en Toledo, es llano que revivió en el pequeño reino de Asturias aquella monarquía electiva con sus Concilios de obispos y magnates, y con las demás instituciones contenidas en el Forum Judicum, que no había dejado de ser un solo instante la ley del pueblo cristiano desde el principio de la reconquista.

     Así, pues, nada más natural que en el reino de Asturias se hayan celebrado Concilios en los siglos IX y X, unos que fueron verdaderos sínodos de la Iglesia, y otros asambleas mixtas o juntas nacionales como los anteriores de Toledo.

     Existe entre aquellos y estos una semejanza tan perfecta, que no se puede dudar de su filiación. La convocatoria por el Rey, la asistencia de los grandes y prelados, la celebración sin época fija, las materias que se trataban, el orden en las deliberaciones y hasta las fórmulas de que se valían, todo era igual, siendo igual así mismo la confusión del imperio y del sacerdocio.

     Pocos fueron los Concilios celebrados en Oviedo y León en los siglos IX y X, y aun de estos deben excluirse los verdaderos sínodos, las juntas de magnates que el Rey convoca accidentalmente para pedirles consejo en negocio determinado, y las que se reunían para designar persona que ocupase el trono vacante.

     Sínodos nacionales de la Iglesia Occidental son los Concilios de Oviedo de 832 (si lo hubo), y el de León de 974, como el I, II, IV, V y otros Toledanos.

     La reunión de los obispos jussu regis no altera su carácter, porque la convocación de los Concilios nacionales por el príncipe fue una costumbre introducida en España después de haberse convertido los Suevos y los Godos a la fe católica, imitando en esto nuestros Reyes a los Emperadores de Oriente.

     Tampoco lo altera la asistencia de los condes y magnates, pues estaban allí sólo ad videndum, sive ad audiendum verbum Domini, sin la menor participación en el ejercicio de la potestad espiritual.

     No son propiamente hablando Concilios las juntas o asambleas de grandes y prelados que se celebraban para elegir Rey, como las de León de 914 y 974. Aquella dio la corona a Ordoño II y esta a Ramiro III.

     Estas juntas o asambleas de magnates son los conventus pontificum majorumque palatii vel populi de que habla el Forum Judicum al determinar el modo de proceder en la elección de los Reyes(2). No se reúnen por mandato del Rey, pues se halla el trono vacante: no asisten los obispos en representación de la Iglesia, sino como personas principales: no se hacen leyes, ni cánones, ni nada que suponga la existencia de un poder constituido ejerciendo funciones ordinarias. En suma, ni en la esencia, ni en la forma se confunden con los Concilios mixtos de Toledo.

     Menos todavía merecen este nombre las juntas de magnates que el Rey convoca a fin de tomar su consejo en las cosas de la guerra, como la de Zamora de 931, cuando Ramiro II reunió a los caudillos de su numeroso ejército para deliberar si debía seguir adelante y ceñirse la corona de León, y la celebrada en dicha ciudad el año 933 para acordar el plan de campaña que el mismo Ramiro II emprendió después contra los Moros. Son actos propios de la milicia, en los cuales cabe ingerir alguna idea política, pero no procedimientos de gobierno.

     El único Concilio de Oviedo que reúne los tres caracteres distintivos de los Toledanos, a saber, convocado por el Rey, concurrido de condes y obispos y mixto en razón de las materias que se trataron, fue el celebrado en el año 901, según la cuenta de Ambrosio de Morales, ocupando el trono de Asturias Alfonso III el Magno.

     Eran los tiempos calamitosos y los hombres más fuertes que las instituciones. La historia de aquella edad solamente es conocida por breves crónicas de varia lección, y algunos privilegios cuya autenticidad no siempre inspira confianza a los eruditos. A falta de las actas de los más antiguos Concilios de Oviedo y León, no hay medio de averiguar la verdad que persuade y convence, y es fuerza contentarse con la escasa luz que nos envían las memorias relativas a una época tan remota.

     El verdadero punto de partida de la historia de nuestras Cortes no se puede fijar mas allá del Concilio de León de 1020. Todas las noticias que poseemos respecto a los anteriores son oscuras, incompletas o dudosas, y sólo sirven para probar que nunca llegó a romperse el hilo de la tradición visigoda.

     Suelen los autores que de esto escriben decir Concilio o Cortes de León de 1020, como si vacilasen entre uno y otro nombre. En realidad no hay motivo para alterar el de Concilio o Concilium según el texto latino. El castellano, copiado de un códice del siglo XIII, no autoriza la versión de la palabra Concilium en Cortes, sino en Conceyo.

     La cuestión no es de nombre, como a primera vista parece. El de Concilio significa que este de León conserva en toda su pureza los caracteres propios de los antiguos de Toledo, mientras que la ambigüedad del título arguye al falso concepto que fue entonces cuando empezó a secularizarse la institución, lo cual no vino sino más tarde.

     Convocó el Concilio Alfonso V, y acudieron a la voz del Rey (Jussu, Regis) omnes pontifices, abbates et optimates regni Hispanæ como en los tiempos de Recaredo o Recesvinto; y en esta asamblea de grandes y prelados se determinaron varias cosas pertenecientes al gobierno espiritual y temporal del reino.

     Dos decretos sobre todo fijan la naturaleza del Concilio. In primis igitur censuimus (dice el uno) ut in omnibus Conciliis que deinceps celebrabuntur, cause ecclesie prius iudicentur... Y el otro: Iudicato ergo ecclesie iudicio adeptaque iustitia, agatur causa regis, deinde populorum(3).

     Estos decretos recuerdan las palabras del Toledano IV: Post instituta quædan ecclesiastici ordinis... postreman nobis cunctis sacerdotibus sententia est, pro robore nostrorum regum et stabilitate gentis Gothorum, pontificale ultimum ferre decretum... Y más claro en el XVII: His igitur præmissis caussis (Ecelesiæ) populorum negotia..... cum Dei timore prudentiæ vestræ committimus dirimenda. Fácil sería aumentar el número de los ejemplos(4).

     Comparando ahora dos decretos referidos con los pasajes copiados, se prueba hasta la evidencia que el Concilio de León de 1020 es un fiel trasunto de los famosos de Toledo. La perfecta conformidad de sus actas tiene una explicación tan natural y sencilla que salta a los ojos.

     Fue Alfonso V un Rey legislador, de quien escribe el Arzobispo Don Rodrigo: Leyes gothicas reparavit, et alias addidit, quæ in regno Legionis adhuc hodie observantur(5). El monarca que, según Don Rodrigo, mostró tanto celo en el restablecimiento de las leyes godas, estaba llamado a restablecer así mismo los Concilios de Toledo, continuando la obra de la restauración iniciada por Alfonso el Casto, cuyos esfuerzos en esta parte no fueron bien secundados por sus sucesores, excepto Alfonso el Grande, promovedor del celebrado en Oviedo el año 901.

     No hallamos nombre que convenga a la asamblea de obispos, abades, condes y caballeros en que fue coronado y ungido Fernando I el Magno en León el año 1037. Ambrosio de Morales la llama Cortes y ayuntamiento general, doble título que aumenta la duda.

     Pudiera pasar por junta de prelados y señores (Conventus) para coronar y ungir al Rey, sino fuese porque se hicieron leyes relativas al mejor estado y concierto del reino que estaba estragado a causa de las guerras y la poca edad de Bermudo III. Concilio no es, porque no consta acto alguno de jurisdicción espiritual, ni tampoco verdaderas Cortes, pues si hemos de dar crédito a los historiadores antiguos, Fernando I entró en la ciudad de León por fuerza, de armas y tomó la corona como vencedor(6).

     Además de esto, el principio de las Cortes es el fin de los Concilios, porque secularizada la asamblea de los grandes y prelados del reino, no se retrocede al tiempo de los Godos, sino que por el contrario se avanza en el sentido de constituir el estado temporal.

     Habría retroceso incompatible con las leyes de la historia, si admitidas las Cortes de León de 1037, volviesen los Concilios; y en efecto vuelven, habiendo convocado Fernando I el de Coyanza que se celebró el año 1050 con la asistencia de varios obispos y abades y todos los magnates del reino.

     El texto romanceado dice Conceyo, según queda advertido a propósito del Legionense de 1020.

     La presencia de los brazos eclesiástico y secular; los decretos que de allí salieron en parte leyes y en parte cánones; la protección que el Concilio dispensa a la persona y autoridad del Rey lanzando el rayo de la excomunión contra los desobedientes a lo mandado, son circunstancias dignas de tomarse en cuenta para probar que todavía estaba viva la tradición visigoda.

     No quitan fuerza a este juicio las juntas de magnates celebradas en León los años 1058 y 1064 o 1065, la primera con el objeto de pedirles consejo acerca del rompimiento de las hostilidades con los Moros vecinos al Ebro, y la segunda a fin de que aprobasen su resolución de partir el reino entre sus hijos. Las crónicas antiguas les dan el nombre ya repetido de Conventus, y no merecen otro, pues no hay sombra de Concilio ni de Cortes en donde falta la presencia simultánea de las altas dignidades del clero y la nobleza.

     Lo mismo decimos de la jura de Alfonso VI en Zamora el año 1073. Ambrosio de Morales y Fr. Prudencio de Sandoval suponen que se celebró esta ceremonia en Cortes a las que concurrieron las ciudades y los ricos hombres. Mariana desdeñó la noticia, pues guarda silencio; pero aun admitida la jura del Rey en Zamora, se ofrecen dos reparos al nombre de Cortes, a saber, la ausencia de los prelados y la presencia de las ciudades, que todavía tardaron más de un siglo en adquirir el derecho de enviar procuradores.

     Tampoco podemos llamar Cortes verdaderas la asamblea de la nobleza y dos solos prelados reunida en Toledo el año 1109, ante la cual declaró Alfonso VI su voluntad de que le sucediese en la corona su hija Doña Urraca a falta de varón. El caso era nuevo, y para que nadie se negase a recibirla por Reina después de los días del Rey, ni dejara de prestarle la obediencia debida, mandó llamar a los nobles y les hizo jurar que le guardarían fidelidad y la protegerían.

     La firme resolución de Alfonso VI, su mandato, el juramento y la exigua o casi nula representación del clero, dan a esta junta de magnates grande importancia; pero no tanta que se haya de confundir con la institución compuesta de los dos brazos del reino, eclesiástico y militar, que limitaron el poderío de los Reyes con su autoridad unas veces y otras con su consejo.

     El Concilio de Oviedo de 1115 es de la misma naturaleza que los de León de 1020 y Coyanza de 1050. La intervención directa de la Reina Doña Urraca, la asistencia de los obispos y grandes del reino y el carácter mixto de los decretos son circunstancias comunes a los tres referidos.

     El estado seglar estuvo representado en el Ovetense no solo por la nobleza, sino también por el pueblo. En los antiguos de Toledo solían los

Padres congregar a los fieles y publicar en su presencia los decretos, non ut suffragium præstarent, sed ut defenderent communem fidem edictis, legibus, et si opus fuisset, gladio.

     En el de Oviedo de 1115 se introdujo la novedad de prometer la observancia de sus estatutos bajo la fe de un solemne juramento y suscribir las actas todos los hombres, así nobles como plebeyos, súbditos de Doña Urraca, para mayor firmeza de lo acordado.

     La ventaja obtenida en esta ocasión por el pueblo (plebs), no carece de importancia, pues implica el reconocimiento de un estado llano que se prepara a intervenir en el gobierno de la nación juntamente con el clero y la nobleza, desde que confirma los decretos del Concilio con los grandes y los prelados.

     Las instituciones de la edad media se desarrollan con lentitud, porque las reformas son obra del tiempo. Por eso es tan difícil determinar el momento en que los Concilios pierden su carácter mixto y son reemplazados en el orden político por las Cortes.

     El reinado de Alfonso VII es un período de la historia en que se marca de un modo visible esta tendencia. Representan la tradición visigoda las llamadas Cortes de Palencia de 1129 y León de 1135, que son en rigor verdaderos Concilios como los de Toledo, ya se atienda a la calidad de las personas que concurren a ellos, ya se consideren las materias que en la asamblea de los obispos, abades, condes, grandes y caballeros se tratan y resuelven.

     Ni las muchas leyes que hizo o restableció Alfonso VII, ni el haber sido proclamado Emperador, ni la asistencia de varios reyes y condes soberanos que se reconocieron por sus vasallos, pueden borrar el doble carácter de una junta en la cual primero se cuida de lo perteneciente a la salvación de las almas de todos los fieles, y después de lo que importa al bien de los pueblos.

     Coincidía con la celebración de estas asambleas mixtas la de varios Concilios propiamente dichos o sínodos de la Iglesia de España, algunos promovidos por el Romano Pontífice, y otros presididos por un Legado apostólico, a cuya voz acudían los prelados. La frecuente reunión de estos Concilios en los cuales no tomaba parte el Emperador sino en cuanto príncipe católico e hijo obediente de la Iglesia, tiene más relación con la historia de las Cortes de León y Castilla de lo que a simple vista parece.

     Es bien sabido que Gregorio VII consagró todos los momentos de su trabajoso pontificado a la grande obra de dar la libertad a la Iglesia oprimida por el poder temporal. De aquí la guerra de las investiduras que el Papa sostuvo con Enrique IV, Emperador de Alemania y Rey de Romanos.

     La causa de la independencia de la Santa Sede promovida por Gregorio el Grande, fue la causa del episcopado en todos los pueblos de la cristiandad. En España la abrazaron y defendieron con el mayor celo dos insignes prelados que florecieron en los siglos XI y XII, D. Bernardo, Arzobispo de Toledo, y D. Diego Gelmírez, Arzobispo de Santiago.

     Nada se oponía tanto a la libertad de la Iglesia Española como la tutela de los Reyes apoyada en la práctica viciosa de celebrar Concilios en los cuales se legislaba indistintamente sobre las cosas divinas y humanas; y aunque los seglares no entendiesen en las materias de disciplina y costumbres, todavía pesaba al clero que fuese el príncipe quien convocase a los obispos, los presidiese y confirmase sus decretos.

     Para remover este obstáculo se ofrecía el medio de reunir a menudo verdaderos Concilios nacionales o provinciales en donde se determinase lo conveniente, al gobierno de la Iglesia sin la intervención de la potestad civil, en cuyo número se cuentan los de Burgos de 1136, Valladolid de 1137, Palencia de 1148, Valladolid de 1155 y otros menos conocidos.

     Desde que los obispos se encerraron en el círculo, de su jurisdicción espiritual, faltó un motivo principal para reunir Concilios según la costumbre de los Godos; mas como la monarquía feudal necesitaba apoyarse en el clero y la nobleza, los Reyes continuaron convocando las juntas de grandes y prelados a fin de resolver con su consejo los negocios arduos del reino. Secularizada la institución, los obispos formaron el brazo eclesiástico y los magnates el brazo militar llamados a las Cortes.

     No sucedieron las cosas de repente. Las primeras que merecen este nombre son tal vez las de Nájera en 1137 ó 1138, porque así las llamaron Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá y su hijo el Rey D. Pedro en el Fuero Viejo de Castilla.

     El estudio de ambos cuerpos legales suple, en parte el silencio de las crónicas y la falta de documentos que nos ilustren acerca de lo que pasó en dichas Cortes. «El fin de ellas fue (dicen los doctores Asso y de Manuel) establecer una buena y perfecta armonía entre las diferentes clases de vasallos de su reino, y lograr poner en quietud los hijosdalgo y ricos homes. Por esta razón se arreglaron y publicaron entonces varias leyes relativas al estado de los nobles, a las cuales se unieron varios usos y costumbres de Castilla, y juntamente algunas fazañas(7)

     Esta fundada opinión corrobora la idea que las Cortes de Nájera nada tienen de común con los Concilios. Hubiesen o no hubiesen concurrido los obispos, resulta que Alfonso VII legisló para los seglares en materias de gobierno.

     Sucedió al Emperador en la corona de Castilla su hijo primogénito Sancho III, cuyo reinado fue tan breve, que apenas dio tiempo a celebrar Cortes. Fernando II, también hijo del Emperador, le sucedió como Rey de León.

     Tuvo Cortes en Benavente el año 1176, en Salamanca el de 1178 y otra vez en Benavente en 1181.

     De las dos primeras se sabe que concurrieron los grandes y prelados; y aunque no consta lo mismo respecto de las últimas, puede suponerse, porque no hay razón para dudarlo.

     De los asuntos que en dichas Cortes se trataron hay pocas noticias, pues solamente se sabe que hizo varias donaciones a iglesias, monasterios y órdenes militares, mercedes y privilegios debidos a la piedad del Rey, y actos propios de la gobernación del estado.

     Forman época en la historia de las Cortes las que Alfonso IX celebró en León el año 1188, hallándose presentes los obispos, los magnates y los hombres buenos elegidos por cada ciudad. Desde entonces ya no son dos sino tres los brazos del reino, a saber, el clero, la nobleza y los ciudadanos. Los documentos que poseemos relativos a las Cortes de Benavente de 1202, León de 1208 y otros posteriores confirman la presencia de los tres estados en que la nación se dividía.

     Nótase en las de León de 1188 el uso de la voz latina Curia que sustituye a Concilium; y curia significa en romance palacio o corte, esto es, el lugar donde el Rey tenía su residencia; y de aquí el nombre de Cortes. La cuestión etimológica sería poco importante, si no fuese porque contribuye a demostrar que la secularización de las asambleas de grandes y prelados iniciada en las Cortes de Nájera de 1137 ó 1138 llegó a su complemento en las de León de 1188(8).

     El título de la elección que abre la puerta de las Cortes a los enviados por las ciudades (et cum electis civibus ex singulis civilatibus) denota un grado superior de libertad debido al temprano desarrollo del régimen municipal y la promesa del Rey de no hacer guerra, ni paz, ni tratado sin el consejo de los obispos, de los nobles y de los hombres buenos, es la primera ley que pone a la monarquía un límite en el concurso de las Cortes.

     Entre tanto que esto pasaba en León, reinaba en Castilla Alfonso VIII, cuya minoridad fue muy borrascosa. Para sosegar las discordias civiles tomó las riendas del gobierno cuando aún era niño, y pasado poco tiempo, convocó Cortes para Burgos en 1169.

     Cuenta la Crónica general que concurrieron a estas Cortes los condes, ricos hombres, prelados, caballeros y ciudadanos. Con todo eso la presencia de los ciudadanos o los concejos en dichas Cortes es inverosímil, ya porque la Crónica no inspira confianza a los eruditos, y ya porque si una vez hubiesen entrado, era natural que continuasen gozando del derecho adquirido en las de Burgos de 1177 y en las siguientes, lo cual no consta, por más que algunos historiadores particulares lo repitan de pasada, y sin fundar su opinión en documento fidedigno según las reglas de la buena crítica.

     La casual coincidencia de dos fechas dio motivo para creer que la entrada del estado llano en las Cortes fue simultánea en León y Castilla, es decir, en las de León de 1188 y en las de Carrión de los Condes del mismo año. Añadió fuerza a esta preocupación la presencia de los majores civitatum et villarum que Núñez de Castro confundió con los procuradores de las ciudades y villas del reino(9).

     Entre el major civitatis seu villæ que los Godos llamaron villicus y en la edad medía fueron conocidos con el nombre de merinos del Rey, de quien tenían el cargo de administrar justicia, y el electus civis por cada ciudad que asiste a las Cortes de León de 1188, media una distancia inmensa.

     Aquellos concurrieron a las Cortes de Carrión de 1188 por mandado de Alfonso VIII para jurar la observancia de las capitulaciones matrimoniales ajustadas entre la Infanta Doña Berenguela y el Príncipe Conrado de Suevia: estos vinieron a las de León del mismo año libremente elegidos para intervenir en los negocios públicos. Los primeros eran ministros del Rey que respondían de la obediencia de los pueblos sometidos a su autoridad, y los segundos verdaderos mandatarios de los ciudadanos, distintos de las justicias y alcaldes que ejercían la jurisdicción civil y criminal.

     La mayor prueba de que el estado llano no tuvo tan pronto entrada en las Cortes de Castilla nos la ofrecen las de Toledo de 1211 a las cuales, según el testimonio irrecusable del Arzobispo D. Rodrigo, solamente asistieron los magnates y prelados, diga lo que quiera el cronista Núñez de Castro.

     Tampoco a las de Valladolid de 1217, en las cuales la Reina Doña Berenguela renunció la corona en su hijo Fernando III, asistieron más que los grandes y caballeros (magnates et milites), ni suenan presentes los hombres buenos hasta las Cortes generales celebradas en Sevilla el año 1250. Desde entonces así en Castilla como en León, tuvieron asiento en las Cortes el clero, la nobleza y los hombres buenos que llevaban la voz de las ciudades y villas, o sean los tres estados del reino.

     Más de medio siglo tardó Castilla en seguir el ejemplo de León que admitió a los elegidos por las ciudades en las celebradas el año 1188.

     El suceso no deja de parecer extraño tratándose de dos pueblos hermanos y en todo semejantes; y como el hecho se enlaza estrechamente con la historia de las Cortes, debemos esforzarnos a explicarlo.

     La mayor antigüedad del reino de León es la causa natural de que primero se lanzase por la senda de la reconquista y se poblase. La población de los lugares ganados a los Moros dio origen a varias ciudades y villas que organizaron concejos para su gobierno y obtuvieron de los Reyes de León a título de fueros diversas libertades y franquezas.

     El engrandecimiento de Castilla empezó en los tiempos del Conde Fernán González, que murió el año 1070. Conquistó y pobló muchos lugares y también dio fueros y otorgó privilegios a sus pobladores; pero todo esto y más hizo Alfonso III el Grande cerca de dos siglos antes.

     A esta ventaja debieron los Leoneses que el concejo se arraigase y robusteciese al punto de mostrarse lozano y vigoroso en el Concilio de León de 1020, mientras que del concejo de Burgos, cabeza de Castilla, apenas hay vagas noticias que no se remontan más allá del año 941.

     A la mayor lentitud que se observa en el desarrollo del régimen municipal en Castilla comparada con León, se añade otra circunstancia muy digna de tomarse en cuenta. Regia en León el Fuero Juzgo llamado también Leonés, y en Castilla el Fuero Viejo o Castellano; aquel más favorable a la extensión de la libertad civil, y este más ceñido al sistema feudal. De aquí una notable diferencia entre la condición de las personas con relación a las tierras de señorío que cultivaban.

     Mientras que Alfonso V en el Concilio de León otorga al forero la libertad de abandonar la heredad e irse a donde quisiere con la sola limitación de dejar la mitad de sus bienes, el Conde de Castilla D. Sancho García declara «que a todo solariego puede el señor tomarle el cuerpo, e todo quanto en el mundo ovier, e él non puede por esto decir a fuero ante ninguno, e los labradores solariegos que son pobradores de Castiella de Duero fasta en Castiella la Vieja, el señor nol deve tomar lo que a, si non ficier por que, salvo sil' despoblare el solar, e se quisier meter so otro señorío(10)».

     Resulta que el forero de León era un hombre libre sin vínculo alguno indisoluble con la tierra que labraba, pues permanecer en ella o no permanecer dependía de su voluntad, entre tanto que el solariego de Castilla estaba encadenado al terreno, y no hallaba amparo en la justicia para defenderse contra su señor, aunque le ofendiese en su persona, o le tomase todos sus bienes. En resolución, el forero era un colono, y el solariego un siervo de la gleba.

     La condición tan próxima a la servidumbre de los labradores de Castilla retardó la formación del estado llano que no podía existir sin libertad y sin propiedad. Había ciertamente hombres libres villanos y pecheros en los lugares de realengo, siempre más favorecidos que los de señorío; pero no bastaban para componer una clase respetable o temible por su número y riqueza.

     La debilidad del estado llano se comunicaba a los concejos que no eran en Castilla una institución tan popular como en León, pues por gozar de los privilegios de la caballería, se obligaban los principales labradores a mantener armas y caballo y servir en la guerra lo mismo que los hidalgos. Estos plebeyos ennoblecidos, a la vez caballeros y hombres buenos, formaban un cuerpo híbrido que no daba fuerza a los concejos, sino en cuanto podían los Reyes disponer de una nueva milicia mejor disciplinada que los nobles por linaje, y no menos valerosos en las batallas reñidas con los Moros.

     Ningún título justo ni razón valedera había para contar las ciudades y las villas entre los estados del reino, mientras los concejos de Castilla no alcanzasen la plenitud de la vida que ya se muestra, en cuanto a los de León, en el Concilio de 1020. Así que se hicieron comunes las libertades municipales, fueron los hombres buenos llamados a las Cortes, y el brazo popular tomó asiento en las asambleas de la nación con el clero y la nobleza.

     Obsérvase, comparando el progreso de las Cortes en ambos reinos, que León precede a Castilla en todo lo que de algún modo añade importancia al estado llano. Si los majores civitatum et villarum, concurrieron a las Cortes de Carrión de 1188 y juraron los capítulos matrimoniales cuando se concertó el casamiento de la Infanta Doña Berenguela con el Príncipe Conrado, antes todos los hombres súbditos de Doña Urraca habían jurado y confirmado los decretos del Concilio de Oviedo de 1115.

     Si a la curia nobilissima reunida en Burgos el año 1220 para honrar y festejar las bodas de Fernando III, asistieron con la flor de la nobleza de Castilla los primores civitatum, antes acudieron a las Cortes de León de 1188 los electi cives ex singulis civitatibus.

     Por último, si a las primeras generales celebradas en Sevilla el año 1250 fueron presentes, además de los grandes y prelados, los caballeros «et homes bonos de Castiella et de León», no se olvide que el juramento de los civitatum concilia allanó el camino a Fernando III para ocupar el trono vacante por muerte de su padre Alfonso IX de León en 1230.



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Capítulo III

Los tres estados del reino.

     Las tradiciones de la monarquía visigoda, la guerra con los Moros y el régimen feudal aseguraban al clero y la nobleza de León y Castilla la participación en el gobierno por medio ya de los Concilios, ya de las Cortes.

     Al Concilio de León de 1020 concurrieron omnes pontifices, et abbates, et optimates regni Hispaniæ, y el de Coyanza de 1050 se celebró cum episcopis et abbatibus, et omnis regni optimatibus, es decir, los grandes y los prelados del reino.

     Más tarde fueron llamados a las Cortes, juntamente con los condes y ricos hombres, los caballeros; novedad introducida en las de Burgos de 1169, a la que responde la presencia de los barones en las de León de 1208; y en las de Sevilla de 1250 suenan por la primera vez los maestres de las Órdenes militares.

     Solían acompañar al Rey la Reina, el Infante heredero o el Príncipe y demás personas de su familia. La nobleza estaba representada por los duques, marqueses, condes, vizcondes, caballeros, escuderos e hijosdalgo, según consta de las Cortes de Valladolid de 1385.

     En razón de su alta dignidad asistían el Condestable, el Almirante, el Canciller, el Justicia mayor y Adelantado mayor de Castilla, el Mayordomo, el Camarero y el Copero mayor, cargos palaciegos, los Mariscales, y el Alférez mayor del Rey y algunos otros.

     También asistían por sí o por medio de procurador los reyes tributarios de la corona de Castilla. Al Concilio celebrado en León en el año 1135 en el cual fue Alfonso VII proclamado y coronado Emperador, concurrieron el Rey D. García de Navarra, el sarraceno Zafadola, los Condes de Barcelona y de Tolosa y muchos condes y duques de Gascuña y Francia(11).

     El Rey de Portugal debía venir a las Cortes de Castilla siempre que fuese llamado, hasta que Alfonso X le alzó el homenaje. Cuando Alhamar, Rey de Granada, se hizo vasallo de Fernando III, se obligó a concurrir a las Cortes como uno de sus ricos hombres.

     La primera confirmación del ordenamiento otorgado por Fernando IV a los concejos de Castilla y de las marismas en las Cortes de Medina del Campo de 1305, dice: «Don Mahomat Abenazar, Rey de Granada, vasallo del Rey.» Este Mahomat o Mohammed III no estuvo en las Cortes, pero envió procurador.

     Enrique III llevó a las de Toro de 1371 «los oidores y alcaldes de la nuestra corte»; frase sustituida por Enrique III en las de Madrid de 1391 con «los del Consejo», y reformada en las de Madrid de 1419 por D. Juan II, diciendo «los doctores del mi Consejo.»

     En rigor los letrados no pertenecían al cuerpo de la nobleza; pero su elevada categoría en el orden de la magistratura, y la práctica de consultar los Reyes con ellos y con los grandes y prelados las respuestas a las peticiones de los procuradores, son títulos valederos para admitirlos en el número de los magnates.

     Llamaban los Reyes por sus cartas o por mensajeros a los nobles con quienes querían comunicar los negocios que se habían de tratar en las Cortes, para resolverlos después con su acuerdo o su consejo. No había regla establecida que limitase el prudente arbitrio del monarca, de cuya voluntad dependía que fuesen pocos y principales, o muchos y de distinto grado desde el rico hombre hasta el hidalgo de Castilla.

     Nadie podía alegar derecho de asistir a las Cortes, si bien era costumbre recibida y fielmente observada, cuando concurrían los nobles en corto número, que los ciertos o algunos que estaban con el Rey, fuesen de los más calificados.

     Acudir a las Cortes, siendo llamados, era un deber de los vasallos y oficiales del Rey para honrarle, aconsejarle y servirle, y una ocasión de mostrarle obediencia y fidelidad, como se prueba con el ejemplo de los reyes tributarios, y se confirma con otros análogos. Llamado el Conde de Castilla Fernán González a las Cortes de León por Sancho I, consultó con los ricos hombres y caballeros lo que debía hacer; y como quiera que le aconsejaron que no fuese, les dijo: «Parientes, amigos y leales vasallos, yo no soy hombre que fago cosa que mal me está; e si agora dejase de ir a las Cortes, parescería que me levantaba con el condado e quitaba la obediencia que al Rey debo(12)».

     El maestro de Santiago D. Fadrique, hermano bastardo del Rey don Pedro, pidió a este licencia «que non fuese a las Cortes que se habían de facer en Valladolid» (1351), y se la dio, y le mandó retirarse, a su tierra(13).

     La asistencia del clero superior a las Cortes tenía el mismo origen que la de la nobleza. Mientras prevaleció la forma de los Concilios, la intervención de los obispos y abades de religión fue constante; mas después de la entrada del estado llano, quedaron los arzobispos, obispos y maestres de las órdenes (institutos que participaban de lo militar y lo religioso) representando al estado eclesiástico.

     Ni en las Cortes de León de 1188, ni en las de Benavente de 1202 y León de 1208, ni tampoco en las primeras generales de Sevilla en 1250 se hace mención de los abades, sino de los grandes, prelados y maestres de Santiago, Calatrava, Alcántara y del Templo y del prior de S. Juan.

     Sin embargo, a las de Burgos de 1315 asistieron D. García, abad de S. Salvador de Oña, y D. Diego, de S. Millán de la Cogulla; pero de aquí adelante se eclipsan; y si alguna vez se citan como presentes los procuradores de las órdenes entiéndase militares, y no monasterios o institutos religiosos, según consta del cuaderno de las Cortes celebradas en Segovia el año 1386.

     Hay una notable excepción de la regla en las de Valladolid de 1527, a las cuales concurrieron los prelados y abades de las religiones. Ninguna razón política determinó su llamamiento. Necesitaba Carlos V dinero para la guerra, y discurrió el medio de reunir a los superiores de las órdenes monásticas a fin de que lo sirviesen, como lo sirvieron.

     Los arzobispos y obispos representaban sus iglesias y los abades sus monasterios. Cuando no podían ir a las Cortes, enviaban procuradores; y si estaba la silla vacante, los nombraban los cabildos. También solían enviar procuradores las Órdenes militares, si faltaban sus maestres.

     Era potestativo en los Reyes llamar a estos o aquellos prelados, porque ninguna ley ni ordenamiento limitaban su libertad; pero exigía la costumbre convocar al Arzobispo de Toledo y a los arzobispos u obispos que residían en la corte, unos sirviendo como letrados en la Audiencia o en el Consejo, y otros, como privados o ministros, participando del gobierno. En el siglo XVI fue caso muy frecuente que un arzobispo u obispo presidiese las Cortes.

     Estaban los arzobispos y obispos obligados a presentarse en las Cortes cuando el Rey los llamaba, ya por la obediencia que le debían en lo temporal, y ya porque como señores de lugares y vasallos era su condición semejante a la de los ricos hombres. Solían además tener fortalezas por el Rey, cuya merced imponía mayor obligación de ir a las Cortes para hacerle el pleito y homenaje según fuero de Castilla.

     Las ciudades y las villas formaban otro estado del reino, o sea el brazo popular. La palabra civitas que se usa en el ordenamiento hecho en las Cortes de León de 1188, significa no sólo el recinto murado (urbs) en que se alojaba la población urbana, sino también el conjunto de villas, lugares y aldeas esparcidas por su término, en donde moraba de asiento la población rural. La ciudad, caput gentis, llevaba la voz de todos los habitantes del territorio sometido a su jurisdicción.

     En las Cortes de Benavente de 1202 se citan los «muchos de cada villa en mío regno en cumplida corte(14)»; y en las de León de 1208 «la muchedumbre de las cibdades e embiados de cada cibdad por escote(15)».

     Muestran los textos anteriores una marcada tendencia a igualar las villas con las ciudades, concediendo a las primeras la misma representación que las segundas tenían en las Cortes. La tendencia fue creciendo, y llegó a su término en las Cortes de Medina del Campo de 1302 y 1305, a las cuales asistieron los hombres buenos de las ciudades, villas y lugares, frase no siempre usada, pero sí muchas veces repetida.

     Coincide esta novedad con el vuelo que tomaron los concejos durante la minoridad de Fernando IV, siendo gobernadora del reino la ilustre Doña María de Molina. En efecto, como los concejos se extendieron y pasaron de las ciudades a las villas y lugares, y eran los concejos (civitatum concilia) los requeridos para que nombrasen los hombres buenos que debían llevar la voz de la comunidad en las Cortes, es llano que a la difusión del régimen municipal correspondía una mayor amplitud del mandato popular.



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Capítulo IV

Ciudades y villas de voto en cortes.

     Hizo Alfonso IX un llamamiento general a las ciudades de su reino, y cada una eligió el ciudadano o ciudadanos que la representaron en las Cortes de León de 1188. Todas fueron convocadas sin excepción alguna.

     A las de Carrión de los Condes, también celebradas en 1188, asistieron los majores de cuarenta y ocho ciudades y villas, cuyo número es muy corto, dada la extensión del reino de Castilla en los tiempos de Alfonso VIII; y no deja de causar extrañeza la omisión de los nombres de ciertas ciudades y villas tan conocidas como Burgos, Nájera, Castrojeriz, Dueñas, Bribiesca, Molina, Santander y otras ciento.

     A las Cortes de Sevilla de 1250 concurrieron «homes bonos de Castiella et de León», cuyas palabras de oscuro sentido, no autorizan sin embargo una interpretación estrecha. Era natural que hallando establecida en León la práctica de convocar todos los concejos, la hubiese Fernando III aplicado a los de Castilla.

     Según la Crónica del Rey D. Sancho el Bravo, los ricos hombres, las órdenes y todas las ciudades y villas hicieron en las Cortes de Sevilla de 1285 pleito y homenaje de recibir por señor y por heredero del reino, después de los días de su padre, al Infante D. Fernando(16). No es de presumir que la asamblea haya sido tan completa como refiere la Crónica; pero basta a nuestro propósito la convocatoria general de los enviados de las ciudades y las villas a las Cortes.

     Aclara más este punto el cuaderno de la hermandad aprobada por los tutores de Alfonso XI en las de Burgos de 1315. Suscribieron el pacto ajustado en el ayuntamiento o junta de Carrión, además de 112 caballeros, 200 procuradores de 100 ciudades y villas; y fue condición que si otros concejos quisiesen entrar en la hermandad, se les recibiese en ella.

     Convienen los historiadores en que las Cortes de Alcalá de Henares de 1348 fueron muy concurridas; y en efecto consta que Alfonso XI mandó llamar a los procuradores de todas las ciudades, villas y lugares de su señorío. No gozan de igual fama las de Valladolid de 1351 convocadas por el Rey D. Pedro; y sin embargo consta de los dos cuadernos dados por él a los procuradores de los concejos que no fueron menos generales.

     No así las de Toro de 1369 a las que asistieron, además de los prelados, ricos hombres, infanzones, caballeros y escuderos hijosdalgo, los procuradores de algunas ciudades, villas y lugares de los reinos. La palabra algunas en sustitución de todas, no arguye aquí un cambio de sistema en la representación popular. Estaba Castilla muy conmovida con la encarnizada guerra civil entre el Rey D. Pedro y su hermano bastardo D. Enrique. El Rey había sido muerto en el castillo de Montiel el 29 de Marzo del mismo año en que se celebraron estas Cortes. La paz no se había restablecido. Muchos pueblos rehusaban prestar obediencia al usurpador de la corona. Menudeaban los robos, las fuerzas y las muertes en los términos de las ciudades, villas y lugares y en los caminos; y en tal estado de confusión, no es mucho que fuese, no va limitada, sino escasa, la concurrencia de los procuradores.

     La mayor prueba de que esta excepción fue pasajera, se halla en las Cortes de Madrid de 1391 celebradas durante la minoridad de Enrique III, en las que volvieron las aguas a correr por su antiguo cauce.

     En efecto, acudieron al llamamiento 125 procuradores de 49 ciudades y villas.

     En el reinado de D. Juan II abundan los ejemplos de Cortes celebradas con los procuradores de algunas o ciertas ciudades y villas(17). Varias causas contribuyeron a que menguase a tal punto la representación popular en la primera mitad del siglo XV.

     Fueron tan continuas las discordias civiles durante la vida de este monarca negligente y perezoso, que apenas gozó un día de paz desde que tomó la gobernación de sus reinos. Los Infantes de Aragón y los señores y caballeros de su parcialidad ocuparon repetidas veces con gente de guerra muchas ciudades y villas que no podían, aunque quisieran, elegir procuradores y enviarlos a las Cortes.

     El Rey las convocó a menudo, mas para pedir servicios sobre servicios, que para hacer buenas leyes y remediar los males de su pueblo. Los mejores ordenamientos no se cumplían, y las peticiones más justas de los procuradores quedaban sin respuesta. La privanza de D. Álvaro de Luna, y la misma condición del Rey inclinado al poder absoluto sin mostrar voluntad de ejercerlo, todo persuade que la irregularidad respecto al número de las ciudades y villas que envían sus procuradores a las Cortes celebradas en este reinado, pues ya son muchas, ya son pocas, más bien es desorden que sistema.

     La mayor de estas irregularidades se advierte en las de Valladolid de 1425 en las que fue jurado heredero del reino el Príncipe D. Enrique por los grandes, los prelados y los procuradores de doce ciudades en nombre de todas las ciudades y villas del reino. El hecho consta de la Crónica; pero no fue interpretado con recto criterio.

     Estando D. Juan II en Burgos por Diciembre del año 1424, mandó llamar procuradores de doce ciudades, a saber, Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Zamora, Segovia, Ávila, Salamanca y Cuenca, so pretexto de jurar a la Infanta Doña Leonor; «pero la intención del Rey (dice la Crónica) era por entender en la división que se comenzaba entre él y el Rey de Aragón.»

     No llamó D. Juan II a Cortes, sino los procuradores de doce ciudades principales a consejo. Cuando ya estaban reunidos en Valladolid por Enero de 1425, sobrevino el nacimiento del Príncipe; y entonces mandó el Rey que todas las ciudades enviasen nuevos poderes para jurarle, «e así se hizo.»

     Concluida la ceremonia, D. Juan II pidió a los grandes, prelados y procuradores su parecer acerca de si debía resistir la entrada del Rey de Aragón en Castilla con gente de armas, o adelantarse y romper la guerra(18).

     La disimulación de D. Juan II cuando en Burgos «mandó llamar procuradores de doce cibdades de su reino», y la voz que esparció para ocultar el verdadero motivo del llamamiento, indican que la novedad respondía al deseo de acelerar el resultado o guardar el secreto.

     Si el Rey hubiese formado el propósito de disminuir a tal punto la representación del estado general en las Cortes para debilitarlas, habría perseverado en su intento. Lejos de eso, prevaleció el uso de la fórmula «las ciudades y las villas», empleó menos veces la de «ciertas», y alguna dijo «las ciudades, villas y lugares de mis reinos.»

     Así, pues, el llamamiento de los procuradores de las doce ciudades por vía de consejo no fue un acto de hostilidad a las Cortes. La irregularidad, y si se quiere, el abuso, consiste en mandar el Rey hacer la jura del Príncipe por los pocos procuradores allí presentes, y aun así, el de Burgos que habló primero, dijo que hablaba «en nombre de todas las ciudades y villas del reino de Castilla, cuyo poder tenía(19)

     Después de veinte años de discordias civiles fomentadas, por los Reyes de Aragón y Navarra, al fin hicieron la paz con el de Castilla en diciembre de 1437, y fue condición que los grandes, los prelados y las ciudades y villas de los tres reinos habían de aprobar, ratificar y jurar la concordia.

     Para cumplir este requisito se convino en designar por la parte de Castilla tres arzobispos, cuatro obispos, treinta y dos condes y ricos hombres, trece ciudades y nueve villas, a saber: las ciudades de Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba, Cuenca, Zamora, Almazán, Murcia, Soria, Calahorra, Logroño y Cartagena, y las villas de Valladolid, Guadalajara, Madrid, Agreda, Molina, Requena, Alfaro, San Sebastián y Tolosa de Guipúzcoa(20).

     Claro está que no se trata de ciudades y villas presentes a las Cortes; pero no carece de importancia conocer los nombres de las que en aquella solemne ocasión se reputaron principales.

     Hasta el tiempo de los Reyes Católicos todo lo relativo al número de las que nombraban procuradores es indeciso y variable. Ningún documento que nos sea conocido lo determina: ninguna regla fija el modo de proceder en materia tan grave, como era asentar la base de la representación del estado llano. El privilegio en algunos casos, la costumbre en muchos y el poder discrecional de los monarcas que mandaban expedir las cartas de llamamiento de procuradores, y extendían o limitaban la convocatoria según la mayor o menor gravedad de los negocios que se habían de tratar en las Cortes, impedían que se estableciese y arraigase una práctica constante.

     En ninguna parte se halla noticia cierta de las ciudades y villas de voto en Cortes hasta las de Toledo de 1480, en cuyo preámbulo se lee: «E nos, conosciendo que estos casos ocurrían al presente acordarnos de enviar mandar a las cibdades e villas de nuestros reinos que suelen enviar procuradores de Cortes en nombre de todos nuestros reinos, que enviasen los dichos procuradores de Cortes, así para jurar al príncipe nuestro fijo primogénito heredero destos reinos, como para entender con ellos, o platicar, o proveer en las otras cosas que serán nescesarias de se proveer por leyes para la buena gobernación destos dichos reinos.»

     Prueba el pasaje anterior que ciertas ciudades y villas solían enviar procuradores a las Cortes en nombre de los reinos agregados a la corona de Castilla; pero no se determina el número, ni tampoco se declara cuales fuesen las que gozaban de esta preeminencia.

     La Crónica de los Reyes Católicos disipa la oscuridad con las palabras siguientes: «En este año del Señor de 1480, estando el Rey e la Reina en la cibdad de Toledo, acordaron de facer Cortes generales en aquella cibdad. Y enviáronlas notificar por sus cartas a la cibdad de Burgos, León, Ávila, Segovia, Zamora, Toro, Salamanca, Soria, Murcia, Cuenca, Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, e a las villas de Valladolid, Madrid o Guadalajara, que son las diez e siete cibdades e villas que acostumbran continamente enviar procuradores a las Cortes que facen los Reyes de Castilla e de León(21)».

     La frase del preámbulo «que suelen enviar procuradores de Cortes coincide con la de Hernando del Pulgar «que acostumbran continamente enviar procuradores a las Cortes.» Desentrañando el sentido de ambos pasajes según su texto literal y comparándolas, resulta que había en 1480 ciudades y villas que habitual y constantemente nombraban procuradores, y otras que no siempre los nombraban. Todas podían ser llamadas, y muchas asistieron a las Cortes de Alcalá de 1348, Madrid de 1391 y Valladolid de 1440; pero solamente algunas antiguas y principales gozaban la preeminencia de resumir en los casos ordinarios la representación de los reinos de Castilla.

     De las diez y siete ciudades y villas que enumera Pulgar, siete, a saber, Burgos, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Toledo, eran cabezas de reino, y las diez restantes, esto es, Zamora, Toro, Soria, Valladolid, Salamanca, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara y Cuenca, grandes concejos con jurisdicción sobra un extenso territorio, lo cual les valió el título de cabezas de provincia.

     Estas diez y siete ciudades y villas de voto en Cortes que enviaron procuradores a las de 1480, suben a diez y ocho en las de Valladolid de 1506, porque después de la conquista de Granada los Reyes Católicos concedieron a dicha ciudad la prerrogativa común a todas las cabezas de reino.

     Consta de los cuadernos de Cortes que las ciudades y villas de Asturias y las villas de las marismas o de la marina tuvieron procuradores en las de Zamora de 1301, Medina del Campo de 1305, Palencia de 1313 y Burgos de 1315.

     Oviedo envió uno a las de Madrid de 1391. Desde entonces desapareció el nombre de esta ciudad hasta que el Príncipe D. Alfonso, hermano de Enrique IV, en una junta de prelados y caballeros habida en Ocaña el año 1467, hizo merced a la tierra y principado de Asturias del voto en Cortes; merced confirmada por los Reyes Católicos en 1499(22).

     También estuvieron representadas las ciudades y villas de Galicia en las de Zamora de 1301 y Palencia de 1313. El cuaderno de la famosa hermandad aprobada en las Cortes de Burgos de 1315 fue suscrito por los procuradores de Orense, Lugo, Sarria y Rivadavia, y uno de la Coruña vino a las de Madrid de 1391.

     La verdad es que los antiguos reinos de Asturias y Galicia llegaron a formar un solo cuerpo con el de León, como se prueba con los cuadernos de las Cortes de León de 1349, Valladolid de 1351 y Segovia de 1390, y sobre todo con el número de siete votos en Cortes antes de la conquista de Granada, y después ocho, por las ciudades cabezas de reino.

     La perfecta asimilación de los tres reinos unidos ofrece la seguridad de que las ciudades y villas de Asturias y Galicia, aunque no enviasen procuradores, estaban representadas en las Cortes por los de la ciudad de León.

     Sin embargo, por una excepción inexplicable la ciudad de Zamora se alzó con el privilegio de hablar en las Cortes por el reino de Galicia. Contra esta usurpación reclamaron en las de Santiago de 1520 el Arzobispo D. Alonso de Fonseca y los condes de Villalba y Benavente, alegando que en tiempos pasados el reino de Galicia había tenido voto en Cortes por su antigüedad y nobleza, y después, sin título alguno conocido, tomó su voz la ciudad de Zamora. El Emperador estaba de prisa, y no se cuidó de dirimir la contienda; y así continuaron las cosas hasta que Felipe IV dio voto en Cortes a Galicia por real cédula de 13 de octubre de 1623, expedida en juicio contradictorio con las ciudades y villas de estos reinos(23).

     Así terminó la ruidosa cuestión promovida en las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, dejando sepultado en la oscuridad el título en que Zamora fundaba su derecho de llevar la voz del reino de Galicia. Probablemente no tenía otro que la posesión; pero en tal caso no era muy antigua, pues se sabe que D. Juan II convocó las Cortes de Zamora de 1432, para que las ciudades y villas de Galicia hiciesen el pleito homenaje de costumbre al Príncipe D. Enrique, por no haber enviado procuradores a las de Valladolid de 1425.

     Gozó la ciudad de Palencia la prerrogativa del voto en Cortes hasta el reinado de Enrique III, si no antes, porque no tuvo procuradores en las de Madrid de 1391. La causa de haberlo perdido fue el pleito que se movió entre el obispo y la ciudad sobre el señorío que aquel pretendía en esta.

     Había el Rey determinado que pendiente el litigio, los obispos nombrasen los procuradores, respetando su posesión. Don Sancho de Rojas, prelado cortesano, se arrojó el derecho de hacer el pleito homenaje por la ciudad de Palencia, cuando D. Juan II fue jurado en Segovia al subir al trono el año 1407.

     La Reina Doña Catalina escribió al concejo de Palencia para que enviase sus procuradores a las Cortes que se celebraron en Valladolid en 1412, y poco después le dirigió otra carta previniéndole que no obstante su llamamiento no los enviase, porque D Sancho de Rojas (por cuya mano pasaban todos los negocios del reino) alegó que «él había hecho homenaje por la ciudad al Rey, cuando nuevamente fue jurado(24)».

     De esta competencia entró el obispo y la ciudad resultó perder esta su antiguo voto en Cortes, porque los obispos no se cuidaron de nombrar procuradores, y la ciudad no tenía declarado su derecho. Mientras la cuestión estaba en suspenso, Toro habló por Palencia sin título conocido, repitiéndose el caso de Zamora hablando por el reino de Galicia.

     Las necesidades del erario obligaron a las Cortes de Madrid de 1650 a prestar su consentimiento para que el Rey pudiese beneficiar dos votos en favor de dos ciudades; y en esta ocasión la de Palencia recobró el suyo mediante el servicio de 80.000 ducados que hizo a Felipe IV en 1656(25).

     Plasencia tuvo así mismo voto en Cortes, y en prueba de ello, consta que envió dos procuradores a las de Madrid de 1391. En 1442 D. Juan II hizo merced de la ciudad a D. Pedro de Zúñiga, conde de Ledesma, a cuyo título añadió el de Plasencia. Poco después revocó la donación por ser excesiva y contra su voluntad; pero la revocación no se llevó a efecto, y continuaron gozando del señorío de la ciudad el Duque D. Álvaro, hijo del Conde D. Pedro, y el Duque D. Álvaro su nieto.

     En 1488, informada Isabel la Católica de que la merced había sido hecha por importunidad y revocada con justa razón, acordó restituir la ciudad al señorío real(26).

     Desprendida Plasencia de la corona, perdió su voto en Cortes, porque era el Duque quien ponía la justicia, los oficiales de la ciudad y el alcaide de su fortaleza; y no habiendo concejo libre, no podía nombrar procuradores. Plasencia recobró su libertad; pero no así el voto en Cortes, y continuó hablando por ella la ciudad de Salamanca.

     En suma, si a las diez y siete ciudades y villas cuyos nombres nos trasmite Hernando del Pulgar, se agregan Granada, Oviedo, Galicia y Palencia, resultan veinte y una las que tenían voto en Cortes, pues el segundo que las de Madrid de 1650 consintieron que el Rey vendiese, quedó por beneficiar. Mas tarde se dio este voto a la provincia de Extremadura y subieron a veinte y dos.

     Culpan algunos autores a los Reyes de haber reducido a tan corto número de ciudades y villas la representación nacional. La expresión es impropia y la censura apasionada.

     La división del territorio en reinos y el de Castilla en provincias fue una base estrecha de la representación del estado general; pero al fin denota la tendencia a sustituir con un principio aproximado a la justicia y a la igualdad el llamamiento sin regla, y por tanto vicioso, como todo lo arbitrario.

     La costumbre de llamar a ciertas ciudades y villas se quebró por culpa de algunos concejos que dejaron de enviar sus procuradores cuando eran llamados, interrumpiendo con su descuido o abandono la posesión de que gozaban.

     Otra causa (y es la principal) contribuyó sobremanera a encerrar el llamamiento de las ciudades y villas en límites tan angostos, a saber, el carácter de privilegio que se dio al voto en Cortes. Como los privilegios tanto mas valen y se estiman, cuanto menos se extienden y comunican, fueron las ciudades y villas de voto en Cortes las que opusieron viva y tenaz resistencia a romper el círculo de las privilegiadas. La idea de ensalzar el privilegio nació en las Cortes de Ocaña de 1469 al solicitar los procuradores la revocación de las exenciones de monedas y pedidos otorgadas por Enrique IV a ciertas ciudades, villas y lugares, «salvo (dijeron) las que sean dadas en las cibdades e villas que suelen e acostumbran enviar procuradores a Cortes, las cuales suplicamos... que por que sean ennoblecidas, les sea guardada la franqueza de los muros adentro dellas e non más.»

     Análoga a esta petición es la dada por los procuradores a las Cortes de Burgos de 1512 para que dichas ciudades y villas fuesen exentas de posadas, excepto en ciertos casos extraordinarios; todo lo cual prueba de donde partió la iniciativa y en donde estaba el empeño de convertir en un privilegio honroso y lucrativo el voto en Cortes.

     Por fortuna los Reyes, obrando con prudencia, se opusieron a todo conato de sembrar la discordia entre las ciudades y las villas del reino, estableciendo diferencias injustas y odiosas. Enrique IV, al revocar las mercedes de exención de tributos, no hizo distinción de ciudades y villas que tenían o no tenían voto en Cortes, y Fernando el Católico, en cuanto a las posadas, mantuvo la costumbre antigua y general de que todas participasen por igual de las cargas y los beneficios(27).

     El amor al privilegio se avibaba, cuando los procuradores de las ciudades y villas de voto en Cortes llegaban a sospechar que otras solicitaban igual preeminencia. Entonces elevaban sus peticiones al Rey para que no les hiciese una merced tan contraria a las leyes y a la inmemorial costumbre, y que cedería en agravio y perjuicio de las ciudades y villas a las cuales favorecía la antigüedad. Estas peticiones fueron mejor acogidas que las anteriores. Don Felipe y Doña Juana en las Cortes de Valladolid de 1506 resistieron toda novedad, y D. Fernando el Católico, como gobernador de Castilla por su hija, respondió a los procuradores a las Cortes de Burgos de 1512, que «le placía de lo conservar así, porque la orden y costumbre antigua que en esto estaba dada era muy buena, e no entendía en la quebrantar(28)».

     Las ciudades y villas de voto en Cortes no comprendieron que la extensión de su preeminencia a otras favorecía su causa en vez de perjudicarla. Cuanto mayor fuese el número de las ciudades y villas con voz y voto en Cortes, tanto mas hondas habrían sido las raíces de un privilegio que alcanzando a muchas, llegaría con el tiempo a convertirse en una ley general.



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Capítulo V

Nombramiento de los procuradores.

     En ningún cuaderno de Cortes del siglo XIII se halla el nombre de procurador. Llamábanse los enviados de los concejos hombres buenos, personeros, mandaderos o ciudadanos, esto es, moradores de las ciudades, cuyo título fue el primitivo, porque cives dijo Alfonso IX en las Cortes de León de 1188.

     Empieza el uso de la denominación «procurador del concejo» en las de Medina del Campo de 1305, y continúa con varias alternativas hasta que se fijó en las celebradas en la misma villa el año 1313. No deja de ser curioso que procuradores de las ciudades y las villas hubiesen suscrito la carta de hermandad aprobada en las Cortes de Burgos de 1315. De todos modos a las Cortes y a la hermandad precedió el clero en el uso de la voz procurador, pues consta del ordenamiento de prelados dado en las de Valladolid de 1295 que concurrieron varios obispos y los procuradores de los ausentes, de los cabildos y de la clerecía de todo el reino.

     La misma variedad o incertidumbre se advierte respecto del número de procuradores de cada ciudad o villa. Fernando III en el privilegio otorgado al concejo de Segovia en 1250 antes citado, dijo: «E mando e defiendo que estos (hombres buenos) que a mí enviáredes, que non sean mas de tres fasta cuatro, si non yo enviase por más(29)». De este pasaje no se infiere que el número de tres o cuatro procuradores fuese a la sazón la regla establecida.

     Al ayuntamiento de la hermandad de Burgos de 1315 asistieron 200 procuradores de 100 ciudades y villas, es decir, dos por cada una de las confederadas; y a las Cortes de Madrid de 1391 concurrieron 49 ciudades que enviaron 125 procuradores. Hubo concejo que nombró varios, así como otros uno solo.

     En efecto, Burgos y Salamanca tuvieron 8: Toledo y León 5: Soria y Zamora 4: Sevilla y Córdoba 3: Murcia y Segovia 2, y 1 Astorga, Badajoz y Coruña. En fin, no hay regla fija; pero se advierte que más de la mitad de los concejos nombraron 2.

     Fue D. Juan II quien determinó en las Cortes de Burgos de 1429 y 1430 que las ciudades y las villas enviasen dos procuradores «e non más», quedando todas iguales en virtud de un ordenamiento que llegó a tener vigor y fuerza de ley(30). Cada ciudad y villa de las diez y siete nombradas por Pulgar, envió dos personas por procuradores a las Cortes de Toledo de 1480(31).

     La misma diferencia y confusión que hubo respecto al número de procuradores, existió en cuanto al modo de proceder en su nombramiento. Los fueros, los privilegios y la costumbre suplían la falta de una ley común. La suerte, la elección y el turno eran los tres medios, admitidos, guardando cierta analogía con la forma de proveer los oficios públicos, según las ordenanzas por que se regía cada concejo.

     Aunque parezca extraño encomendar el nombramiento de los procuradores a los caprichos de la suerte, debe considerarse como una cautela para excusar los inconvenientes de toda elección disputada con calor, y tal vez con peligro de dividirse los vecinos en bandos y venir a las manos, de lo cual hay repetidos ejemplos en la historia de los concejos con ocasión de proveer los cargos electivos.

     Por otra parte, en el sistema del mandato imperativo que entonces estaba en uso, importaba poco la persona a quien tocase llevar la voz de la ciudad o villa, pues el procurador debía ceñirse a poderes limitados, y a las instrucciones del concejo en los casos imprevistos.

     El libre nombramiento de los procuradores fue la práctica observada hasta muy entrado el siglo XV; por lo menos de los cuadernos de Cortes nada consta en contrario. Con la privanza de D. Álvaro de Luna y con las discordias civiles que estallaron en el reinado de D. Juan II, coinciden las primeras quejas de los procuradores en las Cortes de Burgos de 1430, en las cuales presentaron al Rey una petición para que no nombrase, ni mandase nombrar otros procuradores, salvo los que las ciudades y villas entendiesen que cumplían a su servicio y al bien público, cuya petición dio origen a una ley que no remedió nada, pues se renueva la queja en las Cortes de Palencia de 1431 y Zamora de 1432(32).

     El cuaderno de las celebradas en Valladolid de 1442 da noticia de que no solamente el Rey se entremetía en la elección de los procuradores, sino también la Reina, el Príncipe y otros señores ya con ruegos, ya con mandamientos en favor de personas señaladas contra las libertades, privilegios, buenos usos y costumbres de las ciudades y villas.

     El mismo D. Juan II que en tantas ocasiones se mostró fiel guardador de la libertad de los concejos, no formó escrúpulo de responder a los procuradores de Cortes en las de Valladolid de 1447 que se abstendría de dar cartas de creencia para que enviasen personas señaladas, «salvo cuando otra cosa le pluguiese mandar por entender que así sería cumplidero a su servicio(33)».

     Esta holgada excepción derogaba virtualmente la ley de Burgos, y sometía los concejos a la voluntad del monarca, o de quien quiera que gozase de su favor y tomase su nombre(34).

     Fue Enrique IV esclavo de sus favoritos a quienes colmó de mercedes. Pródigo más que liberal, disipó el patrimonio de la corona, dando a unos tierras, lugares y fortalezas, a otros oficios públicos, casas de moneda y cédulas firmadas en blanco.

     No le bastó aumentar los cargos concejiles para tener que dar, ni apropiarse los que por fuero o costumbre pertenecían a las ciudades y villas. Después de haber repartido con larga mano las alcaldías, los alguacilazgos y regimientos de los pueblos, hizo merced de las procuraciones de Cortes a personas determinadas sin ninguna elección ni nombramiento de los concejos; abuso inaudito del cual se dolieron los procuradores a las de Toledo de 1462, cuya petición logró por respuesta que se guarden las leyes y ordenanzas hechas por mi señor y padre D. Juan II(35).

     Si culpa tuvieron los Reyes de haber oprimido con el peso de su autoridad a los concejos llamados a elegir procuradores, no fue menor la de los pueblos que no se pueden lavar de la mancha de haber corrompido el gobierno municipal. De la corrupción nacieron los bandos enemigos, los tumultos populares, el ascendiente de las personas poderosas, la usurpación de los oficios públicos y todos los abusos que coartaban la libertad de los concejos.

     Los labradores y sesmeros «e otros omes de pequenna manera» que según el ordenamiento dado por D. Juan II en las Cortes de Burgos de 1430 no podían ser procuradores, se amotinaban por ir contra la voluntad de los concejos y vencer la resistencia de las ciudades y las villas, movían alborotos, y acontecía entrar la gente de tropel en la sala del cabildo, y arrancarle un acuerdo o impedir la ejecución de otro con menosprecio de la autoridad de los alcaldes y regidores.

     De estos había algunos que se ablandaban al ruego, o cedían a la amenaza, o posponían el bien de la comunidad al deseo de alcanzar el favor de quien podía hacerles mercedes. Otros menos escrupulosos daban el voto por dinero, y llegó el escándalo al extremo de vender y comprar la procuración; abuso que D. Juan II calificó de mal ejemplo, y juzgó necesario reprimir y castizar declarando al culpado inhábil para obtenerla «aquel año ni dende en adelante(36)».

     La coacción que ejercían los Reyes y las personas poderosas, el atrevimiento de los labradores y sesmeros, la venalidad de los alcaldes y regidores y el negociar la procuración con dádivas y promesas son hechos ciertos y averiguados que corresponden a los reinados turbulentos de D. Juan II y D. Enrique IV, dos períodos de mala gobernación y de los peores que registra la historia. Cayó el poder en manos de privados y favoritos, a quienes convenían procuradores complacientes al punto de conceder todos los servicios que les pidiesen, ya por lisonjear al Rey con el aumento de sus rentas y tesoros, y ya para facilitarle los medios de hacer mercedes y cumplir los libramientos de las recibidas, porque así D. Juan II como D. Enrique IV las derramaron a manos llenas.

     La naturaleza de los abusos, las peticiones de los procuradores, las respuestas que obtuvieron y las leyes dictadas con el objeto de corregir las prácticas viciosas de los concejos prueban una de dos cosas; o que la elección fue la regla general durante la mayor parte del siglo XV, o que el fallo de la suerte no era imparcial. En efecto, la falta de libertad en el nombramiento de procuradores se concibe cuando es cuestión de votos; pero no hay medio de coartarla, a no cometer falsedad, cuando se opta por el sorteo.

     La severa justicia de los Reyes Católicos infundía tal temor, que no debe extrañarse el silencio de los procuradores en materia de abusos electorales; mas en el reinado de Carlos V renacen las intrigas para forzar la elección de los que habían de concurrir a las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520.

     Cuenta el cronista del Emperador que Chevres y otros cortesanos del partido de los Flamencos formaron empeño en que los procuradores de las ciudades y las villas fuesen personas que fácilmente otorgasen lo que en las Cortes se pidiese, para que no se renovasen las desagradables escenas ocurridas en las anteriores de Valladolid de 1518, y prosigue: «Así hicieron en Burgos los días que el Emperador allí estuvo, brava instancia por que el regimiento nombrase procuradores a su voluntad, y aunque entre los regidores hubo alguna discordia y competencias, sacaron por procurador al Comendador Garci Ruiz de la Mota, hermano del obispo (de Badajoz) Mota, de quien he dicho lo que valía y la parte que en todos los negocios era, y del Consejo del Emperador(37)».

     No fue esto sólo. Irritado Carlos V con la resistencia de los procuradores de Toledo, quiso que la ciudad diese sus poderes cumplidos a otros, para lo cual llamó a la corte ciertos regidores que lo contradecían, «y en su lugar fuesen otros que andaban en la corte criados de su Magestad, porque sacando unos y entrando otros, se pudiese hacer lo que su Magestad mandaba(38)»

     Los arrebatos de Carlos V en las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520 no concuerdan con el tenor de la carta de llamamiento que escribió a las ciudades y villas mandándoles enviar sus procuradores. En ella manifestaba el Emperador su respeto a la libertad de los concejos y a las formas del nombramiento o elección(39).

     Las palabras «elijades o nombredes», dirigidas a todas las ciudades y villas, deben interpretarse en el sentido qua la elección y el nombramiento estaban en uso al principio del siglo XVI según los estatutos y ordenanzas de cada concejo.

     La elección o el nombramiento de los procuradores era un acto propio del gobierno municipal, cuya variedad se reflejaba en el diferente modo de constituir su mandato el concejo de cada ciudad o villa de voto en Cortes.

     Burgos nombraba por sus procuradores dos regidores sacados por elección.

     León dos regidores por suerte.

     Granada dos veinticuatros.

     Sevilla un veinticuatro, alcalde mayor, y un jurado por suerte.

     Córdoba dos veinticuatros por suerte.

     Murcia dos regidores por suerte.

     Jaén dos veinticuatros por suerte.

     Toledo un regidor y un jurado por suerte.

     Zamora un regidor por suerte y un caballero por nombramiento de los hijosdalgo y del común.

     Toro dos regidores por suerte.

     Soria dos regidores de las doce casas o linajes troncales de la ciudad por suerte.

     Valladolid dos caballeros, uno del linaje de los Tovares y otro de los Reoyos.

     Salamanca dos regidores por suerte.

     Segovia lo mismo.

     Ávila dos regidores por turno.

     Madrid un regidor por suerte, y un caballero hijodalgo de las parroquias de la villa.

     Guadalajara un regidor por suerte y un caballero entre doce que se elegían.

     Cuenca un regidor por suerte y un hijodalgo caballero aguisado o apercibido de armas y caballo, ambos por suerte.

     Después que a estos diez y ocho votos que hubo en el siglo XVI se añadieron otros cuatro en el siguiente.

     Galicia enviaba a las Cortes dos diputados elegidos por las siete ciudades del reino(40).

     Oviedo.

     Palencia un regidor y un vecino contribuyente al servicio de los 80.000 ducados que la ciudad hizo al Rey en cambio del voto por turno, empezando por suerte entra los oficios y las familias.

     Extremadura dos regidores por suerte.

     Había también diferencias dentro de la elección, el turno o la suerte. En Sevilla, por ejemplo, cada capitular votaba diez nombres en secreto, y de los diez que reunían mayor número de votos, se sacaba uno por suerte. En Guadalajara nombraba el concejo doce caballeros, de los cuales escogía seis el corregidor, y solamente estos entraban en suerte para designar el segundo procurador. En Soria los doce linajes troncales, es decir, los descendientes de los doce principales caballeros que se avecindaron en la ciudad después de la reconquista y la repoblaron, elegían tres de los suyos que con el testimonio de la elección acudían al concejo ante el cual se sorteaban los dos procuradores, quedando el tercero de suplente(41).

     Como se ve, la regla general era el nombramiento de los procuradores por suerte, y la elección y el turno dos excepciones, por lo cual no dista mucho de la verdad la general creencia que los procuradores se sacaban por insaculación. Predominó la suerte como el medio seguro de evitar los inconvenientes tan comunes en las ciudades y las villas con ocasión de proveer los oficios electivos del concejo.

     No mostró Felipe II menos respeto que Carlos V a las formas establecidas para la elección o el nombramiento de los procuradores. En la carta que envió a los corregidores mandándoles reunir los cabildos y ayuntamiento a fin de elegir los que concurrieron a las Cortes celebradas en Madrid el año 1573, y en otras semejantes, les previno que no diesen lugar a que «en la dicha elección interviniesen ruegos ni sobornos, ni que ninguno comprase de otro la procuración, ni se hiciese otra cosa alguna de las prohibidas por las leyes del reino(42)».

     Si el Rey hubiese deseado sinceramente la libre elección de los procuradores, debería también abstenerse de oprimir a los concejos con el peso de su autoridad. Lejos de eso, perseveró en la política de Carlos V que no estimaba las Cortes sino como el instrumento de su voluntad para obtener cuantiosos servicios ordinarios y extraordinarios, cuya opinión hallaba fácil acogida en el ánimo de muchos procuradores que se creían obligados a obedecer y servir al monarca en todo lo que les mandase.

     Felipe II, siempre disimulado y artificioso, se valió de los corregidores para someter los concejos y ahogar el espíritu de la libertad en su misma cuna. Mucho se había quebrantado con la venta de gran número de oficios públicos; de suerte que los regidores perpetuos se alzaron con el gobierno de las ciudades y las villas acostumbradas a ser regidas por los electivos y anuales de tiempo inmemorial; y aunque los procuradores a las Cortes de Madrid de 1576 y 1579 representaron contra este abuso, porque los que compraron dichos oficios (decían) «verdadera y más propiamente compraron el señorío y vasallage de los demás sus vecinos, de los cuales se han enseñoreado como si los ovieran comprado por y vasallos», la petición fue mal recibida y no se hizo novedad.

     Estaban los corregidores apoderados de los concejos, y les arrebataban la poca libertad que les quedaba, no atreviéndose nadie a resistirles, por no parecer que se resistía a la autoridad del Rey de quien eran, así en las cosas de la justicia como en las del gobierno, ministros muy calificados.

     Felipe II manejaba este resorte cuando ocurría la elección de procuradores, para inclinar la balanza al lado del «buen suceso del negocio», y ordenaba a los corregidores entenderse con los presidentes de las Audiencias y Chancillerías, a fin de que hablando a los del ayuntamiento que fuesen sus amigos y a las demás personas que juzgasen necesario, se encaminasen todas las diligencias a lo mejor. También solía advertirles que si se ofrecían dificultades, entretuviesen el negocio hasta que informado el Rey, determinara lo que habían de hacer, tratando y negociando en el entre tanto con las personas del ayuntamiento.»

     En una ocasión escribió al Conde de Tendilla para que mediase con algunos veinticuatros de Granada en vísperas de elegir los procuradores a las Cortes de Madrid de 1573, y en varias mandó a los concejos que en las suertes que se echasen y elección que se hiciese, tuviesen por presentes a ciertos servidores suyos con voz y voto en el ayuntamiento, «no embargante cualesquiera leyes, ordenanzas o costumbre en contrario(43)».

     Cuando a pesar de estos manejos, el ayuntamiento acordaba enviar alguna persona a la corte para tratar cualquier negocio, los corregidores no le permitían llevar el mensaje, si no era de su agrado, y de hecho lo impedían, abuso contra el cual dieron una petición muy justa los procuradores a las Cortes de Madrid de 1579, desestimada por Felipe II, como era de esperar(44). No afirmaremos que hayan ejercido este acto de violencia con algún procurador; pero basta indicarlo para comprender que los concejos carecían de libertad. Alguna vez dio el Rey licencia al procurador nombrado para ceder y traspasar el oficio a otro regidor de los que con él habían entrado en suerte, «el que él mas quisiere(45)».

     La mayor prueba de que en la elección de los procuradores no gozaban los concejos de libertad, consiste en el número de criados del Rey, ministros de justicia y otras personas que llevaban gages de la Casa Real enviados por las ciudades y las villas a las Cortes. Es verdad que eran alguaciles o alféreces mayores, veinticuatros o regidores perpetuos con voz y voto en los concejos que los elegían procuradores; mas la circunstancia de estar al servicio del Rey daba fuerza a la sospecha que una voluntad superior les había conferido la procuración. Las Cortes de Madrid de 1573 suplicaron al Rey «mandase que los susodichos no pudiesen ser, ni fuesen elegidos procuradores», a lo cual respondió secamente Felipe II «que no convenía hacer en ello novedad(46)».

     El mal fue en aumento y el abuso rayó muy alto en el siglo XVII; de, modo que si a la obediencia pasiva de los concejos se añade la poca libertad de los procuradores, en gran parte palaciegos, a nadie debe sorprender la decadencia de las antiguas Cortes de Castilla que no se celebraron una sola vez en el reinado de Carlos II(47).

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