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ArribaAbajoCapítulo XIV

Reinado de D. Fernando el IV


Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1295. -Ordenamiento de prelados, hecho en las Cortes de Valladolid de 1295. -Ordenamiento de las Cortes de Cuéllar de 1291. -Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1298. -Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1299. -Ordenamiento otorgado a los del Reino de León en las Cortes de Valladolid de 1299. -Ordenamiento otorgado a las villas de Castilla en las Cortes de Burgos de 1301. -Ordenamiento otorgado a las villas de León, Galicia y Asturias en las Cortes de Zamora de 1301. -Ordenamiento otorgado a los del Reino de Toledo, León y Extremadura en las Cortes de Medina del Campo de 1302. -Ordenamiento sobre la moneda hecho en las Cortes de Burgos de 1303. -Ordenamiento otorgado a los del Reino de León en las Cortes de Medina del Camino de 1305. -Ordenamiento dado a los concejos de Castilla en las Cortes de Medina del Campo de 1305. -Ordenamiento otorgado a los concejos de las Extremaduras y del reino de Toledo en las Cortes de Medina del Campo de 1305. -Ordenamiento otorgado a los caballeros y hombres buenos de los reinos de Castilla, León, Toledo y las Extremaduras en las Cortes de Valladolid de 1307. -Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1312.

Diez y siete años cumplidos y algunos meses reinó Fernando IV, y diez y seis veces llamó a Cortes durante su reinado. Una larga minoridad, el gobierno de una mujer, los bandos de la nobleza y la necesidad de agradar a los concejos para empeñarlos en la defensa de una corona mal segura y combatida de tantos enemigos poderosos, explican la frecuente reunión de las Cortes como un medio de estrechar las amistades, y fortificar los vínculos de la obediencia.

Apenas dieron sepultura al cadáver de Sancho IV, cuando empezaron los movimientos y alteraciones que con sumo trabajo logró sosegar la noble Reina Doña María. El Infante D. Enrique, el Viejo, tío mayor del Rey o hermano de su abuelo, «gran bolliciador» según la Crónica, trataba de ganar a los concejos, y persuadirles a que le tomasen por tutor. El Infante D. Juan, hijo tercero de Alfonso X, también los alborotaba y halagaba para que le ayudasen a coronarse Rey de León y Castilla, favoreciendo su pretensión el de Portugal. Don Alfonso de la Cerda se llamaba Rey de Castilla y de León, se confederaba con los de Aragón, Portugal y Granada, y seguido de muchos ricos hombres, se disponía a esforzar su derecho con las armas.

La valerosa Doña María hizo rostro a la tempestad. El primer acto de su gobierno fue enviar cartas a las ciudades y villas del Reino, notificándoles como era muerto D. Sancho, mandándoles que alzasen por Rey y señor a su hijo D. Fernando, confirmándoles sus fueros, y quitándoles el pecho de la sisa, tributo nuevo de que se agraviaba toda la tierra.

Esta sencilla narración basta para comprender que el triunfo de una u otra causa estaba en manos de los concejos. Así lo entendió la discreta Doña María de Molina, y por eso no perdonó medio de inclinar a su lado la balanza de las fuerzas populares, en cuyo concurso libró la salvación del trono disputado con tanto encarnizamiento a su hijo.

Cortes de Valladolid de 1295.

La convicción de su poder hizo a los concejos orgullosos, y de aquí la política de contemplarlos llamándolos a menudo a Cortes. A tal extremo llegó su soberbia, que los personeros de las ciudades y villas presentes en las Cortes de Valladolid de 1295, en las cuales fue recibido por Rey Fernando IV, «non quisieron que el Arzobispo, nin los obispos, nin los maestres fuesen en lo que ellos ordenaban, o enviaron desir a la Reina que los enviase (despidiese) de su casa, ca si estudiesen, non vernían en ninguna guisa, e que luego se irían para sus tierras.» La Reina les rogó que «se fuesen para sus posadas fasta que se pasase aquello», y fuéronse, y se celebraron las Cortes sin la asistencia del clero y la nobleza, contra lo cual protestó el Arzobispo de Toledo Don Gonzalo Gudiel en público instrumento407. No le faltaba razón al Primado de las Españas, pues en las verdaderas y legítimas Cortes de aquel tiempo tenían y debían tener voz y voto los tres brazos del Reino.

Asentose la concordia entre la Reina y el Infante D. Enrique en estas Cortes, cuya decisión fue «que oviese la guarda de los Reinos D. Enrique con la Reina, o ella que criase al Rey e lo tuviese en su guarda»408; en lo cual mostraron que rayaba a grande altura su potestad, pues no sólo dirimieron la cuestión pendiente entre dos personas de la real familia acerca de la tutoría del Rey y gobierno del Reino, sino que revocaron la cláusula del testamento de Sancho IV, nombrando tutora única y única gobernadora a su mujer Doña María.

Hicieron la Reina y el Infante en las Cortes de Valladolid de 1295 dos ordenamientos, uno general y otro de prelados. El primero confirma a los concejos sus fueros, privilegios, cartas, franquezas, libertades, usos y costumbres que tenían de los Reyes pasados, «los mejores, e de los que más se pagaren»; alarde de liberalidad muy oportuno.

Las demás concesiones hechas a los concejos en estas Cortes llevan el mismo sello de complacencia, tales como que los arzobispos, obispos y abades vayan a sus iglesias, y no anden con el Rey más clérigos que sus capellanes; que los privados del Rey D. Sancho den cuenta de lo que llevaron de la tierra; que los oficios de la Casa Real se den a hombres buenos de las villas; que hombres buenos de las villas sean cogedores de los pechos, y no judíos ni personas revoltosas, y que se arrienden, que se restituyan a los concejos los heredamientos o las aldeas que sin razón y sin derecho les fueron tomadas por los Reyes, D. Alfonso o Don Sancho; que no haga el Rey merced de ninguna villa realenga a infanta, rico hombre, rica hembra, orden u otro lugar; que no se expidan cartas de creencia ni blancas, y no se cumplan, si alguno las presenta, siendo contra fuero; que cuando el Rey vaya a una villa no tome vianda sin mandarla pagar; que se confíe la guarda de los castillos y alcázares a caballeros u hombres buenos de cada lugar, y que los merinos mayores de Castilla, León y Galicia no sean ricos hombres, y escoja el Rey para estos cargos personas que amen la justicia.

Si algo faltase al primer ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1295 para acreditar la tendencia del estado llano a la dominación favorecida por los tutores recelosos de la tibia voluntad del clero y la nobleza, se hallaría la prueba en la amplia confirmación de las hermandades de las villas de Castilla, León, Galicia, Extremadura y Toledo «así como las ficieron».

El ordenamiento de prelados responde a las quejas de algunos obispos y de los procuradores de otros, y de los cabildos y clerecía del Reino en razón de los agravios que experimentaban, tomándoles los Reyes y las personas poderosas sus bienes, frutos, ganados, dinero, joyas y vestiduras, embargándoles sus rentas, apremiando a los cabildos para que hiciesen elecciones de prelados y provisión de dignidades y beneficios contra su voluntad, exigiendo a las iglesias y sus ministros pechos con menosprecio de sus franquezas y libertades, y prendiendo a los clérigos, robándolos y matándolos sin guardar fuero ni derecho como era debido. Los tutores hallaron justas las peticiones del clero, y las otorgaron.

Cortes de Cuéllar de 1297.

Breves fueron las Cortes de Cuéllar de 1297, cuya reunión provocó el Infante D. Enrique, pues andaba la guerra civil muy encendida a tiempo que la hueste del Rey apretaba el cerco de la villa de Paredes. El Infante entendió «que la estada en aquel lugar non era buena, e que se levantasen ende e se fuesen (D. Diego y D. Juan Alonso de Haro), e catasen carrera como oviesen algo para mantener la guerra, e que ayuntasen todos los concejos en un lugar»409.

Acudieron los personeros a Cuéllar, y desbaratada por la prudencia de la Reina la intriga de haber dinero vendiendo la plaza de Tarifa al Rey de Granada, concedieron un servicio en toda la tierra para pagar las soldadas de los caballeros, con lo cual, y otorgadas algunas peticiones de los concejos, se acabaron las Cortes, prevaleciendo la opinión de Doña María contra las falsas promesas de D. Enrique, acogidas por los personeros con suma facilidad, porque (dice la Crónica) «quando los omes son muchos ayuntados, ligeramente son de engañar.»

Contiene el ordenamiento de Cuéllar varias providencias de buen gobierno, a saber: que se ponga mejor recaudo en labrar la moneda; que los clérigos pechen por los heredamientos realengos que compraren como los demás vecinos; que los encubridores de los enemigos del Rey sufran la misma pena que merecen los que andan en su deservicio; que si éstos no viniesen a la merced del Rey en el plazo de tres meses, sean castigados derribándoles las casas y las torres, cortándoles las viñas y asolándoles las huertas y todo cuanto hubieren, «salvo lo que yo he dado hasta aquí.»

De este ordenamiento se colige que seguían la corte doce hombres buenos que dieron al Rey y sus tutores las villas de Castilla para aconsejarlos y servirlos, en fecho de la justicia, o de todas las rentas, e de todo lo al que me dan los de la tierra, e como se ponga en recabdo, e se parta en lugar que sea mío servicio, etc.»

Ni en la Crónica, ni en las Memorias del reinado de Fernando IV, ni en los cuadernos de las Cortes anteriores a las de Cuéllar de 1297 hay noticia de este singular consejo, cuya existencia no debe sin embargo ponerse en duda. La intervención del estado llano en el gobierno se explica considerando el influjo poderoso de los concejos, fuertes de por sí, y más fuertes todavía con la robusta organización de las hermandades; y su participación en el manejo de los caudales públicos, es probable como una consecuencia del principio que eran los hombres buenos de las ciudades, villas y lugares del Reino quienes otorgaban los servicios por medio de sus personeros y pechaban. Con todo eso nada autoriza para reconocer en el consejo de los tutores de Fernando IV una institución de carácter permanente.

Cortes de Valladolid de 1298.

Las perentorias necesidades de la guerra, y el peligro cada vez mayor que corría el trono de su hijo, obligaron a la Reina Doña María a convocar las Cortes de Valladolid de 1298. En ellas renovó el Infante D. Enrique sus pláticas sobra entregar la plaza de Tarifa al Rey de Granada, y la Reina sus tratos con los personeros de las villas para que no consintiesen semejante agravio a toda la cristiandad. En fin, dieron las Cortes al Rey dos servicios para pagar sus vasallos, y el Rey, o los tutores en su nombre, hicieron el ordenamiento de costumbre.

Mandaron que los fieles servidores del Rey culpados de algún robo, fuesen obligados a la reparación, y si los robadores militasen bajo la bandera de los rebeldes, no alcanzasen perdón mientras no desagraviasen al ofendido; ofrecieron por segunda vez indulto a los enemigos del Rey, si se acogiesen a su merced en cierto plazo; mas si perseverasen en la desobediencia, deberían ser arrasados sus castillos, sus heredades destruidas y todos sus bienes confiscados; establecieron que los pesquisidores y entregadores fuesen buenos hombres; que no pedirían yantares hasta averiguar como se daban en tiempo de Fernando III; que se guardase justicia según el derecho de la tierra; que hubiese en la Casa Real alcaldes y escribanos convenientes al servicio; que los ricos hombres, infanzones y caballeros no tomasen nada de lo suyo a los concejos, dándoles los de la tierra lo que solían darles; que no se hiciese pesquisa cerrada en razón de la saca de cosas vedadas, y que el merino mayor de Castilla procediese conforme a derecho contra los autores de los robos, prisiones, muertes y otros delitos cometidos al abrigo de la guerra civil y los castigase, «e lo que fuere en nos (dijeron), nos lo mandaremos emendar así como toviéremos por bien e falláremos por derecho e costumbre, así como lo otorgamos en los privillegios que tienen de nos que les dimos aquí en Valladolid»410.

Por último, en cuanto a las cuestiones pendientes sobre pasar los heredamientos de realengo al abadengo, se remitieron los tutores a lo ordenado en las Cortes de Haro, añadiendo que «daquí adelante non pasen de realengo a abadengo, nin el abadengo al realengo, si non así como fue ordenado en las Cortes sobredichas.»

Continuaba la guerra más viva que nunca. El Infante D. Juan, apoderado de la ciudad de León, pretendía con las armas en la mano los reinos de León y Galicia. Don Alfonso de la Cerda, alojado en la villa de Dueñas, aspiraba, con el auxilio de sus parciales, a ceñírse la corona de Castilla. El Rey de Portugal, concertado el casamiento de su hija Doña Constanza con Fernando IV, llegó con su hueste a Toro, resuelto, al parecer, a unir sus fuerzas con las de Doña María de Molina; pero dando oídos al Infante D. Enrique, cuya lealtad era menor que su codicia, formó empeño de atajar la discordia haciendo pedazos la herencia de D. Sancho el Bravo. Su noble y esforzada viuda, ganada la voluntad de los concejos «en quienes fiaba que querían servicio del Rey», no consintió en la partición. Ofendido el Portugués de la respuesta, movió su campo y repasó la frontera.

Cortes de Valladolid de 1299.

Cercada de enemigos Doña María, y sin esperanza de socorro exterior, volvió de nuevo los ojos a las Cortes, e hizo llamamiento a los ricos hombres y hombres buenos de los concejos que enviaron sus personeros a las de Valladolid de 1299, notándose la ausencia del brazo eclesiástico, que tampoco fue presente a las de 1298, a pesar de la protesta del Arzobispo de Toledo de que dimos noticia discurriendo sobre las de 1295. En estas de 1299 se hicieron dos ordenamientos, el uno de capítulos generales, y el otro respondiendo a las peticiones de los hombres buenos de las villas y lugares del Reino de León.

En ambos se confirman muchas providencias tocantes a la justicia y al gobierno adoptadas en las Cortes anteriores, como en las posteriores se verá con demasiada frecuencia; prueba clara de que las leyes no se observaban por la flojedad de los monarcas, o porque no se sentían con la fuerza necesaria para exigir su cumplimiento.

En extremo notable es el primero de los capítulos generales, en el que ofrece el Rey hacer justicia igual a todos, no matar a persona alguna, ni agraviarla sin ser oída y vencida en juicio, no tomar los bienes de los que fueron presos, ni prohibir que les den de lo suyo lo que hubieren menester, ni alargar el tiempo de las prisiones, sino librar en un plazo breve las causas pendientes según fuero y derecho.

Este capítulo tiene estrecha relación con un pasaje de la Crónica. Hallábase la Reina en Valladolid por Noviembre del año 1298, cuando llegó allí el Infante D. Enrique, y la dijo que iba a Zamora «para matar e despechar los omes buenos del pueblo.» Esforzose la Reina a disuadirle de tan mal pensamiento, representándole que hiciese pregonar «que viniesen a querellar los que quisiesen, e desque las querellas fuesen dadas, que llamasen aquellos de quien querellasen, e que respondiesen, e que si por aventura no se salvasen como era fuero e derecho, que librasen sobre ello aquello que mandase el fuero de la villa.»

Todo fue en vano. Tomó D. Enrique el camino de Zamora, llegó y dio principio a una pesquisa «sobre todos los omes buenos que avía en la villa, e quando esto vieron, toviéronse por muertos. «Algunos se acogieron presurosos a la protección de la Reina que los salvó del peligro, cebándose la codicia y la venganza de D. Enrique en los menos diligentes o más confiados, a quienes mandó prender y matar sin ser oídos, y les tomó sus bienes411.

El suceso era tan ruidoso como reciente para que se hubiese borrado de la memoria de Doña María de Molina, a quien puede razonablemente atribuirse la iniciativa, de esta ley, según se infiere de la comparación de sus advertencias y consejos al Infante con el texto del primer capítulo general del ordenamiento.

Confirmaron los tutores lo mandado acerca de los alcaldes y escribanos de la corte y de los privilegios y cartas de la cancillería; declararon exentos de fonsadera y, yantares a los concejos que según fuero y costumbre antigua, no tenían obligación de prestar dichos servicios; renovaron y dieron mayor fuerza a lo establecido en razón de las cartas desaforadas; ratificaron la merced concedida a los concejos de nombrar los escribanos públicos; prohibieron que los bienes de realengo pasasen al abadengo, remitiéndose a lo ordenado en las Cortes de Nájera de 1137 ó 1138 y en las de Haro de 1288; corrigieron el abuso de avocar así los jueces eclesiásticos el conocimiento de pleitos entre seglares; excusaron a los pastores de Extremadura de pechar ronda por sus ganados; interpusieron su autoridad para que los ricos hombres y caballeros que tenían tierras o castillos del Rey no tomasen a los concejos cosa alguna por fuerza, y reiteraron la promesa de encomendar la cobranza de los pechos a hombres buenos y abonados de las villas.

En el segundo ordenamiento otorgan los tutores a los concejos del reino de León que mandarían guardar sus fueros y privilegios y castigarían a quien los quebrantase; que acordarían lo más conveniente al servicio del Rey en cuanto a la guerra; que harían justicia según derecho, y no consentirían que persona alguna fuese presa, muerta o despejada de sus bienes sin ser oída en juicio; que no mandarían hacer pesquisa general en ningún lugar sino a pedimento del pueblo, que el notario del Reino de León sería natural del mismo Reino, y no entendería en más negocios que los pertenecientes a su oficio; que ordenarían mejor el servicio de la Cancillería; que nombrarían tantos alcaldes y escribanos cuantos cumpliesen, y prohibirían a éstos llevar dinero por las cartas y los registros; que darían alcalde que oyese las alzadas en la corte, y que los ganados de la tierra de León gozasen de la franqueza de ronda como los de Extremadura.

Suplicaron además los personeros que los tutores reprimiesen los excesos de las autoridades eclesiásticas, pues se atrevían los obispos, los deanes, los cabildos y sus vicarios a lanzar sentencias de excomunión sobre los concejos por cosas temporales. La respuesta a una petición tan justa fue evasiva. «Tengo por bien (dijeron) que como pasastes con ellos en tiempo de los otros Reyes onde yo vengo, que pasedes agora así.» La prudente Doña María juzgó peligroso mover querellas al clero e indisponerse con el Papa, mientras negociaba la dispensación de su casamiento con Sancho IV, y la consiguiente declaración de legitimidad en favor de los hijos habidos en aquel matrimonio. Expidió la bula tan deseada Bonifacio VIII en Setiembre del año 1300; y por alcanzar de la corte de Roma las cartas de legitimación del Rey y de sus hermanos, disimuló en Abril de 1299 lo que de pronto no podía impedir ni remediar.

Mejoró en virtud de estas Cortes la condición de los Judíos, porque otorgaron los tutores que tuviesen dos alcaldes para librar sus pleitos en unión con los del lugar, «en guisa que cada una dellas partes aya su derecho, e los Judíos ayan bien paradas sus debdas, e puedan a mi complir los míos pechos», y confirmaron lo establecido en tiempo de los Reyes D. Fernando III y D. Alfonso X en orden a las apelaciones de los Judíos contra los cristianos y viceversa. Por último, rehusaron conceder que las deudas en favor de los Judíos se declarasen extinguidas, si no las reclamasen de los cristianos en el plazo de cuatro años fijado en los ordenamientos de Valladolid de 1258 y Jerez de 1268, subsistiendo el de seis señalado por Sancho IV en las Cortes de Valladolid de 1293.

Cortes de Valladolid de 1300.

Reuniéronse de nuevo las Cortes en Valladolid el año siguiente de 1300; La Crónica dice 1301; pero es un error de fecha manifiesto, no sólo porque todos los sucesos que refiere corresponden al año anterior, sino también porque disipan la duda las palabras, del ordenamiento de Zamora de 1301, «bien saben ellos que en las Cortes que yo fiz antanno en Valladolit, etc.»; y para mayor claridad alude el Rey a los cinco servicios «así como los pecharon antanno»; y en efecto, cinco fueron los otorgados en aquella ocasión.

A falta del cuaderno relativo a las Cortes de Valladolid de 1300, es forzoso seguir la Crónica, y tener por cierto que «ordenaron de dar al Rey todos los de la tierra cuatro servicios, e demás un servicio para pagar en la corte de Roma la legitimación del Rey o de sus hermanos, que estaba ya otorgada, porque el casamiento del Rey D. Sancho e de la Reina fuera en pecado, e todos los de la tierra lo otorgaron de buenamente»412.

A estas breves noticias se añade según el citado ordenamiento de Zamora, que allí, accediendo el Rey a la petición de los personeros de las villas, se alargó tres años el plazo de seis fijado a las deudas de los Judíos, en razón de la guerra y para alivio de los pueblos.

Corría el año 1301. El Rey de Aragón Jaime II, salió a campaña y entró por el Reino de Murcia, favoreciendo con sus armas la causa de D. Alonso de la Cerda que se llamaba Rey de Castilla contra Fernando IV. Acudid presurosa la Reina Doña María con buena hueste; pero estorbaron la derrota del aragonés las intrigas de los Infantes D. Enrique y D. Juan.

Volviose la Reina con gran pesar, «y luego que llegaron todos a Alcaráz, acordaron que se viniese el Rey a facer Cortes a Burgos con los castellanos, e después que fuese a faser Cortes a tierra de León»413.

De aquí el ordenamiento dado a las villas de Castilla y de la marina en las Cortes de Burgos de 1301, y el otorgado a los personeros de las villas de la tierra de León, Galicia y Asturias en las de Zamora del mismo año.

Así, pues, no se celebraron Cortes generales sino particulares, en Burgos para los castellanos, y en Zamora para los leoneses. Disculpaban la separación diferencias de leyes, usos y costumbres entre los dos pueblos hermanos; pero dividirlos era retardar el momento de la consolidación de la unidad nacional. Esta práctica fue siempre mal recibida, y dio motivo a diversas peticiones para que cesase.

Cortes de Burgos de 1301.

Fueron ayuntadas las Cortes de Burgos (dice la Crónica), e la noble Reina Doña María mostró a todos los que fueron y ayuntados el estado de la tierra..., e que avía menester algo, lo uno para pagar las soldadas a los fijosdalgo, e lo otro para pagar la legitimación de la corte de Roma para el Rey e para los otros sus fijos. E los de la tierra, veyendo como la Reina obraba muy bien, tovieron todos por muy grand derecho de faser quanto ella mandaba como era aguisado e con rason. E luego dieron al Rey quatro servicios para pagar los fijosdalgo, e uno para pagar la legitimación del Rey e de los otros sus fijos, ca esta legitimación nunca la pudiera ganar el Rey D. Sancho en su vida»414.

Acaso repare el lector atento que ya las Cortes de Valladolid de 1300 habían otorgado un quinto servicio para satisfacer los gastos de la legitimación; más como poco después vino a la merced del Rey el Infante D. Juan que se llamaba Rey de León, y renunció a su demanda, y no fue escaso en pedir la recompensa de su tardía lealtad, «ovieron de tomar para él del aver que tenían para la dispensación, e diéronle la mayor parte del, e lo al tóvolo D. Enrique para sí. E así non pudo la Reina enviar el aver aquel año para la dispensación»415.

No asisten los prelados a las Cortes de Burgos, pero sí a las de Zamora de 1301, irregularidades propias de la turbación de los tiempos que trastornaba el equilibrio de las instituciones. El poder estaba allí en donde residía la fuerza, es decir, en los caballeros, cuya profesión eran las armas, y en los concejos que daban los servicios necesarios para mantener la guerra.

Ambos ordenamientos versan sobre las materias contenidas en los anteriores, y por no repetirlas, bastará llamar la atención del lector hacia algunas cosas que por su novedad merecen particular examen.

Estableció el de Burgos que si los merinos no procediesen conforme a razón y derecho y dejasen de cumplir los mandatos del Rey, «que lo pechen con sus cuerpos e con lo que ovieren, et que sean tenidos de pechar el danno que en las sus merindades se ficiere, si non ficieren justicia o escarmiento de los malos fechos.»

El precepto era rigoroso, pues la responsabilidad de los merinos por sus actos relativos a la administración de la justicia podía llegar hasta incurrir en la pena de muerte y confiscación de bienes; de lo cual se colige que los abusos eran muchos y graves, y los medios ordinarios insuficientes para extirparlos.

Prohíbe el ordenamiento que los omes sean presos por los míos pechos «aunque no tengan bienes con qué responder, y que les embarguen por esta causa el grano en las eras, las mieses en el campo, y los ganados de labor mostrando otra prenda equivalente. De aquí tomó origen la ley del Ordenamiento de Alcalá, limitando los casos en que era lícito prendar «los bueyes o bestias de arada, o los aparejos dellos que son para arar, o labrar, e coger el pan, e los otros frutos de la tierra»416. La filiación se demuestra comparando ambos textos, en los cuales se emplean a veces las mismas palabras.

Es notable el capítulo que manda a los concejos «non sean osados de poner coto en sus logares que non saquen ende el pan nin las otras viandas de un logar a otro, mas que lo saquen o lo lieven de un logar a otro en todo mío sennorío.» Aquí lucha el poder central en defensa del bien público interesado en mantener la libertad del comercio interior de frutos y demás mantenimientos, con la inclinación de los concejos a la autonomía y el insensato egoísmo de los pueblos que por miedo al hambre o la carestía estancaban las producciones del suelo, impedían los cambios, dificultaban la nivelación de los precios, y convertían en necesidades permanentes las pasajeras que una mala cosecha puede excitar. En este ordenamiento apunta el régimen económico conocido con el nombre de policía de los abastos, floreciente en la edad media, y tan arraigado en la opinión de los hombres más doctos y en el ánimo de los gobiernos, que perseveró por espacio de algunos siglos.

Los favores concedidos al comercio interior alcanzaron en parte al exterior, pues si bien no se hizo en el ordenamiento de Burgos de 1301 alteración esencial en las leyes relativas a la saca de las cosas vedadas, a lo menos se mandó que los mercaderes no fuesen registrados ni molestados en el camino hasta llegar a los puertos, sin perjuicio de usar de rigor con los que fueren descaminados o pasaren los vados, y principalmente con los que sacasen caballos del reino por ser tan necesarios para la guerra contra los Moros.

Mandaron los tutores derribar todas las fortalezas levantadas sobre los castillares viejos que estaban despoblados y otras cualesquiera edificadas durante la confusión de las discordias civiles, porque eran guaridas de malhechores que al reparo de sus muros se acogían. Tal vez fuese un medio indirecto de arrojar de sus nidos a ciertos ricos hombres turbulentos, cuya fidelidad al Rey no inspiraba la mayor confianza a Doña María de Molina. Los asedios retardaban el progreso de las armas de Fernando IV; y obligar a sus enemigos a combatir en campo abierto, en donde la hueste real podía disputar con ventaja la victoria, era un acto de previsión que más tarde imitaron los Reyes Católicos.

Queda advertido en su lugar que la prohibición de pasar los bienes de realengo al abadengo no tenía por objeto poner coto a la amortización, sino aliviar a los pecheros cada vez más agobiados con la carga de los tributos. Confirma este juicio el ordenamiento de Burgos al mandar que las heredades realengas y pecheras no pasen al abadengo, ni las compren los caballeros, hidalgos, clérigos, hospitales ni comunes, añadiendo que lo adquirido por compra, donación u otro título cualquiera desde las Cortes de Haro de 1288, peche como antes de la traslación del dominio. Los muchos servicios que los concejos hubieron de dar al Rey para acudir a los gastos de la guerra y la ausencia de prelados en las Cortes de Burgos de 1301, explican el creciente rigor de la ley sobre «el heredamiento que finque pechero.»

Suplicaron los personeros de las villas que en adelante les hiciese el Rey la merced de no celebrar Cortes en Castilla separadamente de León y Extremadura, y que aquel caso no lo tomase por uso; a cuya discreta y oportuna petición respondió Fernando IV, «tengo que piden mío servicio, e otorgo de lo facer así como ellos me lo pidieron.»

En todo tiempo convenía observar la costumbre de reunir Cortes generales para acreditar la existencia de un solo cuerpo político; pero entonces había necesidad de protestar contra cualquiera conato de dividir los reinos, cuando estaba tan fresca la memoria de la partición convenida entre el Infante D. Juan y D. Alonso de la Cerda, el uno alzándose con los de Castilla, Toledo, Córdoba, Murcia y Jaén, y el otro apoderándose de León, Galicia y Sevilla. El ejemplo de celebrar Cortes particulares se repitió todavía; mas siempre fue una excepción mal vista.

Lo demás que contiene el ordenamiento de Burgos acerca de los escribanos públicos de los concejos, de las deudas de los Judíos y las cartas desaforadas carece de novedad, pues todo se reduce a confirmar lo que en Cortes anteriores se había mandado.

Si el estado de Castilla exigía pronto remedio, el de León lo reclamaba con igual o mayor urgencia. De aquella ciudad y muchos lugares de la comarca se hizo dueño el Infante D. Juan en 1296, conservándolos en su poder hasta que reconoció por Rey y señor a D. Fernando IV en 1300. En este período tuvo allí menos asiento la paz que la guerra, y con el tumulto de las armas vinieron la relajación de las leyes, la tiranía de los grandes, las exacciones violentas, la flojedad de la justicia, el robo o incendio de muchos pueblos y la dispersión de sus moradores con otros excesos aún más odiosos.

Cortes de Zamora de 1301.

El ordenamiento de Zamora de 1301 refleja los males que a la sazón padecían León, Galicia y Asturias, porque los pintan al vivo las peticiones de los personeros de las villas cuya lejanía demandaba mayores esfuerzos de la autoridad llamada a protegerlas.

Suplicaron en razón de los tributos, que no fuesen cogedores ni arrendadores de los servicios y monedas los ricos hombres, infanzones, caballeros, clérigos, ni Judíos, sino los hombres buenos de las villas y los vecinos de los lugares reales; petición que el Rey otorgó de buen grado, exceptuando los pechos foreros, pues en cuanto a ellos (dijo) «pondré y quien toviere por bien que me los recabde on faciendo tuerto.» Asimismo suplicaron, y les fue concedida la confirmación de los privilegios de no pechar mañería ni nuncio, prestaciones feudales de que había excusado el Rey D. Sancho a los del reino de Galicia417; de no dar fonsadera los pueblos exentos por merced, fuero o costumbre418; de no pagar tributo los hijos mientras viviesen en la compañía de sus padres, a no tener bienes propios, en cuyo caso pagarían una cáñama419, y por último, obtuvieron que los hombres buenos de las villas no fuesen presos por deudas de pechos, ni embargadas las mieses ni los frutos en las eras, ni los bueyes de labranza habiendo otra prenda, ni la ropa del deudor, ni la de su mujer, ni la de sus lechos, y así lo otorgó el Rey, excluyendo a los cogedores de sus pechos y rentas, si resultaren alcanzados.

No estaba la justicia muy bien parada, cuando los personeros de las villas hubieron de pedir al Rey que no pusiese en su casa por alcalde a ningún malhechor ni encubridor de malhechores; que los oficiales a su servicio no emplazasen ante la corte a los moradores de las villas, sino que los demandasen por su fuero; que castigase con rigor a los que amenazaban a los merinos, jueces y alcaldes, o los desafiaban dándose por agraviados de sus actos de justicia; que nadie fuese preso ni privado de sus bienes por denuncia o querella presentando fiadores, a menos de ser oído y librado según fuero y derecho; que hiciese severo escarmiento en los jueces y alcaldes de los lugares desobedientes al Rey, pues no respetaban sus cartas de merced, confiando que los querellosos no acudirían a la corte por evitar los gastos del proceso, etc.

La jurisdicción real ordinaria estaba cohibida por la eclesiástica. Los clérigos y personas de orden llamaban a los legos a sus tribunales en virtud de cartas de Roma para juzgar y sentenciar los pleitos sobre bienes y cosas temporales, y era frecuente el abuso de excomulgar los obispos y vicarios y poner entredicho en las villas, cuando cumplían las cartas y mandamientos del Rey los jueces seculares. El ordenamiento de Zamora prohíbe lo primero, y respecto de lo segundo confirma lo mandado por Alfonso X en Cortes, con acuerdo de los prelados, ricos hombres y hombres buenos de todos sus reinos, a saber, que los obispos y jueces de las iglesias no embarguen la jurisdicción temporal, ni pronuncien sentencias de excomunión contra los que la ejercen; y si algún agravio les fuese hecho, que lo pongan en noticia del Rey hasta tres veces, y si hallare el Rey que las autoridades eclesiásticas no tienen razón, les ruegue que alcen el entredicho, y no lo haciendo, les apremien a ello ocupándoles las temporalidades420.

Condescendió Fernando IV con el deseo de los personeros de las villas, prometiendo que les dejaría sus alcaldes de fuero y no pondría en ningún lugar juez de salario, a no pedirlo todo el concejo o su mayor parte. Asimismo les confirmó las donaciones de aldeas y castillos que Reyes anteriores habían hecho a los concejos, y mandó que les fuese restituido lo usurpado por las órdenes y personas poderosas en la confusión de la guerra, y prohibió que los caballeros de las villas por querellas que tuviesen entre sí, matasen a los labradores, robasen, cortasen los árboles, arrancasen las viñas, prendiesen fuego o tomasen el ganado. Tan grande fue la licencia de los tiempos que ordenó el Rey, a petición de los personeros, no tuviesen oficios de alcalde, juez o merino enemigos de su causa incendiarios de las villas, y las derribadas o quemadas por los malhechores se repoblasen con hombres útiles y convenientes a su servicio.

Renovaron los personeros la cuestión del realengo, esforzando sus razones con la autoridad de las Cortes de Benavente en 1202, según los cuales las casas y heredamientos de los lugares del Rey y de los concejos, aunque pasen a poder de las iglesias, de las órdenes o de los ricos hombres «finquen foreros»; a cuya petición respondió Fernando IV mandando guardar lo establecido en las de Haro de 1288.

No plugo al Rey que los concejos nombrasen los escribanos públicos, aunque mucho lo deseaban, antes les dijo que siempre sus progenitores los habían puesto en las villas y lugares, «ca las notarías son quitas de los Reys, et es gran pro e guarda de los conceios de los poner yo.» Con este motivo respondió a la petición que los de las iglesias no pusiesen notarios que signasen o hiciesen fe, no obstante cualesquiera privilegios, ni usasen de la notaría los nombrados, guardando la costumbre establecida.

Confirma el ordenamiento de Zamora la protección a los ganados, prohibiendo que se les pidan servicios en las ferias y mercados y en los caminos, sino en los puertos en donde se solían tomar, y lo mismo en cuanto a los diezmos y montazgos, corrigiendo el abuso de exigir de los pastores medio diezmo de los corderos, de los quesos y la lana.

En cuanto a las deudas de los Judíos no introduce novedad sustancial; y respecto de las cartas desaforadas, mandó el Rey que si fuere la tal carta para prender a un hombre, no le prendiesen dando fiadores según el fuero de cada lugar hasta que se lo mostrasen; y si para matarle, y estuviere preso, «que lo non maten sin ser oído por do devier.»

Obsérvase en el ordenamiento de Zamora de 1301 que va recobrando sus fuerzas la monarquía con la sumisión del Infante D. Juan, de don Juan Núñez de Lara y otros ricos hombres y caballeros de su parcialidad. Aunque seguía la guerra con D. Alonso de la Cerda, a quien ayudaba el Rey de Aragón, «lo más del peligro avía pasado.» Por eso los tutores no se muestran tan condescendientes con los concejos, pues conforme adelanta la obra de la pacificación, así va creciendo el influjo del clero y la nobleza, y por tanto, la autoridad del Rey, que era entonces como ahora en ciertas monarquías templadas, el fiel de la balanza.

Cortes de Medina del Campo de 1302.

Las primeras Cortes celebradas después que Fernando IV, a los diez siete años de edad, sacudió el yugo de la tutoría y empezó a gobernar por su persona, fueron las de Medina del Campo de 1302. Concurrieron los tres brazos del reino; más no son generales, sino particulares de Toledo, León y Extremadura. La Crónica nos dice que no vinieron a estas Cortes los hidalgos ni los concejos de Castilla, callando el motivo de la ausencia421. Tan pronto y sin causa conocida se dio al olvido el ordenamiento hecho en las de Burgos de 1301 en el cual prometieron los tutores en nombre del Rey no llamar a Cortes en Castilla se paradamente de León y Extremadura.

Otorgaron las de Medina del Campo cinco servicios; el uno para el Rey, y los cuatro para pagar las soldadas de los fijosdalgo, y luego los personeros de las villas formaron, según la costumbre recibida, el cuaderno de peticiones, no muchas en verdad, pero entre ellas algunas nuevas o interesantes.

En materia de tributos renovaron sus quejas contra el arrendamiento de los pechos y los cogedores moros y judíos, las pesquisas sobre las cuentas, las multas o caloñas y los embargos o prendas; y es singular, en cuanto a lo primero, que el Rey en vez de dar una respuesta lisa y llana, hubiese eludido toda satisfacción y aun burlado toda esperanza, diciendo: «Bien saben ellos la mi facienda, o la priesa en que estó, e las nuevas que me legan cada día de la frontera, e a esto yo cataré carrera, si Dios quisiere, porque la frontera sea acorrida, e yo sea servido, o sea el mayor pro e la mayor guarda que pueda ser.» Realmente va tan lejos del sentido de la petición la respuesta, que sería fundada la duda si hay o no vicio de copia.

Del ordenamiento hecho en estas Cortes se colige que unos pechos se pagaban por renta y otros por cabeza; que los concejos y los pecheros derramaban entre sí los tributos para lo que habían menester y algo más de lo justo, y en fin, que no se cumplían las leyes encaminadas a corregir tantos excesos y extirpar tantos abusos. Causa pena observar, estudiando la historia de nuestras Cortes, como, a pesar de las continuas quejas y clamores de los pueblos, los males y los vicios de la sociedad se perpetuaban, convertidos en vanas fórmulas los remedios.

Otorgó el Rey que las cartas contra fuero o privilegio libradas por su Chancillería, no fuesen cumplidas, y ofreció tomar hombres buenos que anduviesen en la corte y cuidasen de recogerlas, y de ponerlo en su noticia para resolver conforme a derecho.

Prometió llamar a caballeros buenos de las villas «que anden conmigo (dijo), o sean en librar los fechos, a sí como lo ficieron los otros Reyes donde yo vengo; y añadió: «esto les gradesco mucho e téngolo por bien, e ante que me lo ellos pidiesen, lo tenía ordenado de lo facer.» Buenas palabras pronunciadas ya en las Cortes de Cuéllar de 1297, que también ahora se llevó el viento.

Los dos capítulos más importantes del ordenamiento de Medina del Campo son sin disputa los relativos al modo de celebrar Cortes, y a la protección debida a los personeros de las villas e mandaderos de los concejos.

En efecto, pidieron al Rey que cuando hubiere de reunir Cortes, que las hiciese «con todos los omes de la tierra en uno»; a lo cual respondió Fernando IV «esto me place e otórgogelo, e lo que fasta agora fice, fícelo por partir peleas e reyertas que pudieran y acaescer. «Tal fue la razón por que se celebraron por separado las de Burgos y las de Zamora de 1301, según refiere la Crónica; mas no arroja ninguna luz sobre las causas que obligaron a separar las de Medina del Campo y las de Burgos de 1302. El Rey dice por partir peleas; pero más parece disculpa y alusión a lo pasado, que razón valedera y explicación de lo presente.

Asimismo le suplicaron que los hombres buenos viniesen seguros a las Cortes, y que les diesen posadas en las villas, y les fue otorgado; y de aquí tomó origen la inmunidad de nuestros antiguos procuradores.

Tuvo por bien el Rey confirmar los privilegios y cartas de merced, como se lo pidieron los hombres buenos de las villas, y mandó que les valiese y fuese guardado «lo que fuere fecho e otorgado en las otras Cortes de que yo regné acá, sobre las peticiones que los de la tierra me ficieren generalmientre, especialmientre cada concejo en lo que era de su concejo.»

De este pasaje se desprende que los personeros de las villas formaban de común acuerdo los cuadernos de peticiones tocantes al bien de los Reinos de Castilla y León, y de aquí los capítulos generales, distintos de las cartas otorgadas a los concejos concediéndoles o confirmándoles privilegios, franquezas o mercedes singulares.

En resolución, el ordenamiento de Medina del Campo de 1302 contiene principios de nuestro derecho público que habrían sido más fecundos, si los sucesores de Fernando IV se hubiesen creído ligados con la promesa de «lo mejor guardar».

Cortes de Burgos de 1302.

Sucedieron inmediatamente a estas Cortes las de Burgos del mismo año. La Crónica dice: «E otrosí porque los concejos de Castilla non vinieron a estas Cortes de Medina, acordó el Rey de ir a faser otras Cortes a Burgos.» Lo primero que en ellas se trató fue de dar al Rey, «e diéronle los de Castilla otros cinco servicios, así como ge los mandaron en las Cortes de Medina, e mandó pagar sus soldadas a D. Diego (López de Haro), e a los otros fijosdalgo que eran sus vasallos»422.

En las Cortes de Burgos de 1302 se hizo un ordenamiento sobre la moneda que algunos atribuyen a otras celebradas en la misma ciudad el año siguiente. Los escritores que las admiten fundan su opinión en las palabras del referido ordenamiento comunicado al concejo de Illescas: «sepades que agora, quando fui en Burgos a estas Cortes en que fueron ajuntados ricos omes, etc.» Lleva la carta la fecha de 10 de Marzo de 1303.

La frase «agora quando fui en Burgos», indica la proximidad del suceso; por lo cual parece que alude el Rey, no a las de 1302, sino a otras posteriores e inmediatas. No se puede negar la fuerza del raciocinio; mas por vehemente que sea el indicio, no resiste a la prueba en contrario.

Según la Crónica y los documentos que la ilustran, pasó Fernando IV la fiesta de la Navidad del año 1302 en la ciudad de León: en 13 de Enero de 1303 estaba en Benavente, camino de Valladolid: en 14 de Febrero se hallaba la corte en Cuéllar, y allí seguía el 20, y el 10 de Marzo firmaba la carta al concejo de Illescas en Toledo. ¿Cuándo, pues, celebró ni pudo celebrar Cortes en Burgos, si no entró en la ciudad cabeza de Castilla en Enero, ni en Febrero del año 1303?»423.

Resulta averiguado que tales Cortes no existieron, y que el Rey hizo el ordenamiento sobre la moneda en las celebradas en Burgos durante el mes de Julio del año 1302.

Lejos de haber cesado la corrupción de la moneda, triste legado de Alfonso X, siguió en aumento, y llegó al punto «que la non querían tomar los omes por la tierra, por la cual razón venían muchas muertes e muchas contiendas.» Creció la confusión desde que empezaron a circular monedas contrahechas, malas y falsas no labradas en las casas del Rey.

Para poner algún remedio a tan grave desorden, mandó Fernando IV tajar todas las piezas viciosas, afinar los metales por peritos en el arte, venderlos en las tablas de cambio de las villas por cuenta de los dueños, y prohibió sacar el oro y la plata del reino, so pena de muerte y perdimiento de bienes. Restableció la circulación legal de la buena moneda, fijó su valor relativo, dictó reglas acerca del pago de las deudas, y prohibió desechar las piezas por pequeñas, machacadas, mal acuñadas, febles, escasas, gastadas o ludidas, «salvo si fuero pedazo menos, o que sea quebrado fasta al tercio.» Puso guardas para escoger las monedas buenas entre las malas e impedir que las llevasen a vender y fundir en otras partes, y prohibió que corriesen los dineros tajados bajo penas severas. Tal es en sustancia el ordenamiento sobre la moneda hecho en las Cortes de Burgos de 1302.

Cortes de Medina del Campo de 1305.

Tres años después llamó de nuevo el Rey a los brazos del Reino, y celebró las de Medina del Campo de 1305, muy concurridas de prelados, ricos hombres, caballeros y ciudadanos de las villas de Castilla y León. Habló Fernando IV con los hombres buenos de los concejos, les mostró el estado de los negocios, y les manifestó «como avía menester algo para pagar las soldadas de los caballeros, o diéronle entonces cinco servicios, uno para él e quatro para pagar las soldadas, e el Rey libró a los concejos sus peticiones, o enviolos a sus tierras»424.

Entre los ricos hombres presentes se halló «D. Forrando, mío coermano, fijo del Infante D. Ferrando», uno de los llamados de la Cerda, cuyo principal D. Alonso, «que se llamaba Rey de Castilla», se redujo a la obediencia de D. Fernando IV en Agosto del año anterior 1304.

De estas Cortes salieron tres distintos ordenamientos, uno otorgado a los del reino de León, otro a los concejos de los lugares de Castilla y de la marina, y el tercero a los de las Extremaduras y del reino de Toledo.

Suena en el primero por la primera vez el nombre más tarde tan repetido de procurador del concejo, en sustitución de personero, mandadero u hombre bueno de las villas que estaban en uso. Sin embargo, la nueva voz, como si se hubiese deslizado de los labios o de la pluma en un momento de descuido, no se puso en boga desde aquel día, pues prevalecen las denominaciones antiguas en los ordenamientos que siguen a éste de cerca.

Dio Fernando IV el cuaderno de que se trata, respondiendo a las peticiones generales de los concejos del reino de León, sin perjuicio de «las especiales de los procuradores, apartadamiente cada unos por su conceio», como dice el texto.

La esterilidad de las promesas de aliviar la carga de los pueblos mejorando las leyes relativas a la imposición y cobranza de los tributos, justifica las peticiones para que no se tomen yantares indebidos, ni los jueces sean arrendadores de los pechos, ni paguen el quinto servicio caballeros, dueñas, viudas ni doncellas, personas que en Cortes anteriores fueron excusadas. La misma esterilidad se observa respecto de la administración de la justicia, por lo menos en cuanto a los emplazamientos para la corte y al nombramiento de jueces de salario contra la voluntad de los concejos, cada vez más celosos por la conservación de sus alcaldes de fuero; ni se cumplió lo mandado acerca de las fortalezas levantadas sobre las ruinas de los antiguos castillos, pues se renueva la petición para que sean derribadas.

Alguna novedad ofrecen los capítulos pertenecientes a las notarías de las villas y a las cartas libradas por la Chancillería de que se daban los concejos por agraviados. Suplicaron los procuradores en cuanto a lo primero, que el Rey las proveyese en hombres buenos, vecinos y moradores de las villas y abonados, con la condición de servirlas por sí, atajando el abuso de arrendarlas, y acerca de lo segundo, que mandase a los jueces y alcaldes puestos por él no cumplir las que fuesen contra los privilegios, cartas, fueros, usos y costumbres, franquezas y libertades de los concejos, y así les fue otorgado.

Confirmó D. Fernando IV lo acordado en las Cortes de Medina del Campo de 1302, ofreciendo plena seguridad a los hombres buenos de las villas llamados a la corte en sus viajes de ida y vuelta, y otorgó una petición nueva e importante, a saber: que las mercedes hechas y demás cosas concedidas por el Rey en aquellas Cortes, «non se revocasen a menos de quando fecier otras Cortes.»

No se debe inferir de aquí que las leyes para ser valederas y habidas como leyes del reino, se debían hacer precisamente en Cortes generales425. Este ordenamiento, hecho en las Cortes de Medina del Campo de 1305, fue dado a los concejos del reino de León, sin participación alguna de Castilla, Toledo y las Extremaduras. Además, no pidieron los procuradores que las mercedes otorgadas por el Rey en las Cortes no se revocasen, salvo en otras, sino «aquellas mercedes e aquellas cosas que les otorgase en estas Cortes»; es decir, que no fue una regla, sino una excepción. Así, pues, no hay razonable fundamento para afirmar que desde entonces se dividió la potestad legislativa entre las Cortes y el Rey, ya porque el ordenamiento de Medina del Campo de 1305 no tuvo el carácter de ley de general observancia, y ya porque aun siendo así, solamente se necesitaría el concurso de las Cortes para revocar las mercedes, más que las leyes, hechas en aquella ocasión.

La verdad es que desde los tiempos de la monarquía visigoda el Rey legislaba y continuó legislando, sin coartar su facultad las peticiones generales o especiales de mercedes que le presentaban los personeros de las villas a modo de memoriales.

El ordenamiento otorgado a los concejos de los lugares de Castilla y de la marina en las Cortes de Medina del Campo expresa que concurrieron la nobleza, el clero y «los omes buenos que vinieron a estas Cortes por personeros de los concejos de las cibdades, et de las villas, et de los logares de Castilla et de las marismas», dando al olvido el nombre de procuradores.

A tal punto llegaba la aspereza de costumbres de los castellanos al principio del siglo XIV, que ni se guardaban las leyes, ni la justicia era temida de los poderosos. En la edad media, sobre todo en los pueblos en que más profundas raíces había echado el régimen feudal, poco valía el derecho contra la fuerza. De aquí «las muertes, et los robos, et fuerzas, e coechamientos et otros muchos males», la despoblación de las villas y lugares asolados por alcaldes y escribanos que ponían los ricos hombres y caballeros, y la abierta protección que los infantes, ricos hombres y caballeros dispensaban a los malhechores que en poblado y despoblado andaban por la tierra robando y matando, sin que los merinos, ni los alcaldes pudiesen cumplir en ellos justicia.

No desoyó Fernando IV las peticiones de los personeros, antes las acogió con benignidad, y lograron favorables respuestas. Mandó que los adelantados y los merinos, los alcaldes y los jurados procediesen con todo rigor contra los criminales, autorizando a los ministros de la justicia a prenderlos en la propia casa del Rey. También ofreció sentarse uno o dos días a la semana para oír las querellas, así de los particulares como de los concejos, loable costumbre de nuestros monarcas generalmente practicada.

Continuando la exacción violenta de yantares por los infantes, ricos hombres y caballeros, el Rey dictó providencias tal vez poco eficaces para precaver este abuso o remediarlo, y asimismo otorgó a los personeros de las villas que los Judíos no fuesen cogedores, ni sobrecogedores, ni arrendadores de los pechos, ni tampoco los ricos hombres, ni los caballeros, «pues por esta razón se hermaba la tierra.»

No se introdujo novedad en cuanto a los notarios de las villas, es decir, que continuaron siendo de provisión real, salvo si el nombramiento de los escribanos públicos perteneciese al concejo por su fuero.

Para evitar que saliesen de la Chancillería cartas desaforadas, otorgó el Rey que el notario mayor de Castilla tuviese bajo llave los sellos, y confirmó los anteriores ordenamientos para que no se cumpliesen, si a pesar de esta cautela las diere.

Tal vez no era buena la moneda labrada en los tiempos de Fernando IV; pero aun siéndolo, se hizo mala a causa de la contrahecha y falsificada que la codicia puso en circulación. La alteración de los precios llegó al extremo «que todo lo más del mueble que había en la tierra era perdido por esta razón»; por lo cual pidieron los personeros de los concejos, y el Rey les ofreció no mandar labrar otra moneda, y dejar que la corriente se apurase y consumiese.

Grandes eran las vejaciones y molestias que los guardas de los puertos causaban a los mercaderes. No se contentaban con exigirles el diezmo de los paños y mercaderías, sino que también les obligaban a tomar guía por la cual pagaban cerca de otro tanto como importaban los derechos reales. A ruego de los personeros mandó el Rey «que non den guía nenguna a ome nenguno.»

En materia de heredamientos pecheros confirmó Fernando IV los ordenamientos de su padre el Rey D. Sancho en las Cortes de Haro de 1288 y Valladolid de 1293.

Asimismo, respondiendo a la petición que los hombres buenos de Castilla llamados por el Rey a su corte «vayan et vengan seguros ellos, et lo que tragieren de venida, et de morada, et de ida desde que salieren de su casa fasta que tornen», no sólo confirmó el ordenamiento de Medina del Campo de 1302, sino que dobló el rigor de la sanción penal, mandando que quien los matase, hiriese u ofendiese de cualquier modo, muriese por ello y perdiese la mitad de sus bienes, y que en ningún tiempo fuese perdonado, ni se volviesen los bienes a sus herederos. Sin duda las vidas y haciendas de los personeros de las villas corrían peligro, pues no bastaba la protección ordinaria de la justicia para que fuesen y volviesen seguros, cuando acudían al llamamiento del Rey con el mandato de los concejos.

El ordenamiento dado a los de las Extremaduras y reino de Toledo en estas Cortes de Medina del Campo de 1305 no difiere sustancialmente del anterior. Casi todas las peticiones son las mismas, o iguales las respuestas; y si bien está alterado el orden de los capítulos, cotejados ambos cuadernos, salta a la vista que los personeros de las villas de Castilla y los de Toledo y Extremadura se comunicaron y procedieron de acuerdo. Hay peticiones y respuestas copiadas a la letra. Cual de los dos documentos sea el original, y cual la copia, no es posible averiguarlo, porque son de la misma data.

Cortes de Valladolid de 1307.

Estando Fernando IV en Valladolid acordó enviar «por omes buenos de toda la tierra, e que ficiesen Cortes en la villa, e fueron las cartas a toda la tierra, e fueron y todos ayuntados, también los infantes e los perlados, e los ricos omes, como todos los otros omes buenos de todas las villas de Castilla, e de León, e de las Extremaduras, e de Andalucía»426.

En efecto, hubo Cortes generales en Valladolid el año 1307, de las que da breve noticia el diligente Colmenares427. La Crónica ilustra algo más este suceso, pues refiere que otorgaron al Rey tres servicios para pagar las soldadas a, los fijosdalgo, y añade que los hombres buenos «acordaron con la Reina las peticiones que querían faser al Rey. «Treinta y seis contiene el cuaderno, cuyo número basta para explicar las palabras del Rey «porque estas peticiones que me ficieron son tantas que me non podría acordar de todas».

Encomendó el Rey a la Reina su madre, a su tío el Infante D. Juan, y a los hombres buenos presentes en Valladolid, que ordenasen las respuestas a cada cosa que le demandaban, y así lo hicieron, y se lo mostraron y lo tuvo por bien. El Rey «mandó que viniesen todos a su palacio o desque fueron ayuntados, mandó que ge lo leyesen, e fueron todos pagados, e tuviérongelo en merced, e mandoles dar ende sus cartas a cada uno»428.

La mocedad de Fernando IV, la inquieta ambición del Infante Don Juan, y la codicia insaciable de los ricos hombres de Castilla daban pábulo a la discordia encendida al principio de este reinado. Para restablecer la paz pública era preciso reprimir el desorden con mano dura y aun sangrienta; y no sin razón dijeron los personeros de las villas al Rey que una de las cosas que ellos entendían por qué la tierra estaba pobre y agraviada, era porque en la corte y en los reinos «no ha justicia según debe.»

Dejábase el Rey guiar por los consejos de sus privados y favoritos, encubriéndose de la Reina su madre. Creció con el mal gobierno la licencia de los nobles, y fueron cada vez más amargas las quejas de los pueblos.

Cuando iba el Rey de camino, la gente de su séquito asolaba las villas y aldeas del tránsito. Suplicaron los personeros que el Rey pusiese coto al abuso de quemar la madera de las casas, cortar las viñas y las mieses, tomar por fuerza el pan, el vino, la carne, la paja, la leña y todo cuanto hallaban, de suerte que quedaban yermos los lugares.

Si algún infante o caballero tenía querella con su concejo, no le demandaban por su fuero, sino que se hacían justicia por su mano sin respetar el derecho ni la autoridad de los alcaldes y si los ricos hombres y caballeros promovían asonadas, exigían viandas de los pueblos que corrían o en los cuales se juntaban. Fernando IV, a ruego de los personeros, prometió reprimir y castigar estas violencias intolerables.

Los castillos, cortijos y casas fuertes, levantadas durante la minoridad del Rey continuaban dando abrigo a los malhechores que hacían muchos males, robos y fuerzas. También de los alcaides que tenían por el Rey los castillos, alcázares y fortalezas de las villas, recibían daños los pacíficos moradores; agravios que motivaron dos peticiones seguidas de dos respuestas favorables.

Instaron los personeros para que el Rey mejorase la administración de la justicia, poniendo hombres buenos de las villas por alcaldes que anduviesen de continuo en la corte, sentándose un día a la semana a oír y sentenciar los pleitos, vigilando los jueces y alguaciles, y castigando a los que no cumpliesen la justicia según el fuero de cada lugar, obligando a los ricos hombres, infanzones y caballeros a presentar sus demandas a los alcaldes del fuero de su vecindad, no procediendo contra nadie por denuncia sin ser oído conforme a derecho, no desaforando a persona alguna, y no mandando hacer pesquisas cerradas. Todo lo otorgó de buen grado el Rey; pero la justicia continuó perezosa o descuidada.

Aumentáronse en estas Cortes las cautelas para que no saliesen de la Chancillería cartas contra las libertades y franquezas, buenos fueros, usos y costumbres, mercedes y privilegios de los pueblos; abuso que debía tener muy hondas raíces, pues era tan difícil extirparlo.

Aunque repetidas veces había ofrecido el Rey no poner jueces de fuera en las villas y lugares de sus reinos, salvo cuando se los pidiese todo el concejo o su mayor parte, no se guardaba el ordenamiento. Los personeros recordaron a Fernando IV lo mandado en las Cortes pasadas, y fue confirmado. Igual o parecida contienda mediaba entre el Rey y los concejos a propósito de las notarías y escribanías de las villas, aquél empeñado en proveerlas, y éstos obstinados en resistirlo. La cuestión estaba ya resuelta en ordenamientos anteriores, reconociendo el derecho del Rey, salvo el fuero en contrario, y así quedó asentado en las presentes Cortes, obligándose Fernando IV a nombrar para tales oficios hombres buenos cuantiosos, naturales del lugar, que los sirviesen por sí, y no los diesen en arrendamiento.

También suplicaron contra los excesos de la jurisdicción eclesiástica, atreviéndose los arzobispos, los obispos y otros prelados a emplazar a los legos en pleitos foreros y demandas relativas a cosas temporales, y a compelarlos con excomuniones en detrimento del señorío real. La respuesta fue: «Tengo de saber como se usó en tiempo del Rey D. Alfonso mío abuelo, e facerlo he así guardar, e esto saberlo he luego.» Vana promesa que no llega a lo acordado en las Cortes de Zamora de 1301.

Ofrece novedad y sumo interés la petición recomendando al Rey que averiguase cuánto rendían las rentas foreras y los derechos debidos a la corona, que tomase para sí lo que por bien tuviese, y partiese lo restante, según fuere su merced, entre los infantes, ricos hombres y caballeros, y no echase servicios ni pechos desaforados en la tierra. El Rey lo otorgó añadiendo: «pero si acaesciese que pechos oviere mester algunos, pedirgelos he, et en otra manera no echaré pechos ningunos en la tierra.»

Tal era la antigua costumbre de origen incierto, algunas veces violada o interrumpida. No ha llegado a nuestra noticia ordenamiento anterior a este hecho en las Cortes de Valladolid de 1307, en virtud del cual el derecho consuetudinario sobre pedir el Rey los tributos y concederlos el estado llano, hubiese constituido derecho escrito. Desde aquel día fueron las Cortes una institución necesaria a la monarquía de Castilla y León, y en aquél momento se firmó el pacto solemne del Rey con el pueblo representado por los concejos. La fuerza del principio que el impuesto debe ser otorgado por el contribuyente, se acredita con sólo observar que hoy mismo es condición esencial de todos los gobiernos más o menos populares.

Quejáronse los personeros de los infantes, ricos hombres y caballeros que exigían yantares y conducho en los lugares de realengo y abadengo sin derecho; abuso que también cometían los oficiales del Rey, cuando la corte se mudaba, y pidieron que fuesen cogedores de los tributos caballeros y hombres buenos de las villas cuantiosos que guardasen la tierra de daño. El Rey ofreció poner por cogedores hombres buenos de las villas, ricos y abonados, y no consentir que Judíos lo fuesen, ni tampoco arrendadores de los pechos según estaba ordenado.

Asimismo suplicaron que fuesen restituidas a los concejos las aldeas y términos que el Rey les había tomado para darlos en heredamiento a quien quiso hacer merced, y que en adelante no enajenase de la corona los pechos y derechos de los lugares pertenecientes a las villas en favor de los infantes, ricos hombres, órdenes, infanzones, ricas hembras, caballeros u otras personas, porque se menguaba la jurisdicción real y perdían de su haber los monarcas, y también les fue otorgado.

No se mostró Fernando IV tan condescendiente con los personeros de las villas, cuando le instaron para que mandase volver al realengo todo lo que había pasado al abadengo contra los ordenamientos hechos en las Cortes de Nájera de 1137 ó 1138, y en las de Benavente de 1202. El Rey se excusó de responder a esta petición diciendo que los prelados alegaban privilegios de Sancho IV, y además que no se hallaban presentes todos los interesados en la causa, por lo cual les fijaba plazo para venir a la corte y mostrar su derecho antes de resolver la cuestión en términos de justicia.

Renovose en estas Cortes la prohibición de sacar del reino cosas vedadas, y se confirmaron los ordenamientos de Alfonso X y Sancho IV acerca de las deudas y usuras de los Judíos.

Reclamaron los personeros contra los agravios que los pueblos recibían de los entregadores de los pastores, y se adelantaron a pedir al Rey que los quitase, y que los alcaldes y jueces de los lugares de donde fueren los pastores, oyesen sus querellas y las ventilasen según derecho. La petición no fue estimada en todas sus partes, porque no era cosa llana revocar los antiguos privilegios de la ganadería, por lo cual Fernando IV se limitó a confirmar el ordenamiento de su padre Sancho IV en las Cortes de Valladolid de 1293.

Por último, hállase en este cuaderno, por la segunda vez usado, el nombre de procurador. «Otrosí (dice) a lo que me pidieron por merced que este ordenamiento e los otros que cada uno de los procuradores de los conceios levaren de estas Cortes etc.» La voz destinada a prevalecer, se va introduciendo poco a poco en el lenguaje oficial.

Cortes de Burgos de 1308.

El año siguiente de 1308 hubo Cortes en Burgos a las cuales concurrieron el clero, la nobleza «e muchos omes buenos de las villas.»

Del ordenamiento que allí se hizo sólo poseemos un fragmento; de suerte que lo poco que de estas Cortes se sabe consta de la Crónica y del códice, en el cual se contienen algunas leyes nuevas establecidas en aquella ocasión por Fernando IV429.

Era el Rey bondadoso y liberal en extremo. Tal vez hacía mercedes excesivas por evitar mayores males; pero lo cierto es que de grado o por fuerza enriquecía a los infantes, ricos hombres y caballeros empobreciéndose él y el reino.

Llevando la voz de los descontentos el Infante D. Juan y D. Juan Núñez de Lara, hablaron con la Reina Doña María y la dijeron que el Rey «traía su facienda muy mal, e los de la tierra estaban muy querellosos dél, señaladamente porque se servía de muy malos omes en el su consejo». La queja, si bien promovida por la envidia más que por el celo del bien público, no dejaba de ser justa.

Por su parte, Doña María, siempre inclinada a favorecer la causa de los concejos, trató con los hombres buenos de las villas de la necesidad de «enderezar el estado de la tierra», empezando por averiguar «las rentas del reino quantas eran, e las quantías que tenían los fijosdalgo que eran muy grandes, mas de quanto ellos solían tener en tiempo del Rey D. Sancho»430.

El deseo de poner orden en la hacienda disipada con tanta prodigalidad, cundió al punto de levantarse un clamor general, cuyo eco fue una petición hecha por los personeros de las villas en las Cortes de Valladolid de 1307. Cada vez que Fernando IV llamaba a Cortes, debían los concejos recelar que les demandaría nuevos servicios, y en esto no se engañaban.

Tal es el conjunto de circunstancias que precedieron a la celebración de las de Burgos en 1308. «Desque fueron todos ayuntados (dice la Crónica), entraron en su ayuntamiento, e cataron todas las rentas del Reino por menudo, o quien las tenía; e desque supieron quanto montaba lo cierto, otrosí cataron todas las quantías que tenían los grandes omes, e los infantes, e los caballeros, e fallaron que montaban mucho más las quantías que tenían de quanto montaban las rentas, e ovieron a dejar todos cada uno según su estado de la quantía que tenían. E desque lo ovieron todo contado por menudo e por granado, fallaron que avía menester para pagar cada año las soldadas de los fijosdalgo, e para en comer del Rey, o para tenencia de los castillos, demás de las rentas, quatro cuentos e medio. E desque la cuenta ovieron encerrada, fablaron donde podrían sacar este ayer. E como quier que la Reina e todos los más quisiesen que catasen alguna manera como los de la tierra lo diesen para adelante, el Infante D. Juan dijo que él non sería en esto, más quél mostraría al Rey donde oviese esta quantía para pagar un año, e trajo un escripto de demanda que el Rey avía contra los omes de la tierra en esta manera: los concejos de los sus pechos, e los que sacarían las cosas vedadas del Reino, e la demanda de las usuras, e otros artículos muchos semejantes destos, e consejó al Rey que muy mejor era demandar estas cosas que non echar otro pecho ninguno de nuevo. E la Reina dijo al Rey que como quier que estas demandas eran derechas, pero que de tal naturaleza eran, que nunca el avría la mitad de esta quantía, nin cosa que le entrase en pro; e demás los de la tierra se agraviarían ende mucho, e que mas les pesaría con estas demandas, que non por les echar servicios como solía, e que rescelaba que entenderían todos que más se faría por mal que por bien; pero porque vio que el Infante D. Juan porfiaba este fecho, no pudo al facer, e ovo de ir en pos el consejo que le diera, e luego metió en renta todas estas demandas»431.

Disculpan lo largo de la cita su importancia y lo incompleto del ordenamiento. La Crónica revela que devoraban y consumían la hacienda del Rey los infantes, ricos hombres y caballeros; que aun moderadas las mercedes de Fernando IV, no alcanzaban las rentas a sufragar los gastos públicos; que por no gravar a los pueblos con nuevos servicios, se inventaron arbitrios acaso más onerosos; que los concejos no eran muy exactos y puntuales en el pago de los pechos; que las multas o penas pecuniarias representaban una parte principal de los ingresos; que el Rey acordó arrendar su producto, por más que los pueblos aborrecían a los arrendadores de los pechos y derechos reales, y por último, que al principio del siglo XIV tenían las Cortes grande autoridad en materia de tributos, lo cual les abría el camino para extender su influjo a todas las esferas del gobierno.

El ordenamiento hecho en estas Cortes de Burgos de 1308, aunque mutilado, merece ser conocido. Pudiera sospecharse al leerlo con atención, que cansado Fernando IV de tolerar tantos daños y fuerzas, resolvió emplear la severidad para reprimir la licencia de las costumbres de su tiempo, dando nuevas y mejor templadas armas a la justicia.

Mandó que el adelantado y merinos de León y, las Extremaduras se abstuviesen de ejercer jurisdicción en Castilla, y los de Castilla en tierra de León y las Extremaduras; que los adelantados, merinos, jueces, alcaldes y demás oficiales puestos por el Rey tomasen residencia a los jueces, alcaldes y demás oficiales de las villas y lugares pasado el año de su servicio, así como los adelantados debían cumplir de derecho por ante el Rey sin plazo a los querellosos; que fuesen seguras las casas de los infantes, prelados, órdenes, ricos hombres, hidalgos y otras personas cualesquiera, salvo caso de justicia, bajo pena de ser el agresor echado del reino sin esperanza de perdón contra la voluntad del ofendido; que fuesen derribadas las fortalezas levantadas en suelo ajeno, o en castillares viejos de realengo sin permiso del Rey, o en iglesias y cementerios, excepto las construidas por los concejos con licencia de los prelados; que las gentes de la Casa del Rey no anduviesen por la villa con armas vedadas, salvo la compañía del alguacil, so pena de perderlas y prisión por la vez primera; que nadie se atreviese a sacar ballesta o mover pelea en la corte bajo pena de muerte; que quien matase o hiriese en la villa o en el lugar donde el Rey estuviese, o en el radio de cinco leguas a desafiado o enemigo u otra persona sin derecho, muriese por ello.

Ordenó asimismo que no se pidiesen tributos indebidos, y confirmó lo ordenado en Cortes anteriores sobre no prendar por yantares los ganados de labor, ampliando el privilegio a los que pidiesen con derecho los infantes, prelados, ricos hombres, infanzones, caballeros, adelantados y merinos.

Revocó las donaciones de pechos y derechos de algunos lugares, y las de heredamientos ajenos en favor de varios concejos, y dictó la primera providencia que se registra en los cuadernos de Cortes contra los hombres baldíos u ociosos a quienes desterró de la corte; «e si después y tornar (dijo), que el mío alguacil lo eche dende a azotes.» Aquí tuvo principio la serie de ordenamientos relativos a la mendiguez y la vagancia, que dieron origen a una reñida controversia entre los teólogos y los jurisconsultos del siglo XVI432.

Cortes de Madrid de 1309.

Sosegadas las alteraciones del Reino, derribadas muchas fortalezas, y castigados muchos malhechores, acordó el Rey romper la guerra con los Moros, para lo cual juntó Cortes en Madrid el año 1309, a las cuales pidió «que le diesen algo para las soldadas de los ricos omes e de los fijosdalgo. E todos veyendo (prosigue la Crónica) que avie buena entinción e que quería comenzar buen fecho... mandáronle para este año cinco servicios, e para adelante para cada año tres servicios»433.

No hay más noticias de estas Cortes, las primeras que se celebraron en la villa de Madrid, como así lo advierte Jerónimo de Quintana434.

Cortes de Valladolid de 1312.

Las Cortes de Valladolid de 1312 cierran el reinado de Fernando IV, y el ordenamiento que en ellas se hizo puede considerarse en cierto modo como el testamento político de un Rey a quien asaltó la muerte cuando más títulos iba reuniendo para que su nombre pasase a la posteridad con fama de justiciero.

En efecto, si el ordenamiento de Burgos de 1308 anunciaba que el corazón le crecía con la edad, el de Valladolid de 1312 revela la fortaleza de su espíritu a los veinticuatro años. En este período de la vida cesaron las debilidades de su juventud, y el cielo le arrebató a Castilla segando en flor lisonjeras esperanzas.

Es el cuaderno de dichas Cortes un verdadero ordenamiento para la administración de justicia, en el cual se acometen grandes y útiles reformas. La mayor parte de los capítulos que encierra, responde al deseo «que se faga derechamente así como se debe, o como lo ficieron e lo facen los buenos Reys, e los que la mejor mantienen».

De este celo por el bien público da saludable ejemplo el Rey, ofreciendo sentarse pro tribunali los viernes de cada semana a oír y librar los pleitos y querellas; «y si por alguna gran necesidad que excusar non pueda (dijo) non me pudier asentar el día del viernes, que me asiente otro día sábado»: loable costumbre observada por espacio de algunos siglos al amparo de la religión.

Nombró por alcaldes, con obligación de residir en la corte, doce hombres buenos legos, abonados y entendidos, cuatro de Castilla, cuatro de tierra de León y cuatro de las Extremaduras, seis de los cuales habían de servir el oficio medio año, y el otro medio año los seis restantes. Señaló a estos alcaldes quitación y soldada convenientes, y les prohibió recibir dones por razón de los pleitos que librasen, so pena de echarlos por infames, y declararlos inhabilitados para obtener cargo alguno de honra en la Casa Real, ni en la tierra.

Puso escribanos de cámara cerca de sí, y dióselos a la Reina su madre, a los notarios mayores de Castilla, León y las Extremaduras, al canciller y alcaldes de corte y a los adelantados, y estableció que prestasen juramento de usar fielmente de su oficio, so pena de incurrir en la nota de infames y perjuros, y en las penas con que amenazó a los jueces prevaricadores.

Creó un notario en la corte para escribir y autorizar con su firma y signo las cartas que le mandase, y le hizo único depositario de la fe pública para todos los reinos en esta clase de documentos.

Nombró un procurador de pobres que los defendiese en sus pleitos, y particularmente a los huérfanos y las viudas, y le senaló soldada con prohibición, bajo severas penas, de tomar nada de ellos.

A los abogados mandó «razonar los pleitos derechos e non los otros»; y si alguno «fuer fallado que mantiene pleito tuerto (dijo), que sea por ende perjuro, e infamado, e echado de la corte, o que nunca sea más abogado, nin haya oficio de honra en ningún tiempo en la mi Casa, nin en la mi tierra».

Amonestó Fernando IV a su alguacil que se guardase de prender persona alguna sin razón y sin derecho; que entregase los presos a los alcaldes mostrando el motivo de la prisión; que fuese obediente a los alcaldes en soltarlos o retenerlos, y que no les diese tormento «nin mala presión, nin les faga otra crueza, así como non debe, so pena de la mía merced».

Cuide mi alguacil (añadió) que en los lugares por donde yo anduviere o en las villas en donde morase, nadie reciba daño en sus casas, ni en sus panes, ni en sus viñas: no consienta tomar cosa alguna por fuerza: ronde noche y día con gente armada para partir las peleas y prender a los alborotadores: destierro de la corte a los hombres baldíos y a las mujeres dañosas: deshaga los agravios de que le dieron queja, y en fin, cumpla las obligaciones propias de su oficio fielmente.

Resistir al alguacil era resistir a la justicia del Rey, por lo cual ordenó Fernando IV que nadie, por poderoso que fuese, amparase y defendiese a quien el alguacil quisiese prender. En caso necesario podía requerir el auxilio de la guardia de los ballesteros, y aun de toda la mesnada del Rey.

A los adelantados recomendó que fuesen «mucho ansiosos en facer justicia, cada uno en su adelantamiento»; que deshiciesen las asonadas, siendo preciso, a viva fuerza; que recorriesen de continuo el territorio de su jurisdicción, y escarmentasen a los malhechores; que pusiesen merinos entendidos y abonados bajo su responsabilidad; que no tomasen yantares no debidos, ni molestasen a los pueblos con pesquisas generales; que oyesen a los querellosos en justicia; que sirviesen el oficio por sí mismos y no por excusador o sustituto, y que si en vez de administrar justicia se diesen al robo y al cohecho y llevasen en su compañía malhechores que talasen y destruyesen la tierra, fuesen castigados a la merced del Rey.

A los alcaldes y jueces de las villas y a los ministros de la justicia mandó que la hiciesen bien y derechamente, y no consintiesen alargar los pleitos: que diesen cuenta al Rey de los robos, muertes y demás delitos que se cometiesen en sus términos siempre que les fuere pedida y de los castigos impuestos, y que en todo guardasen su servicio, so pena de escarmentarlos en los cuerpos y en cuanto hubieron.

Los falsificadores de cartas o sellos; los que hiriesen o matasen a otro en la corte y su rastro de cinco leguas, aunque el culpado se refugiase en sagrado o se acogiese a la casa de un infante o rico hombre, y los que sacasen del Reino caballos, rocines o cualquiera cosa vedada, incurrían en la pena de muerte. Y para que la justicia fuese más temida; empeñó Fernando IV su palabra de no perdonar a los reos en días de indulgencia, ni en los de fiesta, ni a la entrada en sus villas por ruegos, ni por otra razón alguna.

Moderó Fernando IV el uso de las pesquisas generales o cerradas, bárbaro procedimiento que hacía responsable a todo un concejo de los delitos cometidos en el territorio de su jurisdicción; prohibió tomar prendas a los vecinos de las villas o sus concejos por demandas que hubiese contra ellos, ordenando que los querellosos acudiesen a los alcaldes, y ofreció que cuando los hombres buenos de las villas fuesen a la corte por sus pleitos, los despacharía luego, y entro tanto les daría buenas posadas, y mandaría a los oficiales de su Casa que les hiciesen mucha honra y mucho placer.

Confirmó los anteriores ordenamientos sobre no poner en las villas alcaldes y jueces de fuera ni de salario salvo a pedimento del concejo o de la mayor parte del concejo, y no librar por la Cancillería carta alguna contra fuero o derecho.

En materia de tributos mandó observar lo establecido para corregir el abuso de pedir yantares no debidos o tomarlos repetidas veces los infantes, ricos hombres, caballeros, adelantados y merinos; declaró exentos de pechos a los caballeros y hombres buenos de Castilla y León sino allí en donde fueren moradores por algo que tuviesen en otro lugar; prohibió que los escuderos y peones lanceros anduviesen por las villas y las aldeas exigiendo víveres o dinero y amenazando a quien les oponía resistencia; prometió que, pudiendo excusarlo, no tomaría acémilas para sí, ni para la Reina su madre, ni para la Reina su mujer, ni para los Infantes, «porque desto viene mucho mal a todos los de la tierra», y no lo pudiendo excusar, que mandaría pagarlas, y amenazó con la pena de muerte y perdimiento de bienes a los merinos que apremiasen al pago de los pechos prendiendo los cuerpos de los deudores, porque (dijo Fernando IV) «es cosa contra Dios e contra derecho.»

Renovó el ordenamiento sobre el derribo de las casas fuertes «onde se ficieron o facen muchas malfetrías, porque, es una de las cosas que se más yerma e se astraga la mi tierra», y prometió no dar fortalezas a malhechores, sino a personas abonadas y tales que defendiesen los lugares y guardasen el servicio del Rey.

Moderó las soldadas de los infantes, ricos hombres, caballeros y demás gente pagada, para no gravar los pueblos con mayores tributos; ratificó la prohibición de pasar el heredamiento de realengo o behetría al abadengo o solariego; castigó con durísimas penas los juegos de azar, y dio respuesta favorable a la petición que le hicieron denunciando el abuso de repartir con injusta desigualdad los pechos de las aljamas, resultando exentos por privilegio los Judíos ricos, y muy agraviados y oprimidos con cargas excesivas y enormes usuras los más pobres.

Tal es en resumen el ordenamiento hecho en las Cortes de Valladolid de 1312, hasta ahora no bien conocido, ni por tanto estimado en lo que vale. Las leyes relativas a la administración de la justicia merecen la atención de los eruditos que consagran sus vigilias al estudio de la historia particular del derecho, y las que versan sobre diferentes materias de gobierno ilustran muchos puntos de política y administración según se entendían al principio del siglo XIV.

En conjunto este ordenamiento arroja viva luz de que puede servirse la crítica para juzgar del estado social de los reinos de Castilla y León en los tiempos de Fernando IV, porque las crónicas dan curiosas noticias de la vida de los Reyes, de sus hechos más notables, de las guerras y conquistas y otros sucesos de gran bulto, pero sólo en los cuadernos de las Cortes se hallan los materiales necesarios para escribir la historia íntima de los pueblos, cuya unión dio origen a la monarquía de España.