Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo XVI

Reinado de don Pedro de Castilla

     Primer cuaderno otorgado a petición de los prelados, ricos hombres, órdenes de la caballería, hijosdalgo y procuradores a las Cortes de Valladolid de 1351. -Segundo cuaderno otorgado a petición de los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de menestrales y posturas dado a las ciudades, villas y lugares del Arzobispado de Toledo y Obispado de Cuenca en las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de menestrales y posturas dado a las ciudades, villas y lugares del Arzobispado de Sevilla y Obispados de Córdoba y Cádiz en las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de menestrales y posturas dado a las ciudades, villas y lugares de los Obispados de León, Oviedo y Astorga y del reino de Galicia en las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de menestrales y posturas dado a las ciudades, villas y lugares de Burgos, Castrojeríz, Palencia, Villadiego, Cervato, Valle de Esgueva, Santo Domingo de Silos, Valladolid, Tordesillas, Carrión y Sahagún en las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de prelados otorgado en las Cortes de Valladolid de 1351. -Ordenamiento de fijosdalgo otorgado en las Cortes de Valladolid de 1351.

     Don Pedro, el único de este nombre entre los Reyes de Castilla, a quien el vulgo, según el P. Mariana, dio en apellidar el Cruel, sucedió en la Corona al esforzado y venturoso en guerras Alfonso XI, que finó en el real sobre Gibraltar el año 1350.
     No fueron los tiempos tan bonancibles que le hubiesen permitido celebrar Cortes con frecuencia; mas con sólo recordar las de Valladolid de 1351 hay lo bastante para reconocer sus altas prendas de legislador.
     La posteridad debe esta justicia al Rey D. Pedro. Si Alfonso XI ilustró su reinado publicando el Ordenamiento de Alcalá en 1348, el hijo emuló la gloria del padre, mandando concertar y añadir las antiguas leyes de Castilla, y publicarlas en el estado en que hoy las vemos compiladas en el Fuero Viejo o Fuero primitivo castellano, a cuya obra dio cima en 1356. La Crónica guarda silencio acerca de un hecho tan glorioso y digno de toda alabanza, por más que sea bien minuciosa al contar los rigores de la justicia con nota de crueldad de este Rey, a quien el cronista nada perdona para que mejor resalten la fiereza de su condición y la liviandad de sus costumbres; sutil manera de lisonjear a su afortunado enemigo(477).
     Así como la pintura, imitando a la naturaleza, debe distribuir con arte la luz y la sombra, así la historia por amor de la verdad debe de oír lo bueno y lo malo de cada personaje, siquiera sea un tirano.
Cortes de Valladolid de 1351.      Dice la Crónica que el Rey se vino a Valladolid «ca tenía llamados todos los grandes de su reyno que viniesen allí a las Cortes que él mandara y facer, e ya eran y ayuntados, e después que él regnara, estas eran las primeras Cortes que ficiera, e allí fueron fechos muchos ordenamientos»(478). La Crónica no es puntual al omitir que a las Cortes de Valladolid de 1351 concurrieron, además de los ricos hombres y fijosdalgo, los prelados, los de las órdenes de la Caballería y los procuradores de todas las ciudades, villas y lugares «de toda la mi tierra».
     Asegura Colmenares que estas Cortes se juntaron con dos principales motivos, a saber, tratar del casamiento del nuevo Rey y deshacer las behetrías(479). En efecto, poco después de reunidas, envió D. Pedro embajadores al Rey de Francia con poderes para desposarle con su sobrina Doña Blanca, hija del Duque de Borbón; y en cuanto a las behetrías, consta que D. Juan Alfonso de Alburquerque propuso que se repartiesen entre los caballeros de Castilla; y si no consintieron en ello fue por recelo de que no se repartirían con igualdad, o porque hubo algunos que se opusieron como naturales de las behetrías, o interesados en conservar aquella naturaleza(480). Con todo eso, al considerar que son ocho los ordenamientos dados en las Cortes de Valladolid de 1351, parece razonable conjetura que fueron varios los motivos de su celebración.
     Dos son los ordenamientos en respuesta a las peticiones dirigidas al Rey, hechos en las Cortes de Valladolid de 1351; el primero de peticiones generales, y de peticiones especiales el segundo. Estos títulos no son arbitrarios, pues se fundan en el texto de ambos. En efecto, dice Don Pedro que mandó llamar a Cortes, en las cuales la hicieron peticiones generales que cumplían a toda la tierra, y en otra parte que responde a las especiales de los procuradores que cumplían a los concejos de las ciudades, villas y lugares de los reinos de Castilla, León, Toledo, Galicia, Extremadura, Andalucía y Murcia allí presentes.
     Siguiendo el ejemplo de sus antepasados, confirmó el Rey, respondiendo a las peticiones generales, los fueros, privilegios, buenos usos y costumbres, libertades, franquezas y cartas de donación que gozaban sus vasallos en cuanto no fuesen contra las leyes contenidas en el Ordenamiento de Alcalá, prevaleciendo de nuevo la mayor autoridad del derecho común sobre la diversa legislación municipal.
     Mostró D. Pedro de Castilla grande amor a la justicia, no solamente en aquellas memorables palabras, «porque los reys o los príncipes viven e regnan por la justicia, en la cual son tenudos de mantener e gobernar los sus pueblos, e la deben cumplir e guardar sennaladamiente entre todas las cosas que les Dios encomendó por el estado e lugar que del han en la tierra», sino en actos tales como la reforma de los abusos, la vigilancia continua y la persecución y castigo de los malhechores.
     Ofreció el Rey sentarse dos días de la semana, los lunes y los viernes, en audiencia a oír las peticiones de su pueblo; no mandar ni consentir que se hiciese pesquisa general en ciudad alguna, villa o lugar del reino; no permitir que los alcaldes de su casa, instituidos para administrar justicia en Castilla y León, librasen los pleitos del reino de Toledo, «por quanto los alcalles de cada una de las comarcas saben mejor los fueros e las condiciones que cada una de sus villas han; «no despojar a nadie de los bienes de que estuviese en posesión sin forma de juicio»; respetar los fueros y privilegios, usos y costumbres establecidos acerca de las alzadas ante el Rey, y declaró e interpretó la ley del Ordenamiento de Alcalá sobre la contestación de los pleitos en el plazo de nueve días, habilitando los feriados, permitiendo acudir al juez en cualquier lugar de su jurisdicción en donde se hallare, y en caso de ausencia, contestar ante un escribano público con testigos «a la puerta de las casas do morare el juzgador, o del mi palacio, si el pleito fuere en la mi corte»(481).
     A los merinos prohibió merinar en los lugares exentos por fuero, privilegio, carta de merced, uso o costumbre; prender, lisiar, atormentar, ni matar a persona alguna sin razón y sin derecho; ejercer sus oficios contra lo mandado por Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá, y nombró hombres buenos con cargo de hacer cada año pesquisa de los hechos de los merinos menores puestos por los mayores y los adelantados(482).
     Puso coto a los derechos de libramiento que llevaban los escribanos de la Real Cámara; confirmó los ordenamientos sobre que los escribanos públicos fuesen hombres buenos, abonados y de buena fama, naturales de las villas y sabidores, y que sirviesen los oficios por sus personas y no por excusadores, amenazando con el castigo a los incorregibles.
     Asimismo confirmó la libertad de las ciudades y villas de poner oficiales entre sí, prometiendo no dárselos de fuera sino en caso de desavenencia y a pedimento de los pueblos, y aun entonces nombrar un morador de Castilla para los lugares de este reino, de León para los de León, etc.
     Defendió la real jurisdicción contra los jueces de la Iglesia que se atrevían a descomulgar a los seglares cuando conocían de pleitos civiles o criminales, siendo los demandados «omes que se llaman clérigos, no aviendo órdenes, e otros que son bígamos e sus familiares, e viven con ellos, e moran con algunos clérigos, e se llaman sus familiares.» El Rey dio muestras, de prudencia exquisita y de respeto a la Iglesia, así como de dignidad, respondiendo: «mando e ruego a los prellados que los non defiendan; e otrosí mando a las mis justicias que fagan dellos justicia e compremiento de derecho, segund farían de otras personas qualesquier.»
     Lo más nuevo y original que con relación a la justicia contiene el primer cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1351, es sin duda el ordenamiento para perseguir y prender a los malhechores en poblado y despoblado. Si en alguna ciudad, villa o lugar se cometía una muerte, robo, quebrantamiento de iglesia, fuerza de mujer u otro delito, el concejo estaba obligado a prestar auxilio a los ministros de la justicia so pena de seiscientos mrs. Si acaecía el delito en camino o lugar yermo, los alcaldes, merinos, alguaciles y demás oficiales de la justicia, dada la querella y sabida la verdad, mandaban tocar las campanas a rebato en aquel lugar y en los comarcanos. Los vecinos armados debían acudir al apellido, o ir en pos de los malhechores hasta lograr su captura. Para que estuviesen más prestos a salir al apellido, mandó el Rey que las ciudades y villas mayores diesen veinte hombres de a caballo y cincuenta de a pie, y en las poblaciones menores la cuarta parte de su compañía. Cuando la gente iba a sus labores llevaba lanzas y armas, «porque donde les tomar la voz, puedan seguir el apellido.» La fuerza que emprendía la persecución no descansaba hasta arrojar a los malhechores del término del lugar, si el radio era más largo de ocho leguas, y si más corto, hasta recorrer aquella distancia, al cabo de la cual daba el rastro a la gente de otro lugar que la reemplazaba, y así los domas mientras no se lograba la aprehensión de los fugitivos. Ningún señor debía acogerlos en villa, lugar o casa fuerte de su señorío, y aun los alcaides de los castillos del Rey estaban obligados a entregarlos.
     Es curioso y digno de notarse que los oficiales de la justicia la cumplían en los malhechores «en aquella manera que fallaban por fuero e por derecho»; de modo que D. Pedro el Cruel no admitió para escarmiento de los malhechores jurisdicción especial, trámites breves, ni penas extraordinarias; más templado en esto que los Reyes Católicos al establecer la Santa Hermandad con cuya institución tenía la organización militar de las fuerzas populares destinadas a la persecución de los foragidos, ciertos puntos de semejanza.
     Confirmó el Rey D. Pedro los antiguos ordenamientos contra las cartas desaforadas para prender, lisiar, matar o privar de sus bienes sin audiencia de la persona acusada, y las de ruego para que ciertas dueñas o doncellas casasen contra su voluntad o la de sus parientes con persona determinada, así como las de apremio que solían librar los Reyes y los prelados, para que las gentes de un lugar acudiesen a otro, y los pueblos se juntasen en las iglesias a oír sermones, «non los dejando ir a sus labores, nin facer sus fáciendas», e impuso penas pecuniarias a los que las ganasen quebrantando las leyes hechas por Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325, Madrid de 1329 y Alcalá de 1348.
     Ofreció hacer mercedes de oficios, tierras y dinero como sus antepasados, y mandó derribar algunos castillos y casas fuertes en que solían hallar abrigo los malhechores. Ordenó que los llamados a las Cortes de Valladolid de 1351 no fuesen demandados ni presos hasta volver a sus hogares, salvo por los derechos reales, o por contratos celebrados o delitos cometidos en la corte, y ratificó la tregua de veinte años convenida entre el Rey de Inglaterra y los pueblos de las marismas de Castilla y Guipúzcoa y villas del condado de Vizcaya. De estas continuas querellas entre ingleses y vascongados, hay noticia en los cuadernos de las Cortes de Burgos de 1345 y Alcalá de 1348.
     Las garantías otorgadas a los procuradores en aquella ocasión no son tan cumplidas ni tienen el carácter de una ley general como las otorgadas por Fernando IV y Alfonso XI en las Cortes de Medina del Campo de 1305 y Valladolid de 1322. En cuanto a la tregua de veinte años entre las villas marítimas del reino de Castilla y condado de Vizcaya por una parte, y por otra Eduardo III de Inglaterra después de la batalla naval librada contra los ingleses por los vizcaínos en 1350, debe repararse el sumo grado de libertad que en el siglo XIV alcanzaron las poblaciones mercantiles de la costa de Cantabria, pues ajustaban tratados de paz y comercio con príncipes extranjeros y con las ciudades asentadas en las orillas del golfo de Gascuña, cuya vecindad convidaba a la navegación.
     No descuidó el Rey D. Pedro la reforma de los abusos tan frecuentes en la edad media en cuanto a la imposición y cobranza de los pechos y servicio. Moderó el gravamen de los yantares; respetó e hizo respetar los privilegios que gozaban ciertos pueblos exentos de la fonsadera; reprimid los excesos de los cogedores y arrendadores de las rentas y derechos de la Corona; castigó los cohechos; ofreció «mandar facer algund egualamiento e abajamiento» de las cargas públicas; confirmó lo ordenado por Alfonso XI en las Cortes de Madrid de 1339 para poner coto a los agravios de los arrendadores de las tercias reales; mandó y rogó a los prelados que prohibiesen a los clérigos de su jurisdicción exigir diezmos personales allí en donde fuese costumbre satisfacer los prediales; dictó providencias relativas al abundante surtido de los alfolíes y al mejor repartimiento de la sal, y por último, no le pareció ajeno a su dignidad negociar con Carlos II de Navarra la supresión de un portazgo.
     Favoreció el Rey D. Pedro la ganadería confirmando sus privilegios y exenciones, y defendiendo a los pastores contra los agravios de los que pedían sin razón montazgo del ganado que iba a extremos. Habiéndose renovado en estas Cortes la cuestión de las cañadas cuya conservación tanto importaba a los pastores por ser una de las principales servidumbres pecuarias, y cuya extensión contradecían los labradores amenazados en sus huertas y plantíos, reprodujo el ordenamiento de Alfonso XI en las de Madrid de 1339, añadiendo que, si para abrir las cañadas invadidas por el cultivo o desviarlas de los lugares poblados o plantados de árboles o viñas hubiere necesidad de tomar tierra de alguno, la apreciasen hombres buenos bajo juramento, y pagasen los interesados al dueño el valor de la tierra; respeto a la propiedad que encierra el principio de la enajenación forzosa por causa de utilidad pública mediante indemnización.
     Subsistieron las leyes que prohibían la saca de las cosas vedadas, tales como pan, oro, plata, caballos de guerra y madera, por temor de que fuesen talados los montes y faltase la necesaria para la construcción naval. Las mercaderías extranjeras pagaban el diezmo en los lugares de costumbre, y mostrado el albalá, no debían ser molestados sus conductores. Cinco leguas después de la última guardia, no se podía tomar lo que se introdujese en el reino por descaminado; y en cuanto al comercio interior otorgó que a «el pan, e el vino, e las otras viandas que lo puedan sacar sueltamente de una villa a otra, e de un llugar a otro alí do lo oviere menester, e que lo non vieden de sacar daquí adelante», prohibiendo a los prelados, los señores y los concejos «facer ordenamiento nin defendimiento sobresto.»
     Los cambios que Alfonso XI tomó para sí en todo el reino, hizo libres su hijo, de suerte que todos pudieron usar de ellos como solían antes del estanco.
     Representaron al Rey los concurrentes a las Cortes que los menestrales de diversos oficios y mercaderes hacían cofradías apartadas y posturas para no trabajar de noche, y obligaban a mozos sobre quienes no tenían autoridad a que los sirviesen cierto número de años. Dijeron que no permitían ejercer oficio determinado sino a los de su cofradía y ponían coto entre sí para vender todos a un precio, resultando que hacían peor labor y cara; por lo cual suplicaron que mandase desatar dichas posturas y cofradías y las prohibiese en adelante, de forma que «libremiente pudiesen mostrar los oficios los que los sopieren, o aprenderlos los que los quisieren aprender sin carta del servicio de los annos o del tiempo cierto»; y el Rey lo otorgó como se lo pidieron, castigando el abuso con penas graves.
     Este ordenamiento es curioso en extremo y arroja un rayo de luz sobre la historia de los gremios de las artes y oficios. En efecto, resulta que no siempre la necesidad de una protección común les dio origen; que no siempre lo tuvieron en el favor de los Reyes, ni tampoco brotaron siempre al abrigo de los fueros municipales. Hubo gremios fundados por los mismos mercaderes y menestrales con espíritu de codicia y hostiles a la libertad del trabajo. En el siglo XIII se organiza el municipio de la industria, y en el XIV se robustece, aspira a la independencia y pretende el monopolio.
     Al Rey D. Pedro pertenece el primer ordenamiento contra la vagancia. Andaban por la corte y por las ciudades, villas y lugares de sus reinos «muchos omes baldíos que son sanos (dice la petición), e podrían servir e non quieren, e por non afanar, dejan algunos menesteres que saben por do podrían bevir, e porque non pueden escusar de comer, pónense a furtar, o a robar, o a facer otros muchos males andando baldíos.» El Rey dio por respuesta «que non anden omes baldíos en la mi corte, nin en los otros lugares del mi sennorío que non ayan sennores, e que usen todos de sus maesteres e de sus oficios los que los sopieren, e los que non ovieren maesteres nin supieren oficios, que labren a jornales en qualesquier llabores.»
     No fue el Rey D. Pedro un modelo de severas costumbres, y sin embargo, hizo en las Cortes de Valladolid de 1351 ordenamiento contra las barraganas de los clérigos que «non catan revelencia nin onra a las dueñas onradas o mugeres casadas»; alzó las penas en que según derecho incurrían las viudas que pasaban a segundas nupcias antes de cumplir el año siguiente a la muerte del primer marido, y prohibió el juego, «que es grant pecado, porque es manera de usura», tolerado por los Reyes sus antepasados menos escrupulosos, y a veces favorecido como origen de la renta de las tafurerías.
     No extremó el rigor de las leyes suntuarias, y si bien moderó el gasto de los convites, las reglas que dictó son breves, sin añadir sanción alguna. Su indulgencia en este punto se mostró a la clara al remitir «las penas e calomnias en que cayeron todos aquellos e aquellas que non guardaron el ordenamiento quel Rey mío padre fizo en razón del vestir e de las faldas.»
     Tampoco fió demasiado en la eficacia de las leyes relativas al uso de los caballos y las mulas, pues si confirmó el ordenamiento de Alfonso XI para que quien «oviere cierta quantía de mrs. mantoviese caballo e arinas», también abolió la parte que trata de las yeguas y de las mulas, mutilando la obra del Rey su padre en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348.
     Mejoró la policía de los montes y amenazó con la muerte al que cortase, desarraigase o quemase pinos en los pinares o encinas en los encinares de los concejos para hacer sembrados; pena rigurosa por cierto, mas sin la nota de crueldad en la ejecución, de que no está limpia la establecida por Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258.
     Procuró el Rey poner en paz los pueblos partiendo sus términos y fallando sus contiendas sobre el pacer y el cortar, es decir, deslindando el derecho de cada comunidad de vecinos a los aprovechamientos comunes, en lo cual no introdujo novedad, salvo la promesade dar hombres buenos que juzgasen los casos dudosos, confirmando en lo demás el ordenamiento de Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348.
     Por último, a pesar de su recia condición, fue D. Pedro de Castilla más benigno con los Judíos que otros Reyes de la edad media. Su política con relación al pueblo hebreo no se apartó mucho de la senda trazada en anteriores ordenamientos inspirados por el odio de raza y la pasión religiosa que tan sañuda hizo la justicia de los cristianos; pero todavía cerró los oídos al clamor general que le pedía nuevas leyes de cólera y venganza. Aquellas nobles palabras: «los Judíos son giente fraca e que han menester defendimiento», denotan que en el corazón del Rey hallaban cabida la piedad y mansedumbre contra la opinión del vulgo, siempre duro con los hijos de Israel, e implacable en su dureza. Por eso escribe Colmenares (y no ciertamente con ánimo de enaltecer la memoria de este Rey) «quiso y favoreció tanto a los Judíos, que lo nombraron su patrón y amparo(483).» Contaban con la protección del Tesorero mayor a quien apellida la Crónica D. Simuel el Levi; pero si el privado dio el impulso, fue el Rey D. Pedro el único autor de las leyes.
     Templando la justicia con la misericordia, renovó los ordenamientos que prohibían el trato familiar de mujer cristiana con Moro o Judío, y a éstos tomar nombres de cristianos y vestir como ellos; otorgó que los Judíos morasen en barrios y calles ciertas y apartadas, siempre que hubiese mediado avenencia o composición con los concejos o los prelados, y no como ley general y de forzosa observancia; no accedió a la petición sobre que los Judíos no pudiesen comprar ningunas heredades, remitiéndose a lo mandado por Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348; revocó y deshizo las posturas frecuentes en las aljamas, por las cuales se obligaban los Judíos a no pujar los alquileres de las casas de los cristianos que otros sectarios del judaismo habitaban, y para que gozasen de la protección de la justicia en sus personas y haciendas, restituyó al pueblo israelita sus alcaldes propios, y permitió que los Judíos de cada ciudad o villa tomasen un alcalde de los ordinarios según fuero o costumbre, para oír y librar sus pleitos conforme a derecho.
     Mantuvo la prohibición de prestar a usura; pero resistió conceder nuevas moratorias, dando por razón que «por estas tales esperas facen a las vegadas a los cristianos grandes dapnos renovando e alzando las cartas a mala barata, non teniendo mientes que pues han espera, que jamás las han a pagar; e otrosí porque los Judíos son astragados o proves por non cobrar sus debdas fasta aquí.» En fin, dictó providencias discretas y oportunas para evitar las maliciosas excepciones con que los cristianos entorpecían el curso de los pleitos sobre el pago de las cantidades recibidas de los Judíos a título de préstamo, considerando (dijo el Rey) que «son companna franca, e a las vegadas los oficiales non les facen tan ayna compremiento de derecho, nin les facen entrega de las debdas que les deben como cumple.»
     Hubo en estas Cortes grandes reyertas entre los procuradores de Burgos y los de Toledo sobre cuáles debían responder en nombre del brazo popular a las palabras del Rey después que tomó asiento en el estrado. El Rey, vista la porfía, recordó lo pasado en las de Alcalá de 1348, y como su padre Alfonso XI había dirimido la discordia; «e él mismo fallaba agora que debía facer así, mandar a los procuradores de Toledo e Burgos que callasen, e que el Rey dijese... Los de Toledo farán todo lo que yo les mandare, e así lo digo por ellos, e por ende fable Burgos»(484).
     El cuaderno de las peticiones generales hechas en las Cortes de Valladolid de 1351 es muy notable y honra sobremanera al legislador. La organización de una fuerza armada y siempre apercibida para salir al campo en seguimiento de los malhechores; la firmeza unida a la prudencia con que defendió la jurisdicción real contra los abusos de la eclesiástica; la protección que dispensó a la ganadería sin agravio de los labradores; la libertad relativa que otorgó al comercio interior y exterior; la severa represión del monopolio que aspiraban a ejercer los gremios de las artes y oficios; el rigor empleado en perseguir y refrenar la vagancia; la flojedad en la aplicación de las leyes suntuarias y el espíritu de justicia templada con la misericordia que resplandece en las pertenecientes a los Judíos, son claros indicios de una inteligencia superior que abre nuevos horizontes a su siglo, y títulos de gloria que D. Pedro de Castilla puede someter con orgullo al fallo de la posteridad.
     Es cierto que concurrieron a formar los ordenamientos de aquellas Cortes D. Juan Alfonso, señor de Alburquerque, Canciller mayor del Rey y su privado, así como el Notario mayor del Reino de León, don Vasco, Obispo de Palencia, promovido después al Arzobispado de Toledo, prelado docto y de santa vida, que fue más tarde desterrado a Portugal, en donde le alcanzó la muerte el año 1360; pero en las antiguas monarquías el Rey eclipsaba la fama de los ministros de su autoridad, y al Rey se atribuían todos los sucesos prósperos o adversos de su tiempo. El cuaderno de las peticiones especiales dado en estas mismas Cortes, respondiendo el Rey a las que le hicieron los procuradores de los concejos, versa principalmente sobre materias de gobierno que miran de cerca a los pueblos. Diríase que, bien considerado, es un cuerpo de leyes relativas en su mayor parte a la administración municipal.
     La inmunidad de los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1351, no fue, al parecer, muy respetada. «Algunos por mal querencia, et otros por facer mal e danno a algunos de los procuradores que aquí son venidos, les facen acusaciones maliciosamente, e les mueven pleitos aquí en la corte por los cohechar.» La respuesta del Rey en poco se aparta de la que dio con igual motivo y se contiene en el cuaderno de las peticiones generales.
     Moderó D. Pedro de Castilla la autoridad de ciertos adelantados que «usaban de sus oficios muy sueltamente» y reprimió los excesos de algunos prelados, caballeros y otras personas poderosas del reino de Galicia que usurpaban la jurisdicción de las ciudades, villas y lugares a cuyos concejos pertenecía en virtud de cartas reales y privilegios, y mandó al adelantado de Galicia y pertiguero de Santiago ampararlos y defender su posesión.
     Representaron los procuradores contra el abuso de pasar las heredades realengas al abadengo sin fuero ni tributo, mientras los abadengos no tornaban al realengo, «ca dicen que siempre finca el sennorío propio al abadengo.» En efecto, varios ordenamientos hechos en las Cortes de Medina del Campo de 1318, Madrid de 1329, Burgos de 1345 y Alcalá de 1348, prohibían que pasase heredamiento de realengo, solariego o behetría a lo abadengo; ley en tiempos normales mal cumplida, y peor cuando sobrevino la gran mortandad a causa de la peste que invadió los reinos de Castilla y León en 1347. Entonces se avivó la devoción de los fieles, y fueron muchos los que «mandaron grant parte de las eredades que avíen a las eglesias por capellanías e por aniversarios»; con lo cual la jurisdicción y los derechos del Rey vinieron muy a menos. El perjuicio era notorio y la violación de la ley manifiesta. Sin embargo, prevaleciendo los consejos de la prudencia, respondió el monarca: «Yo mandaré facer sobresto en tal manera que mío servicio sea guardado e pro de la mi tierra, et a la Eglesia su derecho.»
     Confirmó el Rey D. Pedro el privilegio que tenían diversas ciudades y villas de escoger oficiales entre sus vecinos, salvo cuando los pueblos con la mayor parte del concejo y de los caballeros se los pidiesen, pues entonces se los daría tomando moradores de Castilla para las ciudades y villas de este reino, de León para las de León, y lo mismo en Extremadura y Toledo.
     Ofreció emendar los agravios de que se quejaron los pueblos por do naciones de villas, aldeas y otros lugares que habían hecho los Reyes, cuidando de añadir que semejantes mercedes estaban autorizadas por el uso y la costumbre.
     No accedió al ruego de los procuradores para que encomendase la guarda de los alcázares, castillos y fortalezas de las ciudades y villas a caballeros, hijosdalgo y hombres buenos de las mismas; pero empeñó su palabra de escarmentar a los alcaides, si cometiesen algún acto de violencia en daño de los vecinos.
     Prohibid a los prelados, ricos hombres y personas poderosas tomar yantares, usar de la jurisdicción real y tener encomiendas de vasallos sin derecho en los alfoces y aldeas de su señorío, y dio las llaves de las ciudades, villas y lugares de la Corona a los concejos o a los oficiales puestos por el Rey según uso y costumbre.
     Amparó la propiedad de las ciudades, villas y lugares en las aldeas, casas y heredades adquiridas por compra, cambio, donación u otro título derecho contra toda usurpación; prometió considerar y resolver lo conveniente acerca de la petición relativa a restituir a la Corona las ciudades, villas, lugares, aldeas y jurisdicciones que habiendo sido de realengo pasaron a otros señoríos por merced de los Reyes, y no enajenarlas en lo venidero; declaró su voluntad de emendar los agravios que cometían algunos señores de lugares abadengos, solariegos y behetrías al tomar y embargar las casas, heredades, frutos, rentas y esquilmos de los vecinos que iban a morar a otros lugares, siendo de uso y costumbre la libertad de mudar de domicilio, pagando la infurción y pecho forero al señor; ordenó que los prelados y los hijosdalgo se abstuviesen de derramar pechos y usar de la justicia en los alfoces y aldeas pertenecientes a la jurisdicción real contra la voluntad de los concejos en cuyos términos se hallaban, y prohibió labrar y adhesar los egidos de los pueblos para que se conservasen los aprovechamientos comunes.
     En materia de pechos halló justa la petición de que si hiciese a alguno la merced de excusarle de pagarlos, se entendiese de los pechos y derechos reales, y no de los concejiles; desterró el abuso impío de exigir diezmo y medio de la cuantía del rescate al cristiano cautivo en tierra de Moros, cuando pasaba la frontera en donde se cobraban los derechos del almojarifazgo; mandó que pagasen los pechos concejiles «muchos omes legos que son casados et otros que lo non son, que beben las aguas e pacen las yerbas de los exidos con sus ganados, e cortan los montes, et que se aprovechan de los lugares onde moran», y se negaban y resistían a pechar como los vecinos; limitó la responsabilidad por deudas de pechos a los verdaderos deudores, y mandó guardar su fuero a los lugares exentos.
     Prohibió el Rey a los oficiales de su Casa y a los demás de las ciudades, villas y lugares de su señorío arrendar las rentas de la Corona; mantuvo el derecho de los arrendadores contra la petición que si los concejos de las ciudades, villas y lugares se allanasen a darle «tanta quantía en quanto fueren arrendados», se deshiciesen los arriendos, guardando la fe de los contratos; ofreció ser piadoso con los arrendadores y sus fiadores presos o huidos por insolventes, hallando razón para hacerles gracia, y resolvió que los pueblos del mar fuesen excusados de fonsadera el año que bogasen en galera o lo pagasen, mas no de monedas ni servicios.
     Dispensó el Rey D. Pedro protección a la ganadería, prohibiendo labrar y adehesar en los ejidos de los pueblos para que paciesen los ganados, según queda advertido; pero no con ofensa de los labradores, teniendo en fiel la balanza entre la industria agrícola y la pecuaria. Porque amó la justicia prestó atento oído a las quejas de los procuradores que denunciaron el abuso de los prelados, hijosdalgo y otros hombres poderosos de Galicia, cuyos ganados mayores y menores vagaban libremente por el campo sin pastores que los guardasen. Seguíanse de este abandono muchos daños en las labores, en los panes y en las viñas, de suerte que los pobres labradores «perdían de cada anno grant parte de los frutos de la tierra.» Acudió D. Pedro de Castilla al remedio del mal ordenando «que el sennor o sennores cuyos fueren los ganados pechen el danno que ficieren a los duennos de las vinnas, e de los otros panes, e de las otras sembradas, segunt se contiene, en el fuero de León que ellos han.»
     Pasan de diez los ordenamientos relativos al comercio interior y exterior que contiene el cuaderno de peticiones especiales dado en las Cortes de Valladolid de 1351. De antiguo los mercaderes bretones frecuentaban los puertos de Galicia y Vizcaya y acudían a las ferias que se celebraban tierra adentro, y aun se avecindaban en los lugares de contratación para la mayor comodidad de sus negocios. El progreso de las armas cristianas durante el siglo XIII, abrió al comercio los puertos de Andalucía, que fueron visitados por mercaderes franceses, ingleses, flamencos e italianos con sus naves cargadas de géneros que vendían, comprando en cambio los frutos del país. El movimiento mercantil se acelera en el siglo XIV. La ciudad de Sevilla, merced a los privilegios que con mano liberal le habían otorgado los Reyes, y a su ventajosa situación a la orilla del Guadalquivir, «estaba en grandísima opulencia, llena de nobleza y llena de pueblo, con la fertilidad de los campos y con la ayuda del comercio de naciones extranjeras abundante y rica»(485).
     La creciente prosperidad de los reinos de León y Castilla se refleja en los ordenamientos de las Cortes. El Rey D. Pedro protegió «a los mercaderes e viandantes que usan de levar mercaderías e viandas a la cibdat de Sevilla e a las otras cibdades e villas de su sennorío» contra las vejaciones de los roderos y portazgueros de quienes recibían agravios, ya en tomarles lo que llevaban, ya en fijar precios muy altos a los géneros y frutos al pasar por los puertos para que el diezmo fuese mayor, y tal vez superior a lo que costaban, además de muchos embargos y detenimientos. Respetó el privilegio de los lugares quitos de portazgo, y la antigua costumbre de no pagarlo el vecino o morador de la villa o lugar en donde tenían su vecindad constituida. A la ciudad de Santiago hizo la merced de alargar de tres a quince días el plazo de las dos ferias que tenía cada año.
     Era costumbre que si un mercader empleaba el diezmo que pagaba al entrar mercaderías extranjeras en comprar otras nacionales que sacaba del reino, no pagase nuevo diezmo a la salida, a lo cual llamaban retorno. El Rey dio por respuesta a la petición de los procuradores enemigos de la libertad de sacar sin diezmo, «fallo que non deven ayer retorno.»
     No relajó la prohibición de sacar caballos, ni la de introducir el vino de Aragón y Navarra en Castilla, «porque averán por ende manera de se labrar las eredades.» No consintió que exigiesen diezmo del vino que se cargaba en los puertos de Galicia para vender, ni del retorno en viandas, paños y otras mercaderías, asomando en todo esto confusamente el sistema protector.
     Declaró que no pagasen diezmo los dueños de las naves y navíos que de Flandes y otras partes se refugiaban en Castrourdiales y se amarraban a las peñas para resistir los peligros de los vientos de la mar brava, dando fiadores en seguridad de no descargar allí, sino que se irían pasada la tormenta, y descargarían en puerto en donde hubiese diezmero.
     Por último, los procuradores hicieron saber al Rey que algunos caballeros y personas poderosas de Galicia empleaban los medios de fuerza para compeler a los serviciales y yugueros que moraban en sus lugares a ciertas labores del campo. Si se resistían, los amenazaban o prendían, y aún les tomaban sus bienes. El Rey D. Pedro condenó el abuso, y mandó al merino mayor de Galicia y al pertiguero de Santiago que procediesen contra los culpados de violencia según fuero y derecho.
     Hubo en Castilla siervos obligados a trabajar para el señor algunos días del año. Unos araban, cavaban o sembraban, y otros entendían en la poda o la siembra. Estas prestaciones personales fueron desapareciendo a medida que fue mejorando la condición de los siervos rurales, convertidos en vasallos solariegos, y más tarde en colonos libres.
     Alfonso X en las Partidas y Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá dieron fuerte impulso a la emancipación. Asturias y Galicia, situadas en un extremo de la Península, alejadas de las nuevas poblaciones que convidaban con la libertad y sustraídas por su lejanía a la vigilancia de los Reyes, soportaron por más tiempo el yugo de la nobleza y la opresión del régimen feudal; y así se explica cómo todavía en la mitad del siglo XIV se ofrece a D. Pedro de Castilla la ocasión de hacerse popular. Galicia se le mostró fiel en la desgracia.
     El cuaderno de las peticiones especiales es un claro testimonio del amor que el Rey D. Pedro tenía a su pueblo y de la protección que la dispensaba, aun a riesgo de perder la amistad de los grandes. No solamente defiende a los hombres del estado llano de los agravios de la nobleza, pero también favorece los concejos y otorga al comercio libertades muy tempranas.
     Siguen a este cuaderno cuatro ordenamientos de menestrales y posturas dados en las mismas Cortes de Valladolid de 1351. Todos cuatro concuerdan en lo esencial. Las diferencias nacen de las particulares circunstancias de cada una de las comarcas a las que fueron otorgados, a saber: 1.º arzobispado de Toledo y obispado de Cuenca: 2.º arzobispado de Sevilla y obispados de Córdoba y Cádiz: 3.º obispados de León, Oviedo y Astorga y reino de Galicia: 4.º territorios de Burgos, Castrojeriz, Cerrato, Valle de Esgueva, Santo Domingo de Silos, Valladolid y Tordesillas, Carrión y Sahagún.
     El Rey expone las razones que le determinaron a dar los cuatro ordenamientos. Los brazos del reino presentes en las Cortes de Valladolid de 1351 se quejaron de la escasez y carestía del pan y del vino y demás cosas necesarias a la vida. Era la causa (según ellos), que vagaban por la tierra muchos hombres y mujeres que no querían labrar, y los que labraban pedían tan altos precios, soldadas y jornales, «que las heredades non las podían complir, et... avían a fincar yermas et sin lavores.» Los menestrales vendían las cosas de sus oficios a voluntad y por mucho mayores precios que valían. Para remediar tamaño desorden, «queriendo et amando el provecho comunal de los que viven en los míos regnos», hizo el Rey D. Pedro los ordenamientos de menestrales y posturas, cuya síntesis consiste en leyes preceptivas del trabajo y moderadoras de los precios o la tasa.
     En cuanto a lo primero, reprodujo lo mandado en el cuaderno de peticiones generales acerca de los hombres baldíos, y lo extendió a las mujeres para que todos viviesen de la labor de sus manos y no anduviesen pidiendo o mendigando, «salvo aquellos et aquellas que oviesen tales enfermedades et lisiones o tan grand vejez que lo non puedan facer, et mozos et mozas menores de edad de doce annos.»
     Ordenó que los labradores y labradoras y demás personas que lo pudiesen y debiesen ganar, labrasen las heredades continuamente, y los peones «que andan a jornal», sirviesen por los precios establecidos.
     Los menestrales «que se suelen alogar», debían salir cada día en quebrando el alba a la plaza del lugar de donde eran moradores con sus herramientas y viandas, y trabajar de sol a sol. Todo menestral estaba obligado a usar de su oficio a la continua y hacer sus labores bien y lealmente.
     Los que tuviesen necesidad de labradores, peones y hombres baldíos podían tomarlos en donde los hallasen, interviniendo las justicias de los pueblos para obligarlos a trabajar por los precios señalados en cada ordenamiento. En cambio, los que tomaban maestros carpinteros, albañiles u hombres o mujeres, no podían demorar la paga «en ninguna manera contra la voluntad de los jornaleros.»
     Prohibió el Rey a los hombres y mujeres hacer cofradías, cabildos ni ordenamientos en daño del pueblo sin los oficiales de cada lugar, modificando la ley contra las cofradías y posturas de los menestrales y mercaderes que contiene el cuaderno de las peticiones generales. La prohibición dejó de ser absoluta, pues las cofradías, los cabildos y ordenamientos son posibles con la aprobación de la autoridad local.
     Respecto a lo segundo, o sea la tasa, el ordenamiento fija el precio de distintas labores, así del campo como pertenecientes a las artes y oficios, y aun el de ciertos servicios domésticos está limitado. La relación suministra un caudal no despreciable de noticias útiles para tejer la historia económica de España, y contribuye a formar idea de la vida íntima de nuestro pueblo en el siglo XIV.
     La tasa fue un error profesado como un axioma de la política durante la edad media, y de raíces tan hondas, que el tráfico libre, o sea el comercio y venta de los objetos de primera necesidad en todos los pueblos del reino, data de ayer; por lo cual sería injusto culpar a D. Pedro de Castilla de haber seguido la corriente de la opinión recibida sin el escrúpulo más leve por sus contemporáneos. Todavía merece alabanza en dos cosas, a saber: que en vez de un solo ordenamiento de menestrales y posturas general y extensivo a todo el reino, hizo cuatro, considerando que los precios no podían ni debían ser iguales; y que se abstuvo de fijar el de otras muchas cosas, encomendando este cuidado a los alcaldes, alguaciles o merinos, a «et a los que han de veer las faciendas de los lugares». Comprendió la imposibilidad de extender la tasa en virtud de una ley hecha en Cortes a la multitud de pormenores y a los variables accidentes de la vida municipal.
     El ordenamiento de prelados que dio el Rey D. Pedro en las de Valladolid de 1351, contiene las respuestas a las veinte peticiones del brazo eclesiástico relativas a negocios que le cumplían. En la fórmula acostumbrada de confirmación de sus fueros, libertades, franquezas, privilegios, donaciones, buenos usos y costumbres, cuidó el Rey de añadir la cláusula que fuesen guardadas las leyes de su padre Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348: tanto velaba por su fiel observancia.
     Suplicaren los prelados que confirmase y defendiese la inmunidad personal y real del clero escrita en los libros de la Partida y en los cuadernos de las Cortes que se celebraron en León el año 1208, en las de Valladolid de 1235 y en otras, y sin embargo muchas veces violada. El Rey tuvo a bien mandar que los clérigos y religiosos no fuesen demandados ante los jueces seglares «salvo en aquellas cosas que deven de derecho»; que los adelantados, los merinos y los oficiales de las ciudades y villas respetasen la jurisdicción que las iglesias y las Órdenes tenían en ciertos lugares; que en éstos no entrasen los jueces del Rey, si los prelados estuviesen en posesión de la justicia, ni los merinos, salvo en virtud de privilegio, fuero, uso o costumbre, y que no se librasen por la Cancillería cartas para que compareciesen en la corte los vasallos de las iglesias y los freires de las órdenes siendo demandados, sino que los demandantes ejercitasen su derecho ante los jueces naturales.
     No debió padecer grande menoscabo la inmunidad real del clero o la exención de tributos, pues no la reclaman los prelados, cuyas peticiones se limitan a la emienda de algunos agravios que recibían. El Rey prometió hacerles merced de la mitad de los servicios, moneda, fonsadera y demás pechos que hubiesen de pagar sus vasallos, en donde gozasen de estos privilegios; no permitir a los ricos hombres, caballeros e hidalgos poderosos que tomasen yantares, viandas ni acémilas en los lugares de abadengo, como solían sin razón y sin derecho; ni tampoco escoger en dichos lugares mayordomos, pastores o aparceros, y a título de sus paniaguados, excusarlos de tributos; ni «lanzar pechos a los vasallos», porque con tantas exacciones y violencias los empobrecían y se les yermaban sus poblaciones.
     Otorgó el Rey, a ruego de los prelados, la restitución a las iglesias y Órdenes de las heredades y posesiones de que habían sido depojadas durante las tutorías de Fernando IV y Alfonso XI y por mucho tiempo ocultas, siempre que averiguada la verdad procediese según fuero y derecho.
     Renovaron los prelados la petición de los procuradores contenida en el cuaderno de las especiales, para que los heredamientos realengos, de abadengo o de behetría no pasasen de una a otra jurisdicción, y suplicaron al Rey con ahínco que hiciese sobre esto nuevo ordenamiento, porque era muy frecuente el abuso de comprar los caballeros, escuderos y hombres de las ciudades, villas y lugares realengos, heredades y posesiones pertenecientes a las iglesias y las órdenes contra las leyes. Los prelados añadieron que el Rey Alfonso XI en el Ayuntamiento que hizo en Burgos el año 1345, había mandado que los compradores fuesen obligados a vender dichas heredades y posesiones dentro de cierto plazo a hombres que pechasen por ellas, y que de allí en adelante no comprasen más. Venció el plazo, los compradores no querían venderlas, y las enajenaciones continuaban; por lo cual pidieron que los dueños de aquellos bienes raíces los perdiesen, cediendo en beneficio de las iglesias y de las Órdenes, «et que daquí adelante non puedan comprar, nin compren, nin ganen y otras heredades e posesiones, et si las compraren o ganaren, que las pierdan et sean para ellos.» Fue la respuesta poco favorable, pues se limitó el Rey D. Pedro a mandar que se cumpliesen las leyes y ordenamientos dados por Alfonso XI en esta razón; aludiendo sin dada a lo establecido en las Cortes de Burgos de 1315, Medina del Campo de 1318, Valladolid de 1325, Burgos de 1345 y Alcalá de 1348.
     Es un hecho constante en la historia la analogía entre el estado de las personas y la organización de la propiedad territorial. La afinidad se comprueba observando que así como las heredades de realengo, abadengo, solariego o behetría debían pertenecer siempre al mismo señorío, así también los labradores y otros hombres de condición humilde, vecinos de lugares realengos o abadengos, no podían hacerse vasallos de persona alguna poderosa, ni ganar vecindad en villas o lugares privilegiados por excusarse de pagar pechos. El vasallaje era una segunda naturaleza. Los prelados reclamaron contra la libertad de romper el vínculo del hombre con la tierra, y el Rey otorgó la petición a la medida de su deseo.
     Finalmente representaron los prelados «que los Judíos et Moros menestrales, cada uno en su oficio, labran públicamente los domingos et las otras fiestas que los christianos guardan por el anno, et que esto es en prejuicio et escándalo de los christianos», y suplicaron al Rey mandase que no labrasen públicamente en los días sobredichos, «et que si labrar quisieren, labrasen en sus casas, las puertas cerradas»; cuya razonable petición les fue fácilmente otorgada.
     Aparte de esta petición que mira al bien espiritual del pueblo católico, todas las demás se refieren a los intereses del clero como brazo del reino, y sobre todo a la conservación y extensión de los privilegios lucrativos de los obispos, abades y maestres de las Órdenes de caballería en cuanto eran uno de los altos poderes del Estado. Menos atendieron a defender la jurisdicción eclesiástica, que a obtener del Rey la confirmación de las leyes que declaraban a los clérigos y religiosos exentos de la real ordinaria en sus pleitos y negocios temporales. Ciertas costumbres licenciosas del clero inferior, reprobadas en las Cortes de Zamora de 1301, Valladolid de 1325, Alcalá de 1348 y otras anteriores y posteriores al reinado de D. Pedro de Castilla, no provocaron la menor queja ni la más leve censura.
     Ocupa el último lugar entre los ordenamientos hechos en las Cortes de Valladolid de 1351, el de fijosdalgo, que contiene las peticiones y respuestas concernientes al brazo de la nobleza.
     Cuidaron los ricos hombres, caballeros e hijosdalgo allí reunidos, lo primero, de pedir al Rey les confirmase sus fueros y privilegios, buenos usos y costumbres, así como «las cartas de donaciones e compras que ovieron e han»; y no contentos con la fórmula de estilo al principio del cuaderno, todavía le suplicaron con mayor instancia que les otorgase confirmase y guardase las peticiones que Alfonso XI les había otorgado «en las Cortes e Ayuntamientos que fizo en quanto reinó»; y en efecto, obtuvo cumplida satisfacción su ruego.
     Largo fue el capítulo de las mercedes. La nobleza de aquellos tiempos nunca se hartaba de riquezas; y así no es maravilla si solicitó del Rey «de les mandar crescer en las tierras e en las quantías a los que las tenían, y librar a los que no tenían tierra, «porque todos los fijosdalgo del vuestro sennorío se puedan mantener, e estar guisados de cavallos e de armas para vuestro servicio; y el Rey prometió ver las tierras y las rentas como estaban, y repartirlas con igualdad entre ellos.
     También pidieron que les fuesen puestas las tierras en su justiprecio, y no en mayor quantía; que valiese la primera carta de merced de tierra, sin necesidad de sacar otra u otras cada año o cada tercio; que no les quitasen los lugares, vasallos o heredades de las Órdenes que poseían por sus vidas o por cierto tiempo antes de vencer el plazo de las donaciones, y que al hacer libramiento a los ricos hombres y caballeros de los reinos de Castilla y León, no fuesen olvidados los que moraban en las ciudades, villas y lugares de la frontera, cuyas peticiones fueron seguidas de respuestas favorables.
     Otorgó el Rey D. Pedro que los hijosdalgo que habían comprado o comprasen en adelante heredades en las behetrías de que no eran naturales, pagasen lo debido según fuero; que si los compradores fuesen hombres de las villas, o de las Órdenes u otros cualesquiera no hijosdalgo, «que gelo entren»; es decir, que les tomen los bienes comprados; que se partiesen con igualdad las behetrías entre sus naturales, recibiendo cada uno lo que te cupiere por solariego, y haciéndole merced de lo perteneciente al Rey, a saber, la justicia, una parte de las martiniegas, la infurción, mañería y otras rentas, y que fuesen amparados y defendidos los moradores de las behetrías, condados e infanzonazgos que fijaban su vecindad en los lugares de realengo o abadengo por ser así de fuero y costumbre.
     Las continuas querellas de los hijosdalgo y las fuerzas que hacían a los pueblos, obligaron al Rey Alfonso XI a deslindar los derechos de behetría y solariego en el Ordenamiento de Alcalá, cuyas leyes en esta razón prohíben, en cuanto a las personas, que ningún señor torne al solariego labrador de behetría, y respecto de las tierras, que nadie compre heredades de behetría sino el natural de ella(486).
     Los hijosdalgo alcanzaron del Rey D. Pedro la excepción por las casas y heredades de behetría compradas, al mismo tiempo que pedían la observancia de la ley, siendo el comprador solariego, prevaleciendo la codicia de los nobles sobre el elevado criterio de Alfonso XI cuando estableció por ley del Ordenamiento de Alcalá que «todas las cosas, et los logares, et las heredades de los solares non puedan ser vendidas nin enajenadas sinon con aquella carga que han los sennores en ellas»(487).
     Recordando el empeño de D. Juan Alfonso de Alburquerque en partir las behetrías entre los hijosdalgo, porque esperaba ganar muchos lugares, ya por los derechos de su mujer Doña Isabel, hija de D. Tello de Meneses, y ya porque la muerte de D. Juan Núñez de Lara le hizo poseedor de otros muchos también de behetría, fácilmente se adivina que empleó su privanza con el Rey D. Pedro en inclinar y mover el cuerpo de la nobleza a pedir la partición convidándola con los despojos. Sin embargo (dice la Crónica), las behetrías «non se partieron, e fincaron como primero estaban»(488).
     Resulta que el privado tuvo arte para imponer su voluntad a la nobleza, y que la nobleza se mostró débil y complaciente al acordar una petición que le fue otorgada por el Rey, mas no cumplida, por la resistencia de los mismos a quienes el cuaderno atribuye la idea del repartimiento.
     Reclamaron los hijosdalgo contra las enajenaciones de heredades pecheras a favor de iglesias, clérigos o caballeros, denunciando con este motivo las ventas fingidas y las donaciones para fundar capellanías, cofradías y aniversarios, de lo cual resultaba la despoblación de sus lugares, la disminución de sus rentas y la pérdida de sus derechos; a cuya petición satisfizo el Rey mandando que los señores de las behetrías y de las heredades y lugares solariegos pudiesen entrar y tomar, lo que había sido dado o mandado a las iglesias y abadengo según fuero.
     También concedió a los hijosdalgo la facultad de entrar y tomar las heredades vendidas por sus solariegos a hombres de las villas o de las Órdenes, si los que a la sazón las poseían habían dejado correr el plazo de tres años sin venderlas a labradores solariegos o de behetría, pues era de fuero el entramiento.
     Recordaron el ordenamiento hecho por Alfonso VII en las Cortes de Nájera de 1137 ó 1138, y apoyados en tan buena autoridad pidieron al Rey que las heredades solariegas, de behetría, condado o infanzonazgo no pasasen a realengo ni abadengo, y así les fue otorgado.
     Instaron los hijosdalgo que, pues eran muchas las mandadas o donadas a las iglesias por capellanías o aniversarios en tiempo de la mortandad, pagasen los herederos el valor que tenían al tiempo que Alfonso XI estaba en el cerco de Gibraltar y las recobrasen; y si no quisiesen rescatarlas, ni hubiese quien las comprase, las adquiriesen los concejos para que, guardando a la Iglesia su derecho, «fincasen regalengas.» El Rey dio por respuesta que mandaría hacer sobre esto ordenamiento «en tal manera que mío servicio sea guardado e pro de la mi tierra e a la iglesia su derecho.»
     Confirmó el Rey D. Pedro a los hijosdalgo la exención de fonsadera y demás pechos de que eran excusados por privilegio de la hidalguía, exceptuando a los que moraban en las ciudades, villas y lugares de la frontera, «porque han a servir por las heredades que han según los fueros con que las ovieron», y ofreció no pedir yantares en los pueblos de su señorío, así de lo que fue de regalengo, como en lo que tienen por su vida de lo abadengo.
     Enfermó el Rey en Sevilla por Agosto del año 1350, y llegó a punto de morir. Todos le contaban por muerto, con lo cual empezaron a moverse alteraciones, discurriendo unos sobre quién debería sucederle en la corona, preparándose otros a tomarla, y aprovechando los caballeros la ocasión que les brindaba con los pechos y derechos reales a riesgo de incurrir en graves penas. En estas Cortes de Valladolid de 1351, el Rey perdonó a los hijosdalgo el atrevimiento; y olvidando la culpa, se dio por satisfecho con que rindiesen la cuenta de lo usurpado.
     Otorgó a la nobleza licencia para edificar casas fuertes en sus tierras, sin agravio ni perjuicio de los lugares realengos, abadengos u otros cualesquiera, ni de persona alguna en particular, manteniendo sin embargo, el Ordenamiento de Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325 en cuanto a lo que mandó derribar.
     Otorgó el Rey D. Pedro dos peticiones relativas a la administración de la justicia, a saber, que si un hijodalgo de Castilla hubiere de litigar en la corte con otro de su misma calidad y naturaleza, le demandase ante el alcalde de los hijosdalgo; y que las querellas que dieren contra ellos labradores de las behetrías o de los lugares realengos, abadengos o solariegos, se ventilasen ante los alcaldes de las comarcas en donde radicaban las heredades y según su fuero.
     Llevaron mal los hijosdalgo las peticiones de los procuradores para que cuando el Rey hubiese de dar oficiales a las ciudades o villas por desavenencias entre sus vecinos, hubiesen de ser moradores de los lugares y comarcas y no otros algunos, porque (decían) los Reyes acostumbraron hacerles merced de estos oficios, e que esta petición que ge la non quiera otorgar. «El Rey les respondió con gran cordura que guardaría a las villas sus fueros, y a los hijosdalgo haría mercedes con derecho; claro indicio de la pugna latente y continua del pueblo y la nobleza, aquel codicioso de libertades y ésta obstinada en la defensa de sus privilegios.»
     Suplicaron al Rey que pusiese coto convenible al trabajo de los labradores y menestrales, cuya careza era causa de quedar yermas las más de las heredades; a lo cual respondió el Rey que había hecho ordenamiento sobre ello, aludiendo a los cuatro de menestrales y posturas dados en las mismas Cortes.
     Dos peticiones de los hijosdalgo merecen particular atención. Quejáronse al Rey de que después de haber recibido las peticiones generales los prelados, las Órdenes y las ciudades, villas y lugares se juntaban cada día para hacer otras «cada uno a su parte», siendo algunas contra los hijosdalgo y en su perjuicio, por lo cual le suplicaron que no las librase ni mandase librar sin ser primeramente llamados y oídos como era debido, y así les fue otorgado.
     De aquí resulta que una deliberación común, o cuando menos, un acuerdo de los tres brazos del reino, procedió a la redacción del cuaderno de las peticiones generales en las Cortes de Valladolid de 1351, y que cesó la concordia desde el momento en que los prelados, los hijosdalgo y los procuradores de los concejos resolvieron hacerlas especiales.
     Era difícil conciliar los intereses del clero, la nobleza y el pueblo, cuando no formaban un verdadero cuerpo político, sino tres clases del estado separadas por la confusa multitud e infinita variedad de los privilegios. Si no faltaba razón a los caballeros para quejarse de las ciudades y villas, porque de sus peticiones especiales recibían agravio, tampoco les faltaba a las ciudades para sentirse de los caballeros, porque se oponían a que el Rey les diese oficiales moradores del lugar o su comarca.
     La segunda petición, notable y curiosa, es la relativa a los salarios de los procuradores, asunto bien ajeno por cierto a lo que tiene o debe tener de especial el ordenamiento de los fijosdalgo.
     Según el texto del cuaderno fue y era a la sazón merced del Rey dar a los procuradores llamados a las Cortes de Valladolid de 1351, cierta cuantía de mrs. para su costa, a cada uno fasta que tornen a las cibdades, villas e lugares que los acá enviaron», concluyendo que les mandase «facer alguna merced con que lo pasen»; a lo cual respondió: «yo fablaré con ellos e con los de la tierra que aquí son, e cataré como les faga merced.»
     Por la primera vez se mencionan en los cuadernos de las Cortes de León y Castilla los salarios de la procuración, aunque no con bastante claridad para poder afirmar que en el reinado de D. Pedro se introdujo la costumbre de percibirlos «en los lugares onde (los procuradores) venieron.» Las palabras de la petición «fue mi merced e es», no se compadecen con la respuesta del Rey que rehúsa delicadamente otorgarla, y endulza la negativa con la vaga promesa de premiar los servicios de los procuradores.
     Como práctica observada en algunos pueblos, consta de un privilegio dado por Fernando III a la ciudad de Segovia, que ya eran conocidos en el siglo XIII los salarios de los mensajeros de los concejos a la corte, con la diferencia que no los pagaba el Rey, sino cada concejo a los que enviaba(489).
Ayuntamiento de Burgos de 1355.      A las Cortes memorables de Valladolid de 1351, sucedió el Ayuntamiento de Burgos de 1355, del cual da breve noticia la Crónica. Llegó el Rey D. Pedro a Segovia, y «dende a pocos días fuese para Burgos, e fizo Ayuntamiento de fijosdalgo, e de algunos de las ciudades... e querellose delante todos de como fuera preso o detenido en Toro, e díjoles que le ayudasen a facer venir a su obediencia a la Reina su madre..... e otrosí al Conde D. Enrique, e a D. Fadrique, Maestre de Santiago, e a D. Tello sus hermanos, e a D. Ferrando de Castro que se lo eran alzados e le facian guerra. Otrosí pidió a las cibdades e villas que le sirviesen con dineros e con gentes para esto; o todos le dijeron que les placía, e así lo ficieron»(490).
     Obsérvese que el cronista se guarda de llamar Cortes a la asamblea de Burgos de 1355, bien calificada de Ayuntamiento. En efecto, no consta la asistencia de los prelados, y por otra parte el brazo popular estuvo mal representado por los procuradores de algunos concejos; de forma que no fueron verdaderas Cortes, y menos todavía Cortes generales. Sin embargo, sirvieron al Rey D. Pedro con dinero para hacer frente a los gastos de la guerra civil que asomaba(491).
Cortes de Sevilla de 1362.      De nuevo llamó el Rey a Cortes, y las juntó en Sevilla el año 1362. Concurrieron:
     Los prelados, los grandes señores del reino que allí se habían reunido para salir a campaña contra los Moros, y «las ciudades y villas por sus procuradores con procuraciones suficientes para facer lo que les el Rey mandase»(492).
     Fueron estas Cortes famosas, porque el Rey D. Pedro declaró en ellas que antes de su casamiento con Doña Blanca de Borbón había contraído matrimonio por palabras de presente con Doña María de Padilla (que ya era muerta), de quien hubo un hijo y tres hijas, todos legítimos, a saber, D. Alfonso, Doña Beatriz, Doña Constanza y Doña Isabel. El Rey mandó aquel día que llamasen a Doña María de Padilla la Reina Doña María, a D. Alfonso Infante, e Infantas a sus hermanas; y luego ordenó «que oviesen e jurasen al dicho D. Alfonso, su fijo, por Infante heredero después de sus días en los regnos de Castilla e de León, e ficiéronlo todos así»(493).
     Con las mudanzas de la fortuna resultaron vanos los propósitos del Rey D. Pedro; mas siempre quedará vivo el ejemplo de la grande autoridad de las Cortes para fijar el derecho de suceder en la Corona, aun siendo la legitimidad de los hijos del Rey dudosa.
Ayuntamiento de Bubierca de 1363.      Hizo D. Pedro de Castilla por la última vez Ayuntamiento de señores y caballeros, y de procuradores de las ciudades y villas «que mandara y venir con poderes bastantes», el año siguiente de 1363 en Bubierca, un lugar del reino de Aragón. El motivo fue la jura de sus tres hijas por herederas del reino por muerte del Infante D. Alfonso, «cada una en sucesión de la otra, en guisa que Doña Beatriz fuese la primera; e si desta non fincase heredero, que heredase el regno Doña Constanza, e después sus herederos legítimos; e si della non fincasen legítimos herederos, que heredase después Doña Isabel e sus herederos legítimos e descendientes; e esto se entendiese non aviendo el Rey fijo varón legítimo para heredar el regno. E ficiéronlo así... e juráronlo todos los del regno que allí eran»(494).
     A varias e importantes reflexiones da motivo este suceso. Nótase la ausencia de los prelados en aquel Ayuntamiento, su celebración en un lugar oscuro del reino vecino, y la nueva forma de jurar al heredero o heredera de la Corona, pues fueron recibidas por tales tres Infantas en un solo acto, cada una en su grado según la edad, y ceñido el derecho a la sustitución.
     Las causas de tan extrañas novedades son conocidas. Hallábase el Rey de Castilla en guerra con el de Aragón. Juntó el castellano un grueso ejército, y rompiendo por la tierra del enemigo, rindió a Calatayud y asentó sus reales más adelante hacia Borja, en cuya comarca se halla el humilde lugar de Bubierca. Aprovechando la ocasión de militar en su compañía la flor de la nobleza, llamó a los procuradores de los concejos y no a los prelados, acaso considerando la distancia y su pacífico ministerio. Retroceder a Castilla para celebrar Cortes, era perder todas las ventajas de la campaña; y como por otra parte no reparaba el Rey D. Pedro en escrúpulos de estricta legalidad, tuvo allí aquel Ayuntamiento.
     La forma irregular de la jura obedecía a los peligros que cercaban al Rey en medio de sus rápidas victorias. Habíase alzado en armas contra él su hermano bastardo el Conde D. Enrique, y bien se traslucía que aspiraba al trono. A la ambición del Conde de Trastamara opuso D. Pedro de Castilla la triple barrera del juramento prestado en Bubierca, y no sin fruto.
     En resolución, no hubo verdaderas Cortes de Bubierca en 1363. Fue, como dice la Crónica, un Ayuntamiento de dos brazos del reino en territorio extranjero. Es verdad que ninguna ley obligaba a reunirlas en los términos de León o Castilla; pero así lo requería la esencia de la institución. El caso, por ser único, no constituye precedente de valor apreciable en la historia de nuestras antiguas Cortes. Sin embargo, la presencia de los procuradores de las ciudades y las villas dio bastante fuerza a la jura del inmediato sucesor para que, andando el tiempo y por bien de paz, una nieta del Rey D. Pedro compartiese el trono con un nieto de su afortunado rival D. Enrique de Trastamara.

Arriba