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Capítulo XVIII

Reinado de Don Juan I

     Ordenamiento hecho en las Cortes de Burgos de 1379. -Cuaderno de peticiones otorgado en las mismas. -Cuaderno de peticiones otorgado en las Cortes de Soria de 1380. -Ordenamiento sobre Judíos y lutos hecho en las mismas. -Cuaderno de leyes y peticiones dado en las Cortes de Valladolid de 1385. -Ordenamiento hecho en las Cortes de Segovia de 1386. -Ordenamiento sobre la baja de la moneda de los blancos dado en las Cortes de Bribiesca de 1387. -Ordenamiento de leyes hecho en las mismas. -Ordenamiento de peticiones hecho en las mismas. -Ordenamiento sobre un servicio extraordinario hecho en las mismas. -Cuaderno primero de peticiones dado en las Cortes de Palencia de 1388. -Cuaderno segundo de peticiones dado en las mismas. -Orden amiento sobre la baja de la moneda de los blancos dado, según se cree, en las mismas. -Cuaderno de las Cortes de Guadalajara de 1390. -Ordenamiento de sacas hecho en las mismas. - Ordenamiento de prelados hecho en las mismas. -Ordenamiento sobre alardes, caballos y mulas dado en las mismas. -Cuaderno de las Cortes o Ayuntamiento de Segovia de 1390.

Cortes de Burgos de 1379.      Breve fue el reinado de D. Juan I, hijo y sucesor de D. Enrique II en la corona de Castilla, pero fecundo en ordenamientos, porque llamó a Cortes casi todos los años que gobernó libre de los cuidados e inquietudes de la guerra. Subió al trono en Mayo de 1379, y en los primeros días de Julio ya celebraba Cortes en Burgos, en las cuales se hallaron presentes los prelados, ricos hombres, órdenes, caballeros, hijosdalgo y procuradores de las ciudades, villas y lugares de sus reinos.
     En estas Cortes de Burgos de 1379 hizo un ordenamiento con el consejo de los tres brazos allí reunidos y el de sus oidores y alcaldes de la corte, y otorgó un cuaderno de peticiones generales de los procuradores a las que respondió con el consejo del clero y la nobleza «e los del nuestro Consejo.»
     Nótese que por la segunda vez tienen los del Consejo entrada y participación directa en las tareas de las Cortes, como si fuesen parte integrante de la asamblea. La primera ocurrió en las de Toro de 1371, en las cuales declaró Enrique II que los oidores de su Audiencia y los alcaldes de su casa y corte eran su Consejo, excusándose de crear otro no tan dócil compuesto de hombres buenos. La novedad prevaleció y contribuyó a robustecer la autoridad real en el seno de las Cortes, sobre todo en el siglo XVI.
     El nuevo Rey, de condición apacible y naturalmente benigno, cuando algún arduo negocio se le ofrecía, se mostraba perplejo e irresoluto. Carecía de vigorosa iniciativa y firme voluntad para tomar una determinación y ejecutarla por sí solo con mano fuerte; dotes necesarias en aquellos tiempos en que podían más los hombres que las instituciones. Por eso dice la Crónica «que se pagaba mucho de estar en Consejo»(519).
     En el preámbulo del ordenamiento protesta el Rey de su amor a la justicia, y la ensalza al proclamar que «es la más noble e alta vertud del mundo, ca por ella se rigen e mantienen los pueblos en paz e en concordia»; hermosa sentencia que promete mucho más de lo poco que allí se contiene.
     Confirmó las leyes y ordenamientos que su glorioso abuelo Alfonso XI hizo en las Cortes de Madrid y Alcalá de Henares, así como todas y todos los de su padre Enrique II, y particularmente lo mandado y establecido por él en las de Burgos y Toro, sin expresión de fechas para fijarlas y distinguirlas(520).
     El ordenamiento de Burgos consta de siete capítulos, de los cuales cinco son de carácter suntuario, a saber: que los caballeros armados puedan usar paños y joyas de oro, y lo mismo los doctores y oidores de la Real Audiencia; que los ciudadanos puedan vestir ropas de lana con armiños, plumas, cintas y estoques dorados; que las mujeres de caballeros, escuderos u otras personas de cualquier estado, «traigan dorado o como quisieren»; que no se consientan llantos desordenados por los muertos, ni duren los lutos más de cierto número de días, etc.; y termina el cuaderno prohibiendo a los oficiales del Rey pedir cosas desaguisadas en razón de sus oficios, cuando la corte se trasladaba a cualquiera ciudad, villa o lugar, y limitando los derechos que deben pagar los concejos al que lleva el pendón real.
     En resolución, el ordenamiento que Juan I hizo en las Cortes de Burgos de 1379, no responde a las esperanzas que tal vez excita la lectura de un preámbulo tan solemne; pero, en fin, debe estimarse como documento útil para la historia del lujo, y para el estudio de nuestras costumbres.
     Todo o casi todo el interés de aquellas Cortes se concentra en el cuaderno de las peticiones generales de los procuradores que llevan la voz de los concejos, y son los fieles intérpretes de las necesidades y deseos del estado llano sobre quien pesaban las cargas públicas, cuya debilidad reclamaba la protección de la justicia, y era el nervio más sensible a los vicios de las leyes y a las faltas y errores de los gobiernos.
     Otorgó D. Juan I que se diesen posadas convenibles y barrio apartado a todos los procuradores que viniesen a las Cortes, y fuese entregado el barrio al primero que llegase para repartirlo de buena manera. No tuvo por bien otorgar otra petición denunciando el abuso de ganar cartas para desatar los ordenamientos hechos en Cortes, por lo cual suplicaron los procuradores «que las tales cartas fuesen obedescidas e non cumplidas, e lo que fuese fecho por Cortes o por Ayuntamientos que non se pudiese desfacer... salvo por Cortes.» La respuesta debió parecer seca y desabrida, pues dijo el Rey que las cartas ganadas contra derecho fuesen obedecidas y no cumplidas, «fasta que nos seamos requeridos dello; pero en razón de desatar los ordenamientos o de los dejar en su estado, nos faremos en ello lo que entendiéremos que cumple a nuestro servicio.»
     Malparadas quedaron las Cortes sin autoridad, pues no tenían fuerza ni valor los ordenamientos que los Reyes hacían de acuerdo con los brazos del reino, sino en cuanto era la voluntad del monarca mantenerlos o revocarlos. Por fortuna, el mismo D. Juan I, luego que vio su corona en peligro, halló prudente halagar al pueblo concediéndole mayores libertades.
     Prometió sentarse en audiencia para librar las peticiones de los querellosos, dos veces a la semana, como si no hubiese oidores y alcaldes de corte instituidos por Enrique II en las de Toro de 1371; limitó la jurisdicción de éstos a conocer de los pleitos del rastro, prohibiéndoles oír las apelaciones de las sentencias dictadas por los de las provincias; corrigió el abuso de emplazar los demandantes a sus contrarios para la corte, «por enojarlos e facerles mal e danno»; mandó guardar el fuero y costumbre de no enviar jueces de salario sino cuando todos o la mayor parte de los vecinos de la ciudad o villa se lo demandasen, y ofreció rogar a los arzobispos y obispos que pusiesen jueces en lugares convenientes a fin de evitar las grandes molestias que se causaban a los legos, citándolos para comparecer en juicio a muchas leguas de distancia.
     Otorgó un perdón general, por honra de su coronamiento y comienzo de su reinado, a los culpados de cualquier delito, exceptuando los casos de alevosía, traición y muerte segura, y condonó las penas de cámara.
     Dio respuesta favorable a la petición para que agregarse a su Consejo hombres buenos de las ciudades, villas y lugares ordenó que la Cancillería siguiese la persona del Rey y se situase en tal lugar que fuese comunal a todos los reinos; moderó los derechos de los notarios y escribanos, y a la queja de los procuradores denunciando al Rey que tenían las notarías mayores de la corte «omes poderosos e non sabidores de los oficios», respondió «que los notarios pusiesen por sí tales oficiales que fuesen pertenecientes para los dichos oficios.»
     Había personas que andaban en hábito de legos, con corona abierta sin ser ordenados, que se casaban en secreto y pretendían exención de los pechos y tributos que pagaban los seglares. Los procuradores denunciaron el abuso al Rey, quien mandó que el clérigo de órdenes menores, casado o casando con doncella, pechase por los bienes temporales; que el clérigo de grados, permaneciendo soltero y trayendo corona y vestiduras clericales, gozase del privilegio de la Iglesia; mas si no trajese corona abierta, ni usase vestidura eclesiástica, y tres veces amonestado por el prelado no renunciase a su vida mundana y a su ropa laical, perdiese el privilegio de su fuero y pechase como seglar.
     Dictó Juan I en estas Cortes acertadas providencias para reprimir la codicia de los recaudadores y arrendadores de las alcabalas y de las tercias, fijó el procedimiento contra los deudores al Rey y sus fiadores hasta vender en pública subasta todos sus bienes muebles y raíces en pago de las deudas, y mandó que fuesen rematados en la mayor cuantía que dieren y adjudicados al mejor postor, reservándose dar compradores cuando la postura más ventajosa no alcanzase a cubrir la cantidad «que debieren e ovieren de dar.»
     Ordenó Alfonso XI hacer alfolíes de sal y repartirla por cabezas, exigiendo su importe en razón de las fanegas que cabían a cada lugar y no del consumo. Los procuradores a estas Cortes de Burgos de 1379 representaron a Juan I los agravios que los pueblos recibían del repartimiento arbitrario de la sal, y el Rey prometió reformar la renta, cumplido el plazo durante el cual estaban arrendadas las salinas, y asimismo que en adelante no se cobraría por cabezas el servicio de la moneda.
     En cuanto a poner remedio al desorden de la circulante, dijo que para corregir su falta había ordenado que se labrase en ciertas ciudades; «e por que mejor se pueda facer (añadió) avemos soltado el nuestro derecho... del facer de la dicha moneda, segund que lo ovieron los otros Reyes onde nos venimos». El arbitrio no era bueno, pues no se remediaba el mal con labrar mucha, si no tenía el peso y ley convenientes; y renunciar el Rey a su vigilancia en estas labores equivalía a cerrar los ojos al peligro de la inundación de la moneda falsa.
     En razón de los montazgos que se cobraban de los ganados y de los agravios que recibían los pueblos de los alcaldes de la Mesta, confirmó los ordenamientos de Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1345 y 1348.
     También confirmó las hermandades autorizadas por Enrique II en el Ayuntamiento de Medina del Campo de 1370, y accedió a la petición para que no se proveyesen arzobispados, obispados, dignidades ni beneficios sino en personas naturales de estos reinos, ni se consintiese sacar oro ni plata a los beneficiados extranjeros. Más justo y generoso que su padre, admitió que fuesen obedecidas, pero no cumplidas, cualesquiera cartas para que «casasen mujeres viudas o doncellas, hijas de hombres buenos de las ciudades, villas y lugares con algunas personas contra su voluntad, borrando este odioso vestigio del régimen feudal.»
     Reprimió el frecuente abuso de hacerse los pecheros hijosdalgo mediante informaciones de falsos testigos, exigiendo la intervención de un procurador del Rey y otro del concejo del lugar de donde el interesado fuese vecino, y concediendo a los concejos recurso de apelación a la Audiencia establecida en la corte, y ordenó que no anduviesen hombres ni mujeres vagando y pidiendo limosna, sino que los alcaldes de los pueblos apremiasen a los que pudiesen trabajar, para que se ocupasen en las labores del campo, o aprendiesen oficio o viviesen con señores y no estuviesen baldíos.
     Lejos de otorgar las peticiones relativas a no enajenar los lugares de la Corona empobrecidos con tantas mercedes, no encomendar a extranjeros la tenencia y guarda de las fortalezas, y no obligar a mantener caballo a las personas cuya fortuna no llegase a cierta cuantía confirmó los ordenamientos de su padre, «porque (dijo) así cumple a nuestro servicio».      Por último, suplicaron los procuradores que valiese contra el Judío el testimonio de dos cristianos abonados y de buena fama, o de escribano público, aunque no hubiese testigo judío; que a éstos les fuese retirado el privilegio de no dar otor de las cosas hurtadas o robadas que se hallaren en su poder(521), y que renovase la prohibición de prestar a logro, pues los Judíos continuaban celebrando contratos usurarios con menosprecio de las leyes y con grande osadía; a todo lo cual respondió el Rey que se guardase el ordenamiento hecho por su padre en las Cortes de Burgos de 1377.
Cortes de Soria de 1380.      A las Cortes de Burgos de 1379 siguieron las de Soria de 1380, curiosas en extremo, porque pintan al vivo las costumbres licenciosas de los clérigos y los legos en el siglo XIV.
     Estaba el Rey de Castilla en Soria por el mes de Setiembre. Allí recibió a los mensajeros del Rey D. Fernando de Portugal, y se concertó el casamiento del Infante D. Enrique, primogénito de D. Juan I, con la Infanta Doña Beatriz, heredera del reino vecino. Celebráronse las Cortes y fuese el Rey a Medina del Campo, en donde reunió a todos los prelados y letrados de sus reinos para que le aconsejasen sobre cuál de los Papas elegidos, Urbano VI o Clemente VII, debía ser reconocido por legítimo sucesor de San Pedro.
     Todo esto ocurrió en el plazo de tres meses, precipitación que indujo a error al sensato Colmenares, quien, haciendo caso omiso de las Cortes de Soria, supone que el Rey las convocó para Medina del Campo(522). Es verdad que le disculpa haber seguido la opinión del P. Mariana, por ser grande su autoridad(523). Lo cierto es que D. Juan I tuvo Cortes en Soria el año 1380, y no en otra parte.
     El cuaderno de las peticiones generales que hicieron al Rey en estas Cortes los procuradores de las ciudades y villas, dan una idea bien triste del fruto recogido después de tanto afán por mejorar la administración de la justicia. Ni los jueces se enmendaban, ni los malhechores los temían, ni se desterraban los abusos en el manejo de los caudales públicos.
     El Rey, de acuerdo con las Cortes, hizo un severo ordenamiento para reprimir y castigar la osadía de algunas personas nada escrupulosas, que se apoderaban de los bienes muebles o raíces que dejaba a su muerte cualquier hombre o mujer, so pretesto de hallarse vacantes, aunque hubiese hijos o parientes del difunto u otros herederos legítimos en virtud de testamento o abintestato, y mandó a los jueces poner en pacífica posesión de dichos bienes a los derechos habientes de un modo sumario y sin figura de juicio.
     También amparó en su propiedad a los compradores en pública subasta de los bienes vendidos a los recaudadores y arrendadores de los pechos y rentas reales o sus fiadores, aunque les ofreciesen los antiguos dueños su justo precio, ya porque los adquirieron contra su voluntad apremiados por el fisco, y ya porque se vieron obligados a celebrar contratos onerosos al tomar prestado el dinero con que los pagaron.
     Prohibió bajo graves penas cortar o quemar árboles por malquerencia, derribar casas, arrancar viñas, quebrantar naves grandes o pequeñas, desjarretar ganados, robar iglesias, prender labradores o mercaderes sino por justicia, y asimismo matar, herir, robar y llevarse mujeres casadas o desposadas u otras por fuerza, dar abrigo a los malhechores en castillos, alcázares o casas de señores eclesiásticos y seglares, y negarse a entregarlos a los oficiales del Rey cuando los reclamaban para castigarlos según merecían por sus delitos.
     Mandó que los clérigos y demás personas de abadengo pechasen al Rey y a los concejos por los bienes de realengo que comprasen o adquiriesen por otro título cualquiera; que tampoco fuesen excusados los frailes de la tercera regla de San Francisco, en la cual entraban muchos que estaban en sus casas gozando de sus bienes como los otros legos; ni menos las personas que llevaban corona y eran casados, porque todas las referidas supercherías se empleaban para sacudir la carga de los tributos.
     Prohibió a los prelados, beneficiados, alcaldes, alguaciles, merinos y jueces arrendar las rentas reales y las de los concejos en los lugares y villas en donde tuviesen sus dignidades u oficios; reprimió el abuso de los arrendadores de las tercias, que dejaban pasar tres o cuatro años sin cobrarlas, y después las pedían haciendo la cuenta según el valor que alcanzaron los frutos en aquel plazo cuando los precios fueron más altos; corrigió el exceso de los caballeros y escuderos que tomaban en arriendo las alcabalas y luego las derramaban en sus lugares como si fuesen pedidos, y ordenó que los alcaldes ordinarios oyesen y librasen los pleitos de las monedas y alcabalas, suprimiendo la jurisdicción especial de los alcaldes apartados.
     Respetó los de fuero en los lugares en donde los había por privilegio o costumbre; a los de la Mesta limitó la distancia hasta donde los emplazados debían seguir el emplazamiento; prometió no dar cartas de merced de los oficios de alcalde, escribano, notario u otros hasta que finasen las personas que los tenían, por los grandes escándalos que resultaban de proveerlos sin estar vacantes, y también ofreció no darlas ni consentir que los prelados las diesen, para encerrar a los pueblos y apremiarlos a oír los sermones, pues «facen a los labradores estar ocho días e más encerrados en las eglesias, por que non puedan ir labrar por pan nin por vino fasta que les manden alguna cosa.»
     Ordenó Juan I, a petición de los procuradores, que los hijos que los clérigos hubiesen en sus barraganas no heredasen los bienes de sus padres ni parientes, ni los pudiesen adquirir a título de manda, donación o venta, porque con esto daban ocasión «para que otras buenas mujeres, así viudas como vírgenes, sean sus barraganas o hayan de facer pecado»; y a fin de distinguir las mancebas de los clérigos de las mujeres casadas, dispuso que llevasen pública y continuadamente por señal un prendido de paño bermejo encima de las tocas en manera que se paresca.»
     Renovó el antiguo ordenamiento para que ninguna cristiana criase hijo o hija de Judío o de Moro; pero no prohibió que los cristianos o cristianas viviesen con ellos, «por que hayan quien les labre sus heredades e los acompañen de una parte a otra, por que de otra guisa muchos se atreverían a ellos por los matar e deshonrar»: impuso penas a los que ofendiesen a los conversos o cristianos nuevos con palabras injuriosas, y confirmó lo mandado por Enrique II en las Cortes de Burgos de 1377, excluyendo a los Judíos de las casas del Rey, de la Reina, de los Infantes, prelados, caballeros u otras personas, de suerte que no pudiesen tener oficio alguno en la corte ni al servicio de los particulares, sobre todo el de almojarife, siempre odioso a los cristianos.
     El ordenamiento sobre Judíos y lutos es breve. y, en parte una ampliación del otorgado en las Cortes de Burgos de 1379. Prohibió el Rey al pueblo hebreo decir sus oraciones en pié según manda el talmud, maldiciendo a los cristianos, a los clérigos y a los finados; quitó la jurisdicción criminal a los rabíes, viejos y adelantados de los Judíos, dejándoles solamente la civil para librar los pleitos entre ellos, y castigó con la pena de pérdida de la libertad a los que convirtiesen a su ley y circuncidasen a los Moros o infieles de otras sectas, tolerando el judaísmo, pero no su propaganda.
     En cuanto a los lutos, confirmó la prohibición de hacer llantos y duelos excesivos por los muertos, desfigurar el rostro, usar vestiduras negras más tiempo del fijado por el Rey según la calidad de las personas y el grado de parentesco, etc. La sanción penal es rigorosa, y alcanza a los oficiales de la ciudad, villa o lugar negligentes a quienes conmina con la privación de sus oficios.
Cortes de Segovia de 1383.      En 1383 «vínose el Rey para la cibdad de Segovia, e allí fizo sus Cortes, e muchas leyes e ordenamientos, de las quales pocas se guardaron, salvo una ley que fizo en que mandó que se non pusiese en las escripturas la era del César, si non el año del nascimiento de nuestro Salvador Jesu-Christo»(524). Cascales dice que el Rey quiso hacer Cortes en León, para lo cual envió a los reinos sus cartas convocatorias, y cita los nombres de los procuradores de la ciudad de Murcia que concurrieron a ellas(525).
     El historiador de Segovia, cuyo testimonio en el caso presente, aun guardando silencio la Crónica, sería de mucho peso y autoridad, dice: «Recién casados los Reyes, vinieron con la corte a nuestra ciudad, donde, por el mes de Setiembre, se celebraron Cortes generales de Castilla, y entre otras se estableció aquella celebrada ley de que dejada la cuenta en el tiempo de la era del César, Emperador gentil, que en Castilla había permanecido mil cuatrocientos veinte y un años, se contase por los del nacimiento de Jesu-Christo, Dios y hombre, redentor del mundo. Francisco Cascales, en su Historia de Murcia, puso a la letra esta ley, aunque no refiere dónde la halló»(526).
     Resulta averiguado que Juan I convocó para León las Cortes que después celebró en Segovia el año 1383; que en dichas Cortes se hicieron varias leyes, las cuales, por los negocios que sobrevinieron, no pudo el Rey mandar que se llevasen a efecto, según él mismo lo declaró en el cuaderno de peticiones otorgado en las siguientes habidas en Valladolid el año 1385; y, por último, que en aquellas ordenó la sustitución de la era del César con la cristiana, novedad introducida, según Cascales, en las de Sevilla de 1384, de las que ni la Crónica, ni los historiadores más diligentes, ni documento alguno fidedigno hacen memoria ni dan la menor noticia(527).
     Fue el año 1385 infausto para Castilla, pues en 14 de Agosto ganaron los portugueses la memorable batalla de Aljubarrota con pérdida «de muchos e muy buenos señores e caballeros», leoneses y castellanos(528). Perdiose la batalla, no sin culpa del Rey, por mal orden y mal consejo.
Cortes de Valladolid de 1385.      Afligido Juan I con tal desastre, y previendo el peligro de perder la corona, porque el Rey de Portugal llamaba a toda prisa al Duque de Alencastre o Lancaster, casado con Doña Constanza, hija del Rey don Pedro, para que viniese a Castilla e hiciese valer su derecho por la vía de las armas, ofreciéndole todo favor y ayuda en la guerra, apenas llegó a Sevilla vistió luto y acordó reunir Cortes en Valladolid el día 1.º de Octubre siguiente.
     En el preámbulo del cuaderno dice Juan I: «Por quanto a los Reyes e a los príncipes que han poder de facer e ordenar leyes para que los súbditos en tiempo de paz se hayan de regir por las leyes que fablan de los estados que pertenecen a cada uno... otrosí facer e ordenar leyes que son necesarias en tiempo de guerra, etc.»
     De este pasaje se infiere que no es tan fácil probar, como pretende Martínez Marina, que desde el origen de la monarquía hasta el advenimiento de la Casa de Austria al trono de España todas las leyes se hacían en las grandes juntas del reino, o por los brazos del estado, o por el Rey con acuerdo, consentimiento y consejo de la nación; y es mucho más difícil todavía mostrar con pruebas sacadas de la historia, que «las leyes, para ser valederas y habidas por leyes del reino, se debían hacer precisamente en Cortes generales»(529). No lo entendía así D. Juan I al afirmar que a él pertenecía la potestad legislativa en absoluto, según lo entendió D. Alonso el Sabio, y lo declaró en su código memorable(530).
     Poseído de su autoridad como legislador y Rey en la plenitud de su soberanía, mandó D. Juan I guardar y cumplir las leyes ordenadas en las Cortes de Segovia de 1383, recibiendo entonces la sanción de que carecían. De estas leyes ya se sabe que no hay noticia circunstanciada, habiéndose salvado de la oscuridad y el olvido la concerniente al modo de contar los años por la era de Cristo y pocas más, pues consta de ordenamientos posteriores que hizo una reprimiendo los excesos de los jueces eclesiásticos que usurpaban la jurisdicción real, otra para que pechasen las heredades realengas que pasaban al abadengo, otra concediendo alguna merced a los cristianos deudores de los Judíos, y, en fin, otra moderando el servicio de acémilas y carretas que aprontaban los pueblos cuando iba el Rey de viaje o alguna persona principal de la corte.
     El primer cuidado del Rey fue poner sus reinos en estado de defensa, para lo cual decretó un armamento general, extensivo a todos los varones mayores de veinte años y menores de sesenta, clérigos y legos, de cualquiera ley o condición que fuesen; fijó el equipo militar de cada uno, guardada proporción con su hacienda; señaló épocas para hacer los alardes, e impuso graves penas a los que no se presentasen apercibidos para la guerra.
     Procuró el aumento de la caballería, nervio de los ejércitos en la edad media, dictando providencias encaminadas a facilitar la reproducción de los caballos, y otras dirigidas a restringir la multiplicación y uso de las mulas.
     Considerando que además de hombres necesitaba dinero para sostener la campaña contra el enemigo, conminó con la responsabilidad del cuatro tanto a los concejos y personas de cualquiera ley o estado que dijesen, hiciesen o aconsejasen algo por lo cual las rentas derechos del Rey valiesen menos; y con relación a los particulares prohibió a los acreedores tomar los bienes de sus deudores sin licencia del juez competente, y a los recaudadores y arrendadores de los tributos «dar ponimentos baldíos», y llevar por esto cohechos.
     Las peticiones generales, prescindiendo de las relativas a los Judíos, no son numerosas. Pidieron los brazos del reino al Rey «dar su presencia real y asentarse en audiencia un día a la semana, porque los naturales se pudiesen querellar y mostrar los agravios que recibían»; hacer justicia de los malhechores, no obstante la mala costumbre de acogerse a los lugares de señorío; prohibir a los alcaldes y merinos arrendar sus oficios, porque (decían) «es fuerza que el que tiene la cosa por renta, haya de catar como saque lo quel cuesta della, e mucho más»: peticiones fácilmente otorgadas como otras veces lo habían sido.
     Las relativas a los pechos suministran noticias curiosas e interesantes acerca del influjo que en el estado social de León y Castilla tuvieron las mercedes enriqueñas, muy superior al que les atribuyeron los jurisconsultos para quienes toda su importancia se cifra en haber dado origen a los mayorazgos.
     La ponderada liberalidad de Enrique II debilitó el poder real y robusteció el de la nobleza al punto que ni el monarca dadivoso, ni su hijo, se atrevieron a enfrenarla. Los grandes y caballeros, favorecidos con tan crecidas mercedes, juzgaron que todo les era permitido, porque todo era corto premio a sus servicios. Despertose en su pecho la codicia, y sin temor al Rey que habían sentado en el trono, apenas se vieron señores de ciudades, villas y lugares casi por derecho de conquista, no perdonaron medio de enriquecerse empobreciendo a sus vasallos, y asolando los pueblos con exorbitantes y desusados tributos.
     En proporción que aumentaba la pobreza y se hacía más dificultoso, cuando no imposible, pagar los pedidos, crecían los rigores del apremio, y llegaron hasta el despojo y la tortura.
     Si el morador de un lugar mudaba de domicilio, le tomaban los bienes que dejaba en el de su anterior vecindad, o se los vendían. A las personas «de pro que habían alguna facienda, levantábanles muchos achaques por los cohechar, e por los facer perder quanto en el mundo habían»; si alguna mujer, de las bien andantes enviudaba, o alguno tenía su fija, por fuerza e contra su voluntat el sennor facía casar a los sus escuderos e a los omes de menos estado con ellas»; a los pobres, «fasta que les diesen lo que non tenían, facían facer cartas a logro en judíos premiosamente de las quantías que ellos querían, en manera que mientre vivan, nunca se podrán quitar»; otras veces para pagar los tributos tomaban las cruces, los cálices, las campanas y todos los ornamentos de las iglesias y hospitales, y los vendían o empeñaban; por último, cuando el señor agotaba sin fruto los medios ordinarios del apremio, prendía los omes, e metíalos en cárceles, e non les daba a comer, nin a beber, así como a cautivos.»
     Clamaron estas Cortes de Valladolid por el remedio a tanto desorden y tiranía, y el Rey reprimió el abuso de los casamientos forzosos y aun manifestó el deseo de emendar los otros agravios; pero en razón de los pedidos dio por respuesta que entendía hablar con los caballeros y mandarles que en adelante hiciesen de modo que ellos lo pasasen bien. La promesa era estéril por lo ambigua. Enrique II y Juan I, Reyes de la nobleza, rodearon el nombre de D. Pedro de Castilla de cierta aureola popular.
     Como no había riesgo de disgustar a los caballeros, no vaciló el Rey en acceder a la petición contra los excesos de los arrendadores de las alcabalas y monedas. Emplazaban a los vecinos de las ciudades, villas, lugares y aldeas, y en compareciendo, no les demandaban nada aquel día ante los alcaldes ordinarios, para tener ocasión de emplazarlos de nuevo, fatigarlos y cohecharlos.
     No fue el Rey tan animoso y resuelto con los señores de lugares por merced de su padre, cuando las Cortes se quejaron de su osadía al prohibir a los vecinos que arrendasen a los recaudadores las rentas, para tomarlas ellos después a mala barata en perjuicio de los pueblos y de la corona; a lo cual respondió que había mandado hacer ley sobre ello.
     Igual debilidad mostró con los prelados y clérigos que también solían tomar en arrendamiento las alcabalas, monedas, tercias y otras rentas reales; y cuando los alcaldes ordinarios, fieles a los deberes propios de su oficio, procedían contra ellos y les embargaban y vendían sus bienes, se interponían los jueces eclesiásticos con sus cartas de entredicho y excomunión, de suerte que no se cumplía el derecho. Juan I, en vez de reprimir con mano dura este abuso, que cedía en mengua de la jurisdicción real, se limitó a prohibir a los recaudadores y arrendadores de sus rentas que las arrendasen a clérigos o personas eclesiásticas, salvo si diesen buenos fiadores legos, cuantiosos y abonados, sin atreverse siquiera a confirmar los repetidos ordenamientos hechos en Cortes que inhabilitaban al clero para mezclarse en esta clase de negocios.
     No menos de nueve son los ordenamientos relativos a los Judíos en los cuales se recapitula, si no todo, lo principal que acerca del pueblo hebreo se hallaba establecido en Cortes anteriores. Que los cristianos no vivan continuadamente de noche y de día con los Judíos ni con los Moros, comiendo y bebiendo con ellos cosas vedadas; que los Judíos y los Moros no tengan oficios en la Casa del Rey, ni de la Reina, ni de los infantes, condes, caballeros, dueñas ni doncellas, ni sean contadores, ni cogedores de rentas ni tributos; que sean obligados a dar otor de las cosas hurtadas, no obstante privilegio en contrario; que prescribiesen por tiempo las cartas de deuda otorgadas por los cristianos a favor de los Judíos; que no pusiesen entregadores o porteros apartados para hacer efectivos sus créditos por trámites de justicia; que concediese el Rey alguna quita y espera a los cristianos deudores a los Judíos; que compareciesen ante los alcaldes ordinarios, y no lo tuviesen propio, para librar los pleitos entre unos y otros, tales son, en suma, las peticiones que los brazos del reino hicieron al Rey en estas Cortes de Valladolid de 1385.
     Don Juan I las otorgó casi todas, debiendo agradecerle el pueblo judaico la conservación de sus entregadores apartados, la confirmación de la ley declarando que en los pleitos civiles no valiese contra el Judío el testimonio del cristiano sino cuando fuese corroborado con el de otro Judío, y la negativa a conceder perdón ni moratoria de las deudas, sobre la merced que hizo a los deudores en las Cortes de Segovia de 1383.
     Termina el cuaderno de las peticiones generales con una larga y sentida oración del Rey a las Cortes explicando las causas del luto que vestía. Había empezado a reinar con voluntad de hacer justicia, y desmayó su ánimo ante la resistencia invencible de las malas costumbres. El propósito de aliviar la carga pesada de los tributos se desvanecía ante las apremiantes necesidades de la guerra que le obligaban a conservarlos y aumentarlos. La muerte de tantos y tan grandes y tan buenos caballeros en la batalla de Aljubarrota llenó de pesar y amargura su corazón.
     Agradeciendo a las Cortes la petición para que dejase las vestiduras de duelo, condescendió con su ruego, pero desterró el lujo en señal de penitencia y humildad, de forma que en esta ley se mezcla y confunde lo suntuario con lo piadoso.
     Los cuidados de la guerra absorbían su atención, y no pudiendo prestar la debida a la gobernación del estado, ordenó un Consejo compuesto de doce personas, a saber, cuatro prelados, cuatro caballeros y cuatro ciudadanos que siempre habían de seguirle y acompañarle adonde quiera que fuese.
     El Consejo debía «librar todos los fechos del regno», salvo las cosas pertenecientes a la Audiencia y las que el Rey se reservaba y eran provisión de los oficios de la Casa Real y plazas de oidores, tenencias de fortalezas y castillos, adelantamientos, alcaldías y alguacilazgos no de fuero, merinos de las ciudades y villas, corregidores, jueces, escribanos mayores, presentaciones de beneficios eclesiásticos, tierras, gracias, mercedes y limosnas y perdón de los homicidas, y todavía ofreció consultar al Consejo en todas estas cosas.
     Motivó el Rey la institución del Consejo en los fechos de la guerra, «los quales (dijo) son agora muy más e mayores que fasta aquí», y además en otras tres razones principales: su enfermedad, «la qual, segund vedes, nos recrece mucho a menudo»; el aumento de los tributos, «por que todos los del regno vean claramente que a nos pesa de acrescentar los pechos, e que nuestra voluntad es de non tomar más de lo necesario» y «por que de nos se dice que facemos las cosas por nuestra cabeza e sin consejo e agora de que todos los del regno sopieren en como habemos ordenado ciertos perlados, e caballeros e cibdadanos para que oyan e libren los fechos del regno, por fuerza haberán de cesar los dicires, e ternán que lo facemos con consejo.»
     Resulta que Juan I es el fundador del alto Consejo de los Reyes de Castilla, de tan grande autoridad en los tiempos posteriores, si bien, al crearlo, no le dio el carácter de una institución permanente. Lo que no recabaron las Cortes de él, ni de Enrique II, ni de otros monarcas, lo consiguieron las quejas y murmuraciones del vulgo, que no perdonaba al Rey el desastre de Aljubarrota(531).
     En Julio de 1986 surgió el Duque de Alencastre con grande armada en el puerto de la Coruña. «Traía consigo su mujer Doña Constanza, que era fija del Rey D. Pedro, e una fija que había della, que decían Doña Catalina(532). Titulábase Rey de Castilla y de León, y venía resuelto a confiar a la suerte de las armas su derecho a la corona»(533).
     Apercibiose D. Juan I para la guerra, y salvadas las apariencias con demandas y respuestas por medio de heraldos y mensajeros, empezaron los tratos secretos para ajustar el casamiento del Infante heredero Don Enrique con la hija única del Duque y Doña Constanza.
     Mientras el Rey negociaba y se esforzaba a vencer la resistencia de su enemigo con la oferta «de grand quantía de oro», continuaron los aprestos militares, a cuyo fin convocó Cortes en Segovia, que celebró por Noviembre de 1386, las cuales le sirvieron con gente y dinero(534).
Cortes de Segovia de 1336.      No se muestra Juan I tan ufano y engreído con su autoridad en estas Cortes como en otras anteriores, cuando no perdona ocasión de insinuar que las reúne y escucha por vía de consejo. El peligro del momento quebrantó el orgullo del monarca, y la prudencia le obligó a moderarse para rodear su trono vacilante de todas las fuerzas de la nación, cuya voluntad solicita ligando la causa del Rey con la del pueblo. Los descontentos (y había muchos) podían alistarse en las banderas del Duque vengador de la muerte de D. Pedro.
     No eran vanos estos temores, pues Doña Constanza y Doña Catalina hallaron en Galicia acogida favorable. Santiago, cabeza de aquel estado y reino, se rindió sin combate a los ingleses, y a su ejemplo casi toda la tierra. Algunas personas principales se arrimaron al partido de Alencastre, como si estuviesen pesarosos y arrepentidos de la obediencia que dieron a Enrique II, después de haberle resistido con mano armada, muerto ya el Rey D. Pedro, por espacio de dos años.
     La mejor prueba de que se urdían tramas contra el Rey y peligraba su corona, la suministran los dos últimos ordenamientos del cuaderno dado en estas Cortes, imponiendo penas severas a los que decían palabras y razones muy malas y feas en ofensa de las personas reales, de los del Consejo, ministros y grandes del reino, o fingían e inventaban «nuevas non verdaderas sobre algunas cosas que son en nuestro deservicio», y mandando poner guardas a las puertas de cada ciudad, villa o lugar que debían tomar las cartas mensajeras y entregarlas al concejo, dos de cuyos oficiales las abrían e interceptaban si contenían palabras o razones dignas de igual censura.
     Las peticiones generales de los procuradores a estas Cortes de Segovia de 1386 versan sobre las materias de gobierno más comunes y ordinarias. Para perseguir a los malhechores autorizó el Rey la formación de hermandades entre los concejos; mandó que cada ciudad, villa o lugar levantase cierto número de hombres de a caballo y de a pie, que habían de estar prestos al servicio por tres meses; dispuso que los alcaldes, merinos, alguaciles u otros oficiales de justicia, tan pronto como llegasen a tener conocimiento de alguna muerte, robo, o en general de cualquier delito cometido en el término de su jurisdicción, hiciesen tocar a rebato, y a campana herida saliesen los vecinos de los lugares comarcanos en persecución de los criminales hasta prenderlos y entregarlos al juez de quien debían recibir el merecido castigo; en fin, adoptó todos los medios principales de mantener la paz pública imaginados por el Rey D. Pedro en las Cortes de Valladolid en 1351, recatándose de nombrarle.
     Hizo más por mejorar la administración de la justicia, pues prohibió a los alcaldes, jueces y escribanos que fuesen abogados en los pleitos que pasasen ante ellos; ofreció poner remedio a la tardanza de los oidores en librar los que se ventilaban en la Audiencia, y confirmó el ordenamiento hecho en las Cortes de Segovia de 1383 contra los prelados, vicarios y demás jueces eclesiásticos que usurpaban la jurisdicción real(535).
     A ruego de los procuradores templó el rigor de la justicia con la misericordia, convidando con el perdón a los homicidas y malhechores que andaban huidos o estaban ocultos, si se presentaban a la justicia en el plazo de tres meses y declaraban sus delitos, salvo los reos de alevosía, traición y muerte segura.
     El mayor número de peticiones se refiere al arreglo de los tributos, y de aquí diversos ordenamientos limitando el de los excusados de pechos reales y concejiles; declarando que se guardase la ley hecha en las Cortes de Segovia de 1383 en razón de las heredades realengas que pasaban al abadengo; prohibiendo tomar y vender las armas en pago de monedas u otras deudas reales, privilegio limitado a este año primero que viene «para que todos los hombres estuviesen apercibidos al combate; resistiendo la pretensión de que se descontase a los pueblos el importe de los robos y daños causados en sus términos por los caballeros u otras personas, ya fuesen naturales, ya extranjeros, como si los vecinos quisiesen prevenirse contra las exacciones consiguientes al estado de guerra; reprimiendo el abuso de algunos que se ordenaban de corona «e non de orden sacra», y luego se acogían a la protección de los prelados y jueces eclesiásticos para no pechar, o hacer otras donaciones fingidas de todos sus bienes a iglesias o clérigos con el mismo objeto; otorgando a los concejos que pusiesen por recaudadores hombres buenos, abonados y cuantiosos que se encargasen de la cobranza de los tributos mediante cierto salario; mandando que la mudanza de vecindad de un lugar de realengo a otro de señorío no dispensase de pechar en razón de las heredades que cada uno conservase en la tierra del Rey; imponiendo a las aldeas, aunque fuesen de señorío, la obligación de contribuir a la reparación de los adarves y cavas de las ciudades, villas y lugares en cuyos términos se hallaban, si se aprovechaban de sus pastos, y por último, prometió el Rey guardar justicia y derecho en el modo de coger el diezmo del pan y del vino, que no querían los abades tomarlo en especie sino en dinero, apreciando los frutos en mucho más de lo que valían en la doble exacción con el nombre de rediezmo, y en las demandas excesivas y contrarias a la costumbre a título de voto de Santiago.
     Con iguales esperanzas de remedio acalló las quejas de los procuradores contra la tiranía de algunos condes, caballeros, dueñas y otras personas favorecidas con mercedes de ciudades, villas y lugares, cuyos señores hacían a los vecinos muchos agravios y sinrazones, «tomándoles de lo suyo, levándoles achaques e echándoles pedidos de dinero, e de pan, e de vino e de otras cosas, e tomándoles los oficios que habían por fuero, privilegio o costumbre», exigiéndoles portazgos en donde nunca se habían pagado mientras fueron los lugares de realengo, así como las mulas, acémilas y carretas. Decían más los procuradores a las Cortes, que mandase el Rey «desatar todos los tales agravios a los dichos lugares e sennoríos, por que se non hermasen, por que ellos non so osaban querellar por miedo de los sennores.» La respuesta no fue más decisiva y animosa que la referida al tratar del mismo asunto en las Cortes de Valladolid de 1385. Los Trastamaras deseaban hacer justicia y favor al pueblo, pero no se atrevían a descontentar la nobleza que los ayudó a escalar el trono.
     Instando los procuradores, arrancaron a Juan I la promesa de no pedir a personas señaladas préstamo alguno de dinero, pan, vino, carne u otras cosas, ni demandar galeotes.
     En cuanto a las deudas de los cristianos a los Judíos, confirmó el Rey el ordenamiento que hizo en las Cortes de Segovia de 1383(536).
     En razón de los beneficios eclesiásticos que gozaban los extranjeros, respondió que el ordenamiento de Medina del Campo citado por los procuradores, «non fue fecho, nin lo pudimos facer de derecho, e que nos enviaremos sobre esto nuestras cartas de ruego al Papa»(537). Mostró voluntad de reprimir los cohechos de los guardas de las sacas de las cosas vedadas por las fronteras; mandó que cuando los ganados pasasen de unos a otros lugares por recelo de la guerra, fuesen salvos y seguros, «guardando pan, e vino, e prados, e dehesas cotadas», y prometió atajar los abusos que cometían los pastores de la Mesta no queriendo ir por sus cañadas, aprovechando el rocío de las yerbas en perjuicio de los dueños de las heredades y de los concejos, poniendo alcaldes entre sí que se entremetían a librar por vía ordinaria los pleitos que se originaban a causa de las posturas y grandes penas arbitrariamente impuestas a las ciudades, villas y lugares, y haciendo otros daños a los vecinos con mengua de la justicia, la propiedad y la agricultura.
     En estas Cortes de Segovia de 1386 hizo Juan I un largo razonamiento para probar su mejor derecho a la corona que Doña Constanza, mujer del Duque de Alencastre e hija del Rey D. Pedro. La fuerza de la argumentación estriba en que descendía de los Infantes de la Cerda, a quienes pertenecía el reino como legítimos herederos de Alfonso X, declarando Reyes intrusos y usurpadores del trono a Sancho IV, Fernando IV, Alfonso XI y D. Pedro que lo ocuparon desde el año 1295 hasta el de 1369, habiendo sido recibidos y jurados por las Cortes. Además de estos títulos de legitimidad, mediaba la renuncia de D. Alonso de la Cerda, hijo del Infante D. Fernando, aceptada la sentencia que dieron como árbitros los Reyes de Aragón y Portugal, en cuya virtud hizo pleito homenaje a Fernando IV.
     El argumento de más valor que los consejeros de D. Juan I pusieron en sus labios, fue que Doña Constanza y su hermana Doña Isabel eran hijas de ganancia, por cuanto las hubo el Rey D. Pedro en su manceba Doña María de Padilla durante su matrimonio con Doña Blanca de Borbón. Por último, dijo que su padre Enrique II tuvo muy grandes derechos en el reino por algunas razones, señaladamente... «porque fue rescibido e tomado por Rey e por sennor en este regno, después que los del regno fueron contra el Rey D. Pedro por non aver derecho en el regno, e por sus merescimientos.»
     Declarar la validez o nulidad del matrimonio de D. Pedro y Doña María era una cuestión ardua y ajena a la competencia del Rey que en esta causa se mostraba juez y parte. El Rey D. Pedro dijo en las Cortes de Sevilla de 1362 que Doña Blanca de Borbón «non fuera su mujer legítima, porque antes que se desposase con ella se avía desposado por palabras de presente con Doña María de Padilla, e la rescibiera por su mujer.» Las Cortes lo oyeron, y todos los allí presentes, voluntad de reprimir los cohechos de los guardas de las sacas de las cosas vedadas por las fronteras; mandó que cuando los ganados pasasen de unos a otros lugares por recelo de la guerra, fuesen salvos y seguros, «guardando pan, e vino, e prados, e dehesas cotadas», y prometió atajar los abusos que cometían los pastores de la Mesta no queriendo ir por sus cañadas, aprovechando el rocío de las yerbas en perjuicio de los dueños de las heredades y de los concejos, poniendo alcaldes entre sí que se entremetían a librar por vía ordinaria los pleitos que se originaban a causa de las posturas y grandes penas arbitrariamente impuestas a las ciudades, villas y lugares, y haciendo otros daños a los vecinos con mengua de la justicia, la propiedad y la agricultura.
     En estas Cortes de Segovia de 1386 hizo Juan I un largo razonamiento para probar su mejor derecho a la corona que Doña Constanza, mujer del Duque de Alencastre e hija del Rey D. Pedro. La fuerza de la argumentación estriba en que descendía de los Infantes de la Cerda, a quienes pertenecía el reino como legítimos herederos de Alfonso X, declarando Reyes intrusos y usurpadores del trono a Sancho IV, Fernando IV, Alfonso XI y D. Pedro que lo ocuparon desde el año 1295 hasta el de 1369, habiendo sido recibidos y jurados por las Cortes. Además de estos títulos de legitimidad, mediaba la renuncia de D. Alonso de la Cerda, hijo del Infante D. Fernando, aceptada la sentencia que dieron como árbitros los Reyes de Aragón y Portugal, en cuya virtud hizo pleito homenaje a Fernando IV.
     El argumento de más valor que los consejeros de D. Juan I pusieron en sus labios, fue que Doña Constanza y su hermana Doña Isabel eran hijas de ganancia, por cuanto las hubo el Rey D. Pedro en su manceba Doña María de Padilla durante su matrimonio con Doña Blanca de Borbón. Por último, dijo que su padre Enrique II tuvo muy grandes derechos en el reino por algunas razones, señaladamente «porque fue rescibido e tornado por Rey e por sennor en este regno, después que los del regno fueron contra el Rey D. Pedro por non ayer derecho en el regno, e por sus merescimientos.»
     Declarar la validez o nulidad del matrimonio de D. Pedro y Doña María era una cuestión ardua y ajena a la competencia del Rey que en esta causa se mostraba juez y parte. El Rey D. Pedro dijo en las Cortes de Sevilla de 1362 que Doña Blanca de Borbón «non fuera su mujer legítima, porque antes que se desposase con ella se avía desposado por palabras de presente con Doña María de Padilla, e la rescibiera por su mujer.» Las Cortes lo oyeron, y todos los allí presentes, así prelados como grandes señores y procuradores de los concejos, juraron al Infante D. Alonso por heredero de los reinos de Castilla y León después de los días de su padre. Muerto a poco D. Alfonso, el Rey D. Pedro hizo jurar a las Infantas Doña Beatriz, Doña Constanza y Doña Isabel, cada una en sucesión de la otra, en el Ayuntamiento de Bubierca el año 1363(538).
     Enrique II se consideró siempre legítimo sucesor de Alfonso XI, muerto su hijo primogénito. En los cuadernos de las Cortes celebradas durante su reinado, se encuentran a cada paso las frases «el Rey D. Alfonso, nuestro padre, los Reyes onde nos venimos» y otras semejantes que denotan cuán persuadido y convencido estaba del derecho hereditario que le asistía. En 1371 hizo llevar el cuerpo de Alfonso XI a la ciudad de Córdoba desde Sevilla, en donde yacía enterrado, cumpliendo la voluntad de aquel Rey que quiso recibir sepultura al lado de la escogida por su padre Fernando IV. Este acto de piedad filial confirma que se reputaba descendiente de Alfonso X por Sancho IV, lavando la mancha de su bastardía las Cortes de Burgos de 1366.
     Don Juan I renegó de sus abuelos por evitar el escollo de la ilegitimidad y borrar la nota de usurpación que le arrojaba al rostro el Duque de Alencastre. Tan mala era su causa y tan mal la defendía, que todos los argumentos rebotaban contra él. Si alegaba que Doña Constanza era hija de ganancia de D. Pedro y Doña María de Padilla, nacida viviendo Doña Blanca de Borbón, el partido contrario le replicaba que su padre fue hijo bastardo de Alfonso XI y Doña Leonor de Guzmán, viviendo la reina Doña María. Si recordaba que Enrique II había sido recibido por Rey en las Cortes de Burgos de 1366, le respondían que antes había sido Doña Constanza, jurada heredera del reino en las de Bubierca de 1363. Estaban las razones en fiel, y por eso optó Juan I por el medio de exhumar los títulos ya olvidados y anulados de los Infantes de la Cerda.
     La posteridad ventila esta y otras cuestiones semejantes con ánimo sereno. Los contemporáneos no ignoraban que una cuestión tan reñida sobre la posesión de un reino, no se había de resolver por las alegaciones de los jurisconsultos, pues más tarde o más temprano los adversarios habían de llegar a las armas.
Cortes de Bribiesca de 1387.      A las Cortes de Segovia de 1386 sucedieron las de Bribiesca de 1387(539). Cuatro son los ordenamientos que en ellas se hicieron, y todos de importancia; de suerte que deben contarse en el número de las principales y más famosas que celebró Juan I.
     «En estas Cortes (dice Cascales) quedó asentado que el Infante don Enrique se llamase de allí adelante Príncipe de Asturias, y la Infanta Doña Catalina, su esposa, Princesa. Desde este tiempo se llamaron Príncipes los primogénitos de los Reyes de Castilla y León, asignándoles por patrimonio de su principado las Asturias, y después a Jaén, Úbeda, Baeza y Andújar(540). A pesar del respeto que merece Cascales como historiador grave y fidedigno, no sería prudente afirmar que el principado de Asturias hubiese tenido origen en las Cortes de Bribiesca de 1387. Esta alta dignidad vinculada en el primogénito del Rey fue instituida a consecuencia de los tratos de paz que mediaron entre Juan I y el Duque de Alencastre, y se firmaron en Bayona el año 1388(541). Es probable que las Cortes conociesen las condiciones del concierto; pero no consta su aprobación, a lo menos de un modo expreso. El Rey negociaba, tenía seguridad del éxito y solamente reunió las Cortes para que «catasen que manera se fallaría de aver tan grand quantía como aquella que el Rey avía, tratado o acordado de pagar al Duque de Alencastre e a su mujer la Duquesa Doña Constanza»(542).
     Las necesidades de la guerra obligaron a Juan I a labrar moneda de baja ley durante los años 1385 y 1386, y así es que en 1387 corrían la moneda vieja y la nueva, ésta menos estimada que aquella. Hecha la paz, aunque no firmada, pudo el Rey corregir, y corrigió en parte el desorden de los precios; y de aquí el Ordenamiento sobre la baja de la moneda de los blancos dado en las Cortes de Bribiesca, reduciendo a seis dineros novenes el valor de los blancos, en vez de un maravedí o diez dineros.
     Restaba dictar reglas para desvanecer las dudas y evitar los pleitos que se originaban al pagar las deudas contraídas en virtud de préstamos, compras, ventas, alquileres y arrendamientos anteriores a la acuñación de la moneda blanca, y las estableció consultando la equidad más que la rigorosa justicia.
     No se remedió el mal del todo, porque los blancos valían o debían valer cinco dineros; de suerte que continuaban siendo moneda de baja ley, y dando ocasión a la carestía. Otros Reyes procuraron la baratura por medio de la tasa. Juan I se limitó a prohibir la regatonería en la corte y cinco leguas en contorno, para que fuese más abastada de viandas.»
     Hizo también en dichas Cortes un Ordenamiento de leyes dividido en tres tratados, el primero lleno de zelo religioso, el segundo relativo a las rentas, pechos y derechos reales, y el último que abarca diversas materias de gobierno.
     En el tratado primero prohíbe que salga el clero en procesión con la cruz a recibir al Rey, a la Reina o los Infantes más allá de la puerta de la iglesia, y que este recibimiento con cruz se haga a otro señor temporal alguno; manda que cuando el Rey, la Reina o los Infantes «topáremos en la calle con el cuerpo de Dios, que seamos tenudos de lo accompannar fasta la eglesia donde salió, o fincar los ynoios (hinojos) a lo facer reverencia, e estar así fasta que sea pasado, e que non nos escusemos de lo facer por lodo, nin por polvo, nin por otra cosa», práctica piadosa que todavía se observa; que nadie hiciese figura de cruz ni de santo o santa en sepultura, manto o tapete para ponerlo en lugar que pudiese ser hollada con los pies; que nadie se atreviese a renegar de Dios o denostarle, ni a Santa María, ni a los santos del paraíso; que los aposentadores de la corte no diesen posadas en las iglesias, en las cuales se alojaban muchos con sus bestias, caso feo y deshonesto; que no se tolerasen artes malas «defendidas e reprobadas por Dios, así como es catar en agüeros, e adevinanzas, e suertes, e otras muchas maneras de sorterías, «castigando a los agoreros, e adevinos e otros que se facían astrólagos»; que ninguna persona de cualquier estado o condición labrase, ni hiciese labores, ni tuviese tienda abierta en día de domingo; que los Moros y Judíos no labrasen en público, ni en paraje, donde se pueda ver o oír que labran «y confirmó y encargó la fiel observancia y rigorosa aplicación de las leyes establecidas contra los hijos desobedientes a sus padres o madres.
     Ordenó el Rey en el segundo tratado que nadie fuese osado «de facer arte, nin fabla, nin amenaza, nin encobierta, nin otra cosa alguna» por la cual sus rentas y derechos valiesen menos; que los arrendadores hiciesen saber a los recaudadores, y en su caso al Rey, a los de su Consejo o a los contadores cualquiera toma de las rentas, pechos y derechos de la corona por caballeros, hombres poderosos u otras personas; que los arrendadores pagasen a los recaudadores lo que debiesen pagarles en los plazos establecidos, o cuando más en los cinco días siguientes; que todo concejo o aljama que no pagase los pechos y derechos reales en el término señalado, fuese compelido con el apremio de cinco maravedís por millar cada día; que los recaudadores cobrasen y pagasen en dinero, e hiciesen las entregas a quien les fuere mandado dentro de un mes a lo más, so pena de igual apremio; que cualesquiera personas sabedoras de que en tal ciudad, villa o lugar en donde morare, o en su término, existía algún tesoro, o bienes u otra cosa perteneciente al Rey, lo pusiese en conocimiento de la justicia por medio de escribano público, recibiendo la quinta parte por galardón, y que los concejos se abstuviesen de proveer las vacantes de oficios pertenecientes al Rey, so pretexto de que las personas nombradas no eran hábiles para desempeñarlos, a no mediar licencia o mandato especial del Rey mismo.
     Las leyes contenidas en el tercer tratado son más heterogéneas, porque unas miran a la administración de la justicia y otras a la policía y reforma de las costumbres.
     Renovó Juan I la prohibición de tener en su casa persona alguna de estos reinos Judío o Moro que no fuese cautivo, ni conferirle oficio, para que no ejerciesen autoridad sobre los cristianos, «salvo el de físico en tiempo de necesidad»; prohibió a los casados tener mancebas públicamente, y agravó las penas contra las de los clérigos; persiguió a los vagamundos y holgazanes,» los quales (dijo) non tan solamente viven del sudor de otros sin lo trabajar e merescer, mas aún dan mal esiemplo a los otros que les ven facer aquella vida, por lo qual dejan de trabajar e tórnanse a la vida dellos, e por ende non se pueden fallar labradores, e fincan muchas heredades por labrar e viénense a hermar.» La sanción penal era curiosa y nueva. Cualquiera podía tomar por su autoridad a los vagamundos y holgazanes, y servirse de ellos un mes «sin soldada, salvo que les den comer e beber.»
     Condenó el juego de los dados «en público y en escondido», concedió al perdidoso el derecho de demandar al ganancioso lo que le hubiere ganado, si se lo reclamase dentro de ocho días, y castigó con extrema severidad el delito de bigamia, porque además de las penas ordinarias mandó «que cualquier que fuere casado o desposado por palabras de presente, se casare o desposare otra vez (siendo su primera mujer o esposa viva), que lo fierren en la fruente con un fierro caliente que sea fecho a sennal de 9 (sic).»
     No se desmintió en esta ocasión el amor de Juan I a la justicia, y dictó acertadas providencias para corregir los abusos que viciaban el procedimiento en lo civil y criminal.
     Ordenó que las cartas contra derecho fuesen obedecidas y no cumplidas, «no embargante que en ellas se faga mención especial o general de la ley, fuero o ordenamiento contra quien se dé, o de las cláusulas derogatorias en ellas contenidas»; que los emplazadores de ligero para la corte comparezcan por sí o por medio de procurador en el tiempo debido a proseguir el emplazamiento, so pena de ser condenados en las expensas que el emplazado hiciere «en venida, e en estada, e las que podría facer a la tornada» según tasación del juez; que por malicia de algunos abogados e imprudencia de algunos jueces no se alargasen los pleitos, a cuyo fin abrevió los trámites, atajando el abuso de presentar «muy luengos escriptos en que los letrados o procuradoras no dicen cosa alguna de nuevo, «salvo replican por menudo dos, e tres, e quatro o aun seis veces lo que han dicho e está ya escripto en el proceso, e aun demás disputan allegando leyes, o decretales, e partidas e fueros porque los procesos se fagan luengos... e ellos hayan mayores salarios»; que si alguno se sintiere agraviado por la sentencia del juez de las alzadas de la corte y suplicare de ella, se presentase a los oidores dentro de diez días para seguir la suplicación; que la mujer no fuese presa por las deudas del marido; que si alguno condenado a muerte o perdimiento de Miembro en rebeldía, fuese después preso o se presentase en la prisión, le oigan los alcaldes en juicio, como si no hubiese sido, «dado por fechos», y que no valiesen las cartas de perdones a no ir acompañadas de ciertos requisitos, ni se prodigasen, «porque de facer los perdones de ligero se sigue tomar los omes osadía para facer mal.»
     Confirmó Juan I los ordenamientos y leyes de su padre Enrique II, «los quales (dijo) fasta aquí non fueron guardados», y mandó guardarlos y cumplirlos en adelante, salvo en aquellas cosas que fueren contrarias a las leves deste nuestro ordenamiento, e de los otros ordenamientos que nos avemos fecho.»
     Una frase contiene el tratado tercero digna de seria atención. A propósito de las cartas contra derecho, dijo el Rey: «Et otrosí es nuestra voluntad que los fueros valederos, e leyes, e ordenamientos que non fueron revocados por otros, non sean perjudicados sinon por ordenamientos fechos en Cortes, maguer que en las cartas oviese las mayores firmezas que pudiesen ser puestas.»
     Desde este punto las Cortes participan de la potestad legislativa, porque en virtud de tan grave concesión de Juan I, los Reyes dejaron de tener autoridad para revocar por sí solos los fueros, leyes y ordenamientos no revocados, dándoles una estabilidad, fuerza y valor de que carecían. De aquí se sigue que ningún ordenamiento hecho en Cortes podía ser anulado o derogado sino mediante otro hecho asimismo por el Rey de acuerdo con los tres brazos del reino.
     ¡Quien lo dijera! El Rey que a la petición de los procuradores a las de Burgos de 1379 para que «lo fecho por Cortes o por Ayuntamientos non se pudiese desfacer salvo por Cortes», dio la desabrida respuesta que en su lugar se refiere; ese Rey es quien en las de Bribiesca de 1387 lo otorga motu proprio, y con mayor liberalidad que en otro tiempo se le había pedido. La razón es llana. Desde el año 1385 había la fortuna vuelto las espaldas a Juan I. Los gastos de la guerra le obligaban a solicitar el auxilio de las Cortes. El Duque de Alencastre y su aliado el Rey de Portugal penetraron en Castilla. Galicia se había rebelado, y en la escuela del infortunio llegó a comprender Juan I que tenía hondas raíces la causa de la legitimidad personificada en Doña Constanza, hija del Rey D. Pedro. Solamente las Cortes podían fortalecer el trono ocupado por los Trastamaras, y el peligro les impuso como ley de su propia conservación, la necesidad de contentarlas.
     Por lo demás, las leyes de Juan I, contenidas en este ordenamiento de Bribiesca, son, por lo general, discretas y oportunas. Basta con decir en su elogio que, al cabo de cinco siglos, muchas forman parte de nuestro derecho constituido y están en plena observancia. Pudo haberse desvanecido la letra, pero quedó vivo el espíritu que encarnó en la legislación vigente.
     El ordenamiento de peticiones de los hijosdalgo, prelados y procuradores de los concejos es otra prueba de la benignidad y mansedumbre del Rey en su afán de ganar voluntades. Nada más blando y lisonjero que sus palabras al dirigirse a los brazos del reino en el preámbulo del cuaderno de peticiones. «Todavía vos rogamos (les dijo) que si nos tan complidamente non vos respondiéremos a este escripto, que paredes mientes que es por dos cosas: la una por el pequenno espacio que avemos para vos responder, e la otra por la flaqueza de nuestro entendimiento, que non podríamos responder a tantas buenas cabezas como vos ayuntastes a facer el dicho escripto, tan complidamente como era menester.»
     Cuatro son los puntos que sobresalen este ordenamiento de Bribiesca, a saber, la administración de la justicia, la organización de la Audiencia, la del Consejo y la gestión económica sometida a la regla de la moderación en los gastos. Los demás capítulos no los igualan en el número ni en la importancia.
     La promesa del Rey de asentarse públicamente en palacio tres días a la semana y dar audiencia los lunes, miércoles y viernes era un medio de librar las peticiones que le hiciesen y oír «las cosas que le quisieren decir de boca.» Las Cortes empezaban a reconocer la necesidad de una magistratura versada en el derecho, cuyas funciones fuesen distintas de las del gobierno, y por eso pidieron al Rey que no se mezclase en «librar ningunos fechos de justicia ceviles nin criminales, e que los remitiese todos a la Abdiencia», y así les fue otorgado.
     Suplicaron también las Cortes que «por quanto la justicia no era cosa, si non hay quien la ponga en obra e faga della esecución, que la mandase hacer reciamente.» No había llegado el día de la delegación absoluta, y por eso se reservó el Rey la facultad de mandar a los adelantados y merinos que hiciesen justicia, si la Audiencia tardaba en administrarla.
     De los ocho alcaldes de corte cuatro debían servir sus oficios seis meses del año, y cuatro los otros seis, so pena de perder sus quitaciones, y lo mismo ordenó respecto a los dos alcaldes de los hijosdalgo que debían turnar entre sí cada seis meses.
     Los notarios mayores debían ser hombres de buena fama, letrados y discretos, y desempeñar sus cargos por sí, prohibiéndoles arrendarlos y poner sustitutos. Si no lo hiciesen, los oidores de la Audiencia proponían al Rey otros a quienes encomendase dichos oficios.
     Los alcaldes de las ciudades y villas fueron obligados a obedecer y cumplir las cartas de la Andiencia. En caso contrario, debían ser presos para que la Audiencia los juzgase conforme a derecho, guardando a las ciudades y villas sus privilegios.
     A ruego de las Cortes encargó el Rey a los prelados que se juntasen y ordenasen lo conveniente a fin de hacer justicia de los clérigos y determinar quiénes debían o no debían gozar del privilegio del fuero o de la corona.
     Reformó la Audiencia elevando de siete a ocho el número de los oidores, dos de los cuales habían de ser prelados, para que siempre hubiese uno que la presidiese, y a todos impuso la obligación de asistir al tribunal bajo pena pecuniaria. Nombró un letrado de buena fama procurador fiscal, primera vez que suena este nombre en los cuadernos de Cortes, y un hombre discreto, bueno y de autoridad, alguacil.
     La Audiencia debía estar en Medina del Catupo los meses de abril, mayo y junio; julio, agosto y setiembre en Olmedo; octubre, noviembre y diciembre en Madrid, y en Alcalá enero, febrero y marzo.
     Encomendó a los oidores «que pensasen quantas maneras se podían catar, quantas leyes se podían facer para acortar los pleitos e escusar las malicias»; que llevasen un registro escrupuloso de las sentencias, expresando la opinión de cada uno, y que administrasen la justicia con rectitud y severa imparcialidad, bajo penas rigorosas. A las atribuciones ordinarias de la Audiencia, añadió la de presentar al Rey tres personas para proveer las vacantes de oidores y alcaldes, debiendo proponer otros tres el Consejo.
     Queda advertido en su lugar que este alto Cuerpo consultivo del monarca tuvo origen en las Cortes de Valladolid de 1385, para conllevar la carga del gobierno cuando estaba más encendida la guerra. En las de Bribiesca de 1387 aparece ya con el carácter de una institución permanente, y lo fue, sin duda, desde entonces hasta nuestros días en que vimos extinguirse el antiguo Consejo de Castilla, de tan grande autoridad por espacio de cinco siglos.
     Atento el fundador del Consejo a perfeccionar su obra, le dio nuevas ordenanzas, mandando que se compusiese de grandes, prelados, caballeros, letrados y otras personas de buenos entendimientos; que siguiesen siempre al Rey, por lo menos, algunos de sus individuos; que todos jurasen guardar fidelidad y secreto; que hablasen primero los menores, luego los medianos y en último lugar los mayores, y que uno de los presentes asentase las razones de la opinión que cada cual sustentase, y escribiese los nombres de los que votasen en pro y en contra.
     El Consejo debía reunirse todos los días en el palacio una vez por la mañana, y, siendo necesario, otra por la tarde. El Rey determinó los negocios que se proponía librar por sí solo, como dádivas, mensajerías, oficios de la Casa Real y limosnas, y los que entendía no despachar sin consulta, tales como tenencias, tierras y mercedes de juro de heredad, oficios de ciudades y villas que no fuesen de elección, etc. La provisión de adelantamientos, alcaldías, juzgados y cargos de merinos y regidores de las ciudades y villas debía hacerse oyendo al Consejo. Las vacantes de oidores y alcaldes de corte por muerte, renuncia de los oficios, o porque los perdiesen sus titulares, debían proveerse presentando el Consejo tres personas dignas, y otras tres la Audiencia.
     Las cartas del Consejo debían ser obedecidas en todo el reino. El desobediente, conducido preso a la corte, era castigado con severidad. En cambio, mandó el Rey a los de su Consejo que no menguasen ni acrecentasen sus atribuciones, «so pena (dijo) de la nuestra merced, e de ser privados de la honra de nuestro Consejo.»
     Suplicaron las Cortes a Juan I que reformase la Casa Real, por cuanto en mercedes, raciones, quitaciones y mantenimientos había muchas cosas superfluas a las cuales debía poner remedio, «considerando que salían de cuestas e sudores de labradores»; que no tuviese «la mano tan larga en dar como fasta aquí lo avía fecho»; que no fuesen iguales en raciones y quitaciones los que servían y no servían, y por último, que mandase mostrarles «en que se despendió aquello con que le sirvieron los reinos aquel año.» El Rey se disculpó de las larguezas pasadas con la necesidad de premiar buenos servicios, prometió ordenar las mercedes en lo venidero de acuerdo con el Consejo, y en general satisfizo los deseos de los brazos del reino en sus complacientes respuestas.
     Quejáronse los hidalgos y caballeros de que el Rey daba catorce cuentos en tierra para mantener «muy grande gente de armas, siendo la mayor parte de dicha suma como dinero perdido» porque «contra los enemigos non se fallaba la gente que cumplía», y le pidieron que «ordenase el servicio de las lanzas de modo que fuesen ciertas e bien mantenidas, e se escusasen las burlas que fasta agora andaban.» En efecto, hízose un nuevo repartimiento de lanzas entre los grandes, caballeros y escuderos puestos en la nómina, obligándoles a pagar a sus vasallos y gente de armas con el sueldo que cada uno recibía del Rey en tiempo de guerra.
     Asimismo suplicaron las Cortes que pues el reino servía al Rey cumplidamente para sus menesteres, ordenase cómo sus vasallos y los oficiales de la Casa Real fuesen bien pagados, «e non lo perdiesen como fasta aquí.» El Rey lo otorgó lisa y llanamente según era de justicia.
     Renunció la alcabala del diezmo y las seis monedas que las Cortes lo concedieron, y también la tercera parte de las penas que en todas las ciudades y villas le pertenecían; y en cambio, manifestó su esperanza y deseo de que todos los hijosdalgos de sus reinos se allanasen de grado a prestarle la suma con que le querían servir «en manera que sea empréstido, e que nos que ge lo paguemos lo más aina que pudiéremos con la merced de Dios.» Tenía confianza en la paz; y para pagar seiscientos mil francos por una vez, y cuarenta mil más cada año al Duque de Alencastre, necesitaba Juan I allegar dinero de pronto sustituyendo con un medio expedito la penosa lentitud de la cobranza de los tributos. Tal fue la idea del Rey coronada de un triste desengaño.
     Por debilidad o malicia, los alcaldes de sacas no daban buena cuenta de sus oficios. El Rey, a petición de las Cortes, acordó poner hombres poderosos que guardasen el provecho común de los reinos, y agravó las penas contra los que sacasen cosas vedadas hasta la pérdida de todos sus bienes.
     Notable en extremo es uno de los últimos ordenamientos, en el cual otorgó Juan I a cualesquiera personas de sus reinos la libertad de cavar en sus tierras y heredades, o en otros lugares, sin licencia de los duetos, no causando perjuicio al hacer estas labores, en busca de minas de oro, plata, azogue y demás metales.
     Estableció el Rey que, sacada la costa de todo lo que se descubriese, se hiciesen tres partes, dos para él y una para el descubridor, añadiendo: «E tenemos que si los omes quisieren trabajar en cavar, que se seguiría dello gran provecho a nuestros regnos, otrosí a las faciendas de los que lo ficieron, por quanto estos nuestros regnos son los más preciosos de minerar que pueden ser.»
     Derogó Juan I una ley de Alfonso XI y asentó principios que aún hoy tienen cabida en la legislación vigente(543).
     No se puede disputar a este Rey débil la gloria de legislador. Amó la justicia, estuvo bien aconsejado o hizo leyes cuya bondad acredita la rara circunstancia de haber prevalecido contra la corriente de las ideas de los filósofos y jurisconsultos que abrieron nuevos cauces a la ciencia del derecho.
     El cuarto y último ordenamiento hecho en las Cortes de Bribiesca de 1387 versa sobre el servicio extraordinario que le otorgaron. Necesitaba el Rey seicientos cuarenta mil francos, y aunque algunos lo contradijeron, quedó asentado que «echase pecho por todo el reno, del qual non fuese escusado clérigo, nin fijodalo, nin otro de cualquier condición que fuese»(544).
     El cuaderno dado con este objeto establece la proporción del servicio y contiene algunas reglas para proceder al repartimiento. El servicio no se cobró, y tuvo el Rey que arbitrar otro medio de juntar el dinero.
Cortes de Palencia de 1388.      De Bribiesca se trasladó el Rey a Palencia para celebrar los desposorios de los Príncipes D. Enrique y Doña Catalina, a cuya ciudad se pasaron las Cortes(545). En éstas, impropiamente llamadas de Palencia de 1388, porque no fueron sino la prorogación de las de Bribiesca de 1387, dieron los procuradores al Rey ciertos capítulos concernientes al servicio extraordinario.
     Pidiéronle que la cuantía de los francos otorgada por el reino para satisfacer la deuda al Duque de Alencastre, se repartiese a las ciudades y villas, clerecías, aljamas de Judíos y lugares de Moros «con el abono» es decir, por vía de empréstito, pues lo había de descontar de los pechos y rentas venideras; que no pagasen caballeros, escuderos, dueñas, doncellas e hijosdalgo de solar conocido; que el Rey daría cuenta de lo que habían rendido todos los pechos, derechos y pedidos demandados desde que le fueron concedidos en las Cortes de Segovia de 1386; que la presentase al Obispo de Calahorra y cinco caballeros que los procuradores designaron y revistieron de poder cumplido; que el Rey empeñase su fe y palabra de no tomar cosa alguna de los francos para otro menester, y mandase ver lo que habían rentado las casas de la moneda desde la última labrada, «non lo poniendo en luenga nin en olvido» pues «de aquí podemos aver pedazo de dinero para relevamiento de los vuestros regnos.»
     Juan I no estaba en disposición de querellarse con las Cortes, sino muy al contrario tan estrechado por la necesidad, que hubo de someterse a todas las condiciones del servicio, no obstante su dureza. Entonces rayó a grande altura la autoridad de las Cortes, cuya mayor fuerza consistía en el otorgamiento de los tributos.
     La Crónica ilustra este período de la historia de nuestras antiguas Cortes. Desde que las cartas del Rey para cobrar el pecho fueron enviadas a todo el reino, «ovo grand movimiento, especialmente en los fijosdalgo, e dueñas, e doncellas a quien lo pedían, en tal guisa que non se cobraba dinero. «Vista por el Rey la resistencia, imaginó seguir el ejemplo de su padre Enrique II, cuando rescató del poder de Beltrán Claquin la ciudad de Soria, las villas de Almazán, Atienza, Deza y otros lugares de que le había hecho merced en premio de sus servicios, y optó por el arbitrio de pedir al reino un empréstito o anticipo a buena cuenta de los pechos y rentas aún no vencidas. Hízolo así, no incluyendo en la derrama los prelados, clérigos, hidalgos, dueñas ni doncellas, de suerte que el gravamen alcanzó solamente a las personas y lugares «que fallaron que avían pagado en la compra de Soria»(546). Es bien cierto que las dos generaciones de Reyes del linaje de los Trastamaras, con sus mercedes excesivas y la agravación de los tributos para pagar sus deudas, empobrecieron y arruinaron los reinos de Castilla, sobre todo a la gente común y vulgar, cuyos hombros eran demasiado flacos para resistir sin el poderoso auxilio del clero y la nobleza, tantas y tan pesadas cargas.
     El cuaderno de las peticiones generales versa sobre distintas materias relativas a la gobernación del estado; pero dominando siempre la idea fiscal. De la justicia se trató poco y por incidencia, al suplicar los procuradores al Rey que mandase saber cómo se cumplía en las ciudades, villas y lugares del reino, y prohibiese emplazar ante los tribunales de la corte a los vecinos de pueblo alguno sin ser antes demandados, oídos y vencidos en juicio por su fuero. El Rey otorgó la primera petición y en cuanto a la segunda remitió la determinación al Consejo.
     También suplicaron al Rey que se fuese a la mano en conceder privilegios excusando de pagar pechos a los oidores y oficiales de la Casa Real, prelados, clérigos, iglesias y monasterios; que los tesoreros, recaudadores y arrendadores de los pechos se abstuviesen de vejar a los vasallos contribuyentes y agraviarlos al hacer la cobranza; que no se tomasen acémilas, carretas, mulas ni otras bestias de silla o albarda para el Rey ni persona alguna de la corte, según estaba ordenado desde las Cortes de Segovia de 1383; que tuviese a bien ver los libros de las mercedes y dádivas a naturales y extranjeros, «por que si se podiese escusar de se non facer tan grandes costas, que se escusen;» que mandase satisfacer a las villas, lugares o personas los daños recibidos en sus bienes, descontando su importe a los causantes que gozaban sueldo del Rey, y que no consintiese sacar cosas vedadas, especialmente oro, plata ni cabalgaduras.
     En vísperas de romper la guerra con el Duque de Alencastre, ofreció Juan I hacer hijosdalgo y conceder las mismas franquezas y libertades que tenían los hijosdalgo de solar conocido, a todos los que se alistasen en sus banderas y la sirviesen durante dos meses a su costa, presentándose armados y apercibidos para entrar en batalla. Hecha la paz, se movieron grandes querellas entre estos privilegiados y los pecheros de los lugares de donde eran vecinos, sobre si debía valerles la merced prometida o habían de pechar como antes. El Rey, fiel a su palabra, declaró que gozasen de todos los fueros de la hidalguía.
     Renovaron los procuradores la petición relativa a los beneficios eclesiásticos con cierta novedad que merece ser conocida. Dijeron que de dar los beneficios y dignidades de las iglesias del reino a personas extranjeras, se seguían muchos daños, como el «grand fallescimiento de oro e plata», estar el culto mal servido y desatendidas las letras, porque «los estudiantes nuestros naturales no pueden ser proveídos de los beneficios que vacan por razón de las gracias que nuestro señor el Papa face a los cardenales e a los otros extranjeros; por lo cual suplicaron a Juan I que quisiese tener en esto tales maneras como tienen los Reyes de Francia, e de Aragón, e de Navarra que non consienten que otros sean beneficiados en sus regnos, salvo los sus naturales.» El Rey prometió remediarlo, pero con tibieza, como si comprendiese la dificultad de una negociación con la corte de Roma en materia tan ardua.
     Por último, a la petición para que los cristianos extinguiesen sus deudas a los Judíos pagándoles «el principal y no más», respondió el Rey que si los deudores probasen que los contratos fueron usurarios, cumpliesen pagando el principal sin las usuras; pero si los Judíos probasen por su parte que el contrato era todo de verdadera deuda sin usuras, que los cristianos pagasen toda la deuda en él contenida; y en el caso que ni lo uno ni lo otro llegara a probarse, que se redujesen las deudas a los dos tercios, dando a los deudores plazo de espera hasta el día de San Juan del año siguiente de 1389.
     Sigue al cuaderno de peticiones generales un ordenamiento ampliando y declarando el anterior sobre la baja de la moneda de los blancos.
     Confirmó el Rey el valor de seis dineros que atribuyó a dicha moneda en las Cortes de Bribiesca de 1387, de lo cual resultó el encarecimiento de las viandas, «et esto (dijo) non sabemos si se fizo por simpleza o nescedat o por malicia de los que venden las cosas.» No sabía Juan I que la carestía era el efecto de haber labrado moneda de baja ley o haber subido su valor, que viene a ser lo mismo.
     En el nuevo ordenamiento se fija el cambio de las monedas, se dictan reglas para pagar el servicio extraordinario otorgado en las Cortes de Bribiesca, y se resuelven de antemano las dudas y cuestiones que siempre se suscitan sobre el cumplimiento de los contratos cuando se altera el valor de la moneda.
     Lo más curioso y peregrino es que el Rey, después de haber trastornado los precios labrando moneda de baja ley, prohibió cerrar maliciosamente las tiendas y dejar de vender las viandas, los paños y demás mercaderías como antes, so pena de privación del oficio por la primera vez, y de una crecida multa, si lo volviese a usar, «por cada vegada». Huyendo de la tasa cae en un extremo no menos vicioso, cual es hacer el trabajo obligatorio con pérdida o con ganancia.
     Verdaderamente fueron notables las Cortes de Bribiesca de 1387, así por su larga duración como por el número, diversidad e importancia de los asuntos que en ellas se trataron. Todas las aflicciones del Rey y todas las miserias del reino en aquellos tiempos de tristeza imprimen a las peticiones y respuestas un sello de melancolía que hace penosa la lectura de los cuadernos.
     En cambio el ánimo se recrea en la contemplación de un Rey solícito por la justicia y sabio legislador. Las leyes de Juan I son dignas de toda alabanza y parecen obra de una inteligencia nutrida con buena doctrina que no se alcanza sin el estudio del derecho. Concediendo al Rey el mejor deseo y un recto criterio para discernir lo justo de lo injusto, lo conveniente y oportuno de lo intempestivo y perjudicial, todavía debemos atribuir el progreso de la legislación a la magistratura asociada al gobierno desde la creación de la Audiencia por Enrique II y la institución del Consejo en el siguiente reinado. Fueron el padre y el hijo los autores de una reforma, origen de un nuevo sistema político que plantearon los Reyes Católicos y desenvolvieron Carlos V, Felipe II y sus sucesores, llamando a los negocios la clase de los letrados.
Cortes de Segovia de 1389.      De las Cortes de Segovia de 1389 casi nada se sabe. Cuenta la Crónica que estando D. Juan I en Burgos, determinó ir a Segovia, «e que allí viniesen los del regno, e los procuradores de las ciudades e villas, por acordar con ellos algunas cosas que complían a su servicio»(547). Colmenares, tan diligente escudriñador de las noticias relativas a la historia de su ciudad favorita, da la de haberse celebrado Cortes en ella el año 1389, sin añadir circunstancia alguna que nos permita entrever su objeto(548).
Cortes de Guadalajara de 1390.      Mucho más conocidas son las de Guadalajara de 1390, y no menos memorables que las famosas de Bribiesca de 1387.
     Cuatro son los ordenamientos hechos en estas Cortes: uno de leyes por la iniciativa del Rey, otro de sacas, otro a petición de los prelados, y el último de alardes, caballos y mulas. No consta que hubiese otorgado ningún cuaderno de peticiones generales o especiales respondiendo a las de los procuradores; y aunque pudiera sospecharse que el tiempo lo consumió o se extravió, no parece probable, ya porque los autores más diligentes lo desconocen, y ya porque, según la Crónica, fueron los prelados, grandes y caballeros quienes privaron con el Rey en aquella ocasión. Los procuradores tuvieron bastante en qué entender con motivo de los pechos nuevos que el Rey les pedía, además de los derechos antiguos o rentas viejas y foreras.
     Nótase en el primer ordenamiento una circunstancia digna de atención por su novedad. Estando presentes (dice) el Príncipe D. Enrique, primogénito heredero en los nuestros regnos de Castilla e de León, e el Infante D. Ferrando, mis fijos, etc., Es la primera vez que el título de Príncipe fue reconocido por las Cortes. Al decir la primera vez, aludimos a los documentos de esta clase que hoy son del dominio de la historia. Conviene advertir que uno de los capítulos de la concordia de D. Juan I con el Duque de Alencastre decía «que fasta dos meses primeros siguientes del dicho trato, ficiese el Rey Cortes, e jurar en ellas a los dichos Infantes D. Enrique su fijo, e Doña Catalina, así como su mujer, por herederos suyos de Castilla, o de León»(549).
     Entrado el año 1388 envió el Rey de Castilla sus mensajeros al Duque de Alencastre, que estaba en Bayona de Francia para dar la última mano a los tratos de paz en que andaban, y allí se firmó la concordia. Hallábase el Rey en Burgos el 25 de Julio: trasladose a Palencia, a donde también se pasaron las Cortes empezadas en Bribiesca el año anterior: llegó la Princesa Doña Catalina: celebráronse las bodas concertadas, y continuaban las Cortes abiertas por el mes de Setiembre.
     Ahora bien: comparando las fechas, resulta que D. Juan I fue a Palencia para recibir a Dona Catalina, solemnizar los desposorios y hacer jurar a los Príncipes herederos del reino dentro de los dos meses convenidos con el Duque. Por eso dice Cascales que en estas Cortes de Bribiesca o Palencia de 1388, «quedó asentado que el Infante D. Enrique se llamase de allí adelante Príncipe de Asturias, y la Infanta Doña Catalina, su esposa, Princesa»(550).
     La Crónica guarda silencio acerca de la jura; pero también pasa por alto lo demás que ocurrió en aquellas Cortes. El acto solemne de jurar a los Príncipes y recibirlos por herederos de los reinos de Castilla y León era el cumplimiento de una condición pactada entre el Rey y el Duque como prenda de paz y firme garantía de los derechos de ambas familias. Entonces obtuvo el principado de Asturias la sanción de las Cortes; y, cuando así no fuese, cada vez que la ceremonia se repite, se confirma el título inherente a la primogenitura, sobre todo desde que D. Juan II declaró el principado mayorazgo del primogénito; de suerte que por ministerio de la ley pertenece al hijo mayor del monarca reinante, es decir, al Infante llamado en primer lugar a la sucesión como heredero necesario de la corona.
     Viniendo al Ordenamiento de leyes hecho en Guadalajara, consta por las palabras del Rey su recta intención de aclarar algunas dudas y ordenar algunas cosas nuevas a fin de que los súbditos viviesen en paz y sosiego, «e los pleitos se librasen más aina.»
     En efecto, en cuanto a lo primero, prohibió las ligas y ayuntamientos a los infantes, maestres, priores, marqueses, duques, condes, ricos hombres, comendadores, caballeros, escuderos, oficiales, regidores, concejos y personas de cualquier estado y condición, aunque protestasen que las hacían «so color e bien, e guarda de su derecho, e por complir mejor el servicio del Rey»; y prohibió asimismo bajo severas penas, que por enemistades o malquerencias entre los prelados, ricos hombres, órdenes, hijosdalgo, caballeros u otras personas, fuesen los labradores y vasallos del enemigo presos, heridos o muertos, despojados de sus bienes o maltratados al punto de derribarles o quemarles sus casas, procurando extirpar de raíz estos hábitos de barbarie, restos de la licencia de costumbres a que daban pábulo las guerras privadas.
     Respecto de lo segundo, ordenó cómo se debía hacer la relación de los pleitos ante la Audiencia, para evitar que los relatores de mala fe indujesen a engaño a los jueces, y mandó a los señores de los lugares otorgar las alzadas al Rey, sin poner embargo a los querellosos, a fin de que pudiesen con libertad seguir su derecho en los tribunales de la corte, porque era frecuente el abuso de encarcelar, herir, matar o despechar de cualquier modo a los apelantes.
     Nacía la resistencia de que los grandes y caballeros, favorecidos por Enrique II y sus antecesores con cuantiosas mercedes de villas y lugares, entendían poseerlos con mero y mixto imperio o con toda la voz real, por cuya razón no se allanaban a reconocer el señorío del Rey, pretendiendo ser ellos soberanos.
     Dictó D. Juan I reglas de estrecha responsabilidad y justo rigor contra los arrendadores de las rentas reales morosos. Sus excusas y defensas no debían ser oídas, salvo pocas y legítimas excepciones; sus bienes muebles y raíces, y los de sus fiadores debían venderse para el pago de las deudas a la corona, sin admitir oposición de tercero, a no mostrar escritura pública de arrendamiento a favor del que ponía el embargo: si los alcaldes fuesen maliciosos o negligentes en el uso de su jurisdicción para apremiar a los arrendadores, cualquier vasallo del Rey podía hacer la entrega del alcance y proceder a la venta de los bienes del deudor. Por último, prohibió a todo caballero, escudero, prelado, villa o concejo tomar o embargar dinero, pan, vino u otras cosas pertenecientes al Rey, o que le fueren debidas, bajo pena de restitución con el doblo, haciéndola efectiva en sus bienes.
     Pretendían algunos señores de villas y lugares que sus vecinos les pagasen los derechos foreros en moneda vieja, a lo cual no se allanaban los deudores, obstinados en pagar con la moneda de los blancos que corría con menosprecio. El Rey, por quitar contiendas, ordenó que los derechos antiguos, tales como yantares, martiniegas, portazgos, infurciones y cabezas de pechos de Moros y Judíos y escribanías, se pagasen en la moneda nueva o de blancos, «al respecto de lo que valiere la moneda vieja en aquella villa o lugar do los tales derechos se devieren e ovieren de pagar, e non en otra manera.»
     El Ordenamiento de sacas, hecho en estas Cortes de Guadalajara de 1390, no parece obra de un Rey de condición tan benigna y apacible como fue D. Juan I.
     La prohibición de sacar las cosas vedadas, sobre todo, caballos, tuvo principio en las Cortes de Valladolid de 1258, reinando Alfonso el Sabio. Desde entonces son raros los cuadernos en que no se reitera a petición de los procuradores o de los tres brazos del reino. Esta ley nunca fue escrupulosamente observada, a pesar de los guardas de los puertos, de los alcaldes de las sacas y de la sanción penal.
     El celo por la justicia y el amor del bien público movieron el ánimo de Juan I y le estimularon a publicar un nuevo ordenamiento, siguiendo, al parecer, el consejo de los letrados que gozaban de su privanza. Persuadido de la ineficacia de la prohibición, si no iba acompañada de penas rigorosas, no economizó la sangre. En diez casos, por lo menos, impuso la de muerte y perdimiento de bienes al que sacase cosas vedadas.
     En el número de las que no era lícito sacar del reino se contaban los caballos, las yeguas, los potros, las mulas, mulos, muletos y muletas, así de freno, como de albarda y cerriles, el ganado vacuno, ovejuno y cabruno, el de cerda, y, en general, toda clase de carne viva o muerta, el pan, las legumbres, el oro y la plata monedados y por monedar, y, en cuanto a los demás metales, todo «aver amonedado», incluso el bellón.
     La mayor suma de precauciones se refiere a las bestias caballares y mulares. El tráfico en lo interior del reino era libre; mas en los lugares comprendidos en una zona de veinte leguas desde la frontera estaba la contratación sujeta a reglamentos tan minuciosos que la hacían casi imposible.
     Todos los moradores de dichos lugares debían presentar su ganado caballar y mular al alcalde, quien, asistido de un escribano público, lo hacía asentar en un registro, con expresión de colores y señales. Los dueños del ganado no podían vender, dar, trocar ni mandar en su testamento cabeza alguna, grande ni pequeña, a persona de fuera del reino so pena de «que lo maten por justicia.» La enajenación a favor de persona natural de estos reinos debía hacerse ante el alcalde del lugar, o escribano público y testigos. El contraventor, además de perder todos sus bienes, incurría en la pena de muerte.
     La misma pena se aplicaba al que sacaba caballo, yegua, potro, mula, etc., solo, o juntándose con otros «para salir todos ayuntados», y defenderse de los guardas y oficiales de la tierra, y a los consentidores y encubridores de todo contrato fingido en fraude de la ley.
     También se castigaba con la muerte al sacador de pan o legumbres, si empleaba la fuerza.
     Al viajero se le permitía sacar en oro o en plata «tanta quantía quanta fallare el que fuer guarda por nos que le cumple para despensa aguisada para ida, estada e tornada del camino que quisier facer, segunt fuere la persona.»
     La introducción del ganado caballar y mular obligaba al registro, si el dueño quería sacarlo, para lo cual se le concedía el breve plazo de tres meses.
     Prohibió el Rey la entrada en León y Castilla de los vinos de Aragón, Navarra y Portugal, so pena de perder el contraventor las bestias, el vino y cuanto llevare por la primera vez; por la segunda, lo mismo y además todos sus bienes, y lo dicho con la vida a la tercera.
     Tal es en conjunto el Ordenamiento de sacas que D. Juan I hizo en Guadalajara sin participación de las Cortes, haciendo gracia al lector de los pormenores relativos a pesquisas, registros, jurisdicción de los alcaldes de las sacas, etc., prolijos y enojosos; obra al fin de letrados, cuya inclinación a la multiplicidad y lentitud de los trámites es conocida. Por fortuna este ordenamiento no fue mejor guardado y cumplido que los anteriores, pues lo terrible de las penas repugnaba a la conciencia de los jueces, que en semejantes casos evitan la ocasión de aplicarlas.
     En estas Cortes de Guadalajara se querellaron los prelados de los condes y de los ricos hombres, de quienes recibían continuos agravios. Dijeron al Rey que llevaban el diezmo de muchas iglesias; que obligaban a los clérigos a pagar pechos por las heredades que compraban a los labradores; y que los patronos, descendientes de los fundadores de ciertas iglesias, comían en ellas, según antigua costumbre, una vez al año, y luego se introdujo el abuso, si el patrono tenía cinco o seis hijos, de pedir cada uno su yantar(551).
     Expresaron estas y otras quejas en un cuaderno de peticiones, a las cuales respondió el Rey con suma benevolencia, como príncipe que se distinguía por una piedad acendrada. De aquellas peticiones tomó ocasión para establecer ciertas leyes protectoras de la Iglesia y sus ministros, considerando que de Dios emanan dos poderes, «uno espiritual e otro temporal, por que quando el spiritual non fuese temido, por el temporal fuese ayudado.»
     Declaró precepto legal la obediencia a los prelados y jueces eclesiásticos, y prohibió a las personas poderosas, caballeros, hijosdalgo y concejos hacer estatutos, ordenamientos o posturas con penas y sin penas para no recibir, ni respetar las cartas monitorias y de excomunión, y otras cartas derechas en sus comarcas; dictó severas providencias para que nadie osase turbar el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica; confirmó el ordenamiento de Alfonso XI en las Cortes de Madrid de 1329, imponiendo pena pecuniaria a los descomulgados pertinaces; procuró atajar el abuso que cometían algunos legos ocupando beneficios sin título y percibiendo sus frutos y rentas, así como otros tomaban los diezmos de las iglesias por su autoridad propia; mandó que, cuando muriese el patrono de una iglesia y dejase varios hijos legítimos, todos hubiesen un solo yantar y una sola pensión como sucesores en el derecho de su padre, y dio nueva fuerza y vigor a la ley de Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348, prohibiendo que hijodalgo, ni otra persona alguna, salvo el Rey, tuviese encomienda en abadengo(552).
     En cuanto a los pedidos, determinó que se cumpliese lo sentenciado por la Audiencia al fallar la contienda en juicio entre algunos concejos y clérigos en razón de los pechos en vida de Enrique II, a saber: que los clérigos fuesen exentos de los que el Rey o cualquier señor demandasen, pero no de los comunales que se repartían con destino a la reparación de muros, caminos, puentes, calzadas y fuentes, o a la compra de términos, o a la costa de velar y guardar la villa, «por quanto esto es pro comunal de todos e obra de piedat.» También sentenciaron los oidores que los clérigos pechasen por las heredades tributarias que hubiesen adquirido «aquel tributo que es apropiado e anexo a las tales heredades.»
     El cuarto y último ordenamiento, hecho en las Cortes de Guadalajara de 1390, es el de alardes, caballos y mulas. Nada prueba que el Rey lo hubiese dado a petición de los procuradores, aunque consta que intervinieron algunos, juntamente con ciertos caballeros de los grandes del reino, a reformar las nóminas de los vasallos apercibidos de armas y caballos para salir a campaña. Este ordenamiento está calcado sobre el que hizo el mismo D. Juan I en las Cortes de Valladolid de 1385.
     Impuso a los que recibiesen tierra del Rey, so pena de perderla, la obligación de presentarse en los alardes o revistas de la gente de guerra con sus armas cumplidas, un buen caballo o corcel y una mula o hacanea; subió de mil y quinientos a dos mil y quinientos mrs. el sueldo por cada lanza; autorizó a los señores para que hiciesen alardes con sus hombres de guerra por sí solos, y si por ventura tuviesen sus lanzas esparcidas, que pudiese su gente hacer alarde con los vasallos del Rey en la villa o lugar en donde morase; prohibió a sus vasallos llevar tierra o acostamiento de ningún duque, maestre, conde, prior, rico hombre, caballero u otra persona para servirle en la guerra con alguna o algunas lanzas, y renovó lo mandado por Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348 en razón de mantener caballos los que quisiesen andar en mula fijando la proporción de unas con otras caballerías y estableciendo penas para corregir a los desobedientes.
     Otras cosas pasaron en las Cortes de Guadalajara, de las que no dan noticia los cuadernos. La Crónica es en esta ocasión más rica en pormenores curiosos e interesantes que suele serlo.
     Dijo el Rey en aquellas Cortes que había hecho la tregua por seis años con el de Portugal, para procurar algún descanso y alivio al reino, fatigado con tantos pechos y pedidos a causa de la guerra. Sin embargo, manifestó el deseo de que los procuradores le sirviesen cada año con cierta cantidad para poner en tesoro, y prevenirse con tiempo a fin de renovar las hostilidades.
     No sin dificultad concedieron los procuradores una alcabala decena y seis monedas, además de los derechos antiguos, y hablando con respetuosa libertad dijeron, «que non sabiendo ellos como tan grand suma se despendía, era muy grand vergüenza e daño prometer más», y pidieron al Rey por merced «que quisiese ver esto, e saber como tan grand algo se despendía, o quisiese poner regla en ello.»
     El Rey, agradeciendo el consejo, ordenó que cierto número de prelados, de grandes señores, caballeros y procuradores viesen sus libros y le propusiesen lo conveniente acerca de las tierras que debía dar, de las lanzas que había de tener, de la fuerza de ballesteros y de la paga de toda esta gente. Con tal motivo se movió gran ruido y escándalo en la corte; porque, como eran muchos los abusos, quedaron muchos ofendidos y descontentos.
     Acudió el brazo de la nobleza al Rey y le hizo presente que en premio de grandes y buenos servicios prestados a su padre, había dado a ciertos señores, caballeros e hijosdalgo algunos lugares «con justicia, o señorío, e pechos, e derechos» «para que los oviésemos por juro de heredad para nos e los que de nos viniesen.» Los favorecidos con estas mercedes se tenían por agraviados de la cláusula del testamento de Enrique II, en la cual declaró que las villas, lugares y heredades fuesen mayorazgos, «e que los oviese el fijo o fija mayor e sus descendientes legítimos.» Quejábanse de la exclusión de los hermanos, tíos, sobrinos y demás parientes colaterales, y argüían con la opinión de los letrados «que quando algund rey o señor face o da algún donadío a alguna persona, non gela puede revocar, nin tirar, nin menguar de la manera que gela dio por su privilegio, salvo si aquel a quien tal donadío fue fecho ficiese tal cosa por que le debiese ser tirado o menguado.» El Rey sosegó a los caballeros asegurándoles que era su voluntad guardar a cada uno su donadío, «segund el privilegio que tenía en esta razón», y cumplió su palabra. Andando el tiempo prevaleció la cláusula del testamento restrictiva del derecho de sucesión en las mercedes enriqueñas, la cual, no obstante la forma irregular del precepto, pasó a ser ley del reino.
     Otra contienda, no menos viva, suscitaron los grandes y los procuradores acerca de la provisión de los beneficios eclesiásticos, asunto que dio origen a frecuentes peticiones en las Cortes de Madrid de 1329, Burgos de 1377, y, sobre todo, en las de Palencia de 1388.
     Señor (dijeron al Rey) entra todos los reinos de la cristiandad, ninguno hay tan agraviado e injuriado como este de Castilla. No se sabe de natural de Castilla o León que goce beneficio eclesiástico grande ni pequeño en Italia, Francia, Inglaterra o Aragón, siendo muchos los extranjeros que acá los obtienen y disfrutan. Los tales beneficiados no viven con nosotros, ni sirven las iglesias: cobran sus rentas sin trabajo, y sacan en oro y plata la buena moneda de la tierra.
     Los naturales del reino no quieren hacer clérigos a sus hijos o parientes, porque no tienen esperanza de alcanzar para ellos ningún beneficio o dignidad en Castilla, «e por esta razón non curan de aprender ciencia.» Acontece haber en una iglesia dos canónigos, el uno castellano y el otro extranjero: aquél con dos mil mrs. de renta, y éste con treinta mil, lo cual era mal partido y mal ordenado y de muchos inconvenientes.
     Bien sabéis, señor, que en todas las Cortes celebradas durante vuestro reinado, os pidieron que suplicaseis al Papa que quisiese proveer de emienda, de manera que el reino de Castilla no sufriese más tiempo un agravio o injuria que no sufría otro reino de cristianos; y «si la su merced fuese, el regno tomaría carga de enviar sus embajadores de partes del Rey al Papa sobre esta razón.»
     Tan poderosas eran las expuestas por los procuradores, que D. Juan I hubo de rendirse a la evidencia y respondió que le placía suplicar al Papa, y asimismo que el reino le enviase sus embajadores especiales(553).
     Dos circunstancias deben notarse, y son; que el clero no se mezcla con la nobleza y el estado llanlo en la querella, con ser la materia tan eclesiástica, sin duda por no provocar el enojo del Padre Santo; y que el Rey se muestra débil, porque, ni entabló negociaciones con la corte de Roma cumpliendo lo ofrecido repetidas veces, ni en la ocasión presente tuvo el valor de enviar por sí solo embajadores al Papa.
     Estando el Rey en Guadalajara, al empezar las Cortes, formó el designio de abdicar en su hijo el Príncipe D. Enrique con ciertas condiciones. Quería reservarse durante su vida las ciudades de Córdoba y Sevilla, el obispado de Jaén con toda la frontera, el reino de Murcia, el señorío de Vizcaya y las tercias reales. Fundaba tan extraña determinación en que los portugueses se negaban a recibirle por Rey como marido de Doña Beatriz, hija de D. Fernando de Portugal, temerosos de juntar y mezclar aquel reino con el de Castilla. Cesando el temor del ayuntamiento (decía Juan I) se llegarán a mí y me obedecerán.
     Consultó el caso con los de su Consejo, encargándoles el secreto. Los del Consejo le dieron una respuesta larga y bien razonada, oponiéndose a la renuncia que meditaba, y aunque la oyó con disgusto, desistió del intento «e non fabló más en este fecho»(554).
     Sin duda habría el Rey sometido un negocio tan grave al examen y aprobación de las Cortes, si no se hubiese rendido a la opinión del Consejo; pero la verdad es que en las de Guadalajara de 1390 no llegó a tratarse el asunto(555)

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Ordenamiento de Segovia de 1390.      Existe otro ordenamiento dado por D. Juan I en un Ayuntamiento o Cortes celebradas, según se presume, en Segovia el mismo año 1390. Por desgracia el cuaderno está mutilado, porque falta el principio, que arroja mucha luz para formar cabal juicio de esta clase de documentos. Sin embargo, puede asegurarse que no hubo tales Cortes, ni aun el tiempo necesario para convocarlas y reunirlas entre los meses de Mayo y Julio, que son las dos fechas más próximas conocidas(556). Además no parece probable llamar tan pronto a Cortes en Segovia, cuando apenas se habían acabado las de Guadalajara, tan largas y trabajosas.
     La Crónica guarda silencio. Los historiadores generales y particulares, y entre ellos el cronista de aquella antigua ciudad, tampoco las nombran. Las únicas razones de algún peso para sospechar que hubo Cortes en Segovia el año 1390, son ciertas palabras del Rey y la materia del ordenamiento. Las palabras son éstas: «Nos mandamos aquí ayuntar a todos vosotros para vos decir algunas cosas e razones que entendemos que son de servicio de Dios, e pro e bien de nos e de nuestros regnos.»
     Los presentes no pueden ser procuradores, porque un plazo de dos o tres meses es demasiado angosto para enviar las cartas convocatorias a los concejos, elegir los mandaderos y hallarse todos o los más en la corte.
     Refiere Ortiz de Zúñiga que el Rey celebró Cortes en Guadalajara el año 1390, y designa con sus nombres los procuradores de Sevilla, «según parece por las cuentas de mayordomía del concejo deste año»(557). ¿Cómo no cita los nombres de los nuevos procuradores de Sevilla, ni consta nada en las cuentas de mayordomía sobre gastos de la segunda procuración, siendo así que las Cortes de Guadalajara ciertas, y las inciertas de Segovia pertenecen al mismo año 1390?
     El ordenamiento (dicen) versa sobre la administración de la justicia, y en él se reforman algunas leyes hechas en las Cortes de Bribiesca de 1387. Ahora bien: ¿es posible, o cuando menos probable, que Juan I, autor del ordenamiento que prohíbe revocar por otro los hechos en Cortes, haya reformado las leyes de Bribiesca de su propia autoridad? ¿No basta esto sólo para demostrar que no hubo verdaderas Cortes en Segovia el año 1390?
     Don Juan I fue de carácter débil y veleidoso. Acarició las Cortes siempre que vio su trono en peligro, o cuando las necesitó para obtener mayores pechos y servicios extraordinarios en tiempo de paz o de guerra. Pasada la borrasca, no formó escrúpulo de encerrar aquella grande institución en los límites de un mero Consejo.
     El autor del ordenamiento de Bribiesca es el mismo Rey que en las Cortes de Burgos de 1379 rehusó otorgar la petición de los procuradores para que lo hecho por Cortes o por Ayuntamientos no se pudiese deshacer, salvo por Cortes. Varias veces, abusando de su iniciativa, estableció leyes que fueron leídas y publicadas en las Cortes, sin requerir su concurso, ni aun por vía de consulta. Instituido el Consejo, le dio participación en el gobierno y en las tareas de las Cortes, al punto de responder a las peticiones con su acuerdo.
     Recordando estos antecedentes, se viene a concluir que el cuaderno de las supuestas Cortes de Segovia de 1390 no es sino un ordenamiento que Juan I hizo motu proprio con los del Consejo. Confirman nuestra opinión las palabras del Rey, «siempre nos trabajamos de facer leyes e ordenamientos, quantos buenamente pudiésemos, con acuerdo de aquellos que nos ovieren de consejar, etc.» Siempre que Juan I se dirigió en casos semejantes al Consejo, empleó la fórmula con acuerdo, y refiriéndose a las Cortes dijo con consejo de los prelados, ricos hombres, etc.
     El Ordenamiento de Segovia fijó en esta ciudad la Audiencia, que residía alternativamente en Medina del Campo, Olmedo, Madrid y Alcalá desde las Cortes de Bribiesca de 1387. Colmenares padeció el descuido de atribuir la novedad a las de Segovia de 1389(558).
     Para que la Audiencia «estudiese siempre poblada e acompannada de oidores perlados, e doctores, e alcalles e otros oficiales», aumentó el Rey el número de los ministros de la justicia, y fueron seis los prelados, diez los doctores, dos alcaldes de los hijosdalgo, uno de las alzadas, dos por Castilla, dos por León, dos por las Extremaduras, uno por Toledo y otro por Andalucía, con cuatro notarios, personas de grande autoridad, como el adelantado de León por Castilla, y por León el arzobispo de Santiago.      Reorganizada la Audiencia, dio Juan I algunas leyes, y entre ellas la que prohibía admitir alzada, vista ni suplicación contra las sentencias confirmatorias que dieren los oidores en los pleitos que vinieren de grado en grado ante ellos; pero admitió el recurso de súplica, cuando la sentencia fuese revocatoria de las anteriores. Si el pleito hubiese empezado de nuevo, y alguna de las partes se sintiere agraviada por la segunda sentencia, podía suplicar contra ella, prestando fianza de pagar mil y quinientas doblas; de donde tomó origen el recurso extraordinario en que entendía la Sala de mil y quinientas del Consejo de Castilla, hoy sustituido con el de casación ante el Tribunal Supremo.
     Por hacer merced a los vecinos de Segovia, los declaró libres y exentos del gravamen de aposentar sin dineros a todos los oficiales mayores y menores de la Chancillería, fijó la paga del huésped y determinó los servicios que estaba obligado a prestarle el morador de la casa.
     El resto del ordenamiento contiene otros pormenores relativos a las posadas que en la ciudad y sus arrabales, así como en las aldeas de su término, debían dar a la Reina, a los Príncipes, Infantes y demás personas que fuesen a la corte; en lo cual muestra el Rey su celo, ya dictando reglas para repartir equitativamente la carga entre los vecinos, y ya precaviendo las molestias y agravios que con este motivo solían recibir los pueblos.
     Con la muerte inesperada del Rey en Alcalá de Henares el 9 de Octubre de 1390, se secó la fecunda vena legislativa que distingue este poco venturoso reinado. Amó D. Juan I la justicia, y honran su memoria buenas leyes, siendo las mejores las que hizo después de instituido el Consejo, contribuyendo a la obra del Monarca los letrados con su saber y su impulso.

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