Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Cosa cumplida... sólo en la otra vida

Diálogos entre la juventud y edad madura

Fernán Caballero




ArribaAbajoIntroducción a los diálogos

¿Queréis saber lo que son, en sentir de su autor Fernán Caballero, los Diálogos entre la juventud y la edad madura? Pues oídlo de su boca:

«Recuerdos de un villorrio, de un sochantre de lugar, de un interior pacífico, de niños y de flores; en fin, nimiedades.»1

¿Deseáis conocer los gustos del escritor, y la disposición de su alma al escribir estas páginas?

«Me gustan los árboles como a los pájaros, las flores como a las abejas, las parras como a las avispas, y las paredes viejas como a las «salamanquesas.»

-«¡Chitón, conde, chitón! No quiero que mis flores den ocasión a la sátira, ni mis buenas gallinas pábulo a la crítica.

-Pero -repone su interlocutor- ¿en dónde no hallareis vos amigos, marquesa?

-Allí donde no sientan todos como vos, y no me miren con vuestros parciales ojos.»

¡Quién dijera que tan pronto iban a demostrar los sucesos la exactitud de este presentimiento!

Pero he aquí anunciado en pocas palabras al lector lo que también en breves razones deseamos decirle.

No es un secreto para el público lo que acerca de Fernán Caballero siente y piensa el que escribe estas líneas, que mirará siempre como uno de sus mejores timbres haber logrado la confianza del insigne novelista para cuidar de la presente edición. Por lo mismo, y satisfechos con haber consignado en ella nuestro nombre entre tantos ilustres literatos que se han apresurado a tributarle homenaje, nos habíamos propuesto dejar libre el paso para que otros pudiesen formar parte de tan brillante acompañamiento.

Pero, puesto que con ocasión de esta obra se ha hecho de nuestro autor querido la única crítica con visos de formal que hasta ahora se le haya fulminado, y que por su naturaleza ha debido amargarle mucho, permítasenos romper aquel propósito, y ya que no defendamos a quien no ha menester defensa, por lo menos, a la modestia del propio juicio, y a la severidad con que, por mirar aquélla a una luz que tenemos por equivocada, la juzgó el crítico, opongamos nosotros algunas razones, para que el público, a quien compete, pueda fallar en esta contienda.

De inmoral acusó el crítico esta obra. ¡Inmorales los escritos de Fernán... a quien tanto deben la Religión y la familia y la sociedad! Aquel nombre y esta tan terrible acusación, según la frase vulgar recientemente usada, braman de verse juntos.

A la acerbidad de este fallo, sólo ha contestado nuestro autor, en su humildad, apelando al juicio de la Iglesia.

No le importaba que la ley no se lo exigiera: destinados estos escritos a vivir en la familiaridad del hogar doméstico, cuyo reflejo son, cuyo modelo deben ser, no hubiera estado tranquilo hasta que decidiesen los guardadores de la sana doctrina si, contra toda su intención, se había deslizado de su pluma alguna máxima, algunas palabras que la contrariasen. A continuación de estas líneas podrán ver nuestros lectores el dictamen del censor y el fallo de la autoridad eclesiástica. Esto importaba al crédito de Fernán; pero importa más al de sus ideas y sentimientos, que para él y para sus amigos valen aún más que su espléndida aureola literaria.

Acallado, pues, victoriosamente sobre este punto un sobresalto que sólo pudo asaltar al escritor, pero que de seguro no trascendió a ninguno de sus lectores, a nosotros, más que combatir directamente el juicio que le motivó, lo que nos incumbe es explicarle; y esto bastará para que por sí solo caiga y se desvanezca, acaso hasta en la propia conciencia del que lo dedujera.

Lejos de nosotros sospechar en lo más mínimo de la rectitud de sus intenciones, ni de la sinceridad de su convicción. Ya lo hemos indicado antes de ahora. Concediendo los talentos del crítico, dada la parte que es natural y disculpable a los pocos años que contaba a la sazón, lo que principalmente creemos que le indujo a error fue la equivocada luz a que miraba estos cuadros. Mirábalos, sin duda, a la de la prudencia humana; aplicábales el criterio de máximas filosóficas y económicas, y condenó lo que la ciencia condena, lo que no explica la filosofía, lo que la razón no absuelve por sí sola. Ver cómo la desgracia cae de repente sobre una familia que la virtud corona y que santifica el trabajo; oír que el padre muere precipitado de un andamio y que la amante esposa pierde la razón; que perece el pobre pescador, arrebatado por una ráfaga de viento; que se lleva tras sí el juicio del hermano que le sobrevive, dejando huérfana de ambos a su desolada madre; que se mancha con un robo la honra de una familia de la más antigua y acendrada nobleza castellana, bajando al sepulcro a impulso de la afrenta su venerable jefe; por todas partes dolores, por todas partes catástrofes... no es extraño, a la verdad, que se impresionase el ánimo generoso de quien sólo con el nivel de la humana ciencia y el compás de la crítica literaria había de buscar, como suele hacerse en obras de este género, el ver premiada a la virtud y castigado el vicio, procurando estímulos para aquélla.

Mas ¿cómo no echó de ver el censor que toda la síntesis del pensamiento del escritor se encierra admirablemente en estas palabras:

COSA CUMPLIDA...
SÓLO EN LA OTRA VIDA?

¡Es verdad! Esta -que no es novela-; esta conferencia, estos Diálogos, que creemos sin modelo, o diferentes y superiores a todo modelo, puesto que en ellos no sólo hablan y juzgan los interlocutores, sino que a su vista vive la vida y obra la Providencia; este sencillo interior, estas nimiedades que el autor decia, tienen, áun sin pretenderlo él, más altos alcances; y son, no diremos un tratado moral, son la vida práctica, iluminada y consolada por la luz del Evangelio, y dan lugar a más meditaciones que muchos libros ascéticos, ya sobre los hechos de la vida, ya sobre muchas de las verdades y de las virtudes católicas. Esta es la luz a que ha escrito el autor; he aquí con la que debe ser juzgada su obra. Y cierto, bien puede arrostrar el exámen. A vista de los dolores que calma, de las lágrimas que consuela, bien podrán repetírsele aquellas divinas palabras: «MUJER, ¿A DÓNDE ESTÁN LOS QUE TE ACUSABAN?»

Al que desee alguna comprobacion de lo que decimos, nos bastará con remitirle a examinar la manera con que Fernán comprende y habla de la muerte, y con que explica la resignación; virtud esencialmente cristiana que no conoció el mundo antiguo, y que no acertaría nunca a imaginar ni a comprender por sí sola la filosofía. He aquí sus palabras:

-«¡La muerte!... Siempre he preferido mirar ese trance, no como el justo fin de la vida, sino como el glorioso principio de la eternidad; así como prefiero pensar en la clemencia de nuestro Juez, a pensar en su justicia; esperar, a desconfiar; amar, a temblar; agradecer a temer. Pero la generala es tan virtuosa, que sobrellevó este golpe terrible con mucha fuerza y vigor.

-Decid resignación, marquesa. La virtud, que es un combate contra nuestras malas propensiones y nuestras debilidades, cuando está aislada es presuntuosa, no cuenta sino con sus propias fuerzas, y tiene por auxiliares al orgullo y la vanagloria, que dan el valor. La virtud cristiana desconfía de sí y acude a la gracia; y son sus auxiliares la sumisión y la oración, que dan la resignación.

-¡Bien definido, conde! Resignarse es dulcificar el dolor, respetándolo como compañero; llevarlo con valor es combatir al dolor y vencerlo como a enemigo.»

Aprendan los que adolecen del espíritu, y los que quieren llegar a la fe de las verdades católicas sólo por la demostración, que la fe está en la voluntad y no en el entendimiento.

«¿Qué son -dice- vuestras estériles demostraciones, vuestros sistemas sin base, que se agitan en un círculo vicioso, oscuro y seco, en comparación de aquella plácida luz, de aquel manantial de aguas puras y cristalinas que brotan en el alma sencilla, que aprende a vivir y morir en el Catecismo?»

«No hay edades -prosigue en la misma página- entre los buenos católicos, para los sentimientos religiosos: tenemos unos y otros firmeza de viejos para la fe, ardor de jóvenes para la caridad, y todos una misma esperanza.»

¿Queréis ver cómo habla del arrepentimiento, cómo pesa a la vez los quilates del dolor, y analiza los secretos de su acción sobre la organizacion del hombre, sobre la de la mujer, comparados ambos con el único verdadero y supremo Consolador?

«Sólo Dios -dice- sólo Dios perdona y olvida.

El arrepentimiento no quita; al contrario, aguza el remordimiento y le hace principio y parte de la expiación; y manchas hay que, cual, las del hierro, gastan la trama, que muere con ellas.»

Ya antes había dicho Mad. de Staël: «Las lágrimas pueden borrar el crímen, pero nunca la vergüenza!» Y sin negar la belleza ni la profundidad de esta sentencia de la gran escritora, séanos lícito pretender que la que citamos como gemela suya, esfuerza notablemente en sentido religioso la verdad y la esfera de aquel sentimiento, sin el cual no es posible la regeneración del hombre, y que a poder penetrar en el abismo, tornara en ángeles a los demonios.

Pero hablábamos del dolor. He aquí cómo le analiza Fernán:

«¡Qué quiere usted, marquesa! En todas «cosas se apoya la mujer en el hombre, menos en el dolor; que entonces se apoya en Dios. «El hombre en todas cosas se apoya en sí mismo, menos en el dolor, en que se apoya en la mujer; porque consolar es uno de sus más bellos dones, de sus más dulces prerogativas. «¡Pobre del que en sus aflicciones no tiene, una madre, una mujer, una hermana, una hija o una amiga!»

Ni son menos bellos, aunque a otro orden menos elevado pertenecen, los estudios psicológicos que hace sobre otros sentimientos meramente morales o sociales, por decirlo así, pero que siempre parten e irradian del gran principio de la verdad religiosa, que es la única base sólida de su razonamiento.

Véase, si no, cómo juzga sobre su propio tribunal a la opinión, esa indolente sultana que, no atreviéndose a separar el trigo de la cizaña, viene a dar en el indiferentismo, que es -afirma nuestro moralista- la parálisis de la virtud

«¿Quién -dice- es el necio que sostiene que todos los días pensará lo mismo, ni el hombre autómata que se jacta de sentir siempre de un mismo modo?»

«Dejad -continúa, hablando de las lágrimas-, dejad brotar esas fuentes del corazón, que prueban al correr que no está seco ni exhausto; dejad, por Dios, que se humedezcan los ojos, si no se han de asemejar a los de cristal de las figuras de cera.»

Y en otro lugar:

-«¿Quién puede saber, señora, el secreto que cada corazón lleva consigo a la tierra?

-«¿Qué secreto amargo puede llevar consigo el que muere en el seno de la Religión, en los brazos de los suyos, bendecido y bendiciendo, sonriendo a la vida, que fue bella, y a la muerte, que lo es, también porque lo fue la vida?»

Salpicada está toda de estas máximas, cuya sabiduría viene del cielo. Sirvan de ejemplo las siguientes:

«Donde hay virtudes, hay buena conciencia; donde hay buena conciencia, hay contento; así como donde hay sol, hay llores; donde hay flores, hay fragancia.»

Y en otro lugar:

«Dios no hubiera criado al sol, si no quisiera al hombre alegre.»

«Acuda a estas bellísimas páginas el que quiera comprender la extrema dulzura de un «¡DIOS TE LO PAGUE!»

Nótese cuán nuevas y profundas son las consideraciones que le inspiran la locura con sus girones de ideas; los niños precoces, caricaturas en lo moral y en lo físico; sus máximas sobre la educacion y la enseñanza, en que sabe y se le alcanza tanto más y mejor que a muchos zurcidores de libros de texto o hilvanadores de planes de estudios; sus observaciones y consejos sobre la atención y cortesía que deben mediar entre todas las relaciones sociales. Frecuente ha sido encarecer la obediencia y el respeto del inferior al superior; acaso nunca la urbanidad y deferencia que a aquél debe el último; que quien lleva la ventaja en cuanto a lo elevado de la posición, no ha de perderla en cortesanía. Esto, si bien es verdad que no es invención de FERNÁN, tan perdido anda por el mundo... que lo parece. No es dable concluir este punto sin citar unas palabras, que debieran grabarse con el punzón de oro con que el Ángel traspasó el corazón de Santa Teresa. La Santa escritora, que hablando del Diablo exclamaba: «¡Desgraciada criatura que no sabe amar!», no las rechazaría si se le atribuyesen.

-«Recordad un refrán turco, que dice que el que llora con todos, acaba por quedarse sin ojos.

-«Bien decís, que es turco el refrán. ¡Qué magnífica y bendita ceguera la que fuese debida a la caridad!»

Si le buscáis en el terreno literario, podremos remitirnos a lo que piensa y siente de la poesía; a su análisis de lo clásico y lo romántico; a su exacta y profunda distinción entre lo romántico y lo romancesco, y entre esto y lo verdaderamente poético.

¡Oh! ¡Cuán bellas y epigramáticas suelen ser las frases con que sazona estos juicios! Algunas de ellas por ventura quedarán como proverbios, miéntras vivan la literatura y el habla castellana. Sirvan de ejemplo, entre otras que citar pudiéramos: «Alonso, porque sabía la a, la echó de disputador. -¡Tenéis el corazón en carne viva!» (para significar que una persona es sensible a todos los infortunios ajenos), y esta otra, que no recusarán, de seguro, muchos de entre los poetas: «Cuando la poesía se mezcla en la vida real, es una mala ama de llaves».

Arrastrados por la importancia de estos análisis, no hemos fijado la vista en las descripciones, en las cuales, si siempre se ostenta con mano maestra, a veces como que se sobrepuja y excede. Permítasenos citar la que hace de la belleza del campo, la del temporal en Cádiz, la del pueblo de Sampayo, la del buen D. Gil, el sochantre querido, y las de los juegos y los cuentos de las niñas y la muerte de la sobrinita.

Todas ellas y otras muchas quisiéramos citar; pero no podemos, no debemos. Quede al ese ritor su gloria de contarlas cómo y donde quisiere; quédele el placer de iniciar a sus lectores en las maravillas de su talento, tan puro, tan rico, tan flexible, tan vario!

He aquí, sin embargo, cómo se despide, con tan piadosa ternura como picante desenfado, del protagonista, a quien pintó con amore, inmortalizándole sin quererlo.

«¡Oh, mi buen, mi excelente D. Gil!... ¡Tú, que tanto ruido y papel hiciste en la iglesia, y tan poco en el mundo!... ¡Tú, que amaste y ejercitaste el canto y el latín sin comprenderlos, pliego blanco de papel en que estampó la fe sus adoraciones, para ponerlas en manos del Señor, no me olvides allá arriba, donde estás con otros muchos POBRES DE ESPíRITU Y RICOS DE CORAZÓN, y ruega por la que supo apreciar la suave almendra bajo su tosca corteza!»

Ya apuntamos antes cuál es nuestro juicio acerca de la forma de estos escritos. Mas hay en ellos un carácter particular, acerca del cual no podemos menos de llamar la atención de nuestros lectores, y muy señaladamente la de los que leen para aprender a escribir.

Ante todo, es notable en FERNÁN su estilo propio; de una verdad, de un colorido tal, que no puede confundirse con otro. Hemos oído a algún Aristarco censurar en aquél tal o cual expresión, tal cual frase menos castiza; mas no sabemos de ninguno tan injusto ni descontentadizo que en aquella otra dote, que es la principal en el escritor -como que es la que constituye su individualidad-, no le conceda la palma entre los primeros.

Mas no se crea que el pintor de los CUADROS DE COSTUMBRES, de las RELACIONES y de los DIÁLOGOS, no tiene en su paleta colores para copiar otra cosa que la ruda, franca y enérgica fisonomía del pueblo. Un crítico eminente, un escritor en quien compiten el corazón y la cabeza, el señor D. ANTONIO DE APARISI Y GUIJARRO nuestro amigo querido, en el bellísimo prólogo que ha dedicado a la preciosa novela tituladaUN SERVILON Y UN LIBERALITO, ha tenido antes que nadie la gloria de consignar esta observación: «En el lenguaje de la culta sociedad -dice hablando de FERNÁN- no le conozco rival ni entre los mejores».

No es escasa, a la verdad, la alabanza, por venir de quien viene, y por ser tan merecida. Repasen su memoria cuantos profesan la literatura o a ella tienen particular afición, y sin limitarse precisamente a la Novela, en que tenemos tan poco, observen nuestro teatro, en que somos más ricos. Y ciertamente, desde Iriarte, que en el Señorito mal criado nos dejó una muestra de que poseía este secreto, no hallará muchos escritores a quienes sea familiar. De seguro no lo encontrará en Moratín, a quien en tantas otras cualidades del estilo nadie recusara como maestro. Es más: sabemos de escritores que por su cuna y por su educación corresponden a lo más puro y elevado de aquella clase, y cuya conversación es por demás culta, amenísima y elegante, y sin embargo, pintan mejor las animadas escenas de una venta o de un campamento, que el tono grave y acompasado de los salones. Y a la verdad no es extraño. La buena sociedad, o es una, o cuando menos, se parece mucho en todas partes; como que la cultura consiste en destruir lo anguloso, es decir, en quitar muchas de esas singularidades que constituyen los tipos especiales. Y conservar éstos sin perder aquel tono, es raro privilegio, que requiere no sólo un estudio profundo y gran sagacidad para la observación, sino además una rellexibilidad suma, para la cual acaso habría de ser necesario que se combinasen un gran talento de hombre, un corazón de mujer y la exquisita sensibilidad de la dama, a quien la observancia de las costumbres del pueblo y la práctica de la vida aristocrática fuesen en parte ingénitas, en parte heredadas o familiares desde la cuna.

No aspiramos a que en ello se nos crea sobre nuestra palabra. La prueba está en muchos, si no en todos los personajes de FERNÁN, entre los cuales, sin embargo, citarémos a los duques de Almansa, a Ismena, al general conde de Alcira, a la marquesa de Valdejara, a su hijo, tipo de caballeros... a tantos otros... y entre ellos a Clemencia, al Abad, a Pablo, a sir George Percy, y De Brian, y sobre todo -pues de éstos tratamos- a la MARQUESA DE ALORA y al CONDE DE VIANA, que son los interlocutores de estos DIÁLOGOS.

Ellos discuten siempre, y disputan como de propósito; que es decir que tienen más ocasiones de mostrar su carácter, por lo mismo que esas discusiones pasan a solas, en la intimidad de una amistad antigua e indulgente; y sin embargo, cada cual, mostrándose tal como es, no choca ni ofende, ni al lector ni a su antagonista; al contrario, éste ama y respeta la razón que se le opone y los labios que se la dicen, y el lector estuviera a veces indeciso sobre a quién dar sus simpatías, si no fuese porque la marquesa, en su corazón y en su inteligencia y en la tésis que defiende, es, como si dijéramos, la personificación del escritor. Al que de esto dudaré, le remitiremos a los DIÁLOGOS, a los trozos que hemos citado, a la campanilla azul que habla de imponer silencio, y a la de oro que había de excitar a la marquesa a continuar en su elocuente improvisación; a aquella deliciosa república en que ella había de ser la presidenta, y legisladores y ministros las flores y los niños, abundando por supuesto las fuentes y las confiterías.

Permítasenos citar también, como ejemplo, la contienda entre ambos, con ocasión de la felicidad en que la marquesa supone que rebosa la familia de la generala Peláez. ¡Con qué viveza y naturalidad es conducido el diálogo, que ha de terminar por conceder el atacado la confianza de un terrible secreto de familia, confianza que si se provocó sin pensarlo, no se arranca, y antes se rehúsa delicadamente!

Dice la marquesa:

-«¡Ay de de mí! ¡Imprudente! Perdonad, amigo; nada quiero saber. Doblemos la hoja; ocultad mi tierno interes con el secreto en el silencio; el respeto a la desgracia es el más sagrado, después del respeto a Dios.

-«No, marquesa; sois de la familia; y sois más: sois una amiga verdadera, y los amigos son la familia del corazón. Sabréis la desgracia que, cual un cáncer, ha destruido la felicidad de mis hermanos.

-«Conde, dejadme ignorar una desgracia, si no puedo remediarla.

-«¿Me negáis vuestro interés?

-«Hablad, conde... ¡y así os sea un bálsamo!»

He aquí, por conclusión de esta materia, en uno de los trozos más bellos que acaso se hayan escrito, llevada hasta el límite de donde no debe pasar, esta contienda, modelo de exquisita cultura y cortesanía. No nos atrevemos a privar ni de una letra de ella a nuestros lectores. Parécenos que, después de leída, no tendremos incrédulos de lo que antes afirmábamos; y podremos añadir en las sienes de FERNÁN, al título de PINTOR DEL PUEBLO, el de POETA DE LOS SALONES. Mas si todavía tropezásemos con algún rebelde, nos contentaríamos con decirle con Góngora y con FERNÁN:


«Triste del que a una roca pide orejas».



Pero oigamos; que habla nuestro autor:

-«Tenéis -dijo el conde sonriendo- por corazón una rosa sin espinas.

-«Y vos queréis ajarla.

-«¡Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero contadme lo que me habeis anunciado.

-«Tacha el mundo -principió la marquesa- de extremos a las angustias y los dolores del amor de madre.

-«Y lleva razón -opinó el conde-. Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita freno. MARÍA, al pié de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Señora, señora, todos los días rezamos ¡HÁGASE TU VOLUNTAD! ¿Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, señora.

-«Por descabellado que sea ese amor, es bello y simpático, conde.

-«Ese dolor denominado extremos es insensato como es un suicidio, amiga mía; y esas madres energúmenas de amor merecerían que se les muriesen sus hijos, para enseñarles así lo que es un dolor real.

-«Conde... ¿habéis olvidado que tuvisteis madre?

-«¡No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pisó, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ansío por el cielo porque en él me aguarda su alma! Pero eso no quita...

-«Que lo que en ella os admiró, os encantó y llenó de gratitud, en otras lo queráis motejar. ¡AMOR NO DICE BASTA, conde!

-«Marquesa, esa bella expresión es sólo aplicable al amor divino.

-«Siempre me contradecis, conde... ¡Si vieseis cuánto lo siento!

-«No lo sintáis, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol, y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

-«¿Y por qué os haceis una nube en mi cielo?

-«Para que su demasiada pureza y brillo no os hagan creer imposibles las borrascas y las tempestades. Mas... proseguid; no os volveré a interrumpir.»

Ni nosotros tampoco lo haremos más, interponiéndonos entre el autor y sus lectores, temiendo siempre decir poco, y acaso apareciendo sobrados.

Por lo mismo, no diremos sino de paso a nuestras lectoras (con ellos nada queremos ya) cuál es la única cosa que FERNÁN encuentra CUMPLIDA en esta vida; y es: TODO NOBLE AMOR EN EL CORAZÓN DE LA MUJER.

Hemos hecho hablar a FERNÁN, y es lo único en que fundamos la esperanza de haber acertado a defenderle. Pero necesitamos despedirnos de él, y para ello, en justa correspondencia, no seremos nosotros solos; serán nuestros lectores, será España toda, será el mundo católico los que lo harán, tomándole sus propias palabras.

Hedlas aquí:

«Proseguid, marquesa. ¿A qué evocar la imagen de la crítica como un fantasma ante el cual se repliegue la expansión de vuestros gratos recuerdos, y se hiele su pintura en vuestros labios? Estoy seguro de que no hay un poeta a quien estas cosas, si bien no le entusiasmen como a vos, al menos no le hagan gracia. Proseguid esa pintura en sus menores detalles, hasta venir a las circunstancias que han motivado esa segunda carta, que espero ha de ser tan noble como la primera.»

Y esta segunda carta, que es de la viuda del buen D. Gil, y contiene en realidad su testamento, concluye así:

«Dile a la señora que ya no cantaré el Miserere en la tierra; pero que, mediante la misericordia infinita y los méritos de nuestro REDENTOR, cantaré allá arriba el Gloria». Y al verme llorar, añadió: «Francisca, no llores; las lágrimas siempre me han hecho contradicción. No se deben llorar mas que las culpas... Consuélate, y acuérdate de que COSA CUMPLIDA... ¡SÓLO EN LA OTRA VIDA!» Señora, me lo he tenido por dicho: no lloro... y aguardo.»

Y yo también aguardo, señora. Que sé que son igualmente cumplidas estas verdades; añadiendo a ellas, que es por demás dichoso quien, como FERNÁN CABALLERO, al ganar lo que el mundo llama Gloria, escribe tan valederas páginas en el LIBRO DE LA VIDA.

Madrid 28 de Noviembre de 1857.

FERMÍN DE LA PUENTE Y APEZECHEA.






ArribaAbajoDiálogo primero

El albañil



La vie es un mystère triste
dont la Foi seule a trouvé le secret.

(La vida es un misterio triste, cuyo secreto sólo ha encontrado la Fe.)


El Abate Gerbert.                



Fortuné temps de l'innocence.
Bélas! des passions de vacant le réveil
a l'aurore de l'existence,
n'es tu parmi neus qu'un sommeil?

(Tiempo feliz de la inocencia! Tú que te adelantas al despertar de las pasiones en la aurora de la vida, di, ¿no crees entre nosotros mas que un sueño?


D'Arlincourt.                


-Sí señor, sí señor; la vida es bella, el mundo hermoso, a pesar de todos los Jeremías pasados, preseiltes y futuros -decía la joven, linda y alegre marquesa de Alora a su anciano amigo el conde de Viana-; está llena de encantos, como el cielo de estrellas; llena de goces, como la mar de perlas. Pero éstas es preciso buscarlas; aquéllas es preciso alzar la vista, y con ella el corazón, hacia aquel alto y puro espacio en que, giran, para encontrarlas. Si usted vegeta tétrico en una oscura cueva, ¿cómo hallará usted perlas, ni verá estrellas?

-Cantáis como un ruiseñor -dijo el conde con una sonrisa triste e incrédula.

-Hablo como una agradecida hija de Dios -repuso la marquesa-. ¡Un hombre como usted, misántropo! ¡Quite usted allá! Eso es un palpable contrasentido; es una anomalía, como dice usted que lo es en el Gobierno condenar las malas doctrinas y dejar que cundan por medio de la prensa, lavándose las manos como Pilatos.

-¿Dónde están, linda visionaria -respondió el conde-, esos encantos, esos placeres sublunares? ¿Serán el efímero amor, la desleal y deslavada amistad? ¿Será acaso el oro, que no sabe satisfacer; los honores, que no honran? ¿Será el mundo, ese horrible caos? ¿Será la soledad, ese árido desierto? ¿Nos los proporcionarán por ventura el corazón, que es nuestro verdugo; los sentidos, que son nuestros enemigos; o el alma, que, como todo desterrado, no sabe sino suspirar? El mundo es, amiga mía, un árido y triste destierro.

-¡Pobre mundo! -exclamó la marquesa-. ¡Y cómo te tratan! Véngate, seca tus fuentes de fresca y líquida plata, quita sus colores y perfume a tus flores, haz esqueletos de tus frondosos árboles, agosta tus campos, y no le nutras al hombre ingrato sus mieses y su vid; seca los cauces de tus ríos, y haz de ellos profundas y ásperas cicatrices sobre el seco y decrépito cadáver de la tierra; quita del alcance del hombre el oro, la plata y ricas pedrerías que encierra tu seno; vomita tus iras por las abiertas bocas de tus volcanes, esparce tu amarga ira con las poderosas olas de tus mares, hasta cubrir la frente de tus gigantes de tierra, los montes, y allí donde el hombre ingrato haya labrado su albergue, sacúdele ligeramente, para que caigan sus más robustas obras como castillos de naipes.

-¡Qué anatema, amiga mía!

-El que merece la ingratitud, ese monstruo sin corazón.

-Como sois joven, giráis cual las primeras horas del día, esas horas frescas y puras que se llaman la aurora, en un cielo rosado. Pero raciocinemos; a mi edad...

-El corazón es siempre joven -interrumpió con viveza la marquesa-, y la ancianidad puede, como decís de la juventud, girar también en un rosado cielo, llamado ocaso, como las últimas horas del día.

-Pero enumeradme esos placeres, esos encantos que veis vos -repuso el conde- con la doble vista de que debéis estar dotada. ¿Es el cólera? ¿Es la guerra civil? ¿Son los escritos de Proudhon? ¿Es el espíritu de rebelión inherente a la incredulidad, que mina al mundo con un horroroso cáncer? ¿Es su hija, la inmoralidad, que vive y reina? ¿Es ese escepticismo frío y vulgar, con el que triunfó la materia personificada en Lutero, y el mal espíritu personificado en Voltaire? ¿Son las lágrimas de la Fe y de la Caridad, que sólo la Esperanza enjuga?

-¡Dios mío! Estáis triste y desconsolador como nuestro sublime marqués de Valdegamas, a quien cupo la gloria de ser uno de aquellos hombres que en todos tiempos escogió Dios para ser intérpretes de sus luces. Aún falta la sonrisa a sus labios; pero hallarála cuando el bien que haya hecho le pruebe que si cunde el mal, también cunde el bien sobre la tierra de Dios: esa será su recompensa. Pero yo quiero atraeros a más alegre convicción, y no lo haré teórica, sino prácticamente; no con razones que todas se pueden refutar, sino con pruebas; pues nada hay más poderoso y concluyente que un hecho.

-Gozad de vuestras ilusiones, como la primavera de sus flores, marquesa.

-En todas estaciones hay flores; si en alguna faltan, no es culpa de la naturaleza, sino del hombre, que las deja secar sin cultivarlas. Apostemos a que os hago testigo de una felicidad completa y estable.

-¡Completa! ¡Estable! ¡Qué dorado sueño!

-Apostemos, apostemos -insistió con alegre vehemencia la marquesa.

-La felicidad -prosiguió el conde-, esto es, la que brinda el mundo, es poco estable, como la calma del mar; corta y pasajera, como el canto del ruiseñor; incompleta e imperfecta, como lo es el hombre en quien dos poderes luchan; y no puede ser otra cosa, desde que el hombre, por su culpa, entró en el mundo desterrado del Paraíso. El no ser así, sería un contrasentido. Vos misma, querida amiga, ¿no sois acaso una prueba de esta verdad? La suerte os ha colmado de todos sus dones, la fortuna de todos sus favores, la vida de todas sus sonrisas; y a pesar de esto, vuestra felicidad no es cumplida, pues os faltan las magníficas prerrogativas, los dulces goces de la maternidad.

Una ligera nube pasó sobre los benévolos y brillantes ojos de la marquesa.

-Esto será en tal caso -dijo sonriendo-, no una desgracia, sino una felicidad de menos; y el carecer de una, no me hará olvidar las muchas de que disfruto. Además, para ganar cumplidamente mi apuesta, no pienso mostraros una perfecta ventura en la clase alta de la sociedad, en la que es mucho menos frecuente que en la clase humilde, por más que declamen y giman lo contrario los socialistas. En nuestra perfumada y pestilente esfera no se ensanchan las ideas, no se exaltan los sentimientos, no se multiplican las sensaciones sino a expensas de la felicidad pasiva, negativa si queréis, pero dulce, alegre, tranquila y suave, que es y debe ser el patrimonio de seres caídos, condenados a una vida mortal y de trabajo, como pensáis muy bien. Pero esta felicidad existe; y la dan las virtudes, que del Paraíso vinieron y con ellas trajeron su ambiente. Por consiguiente donde hay virtudes, hay buena conciencia; donde hay buena conciencia, hay contento; así como donde hay sol, hay flores; donde ha y flores, hay fragancia. Mañana os aguardo a las doce en punto, y os llevará a casa de mi lavandera y antigua doncella de mi madre: allí triunfaré! Allí veréis la verdadera y cumplida felicidad en su sencillez y pureza, sin traspasar sus límites, corno el manso río; allí me pagareis dulce sobre dulce media arroba, que ahora mismo voy a mandar hacer para repartirlos entre sus hermosos chiquillos.

Al día siguiente el conde acudió puntual a la hora de la cita, y ya encontró a la marquesa cubierta la cabeza con la mantilla, y lista para partir.

Muchas vueltas y revueltas tuvieron que dar por las calles de Sevilla, en que aún triunfa la caprichosa construcción de los moros, de la simetría europea, hasta llegar al apartado y solitario barrio de San Román. La marquesa entró en una de aquellas humildes casas, cuyas puertas están abiertas de par en par.

La dueña de la casa hizo una exclamación de sorpresa al verla.

-¡Chist!... -dijo la marquesa, poniendo su blanco dedo sobre sus rosados labios-. Vengo a sorprender a María. Como sé que su corral y el de la casa vuestra no los separan sino unos romeros, he venido aquí para entrar en casa de María sin que me sienta.

Esto diciendo, atravesaba la marquesa el patio, seguida y bendecida por la dueña.

La casa de María formaba un ángulo entrante, en el que había un gran jazmín que se había criado ad libitum, echando a manos llenas sus perfumadas flores a la derecha y a la izquierda con imparcialidad; columpiábanse multitud de pajaritos en sus flexibles ramas; cubríanlo sus flores, que están tan pálidas porque son débiles, y porque siendo tan corta su vida, no tienen tiempo para aprender a sonrojarse.

En la verde cueva que formaba el jazmín morisco se escondió la marquesa con su anciano amigo, poniéndose ambos a mirar, sin ser vistos, lo que en casa de María se ofrecía a su observación.

Una mujer robusta, en quien rebosaba la vida como en otoño la corriente en los ríos, estaba sentada en una silla muy baja, delante de la puerta de su sala, a la estufa andaluza, esto es, al sol. A sus pies, sobre una zalea, se veía sentado en paños menores el niño que estaba criando; tenía éste entre sus manitas una enorme naranja, que se le escapaba, cayendo sobre la zalea; afanábase en extremo para volverla a asir, y cuando lo había logrado, se le volvía a separar. Reíase entonces alegremente y miraba a su madre, nuevo Sísifo, que reía y gozaba en su incesante tarea.

-Ven acá, Aniquilla -dijo la mencionada mujer a una niña de cuatro años-; es mediodía; ya vendrá tu padre. Ven acá a que te coja esas greñas y te lave esa cara, esa rosa de Abril, que la tienes más sucia que un estercolero.

Mientras su madre la tenía sujeta de los cabellos, y le hacía una castaña del tamaño de las que se comen, la enseñaba a rezar; santa práctica que acostumbra a los labios de los pequeñuelos a recitar oraciones que aún no comprende el entendimiento; de suerte que cuando éste despierta, los labios se han anticipado, y le enseñan lo que ya saben por la santa enseñanza de su madre.

-Padre Nuestro, que estás en los cielos, decía la buena mujer.

La niña repetía esto, añadiendo por apéndice:

Ay, mae, que me tira usted del pelo!

La madre proseguía sin hacer caso:

-Santificado sea él tu nombre...

-Tu nombre -repetía la niña-. ¡Mae, mae, que me arranca usted las narices!

Y cuando concluyó el último amén, la niña, lavada y peinada y ostentando su diminuta castaña, dio un salto con poca gracia y mucha alegría.

Mae, mae! -gritó un niño de seis años que venía de la escuela, precipitándose en el corral-. ¡Ya sé la a, la a, la a!

-Sea enhorabuena, Alonsillo -dijo su madre-. Poco es; pero sabes más que yo, que sé cómo suena, pero no cómo parece.

Oyóse entonces la alegre voz de una niña de ocho años que volvía de la amiga, y que venía cantando con la tonadita monótona con la que en las amigas cantan la doctrina:


Cuando salgo de la amiga
me dan ganas de beber
en el jarrito de oro
en que bebió San José.
Me fui por un caminito
y me encontré a Jesucristo,
Jesucristo, que es mi padre,
y la Virgen, que es mi madre.
Los ángeles mis hermanos
me cogieron por la mano:
¡Me llevaron a Belén
sin tropezar ni caer.
En Belén hay una fuente
que corre tan trasparente
de noche como de día!
A rezar el Ave María.



Mae, mae! -gritó al entrar-. Mire usted la camisita que he hecho; tiene el dobladillo calao.

-Eso me place, hija, eso me place; la agujita ensartada hace a la niña ajuiciada.

La recién llegada cogió al niño de pecho en sus brazos, llevándolo, aunque tan pequeña, con mucha maestría y desembarazo, como si Dios hubiera hecho infusa en el sexo femenino la ciencia de manejar a las criaturas tiernas y desvalidas que al venir al mundo sólo saben llorar.

-Niño -dijo-, ¿dónde está Dios?

El niño levantó el dedito. Alonso que aquel día estaba un poco pedante porque sabía la a, se echó a reír.

-¿De qué te ríes, zopenco? -preguntó su hermana.

-Porque ice Pacorro que está Dios en el tejao.

-¡Qué a la cola eres, Alonsillo! Dice que está en el cielo. Pero mas que dijese que está en el tejao, razón llevaría, pues está en todas partes.

-¡Que no es! -dijo Alonso, que porque sabía la a la echó de disputador.

-Judío, que dices una herejía. ¿Dónde es dónde no está Dios, chiquillo?

-En el río, porque no es pescado -respondió dogmáticamente Alonso.

Y volviendo con majestad la espalda a su hermana, se dirigió a su madre y le dijo:

-Mae, hay feria.

-Me alegro -respondió su madre.

-Mae, yo quisiera una trompeta.

-Quiérela mucho, hijo.

-Mae, cuesta dos cuartos; démelos usted.

-¿Dos cuartos? ¡En eso estaba yo pensando!

-¡Ande usted, mae!

-Anda a freír monas.

-¡Ande usted, mae!

-Dejame en paz, pollo pión.

-¡Ande usted, mae!

Y el chiquillo se puso a seguir a su madre como su sombra, repitiendo sin cesar su monótona plegaria.

-Toma, toma, chicharra -dijo al fin la buena mujer, dándole una moneda de dos cuartos-; que por no oírte se pueden dar.

-¡Si son dos cuartos, mae, dos cuartos, dos!

-Bien, ¿y no te los he dado, mostrenco?

-No me ha dado usted mas que uno.

-Te he dado dos, chiquillo.

-Uno, uno -repitió el niño pateando.

-Muchacho -exclamó impaciente su madre-, te dí una mota; una mota son dos cuartos.

-¿Dos? -repuso el niño, dando vueltas a la moneda y batallando su convicción entre la evidencia, pues sólo veía una moneda, y la fe que tenía en las palabras de su madre-. ¿Dos son? Vaya, pues estarán pegados.

-Chacho, cuéntame un cuento -dijo con los sonidos más dulces y suplicatorios de su voz Aniquilla a su hermano Alonso.

Éste, a quien la posesión de sus dos cuartos pegados había puesto de buen temple, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas como un sultán, y apretando fuertemente en su puno cerrado sus dos cuartos para que no se despegasen, empezó en estos términos su cuento:

-Había vez y vez un pajarito, que se fue a un sastre y lo mandó que le hiciese un vestidito de lana. El sastre le tomó medida, y le dijo que a los tres días lo tendría acabado. Fue en seguida a un sombrerero y lo mandó hacer un sombrerito, y sucedió lo mismo que con el sastre; y por último, fue a un zapatero, y el zapatero lo tomó la medida, y le dijo, como los otros, que volviese por ellos al tercer día. Cuando llegó el plazo señalado, se fue al sastre que tenía el vestidito de lana acabado y le dijo: «Póngamelo usted sobre el piquito y lo pagaré». Así lo hizo el sastre; pero en lugar de pagarlo, el picarillo se echó a volar, y lo propio sucedió con el sombrerero y con el zapatero. Vistióse el pajarito con su ropa nueva, y se fue al jardín del rey, se posó sobre un árbol que había delante del balcón del comedor, y se puso a cantar mientras el rey comía:


Más bonito estoy yo con mi vestido de lana,
que no el rey con su manto de grana.
Más bonito estoy con mi vestido de lana,
que no el rey con su manto de grana.



Y tanto cantó y recantó lo mismo, que su real majestad se enfadó, y mandó que le cogiesen y se le trajesen frito. Así le sucedió. Después de desplumado y frito se quedó tan chico, que el rey se lo tragó enterito. Cuando se vio el pajarito en el estógamo del rey, que parecía una cueva más oscura que medianoche, empezó sin parar a dar sendos picotazos a derecha e izquierda. El rey se puso a quejarse, y a decir que le había sentado mal la comida, y que le dolía el estógamo. Vinieron los méicos, y le dieron a su real majestad un menjurge de la botica para que, vomitase; y conforme empezó a vomitar, lo primero que salió fue el pajarito, que se voló más súbito que una exhalación. Fue y se zambulló en la fuente, y en seguida se fue a una carpintería, y se untó todo el cuerpo con cola; fuese después a todos los pájaros, y les contó lo que había pasado, y les pidió a cada uno una plumita, y se la iban dando, y como estaba untado de cola se la iban pegando. Como cada pluma era de su color, se quedó el pajarito más bonito que antes con tantos colores como un ramillete. Entonces se puso a dar voleteos por el árbol que estaba delante del balcón del rey, cantando que se las pelaba:


¿A quién pasó lo que a mí?
En el rey me entré, del rey me salí.



El rey dijo: «¡Que cojan a ese pícaro pajarito!» Pero él, que estaba sobreaviso, echó a volar que bebía los vientos, y no paró hasta posarse sobre las narices de la luna.

-Chacho -dijo Aniquilla-, ¿y la luna tiene narices?

-¡Vaya! -contestó el chacho-. Y boca también: una bocaza tamaña -añadió, abriendo desmesuradamente la suya-, para tragarse las niñas malas; ya lo sabes.

-Ese cuento es más viejo que el modo de andar, y más tonto que una esquina -observó la hábil costurera.

-Pues cuenta tú otro mejor -repuso el contador, mirando de soslayo su moneda de dos cuartos.

-¡Pues ya se ve que lo haré! Y con el salero del mundo, y algo mejor que tú; que eres, Alonsillo, más tonto que Blas, que comía habas, y al fin eres:


Alonso Ponso Berengena,
capitán, capitán de la manga llena.



-Y tú...

-Calla la boca, escarabajo, y escucha. Pues señor...


Tenía una vez un rey
tres hijas como una plata;
la más chica de las tres
Delgadina se llamaba.
Un día estando comiendo,
dijo al rey, que la miraba:
-Delgada estoy, padre mío,
porque estoy enamorada.
Venid, corred, mis criados,
a Delgadina encerradla:
si os pidiese de comer,
dadle la carne salada;
y si os pide de beber,
dadle la hiel de retama.
Y la encerraron al punto
en una torre muy alta.
Delgadina se asomó
por una estrecha ventana
y a sus hermanas ha visto
cosiendo ricas toallas.
-¡Hermanas, si sois las mías...
dadme un vasito de agua,
que tengo el corazón seco,
y a Dios entrego mi alma!
-Yo te la diera, mi vida,
yo te la diera, mi alma,
mas si padre rey lo sabe,
nos ha de matar a entrambas.
Delgadina se quitó
muy triste y desconsolada.
A la mañana siguiente
asomose a la ventana,
por la que vio a sus hermanos
jugando un juego de cañas.
-¡Hermanos, si sois los míos...
por Dios, por Dios, dadme agua,
que el corazón tengo seco
y a Dios entrego mi alma!
-Quítate de ahí, Delgadina,
que eres una descastada:
si mi padre el rey te viera,
la cabeza te cortara.
Delgadina se quitó
muy triste y desconsolada.
A otro día apenas pudo
llegar hasta la ventana,
por la que ha visto a su madre
bebiendo en vaso de plata.
-¡Madre, si es que sois mi madre...
dadme un poquito de agua,
que el corazón tengo seco
y a Dios entrego mi alma!
-Pronto, pronto, mis criados,
a Delgadina dad agua,
unos en jarros de oro,
otros en jarros de plata.
Por muy pronto que acudieron,
ya la hallaron muy postrada.
A la cabecera tiene
una fuente de agua clara;
los ángeles la rodean
encomendándole el alma,
la Magdalena a los pies
cosiéndole la mortaja:
el delantal era de oro,
y la aguja era de plata.
Las campanas de la gloria
ya por ella repicaban:
los cencerros del infierno
por el mal padre doblaban.



-¿Es posible que esté usted en sus glorias oyendo semejantes simplezas y niñerías? -preguntó el conde a la marquesa, al verla escuchar con la sonrisa en los labios y el alma en los ojos el cuento y la conversación de los niños.

-No lo niego -contestó ésta-. ¡Cómo me gustan los niños! ¡Qué gracia tan encantadora, e inimitable es la suya! Escribiré este cuento y toda esta escena cuando llegue a casa; y desado al más fecundo escritor literario a que pueda crear semejantes cuadros e invente semejantes ocurrencias, que sólo en los hechiceros labios de la infancia se pueden sorprender.

-No piensa usted como su amigo T..., que proclama a Herodes como el hombre más oportuno y el mejor comisario de policía que ha existido, repuso riendo el conde.

-Hasta en broma me disgusta semejante paradoja -respondió la marquesa-. ¡Dios santo! ¡Qué triste y lóbrego sería un mundo sin niños! sería como un cielo sin estrellas. ¿Sabe usted que pienso que el horroroso fin del mundo se consumará por la esterilidad de las mujeres, y,que será su lóbrega precursora la falta de niños en nuestro globo?

-Si es cierto vuestro sistema -exclamó riendo el conde-, no tenemos que temer por ahora la gran catástrofe.

-¡Gracias al cielo! -contestó la marquesa-. ¡Pobres criaturas! Hasta su llanto e impertinencias son debidos a males físicos que los aquejan, o bien a la angustia de no poder hacerse comprender. Su estado natural es la indefensa inocencia: a medida que el mundo les va inoculando la ciencia del mal, van perdiendo ese encanto inexplicable que nos seduce. Si no fuese así, ¿cómo se explicarla ese profundo y universal interés que inspiran los expósitos, que no se quejan, y que no pueden ni aún concebir su desgracia? Lo inspiran las dos cosas que más mueven el corazón del hombre: la más pura inocencia unida al más completo desamparo. ¡Desamparo! ¿Hay en la lengua palabra más terrible? ¡Desamparo! Que es tan aterrador, que el más inflexible ateo huye de él, clamando al cielo cuando en la tierra lo halla.

-¡Padre, padre! -exclamaron en coro los niños, saliendo al encuentro de un hombre alto y de buena presencia que entró, seguido de un muchacho de trece años.

-Pae, ya sé la a.

-Pae, mi camisita tiene el dobladillo calao.

-Pae, el niño tenía la boca abria, y le metí el deo y me tiró un bocao.

-Eso fue para convencerte de que tenía dientes -respondió su padre.

Y dirigiéndose a su mujer, añadió:

-María, Nicolás ha trabajado tan bien, que el maestro le ha subido un real su salario.

-¡Gracias a Dios, gracias a Dios! -repuso su mujer-. Ea, vamos a comer.

-¡A comer, a comer! -respondió un estrepitoso coro.

En un instante estuvo la mesa puesta, y con la mayor simetría; pues en su centro se colocó el solo manjar de que se componía el festín, que era una excelente olla de coles con carne fresca, como llaman a la carne de cerdo.

-¿Sabe usted -dijo a la marquesa su anciano amigo- que esa olla, con su rica morcilla, está tan bien condimentada, y el placer con que, la come esa buena familia prueba tanto en su favor, que da ganas de ser su convidado?

-Y sobre todo -repuso la marquesa-, no da jaqueca, como empieza a dármela el fuerte perfume de esta cueva de jazmines. Me parece, pues, que os he convencido. ¿Habéis visto jamás, ni puede darse un cuadro de más cumplida felicidad? Mirad esas caras en que se pinta la salud, la paz y la alegría. ¿Pedís aún más a la felicidad de la tierra?

-Mirad vos -dijo el conde, señalando con el dedo al extremo opuesto del corral.

La marquesa fijó la vista, y vio, debajo de un emparrado donde se hallaban las pilas, tinajas y canastas de colar necesarias al lavado, una joven lavando; y observando con atención, vio que de cuándo en cuándo cala de sus ojos una lágrima sobre la ligera y resplandeciente espuma de jabón, como suele caer un desengaño sobre una ilusión.

-¡Mostradme -continuó el conde- un cuadro de la vida humana que no tenga un lugar para las lágrimas!

-Misita (Merceditas), hija mía, ¿no vienes? -le gritó María-. Es la tercera vez que te llamo.

La niña llamada Misita se enjugó los ojos, se quitó el delantal, y fue a reunirse con el resto de su familia.

-No saben ustedes lo que los aguarda -dijo la madre, con la cara aún más animada y contenta que antes-. Esta mañana fuí a llevar la ropa a casa de la señora; acababa de llegar el capataz de la hacienda, y traía un par de cántaros de leche. «Llévate uno, me dijo la señora..; aquí tienes arroz y azúcar: regala a tus hijos con arroz con leche, que no le harán fó». Así, hijos, dad gracias a Dios y rogadle que a la señora se lo dé de gloria.

-¡Dios se lo pague! ¡Dios se lo pague! -exclamaron todos a una voz.

-¿A que suena este coro en vuestros oídos mejor que todas las decantadas melodías de Rossini, Verdi y Meyerbeer? -dijo conmovido el conde a la marquesa.

-¡Como todas las cosas de Dios! -respondió ésta-. Lo primero que me inculcó mi madre fue el infinito precio, la extremada dulzura de un ¡Dios os lo pague! Entonces lo comprendí, y cada día lo comprendo más. Este es el tesoro que tiene que formarse el rico, para que en el gran juicio final equivalga al que presentará el pobre con sus sufrimientos; si no, mal escaparemos en el equitativo balance de merecimientos.

Cuando todas las bocas de los chiquillos, cerradas casi herméticamente por el arroz con leche, guardaron silencio, dijo la madre, dirigiéndose a su hija mayor:

-¿No comes, hija? Estás descolorida y tienes los ojos como puños, de haber llorado: te estás quitando la vida, y me la vas a quitar a mí si así te emperras. ¡Cómo ha de ser! Dios lo ha querido, y es preciso conformarse con su voluntad. Le tocó la suerte de soldado; eso, ¿quién puede remediarlo?

-El que tuviese tres mil reales para ponerlo un sustituto que ha hallado, y es un soldado que se quiere reenganchar -dijo con el corazón encogido Misita.

-¡Tres mil reales! Vea usted... ¡como quien no dice nada! -opinó el padre-. En mi vida he visto tanto dinero junto. Los pobres no tienen que pensar en poner sustitutos, chiquilla.

-No llores, hija de mi alma, pobrecita mía, que me partes el corazón -dijo su madre-. Santiago es un buen muchacho más noble que el oro; pero si le tocó la suerte... ¿qué le hemos de hacer? Conformidad, hija, conformidad; que es la virtud de los pobres. Si tuviera los tres mil reales, te los daría con mil amores; y ya que no puedo hacer otra cosa, toma esos cinco reales, échalos a la lotería, y si sacas libertarás a Santiago.

-¡Y sacó! -dijo la marquesa saliendo de su perfumado escondite-. Misita, yo le pago el sustituto a tu novio; ofrezco proporcionarle trabajo, y me brindo a ser madrina de tus alegres bodas.

Es más fácil figurarse que pintar el pasmo, el gozo, el arrobamiento que causaron la aparición y las palabras de la marquesa en aquella familia. Fueron la demostradas de la manera expresiva y ruidosa propia de los andaluces; sólo Misita, silenciosa e inmóvil, no expresaba su enajenamiento y gratitud sino con sus miradas, que acompañaron a su bienhechora hasta perderla de vista.

-Ya no llorará Misita -decía a su hermano Alonso la que calaba los dobladillos, así como los secretos del corazón-, pues se va a casar.

-¿Y qué es casarse, que a toda la gente alegra? -preguntó éste a su hermana.

-¡Simplón! Casarse es ir a la iglesia, y después comer y beber muchísimo.

-¡Ya! ¡ya! ¡Pues no se han de alegrar! ¡Viva Dios! ¡Viva Dios! -exclamó Alonsillo, tirando por alto sus dos cuartos.

-¿Estáis convencido? -preguntaba, al alejarse, la marquesa al conde.

-En parte -contestó éste-. Pase por la felicidad cumplida; pero ¿y la duradera?

-¿Pensáis acaso que la que hemos visto pueda no serlo?

-Pienso aún como antes: que todo es transitorio en este mundo; y más que nada la felicidad.

-Pues bien, incorregible pesimista, prorroguemos la decisión de nuestra apuesta hasta de aquí a un año. Pero si entonces aún subsiste esta felicidad, ¿os daréis, en fin, por vencido?

-Entonces me daré por vencido con tanto placer como tendréis vos en proclamaros vencedora.

Al año siguiente, los dos amigos, que parecían personificar en sí la ilusión y la experiencia, no habían olvidado su apuesta; porque cada vez que la marquesa veía a María con su contento y alegre semblante, volvía a atacar al conde, armada de bromas y sonrisas; pero éste no arriaba su negra bandera.

Llegado el término, se valieron del mismo medio que tan bien les sirvió el año anterior, para penetrar en el hogar doméstico de aquella feliz y honrada familia. Pero aquel día llegaron más tarde: ya el padre y su hijo mayor, que eran albañiles, salían para ir a su trabajo. Alonsillo, que no sólo conocía la a, sino a su vecina la b, salía para la escuela con un tremebundo trompo. La niña mayor llevaba de la mano a Aniquilla, que iba a la amiga tan sólo para aprender a estarse quieta, y que iba haciendo pucheros; y María salía a una diligencia, llevando a remolque colgado de sus enaguas a Pacorro, que, bien o mal, andaba ya. Santiago quedó solo con su mujer, que tenía en sus brazos un niño recién nacido.

-¡Míralo cómo se ríe! -dijo Misita a su marido, tocando con el dedo la barba del niño, armando esa algarabía con que las madres tienen el arte de hacer reír a los niños, como en sus sueños lo hacen los ángeles.

-¡No parece sino que tiene seis meses! -dijo el padre mirando al niño-. Quédate con Dios, Mercedes.

-¿Ya te vas?

-¿Y qué he de hacer?

-Volver pronto.

-El cuidado será mío.

-Pues adiós.

-Adiós.

Santiago, que era albañil también, cogió su sombrero volviendo la cara para mirar a su mujer y al niño, y se apresuró a reunirse a su suegro.

Mercedes se puso a acariciar a su hijo con demostraciones apasionadas.

-¡Dios te bendiga, hijo de mis entrañas -decía-, gloria de tu madre, ángel de Dios, lucero de la mañana! ¡No te cambio por el príncipe de Asturias, ni me cambio yo por la reina de España!

-¡Perdisteis la apuesta! -dijo alegremente la marquesa dando palmadas-. Mercedes, el señor apostó conmigo a que en el mundo no había felicidad cumplida ni duradera; me habéis hecho ganar mi apuesta, y os doy gracias.

-No tuvo el señor presente -respondió la feliz Mercedes, cuyo corazón rebosaba de contento y de gratitud- que hay familias tan afortunadas, que tienen en el mundo un ángel que se encarga de hacerlas felices.

-Verdad es que no lo tuve presente -contestó el conde-; y este olvido punible en quien conoce a tales ángeles, justo es que lo pague con la pérdida de mi apuesta. Pero, en honor de la verdad, convenid, marquesa, en que este es un caso excepcional, y en que sois vos el Destino de esta familia.

-No digáis eso, no digáis eso -exclamó la marquesa, poniendo su abanico de nácar sobre los labios de su anciano amigo-, que me asustáis: no soy sino un débil instrumento de que se sirve la Providencia para sus altos y adorables fines. ¿Qué pueden los débiles esfuerzos humanos contra el orden de cosas que rige por disposición superior al mundo?

Iban a salir, cuando se oyó un rumor que se acercaba y crecía, y fueron detenidos en la puerta por el gentío que en ella se aglomeraba; entraron dos hombres, llevando una escalera de mano, y sobre ella, rotos los huesos, la cabeza destrozada, el sangriento cadáver de Santiago.

El infeliz había caído de una altura de cien pies.

El sentido que esta relación contiene, las consecuencias que de ella dimanan, no las preguntéis; narramos, y no comentamos el hecho. Sólo diremos, con el presbítero Gerbert, que la vida es un misterio triste, cuyo secreto no alcanza a explicar sino la Fe, que nos enseña que

COSA CUMPLIDA...
¡SÓLO EN LA OTRA VIDA!




ArribaAbajoDiálogo segundo

El marinero



Pour moi, quand le destin m'offrirait a men echeix
le sceptre du génie ou le trône des rois,
la gloire, la beauté, les trésors, la sagesse,
el joindrait a ces dons, l'éternelle jeunesse;
j'en jure par la mort, dans un monde pareil,
non, je ne voudrais pas rajeunir d'un solcil
je ne veux pas d'un monde où tout change, où tout passe,
où jusqu'au souvenir, tout s'usse et tout s'efface!
où tout est fugitif, périssable, incertain,
où le jour du bonheur n'a pas de lendemain!

(Aun cuando el destino me brindase el cetro del genio o el trono real, la gloria, la hermosura, el saber, la riqueza, y a estos dones uniese la eterna juventud, júrolo por la muerte, en vida semejante no quisiera rejuvenecer un solo día! No apetezco un mundo en que todo cambia, en que todo pasa, en que todo se borra, todo se gasta... hasta el recuerdo!... en que todo es fugitivo, perecedero e incierto; en que el día feliz es víspera del desgraciado!)


LAMARTINE.                


-No estáis alegre como otras noches -dijo el conde de Viana a la marquesa de Alora al hallarla sentada tristemente a su chimenea, apoyada la mejilla en la mano.

-Cierto es -respondió la marquesa- que esta noche se me podría ahogar con un cabello.

-Ya veo que en vuestro ánimo, siempre despejado como el cielo andaluz, hay nubes esta noche. Vamos a ver: ¿qué tiene usted? Cuénteme, usted lo que inclina esa frente siempre levantada, pues la vida no le ha puesto todavía una arruga, ni más peso que una corona de flores.

-Pues ahora están marchitas. Estoy mustia; habrame puesto así el día de hoy con su viento que gime y sus nubes que lloran. Así como en la naturaleza se interponen a veces las nubes entre la tierra y el firmamento, cubriendo a la primera de sombras, así se interponen también sentimientos e ideas, sombríos y angustiosos, entre el cielo y el alma.

-Otras veces he oído a usted celebrar un temporal como un bello espectáculo. Decíais que había vida y movimiento en una tempestad; que es ésta un beneficio para la naturaleza, como lo es para la organización humana un baño oriental con sus fuertes fricciones, porque al mismo tiempo que da frescura a la sangre, da elasticidad a los miembros y vigor a la circulación. Sacabais con placer citas de los Estudios de la naturaleza de Bernardino de Saint-Pierre, que tan bien demuestra el beneficio de los temporales.

-No lo niego; pero ¿quién es el necio que sostiene que todos los días pensará lo mismo, ni el hombre autómata que se jacta de sentir siempre de un mismo modo? ¿Nada influirá la experiencia en lo que piensa? Además, días hay en que las nubes no tienen formas, fisonomía ni movimiento, y en que se apinan como un enjambre compacto, que pasa sin que se note su marcha. Parecen las nubes entonces, no aves airosas y ligeras, ni velos diáfanos, ni vaporosas hijas del aire, ni trasparentes tejidos de agua y sol, sino una uniforme masa de plomo que amenaza desplomarse sobre nuestras cabezas. Habla Dumas de la imponente majestad de las cosas inmóviles y se olvidó de añadir que esa majestad es la de la muerte.

-¿Con que la misma causa que alegró ayer vuestro ánimo lo entristece hoy?

-Y aunque eso fuese... ¿qué remedio?

-Sujetar las impresiones; lo que es preciso, si no han de hacerse nuestros verdugos.

-¿Y de qué medio valerse?

-De la voluntad.

-¡Poca es su fuerza contra ellas!

-No tal: la voluntad es el todo. Es a un tiempo motor y timón; impulsa y rige.

-¡Con que a veces no basta a dirigir la acción... y piensa usted que alcance a guiar el pensamiento!

-Es un dique.

-Un dique sujeta las corrientes, pero no las impide afluir.

-Es un freno.

-Se enfrena una fiera, pero no se enfrena una nube.

-No es exacta esta comparación, amiga.

-Todas las comparaciones pueden ser atacadas y controvertidas.

-No, cuando son exactas. Una hay que hago con frecuencia, que nadie ataca ni contradice.

-¿Y cuál es esa comparación privilegiada?

-La que suelo hacer de usted con un ángel.

-Gracias, mi querido y buen amigo. Estoy lejos de rechazar los cumplidos, no por merecerlos, sino porque, a fuer de mujer, los creo un incienso suave, elegante y fino para perfumar la culta esfera en que ella preside. El áspero, amargo y hostil espíritu de la época los va desterrando del trato y condenándolos al ridículo, porque no existen ya la benevolencia, el agrado, la cordialidad que los inspiraban, ni la galantería y urbanidad que los hacían brotar de los labios. Llámense hoy día lisonjas: claro es que lo son, porque ninguno es ya sincero! Ahora son sólo ecos fríos y débiles de lo que en otros tiempos eran voces del corazón!

-¡Por supuesto, por supuesto! -exclamó el conde-. Y eso que es usted demasiado joven para graduar, como yo lo hago, el cambio que la invasión de las malditas ideas políticas y los trastornos que de ellas dimanan han introducido en el trato, que es a tal punto, que los jóvenes del día creen, con un candor y una buena fe admirables, la reverencia inseparable atributo de las pelucas empolvadas; así como a la galantería caballeresca, un accesorio de las capas y espadas. El giro que esto ha dado a la sociedad es ya un hecho consumado (frase moderna); rige y reina, a punto de que muchos, aún pensando como yo, obran bajo su influencia.

-Severo está usted, conde.

-No, no soy sino justo. Se ven, sí, gentes obsequiosas; pero gentes atentas no se hallan ya. Los obsequios son las resplandecientes llamaradas de un fuego de sarmientos; la atención es la grave y perenne luz de la lámpara que arde en perpetua señal de culto y de respeto. El respeto, que es el primer deber que tenemos los unos hacia los otros, tiene por atributo esa sostenida atención, casi desconocida hoy; atención que es obligatoria, muy particularmente en el superior hacia el inferior. Si éste falta a la debida atención en sus relaciones con una persona que le sea superior en edad, saber, posición o categoría, pasará por grosero y mal educado a los ojos de las personas sensatas. Pero si, por el contrario, el superior falta al inferior, pasará por desdeñoso, y esto es peor; porque el desdén es un vicio del corazón. Una desatención en un inferior a un superior, o feude; una desatención en un superior a un inferior, hiere.

-Abundo en vuestras ideas, conde -repuso la marquesa, que son tradicionales en mi familia; y pienso que para hacer a la sociedad culta, digna y amena, debería cada cual tratar al superior con deferencia, al inferior con deferencia y cariño, con franqueza sólo a sus amigos, con familiaridad a nadie.

-Dejadme añadir -dijo el conde- que a las damas se las debería tratar con tan respetuosa galantería, con obsequiosidad tan sostenida y sumisa, con culto tan apasionado, como es natural que nos lo infunda la reunión de los sentimientos debidos al ser benéfico que es en la infancia nuestra madre, en la juventud nuestro ídolo, en la edad madura nuestro cirineo, en la vejez nuestro ángel custodio; ser que mira nuestras más graves faltas como culpas geniales, y que consagra toda su existencia a tres profundos amores de que somos nosotros el objeto. Pero ¡cuánto nos hemos apartado del punto de partida de nuestra conversación! Yo quiero saber lo que preocupa a usted; algo es, pues no se escapa ningún sentimiento de vuestro trasparente corazón a los ojos de padre con que observo a usted aún más que la miro, aunque ambas cosas son igualmente gratas, porque es tan bella vuestra alma, como lo es vuestro rostro. No mire usted tan abstraída y con tanta fijeza la llama; su móvil brillo acorta la vista.

-Cuando la tenga gastada me serviré de gafas -contestó la marquesa-. ¡Así tuviesen todas las cosas remedio, como lo tiene la debilidad de ese órgano!

-Voy cogiendo el hilo de lo que saber deseo. Algo triste, que no tiene remedio, agobia y desalienta a usted. Si lo tuviese, ya lo estaría usted buscando, o coordinando los medios de alcanzarlo; no estaría usted decaída, sino excitada.

-Ha acertado usted, conde. Ese terrible ¡no hay remedio! que he oído hoy de boca de un facultativo, es lo que me oprime el corazón como una losa sepulcral. Mercedes está loca, y para su locura no hay remedio!. Y esto es lo que me desconsuela. Lo más triste para mí, sea cual fuere lo que lo origina, sea escrúpulo, delicadeza o agüero, es que un sentimiento de amarga reconvención susurra en mi conciencia, como si me echase en cara el haber destruido la felicidad de esa buena familia, queriéndola ostentar. Como en la fábula de Psiquis, una gota de la indiscreta tea que alumbró la oscuridad en que se complacía el dios, desvaneció el encanto.

-El agüero, así como la comparación, son paganos -observó el conde-. Dios nada hace oculto: la verdad y la claridad son del cielo; la mentira y las tinieblas son torrenas. El gozarse y contribuir a la felicidad de otros, que es lo, que hizo usted, es cosa tan bella, que ha sido, el móvil que ha tenido Dios para criar al hombre. No se aflija usted, pues -añadió el conde, al ver caer por las mejillas de su amiga lágrimas más bellas que, los brillantes, porque eran santas lágrimas de compasión-. Hoy me toca a mí ver las cosas en mejor luz que mi reina de la sonrisa. Vamos a ver: ¿acaso cree usted que padezcan mucho los locos? ¿No podrá ser que Dios envíe la locura a un insoportable infortunio como una gran distracción?

-¡Oh! No, no. ¡Raro es el loco que olvida la causa de su locura! ¡Lo que sí se pierde es el consuelo, que es obra del tiempo, y que él nos impone a pesar de nuestra voluntad, la que respeta al dolor y quisiera conservarlo íntegro como un holocausto! Y aquí tiene usted, amigo mío, otra nueva impotencia de la voluntad, que se estrella contra la inercia como contra la vehemencia del sentir. Pierde la locura el consuelo de la reflexión, que calma, y el de la simpatía ajena, que suaviza el dolor. ¡Ah! ¡La locura es una pesadilla de la que no se despierta!

-Eso podrá ser cuando la locura es triste.

-Casi todas lo son, pues casi todas son originadas por una desgracia.

-Pero que a veces dejaron de sentir aquellos a quienes aconteció; borróseles al perder la memoria, que es la potencia que archiva. Así es que veréis muchos locos alegres: uno se cree Preste Juan; otro, rey; éste, poeta; aquél, inventor; tal otro, hombre eminente sin contradicción ni desengaño.

-De estas últimas clases hay muchos ídem, ídem por el mundo que pasan por cuerdos -dijo con una media sonrisa la marquesa-. Pero la mayor parte son misántropos; sufren, y lloran, y se enfurecen. ¡Nunca olvidaré el día que me llevaron a ver la casa de locos! Raro entretenimiento por cierto, que más que esto puede llamarse profanación. ¡Qué escandaloso abuso el otorgar tales chocantes exhibiciones! ¡Hacer un espectáculo bufón de la mayor de las miserias humanas! Subleva el corazón el que sea objeto de mofa y de risa un ente nuestro hermano, en el que una voluntad superior apagó la luz de la inteligencia, para probar al filósofo que ensalza al hombre nuestra miseria, puesto que la falta de uno de sus dones lo rebaja más allá del bruto. Es esto perder todo respeto a la desgracia, todo el decoro debido a la humanidad. Las plumas y las galas haraposas de las locas me parecían más fúnebres que lo son las austeras mortajas. La locura es más triste que la muerte para la muerte de los que amamos hay la fe, que espera la bien aventuranza, y el sufragio, que la anticipa.

-Los sufragios son -dijo el conde- la gran prerrogativa de nuestra santa fe católica. Hay en el alma del hombre dos grandes necesidades. La una es la de adorar a un Dios: ésta la vemos demostrada en que los desgraciados que no conocen al Dios verdadero, generaciones perdidas por la apostasía de sus progenitores, se fabrican ídolos. La segunda necesidad es el rogar por las almas de los muertos, patentizada por los sufragios, preces o sacrificios hechos por los infelices en favor de toda persona de su cariño o de su veneración que muere. Ahora bien, sin creer en nuestro purgatorio católico, ¿a qué esos cultos, esas preces, esas oraciones al Eterno? ¿No es una anomalía, un contrasentido en los que afirman enfáticamente que sufre bastante el hombre en la tierra, y que la muerte es un descanso lo mismo para el bueno que para el malo, lo mismo para Nerón que para San Vicente de Paúl, para Mesalina que para Santa Cecilia? Hay protestantes religiosos que piensan que, seguir sus obras, unos serán condenados y otros salvados, sin creer en un estado transitorio. Pero entonces, ¿a qué esas preces? ¿A qué arrodillarse en los sepulcros? Si el condenado puede ser redimido, hay purgatorio de hecho. Si lo negáis, ¿qué significan esos aparatos? ¿Es acaso adoración, o culto personal a los huesos corrompidos ya? ¿Es ostentación de recuerdo? Ambas cosas serían tan poco graves, como poco religiosas. En los sufragios se pide a Dios la remisión del pecador que expiando está. Sin esto, toda demostración funeraria religiosa es un simulacro, puesto que sin favor no hay empeño; y este favor que se pide es la gracia del pecador. Ahora bien: sin castigo no hay perdón; sin condena no hay indulto, sin destierro no hay amnistía. Sé que choca a los hombres sin fe, de ideas mezquinas y deslabazados sentimientos, la palabra purgatorio, por dos razones. La primera es porque les parece una voz vulgar, y que está en la boca del pueblo y de los frailes de misa y olla. ¡Dios mío! ¿No lo están igualmente la de GLORIA, la de MISERICORDIA, la de Dios, y todas las que expresan cosas sagradas? ¿Queréis, señores, que, se haga un vocabulario de las cosas santas para el pueblo, y otro para vuestros remilgados labios? La otra razón es la grotesca forma que algunos sencillos pintores de brocha gorda dieron a sus retablos de ánimas. ¡Qué tal será la sensatez del entendimiento, qué tal la elevación del alma, qué tal la gravedad de la reflexión, y qué tal el peso del juicio de los hombres en cuya creencia pueda esto influir! ¡Grima me da hablar de esto, marquesa! Volvamos a su imprudente visita a la casa de locos.

-Lo que más impresión me causó -prosiguió la marquesa cuando el conde terminó su digresión- fue el ver en uno de los calabozos a un joven de tan tranquilo y triste continente, que no pude menos de preguntar a uno de los loqueros por qué tenía a aquel pobre joven tan severamente guardado y encadenado a su tarima; me contestó que cuando le acometía el frenesí, nadie podía sujetarlo; quería entonces arrojarse desatentado hacia un lugar que buscaba sin descanso, mientras clamaba con honda y lúgubre voz: «¡Rafael! ¡Rafael!» Este nombre era la única voz que exhalaba su ahogado pecho; voz con que parecía asombrarse a sí mismo. Y lo extraño es que Rafael era su propio nombre. Tenía esa palidez lívida aneja a su mal, que es tal, que haría pensar que el corazón no calienta ya la sangre que por él pasa; no ardían desencajados sus oscuros ojos, sino que parecían las negras brasas de un fuego que ha dejado de arder. Doloroso era el ver el estrago que había hecho el sufrimiento en aquella juvenil y bella naturaleza. Era de clase humilde, que es en la que más frecuentemente se halla y más se caracteriza el bello tipo español. No puedo expresar la compasión que me inspiraba aquella criatura en la flor de su edad; aquel joven tan triste y tan manso, encadenado como un facineroso, separado de la sociedad como un pestilente. Me llamaron, y me alejé con las personas que habían acompañado. Pero poco después hubo de darle al infeliz su parasismo, porque en la dirección de su calabozo llegó a mis oídos una voz plañidera que repetía a intervalos lúgubremente: «¡Rafael! ¡Rafael!» La impresión que me produjo esta imprudente visita a la casa de locos duró mucho tiempo, y me inspiró un profundo terror hacia ese terrible padecer moral, hacia ese tremendo estado en que el individuo parece muerto, y sobrevivirle la materia con girones de ideas, extravío de sensaciones, y con un solo remiendo permanente, como un fantasma en la noche. Rogaba a Dios acelerase el influjo del tiempo, para que, como en los árboles repone con hojas verdes y lozanas las que heló el cierzo o marchitó el estío, reemplazase en mi ánimo aquella impresión amarga como una hoja de ajenjo, con otra suave como una hoja de malva. Pero la voz ¡Rafael! sonaba siempre en mis oídos como preñada de un fatal misterio, como empapada en lágrimas, como la expresión de una terrible congoja.

-¿Y no ha averiguado usted la causa de la locura de ese hombre? -preguntó el conde.

-No; y me alegro. Ya que sin saberla me afectó esa locura tan tétrica, ¡cuál no hubiera sido el efecto que me habría causado si hubiese averiguado su causa!

-Hubiera sido menos -opinó el conde-, como es menos el de las cosas positivas que el de las indeterminadas; el de las palpables que el de las vagas; el de lo sabido que el de lo oculto, que es negro como la noche, y espanta por la misma causa. Lo efectivo para, pero lo misterioso echa a volar la fantasía, y ya sabe usted que su vuelo, sobre todo en la esfera del horror, es inmensurable. Una casualidad hace que pueda referir a usted el suceso que fue el origen de la locura de ese mismo Rafael, que en adelante le aparecerá como un desgraciado digno de profunda lástima, pero no ya como un misterioso tipo de horror.

-Me va usted a dar un mal rato -exclamó la marquesa.

-Puede ser. Pero lo evitaré a usted, con algunas lágrimas de compasión que tan bien sientan a sus dulces ojos, los muchos estremecimientos de pavor que le causa el recuerdo de este infeliz. Háganse manuables los infortunios, para que paguemos en socorros o en lágrimas el obligatorio tributo a las desgracias ajenas, y no los envolvamos en los negros velos del misterio, en los que nos espantan, alejan y se hacen inaccesibles. Sabe usted que el año pasado estuve una temporada en San Lúcar de Barrameda para restablecer mi salud a beneficio de aquellas aguas tan dulces y tan delgadas. Frente de la casa en que me alojé, vivía una anciana, a quien mi patrona conocía y graduaba por la mujer más feliz del mundo, y en realidad lo era. Tenía dos hijos, o mejor diré dos amantes, pues jamás conocí modelos más cumplidos de amor de hijos. Ninguno quería casarse mientras viviese su madre, y cuando los embromaban con novias, respondían alegres que estaban casados, y con la misma mujer, sin tener celos. Eran pescadores, y cuanto ganaban se lo daban a su madre, asegurándole siempre que se les hacía el trabajo muy dulce, con el fin de que a ella nada le faltase en su ancianidad. Puede usted, graduar la intensidad del cariño de esta buena mujer a sus hijos, si unís en el corazón de una mujer el más entrañable amor de madre, a la más tierna gratitud.

-¡Cuánto padecería la pobre cuando se embarcaban sus hijos! -observó la marquesa, a quien Dios había dado en compensación de sus felicidades una exagerada aptitud a la compasión.

-Tenéis -repuso el conde sonriendo- el corazón en carne viva; perdonadme lo vulgar de la imagen en favor de su exactitud. He dicho a usted ya varias veces que suele sentir los males ajenos más de lo que los sienten los mismos interesados, y con eso se hace usted mal sin hacerles bien. La costumbre familiariza con todo, hasta con los peligros; así era que aquella madre no se apuraba por ver a sus hijos pasar casi toda su vida entre los vientos y las olas que les eran familiares.

-¡Conde, conde, he visto la mar! ¡Sí, he visto ese indomable atleta, ese enemigo encarnizado de la tierra, que la azota sin cesar, con los mismos bríos y la misma violencia al que la marca agita y el viento embravece; que rencorosa de lejanas luchas, trae a veces sus bramantes y espumosas olas contra las tranquilas playas, sin que la aplaquen ni el sonreír del cielo ni la suavidad de las auras, ni las flores de la tierra! ¡Sí, sí, amigo mío, he visto con terror aquel elemento inmenso, y a los pobres pescadores surcarlo sobre sus frágiles faluchos; pues frágil es cuanta embarcación construya el hombre, en comparación de ese móvil abismo, frágiles serían aún las islas, que son reinos, si flotantes anduviesen y no les hubiese dado el Criador de cielos y tierra un punto de apoyo que desafía las iras y el poder de esa fiera tan inflexible en su fuerza, tan constante en sus intentos, tan loca y descompuesta en sus caprichos, tan profunda e inexorable en sus furias! Pagarse debería a peso de oro cada pez que cubre la mesa del hombre, pues vale la exposición de la vida de esos intrépidos marineros, a quienes no atemorizan peligros, a quienes no desalientan trabajos, a quienes no rinden fatigas. ¿Y quiere usted que no compadezca a la madre de los que luchan con la mar?

-Tenga usted presente, marquesa, que en sus faluchos duermen como niños en sus cunas, y que en ellos cantan como pájaros en sus jaulas. En los pueblos, que son nidos de aquellos alciones, no acongojan los vendavales, ni se presentan vivos a los ánimos, como usted lo ve, los riesgos que puedan correr los que aman. Corren tantos... de tantos escapan, que se hace costumbre el saber que están expuestos, y la costumbre en el hombre es tal, que desaboza hasta la exuberante y agitada sensación del temor, como una constante corriente de agua allana el escabroso terreno por donde de continuo pasa. Suelen volver de la pesca las gentes de la mar a la caída de la tarde; van en seguida a sus casas, en las que descansan hasta la hora que la marca señala para volver a embarcarse y estar en alta mar al rayar el día, que es cuando echan la red. Así pues, unas veces a las doce, o la una, o las dos, siempre en las altas horas de la noche, despiertan a los dormidos pescadores; sucede esto, o bien tocando un gran caracol marino, o bien llamándolos a gran distancia por sus nombres.

-Recuerdo esto vivamente -dijo la marquesa-; el sonido de ese caracol es uno de los más tristes y lúgubres que he oído on mi vida: nada expresa mejor la alarma, ni despierta más clara la idea del desamparo. También tengo presentes aquellas llamadas, aquellos nombres lenta y fuertemente lanzados en la noche, cuya última sílaba sostenida hasta que espira el aliento en el pecho que los lanza, y que hace vibrar el viento en sus ondulaciones, es tanto más melancólica e infunde una impresión tanto más desasosegada y triste, cuanto que a ella se agrega la idea de que los llamados van a exponer sus vidas. ¡Qué de veces me despertó aquel triste y lejano grito, que se hermanaba tan bien con los gemidos del viento que lo traía! ¡Cómo crecía y se iba desvaneciendo aquella voz por el espacio!

-No puedo, ni quiero negar, amiga mía -prosiguió el conde-, que parte de lo que usted siente tan vivamente, lo he sentido yo también. Aunque los años, que son cada uno un calmante, me han traído al bienaventurado estado de madurez, que nos hace semejantes a una planta que ha secado el tiempo, concentrando su ternura y debilitando su perfume, alguna vez la imaginación, esa facultad creadora que nunca descansa -pues aún estando las demás facultades inertes cuando duerme el hombre, ella crea suelos, y al despertar aún reina absoluta- en este estado duerme-vela, cuando oía la voz que llamaba a Rafael, -que este nombre tenía el hijo mayor de mi vecina-, la activa imaginación me presentaba a esa voz, ya como un llamamiento, ya como una amonestación, ya como una amenaza. ¿Era aquella voz la de un hombre, la de la mar, o la de su destino? Pero los dos hermanos, jóvenes y animosos, no oían en ella sino la del deber, y poniéndose en pie de un salto, se calaban el gorro de marinero, acudían al falucho, y poniendo la proa a la mar, como el valiente que muestra la cara al enemigo, se lanzaban denodados a los azares, los unos cantando, los otros durmiendo.

Una noche salieron las parejas -que así se llama a las embarcaciones de la pesca, porque van apareadas de dos en dos- a pesar de estar ésta negra, triste y lóbrega; el cielo se había cubierto la faz y escondido sus estrellas; la mar henchía sus olas como un pecho que se alza bajo la emoción de una ira que busca desahogo: sólo el viento faltaba en aquel estado amenazador de la naturaleza, como suele faltar la palabra en un parasismo de furor.

Pero cuando estuvieron las parejas en alta, mar, saltó de repente con la violencia del huracán. El barco en que iban los dos hermanos había sido sorprendido por aquella terrible bocanada de viento; los marineros se apresuraron a echar mano a la maniobra que aquellas circunstancias exigían.

-Miguel, coge los rizos a esta vela, mientras yo arrío el foque -dijo Rafael a su hermano que se puso en seguida a ejecutar lo mandado, mientras Rafael, con los vigorosos, ágiles y seguros saltos, propios de los marineros, se dirigía hacia la proa del barco.

Una nueva y tremenda ráfaga de viento dobló en aquel instante el mastelero, tronchándole, uniéndose, al estrépito que causó su caída, el zumbido del huracán, el bramido que lanzan las olas al reventar, el silbido de las jarcias, el crujido de las maderas y los zapatazos de la vela que se desprendía de su amarra. Un momento de calma siguió a este desencadenamiento del temporal; uno de silencio a aquel terrible estruendo!...

-¡Rafael! -gritó una voz que salió de entre las olas.

-¡María Santísima! ¡Un hombre al agua! -fue el unánime, sordo y consternado grito de la tripulación.

-¡Rafael! -sonó la voz, más lejana y más angustiosa.

-¡Mi hermano es! -gritó Rafael-. ¡Socorro! ¡socorro! ¡Tirad cabos, que es buen nadador! ¡Patrón, allá la proa! ¡Por aquí, por aquí!

-¡Rafael! -volvió a sonar la voz entre los mugidos del viento, que volvía a arreciar.

-¡Virad, virad, patrón, que la voz suena a la izquierda! ¡Aquí los cabos!... ¡Echad tablas, echad los remos... por todos lados... al acaso, pues tan oscuro está que los dedos de la mano no se ven!

-¡Rafael!

-¡Patrón, a la derecha, que esa ola se lo lleva! ¡A él, a él, compañeros, que se ahoga, que se ahoga!

-¡Rafael! -sonó más lejos y más débil la plañidera voz.

-¡Atrás, patrón, atrás, que lo hemos adelantado, pues el viento nos lleva en sus alas! ¡Virad, compañeros! ¡Por todos los santos del cielo, virad!

Tres cuartos de hora duró esta aterradora escena, en la que la oscuridad, la violencia de la tempestad y el empuje irresistible de las olas hicieron imposible salvar al buen nadador, que todo este tiempo batalló contra la muerte. Durante tres cuartos de hora llegó clara y distinta al oído de Rafael la voz de su hermano, que de él imploraba su salvación. Tres cuartos de hora duró aquella tremenda lucha entre los elementos embravecidos y los esfuerzos de los hombres, a quienes hacía heroicos la caridad! Tres cuartos de hora agonizaron el un hermano entre el desamparo y el socorro, entre la muerte y la vida, y el otro... entre la esperanza y la desesperación!

Pasado este término, la voz había dejado de oírse; la mar tragaba su presa sin dejar de bramar, cual si pidiese otra; el viento gemía, como gime cuando viene del mar recogiendo los clamores de agonía de los náufragos. Rafael había caído como una masa inerte sobre las tablas de la cubierta; los demás, con aquel espontáneo e innato respeto que en el momento supremo de la muerte impele al alma en pos de aquella que se desprende de la vida, descubrían sus cabezas y rezaban el Credo.

Al día siguiente, aquella anciana, tan feliz la víspera, había perdido a uno de sus hijos ahogado, y tenía al otro loco en su casa.

-¿Con que ese infeliz es mi loco? -exclamó, profundamente conmovida la marquesa.

-Sí señora; ese es el que siempre oye la voz de su hermano, y quiere precipitarse en su auxilio.

-¿Y la madre? -tornó a preguntar con trémula voz la marquesa.

-¡Vive!

-¿Vive?... ¡Infeliz!... Dígame usted, conde, ¿podrá aliviarse su miserable existencia? ¿Podría yo hacer algo que a esto contribuyese?

-Nada, marquesa. Una sola cosa le era necesaria.

-¿Cuál, conde, cuál? Decid.

-No puede usted dársela, señora; pero Dios se la dio, que es el que dársela podía.

-¿Y cuál es?

-La resignación cristiana, señora; sólo a ella debe el no estar muerta como el uno de sus hijos o loca como el otro.

-¡Jesús! -exclamó la marquesa-. Esa mujer es una heroína... digo mal, es una santa. ¿Cómo ha merecido tan inaudito infortunio, mientras otros... Pero ¿cómo comprender las cosas de la tierra sin creer en las del cielo? ¿Cómo explicar el confuso enigma, el terrible logogrifo que se mueve a nuestros pies en el polvo, sin apartar la vista de la tierra y alzarla al cielo?

-En donde -añadió el conde- para el que sabe leer su lenguaje, han escrito la solución del enigma las estrellas en letras de luz, y es:

COSA CUMPLIDA...
SÓLO EN LA OTRA VIDA.



Indice Siguiente