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Costumbrismo y novela: en torno a «Fortunata y Jacinta»

Ermitas Penas Varela





Es lugar común de la crítica literaria considerar al costumbrismo romántico, al que J. L. Varela calificara de paradoja1, como germen del realismo del siglo XIX, que cristalizaría primeramente en la llamada novela costumbrista, y más tarde en la novela regional. Incluso, corroboraría tal aserto el que determinados autores utilizasen, antes de que el término realismo se instaurase definitivamente, marbetes distintos a este. Así, «novela corriente» por Alcalá Galiano2 o que Larra calificase a Balzac de «escritor de costumbres»3. Ambos se refieren a un tipo de narración diferente a la novela histórica o a la novela sentimental y folletinesca, dos modalidades del romance, la una verosímil y la otra inverosímil, que Mesonero Romanos distinguía en 18394, de la por él denominada «novela de costumbres». Todavía Galdós en su primer gran artículo sobre el modelo realista, «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (Revista de España, 1870) habla de «novela moderna de costumbres»5.

No hay duda de que fue el costumbrismo el auténtico mentor o guía del «redescubrimiento de la realidad española» como subrayaría José Fernández Montesinos en el título de su conocido libro de 1960. No obstante, aunque la génesis esté ahí, en el acercamiento a la realidad contemporánea a través de la observación, la creación de la novela moderna vendría de la mano de nuestros clásicos realistas-naturalistas de la llamada generación del 68. Y es que, sin duda, su realismo, como afirma acertadamente el mencionado crítico6, no siempre bien entendido, es, con respecto al del género costumbrista, «un nuevo realismo».

Sin ninguna intención de entrar en la polémica creada a partir del conocido ensayo de Montesinos sobre el lastre costumbrista y la rémora que supuso para la aparición en el panorama literario español de una auténtica novela realista7, mi trabajo intentará aportar modestamente algo más a la presencia del género de costumbres en la gran novela de don Benito. Partiré para ello del estudio del recordado estudioso en Galdós, vol. II, y de los artículos de E. Rubio, y especialmente del dedicado a Fortunata y Jacinta8.

Raro es el investigador de las «Dos historias de casadas», subtítulo de la novela, que no presta algo de su atención al digresivo «Vistazo histórico sobre el comercio matritense» trufado con otro sobre las familias Santa Cruz y Arnáiz. Tampoco entraré aquí en las controversias suscitadas acerca de su oportunidad o no en la primera parte, aunque cinta razón lleva Montesinos respecto de la genealogía de ambos troncos, unidos por el matrimonio de Baldomero y Barbarita, ya que lo que se le dedica -dice- «se lee mal, pues a las pocas líneas llega a ser inextricablemente confuso»9. Lo cual ya había sido comentado por Clarín: algo pudo cortarse en «la historia y relación de parentescos, especie de selva oscura de linajes»10. No obstante, el acuerdo de la crítica es unánime en cuanto al acierto galdosiano de introducir un aspecto tan costumbrista como las transformaciones de la vida social, en este caso la metamorfosis del estamento mercantil madrileño a través de tres generaciones: los diferentes usos que se van imponiendo, arrumbando, los antiguos en tiendas y almacenes, desde la contabilidad, los billetes de banco, los sobres, los sellos de correos hasta las modas. Es, precisamente, este el ámbito de la clase media adinerada el que acoge a la familia Santa Cruz Arnáiz, cuyo último vástago -Juanito- no trabaja, al contrario de sus predecesores.

Es, asimismo, en ese medio en el que se produce la confusión entre los diferentes estamentos de la sociedad que ya Mesonero y Larra advertían. Lo que se evidencia en los invitados a la cena de Nochebuena en la casa de los padres del Delfín, «perfecto muestrario de todas las clases sociales»11: nobles de la aristocracia antigua junto a otros de nueva planta, pertenecientes al mundo financiero, hijos de antiguos negociantes del ramo y casados con mujeres de ilustre cuna, un banquero, un dependiente, dos políticos, uno parlamentario y otro concejal, un abogado y Estupiñá, representante del antiguo comercio. Es la misma variopinta colección, «feliz revoltijo de las clases sociales»12, que desfila por la vivienda de la calle de Pontejos al ir de visita o al ser convidados a almorzar, que dará pie a unas líneas digresivas sobre la «dichosa confusión»13 de todas ellas en el capítulo V de la primera parte.

Existen al comienzo de la novela determinadas páginas costumbristas de igual estirpe y carácter digresivo sobre objetos concretos tales el mantón de Manila, del que se ha escrito14 cómo deja de ser inanimado para cobrar el dinamismo propio del personaje de Barbarita, que lo evoca entre otros artículos que su madre vendía. También suponen otras pausas digresivas los párrafos dedicados a los objetos venidos de China, o al empleo de los diminutivos y nombres familiares. Además, tienen idéntico origen costumbrista las consagradas a la tienda de los Rubín y al origen judío o no de su apellido, a los conventos e iglesias de Madrid15, a la historia de sus cafés -de San Antonio, Suizo, de Platerías, Siglo, de Levante y de Gallo-, a sus características particulares según la concurrencia -empleados, asentadores de víveres, señores, filósofos, espiritistas...-, o la utilización del gas, la abundancia o no de azúcar, la música, el tresillo o el billar, en la tercera parte de la novela.

Hay, asimismo, en ella un número elevado de descripciones deudoras del costumbrismo romántico, aunque, como señaló Montesinos, por su minuciosidad podrían enlazar con la documentación naturalista16. Entre ellas cabe destacar las varias pinturas de los puestos de la bulliciosa calle de Toledo17. A Jacinta le marea y casi no ve, porque está preocupada por la búsqueda de Juanín, el variadísimo espectáculo de los múltiples productos que el narrador ofrece: baratijas, panderetas, loza ordinaria, puntillas, cobres, cachivaches, dátiles, higos, turrón, aceitunas, naranjas, cántaros, vasijas, pajarillos amaestrados, gorras, toquillas, maniquíes vestidos de polisones o ternos de caballero, calzones y camisas. El oído ausculta la algarabía de las gentes, los chillidos de las mujeres pregonando su mercancía, y la vibración de los adoquines por el paso de los carros. Y el ojo percibe el colorido de las telas -azules, rojas, verdes- que Galdós describe con inesperadas sinestesias:

«el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en La Traviata»18.



El tumulto de la calle de Toledo vuelve a ser descrito más adelante cuando Jacinta ha conseguido su propósito de hacerse con el niño que cree ser hijo de su marido. Obreros, mujeres, chiquillos bajan por la mencionada calle al tiempo que la suben la esposa de Santa Cruz, su criada, Guillermina y Juanín. Galdós insiste sobre todo en el alboroto de los organillos que tocan músicas diferentes, de los pescaderos berreando su producto, de los machetazos de los carniceros o de los horteras ponderando su género. Podrían añadirse las descripciones de los alrededores del convento de las Micaelas o del distrito de La Latina.

No menos costumbrista resulta la narración de las compras de Bibiana, acompañada de Estupiñá, en la plazuela de San Miguel, en la calle de la Caza y en la costanilla de Santiago. Plácido, que antes se había puesto al tanto de las novedades respecto de los comestibles, interrumpe el rezo de la señora en San Ginés con sus averiguaciones sobre congrios, perdices, solomillos, chuletas o salmones. Otras viandas -botes de salsas, anchoas, trufas, champiñones, y hasta champán- eran adquiridas en reputadas tiendas como casa Pía. De los huevos, vino, cacao, azúcar, canela, tabaco y puros se ocupaba el viejo comerciante.

Más resumidamente, el narrador relata nuevas compras el día de Nochebuena: los capones en el arco de Cuchilleros, las tartas de mazapán en casa Ranero, un belén para el falso nieto de Barbarita, etc. Todo ello adquiere la dimensión funcional de desarrollar este personaje a partir de la definición que de él da el narrador: «tenía la chifladura de las compras. Cultivaba el arte por el arte, es decir, la compra por la compra»19.

El pintoresquismo costumbrista hace su aparición en los elementos que caracterizan «la romántica y alegre ciudad» de Sevilla que los nuevos esposos visitan en su viaje de novios: «el idioma ceceoso y los donaires y chuscadas de la gente andaluza», «el buen humor que allí se respira», y los «portentos de la arquitectura y de la Naturaleza»20. Los patios amueblados y ajardinados, y la flor en la cabeza de las mujeres llaman la atención de Jacinta. En la comida, en un bodegón de Triana, Juanito bebe mucha manzanilla porque «opinaba que para asimilarse a Andalucía y sentirla bien en sí»21 había que meter en el cuerpo toda la que este pudiese resistir.

En el capítulo II de la primera parte se trae a colación la costumbre tradicional, practicada por Barbarita en su infancia y adolescencia, de que las niñas saliesen por Madrid pidiendo dinero para construir las cruces ele mayo22. Es el narrador quien apela numerosas veces a usos muy asentados en la capital como tomar chocolate, jugar al tresillo, beber agua del botijo acompañada de azucarillos para combatir la sed, ir al teatro Real o al de Variedades, animar calles y plazas con la música del organillo, llevar los dulces de la boda a los conocidos que no asisten a ella, comprar figuras para el belén en la plaza Mayor, cometer adulterio y tener querida, fuese esta prostituta, mujer soltera o casada.

Además, podrían considerarse como resabios costumbristas la presencia del niño ciego que canta acompañado de una guitarra, y la de otro, hombre de edad y su maestro en el oficio, en un ángulo del corredor cercano a la vivienda de Izquierdo. O la de la andrajosa muchacha asimismo privada de la vista que entona coplas en la plaza Mayor mientras otro viejo toca también la guitarra.

Pero, además, don Benito, en el capítulo IX de la primera parte, lleva a Jacinta y Guillermina a una zona de la capital que en nada tiene que ver con el distrito Centro: la de las casas de corredor en la que sus habitantes hablan de un modo dejoso, «arrastrando toscamente las sílabas finales»23. Es el Madrid del sur, el de la miseria, «dilatado continente» e «imperio de la pobreza»24. El ambiente reflejado, de suciedad, dolor, enfermedades, hambre, niños andrajosos y seres malolientes, necesidades de todo tipo, incluida la nota lingüística tan bien manejada por el escritor canario, no configura simplemente una escena más o menos costumbrista, sino que además adquiere la funcionalidad de impresionar vivamente a la esposa del Delfín y de construir el medio del que salen determinados personajes como Izquierdo o Ido del Sagrario y su familia, y la hermana e hija de Mauricia la Dura. Y aquí tendrán lugar los preparativos para la llegada del Viático y su administración a esta, convertido luego en juego por los niños de la vecindad, lográndose un efecto contrapuntístico casi valleinclanesco.

Algunas criaturas de ficción son auténticos tipos costumbristas25. Por ejemplo, los tres randas, «muy madrileños», frecuentes huéspedes de la cárcel del Saladero en la plaza de Santa Bárbara, ataviados de «calzón ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito palante, caras de poca vergüenza»26; las religiosas del convento de las Micaelas con su propia clasificación: monja severa, monja candorosa, monja bizca, monja coja...; los cesantes: Villaamil, Basilio Andrés de la Caña y los compinches del hermano de Maximiliano27. Y otros tipos, como Ponce, el crítico, novio de Olimpia, Federico Ruiz, el «distinguido pensador», Francisco de Quevedo, el comadrón, Olmedo, el eterno estudiante, amigo de Juanito Santa Cruz, «un perdido», un «calavera de oficio», «gran perdis»28, Segunda Izquierdo, tía de Fortunata, la celestina, o Nicolás Rubín, el cura de pueblo, glotón y sucio.

Por otra parte, Nicanora es duelera: se encarga de entintar de negro sobres, esquelas o tarjetas de los que están de luto. Y Juan Antonio, el marido de Severiana, papelista, habilidoso en manejar el arte del papel. Ambos profesiones bien podrían inscribirse en los oficios menudos sobre los que escribió Larra29.

No obstante, lo indicado anteriormente, hay criaturas que nacen como tipos y logran auparse a la categoría de personajes. Es el caso de José Izquierdo, Platón, tío de Fortunata, el clásico «buscón sin suerte»30, que relata sus aventuras y desencantos políticos, y estafa a Jacinta con Juanín. Después será modelo de pintura y escultura. O de Ido del Sagrario, exmaestro y escritor de folletines, y en la actualidad quijotesco corredor de suscripciones, cuyo cerebro disecado por tanto relato le induce a confundir a su esposa con una bella y adúltera mujer. Incluso, Juan Pablo Rubín, cesante que, después de ser expulsado de las filas facciosas, recorre todos los cafés madrileños en busca de la tertulia ideal. Es utilizado por Galdós para ofrecer al lector, mediante sus traslados, los diferentes ambientes de cada uno, y, después, para criticar los modos de la Restauración que lo ampara, aunque carlista, con un nombramiento de gobernador de provincia.

También Moreno-Isla, ricacho soltero, «antipatriota», «tan extranjerizado que nada español le parecía bueno»31. Mujeriego empedernido, se acaba enamorando de Jacinta y muere solo de un ataque al corazón. Caso aparte es Plácido Estupiñá, metomentodo y parlanchín que tantos paralelismos tiene, tal como demostró M.ª Ángeles Ayala, con Mesonero Romanos32. Sin duda constituyen todo un homenaje de don Benito al amigo y «creador de la literatura de costumbres y cimentador de la novela española contemporánea», como le escribiera en una carta del 18 de mayo de 187533. Pero, además, Estupiñá es «cronista novelesco»34que aporta numerosas noticias sobre datos históricos y se muestra, al igual que el Curioso Parlante, como testigo presencial de los sucesos reales y de la transformación de la actividad mercantil madrileña, a la que ha dedicado buena parte de su vida. Pero, asimismo, su papel en la novela es trascendental como elemento que relaciona los vértices del triángulo amoroso, pues Juanito conoce a Fortunata cuando, estando enfermo, este va a visitarlo y, al final, es el elegido por la madre moribunda para que entregue su hijo a Jacinta35.

También el perspectivismo, que Baquero Goyanes estudió36, deja su huella, como se ha visto, en la novela galdosiana. Aparte las posiciones contrarias de Estupiñá e Izquierdo, con frecuencia los sucesos políticos -la marcha de don Amadeo, el alfonsinismo, la República...- son enjuiciados de diferente manera por los personajes que acuden a la casa de los Santa Cruz y a los diferentes cafés, lo que produce una rica visión sobre la realidad del momento. Pero además, la manera de ver los acontecimientos de la vida, desde los más nimios hasta los trascendentales son ofrecidos en perspectivas cruzadas como ocurre en esa contraposición, buscada por Caldos, entre Fortunata y Jacinta.

Piénsese asimismo en la perspectiva crítica de Moreno-Villa, que habita casi todo el año en Londres, la cual choca con la del lector instalado en el mundo madrileño. Como comprueba en su paseo, nada en la capital es de su agrado: las cuestas, el riego, los barrenderos, los mendigos, la suciedad de la vendedora de lotería, la estafa de la florista de nardos, los horribles carros fúnebres o los sirvientes. Además, tampoco le gustan las criadas cantarinas y los pregones de la venta de leche37.

En el terreno estilístico, Galdós remeda en ocasiones la ironía de Larra, provocada al utilizar como Fígaro el recurso de la difracción lingüística quevediana, que estudiara Maurice Molho38. Puede observarse en dos de los varios ejemplos que se podrían seleccionar. Dice el narrador de Fortunata y Jacinta: «El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unos cuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de las Clases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios»39. O: «Nombrábase Patricia, pero Torquemada la llamaba Patria, pues era hombre tan económico que ahorraba hasta las letras, y era muy amigo de las abreviaturas por ahorrar saliva cuando hablaba y tinta cuando escribía»40.

Para finalizar, trataré brevemente algunos aspectos narratológicos merecedores de comentario, aunque no me adentraré en la disparidad con que la crítica los ha abordado en Fortunata y Jacinta. Esta, como es bien conocido, está narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que en repetidas ocasiones hace, a través de sus comentarios metanarrativos, ideológicos o interpretativos, una función de autor implícito. De vez en cuando -en 32 ocasiones-, sin embargo, surge en el relato la primera persona que también realiza esta misma función con explicaciones o juicios que atañen al propio relato y a los personajes -«le conocí», «He visto»41-. A veces se muestra segura sobre lo que narra -«no dudo en llamar», «Yo no lo creo», «creo», «pienso», «me consta», «recuerdo»42-, otras confiesa su incertidumbre -«se me ha olvidado la fecha exacta», «esto sí que no lo sé»43-. Se niega a extender más lo narrado -«no copio por no alargar», «No quiero hablar»44- o enlaza con algo anterior: «he dicho», «he escrito»45.

Es posible que exista una coincidencia entre este yo narrativo de Fortunata y Jacinta y el utilizado en los artículos costumbristas. Incluso, tal vez, se produzca la misma confluencia con este género periodístico en la presentación en el relato de diferentes personajes informantes, quienes suministran datos al narrador para construir la historia. Logra así esta una mayor objetividad al poder ser justificados aquellos aspectos por alguien ajeno a él. Así, al comienzo de la novela, la voz narradora, que aparece personificada como en el costumbrismo, dice que «las noticias más remotas» de Juanito Santa Cruz se las ha dado Villalonga, las cuales «alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad»46. De modo que, como una criatura literaria más, el narrador afirma que conoció al Delfín, que tenía a la sazón 24 años, en 1869, en casa de Federico Cimarra.

Luego, a lo largo de la novela, surgen expresiones que constatan la existencia de esos entes ficcionales que actúan metanarrativamente facilitando información: «cuenta Villalonga», «refiere Villalonga», «De una conversación entre Arnáiz y Estupiñá han salido las siguientes noticias», «Cuentan Jacinta y su criada», «Rafaela cuenta», «Cuenta el padre Rubín», «Me ha contado Jacinta», «Todo esto lo ha contado Aparisi», «Cuentan las crónicas platónicas»47, de José Izquierdo, alias Platón. Es decir, este narrador podría emparentarse con el de los artículos costumbristas que, como testigo, oye lo que le relatan los personajes.

No obstante, estas supuestas conexiones, la voz narradora de Fortunata y Jacinta adquiere una complejidad inexistente en el costumbrismo, ya que se define por la polivalencia del autor implícito, pues este abarca tanto a la tercera persona como a la primera.

Apurando las cosas, el que el narrador emplee la frase nominal «mi hombre», utilizando el posesivo en lugar del demostrativo o el artículo para referirse a alguna criatura literaria, no es infrecuente en los artículos de costumbre, así como las continuas apelaciones al lector.

Después de lo expuesto, probablemente podría admitirse esta declaración de Montesinos sobre Fortunata y Jacinta: «es la obra en que el costumbrismo español alcanza su más alta cima»48. Pero ya que nuestro Coloquio demanda nuevas luces cabría hacer alguna matización. En primer lugar, es evidente que la mimesis realista existe por igual en el género costumbrismo que en el de la novela, aunque su calado no sea equiparable49. En segundo, no es posible que el género novelístico se libre de los usos y costumbres, característicos de la tópica costumbrista, porque se trata de plasmar una realidad de la que forman parte.

Por otro lado, el aprovechamiento de las escenas populares o pintorescas le viene bien a la novela por cuanto es una manera de llevar al relato la vivacidad y colorido de un mundo muy presente en la sociedad madrileña, aunque el estatismo de aquellas sea sustituido en Galdós por una visión más dinámica. Don Benito sabe engarzarlas en consonancia con el conjunto de la trama y lo hace con una finalidad concreta, no gratuitamente. Además, es obvio, que los limitados y rectilíneos tipos costumbristas son convertidos en Fortunata y Jacinta en auténticos y complejos personajes50, incluso los que habían surgido como herederos de aquella estirpe, a los que el autor acaba dedicándoles un capítulo alguna de sus partes.

Es decir, y con esto termino, las diferencias entre el artículo de costumbres y la gran narración galdosiana son enormes, tantas como la distancia existente entre ella y el folletín. Sin duda, los rasgos o elementos costumbristas son elevados por el escritor canario en su novela madrileña a la categoría de arte supremo con el que logra, siguiendo su definición en el discurso de ingreso en la RAE, una caleidoscópica imagen de la vida51.






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